Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 13 de diciembre de 2023

HERNÁN DÍAZ. A LO LEJOS; FORTUNA

Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos, una semana más, a Todos los libros un libro. El espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca os ofrece hoy dos extraordinarias recomendaciones que, sin duda, os van a interesar, además de proporcionaros muchas horas -entre ambas alcanzan ochocientas páginas- de entregado disfrute. Se trata de dos novelas, muy diferentes entre sí en estilos literarios, planteamientos, propósitos y argumentos, aunque igualmente excepcionales: A lo lejos, de 2018, que vio la luz en España en 2020, en el seno de la editorial Impedimenta, y la más reciente Fortuna, que apareció en marzo de este año en el sello Anagrama. Su autor es Hernán Díaz, un escritor nacido en Buenos Aires hace cincuenta años, que cuenta en su haber con estas dos únicas obras novelísticas, aunque, al parecer, es responsable también de un estudio de teoría literaria con Jorge Luis Borges como centro, publicado en 2012. Díaz -ni su nombre ni su origen deben confundiros- escribe en inglés, idioma del que lo han vertido al español Jon Bilbao y Javier Calvo, respectivamente. Y es que el argentino se crio en Suecia, exiliada su familia tras el golpe de estado militar de 1976, y vive en Nueva York, en donde se doctoró en Filosofía, siendo actualmente profesor en la Universidad de Columbia. Editor de la Revista Hispánica Moderna del Hispanic Institute de su universidad y colaborador habitual de las más prestigiosas cabeceras literarias norteamericanas, como The Paris Review, Granta o The New York Times, con su primera novela fue finalista de los premios Pulitzer y PEN/Faulkner, además de obtener distintos galardones de menor entidad, mientras que con la segunda, de estruendoso éxito y que le ha llevado a ser considerado uno de los grandes nombres de la literatura actual, ha ganado el Pulitzer de 2023. 

Empiezo, pues, mis comentarios por A lo lejos, el libro que yo leí con entusiasmo en su momento y que me convirtió en “devoto” apasionado de su autor. A lo lejos, presentado en una edición bellísima y casi impecable (hay dos hirientes “irrupciones” de “sabia” por “savia” en las páginas 242 y 280), es un wéstern, aunque, ciertamente, muy singular, atípico, diferente a las muestras más convencionales, tanto literarias como cinematográficas, del género (pese a que, como luego veremos, las referencias a esos tópicos consabidos son numerosas a lo largo de su texto). Un wéstern que “deconstruye” el wéstern, una reinvención antiépica del wéstern, como he podido leer en alguna crítica. 

El libro se abre, en un capítulo preliminar, con la aparición fantasmagórica de un anciano de dimensiones colosales, con barba y cabellos blancos entreverados de mechones pajizos, con una constitución castigada y no obstante musculosa, de una delgadez extrañamente robusta y una apariencia imponente, que emerge desnudo del agua helada desde un agujero excavado en la nieve. Estamos en Alaska. El hombre forma parte de la expedición de una goleta fletada por la Compañía de Refrigeración estadounidense desplazada al norte en busca de salmón, pieles y hielo. Tras el baño gélido, y con sus compañeros ya ante el fuego nocturno del campamento, el hombre irrumpe desde su camarote en una comparecencia nuevamente espectral: Vestía unos pantalones de cuero, una camisa raída y varias capas indefinidas de lana, cubiertas a su vez por un abrigo confeccionado con pieles de linces y coyotes, castores y osos, caribúes y serpientes, zorros y perros de las praderas, coatíes y pumas, y otras bestias desconocidas. Aquí y allá pendía un hocico, una zarpa, una cola. La cabeza ahuecada de un enorme león de montaña colgaba a su espalda como una capucha. La diversidad de los animales que conformaban el abrigo, así como los diferentes niveles de deterioro de las pieles, daban una idea bastante aproximada del prolongado tiempo que había llevado la elaboración de la prenda, y también de la amplitud de los viajes de su portador. Un grupo de atentos y aterrorizados pasajeros y tripulantes del barco, casi todos hombres curtidos -hay un chico de quince años aún impresionado por la sobrecogedora presencia-, que desde el inicio del viaje han identificado a su llamativo acompañante, saben de la leyenda que le rodea y discuten la veracidad de los muchos rumores que sobre él corren, acogen ante la hoguera al impresionante Håkan (parecía un Cristo anciano y fuerte), que así se llama el portentoso gigante. El titán desmiente los bulos (Casi todo es mentira —repitió el hombre—. No todo. Pero sí la mayoría) y, con un hablar pausado, entrecortado, inicia una narración en la que rememora la inverosímil sucesión de peripecias en que ha consistido su vida. Håkan comenzó a hablar. Haciendo largas pausas, y a veces con una voz casi inaudible, siguió hablando hasta la salida del sol, dirigiéndose siempre al fuego, como si sus palabras debieran arder nada más ser pronunciadas. En ocasiones, no obstante, parecía dirigirse al chico. La novela es, en su totalidad, más allá de esta escena inicial, el relato de esa tormentosa biografía. 

Håkan Söderström es un niño que vive con su familia una existencia precaria aislada y solitaria en un entorno inclemente, en una granja al norte del lago Tystnaden, en Suecia. La pobre tierra que trabajan no les permite apenas subsistir (Vivían como náufragos. Había días en que nadie en la casa pronunciaba una palabra), alimentándose a base de setas y bayas del bosque, y anguilas y lucios del lago, viendo enfermar y morir a dos de sus hermanos, sobreviviendo con dificultad sus padres, él mismo y su otro hermano Linus, cuatro años mayor y al que el chico idolatra, que lo cuida, lo protege y entretiene sus largos días de soledad contando a Håkan una historia tras otra: aventuras que afirmaba haber vivido, relatos de proezas supuestamente escuchadas de primera mano a sus heroicos protagonistas y descripciones de lugares remotos que, de algún modo, parecía conocer al detalle. Las limitaciones económicas de la familia y la imposibilidad de garantizar la pervivencia de todos en aquella escasez endémica, llevan al padre a vender uno de sus potros y con el dinero resultante comprar dos pasajes para América -no había suficiente para que viajara la familia entera- y enviar a sus dos hijos a esa aventura desconocida. Tras la estación de paso de Gotemburgo llegarán a Portsmouth, en donde deberán embarcarse. Entre la abigarrada multitud de los muelles, Håkan perderá a Linus y, confundido, desconcertado, analfabeto, sin hablar inglés, primitivo e ignorante (no sabe, siquiera, que el mundo es redondo), que desconoce, incluso, su propia edad, con una muy difusa referencia del nombre de la ciudad hacia la que pretenden viajar -Nujårk (la traslación sueca de New York), en Amerika-, acaba por atender las indicaciones de un marinero para subir a bordo de un barco que lo llevará a su destino, convencido de que su hermano encontrará también el modo de embarcar. Pero ello no ocurre y “prisionero” en un buque que, lejos de dirigirse a Nueva York, recalará, tras una escala anecdótica en Buenos Aires (homenaje del autor a su lugar de nacimiento), en San Francisco, se verá solo y sin posibilidad de comunicarse en una California en plena fiebre del oro (estamos a mediados del siglo XIX). Su desenvolvimiento en el país de llegada es muy difícil. Su juventud, su timidez, su escasa práctica de la “sociabilidad”, dado el aislamiento de su infancia sueca y la infantil dependencia de su hermano, su desconocimiento del idioma, su absoluta ignorancia de las costumbres locales (el imaginario de Håkan está poblado de las fantasiosas invenciones de Linus, alentadas en su recorrido común hasta Portsmouth), acentúan su hermetismo y dificultan sus posibilidades de abrirse paso en el nuevo mundo. Pronto se ganará el apodo de Halcón a partir de la similitud fonética, en inglés, de Håkan con las palabras Hawk can: El halcón puede; ello hace que cada vez que diga su nombre se encuentre con la réplica: ¿el Halcón puede hacer qué?, lo que contribuye a dificultar un trato casi siempre truncado desde el inicio. Sin otro referente vital que la búsqueda de su hermano perdido, único anclaje “real” en su vida, Håkan emprende una peregrinación imposible hacia Nueva York, el Este siempre como referencia (Todo cuanto sabía era que Nueva York se hallaba al este y que él, por lo tanto, debía avanzar hacia el amanecer. Pero tal viaje, sin ayuda ni provisiones, parecía imposible), en un periplo, de corte mitológico, cuyo relato constituye el núcleo del libro. 

A lo largo de su viaje, del que no quiero adelantar demasiados detalles y que lo llevará a la ancianidad desde la que habla, Håkan vivirá infinidad de experiencias, casi todas aciagas y dolorosas, en una constante lucha por la vida, en un entorno salvaje y en contacto con unas gentes a menudo hostiles y brutales. Desorientado, aturdido, confuso, perdido, incapaz de encontrar su destino -el Nueva York de coordenadas geográficas y, en el plano íntimo, la construcción de su propio lugar en el mundo-, su existencia se convertirá en un deambular de ida y vuelta por el agreste territorio norteamericano, las praderas desérticas, las montañas inaccesibles, los cañones angostos, las planicies salinas de sequedad implacable, los bosques simultáneamente acogedores y adversos, los ríos que debe vadear, los valles a los que descender, solitario, silencioso, errático y perplejo ante las muchas equivocaciones en su rumbo, aislado e incapaz de contacto “normal”, auténtico, con la gente (Nunca sería capaz de presentarse ante otras personas), agostado por un sol inclemente (el sol, esquivo en Portsmouth, implacable en la mina de Brennan, frío contra su ventana en Clangston, ensordecedor en el lago salado, cómplice tras la lona del carromato, excesivo cuando no era deseado y distante cuando sus criaturas más lo necesitaban), abismado en un tiempo eterno, en una monotonía opresiva e inflexible, en una sucesión de instantes repetidos, punteados por el inexorable encadenamiento de las estaciones. Por su singular vida pasarán James y Eileen Brennan, que lo cuidaron en el barco y que lo sumaron a su expedición minera una vez en San Francisco, necesitados de ayuda para transportar el equipo; y más adelante recalará -por el engaño, la fuerza y la violencia, en una constante de su azarosa y desgraciada vida- en Clangston, el poblacho que alberga la codiciosa “fauna” de buscadores de oro, los mercuriales mineros: el anciano con uniforme de dragón, el repugnante “El gordo”, la mujer con vestido de lentejuelas, todos los cuales se aprovecharán de él y de los que deberá escapar, su vida en juego. Y luego vendrá el encuentro con el bondadoso naturalista John Lorimer, que le enseñará los rudimentos de la medicina y la práctica de algunos procedimientos quirúrgicos, un relativamente apacible paréntesis en su intrincada existencia. Y se cruzarán las caravanas de colonos que se dirigen al Oeste, en dirección contraria a su marcha, y la bella Helen y la ilusión del amor, solo intuido (daría su propio brazo a cambio de que ella le enjugara la frente, le colocara bien la almohada y lo besara en los labios), y el incidente sangriento en el que su descomunal fortaleza acabará con el ataque de Los Ángeles de la Ira, los Soldados de Jehú, fundamentalistas conchabados con el avieso Jarvis Pickett. Y una nueva huida, convertido ya en un proscrito, su nombre, su figura, adquiriendo poco a poco la condición de leyenda. Y la estancia entre los indios, la cercanía al anciano de cabello blanco, un sabio de conocimientos ancestrales. Y el siniestro y bestial sheriff, su sádica avidez excitada por la recompensa que se ofrece por el ya legendario Halcón. Y una nueva partida, liberado por Asa, el amigo de compañía complaciente. Y hay muertes y abandonos y pérdidas y siempre desolación y desamparo y aflicción y aislamiento. Y ahora llegan los soldados errabundos, quizá desertores de los dos ejércitos en la guerra civil, taimados, forajidos, ruines. Y Håkan se esconde, huye, siempre perseguido, robará algún caballo, buscará alimento, pondrá trampas, se refugiará en cuevas, se cubrirá con extrañas pieles de animales, a los que habrá despellejado y comido, confeccionará su propio calzado, levantará sus efímeros e inestables habitáculos. Y caminará hacia el Este, pero volverá sobre sus pasos, errático, temeroso, sin olvidar -durante largas temporadas sí lo hará- su propósito imposible, Nueva York y el encuentro con Linus. 

Y pasa el tiempo (El silencio y la soledad habían enturbiado su percepción del tiempo. Un año y un instante duran lo mismo en una vida monótona), horas, días, años, eras -la novela tiene un dimensión mitológica, intemporal, telúrica: El tiempo se disolvía en el cielo. Apenas se apreciaban diferencias entre el paisaje y los espectadores. Meros elementos insensibles que existían uno dentro de otro-, y la piel se cuartea, las arrugas invaden su rostro, la soledad y el silencio destruyen su mente (Moverse por el desierto palpitante era como sumirse en el estado de trance precedente al sueño, cuando la consciencia ha de recurrir a todas las fuerzas que le restan para nada más que registrar el instante de su propia disolución. Solo oía el ruido que los cascos de las monturas le arrancaban a aquella tierra tan fina —roca pulverizada estación tras estación, huesos molidos por los elementos, cenizas esparcidas como un susurro sobre las llanuras— al volver a machacarla una vez más). Suecia es un recuerdo difuso, Linus una quimera borrosa, olvidada. Camina, caza, se oculta, duerme, se entrega a ocupaciones estériles, cava zanjas, apuntala los frágiles refugios en los que se guarece, calla, piensa, delira, jirones difusos de recuerdos lo frecuentan (estas visitas se fueron volviendo más esporádicas, hasta que la mayor parte de sus recuerdos parecieron haberse evaporado de su mente. El pasado rara vez volvía a él. Gradualmente, el presente se impuso, y cada momento se tornó absoluto e indivisible), se encierra, cabalga, se agazapa, cabalga, cabalga sin cesar (Siguió cabalgando hacia el oeste, en dirección al mar, a través de la estepa, por el bosque, escalando las montañas, descendiendo por los valles, cruzando los campos, apartándose de los caminos, evitando a otros viajeros y vaqueros, manteniéndose lejos de las ciudades que surgían por todas partes, poniendo trampas cuando le era posible, comiendo lo que encontraba y sintiéndose, la mayor parte del tiempo, seguro, encorvado y encogido a lomos de su gran caballo), respira, se mueve en silencio (No quería hablar más), ya sin propósito (Ahora era algo que vivía. No porque fuera su deseo, sino porque era inevitable. Seguir vivo era la trayectoria de menor resistencia. Se trataba de algo natural y, por lo tanto, involuntario. Cualquier otra cosa habría requerido una decisión). Y el mito sigue creciendo a la par que su cuerpo, desmesurado, excesivo, gigantesco, colosal. Y, por fin, Alaska. 

Partiendo de esta breve sinopsis argumental puede colegirse ya que A lo lejos es una novela de aventuras (“La novela de aventuras me fascina”, confiesa Díaz en una entrevista reciente. “Hay una velocidad en la lectura que es algo a lo que aspiro, por momentos, en mi escritura. Ese deseo casi físico de pasar las páginas. También la relación frente a la muerte que siempre está en el centro de la aventura. Eso me resulta fascinante”), ambientada en el Oeste americano y -ya se ha dicho- con muchos de los rasgos del género, aunque reformulados brillantemente. Pero, a la vez, aparece envuelta en una atmósfera metafísica, que induce de continuo a la reflexión sobre algunas de las grandes cuestiones de la existencia humana (“Pensamos en la aventura”, continúa el autor sus palabras anteriores, “como un género puramente físico, pero es esa dimensión física la que lleva al género a una dimensión mucho más profunda: las verdaderas aventuras siempre reflexionan sobre nuestra finitud y nuestra soledad esencial”). En la primera de las dos vertientes, son constantes las resonancias, sobre todo literarias, de la tradición novelística norteamericana (no solo la del wéstern). En relación con este género y durante la lectura del libro me ha sido imposible sustraerme a la “presencia” de Cormac McCarthy, del John Williams de Butcher’s Crossing, de Dorothy M. Johnson, del Cómo todo acabó y volvió a empezar, de Edgar Laurence Doctorow, los cuatro ya reseñados en Todos los libros un libro hace unos años, o del Larry McMurtry de Lonesome dove, entre otros muchos vínculos evidentes. El libro se inscribe igualmente en un cierto “revival” del género como los recientes El poder del perro, Los hermanos Sisters, ambos con sus correspondientes traslaciones a la pantalla, o la exitosa serie Yellowstone, de Kevin Costner. De todas estas revisiones contemporáneas del legendario Oeste os hablaré a lo largo del curso en un par de emisiones monográficas del espacio. 

Pero entre las referencias más o menos explícitas están también -y no puedo detenerme en su análisis- Robinson Crusoe y su soledad interminable; el sueño enloquecido de Alonso Quijano; la atmósfera de ultratumba que nos lleva a Juan Rulfo; la novela picaresca y la de iniciación, que afloran en el niño que se hace hombre superando duras pruebas, aprendiendo de la despiadada realidad; las historias de la pampa y los gauchos -las originales y las borgianas- en los espacios abiertos, infinitos, la mezcla de personajes, la inocencia primitiva, rústica, la violencia, el aislamiento, la injusticia; los escritores trascendentalistas norteamericanos, Emerson, Thoreau, y su reivindicación de la naturaleza; las narraciones de viajeros decimonónicos (“leí muchísimos relatos de viajes del siglo XIX. Pero la mayor parte del libro es totalmente imaginada”, confiesa); Henry James, de influencia estilística confesada por el autor, que lo reverencia. 

Sin embargo, A lo lejos es, como ya he señalado, un wéstern atípico, inusual, que no encaja de manera “cómoda” en la tradición habitual del género. Como ha señalado con acierto el propio Hernán Díaz, las novelas “clásicas” del Oeste se centran en un mundo ya domesticado, un mundo de vacas, cercados, vaqueros y, consiguientemente, lucha por la propiedad, por lo que siempre resultan ser, al decir de Diaz, “una oda al capital”, una suerte de epopeyas que “decoraban” con un brillo romántico -el individualismo del héroe, la conquista de lo inexplorado, la victoria de la civilización sobre la barbarie, las leyes democráticas de El hombre que mató a Liberty Valance frente a la arbitrariedad abusiva de los pistoleros- el espíritu de conquista de los pioneros que encarnan “los peores rasgos de la sociedad norteamericana: el machismo, el fatalismo de las armas, el individualismo y su espantosa, genocida relación con la naturaleza y los no semejantes”. A lo lejos se sitúa en una época previa a la del Oeste más o menos civilizado, mostrándonos la vida de un ser inocente, primario y tosco, que se mueve en dirección contraria a la de las caravanas de colonos, que no se aprovecha de las mujeres (bien al contrario, como reflejan algunos pasajes que no puedo desvelar), que no es depredador, sino que se integra en la naturaleza -con brutalidad “natural”, podríamos decir- en su lucha por la vida, que vive en un presente sin tiempo, sin memoria, brumoso, oscuro, sin referentes, en un espacio deshumanizado, en una tierra indómita poblada por bisontes y plantas salvajes, sin la coartada civilizatoria de los relatos convencionales. Hay en Díaz, y de nuevo sus declaraciones lo explicitan, una voluntad de, a la vez, homenajear y desmitificar una etapa sustancial de la historia de su país de adopción. La novela tiene esa cualidad bifronte. Por un lado, fue concebida como una crítica a ciertos aspectos de Norteamérica que me parecen muy cuestionables, pero que me parece que son inherentes a toda historia nacional. Tienen costados oscuros, especialmente aquellas naciones con visiones imperiales, como Estados Unidos o España. (…) Pero por otro lado también está esta tradición literaria que para mí es central. Entonces, sí, es un homenaje. 

En relación con el segundo de los puntos de vista, la dimensión “metafísica” del libro, resultan muy sugestivos los temas que subyacen al relato: la ambivalente relación del hombre con la naturaleza (la misma extensión ininterrumpida de terreno llano, la misma monotonía opresiva), metáfora tal vez de nuestro despiadado paso por el mundo; el conflicto entre civilización y barbarie, de síntesis no siempre obvia; el paso de la infancia a la madurez, de la inocencia y los sueños a la implacable realidad; la reivindicación del individuo frente a la sociedad tantas veces hostil; el huidizo sentido de la vida, del que el infortunado Håkan solo alcanza a atisbar efímeros indicios (Añoraba a Lorimer del mismo modo (si no con la misma intensidad) que añoraba a Linus. Ambos lo habían protegido, juzgándolo digno de su atención, e incluso habían tratado de alentar las cualidades que veían en él. Pero la principal virtud que su hermano y el naturalista compartían era, sin duda alguna, la habilidad de darle sentido al mundo); la infructuosa búsqueda de la verdad; el tiempo inexorable que nos consume en un instante perpetuo (Cada instante era una prisión, cercada por barrotes que la separaban tanto del pasado como del futuro. Ahora-aquí, ahora-aquí, le retumbaba el corazón en los oídos. Sentía una indiferencia absoluta hacia sí mismo y hacia su destino); el carácter quimérico de toda existencia, un sueño fugaz desprovisto de propósito y significado; la resistencia frente a la adversidad, siempre frágil, siempre al borde de la quiebra; la soledad última de cada ser humano, enfrentado a una supervivencia austera, roma, elemental (la soledad de Håkan, lo único provisto de profundidad en aquel mundo plano y aplanador); la necesidad de trascendencia, de lazos que nos “religuen” con la tierra, con el universo, con nuestros semejantes, con un posible “más allá (Esta es la verdadera religión: saber que existe un vínculo que une a todos los seres vivos); la improbable, inverosímil, pasajera y caduca intuición del amor (De cuando en cuando, sin embargo, se miraban desde sus respectivas monturas e intercambiaban una sonrisa fugaz. Nadie le había sonreído así a Håkan en su vida, por ningún motivo. Le gustaba. Al cabo de un tiempo, aprendió a devolverle las sonrisas. Cada tarde, cuando acampaban, mientras encendían el fuego y preparaban la cena, le parecía casi milagroso que alguien lo viera, que habitara el cerebro de alguien, que estuviera en la conciencia de alguien. Y la presencia de Asa también surtía su efecto sobre la llanura, que dejó de ser la opresiva inmensidad que, durante tan largo tiempo, solo se había confiado a la mirada de Håkan); la bondad, siempre en peligro ante el mal; entre otras muchas cuestiones. 

El libro interesa, además de por la formidable construcción del personaje, por la historia en sí, por la recreación del “clima” y los paisajes del western, por la vertiente metafísica, hasta aquí reseñadas, por un último aliciente, la calidad de la prosa, la irrefrenable fluidez de una narración magnética, las singularidades estilísticas con las que se “construye” el relato. Así, la muy lograda recreación de una personalidad insólita, salvaje, asocial, primitiva, muy alejada de los parámetros habituales en los que se desenvuelven las vidas convencionales; la subyugante descripción del vacío, tanto el exterior de unos parajes de una monotonía infinita, como el interior del alma de una persona “completamente desanclada y desasociada del lenguaje”, en palabras del propio Díaz; la alternancia entre diferentes “velocidades” de la narración, de los ritmos de la historia: pasajes lentos, densos, centrados en la despojada interioridad del pensamiento del personaje, y episodios más rápidos, con acontecimientos, incidentes, sucesos, peripecias; la combinación de elipsis de años, dilatados silencios, confusión de espacios y de tiempos, recursos retóricos muy eficaces para la creación de atmósfera como onírica que invade la historia; la ausencia de verbos sin conjugar en muchas partes de la novela, una opción técnica buscada por el autor para subrayar la fantasmal suspensión del tiempo, pues, como ha indicado Díaz en alguna entrevista, en aquella época “la expectativa de vida se situaba entre los 26 y los 28 años. No había ancianos, con lo que no había memoria, y el futuro no existía”; las repeticiones y enumeraciones, que transmiten la sensación circular del absurdo recorrido del personaje: El marrón, los oteros, el murmullo, el resplandor, el polvo, los cascos de las monturas, el horizonte, la hierba, las manos, el cielo, el viento, los pensamientos, el resplandor, los cascos de las monturas, el polvo, los oteros, las manos, el horizonte, el marrón, el murmullo, el cielo, el viento, la hierba le revolvían el estómago

En fin, una novela magistral, altamente recomendable, como lo es también, aunque por distintos motivos -pues son muchas las diferencias estilísticas, argumentales, de intención y planteamiento entre ambas obras-, Fortuna, la por ahora última publicación de Hernán Díaz, presentada en Anagrama hace unos meses, en traducción de Javier Calvo, al que se le escapan -a él y a los correctores de la editorial- algunos fallos menores, como una construcción imposible en la página 204: Mi ventaja nace del hecho de añadir la ciencia y la interpretación objetiva de grandes volúmenes de datos a mi intuición es lo que me da ventaja, o un hiriente Cuesta de creer en la 415, entre otros, en cualquier caso, no demasiado enojosos. Fortuna está teniendo una formidable repercusión en crítica y lectores en el mundo entero. Recomendado por Obama, premiado con el Pulitzer, el libro va a ser objeto de una serie de la HBO que protagonizará, al parecer, Kate Winslet. 

Hay dos grandes razones para considerar excepcional el libro y para despertar el interés del lector: lo sugestivo de su trama argumental y lo muy singular y sobresaliente de su planteamiento literario. Y hay que decir que, en relación con cualquiera de los dos -muy bien entrelazados hasta el punto de que la historia y la manera de narrarla son, en cierta medida, indiscernibles-, resulta prácticamente imposible dar mínima cuenta de ellos sin destripar elementos cruciales del libro que, a mi juicio, debieran permanecer ocultos para mayor placer del lector al descubrirlos. Intentaré, sin embargo, y como tantas otras veces, despertar con mis palabras el deseo de su lectura sin desvelar demasiado de su esencia. 

La idea que articula la novela, su desencadenante, el propósito inicial, parte de la constatación, revelada por el autor a Eduardo Lago en una muy recomendable entrevista en El País, de que “toda fortuna es el resultado del trabajo alienado realizado por las multitudes” (aprovecho para recomendaros otro artículo, totalmente contrario al libro y a sus tesis, de Carlos Rodríguez Braun, en La Razón). Movido por este pensamiento y sorprendido por el hecho de que “en Estados Unidos, un país donde el dinero tiene una dimensión casi mística, no hay realmente novelas sobre el dinero”, Diaz centra su novela en el mundo de las altas finanzas, de la creación y multiplicación del dinero, de los negocios de alto nivel, de las especulaciones, las estafas y los engaños que tantas veces conllevan, de las crisis financieras, del capitalismo omnipresente y omnipotente, en “una radiografía ambiciosa y fragmentaria [más adelante aflorará en mi reseña el porqué de ambos adjetivos] de los engranajes que mueven Wall Street”, en palabras de Lago, que también ha acuñado el término “realismo capitalista” para clasificar la novela. El punto de partida -y su plasmación en el texto- es, pues, ciertamente militante y crítico con el hegemónico sistema capitalista, que Díaz considera construido sobre una explotación, sobre el engaño y el fraude, sobre la apropiación del esfuerzo ajeno (el título original del libro, en inglés, es Trust, que por un lado se traduce como “confianza”, pero también, literalmente, como “trust”, término ya admitido por la Real Academia Española de la Lengua, que lo define como “grupo de empresas unidas para monopolizar el mercado y controlar los precios en su propio beneficio”, en una acepción que apunta de modo certero al universo que retrata Fortuna). El “edificio” del capital (la foto de portada elegida por Anagrama, un rascacielos que se eleva, arrogante, sobre la gran urbe neoyorquina, no puede ser más pertinente, como emblema del crecimiento desmesurado de todo un sistema económico: Como canoas fantásticas, las vigas de acero surcaban el cielo colgando de cables invisibles. Más abajo, sus sombras magnificadas se deslizaban por las calles, haciendo que algunos transeúntes confusos levantaran la vista para mirar aquel breve eclipse) se construye a partir de la especulación en, al menos, tres de los sentidos del verbo especular que recoge, de nuevo, la Real Academia: Efectuar operaciones comerciales o financieras con la esperanza de obtener beneficios aprovechando las variaciones de los precios o de los cambios; Comerciar, traficar; Procurar provecho o ganancia fuera del tráfico mercantil. Y es que el dinero presenta así, en la lógica de Díaz, un carácter quimérico, ficticio, vacío, resultado de un juego tramposo con el trabajo ajeno, como se pone de manifiesto en el muy revelador texto que os dejo al término de esta reseña. 

Para desarrollar su tesis -y su corolario inmediato: un sistema que busca la “multiplicación potencialmente infinita del capital” no se puede sostener, por lo que la economía en él basada, que prima el riesgo y rechaza la regulación, está llamada a sufrir crisis recurrentes-, el libro, en el que es patente una muy notable labor de documentación (la redacción le llevó cinco años a su autor, exigiéndole, previsiblemente, el manejo de información y conocimientos especializados, en ocasiones muy técnicos, y algo áridos, incluso, en su plasmación en determinados pasajes del texto), nos lleva a los Estados Unidos, en particular al Nueva York, de los años veinte y treinta del siglo XX, centrándose en el crac del 29 y las causas de la Gran Depresión, y retrotrayéndose también, de manera menor, tangencial y fugaz, a la segunda mitad del siglo XIX, con las anteriores crisis financieras (en el libro se hace mención a las crisis, pánicos y recesiones de 1807, 1837, 1873, 1884, 1893, 1907, 1920 y 1929). En este contexto, la primera de las cuatro partes de la novela -articuladas en una estructura muy particular a la que luego me referiré- nos presenta a Benjamin Rask, el último representante de un linaje de grandes empresarios y financieros cuya fortuna tenía su origen en el negocio del tabaco en la segunda mitad del siglo XVII (Soy un financiero en una ciudad gobernada por financieros. Mi padre era un financiero en una ciudad gobernada por industriales. Su padre era un financiero en una ciudad gobernada por comerciantes. Su padre era un financiero en una ciudad gobernada por una sociedad estrechamente unida, indolente y puritana, como la mayoría de las aristocracias de provincias. Esas cuatro ciudades son todas la misma: Nueva York; en una prodigiosa síntesis de la historia de los Estados Unidos), y representación paradigmática de este capitalismo salvaje al que vengo refiriéndome. Inepto en el deporte, apático en sociedad, poco entusiasta en el beber, indiferente en el juego y desapasionado en el amor, su vida, por lo demás discreta, casi anónima, ascética en su mansión de Hyde Park, totalmente desinteresada del brillo y el éxito social, se centra en cultivar su pasión por las genealogías incestuosas del dinero -capital que engendraba capital que engendraba capital-; en otro muy significativo resumen del foco principal del libro. Con una actividad empresarial muy diversificada, y que sobrepasa las fronteras de su país para abrirse al mundo entero -Inglaterra, Europa, Sudamérica y Asia-, comerciando con oro, con guano, con divisas, con algodón, con bonos, con carne, ampliando el radio de acción de sus negocios gracias a la tragedia de la Primera Guerra Mundial -minería, siderurgia, manufactura de municiones, construcción naval, aviación, empresas químicas y proyectos de ingeniería-, Rask, más allá de mercadear “bienes” materiales, tangibles, se entrega obsesivamente a la abstracción del capital. Dotado de un genuino talento para las finanzas y guiado por sus conocimientos matemáticos, su sutil olfato comercial, su fascinación por las contorsiones del dinero (atracción ajena a cualquier interés que no fuese la propia adquisición de ganancias, sin propósito ulterior: La naturaleza aislada y autosuficiente de la especulación apelaba a su carácter y constituía motivo de asombro y un fin en sí mismo, con independencia de lo que representaran o le proporcionaran sus ganancias. El lujo era un vulgar engorro. El acceso a nuevas experiencias no era algo que su espíritu monacal anhelara. La política y el deseo de poder no desempeñaban papel alguno en su mente antisocial. Los juegos de estrategia, como el ajedrez o el bridge, no le habían interesado nunca), suscribe bonos, compra y vende acciones, adquiere fondos de inversión para deshacerse al poco de ellos multiplicando las plusvalías, lleva a cabo préstamos audaces de altísimo interés, invierte, acumula empresas, negocia con valores gubernamentales de los países afectados por la guerra, acumula beneficios que reinvierte en operaciones arriesgadas. Su objetivo único es la “Fortuna” y las “mediaciones” prácticamente interminables que la constituyen: acciones y bonos vinculados a corporaciones vinculadas a tierras y equipamientos y fuerzas multitudinarias de trabajo, alojadas, alimentadas y vestidas gracias al trabajo de otras multitudes repartidas por el mundo, pagadas con monedas distintas cuyo valor también era objeto de comercio y especulación, vinculadas a los destinos de las distintas economías nacionales, vinculados a su vez a corporaciones vinculadas a acciones y bonos. En definitiva, lo incorpóreo, lo invisible, lo quimérico, la ficción del dinero. Cuando llega la crisis de 1929, la perspicacia, la portentosa inteligencia financiera, también la voluntad infatigable de Rask le permiten salir indemne -más enriquecido, incluso- del desastre: se deshace de sus vehículos más volátiles con anterioridad al caos; vende acciones de manera compulsiva inundando el mercado de órdenes de venta en la víspera del Jueves Negro, desatando el pánico general; provoca, a sabiendas y en su propio interés, el consiguiente desplome de la Bolsa; negocia préstamos fragmentados de acciones cuando estaban en sus valores máximos para venderlas de inmediato, mientras aún seguían en la cúspide; espera a que el valor de esas mismas acciones tocara fondo, comprándolas luego a precios irrisorios y obteniendo unos beneficios colosales; maniobra, opera, manipula, tuerce la realidad a su antojo y conveniencia. Llegado el punto medio de su existencia, con su vida hecha de soledad y casi reclusión, entregado a su pasión sin límites, las conveniencias sociales -a las que, sin embargo, sigue siendo refractario- y una vaga noción de responsabilidad genealógica lo llevan a contraer matrimonio. Lo hará con Helen Brevoort, descendiente de una familia antigua de Albany cuya fortuna había abandonado al apellido. Helen posee un deslumbrante talento natural, es ávida lectora desde los cinco años, de inteligencia portentosa y precoz, educada por su padre en conocimientos variopintos, desde la botánica al griego, capaz de manejarse con soltura en diversos idiomas, fruto de las diversas estancias de su familia en Europa, interesada en la lectura y el arte, muy inteligente, algo distante y esquiva, independiente y solitaria; todo lo cual la convierte en un pequeño suceso en los eventos que organiza su madre para el lucimiento de su hija. El inevitable matrimonio entre ambos y su relativo aislamiento social, indiferentes uno y otro a los dudosos encantos de la exposición pública, los convertirá en criaturas míticas en la misma sociedad de Nueva York que ellos tanto desdeñaban. Pese a ello, su vida familiar será desdichada, bajo la apariencia formal de una educada corrección. Helen, amable, atenta, cariñosa, considerada con su marido, no lo ama. Benjamin, que admira a su mujer, la teme, la ve insondable, intimidatoria. Ambos eran el resultado de una combinación perversa de amor y distancia. Él sigue volcado en incrementar su riqueza. Ella se entrega a causas benéficas, se recluye en su intimidad, escribe su diario, empieza a experimentar los primeros síntomas de deterioro mental, leves atisbos de la enfermedad que había poseído, transformado y consumido a su padre. Benjamin decide internar a su esposa en una prestigiosa clínica psiquiátrica de Suiza, a donde acudirá acompañando a su mujer. Y hasta aquí llega lo que puedo adelantar de la novela… 

De una novela que no es Fortuna, sino Obligaciones, que es, en efecto, “otra” novela distinta -o no- a la que tenemos entre manos. Porque la biografía de Benjamin Rask cuyo resumen acabo de presentaros, aparece como primera sección del libro de Díaz, que nos la ofrece como una ficción fechada en 1937 y escrita por un no identificado Harold Vanner. Y aquí no queda más remedio, si quiero trasladaros lo esencial de Fortuna, que comentar su muy especial estructura, por lo que invito a abandonar ahora la lectura de esta reseña a quien no quiera conocer un elemento crucial del libro, imposible de obviar en cualquier análisis que pretenda siquiera mostrar de modo mínimo en qué consiste su propuesta. Y es que la narración de corte realista, que recuerda muy claramente a las novelas de finales del siglo XIX -pienso en Henry James o en la Edith Wharton de La edad de la inocencia que hemos visto en el cine de la mano de Scorsese- no es sino la primera aproximación, de un total de cuatro, a la historia del financiero neoyorquino. Con esa presentación relativamente convencional, lineal, Diaz nos permite hacernos una idea “completa” de los grandes extremos de la vida de su personaje. Una idea completa solo en apariencia y a esa altura de la novela, porque en las otras tres partes de la obra, el talento del autor nos ofrece esa misma vida pero expuesta desde otros puntos de vista, resultando así Fortuna un prisma con cuatro caras que se confrontan y complementan, que se contradicen y se completan, cuatro enfoques distintos cada uno de los cuales representa una visión parcial, inconclusa, sesgada, abierta de la misma historia, a menudo discordante de las demás, de tal manera que al lector le falla el terreno que tiene bajo sus pies, no sabe exactamente a qué atenerse, viéndose envuelto en profundas dudas en torno a qué es verdad y qué invención, cuál es la historia “real” y cuál la ficticia. Porque la segunda parte es un texto de corte biográfico, que se presenta de manera fragmentaria y como en construcción bajo el título de “Mi vida”, aparentemente (el adverbio ya nos acompañará a lo largo de las cerca de cuatrocientas cincuenta páginas del libro, el escepticismo y la suspicacia instalados ya en la mente del lector) escrito por Andrew Bevel que lo fecha en Nueva York, en julio de 1938. Bevel es, en realidad (otro término que, a estas alturas, ya no puede ser leído con naturalidad, despertando la desconfianza y hasta el recelo de quien se lo encuentra en el texto), el magnate “retratado” en Obligaciones, que molesto -indignado- con las falsedades que a su juicio contiene el documento del desconocido Vanner, consciente de que, pese a ello, todo el mundo creerá esa versión distorsionada de su vida y de la de su mujer, se ve compelido a responder a algunas de esas ficciones y refutarlas (…) sobre todo desde que pasó a mejor vida mi querida mujer, Mildred. Una Mildred que es, claro, la Helen del primer relato, aunque aquí aparece “dibujada” desde otra perspectiva radicalmente distinta, pese a que las confluencias entre las dos narraciones permiten la evidente asociación entre ambas. Cuando accedemos a la tercera sección del libro, Recuerdos de unas memorias, escritos por Ida Partenza, el desconcierto pero también la curiosidad, el asombro y la admiración final del lector ya son manifiestos. Porque Díaz da una nueva vuelta de tuerca (siento el guiño fácil a Henry James) y hace que sea ahora esta Ida, una joven de veintitrés años, de origen italiano, una modesta secretaria que vive con su padre, un impresor de ideas izquierdistas, contrario al capitalismo que lo ha acogido en su seno (Me acuerdo de mi padre. Siempre decía que todo billete de dólar se había impreso en papel arrancado de la escritura de venta de un esclavo. Todavía lo puedo oír: «¿De dónde sale toda esa riqueza? De la acumulación originaria. Del robo fundacional de tierra, medios de producción y vidas humanas. A lo largo de toda la historia, el capital ha provenido de la esclavitud. Mira este país y el mundo moderno. Sin esclavos, no hay algodón; sin algodón, no hay industria; sin industria, no hay capital financiero), la que relate, por tercera vez y desde otra óptica distinta, la vida del potentado. El 26 de junio de 1938, recordará Ida en su narración en primera persona, se presenta a una entrevista de trabajo en la Bevel House, situada en el rascacielos de la Exchange Place en el cogollo del distrito financiero neoyorquino. Entre cientos de candidatos que deben someterse a distintas pruebas, Ida será por fin seleccionada y, tras la conversación definitiva con Andrew Bevel, contratada para ayudar al financiero en la redacción de su biografía (que parece ser, como puede resultar previsible, el texto que hemos leído en la segunda parte de Fortuna). Surgen así nuevas piezas del puzle que el lector debe armar, invitado por la inteligente y magistral voluntad de Diaz. Obligada a contrarrestar la mala imagen que la novela de Vanner da de Bevel y su mujer, Partenza debe recrear la vida de ambos a partir de los no demasiados detallados apuntes entresacados de las conversaciones con él, rellenando las “lagunas” e inventando abiertamente algunas circunstancias (Transcribir y reformular las palabras de Bevel. Inventarme una vida para Mildred). En sus recuerdos, Ida intercala los episodios de aquel lejano 1938 con lo sucedido casi medio siglo después cuando, cumplidos ya los setenta años, lee por casualidad en una revista que la Fundación Bevel acababa de añadir a su colección los documentos personales de Andrew y Mildred Bevel. «Los archivos incluyen correspondencia, agendas de compromisos, álbumes de recortes, inventarios y cuadernos que documentan las vidas del señor y la señora Bevel». Es entonces, decidida a investigar y completar retrospectivamente el perfil de la pareja, y a partir de la consulta a los álbumes personales, los cuadernos de recortes de prensa y los diarios de Mildred, en los que esta muestra su intimidad, cuando cae en la cuenta de que ninguna de las versiones hasta entonces conocidas, la de Vanner, la de Bevel y la suya propia, se acercan a la verdadera. Me da la impresión de que solo ahora vislumbro por primera vez a la Mildred Bevel real. La cuarta y última parte del libro, Futuros, escrita por Mildred Bevel contiene en efecto fragmentos de sus diarios y, en un texto incompleto, hecho de fragmentos, aporta una nueva luz -¿aclaratoria?- sobre las existencias de la mujer y su marido. 

Como puede verse estamos ante una estructura muy original, en un planteamiento literario escogido por Díaz de modo deliberado: “Sabía que [la estructura] tenía que ser tectónica, por capas, si quería ser fiel al objetivo de representar la naturaleza del capital que también tiene una estructura muy segmentada”, afirmaba en la referida entrevista de El País. En su reseña del libro en Zenda, Ricardo Lladosa resume este especialísimo y muy brillante juego metaliterario en una afirmación muy esclarecedora: “Fortuna comienza versando sobre el capitalismo y, conforme avanzan las páginas, termina siendo una reflexión sobre el punto de vista, sobre la ficción y sobre el proceso de creación literaria”. Hay que destacar, además, que el hecho de que las dos últimas narraciones sean escritas por mujeres, una de ellas una joven italiana pobre y perteneciente a una clase social radicalmente opuesta a la opulencia del dinero; la otra una mujer inteligente que siempre ha estado en segundo plano, a la sombra de su marido, oculta para la masculinidad agresiva del mundo financiero en el que lo femenino destaca por su ausencia (Con el paso de los años, tanto en el trabajo como en mi vida personal, ha habido muchos hombres que me han repetido mis ideas como si fueran de ellos), aporta sendos enfoques nuevos, alternativos, imprevistos, en cierto modo reivindicativos -feministas, incluso- y que, de cara a la comprensión más o menos lineal y previsible de la novela, sorprenderán a los lectores. 

No hay ya tiempo mas que para volver a señalar que estamos ante dos novelas espléndidas que os recomiendo con apasionado entusiasmo. No dejéis de leerlas. La música que hoy acompaña mi reseña es, en consonancia con el universo de Fortuna, Money, el clásico de Pink Floyd, recogido en el álbum The Dark Side of the Moon que este 2023 ha cumplido cincuenta años. Antes, un texto en el que el padre de Ida Partenza nos deja su particular visión sobre el dinero. 


–El dinero. ¿Qué es el dinero? Bienes de consumo en forma de pura fantasía. 
–Un asentimiento solemne de la cabeza, el ceño repentinamente fruncido, un suspiro–. No me gustan los marxistas, ya lo sabes. Ni su Estado ni su dictadura. Ni su forma de hablar, con esas explicaciones en bloque, reduciendo el mundo a un argumento único. Igual que la religión. No, no me gustan los marxistas. Pero Marx... –Y volvía a poner aquella cara, como si lo estuviera torturando una visión demasiado hermosa–. Tenía razón en una cosa. El dinero es una mercancía fantástica. Una fantasía. Ni lo puedes comer ni te abriga, pero representa toda la comida y toda la ropa del mundo. Por eso es una ficción. Y eso mismo lo convierte en el patrón con el que valoramos todas las mercancías. ¿Qué comporta eso? Pues que el dinero se convierte en el bien de consumo universal. Pero recuerda: el dinero es una ficción; bienes de consumo en forma de pura fantasía, ¿entiendes? Y eso es doblemente cierto en el caso del capital financiero. Las acciones, los valores, los bonos. ¿Crees que alguna de las cosas que compran y venden esos bandidos del otro lado del río representan algún valor real y concreto? No, para nada. Las acciones, los valores bursátiles y toda esa porquería no son más que promesas de un valor futuro. Así pues, si el dinero es una ficción, el capital financiero es la ficción de una ficción. Con eso comercian todos esos criminales: con ficciones.

Videoconferencia
Hernán Díaz. A lo lejos; Fortuna

No hay comentarios: