Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 8 de mayo de 2024

DAPHNE DU MAURIER. LOS PÁJAROS. LA POSADA JAMAICA; AA.VV. LOS PÁJAROS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, que sale al aire de nuevo tras la obligada pausa impuesta por la festividad del primero de mayo, que clausuró la programación de Radio Universidad de Salamanca el miércoles pasado e impidió que nuestro espacio fuera emitido en su fecha habitual. Como recordaréis nuestros seguidores más fieles, desde el retorno de las vacaciones de Semana Santa el programa está girando sobre la muy a menudo fecunda relación entre la literatura y el cine, con la presentación de obras literarias -novelas en la mayor parte de los casos- que han tenido su correspondiente traslación cinematográfica. En las tres propuestas emitidas hasta ahora -y en las cuatro que aún nos quedan, en un recorrido que nos ocupará, íntegros, los meses de abril y mayo- los dos pilares del espacio, libros y películas, se han sustentado en creaciones de extraordinaria calidad, sobresalientes en cada uno de sus ámbitos respectivos. Así, en el ciclo han aparecido ya Las uvas de la ira, en las versiones de John Steinbeck y John Ford; Matar a un ruiseñor, en la doble presentación de Harper Lee y Robert Mulligan; y Rebecca, la novela de Daphne du Maurier llevada al cine por Alfred Hitchcock, todas ellas obras maestras. A propósito, precisamente, de este último título os comentaba en el anterior programa del ciclo que la “colaboración” entre Du Maurier y Hitchcock fue especialmente significativa, con hasta tres textos de la escritora convertidos en película por el orondo realizador británico. Siendo la primera -y a mi juicio la más destacada-, la mencionada Rebecca, objeto del espacio de hace quince días, esta tarde voy a dedicar el programa a las otras dos, Los pájaros y La posada Jamaica, en las que se da, además, algún difuso aniversario, aparte del trigésimo quinto de la muerte de su autora, fallecida el 19 de abril de 1989: la película Los pájaros, basada en un cuento publicado en 1952, se estrenó en Estados Unidos en 1963 y en España en 1964, seis décadas, pues, transcurridas desde entonces, y La posada Jamaica, novela de 1936, fue llevada al cine por Hitchcock en 1939, hace ahora ochenta y cinco años. En la presente emisión os hablaré también, además de los dos libros y sus correspondientes películas, de otro interesante volumen, Los Pájaros. El libro del 60 aniversario, publicado en 2023, con textos de Quim Casas, Carlos Díaz Maroto y Jaime Vicente Echagüe, en un ejemplo más de la deslumbrante labor editorial del sello Notorious, de presencia tan persistente en nuestro espacio. 

En mis comentarios sobre Rebecca ya os ofrecí en su momento un breve análisis de la figura de Daphne du Maurier y de su singular universo literario, cuyas pautas, reiteradas en las obras que yo he leído y he reseñado en Todos los libros un libro -Mi prima Rachel y la excepcional Rebecca-, resultan apreciables también, en mayor o menor medida, en los dos títulos que comento esta tarde. Me remito a mis propuestas pasadas, fácilmente localizables en el blog y el canal de YouTube del espacio, para quien quiera profundizar en ellas. Los pájaros es un relato algo extenso o una novela muy corta que desde su publicación en Inglaterra en 1952 conoció en España muy numerosas ediciones. He podido rastrear alguna de 1959, un volumen de Planeta que lo incluye en un primer tomo, de un total de dos, que recoge las novelas de la autora británica. El cuento está también, ¡cómo no!, en la añeja colección Reno, de la editorial GP (por su creador, Germán Plaza), en donde apareció en 1974. Fechadas en los años ochenta del pasado siglo hay varias ediciones en sellos diversos. Y más recientemente, quiero destacar un libro de la editorial el paseo (así, en minúscula), publicado en 2017 y en el que, con traducción de Miguel Cisneros Perales y prólogo, abstruso y pedante (con abundantes referencias al “sujeto femenino histérico”, al “espectro fantasmático de la Mujer”, al “estatus fálico” del mito de Lilith, a la “inocencia heroica del inconsciente”, a la “Noche impersonal de los impulsos”, a la “crisis edípica”, y demás constructos de compleja inteligibilidad) aunque sugestivo, del filósofo Slavoj Žižek, se recogen algunos otros títulos de Du Maurier. Del mismo año es un volumen, del que yo os di cuenta aquí, en Todos los libros un libro, en febrero de 2018, publicado por la editorial Siruela, Historias de cine. Relatos que inspiraron grandes películas, en el que José Antonio Molina Foix selecciona once cuentos o relatos breves que fueron objeto de sobresaliente traslación cinematográfica. Entre ellos aparecía nuestro Los pájaros en traducción del propio antólogo. Mi propuesta de esta tarde es una edición, también reciente, que vio la luz en 2018 en el seno de la editorial Gallo Nero. El librito, no llega a setenta páginas, ofrece el relato en traducción colectiva de Mª Carmen de Bernardo, Blanca Briones, Almudena Cazorla, Elena Fresco, Ana González, Elisa Lobato y María Retamero, y cuenta con unas vistosas ilustraciones de Pablo Gallo. 

El cuento es espléndido, capaz de envolver al lector en un clima de zozobra e inquietud, de incertidumbre y ansiedad, de desasosiego e intriga equiparable al del agobiante y popular filme, mucho más conocido. Con cambios en la ubicación de la trama (el texto se desenvuelve una vez más en las sombrías y apartadas tierras de Cornualles, el ámbito literario favorito de Daphne du Maurier, mientras que la acción de la película se traslada, como veremos, a California); incorporando modificaciones en el grupo protagonista (a los personajes “hitchcockianos” los unen relaciones más complejas y perturbadoras que las que vinculan a la pareja con dos niños que sufre el ataque de los pájaros en la novela corta); diferenciándose en el núcleo argumental, centrado en el desconcertante asedio de las pertinaces aves en la versión literaria y con más hondura psicológica en la cinematográfica, ambas obras comparten, no obstante, lo esencial de su propuesta, basada en un hecho real en el que se inspiró la escritora: la irrespirable atmósfera de terror y opresión que envuelve a los personajes a causa de la desconcertante y violenta irrupción de miles de pájaros que se lanzan de manera inconcebible y suicida contra los humanos. 

El argumento es sencillo y se abre con una constatación aparentemente trivial pero que encierra ya -sobre todo en una lectura retrospectiva- ciertas tenues dosis de inquietud: El 3 de diciembre, el viento cambió de la noche a la mañana, y llegó el invierno. Nat Hocken, un granjero, discapacitado tras la Segunda Guerra Mundial, que lleva una vida tranquila con su mujer y sus dos hijos en un pueblo costero de Cornualles, observa con creciente alarma cómo los pájaros cuyas evoluciones está acostumbrado a contemplar (sentándose en el borde de la escollera, contemplaba a los pájaros. El otoño era época para esto, mejor que la primavera. En primavera, los pájaros volaban tierra adentro resueltos, decididos; sabían cuál era su destino; el ritmo y el ritual de su vida no admitían dilaciones. En otoño, los que no habían emigrado allende el mar, sino que se habían quedado a pasar el invierno, se veían animados por los mismos impulsos, pero, como la emigración les estaba negada, seguían su propia norma de conducta. Llegaban en grandes bandadas a la península, inquietos; ora describiendo círculos en el firmamento, ora posándose, para alimentarse, en la tierra recién removida, pero incluso cuando se alimentaban, era como si lo hiciesen sin hambre, sin deseo. El desasosiego les empujaba de nuevo a los cielos) comienzan a comportarse de manera inusualmente agresiva y violenta. Lo que inicialmente parece ser un fenómeno inexplicable pronto se convierte en una lucha desesperada por la supervivencia, ya que las aves atacan a los humanos sin motivo aparente, sumiendo a la comunidad en la confusión y el espanto. A medida que la situación se intensifica, Nat y su familia se encuentran atrapados en su casa, luchando contra los pájaros que acechan fuera, mientras que la amenaza se extiende más allá de las fronteras del pueblo. Y no hay más -al margen de alguna peripecia que concreta la angustiosa experiencia-, en una narración desasosegante que transmite al lector una creciente sensación de claustrofobia y paranoia, mientras los personajes luchan por entender y enfrentar esta misteriosa y mortal invasión aviar. La descripción realista, detallada, de las circunstancias del persistente ataque, que se muestra sin especiales énfasis ni valoraciones, sin aclaración o interpretación de ningún tipo, solo los hechos, se desarrolla en paralelo a la presencia, sutil pero inquietante, de una suerte de elemento sobrenatural inexplicado que permea el cuento entero y lo dota -gracias al talento de la autora, que dosifica la información con maestría, graduando las pistas ofrecidas para incrementar la tensión del lector- de una atmósfera de intenso suspense, angustia impalpable, peligro invisible, misterio, incertidumbre y pánico, en una magistral representación del terror que subyace a la más banal cotidianidad. La simplicidad de la historia no oculta, sin embargo, su formidable potencia metafórica: estamos ante una reflexión sobre la fragilidad de la civilización y la condición impredecible de la naturaleza, sobre lo vulnerable de la humanidad frente a las fuerzas que escapan a nuestro control, sobre la agotadora lucha por la supervivencia, sobre el esfuerzo y la determinación del ser humano frente a la adversidad, sobre el encanto y la belleza del medio natural y, a la vez, sobre las oscuras potencias que alberga (Había cierta ley que los pájaros obedecían, según el dictado del viento del este y la marea), sobre la muy lábil frontera que separa la apacible normalidad de la disrupción y el caos. Las abundantes interpretaciones que se han formulado sobre este carácter metafórico de la narración son muy variadas: su condición de relato de guerra vinculado al relativamente reciente -en el momento de su publicación- término de la Segunda Guerra Mundial, presente en numerosas referencias bélicas (Una tregua en la batalla; Las fuerzas se reorganizaban; Se estaban desplegando en formación de un lado a otro del cielo; —Son aviones —dijo—, están enviando aviones tras los pájaros. Eso es lo que yo he dicho desde el principio que debían hacer. Eso los ahuyentará. ¿Son cañonazos? ¿No oís cañones?; ¿Los americanos no van a hacer nada? (…) Siempre han sido nuestros aliados, ¿no? Seguro que harán algo, ¿no?); la interpretación psicoanalítica “a la Žižek” (que ve en la agresividad de los pájaros, en la versión cinematográfica, la tensión sexual entre los protagonistas); la lectura “psicologista”, que indaga en las distintas reacciones de los personajes, conformidad, resignación, impotencia, desesperación o ira, sin excluir los aspectos más oscuros del alma humana; su dimensión apocalíptica, terminal, dramática y funesta; la explicación según la cual el cuento describe la dimisión y el fracaso del Estado del bienestar ante las amenazas que lo cuestionan; el enfoque ecologista... entre otras muchas hipótesis, algunas de ellas ciertamente excesivas. 

La versión cinematográfica, una obra maestra inolvidable, cuenta con las interpretaciones destacadas de Tippi Hedren, Rod Taylor y Jessica Tandy, y la presencia de dos de los colaboradores más conspicuos de Hitchcock, Bernard Herrmann en la banda sonora y Edith Head en el vestuario. Del texto inicial de Daphne du Maurier el director toma solo la anécdota del ataque de los pájaros y cambia prácticamente todo lo demás. De entrada, y como ya se ha dicho, la acción se desplaza del sombrío Cornualles originario a una California luminosa aunque pronto siniestra. Además, desaparece el núcleo familiar del granjero Hocken, siendo sustituido por una pareja protagonista, Melanie Daniels, que interpreta Tippi Hedren, y Mitch Brenner, en un papel a cargo de Rod Taylor, que abren la película desde un punto de partida clásico -chico conoce chica- de comedia romántica. Él es un abogado serio, íntegro y responsable, y ella una dama de la alta sociedad, frívola y alocada, hija algo consentida de un magnate de la prensa de San Francisco. Se conocen por azar en una pajarería, coquetean, surge una incipiente atracción, sobre todo por parte de ella, que, tras despedirse, volverá a la tienda para comprar un par de agapornis por los que él estaba interesado. Aprovechando la posición y las relaciones de su padre localizará el domicilio de Mitch, sabrá de su salida de fin de semana a Bodega Bay y, decidida, viajará hasta la población costera, bien pertrechada de su coqueta jaula con los pequeños loros. Allí conocerá a la hermana de Mitch, la adolescente Cathy, a la severa madre de ambos, Lydia, y a Annie, una antigua novia del abogado. De un modo gradual, extraordinariamente dosificado por el talento de Hitchcock y conforme al habitual recurso utilizado en sus películas (ir dando migajas al espectador), empezarán los aparentemente erráticos comportamientos de los pájaros, sus incomprensibles acometidas, sus inquietantes agresiones, primero una gaviota aislada que picotea a Melanie hasta hacerla sangrar, luego la población pajaril va aumentando para, por fin, desorbitarse con la llegada de auténticos ejércitos de gorriones, estorninos, grajos, cuervos, que atacan al pueblo entero y en particular al hogar de los Brenner, que han acogido como invitada a la algo altiva Melanie, rehenes indefensos todos, encerrados en una casa que se revela precaria y endeble ante el asedio de las hordas avícolas. 

Todos estos elementos, junto a muchos otros muy sugerentes, comparecen en los exhaustivos capítulos del libro de Notorious publicado en 2023 con ocasión del sexagésimo aniversario del filme, un volumen que comparte la excelencia de sus muchos “compañeros” de colección, tanto en cuanto al contenido, con los penetrantes y sugestivos textos de Quim Casas, Carlos Díaz Maroto y Jaime Vicente Echagüe, como en su brillantez formal, apenas empañada por algunos errores flagrantes (un doloroso “infringir” por “infligir”; el absurdo uso, hoy ya recurrente en tantos ámbitos, de “punto y final”; las redacciones algo desmañadas). Pese a ello, la abundancia de imágenes, fotografías y carteles, en blanco y negro y color, el gran formato, 19 por 25 centímetros, la sólida encuadernación en cartoné, la calidad del papel, hacen muy apreciable una obra que, además, como es habitual en el sello Notorious, constituye una inagotable fuente de información sobre una película inagotable en sus muchos posibles hilos interpretativos, lo que convierten el volumen en un libro de lectura apasionante. 

Ya solo el primer capítulo, Excursión a Bodega Bay, merece la lectura del libro. En él se adelantan muchas e interesantes generalidades sobre la película, algunas de las cuales volverán a aparecer, desarrolladas, en otros apartados del libro. Conocemos así cómo una noticia en el californiano The Santa Cruz Sentinel hizo brotar en du Maurier la idea del cuento, y cómo, leído por Hitchcock, y pese a que la historia no era rica argumentalmente pero sí tenía posibilidades por su atmósfera de terror normal y cotidiano, alejado de los estereotipos del género (Nuestra intención será asustar de muerte al público, dirá el director), compró sus derechos ya en 1952. Se nos da cuenta también de las dificultades del rodaje con pájaros, plasmadas en algunas cifras apabullantes: solo las escenas con “intervención” de aves supusieron 1.500 tomas, 400 de ellas con trucajes, se gastaron 200.000 dólares en la fabricación de pájaros mecánicos y se utilizaron 3.200 aves reales, para las cuales se necesitó contratar a un adiestrador, que las dirigía, indicándoles cuándo atacar, cuándo girarse. Las anécdotas relativas a la inusual participación de los animales son abundantes: la utilización de cebos, para provocar sus ataques, escondidos incluso en el pelo de la niña protagonista de una de las escenas más cruentas y recordadas de la cinta; el ingenioso expediente de sujetar imanes en las patas de los pájaros, con el fin de que quedaran pegados a los canalones de las casas, contribuyendo a dotar de una ominosa carga amenazante a los planos generales; la exigente supervisión de la Sociedad Protectora de Animales, que llegó a obligar, incluso, a construir una pajarería en el plató para evitar que los animales pudieran sufrir daños; el empleo de pájaros recién nacidos, que apenas habían salido del cascarón, pues resultaban más fáciles de amaestrar; la singular presencia de dos individuos especiales, Buddy, un pájaro apacible y relajado, del que Rod Taylor siempre guardó un recuerdo cariñoso, y Archie, hosco y muy mal encarado, al que el actor temía; la obligada vacunación del tétanos de los intérpretes; los abundantes arañazos y picotazos “reales” sufridos durante el rodaje; el uso de las lámparas de vapor de sodio, una invención de Walt Disney que supuso una significativa evolución del croma que facilitó el grabar por separado a los animales y a los actores. En el capítulo se refieren también los pormenores de la grabación en Bodega, pueblo cercano a Bodega Bay, el verdadero centro de la trama pero que se reprodujo en los platós para grabar en ellos a lo largo de doce de las veinte semanas de rodaje. En las ocho pasadas en California, el perfeccionismo del director impuso que se fotografiara a los lugareños para poder reproducir luego de modo fidedigno sus vestimentas. 

La sección titulada Hitch 60’s, nos propone un recorrido por la trayectoria del director en esa década en la que, sin embargo, no obtuvo sus mejores logros, que se produjeron en los quince años anteriores. No obstante, de 1960 es Psicosis, y a partir de ahí aparecieron esta excepcional Los pájaros, Marnie, la ladrona, todavía brillante, y, después, algunos títulos de, a mi juicio, menor entidad como Cortina rasgada, Topaz, Frenesí, una buena película, y la postrera y crepuscular La trama. En el capítulo conocemos la decepción de Hitchcock al no poder trabajar con Audrey Hepburn, pues la actriz rechazó un papel en el que tenía que disfrazarse de prostituta y sufrir una violación. 

El exigente, tiránico en realidad, trato del director a sus actrices, del que yo he dado cuenta en cada ocasión -y han sido numerosas- en que he presentado libros sobre su obra, aflora en el apartado denominado La nueva rubia, en el que se examina de modo exhaustivo la carrera cinematográfica de Tippi Hedren y, en particular, el calvario que para ella fue la filmación de Los pájaros. Como la actriz cuenta en su libro autobiográfico, Alfred y su mujer, Alma Reville la “descubrieron” en un anuncio televisivo. Modelo de carrera consolidada, el giro en su trayectoria se produjo cuando ya tenía 33 años lo que obligó a “rebajarle” su edad en cinco años, porque se la consideraba demasiado mayor para una actriz debutante. El consabido fetichismo de Hitchcock con las rubias, obsesivo y cruel (Las rubias son las mejores víctimas. Son como nieve virgen mostrando unas huellas sangrientas), se manifestó en un comportamiento que hoy, quizá, hubiera llevado a la cárcel al director. Ya desde el plano profesional, el rodaje fue un infierno para la joven. Hitchcock la hizo sufrir rodando los ataques de los pájaros, cambiando las previsiones iniciales que suponían la utilización de pájaros mecánicos y sustituyéndolos por animales reales. La sometía a una constante repetición de tomas, de manera que la filmación de escenas que duraban escasos momentos en la película se prolongaba durante semanas. Y en el plano personal las humillaciones eran constantes: decidido a “construirla” según su voluntad, le elegía la ropa, no solo la de la cinta, sino la que debía ponerse en su día a día. Le puso un coach para mejorar su voz, le recomendaba que engordase, llegando a mandarle a su domicilio dos toneladas de patatas, ricas en calorías. Absurda e infantilmente celoso, contrató a dos detectives para vigilar con quien salía, se ocupaba de lo que tenía que comer, los amigos que frecuentar, interfería en sus citas. Si ella hablaba distendida con algún miembro masculino del equipo, él se enfurruñaba, la ignoraba o convertía el rodaje en una tortura (la atmósfera en el trabajo era lúgubre). También desde el punto de vista sexual la experiencia fue insufrible: insinuaciones, continuas invitaciones a cenar o a tomar una copa, en alguna ocasión llegó a abalanzarse sobre ella y a intentar besarla en un viaje en limusina, a ponerle las manos encima en una escena en su despacho. Hedren calificaría los hechos, años después, como acoso sexual, una locución -un concepto- que entonces no existía. Desairado, despechado -arruinaré tu carrera- la ignora, la menosprecia, la insulta a sus espaldas, la aísla del resto del elenco. Atada por contrato, Hitchcock fue durante años dueño de su carrera, negándose a que participara en otros proyectos, hasta que rodó con él Marnie, la ladrona. La evolución que en Los pájaros experimenta su personaje es interpretada como un castigo de Hitchcock a Tippi por ser una mujer resuelta que no se deja doblegar. Al final acabará quebrándose, los pájaros la irán resquebrajando y va perdiendo la “amenaza” sexual que representa. Y más allá de Tippi Hedren, en Conspiración de mujeres se analizan los personajes femeninos de la filmografía de un hombre inteligente y con sentido del humor pero también con una personalidad compleja y vanidosa, lleno de traumas y obsesiones en relación con las mujeres de las que, indiferentes ante sus pretensiones, se vengará en las películas. 

En Rudo y anguloso, el foco se pone en Rod Taylor y su periplo no demasiado consistente en el cine, más allá de hitos como Zabriskie Point, de Antonioni, y su última aparición, ya mayor, en Malditos bastardos, de Tarantino. En relación con Los pájaros se apunta el poco interés -y hasta el desprecio- de Hichtcock, que hubiera preferido otro actor, que mantuviera la pauta de grandes diferencias de edad con sus parejas femeninas, habituales en la filmografía del británico: veinticinco entre Cary Grant y Grace Kelly, veinte entre el propio Grant y Eve Marie Saint, veintidós entre James Stewart y Grace Kelly, veinticinco de diferencia entre el mismo Stewart y Kim Novak. Taylor y Hedren eran de la misma edad. 

Hay un capítulo, Prestigio y veteranía, dedicado a Jessica Tandy, la madre de Mitch en la película, también con una larga carrera, con el brillante colofón de un Oscar, a los ochenta años y poco antes de su muerte, por Paseando a Miss Daisy. Y en Daphne du Maurier vista por Hitchcock volvemos a encontrarnos con la abundante presencia de las obras de la escritora británica en el cine en general y en el de su compatriota en particular. En el muy completo estudio se nos da cuenta de las desavenencias de Hitchcock con los guionistas, el desacuerdo de la autora con el cambio de escenario, el comienzo de comedia, el papel de Annie, una maestra de escuela y con una relación sentimental pasada con Mitch. Graznidos electrónicos es otro capítulo muy informado y sugerente sobre la banda sonora de la película, obra de Bernard Herrmann. Sin música de fondo, con ruidos que emulan los graznidos animales, el batir de las alas, los chillidos de los pájaros, con ominosos silencios, Hitchcock opta por el riesgo: música sin melodía, sin ritmos, sin arreglos orquestales, ruido procedente de fuentes naturales. Reseñable la participación de músicos de vanguardia como Oskar Sala, alemán, o el estadounidense Remi Gassmann, que tocaban el Trautonium, un artilugio electrónico muy avanzado para la época. Truffaut, en su famosa entrevista con Hitchcock, resaltó el hecho de que el sonido de los pájaros constituyera una verdadera partitura. 

El libro incluye, como de costumbre en la colección de la que forma parte, aproximaciones a asuntos no directamente relacionados con la película de referencia como en La naturaleza contraataca, una sección en la que se repasan películas en las que aparecen amenazas de animales, un subgénero conocido como “natural horror”, que ofrece exponentes variados que están en la memoria de cualquier aficionado al cine: insectos desmesurados, arañas, hombres menguantes, osos, ballenas, el gran referente King Kong, orcas asesinas, mujeres pantera, reptiles, anacondas, los muchos tiburones, enjambres, hormigas, con el gran hito que supuso Cuando ruge la marabunta, también Moby Dick; están, igualmente, los llamados “disaster movies”, Titanic, Poseidón, El coloso en llamas, Armageddon y tantos otros. En el mismo sentido, Horror con H de Hitchcock, tras una distinción académica que resalta los sutiles matices que diferencian cine negro, policial, criminal, de suspense o de terror, examina con detalle las tres del director británico que encajan en cine de terror en sentido estricto, el que “busca causar miedo en el espectador o el lector”: Psicosis, Los pájaros y Frenesí. Se habla también de algunas otras de su filmografía que colindan con el género, así como de algunos episodios de las populares series televisivas: Suspenso (1957-1958), Startime (1959-1961), Alfred Hitchcock presenta (1955-1962) y La hora de Alfred Hitchcock (1962-1965). Hitchcock fue el responsable “ideológico” de las dos últimas y dirigió 17 episodios de la primera y uno en la segunda. En el capítulo conocemos también la existencia de Antologías literarias con su nombre, Hitchcock’s Anthology, convertido ya en un reclamo publicitario asociado al miedo y el terror. Como curiosidad interesante, el autor del estudio nos presenta Psicosis, hecha tres años antes, como anticipo de Los pájaros, por el apellido de su protagonista femenina, Crane, grulla; porque llega al motel Bates procedente de Phoenix, fénix; porque Norman dice de ella que come como un pajarito; por su habitación decorada con cuadros de aves; y, por fin, porque el propio Norman Bates diseca aves, una actividad que se expresa en inglés con la locución stuffing birds, “pájaros rellenados”, que admite un doble sentido alusivo a tener relaciones sexuales con una mujer, en una pauta estilística, la omnipresencia latente, simbólica, del sexo, muy relevante en el cine de Hitchcock. 

Interesante es también el capítulo Ficción/No ficción, en el que el motivo central de análisis gira sobre los biopics de personajes históricos, de músicos y cantantes, que, en general, siguen la vida entera del biografiado, y los anti-biopics que no se ajustan al patrón infancia-juventud-madurez-conflictos-éxito-ocaso. Delimitado el “terreno” desde el punto de vista conceptual, el estudio examina las dos películas sobre el director, Hitchcock (con un reparto deslumbrante: Helen Mirren, Anthony Hopkins, Scarlett Johansson y Jessica Biel) y The girl (con Tobey Jones en el papel del director y Sienna Miller como Tippi Hedren), se centran en la época, entre 1960 y 1964, de Psicosis, Los pájaros y Marnie la ladrona

Las tres secciones más “apetitosas” del libro, no obstante, son las que se refieren a las claves simbólicas, metafóricas, psicológicas y técnicas de la película. En la primero de ellas, En esencia, se profundiza en los aspectos estilísticos de un director al que le interesa más la técnica de la narración fílmica que el contenido argumental de la película. Fanático de la construcción del guion (se recogen algunas discrepancias con Evan Hunter, que firma el de Los pájaros; una de ellas es la voluntad decidida del director, y así se lo exige a su guionista, de olvidar la historia de Daphne du Maurier, y “aprovechar” solo el título y la anécdota de los pájaros atacando a los humanos), quiere llegar al estudio sin cabos sueltos, con toda la película en la cabeza, los planos, las secuencias, los encuadres, aunque también crea e improvisa en el rodaje. El capítulo menciona algunos de sus “mecanismos visuales: empezar de manera ligera, dar “sustos” de vez en cuando en una cadencia controlada, partir de un entorno creíble, hacer que el plano final de cada secuencia constituya una amenaza, dosificar el suspense (Hitchcock le contó a Truffaut, en sus conocidas conversaciones, su posición ante el dilema suspense/sorpresa, en un fragmento que no me resisto a transcribir: Nosotros estamos hablando, acaso hay una bomba debajo de esta mesa y nuestra conversación es muy anodina, no sucede nada especial y de repente: bum, explosión. El público queda sorprendido, pero antes de estarlo se le ha mostrado una escena completamente anodina, desprovista de interés. Examinemos ahora el suspense. La bomba está debajo de la mesa y el público lo sabe, probablemente porque ha visto que el anarquista la ponía. El público sabe que la bomba estallará a la una y sabe que es la una menos cuarto (hay un reloj en el decorado); la misma conversación anodina se vuelve de repente muy interesante porque el público participa en la escena. Tiene ganas de decir a los personajes que están en la pantalla: «No deberías contar cosas tan banales; hay una bomba debajo de la mesa y pronto va a estallar.» En el primer caso, se han ofrecido al público quince segundos de sorpresa en el momento de la explosión. En el segundo caso, le hemos ofrecido quince minutos de suspense), dilatar la llegada de los “impactos”, demorar sin prisa la historia, hacer que el desarrollo narrativo vaya in crescendo, con un final asfixiante y demoledor (y decepcionante para muchos espectadores -aviso, hay destripe- por su carácter abierto, el cielo apocalíptico, el silencio, la ausencia de rótulo con el The End, la falta de conclusión, solo la amenaza en la sombra, inquietante. Hitchcock manejó -y desechó- algunas opciones alternativas: de vuelta a San Francisco, el grupo huido del horror se encuentra el Golden Gate plagado de pájaros, también los pájaros atacando salvajemente el coche, en una secuencia que solo se excluyó, al parecer, porque habría requerido un mes más de trabajo), subrayar la importancia de que los animales fueran domésticos no pájaros amenazadores en sí mismos -buitres, quebrantahuesos, águilas-, no dar pistas ni explicar el porqué de los ataques, dejar clara la falta de lógica de su comportamiento. La inteligencia y el mucho conocimiento de Quim Casas, autor de esta sección, aporta jugosas informaciones sobre los desafíos técnicos que el director se plantea en su uso de la cámara, muy transgresor, con una planificación con llamativas soluciones técnicas, cambios de puntos de vista subjetivos y objetivos, poner en conocimiento del espectador elementos que los personajes aún no han visto para incrementar el suspense (las aves posadas sobre los cables, a espaldas de los personajes, con su carga de amenaza sugerida), jugando con los encuadres, los enfoques, la fotografía de Robert Burks, de todo lo cual se nos proporcionan abundantes ejemplos: la cámara que sigue a Melanie casi asediándola, para transmitir las emociones y los sentimientos del personaje; el crescendo cuando Melanie espera a que termine la clase y van apareciendo los pájaros, uno a uno, poco a poco, y ella está fumando, mirando, girándose de vez en cuando y, en alternancia, sin que ella lo perciba, hay cada vez más pájaros, el silencio, el coro de niños sonando de fondo, a lo lejos, la mirada de la chica generando la aprensión, el suspense; el asalto final de los pájaros a la casa planificado como si fuera una estrategia militar, el capítulo terminal, apocalíptico, de la guerra entre humanos y aves; el restaurante, el incendio en la gasolinera, el brutal ataque a Melanie en la cabina telefónica, filmado como la escena de la ducha en Psicosis, los pasajes de la familia dentro de la casa, con los protagonistas aterrados, encogidos, con el ensordecedor ruido de los pájaros; entre otros muchos que amplían y enriquecen nuestra mirada sobre la película. 

Mater tenebrarum explora el muy fecundo campo simbólico de las madres castradoras, tan recurrente en la filmografía de Hitchcock, cuya visión de la maternidad es, ciertamente, algo oscura. Encadenados, La sombra de una duda, Con la muerte en los talones, Psicosis, Marnie la ladrona y, por supuesto, Los pájaros, recogen manifestaciones elocuentes de este aspecto muy significativo del cine del británico, que no se corresponde, contra lo que pudiera parecer, con algún oscuro trauma personal, con la relación real del director con su propia madre, nada problemática, al parecer. Lydia, la madre de Mitch, interpretada por Jessica Tandy, dominante, posesiva, ve en Melanie la hembra que pretende arrebatarle a su hijo e intenta alejarla, evitar el idilio. Antes de ella, la mujer habría “espantado” a Annie, la maestra. Ella percibe que la chica le va a quitar a su hijo, al que usa como sustituto del marido. En esta interpretación, el miedo de perderlo es el miedo de Melanie a los pájaros, que serían la representación simbólica del subconsciente de la madre, la cual, a través de ellos, intenta ahuyentarla. El capítulo, plagado de detalles sugerentes, subraya la condición de Lydia como la imagen del orden, la estabilidad, el equilibrio, la apacible tranquilidad doméstica, que tanto la llegada de Melanie como el ataque de los pájaros ponen en cuestión (las tazas rotas, el cuadro torcido del marido muerto). 

Por fin, en Un estudio psicológico y simbólico el autor, de nuevo Quim Casas, abruma al lector con infinidad de interpretaciones metafóricas de todo tipo: los agapornis del comienzo de la película, también llamados love birds, pájaros del amor, en paralelismo implícito con el romance entre los protagonistas; el omnipresente simbolismo de las jaulas, la “real” de los loritos; la figurada del amor, dorada pero opresiva, en tanto supone la entrega y por tanto la privación de libertad; la que representa la cabina telefónica como ejemplo de enclaustramiento fatal, realzado por la sucesión vertiginosa de planos filmados desde el interior, en picado total, desde el exterior, el bar también como jaula; Mitch, un abogado que pretende que los delincuentes acaben enjaulados. Constantes son también los habituales simbolismos sexuales “made in Hitchcock”, incorporados en la filmación y el montaje, mediante planos, imágenes, escenas, subtextos visuales, juegos de palabras que enfatizan los vínculos asociativos: los moños “paralelos” de Melanie y Lydia; las dudas y los devaneos sexuales de la elegante y un punto frívola joven, “causantes” de la amenaza de los pájaros; el pueblo y la casa de los Brenner, apacibles y tranquilos, que se verán alterados por la llegada de la mujer; la agresión de los pájaros como castigo por el “peligro” sexual que ella representa en la comunidad cerrada y puritana (cuanto más se implica ella con él, desde el tímido arranque de la película, viajando al pueblo, visitándolo en su casa, quedándose a dormir en ella, más se incrementan los ataques, de modo que el espectador percibe el mensaje subliminal: “no te quedes a la fiesta, no te quedes a dormir, no vayas a buscar a Cathy a la escuela, vete o el peligro acabará con nosotros”); el inusitado triángulo amoroso -Mitch, Melanie y… Lydia- sugerido con la foto de Mitch de bebé, al fondo, sobre la chimenea en la conversación entre las dos mujeres; el color verde, como el de los periquitos, en la ropa de la joven; y muchos más. 

Sin tiempo ya para extenderme en demasía, dejo algunas ligeras notas sobre La posada Jamaica, también en su doble dimensión, literaria y cinematográfica. Con muchas ediciones en nuestro país, la que yo manejo del libro de Daphne du Maurier es la de Alba Editorial de 2018, con traducción de la siempre excelente Concha Cardeñoso Sáenz de Miera. La trama de la novela se desarrolla en la Inglaterra de principios del siglo XIX (en la nota que abre el libro, escrita por la autora en octubre de 1935, aclara que La posada Jamaica es hoy un hotel entrañable y acogedor en el que no se sirven bebidas alcohólicas; se encuentra en la calzada que va de Bodmin a Launceston, un trayecto de unos treinta y dos kilómetros; para añadir, en la novela de aventuras que sigue he imaginado cómo podía ser hace ciento veinte años; y, aunque en estas páginas figuran nombres de lugares reales, los personajes y los acontecimientos que se describen son totalmente inventados) y sigue a la joven Mary Yellan, de poco más de veinte años, quien, tras la muerte de su madre, viuda desde que ella era un niña de apenas cinco, se ve obligada, ante la imposibilidad de sacar adelante la ruinosa granja familiar, a dejar su hogar en la plácida y acogedora Helford para, atendiendo a la última voluntad de su madre, viajar a Bodmin, en Cornualles, y vivir allí con su tía Patience, hermana de su madre, y su marido, Joss Merlyn. En realidad, la mujer ya no reside en Bodmin sino en un lugar asilvestrado y solitario, a mitad de camino de ninguna parte, en donde su esposo es el patrón de la posada Jamaica. Ya desde su llegada, con el hosco y desagradable recibimiento por parte de Joss, un hombre corpulento, inmenso, de aspecto simiesco y agresivo y de trato violento, y la patética sumisión de la desastrada, temerosa, avejentada y lloriqueante tía Patience, la chica será consciente de la lobreguez, la suciedad, el descuido y el abandono del lugar, el ambiente opresivo, sombrío y sobrecogedor de la lúgubre y apartada taberna, un edificio desvencijado y dejado de la mano de Dios en medio de los inhóspitos montes, los desolados páramos y las peligrosas y traicioneras ciénagas de la región y barrido por un viento y una lluvia permanentes, en el que solo la retienen -tras su intención primera de huir- la promesa hecha a la difunta y la caritativa voluntad de rescatar a su triste tía de lo que a todas luces es una existencia torturada y afligida, víctima de la brutalidad, la furia y la crueldad de un marido primitivo y salvaje, cuyos arrebatos de violencia se reproducen a diario a causa de su mal carácter y de su desmesurada afición al alcohol. En su intento de acomodarse al espantoso destino que le ha tocado en suerte, Mary hará lo posible por sobrellevar su infortunio ayudando a su tía y evitando en lo posible el contacto con el brutal, despiadado y feroz señor del lugar. Con el paso de los días la muchacha irá descubriendo los oscuros secretos relacionados con la posada y los tenebrosos asuntos y las perversas tramas que en las heladoras noches de la severa y aborrecible, yerma y abandonada región, se dirimen entre sus destartaladas paredes. Y es que -no queda más remedio que adelantar un elemento crucial de la novela que la autora da a conocer en sus primeros capítulos (en la película se desvela cuando apenas han transcurrido tres minutos)- la posada Jamaica era una guarida de ladrones y cazadores furtivos que, aparentemente al mando de su tío, se dedicaban a un contrabando muy lucrativo entre la costa y Devon. Conforme a la calificación que la propia autora hace en la nota antedicha, estamos ante una novela de aventuras, llena por tanto de lances, peripecias, vueltas de tuerca, encuentros clandestinos, disputas sangrientas, huidas desesperadas, giros en la trama y episodios diversos, que incluyen una algo previsible historia romántica y que, como es obvio, no desvelaré, para centrarme, por el contrario, en algunos aspectos que la hacen singular y que coinciden con las pautas más comunes en los otros libros de Daphne du Maurier de los que vengo hablando en estas últimas semanas. Es el caso de la construcción del personaje femenino, una Mary Wellan decidida y valiente; de la formidable creación de la atmósfera que envuelve al lugar -la claustrofóbica posada- y a la región -una Cornualles de naturaleza desatada y hostil, inhóspita y agreste-; y del tratamiento de los temas subyacentes a la historia, el carácter simbólico de la naturaleza, el mal, la integridad, la redención, la búsqueda de la identidad personal y hasta el amor romántico. 

Mary Wellan es, cuando la conocemos al inicio de la novela, una chica dulce, amable y sensible, inocente e inexperta (y el recuerdo de la narradora de Rebecca está presente durante la lectura), que se ve envuelta, por las desgracias de la vida, en un ambiente adverso. Su fragilidad es, sin embargo, solo aparente porque, envuelta en los turbios manejos de su tío, muestra inteligencia para descubrir los oscuros secretos y los fraudulentos negocios a los que se entrega el atrabiliario patrón de la posada y su cuadrilla de individuos poco recomendables (Tu tío Joss se junta con hombres raros que se dedican a asuntos raros, la prevendrá Patience) y facinerosos (todos iban sucios, harapientos, desaliñados, despeinados y con uñas rotas; eran trotamundos, cazadores furtivos, salteadores, vagabundos, ladrones de ganado y gitanos), dando prueba, además, de un arrojo y una determinación (Jamás habría tenido miedo de una casa que apestaba a maldad, por muy aislada que estuviera en este monte barrido por los vientos, como un hito solitario, desafiando al hombre y a la tormenta) que la llevan a superar sus miedos y a enfrentarse a situaciones peligrosas y desafiantes para proteger a su tía y denunciar los delictivos abusos de su tío (Estaba sola en un mundo rudo y bastante aborrecible, con muy pocas esperanzas de que pudiera mejorar). Su protagonismo en el libro es absoluto y el lector queda prendado de su personalidad, sufriente, desvalida y profundamente solitaria (Ella se encontraba más desamparada que cualquier barco, incluso cuando el viento ruge en las velas y el mar lame las cubiertas) y, a la vez, independiente, intrépida, comprometida y valerosa. 

El segundo gran “personaje” del libro es el entorno, tanto la posada Jamaica, descuidada (Las habitaciones de huéspedes del piso de arriba se encontraban, si cabe, en peor estado. Una hacía las veces de trastero, con cajas apiladas contra la pared y viejas mantas de montar roídas por una familia de ratas o ratones. En la de enfrente se almacenaban patatas y nabos encima de una cama rota), oscura, siniestra, gélida, inmunda (un olor rancio a tabaco y bebida y una impresión cálida de humanidad y suciedad impregnaban los sucios bancos oscuros), rezumando un aciago aire de perversión (el silencio era opresivo, estaba cargado de algo malévolo; las habitaciones que no se usaban apestaban a dejadez); como, sobre todo, el paisaje exterior, los páramos deshabitados y estériles, desérticos, aislados del mundo (No había árboles, caminos, granjas ni refugio alguno, solo kilómetros y kilómetros de páramo baldío, oscuro y no hollado, como un desierto que se prolongara hasta un horizonte invisible), atravesados por zonas pantanosas y ciénagas asesinas, que atrapan mortalmente a quien se desvía unos pasos de los caminos pedregosos, espacios desolados (una tierra de maleza sin setos ni prados, un país de piedras, brezo negro y piornos enanos), sometidos a una climatología adversa, inhumana (Aquí jamás habría una estación amable), envueltos en una persistente capa de lluvia, niebla y oscuridad, un velo opaco, brumoso, sombrío, que oculta los secretos y peligros que acechan a quienes los atraviesan -la arriscada y resuelta Mary, en más de una ocasión- y contribuye a dotar a la novela de ese clima de urgencia, misterio, tensión y terror gótico que identifican a su autora y que aflora ya desde las primeras páginas del libro, cuando en el triste viaje inicial de Mary, dejando atrás la apacible Helford, se encamina hacia su tenebroso futuro, la joven describe con aciaga clarividencia el paisaje que apenas vislumbra desde la ventanilla de su carruaje: ningún ser humano podía vivir en una tierra tan inhóspita y ser como las demás personas; hasta los niños nacerían retorcidos como los renegridos matojos de piornos, que se doblaban con la fuerza del viento incesante, un viento que todo lo barría por los cuatro costados. Niños que también tendrían la cabeza retorcida, llena de malos pensamientos, viviendo sin remedio entre pantanales y granito, áspero brezo y piedras desgajadas. Nacerían de una raza extraña que dormía con esta tierra por almohada, bajo este cielo negro. Incluso llevarían dentro algo diabólico

Y en este escenario, la novela desarrolla algunos de los asuntos más frecuentes en otros libros de su autora, como el simbolismo de una naturaleza que es, simultáneamente, fuente de belleza y majestuosidad y también de peligro y amenaza -los acantilados de Cornualles, el mar rugiente, las olas que rompen con estrépito-, un dualismo que apunta al de los propios personajes, el amor y la muerte, la integridad y el mal, el sufrimiento y la dicha, el sometimiento y la redención, la libertad y la opresión, el extravío y la salvación, entre otros temas. 

Ya definitivamente fuera de tiempo, dejo unas muy breves palabras sobre la versión de la novela que hizo Hitchcock en 1939, aún en su etapa británica. La película no llega, ni de lejos, a la altura de la larga decena de obras maestras del realizador, pero es, sin embargo, estimable y merece verse, aunque solo sea por sana curiosidad. Con un reparto encabezado por el siempre genial y aquí algo sobreactuado Charles Laughton, en un papel que no está exactamente en el libro, y la bella Maureen O’Hara, en el rol de Mary. En realidad, no solo el personaje de sir Humphrey Pengallan, que encarna Laughton, se aleja de la novela, siendo una recreación bastante libre de dos de sus personajes, Francis Davey, el vicario de Altarnun, y el señor Bassat, alguacil de North Hill, sino que el guion entero supone un cambio total en el argumento, en algunos escenarios y en ciertos personajes, unas modificaciones que rebajan considerablemente el interés, el “calado” y el valor artístico del resultado. Así, en la acción pierde protagonismo la posada (que sigue siendo, no obstante, el centro de la trama), mero marco externo sin sustancia, sin “personalidad”, sin vida, para desplazarse a los pomposos y triviales salones del afectado sir Humphrey; se introduce una figura nueva -con un peso destacado en la historia-, un oficial de la Marina Real Británica, de caracterización plana y simplista, en misión secreta, que acabará por ocupar el lugar destinado en la novela a Jem Merlyn, hermano de Joss, muy relevante en el libro y desaparecido en el filme; además, el hilo conductor del relato se adelgaza hasta el extremo, quedando reducido a una previsible e insustancial historia de piratas, un mero producto de entretenimiento sin más pretensiones. En este sentido, comparada con el libro, la película decepciona, pues los personajes aparecen desdibujados, desprovistos de carácter, faltos de profundidad psicológica, carentes de conflictos internos, sin que haya tampoco la hondura “filosófica” que aporta la novela, con los serios hilos temáticos a los que se abría, y con, en su lugar, una conclusión moralizante, en la que el villano muere, los malos son castigados y el amor triunfa. Destacan, por el contrario, la espléndida fotografía expresionista, en un blanco y negro tenebroso; la atmósfera gótica que se refleja en las tormentas marinas, los peligrosos acantilados, el viento y la lluvia, la oscuridad dominante; los sutiles pero muy apreciables toques de humor, que pueden resultar “disonantes” dada la naturaleza de la historia; la construcción, totalmente ajena al libro, del personaje que encarna Laughton, hecho a su medida -no en vano el actor también era productor de la película-, cuyas maquinaciones, cuya frivolidad, cuyo exhibicionismo y cuya personalidad rozando el delirio resultan, por excesivas, dignas de mención; y, por encima de todo, la irresistible belleza de Maureen O’Hara, cuya radiante presencia ilumina la pantalla, en su primera aparición en el cine. 

En fin, terminamos por hoy. Espero que mis cinco propuestas de esta tarde, un cuento, una novela, un ensayo sobre cine y dos películas os hayan interesado y hayan despertado en vosotros el deseo de acercaros a cualquiera de ellas. Os dejo con un muy expresivo fragmento de Los pájaros. Tras él, una canción sin nada que ver con los libros ni las películas reseñados, más allá de su título. I like birds, del grupo Eels, el proyecto musical de Mark Oliver Everett, un músico que me siempre me ha interesado mucho y al que he dedicado un par de programas en mi otro espacio de Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes; dos emisiones en las que sonaba su música entre textos de un muy sugestivo libro del cantante, Cosas que los niños deberían saber. I like birds es una canción de recuerdo a su madre muerta, muy devota observadora de aves. Tras su fallecimiento, Everett, trasladó a su jardín los comederos que ella había instalado y leyó los muchos libros sobre pájaros que su madre poseía. Como confiesa el propio autor, escribió el tema para mantener una cierta forma de contacto con ella. 


Los pájaros habían estado más inquietos que nunca este otoño, la agitación se notaba aún más porque los días eran tranquilos. Mientras el tractor trazaba su senda subiendo y bajando la colina de la parte occidental, la silueta del granjero dibujada en el asiento del conductor, la máquina entera y el hombre que la conducía se perdían de forma momentánea en la inmensa nube de pájaros que volaban y gemían. Había muchos más de lo habitual. Nat estaba seguro de ello. En otoño siempre iban tras el arado, pero no en grandes bandadas como estas, ni tampoco con tanto clamor. Nat trajo a colación el asunto al acabar las tareas de cercado. —Sí —contestó el granjero—, hay más pájaros de lo normal. También lo he notado. Y atrevidos, algunos, sin hacer caso del tractor. ¡Un par de gaviotas me han pasado tan cerca de la cabeza esta tarde que pensé que me iban a quitar la gorra! El caso es que apenas podía ver lo que estaba haciendo cuando me pasaban por encima y el sol me daba en los ojos. Presiento que el tiempo va a cambiar. Va a ser un invierno duro, por eso los pájaros están inquietos. Nat, cuando volvía a casa caminando lentamente por los campos y bajando luego el camino, vio con el último rayo de sol que los pájaros todavía permanecían en bandadas sobre las colinas del oeste. Era la hora de la pleamar, no había viento, y el océano gris estaba tranquilo. Aún había borbonesas en flor en los arbustos y el aire se sentía suave. El granjero tenía razón: esa noche cambió el tiempo. La habitación de Nat daba al este. Se despertó justo pasadas las dos y oyó el viento por la chimenea, no era ni la tormenta ni las ráfagas violentas de un vendaval del sudoeste portador de lluvia, sino el viento del este, frío y seco. La chimenea sonaba a hueco y se oyó una teja de pizarra suelta en el tejado. Nat escuchó y pudo oír el mar atronador en la bahía. Incluso el aire de la pequeña habitación se había vuelto frío: sintió desde la cama una corriente de aire que entraba por debajo de la puerta. Nat tiró de la manta que lo envolvía, se acercó más a la espalda de su mujer dormida y permaneció despierto, vigilante, consciente de un recelo infundado. Entonces escuchó el golpeteo en la ventana. No había ninguna enredadera en las paredes de la casa que se desprendiera y arañara el cristal. Escuchó. El golpeteo continuó hasta que, irritado por el sonido, Nat se levantó de la cama y se dirigió a la ventana. Al abrirla algo le rozó la mano, picándole en los nudillos, arañándole la piel. Entonces vio el batir de las alas de algo que desaparecía tras el tejado. Era un pájaro; no podía decir de qué clase. El viento debía haberlo llevado a refugiarse en el alféizar. Cerró la ventana y volvió a la cama, pero, al sentir los nudillos húmedos, se los llevó a la boca. El pájaro le había hecho sangre. Supuso que, asustado y desconcertado, el pájaro, en busca de refugio, le había clavado el pico en la oscuridad. Una vez más se dispuso a dormir. El golpeteo comenzó de nuevo, esta vez con más fuerza, más insistencia, y el sonido despertó a su mujer que, dándose la vuelta en la cama, le dijo: —Mira qué pasa con la ventana, Nat, algo está golpeando. —Ya lo he comprobado —le respondió—. Hay un pájaro que está intentando colarse. ¿No oyes el viento? Sopla del este, está empujando a los pájaros a buscar refugio. —Échalos —le dijo—. No puedo dormir con ese ruido. Se dirigió a la ventana por segunda vez y, ahora, cuando la abrió, no había un pájaro en el alféizar sino una docena. Volaron directos hacia su cara, atacándolo. Nat gritó, golpeándolos con los brazos, ahuyentándolos; y, como el primero, volaron sobre el tejado y desaparecieron. Rápidamente cerró la ventana y echó el pestillo.

 
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Daphne du Maurier. Los pájaros

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