Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 13 de septiembre de 2023

JULIO CORTÁZAR. ANIMALIA
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un curso más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca, dirigido y presentado por Alberto San Segundo. Con la emisión de hoy damos comienzo a nuestra decimocuarta temporada, más de quinientos programas -quinientos treinta y cuatro, exactamente, contando con el que ahora abrimos- desde que salimos al aire por primera vez, el 20 de octubre de 2010. Una cifra desmesurada, inimaginable entonces, como lo es igualmente la de los libros cuya lectura os he propuesto en este tiempo, cerca de ochocientos, una locura cuya mera mención me produce vértigo. 

En fin, aquí estoy de nuevo, pues, con el mismo ánimo, idéntico propósito y similar entusiasmo que los del primer día, dispuesto a ofreceros más interesantes propuestas lectoras, guiado siempre, para su selección, por criterios de predilección personal, claro está, pero movido también en razón a la calidad literaria, el valor objetivo y lo estimulante y sugestivo de las obras elegidas, así como a su capacidad de inducir al pensamiento y la reflexión, de tocar la sensibilidad y despertar la emoción de un lector potencial. 

En la emisión radiada de esta tarde habrá una primera parte -que aquí, en el blog, omito- de presentación general del espacio, pensada para quienes acceden a él por primera vez y en la que se comentarán el planteamiento y la estructura, el propósito y las pautas que guían el desenvolvimiento de las emisiones a lo largo de todos estos años junto a las novedades (relativas) previstas para el presente curso. Se tratarán en esa introducción asuntos como los criterios de selección de las obras recomendadas; las dificultades que conlleva la elaboración de las reseñas; el carácter amateur de quien dirige y presenta el programa y, como consecuencia, la relativización de los análisis -forzosamente limitados y poco profesionales- que se hacen de los libros; la obligada subjetividad en las críticas; la voluntad divulgadora que me mueve -soy, permanentemente, en el fondo (y en la superficie) un docente- y, en paralelo, el apasionado afán proselitista, que intenta, en cada nueva emisión, persuadir de los muchos alicientes que entraña la lectura; la frecuencia y la duración de las emisiones; y también, entre otras muchas cuestiones, la razón de ser del extraño título que da nombre a nuestro programa. 

Y a propósito, precisamente, de la rúbrica que nos define, Todos los libros un libro, y su inequívoco eco “cortazariano” (Todos los fuegos el fuego es el título de uno de los cuentos más conocidos del escritor argentino y la inspiración directa en la que se sustentó mi elección del encabezamiento que identificaría el espacio), a menudo he querido acompañar estos programas de principio de temporada con alguna recomendación de lectura con el propio Cortázar como centro. Así será también hoy a partir de una obra recientemente publicada y, como es común en nuestra trayectoria, con otras propuestas complementarias, que surgen al hilo de la sugerencia central. 

Bajo la denominación genérica de Animalia, la editorial Alfaguara presentó, en noviembre de 2022 y en una edición muy cuidada, una antología de sus “bestiarios”, veintiún relatos (en realidad veinte más una excepcional y muy esclarecedora “rareza”, como luego veremos; no todos cuentos, a veces textos fragmentarios, ágiles destellos fugaces, apuntes, historias breves, prosas varias) en los que la presencia de animales es nuclear en las historias narradas (aunque hay muchas más “apariciones” animalescas, aquí no recogidas, en la obra de Cortázar). Aurora Bernárdez, que estuvo casada durante catorce años con Julio Cortázar y que fue su albacea literaria tras la muerte del argentino en 1984, fue la responsable de su selección y publicación en 2005. Esta primera edición apareció en un sello de, entonces, reciente creación -de hecho Animalia inauguró la trayectoria de la editorial-, a cargo de Francisco Porrúa y que llevaba su nombre. Con el diseño y la ilustración de portada de Julio Silva, un pintor también argentino habitual colaborador de Cortázar (a él se debe, entre otras, la legendaria cubierta de Rayuela), el libro incluía un interesante prefacio de Alberto Manguel. 

Ahora, la “fauna” de Cortázar se reedita, sin el prólogo y sin la presencia de Silva pero manteniendo los veintiún relatos, que aparecen acompañados por las muy imaginativas estampas de Marisol Misenta, Isol, una dibujante e ilustradora argentina que se desenvuelve, sobre todo, en el ámbito de la literatura infantil. Todos los relatos, obviamente, ya habían sido publicados con anterioridad en otros libros de Cortázar. Así, Axolotl y Los venenos, pertenecen a Final de juego; de Bestiario son Carta a una señorita en París, Cefalea, Circe y el también titulado Bestiario; Los posatigres, Historia con un oso blando, Instrucciones para matar hormigas en Roma, Camello declarado indeseable, Discurso del oso, Retrato del casoar y Tortugas y cronopios forman parte de Historias de cronopios y de famas; de Último round se recogen País llamado Alechinsky, Los discursos del pinchajeta y Sobre la exterminación de los cocodrilos en Auvernia; con un solo cuento seleccionado están Octaedro, al que pertenece Verano; Un tal Lucas, con Lucas, sus luchas con la hidra; Queremos tanto a Glenda, en donde apareció Orientación de los gatos; y Deshoras, en el que estaba integrado Satarsa. Os recuerdo que, también en Alfaguara, se recogen, en dos voluminosos y muy recomendables libros, los Cuentos completos de Cortázar, entre los que se incluyen casi todos los citados y de los que ya he hablado en temporadas pretéritas del programa. 

El texto que cierra la recopilación, en sus dos ediciones, no es, estrictamente, un cuento. Paseo entre las jaulas es la larga carta que Cortázar envió al editor italiano Franco Maria Ricci con ocasión de la publicación de un libro por muchas razones excepcional, el Bestiario de Aloys Zötl (1831-1897), del que acabaría por formar parte y que exige un comentario detenido antes de entrar en una breve glosa de los principales cuentos de Animalia. Ricci era -murió hace ahora tres años, en septiembre de 2020- un personaje singular, único. De familia aristocrática, geólogo de formación, fue diseñador, artista gráfico y, sobre todo, responsable de uno de los proyectos editoriales más bellos, exquisitos y elegantes del último medio siglo. Bajo la inconfundible rúbrica del sello FMR, nacido en 1965, apareció la serie La Biblioteca de Babel, que auspiciada por Jorge Luis Borges, publicó una treintena de títulos de grandes autores de la literatura universal, seleccionados por el propio Borges, en ediciones primorosas. En 1982, Ricci dio a la luz en Italia una revista de arte, “la revista más bella del mundo”, como se presentaba y difundía, siempre bajo las mismas siglas FMR, una colección que en nuestro país, en su versión en español, empezó a publicarse en 1989 (finalizando su periplo veinte años después). Ricci consideraba a la revista, ciertamente muy cara -unos cien euros el ejemplar, en su última etapa-, como un símbolo del espíritu cosmopolita y concebía los distintos números como piezas para coleccionar en los museos, dada la elegancia de su formato, el papel satinado, la calidad de sus imágenes, siempre en fotografías en color de alta resolución, el valor de sus firmas, entre las que podíamos encontrar las de Italo Calvino, Umberto Eco, Jorge Luis Borges, o Roland Barthes, y, en general, la excepcional belleza de cada volumen. Además, la publicación ponía el foco en artistas, obras y “motivos” entonces aún algo “excéntricos”, no tan consabidos y divulgados hace treinta años como lo son hoy, caso de Tamara de Lempicka, Artemisia Gentileschi, el movimiento prerrafaelita, el escultor Canova, la tipografía de Bodoni, Arcimboldo, los códices medievales, las esculturas crisoelefantinas, las vanitas, las miniaturas y camafeos imperiales, el enmarcado barroco, los zapatos de Salvatore Ferragamo, los caprichos manieristas, y también, siempre con un afán estetizante y de búsqueda de la belleza desconocida, descubriendo la perfección y la gracia, a menudo inadvertidas, en decorados, jardines, palacios, iglesias, ropajes, marfiles, libros u objetos varios, entre otros cientos de ejemplos. 

Por último -y entresaco de su vasta producción solo aquellas obras que yo mismo he comprado y leído- Franco Maria Ricci fue el factótum de otra serie inolvidable, Los signos del hombre, que iniciada en 1972 llegó a publicar veintisiete títulos en treinta y un volúmenes. Cada uno de los libros de la colección -yo tengo una decena de ellos- era, en sí mismo, una obra de arte, más allá de su contenido. En ediciones numeradas y firmadas (de entre tres y cinco mil ejemplares, en general, en el caso de las tiradas en español), destacan, en primer lugar, las dimensiones de los libros, todos en formato gran folio, treinta y ocho por veinticinco centímetros. La portada, en seda de color negro sobre la que resaltaban, en llamativos oros, el título, el autor y la editorial en una fuente enorme, presentaba una lámina, pegada, con la ilustración de alguna obra representativa del artista al que se consagraba el volumen. En el interior, un papel precioso, con una textura verjurada, color gris azulado, realizado de forma casi artesanal en Fabriano, uno de los productores de papel más importantes del mundo, con una trayectoria histórica que se remonta al siglo XIII. Sobre cada página aparecen las láminas, impresas en papel cuché en seis colores y fijadas a mano -y no impresas- sobre las hojas en un proceso delicado, con una trama muy fina para garantizar la mayor fidelidad posible a los originales. Los libros, de tapas duras, se cosían al hilo y aparecían envueltos en un artístico estuche sólido encuadernado en tela, también de color negro. Las obras artísticas a las que se dedicaba cada ejemplar eran muy variadas, el Codex Sheraphinianus, Las ciudades del amor (dedicado a las utopías amorosas occidentales y las posturas orientales), el Apocalipsis, el Beato de Liébana, la mencionada Tamara de Lempicka, las Historias Prodigiosas medievales, la bailarina Isadora Duncan, los retratos cortesanos de William Larkin, pintor de cámara de la reina Isabel I, los fascinantes cuadros -bastantes también de animales- del singular Antonio Ligabue, los impresionantes rostros de El Fayum, en las tablas mortuorias del Antiguo Egipto, las imaginativas imaginerías de Arcimboldo, los Tarots, los retratos del Napoleón apócrifo, el pintor, escenógrafo y modisto ruso Erté, o este Bestiario de Aloys Zötl (1831-1897), con el que retomamos el hilo cortazariano del programa. Y es que los breves ensayos que ocupaban el centro de los libros, con la glosa de la obra artística a la que se dedicaba cada título, eran responsabilidad, por indicación del propio editor, amigo, en la mayor parte de los casos de los distintos escritores, de grandes nombres de la literatura universal, como Umberto Eco, Italo Calvino, Augusto Roa Bastos, André Breton, Roland Barthes, Alberto Savinio, Jean Giono, Jorge Luis Borges y nuestro protagonista de hoy, Julio Cortázar. Del resto de los textos, siempre en tipografía Bodoni, creada por el impresor homónimo fallecido en Parma (lugar de nacimiento de Ricci) a principios del siglo XIX, se hacían cargo, habitualmente, expertos, investigadores, profesores y académicos, para complementar así las ediciones en sus páginas de introducción y cierre, en sus preámbulos y posfacios. 

Con introducción de Giovannie Mariotti y posfacio de José Pierre, en 1984 apareció en España el Bestiario de Aloys Zötl, acompañado de un relato de Julio Cortázar. Dicho texto, una carta del argentino -como ya he señalado- al editor italiano, glosando las pinturas de Zötl y repasando la presencia de los animales en su propia obra, es el Paseo entre las jaulas que cierra las dos ediciones de Animalia de las que hoy os hablo y que resume, de manera magistral, con la inclusión de todos los rasgos de estilo que caracterizan el “universo Cortázar”, la peculiar visión de la surrealista fauna del pintor austríaco y, sobre todo, su muy singular “animalia”. Empiezo, pues, por presentar, para quien no lo conozca, al sorprendente y genial Aloys Zötl, para a continuación comentar brevemente el esclarecedor escrito de Cortázar sobre sus enigmáticos animales, para pasar a hablaros luego de algunos de los demás relatos recogidos en la compilación. 

Aloys Zötl nació en Freistadt, en Austria, en 1803. De vida incógnita, sabemos de él que fue tintorero, que su existencia fue común y más o menos anodina y que, contrariamente a lo que parecen sugerir sus exóticas pinturas, jamás abandonó su lugar de origen. Entre 1831 y 1887 produjo, en silencio, en segundo plano, sin repercusión alguna (y basándose, al parecer, en su conocimiento de los bestiarios medievales, las Metamorfosis de Ovidio y diversas enciclopedias de historia natural), unas cuatrocientas obras, en su mayor parte acuarelas de animales: monos con brazos de una longitud inverosímil, elefantes marinos híbridos de varias especies, extrañas tortugas de caparazones tachonados con una suerte de remaches metálicos, amenazadoras hienas de complexión deforme, rinocerontes en los que aflora un sorprendente parentesco con las vacas, seres amorfos de taxonomía imposible, ranas erectas de cuerpos desmesurados, cebras de pelaje “a medio hacer”, babirusas que se dirían inventadas, serpientes con afiladas dentaduras, osos levemente porcinos y, en general, una fauna miscelánea de ardillas, leones, tigres, camellos, calamares, conejos, alces, elefantes, diversos tipos de aves, criaturas marinas, pájaros dodo, también insectos varios, gusanos y organismos ameboides, que, dibujados con inusitada pulcritud, con minuciosidad y detenimiento en la representación de los detalles, con un colorido deslumbrante, aparecen en poses estáticas, como ajenos al mundo, situados en unos escenarios suntuosos, desbordantes, de un exotismo mágico, envueltos en una flora exuberante, en paisajes recreados con una esmerada precisión, iluminados por una luz onírica, en estampas que transmiten una noción de irrealidad. No sorprende que haya sido André Breton, el fundador del surrealismo, el que haya “redescubierto” en 1956 la obra del austríaco incorporándola -cierto que de un modo tangencial, en la sección correspondiente a “heterodoxos”- al canon artístico contemporáneo. 

Este carácter heteróclito, misceláneo, imaginario, prodigioso, algo inquietante, de la zoología de Zötl encaja de maravilla con la condición también singular, excéntrica, fantástica, enigmática, inventada y quimérica de la poblada animalia de Cortázar, con la que mantiene muy notables vínculos que el argentino se ocupa de evidenciar en su deslumbrante y muy clarificador Paseo entre las jaulas. El texto se abre con una dedicatoria a Shredni Vashtar (en la edición de Porrúa se escribe así, con una hache de más, el nombre que, en la obra original, aparece como Sredni Vashtar; errata corregida por Alfaguara), el ominoso y turbador hurón del escalofriante cuento homónimo de Saki que Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo incluyeron en su Antología de la literatura fantástica y que puede encontrarse también en Felices pesadillas, la magnífica selección, en dos tomos, de la editorial Valdemar, en la que se recogen los mejores cuentos de terror de la literatura universal. Estamos ante una carta, escrita con un tono familiar, muy cercano y amistoso (En fin, Ricci, esta especie de carta [en Cortázar todo es y no es a la vez, las rígidas identidades se diluyen] se está haciendo demasiado larga), en la que Cortázar, supuestamente, ofrece a su editor, de cara a su publicación, su estudio de la obra del austríaco. Pero ya desde el primer momento el escrito, siguiendo la libérrima prosa del argentino, se abrirá a digresiones y derivaciones varias pasando a ser otra cosa distinta a lo esperado. Lo avisa claramente en las primeras páginas (Pero además, Ricci, pasa una cosa que espero no le preocupe demasiado, y es que no voy a decir nada del bestiario de Aloys Zötl; está aquí, desplegado sobre mesas y paredes, y a mi manera esto será Zötl como Zötl será esto, sus animales y los míos no necesitan comentarios, les basta ser). Juega Cortázar, desde ese inicio, con las nociones -tan presentes en su obra- de causalidad y casualidad (Usted llegó por vías lógicas -una edición de Zötl, un avión de Alitalia-, sin sospechar que yo volvía de anguilas, de caballos blancos, que me encaminaba hacia erizos y pingüinos, que acababa de escribir textos donde circulaban vagas criaturas del día y de la noche). La primera exigiría acomodarse a los dictados de la razón, de la lógica cartesiana, euclidiana (en expresión del escritor) y por tanto su texto debiera ajustarse a la frialdad del análisis casi “científico”, desmenuzando, definiendo y explicando los rasgos que caracterizan el muy particular reino animal de Zötl. Pero, muy al contrario, y como era de esperar para quien conozca mínimamente la obra de Cortázar, éste se rige por la casualidad, los azares, los encuentros inesperados, los hallazgos, los iluminadores fogonazos repentinos, las extrañas conexiones, los pasajes, los intersticios por los que se cuelan algo así como vislumbres de otra “realidad”. De este modo, el texto deja de lado -no del todo, obviamente- el examen previsible, convencional, para explorar, en un irrefrenable, poderosísimo y magnético flujo de palabras, las coincidencias, las relaciones fortuitas, los puentes entre ambas obras, entre los animales pintados del artista y los inventados por el escritor y presentes en sus relatos (la precisa concatenación de afinidades entre un hombre que dibujó su reino animal desde un rincón austríaco y un tiempo romántico, y otro que a partir de Buenos Aires o París lleva ya tantos años proponiendo verbalmente criaturas de incierta ecología (…) usted tendiendo un razonable puente entre Zötl y yo), en un recorrido en el que afloran -siempre con el hilo conductor de los animales- los recuerdos de la infancia y adolescencia del “gran cronopio”; algunas experiencias de adulto, a menudo en la frontera del “otro lado” inesperadamente entrevisto, apenas atisbado; las sucesivas dictaduras militares en su país; sus intuiciones, sueños y visiones, sus pesadillas y terrores nocturnos; las referencias literarias, tanto en los bestiarios medievales como en su propia obra; las muestras de la cultura popular, en el cine, el cómic; entre otros hilos que se muestran en un texto, como he dicho, caudaloso y excesivo. 

Entre las “jaulas” que visita en su periplo aparecen elefantes que en atosigantes muros acechan al personaje en un opresivo sueño sobre cuyo significado el Cortázar más político (el texto contiene varias referencias a esta dimensión muy notoria de su personalidad literaria y “civil”) deja la alusión, indirecta, tangencial, al poder autoritario y hostil (siempre habrá alguna manera de escapar a los elefantes). Y a continuación hay un gallo iniciático, una experiencia traumatizante vivida a los tres años cuando residía con su familia en Barcelona durante la Primera Guerra Mundial. La plácida normalidad de la infancia, una lactancia entre gatos y juguetes, se ve alterada por ese horrendo trizarse del silencio en mil pedazos, ese desgarramiento del espacio que precipitaba sobre mí sus vidrios rechinantes, su primer y más terrible Roc, en un recuerdo espeluznante que lo acompañará toda su vida, junto a las palabras tranquilizadoras de la madre, protectora, era solamente un gallo, mi amor, recurrentes en el texto de Paseo entre las jaulas. Y están, también en la infancia, las mamboretás o mantis religiosas, terribles, monstruosas, agresivas. Y luego los murciélagos y escorpiones de la habitación de invitados en la casa del pintor Jean Thiercelin, y el perturbador incidente nocturno con Hugo, el perro del artista, que gime lastimero en un cuarto en el que los cuadros de los Antepasados contemplan impertérritos desde las paredes al insomne agobiado. Y los tristes animales de los zoológicos, los leones copulando, el tigre que se enamoró de una visitante, los chimpancés jugando con neumáticos. Y las masas malolientes de langostas que arremeten desenfrenadas contra el carruaje en que viajan Cortázar y su hermana llevando un pastel a la casa vecina, en un incidente dramático que se resuelve en una anécdota hilarante. Y la corrección, la marabunta de hormigas, el negro río devorante, esos millones de mandíbulas, de patas, de antenas, generando una maquinaria particularmente temible, de cuyo arrasador paso es testigo en una juvenil estancia en la selva (y aquí, sobresale de nuevo la alusión a la política, al fascismo, más exactamente: al igual que el fascismo, Ricci, hay los animales que sólo saben atacar a partir de lo gregario, pirañas u hormigas misioneras). Y ahora es Hitchcok y Los pájaros, y el poema del mosquito de Richard Eberhart, y, ya sí, una incursión en el territorio Zötl: Ahora que tampoco hay que dejarle a la realidad mayoritaria que se dé continuamente el gusto en materia de animales; abundan tanto en ella que la cosa casi no tiene gracia, y por eso gentes como Zötl se le ponen un poco de perfil y arman una zoología de escape en la que cada bicho es y no es, resbala de su modelo a la vez que lo ilumina violentamente. Y las imaginativas invenciones del austríaco llevan a Cortázar a hablar de la moda, no me parece escandalosa esa tendencia a enriquecer una fauna que prueba de por sí la finalidad de la Creación en la medida en que parece organizada por un costurero versátil, con menciones a Coco Chanel, Christian Dior o Balenciaga. Y de Zötl salta a los bestiarios clásicos, y cita a T.H. White, que transcribe uno latino del siglo XII, que “obedece” a Plinio y Aristóteles, que a su vez obedecen a…, en un interminable juego de recurrencias intertextuales, y en el que los leones y los elefantes copulan dándose la espalda puesto que, además de muy pudoroso, el macho tiene los órganos genitales situados al revés; y un león enfermo se come un mono para curarse; y si alguien le roba su cachorro a una tigresa y se ve perseguido por ésta no tiene más que arrojarle una bola de cristal. Y es que Zötl tiene razón, no hay necesidad de inventar animales fabulosos si se es capaz de quebrar las máscaras de la costumbre (“era solamente un gallo, mi amor”) y ponerse del lado de la primera vez, de la única vez que se ve y se conoce realmente algo. Y comparecen el pato Donald y Mickey, y Snoopy y Tom y Jerry, y Rin-Tin-Tin y el caballo de Tom Mix y la mona de Tarzán y la perrita Lassie y, claro, el melancólico y enamorado King Kong, el único animal convincente de la pantalla, junto al gato, protagonista de una película cuyo nombre dice no recordar, cuya mirada es la de la cámara deformante que ha presenciado el asesinato de su ama. Y son ahora Fellini y su Satiricón, y Drácula, y Dreyer, y los licántropos y el hombre lobo. 

Y entre todo ello, la mención a las “bestias” de sus obras, anguilas, caballos blancos, erizos, pingüinos turquesa, ranas, un escarabajo; y también a algunas de las que están en Animalia, lo que me lleva a repasar el heterogéneo catálogo del libro que hoy presento. Las inventadas mancuspias de “Cefalea”, animales híbridos de extrañas costumbres y devastadores efectos sobre la salud: sensación de desgarro, quemazón en el cerebro, en el cuero cabelludo, con miedo, con fiebre, con angustia. Plenitud y pesadez en la frente, cuchilladas y punzadas, dolor de estallido. El oso de las cañerías del “Discurso del oso”, un cuento muy breve que dejo íntegro al término de esta reseña. Los conejitos que vomita el narrador en “Carta a una señorita en París”, un relato con un final abierto -o no tanto- en un recurso muy habitual en la cuentística de Cortázar. El camello rechazado en todas las fronteras, perdido en un laberinto kafkiano, en “Camello declarado indeseable”. El ajolote que, en el cuento “Axolotl”, contempla un narrador obsesionado que, sin ser consciente, está dentro y fuera del acuario, en un juego dual (dentro/fuera, hombre/animal, del lado de aquí/del lado de allá) que apunta a los temas del doble y de la identidad tan caros al argentino y tan frecuentes en su literatura. 

Y están también las hormigas que se comerán Roma si nadie lo remedia en “Instrucciones para matar hormigas en Roma”. Las tortugas, grandes admiradoras de la velocidad, como es natural, que suscitan reacciones diversas en esperanzas, famas y cronopios, las peculiares tipologías cortazarianas, en “Tortugas y cronopios”. El casoar de mirada altanera, que vive en Australia y se transmuta en esmeralda por efecto del fuego, en “Retrato del casoar”. Más hormigas, en “País llamado Alechinsky”, errando por sobre los dibujos y grabados del pintor, en una sutil “lectura” de la obra del artista. Los tigres que hay que aprender a posar con cuidado, dado el doble problema, sentimental y moral, que supone, en “Los posatigres”, un cuento con el absurdo, la normalidad con la que se acepta otra realidad disparatada, el surrealismo y el humor más típicos de Cortázar. Y de nuevo las hormigas, a las que hay que exterminar en el conmovedor “Los venenos” mediante un artilugio y un proceso tóxicos y peligrosos, cuya presencia en el cuento es una mera excusa para narrar, con delicadeza, dulzura, elipsis inteligentes, magistral talento narrativo, deslumbrante prosa, poética y creativa, la vicisitudes de los tiernos “enamoriscamientos” infantiles. 

Y los muchos animales en “Circe”, otro de los grandes cuentos del argentino, en el que se recrea el mito de la maga -¡cómo mencionar este nombre sin pensar en Rayuela!- de la Odisea, que atrae y hechiza a los hombres de Ulises, para los que prepara un brebaje que los convierte en cerdos. Circe “es” Delia Mañara, la aciaga muchacha sobre la que pesan las sospechas de las extrañas muertes, sucesivas, de sus dos jóvenes maridos. De ella se enamorará Mario, inicialmente atraído por una por él idealizada Delia, y que acabará por rendirse a los chismes, las dudas y los rumores, a las conjeturas y los recelos a partir de indicios y presagios funestos, de los cuales, los bombones de licor que la chica elabora y que le ofrece, seductora, resultan los más inquietantes y constituyen el vínculo explícito con el relato clásico. Un gato que la sigue, las mariposas que vuelan a su pelo, el conejo que le regala uno de sus dos maridos (y que muere pronto, antes que él), las cucarachas que se esconden por las esquinas (y no solo allí), el pez de colores triste en su solitario recipiente, un perro que se aparta cuando ella quiere acariciarlo, para, finalmente, volver pacífico (todos los animales se mostraban siempre sometidos a Delia), la araña “anagramáticamente” escondida en el apellido Mañara, son algunos de los animales que pueblan un relato soberbio, uno de los grandes exponentes de la prodigiosa narrativa de Cortázar. Fieras míticas, como la que aparece en “Lucas, sus luchas con la hidra”. Aquí, el lazo con la mitología clásica está también presente en un relato en el que el monstruo de siete cabezas opera como símbolo, muy actual en estos tiempos de FOMO (fear of missing out, miedo a estar perdiéndose algo), de las múltiples obligaciones, las exigencias, los afanes del día a día, también de las costumbres que se anquilosan, de los hábitos que nos constriñen, de los rígidos protocolos a los que, a una cierta edad, sometemos nuestras vidas limitando nuestra libertad, del “yo” reduccionista al que nos plegamos asfixiando los múltiples “yoes” posibles y, quizá, más verdaderos. Lucas se esfuerza en cortar cabezas, pero la hidra, por desgracia, siempre renace, aunque aún queda esperanza: Siete cabezas, una por cada década; para peor, la sospecha de que todavía pueden crecerle dos para conformar a ciertas autoridades en materia hídrica, eso siempre que haya salud (Cortázar estaba a mitad de su séptima década cuando escribió este texto claramente autobiográfico; por desgracia, no hubo tiempo para las dos cabezas extras: murió cinco años después). 

El pinchajeta tiene la desagradable costumbre de erguirse sobre sus patas y dirigir molestos y apenas inteligibles discursos onomatopéyicos a su interlocutor. No contento con esto, exige además a quien le escucha que, a continuación, resuma su perorata en algunas frases. “Los discursos del pinchajeta” pertenece a la plural categoría, en mi particular clasificación de los cuentos de Cortázar, de relatos “menores”, de escasas una o dos páginas; “ligeros”, apenas amenos divertimentos que se leen con una sonrisa en los labios; y “disparatados”, creadores de una realidad “paralela”, sin correlato objetivo constatable -¿qué es un pinchajeta?- e impregnada de una vaga atmósfera surreal (el tono general que encontramos sus inolvidables Historias de cronopios y de famas). A la misma categoría pertenece un imposible coaltar -¿qué es un coaltar?- de “Historia con un oso blando”, en la que algo indefinido -un coaltar con forma de bola- se va metamorfoseando -primero pelos, luego patas, luego cara y hocico- en un oso que se yergue ansiando la dulce miel cuyo olor le llega desde las alturas, en otra enigmática historia en la que las sorprendentes imágenes y el muy creativo lenguaje se imponen a una historia en la que también hay hormigas. Un gato, Osiris, es protagonista, indirecto, de un misterioso triángulo amoroso en “Orientación de los gatos”, un cuento en el que, de nuevo, aparecen los más relevantes “tópicos” de la literatura de Cortázar: el doble, el extrañamiento, el otro lado, la identidad, las referencias culturales, el amor transformador, el juego proximidad/lejanía, la dicotomía realidad/imaginación, la mirada como vía de acceso a otra realidad, los pasajes -un cuadro- entre mundos, y, claro está, la subyugante prosa, que rezuma poesía. Hay cocodrilos, también, infinidad de ellos, cantidades ingentes, aunque nadie los haya visto jamás, en el hilarante “Sobre la exterminación de los cocodrilos en Auvernia”, un relato en el que Cortázar, en uno de sus motivos recurrentes, pone en solfa con desbordante humor la rígida burocracia y la estricta racionalidad del encorsetado quehacer de la instituciones oficiales, cuyo proceder lleva al absurdo. Y en “Satarsa” aparecen las ratas, a partir de otro de los lugares comunes en Cortázar, los palíndromos. “Atar a la rata”, es el desencadenante de un cuento atosigante en el que la caza de unas ratas desafiantes, amenazadoras, se vive, con en tantos cuentos del argentino, con sorprendente normalidad. Lozano las atrapa con sus amigos y juega con las palabras y Laura cocina, despreocupada y sirve el mate y la pequeña Laurita toma el biberón jugando al tamborcito con el muñón de su manita comida por las ratas y todo transcurre de modo natural y las ratas proliferan y “Atar a las ratas” ya no es palíndromo, y ya da “Satarsa las rata” y una rata ya no es anónima, indiscernible, es ahora Satarsa, el rey de las ratas. Y las lágrimas de Laura y más palíndromos y las citas de Baudelaire y la tímida alusión a la lucha contra la dictadura militar y la persecución política que apenas se insinúa y la venganza y un bicho negro aplastado y la encerrona y las ratas y los milicos y los milicos ya son las ratas y los tiros y la muerte y Satarsa, ya solo Satarsa. 

El caballo salvaje de “Verano”, otro de los más representativos cuentos del argentino, irrumpe impetuoso en un relato en el que lo atávico, la violencia, lo primitivo, lo monstruoso, lo irracional, lo onírico, los instintos dormidos, las ocultas pulsiones del deseo y el sexo desatadas, las oscuras fuerzas del inconsciente -un caballo que, como tantas veces en la obra de Cortázar, es y no es un caballo, a la vez real y simbólico, fantasmal- rompen el orden estricto, la normalidad consabida, los anodinos rituales de la cotidianidad, el espacio de lo ordinario, en un proceso en el que el paso, la transición, se va anticipando con signos sutiles, con pistas muy bien graduadas: la llegada de la niña, el calor del verano, la fría convivencia de la pareja protagonista. Y hay también un tigre -¿lo hay?- en “Bestiario”, otro de los cuentos canónicos de Cortázar, en donde las plácidas vacaciones -estamos, de nuevo, en verano- de la niña Isabel en la casa de los Funes, se ven perturbadas por la presencia de un tigre, cuyo existir se acepta por todos con normalidad, aunque limita los movimientos de los miembros de la familia que, atentos a los avisos del vigilante capataz, debe evitar las dependencias que el felino ocupa temporalmente. Las apacibles rutinas estivales se desarrollan agradables, tranquilas: los juegos infantiles con Nino, el pequeño de los Funes, las cartas a su casa, con la madre y la hermana en el recuerdo, los misterios del caleidoscopio, los experimentos de química, los invisibles bichos del agua estancada “descubiertos” en el microscopio, las hormigas -sí, vuelve a haber hormigas- corriendo afanosas en el formicario, las siestas, las hamacas, los partidos de pelota. Hay algo inquietante, sin embargo, en las relaciones entre los adultos, y la intuición de la niña lo detecta (y el talento de Cortázar nos lo deja ver dejando leves pistas, sugiriendo apenas, mostrando tenues indicios). Entre Luis y Reme, los padres de Nino, y el Nene, su tío, hay miradas, silencios, gestos, un imperceptible cambio en un rostro, una queja, un suspiro, el eco remoto de un llanto, una sonrisa truncada, una repentina huida del cuarto, que anticipan la tragedia. Y está el tigre. 

En fin, hasta aquí mi primera propuesta de lectura -plural, como muy a menudo en Todos los libros un libro- con la que iniciamos la presente temporada del espacio. Os dejo con uno de los cuentos recogidos en la antología, Discurso del oso. Tras él, cómo no, una canción con el protagonismo de animales. En Walk like a panther, del grupo británico The All Seeing I, con el inefable y hoy ya octogenario Tony Christie, vuelan águilas, acechan leones, salmones saltarines remontan la corriente, se desliza algún reptil y, claro está, se apunta al caminar de las panteras. Un clásico de hace un cuarto de siglo. 


Discurso del oso

Soy el oso de los caños de la casa, subo por los caños en las horas de silencio, los tubos de agua caliente, de la calefacción, del aire fresco, voy por los tubos de departamento en departamento y soy el oso que va por los caños. 

Creo que me estiman porque mi pelo mantiene limpios los conductos, incesantemente corro por los tubos y nada me gusta más que pasar de piso en piso resbalando por los caños. A veces saco una pata por la canilla y la muchacha del tercero grita que se ha quemado, o gruño a la altura del horno del segundo y la cocinera Guillermina se queja de que el aire tira mal. De noche ando callado y es cuando más ligero ando, me asomo al techo por la chimenea para ver si la luna baila arriba, y me dejo resbalar como el viento hasta las calderas del sótano. Y en verano nado de noche en la cisterna picoteada de estrellas, me lavo la cara primero con una mano después con la otra después con las dos juntas, y eso me produce una grandísima alegría. Entonces resbalo por todos los caños de la casa, gruñendo contento, y los matrimonios se agitan en sus camas y deploran la instalación de las tuberías. Algunos encienden la luz y escriben un papelito para acordarse de protestar cundo vean al portero. Yo busco la canilla que siempre queda abierta en algún piso, por allí saco la nariz y miro la oscuridad de las habitaciones donde viven esos seres que no pueden andar por los caños, y les tengo algo de lástima al verlos tan torpes y grandes, al oír cómo roncan y sueñan en voz alta, y están tan solos. Cuando de mañana se lavan la cara, les acaricio las mejillas, les lamo la nariz y me voy, vagamente seguro de haber hecho bien.
 
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Julio Cortázar. Animalia

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