DAVID GRANN. LOS NÁUFRAGOS DEL WAGER
Hola, buenas tardes. En estos días inmediatamente anteriores al comienzo de las vacaciones universitarias, con su promesa de largas jornadas de inactividad, quiero traer aquí algunas recomendaciones de libros cuya amplia extensión resulta idónea para su lectura en ese dilatado tiempo libre estival, u otros que por su temática, vinculada de algún modo al verano y sus placeres, puedan resultaros apropiados para sumergiros en ellos durante estos meses de soleada holganza.
Esta última circunstancia -incluyendo el verbo, “sumergirse”- es la que concurre -cierto que de un modo algo indirecto- en mi propuesta de esta tarde. Y es que el verano es, muchas veces, el tiempo de los viajes. Y de las muchas posibilidades que el viaje encierra son quizá las presentes en la navegación, en las expediciones marinas, las que mejor representan los rasgos característicos de la experiencia viajera: la aventura, el riesgo y el peligro, la pasión por el descubrimiento, la apertura a lo desconocido, la lucha por la existencia en entornos hostiles, la exploración de lugares, parajes y espacios ignotos, el contacto con costumbres y valores distintos de los consabidos y esperados, la frecuentación de gentes insólitas, el aprendizaje de la vida, la búsqueda de vivencias que pongan a prueba nuestras pautas habituales de conducta, la indagación en los recodos más íntimos e incluso oscuros de nuestra identidad, la superación de los propios límites, la camaradería y el deseo de compartir, la aspiración de plenitud, de intensidad, de realización personal, la ruptura de las anodinas coordenadas de nuestra cotidianidad, la voluntad y el propósito de plantearse retos y alcanzarlos… Todo ello encontramos en el viaje, en mayor o menor medida; y todo ello está presente, de manera singular, en el fascinante universo de las travesías, las singladuras, el libre surcar los mares, que tan a menudo comparecen en la literatura.
El mar es un vasto y subyugante escenario que desde tiempos inmemoriales ha encendido la imaginación de narradores y poetas. Su inabarcable desmesura, la constante e hipnótica atracción del oleaje, el evocador olor a salitre y a brea, los oscuros y abismales secretos que encierra, su carácter a la vez plácido y sosegado, que induce a la reflexión melancólica, y salvaje e indómito, fuente de peligros sin cuento, son rasgos muy presentes en infinidad de obras literarias, en su doble vertiente, tanto literal -en las descripciones de la vida en los barcos, las dificultades de la convivencia en el duro encierro de las naves, el tedio de la rutina a bordo, la espera en calma chicha, el crujir del maderamen, la súbita violencia de la tormenta, la desasosegante amenaza de los piratas, los abordajes, las batallas navales- como simbólica, que encuentra en las singladuras, en los periplos, en las circunnavegaciones, abundantes metáforas de las vivencias que constituyen la experiencia vital humana: las corrientes del destino, los monstruos, las tormentas, las tentaciones, la forja del carácter, el temple, el coraje, la aceptación de lo irremediable, el naufragio y el fracaso, la dignidad y el compromiso, entre otras muchas…
Quién de niño, no se ha dejado seducir por la magnética atracción del imaginario marino, presente en los escenarios de la Odisea, de Moby Dick, de Robinson Crusoe, de La isla del tesoro, de Lord Jim y tantas otras novelas de Conrad, de Veinte mil leguas de viaje submarino y muchos otros libros de Julio Verne. Aquí mismo, en Todos los libros un libro, yo he querido haceros partícipes de ese encantamiento marino -nada insólito, por otro lado, en alguien que vivió su infancia y su primera juventud en Vigo- con recomendaciones de títulos como la crónica de La primera vuelta al mundo, de Antonio Pigafetta, Leviatán o la ballena, de Philip Hoare, Hacia los confines del mundo, de Harry Thompson, Nosotros, los ahogados, de Carsten Jensen, En el mar, de Toine Heijmans o incluso -con un vínculo menos directo- Agua salada, de Charles Simmons, como ejemplos destacados. En todos estos títulos encontramos también la seductora magia del léxico marinero -el bauprés, el alcázar, el entrepuente y los aparejos, el velamen y el palo mayor, la botavara y los obenques, las drizas y los norays, las jarcias y el trinquete, la crujía, el foque y el imbornal-, siempre fascinante y a menudo indescifrable, como en este espléndido microrrelato de Ana María Shua que no quiero dejar pasar la ocasión -bien sé que extemporánea- de daros a conocer:
¡Arriad el foque!
¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto, la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados. Si no encontramos pronto un diccionario nos vamos a pique sin remedio.
Siguiendo, pues, esta estela, hoy os traigo cuatro libros excelentes (tres de ellos ya aparecidos en nuestro espacio hace muchos años), perfectos para trasladarnos a ese universo intenso y seductor de las aventuras marinas, todos ellos coincidentes -de un modo u otro- en una de las facetas más dramáticas del siempre arriesgado surcar los mares. Se trata de obras, todas de naturaleza ensayística o cercana al estudio divulgativo, que giran sobre los naufragios, en particular sobre tres de una relativa trascendencia histórica y que han “gozado” de una importante repercusión en el imaginario colectivo, hasta el punto de que, habiéndose producido los hechos narrados en 1629, 1741 y 1915, respectivamente, sus ecos llegan hasta nuestros días, siendo objeto de análisis e investigaciones que acaban por fraguar en publicaciones varias, monografías y artículos académicos, así como, entre otros, los cuatro libros que esta tarde recomiendo.
En primer lugar, quiero presentaros una obra extraordinaria y, en cierto modo, inclasificable. Es un libro de fotografía, pero también una narración formidable; tiene mucho de biografía, pero es igualmente un relato de aventuras; en él descubrimos un fragmento muy relevante de la historia de los grandes descubrimientos geográficos en los albores del siglo pasado, pero también la fuerza de la voluntad humana para imponerse metas y luchar por ellas hasta el fin, de modo que hasta podría ser leído como un libro de autoayuda o de management empresarial (hay, de hecho, más de una obra sobre el liderazgo, la dirección de grupos, el trabajo en equipo)… Sea cual sea, pues el interés que nos mueva hacia la lectura, se puede encontrar en él algo que resulte sugestivo, algo que interese, entretenga y nos permita aprender. Se trata de Atrapados en el hielo, escrito por Caroline Alexander, publicado por la Editorial Planeta en traducción de unos algo imprecisos C. Boune y P. Elías, y que vio la luz en 2005 y, desde entonces, en muy diversas ediciones, aunque desde aquí recomiendo la de tapas duras, algo más cara, pero con extraordinarias fotografías y una gran belleza formal. Hay también un espléndido documental, The Endurance: Shackleton's Legendary Antarctic Expedition, presentado en España como Atrapados en el hielo, dirigido en 2000 por George Butler y con guion de la propia Alexander, que también os aconsejo vivamente.
Atrapados en el hielo cuenta una historia fascinante con el atractivo adicional de que se trata de unos hechos realmente ocurridos. El 8 de agosto de 1914 partía de Inglaterra con destino hacia el Atlántico Sur el Endurance, una goleta con tres palos, de madera, con un peso de trescientas toneladas y cuarenta y ocho metros de eslora, al mando de sir Ernest Shackleton, uno de los exploradores polares más famosos de la época. Shackleton, que ya había protagonizado con resultados desiguales otras aventuras, entre ellas un intento frustrado de alcanzar por primera vez el Polo Sur, hazaña que quedaría asociada para siempre a otros dos nombres míticos de la aventura polar, Admunsen y Scott, pretendía atravesar a pie el continente antártico. Se hizo acompañar en su misión por veintisiete hombres escogidos concienzudamente para resistir la dureza de la travesía y los rigores de la prueba (sigue recordándose, un siglo después, el singular anuncio, publicado en The Times, con el que captó a los candidatos a la expedición): Se buscan hombres para un viaje peligroso. Paga reducida. Frío intenso. Largos meses en la más completa oscuridad. Peligro constante. Es dudoso que puedan regresar a salvo. En caso de éxito, recibirán honores y reconocimiento. Preparó igualmente con minuciosidad los detalles de intendencia de una expedición que se adivinaba terrible pues, tras llegar a las aguas antárticas, con un mar helado, les esperaban centenares de kilómetros entre bloques de hielo, temperaturas bajísimas y viento irrefrenable.
Pero la aventura nunca llegó a consumarse, o sí lo hizo, aunque sin los logros pretendidos. Después de un viaje relativamente plácido desde Europa hasta las últimas estaciones balleneras de la isla de San Pedro, en el remotísimo Mar de Escocia, y tras más de mil seiscientos kilómetros recorridos entre aguas congeladas desde esta isla hasta las puertas del Círculo Polar, a unos ciento sesenta kilómetros del continente antártico, el Endurance quedó varado, abrazado por bloques de hielo. Atrapados en el hielo nos cuenta la peripecia de sir Ernest Shackleton y su Endurance y cómo, durante dieciséis meses, Shackleton y sus veintisiete hombres fueron “transportados” a lo largo de miles de kilómetros dentro de un barco atrapado en un inmenso bloque de hielo y en condiciones meteorológicas imposibles. Nos cuenta también cómo la presión del hielo acabó por destruir el buque: El capitán del buque, Frank Worsley, siempre recordaría vívidamente aquel día. Corría el mes de julio, a mediados del invierno en la Antártida, y hacía ya semanas que les envolvía la larga noche polar. Alrededor del barco, en todas direcciones hasta el horizonte, estaba el mar de hielo, blanco y misterioso bajo las claras y brillantes estrellas. De vez en cuando el alarido del viento afuera interrumpía las conversaciones. Lejos, en la distancia, el hielo gruñía, y Worsley y sus dos compañeros escuchaban su voz, que se les acercaba a través de las heladas millas marinas. A veces, el pequeño barco se estremecía y gruñía, en respuesta al viento, con sus maderas ensambladas tensas por la presión de millones de toneladas de hielo, a las que alguna lejana perturbación ponía en movimiento, y que al llegar hasta él presionaban su resistente costillaje. Uno de los tres hombres habló: –Está casi en las últimas. El barco no puede aguantar más, capitán. Más vale que se resigne a aceptar que es sólo cuestión de tiempo. Puede que sean unos meses o sólo unas semanas o hasta unos días, pero lo que el hielo agarra, lo guarda. Nos cuenta, igualmente, cómo esos hombres, impulsados por el espíritu indomable de un enérgico, optimista, luchador y excelente líder, debieron desplazarse en condiciones meteorológicas extremas a pie y en minúsculos botes de remo, hasta encontrar, insisto, dieciséis meses después de su partida, el cobijo en la isla de San Pedro.
El extraordinario talento de Caroline Alexander para recrear, con exhaustividad y detalle extremos, muy bien documentados, esta ejemplar aventura antártica, se ve complementado por las fotografías que uno de los expedicionarios, el fotógrafo australiano Frank Hurley, tomó durante la “odisea”, haciendo de la lectura del libro una experiencia memorable, a través de la cual el lector, arrebatado, comparte las intensas y terribles vivencias padecidas por los protagonistas. La narración de estos hechos sobresalientes es, en el texto de Alexander, el relato de un fracaso que, paradójicamente, ha pasado a la historia como ejemplo de la capacidad del hombre para superar las adversidades, para sobreponerse a la naturaleza hostil y, en último término, a un destino funesto.
Mi segunda sugerencia de esta tarde marinera, es, también, la recuperación de una reseña emitida ya en Todos los libros un libro hace quince años. La noche del 3 al 4 de junio de 1629, el Batavia, un gigantesco y modernísimo barco (el equivalente de su época, en capacidad, dimensiones y valor simbólico, al Titanic) perteneciente a la VOC, la poderosa Compañía Holandesa de las Indias Orientales, fletado meses antes en Ámsterdam para incorporarse al próspero negocio de la importación de especias desde la entonces llamada Insulindia, en particular desde la actual Java, zozobró al chocar contra un arrecife de los Houtman Abrolhos, un grupo de islotes coralinos, escondidos, agazapados casi, a ochenta kilómetros mar adentro de la costa australiana. La casi totalidad de sus trescientos veintidós pasajeros, entre los que se encontraban algunas mujeres y unos cuantos niños, sobrevivió al horrible naufragio; de ellos, la mayor parte se refugió como pudo en una de las islas -una precaria y despojada superficie de coral, sin agua ni vegetación- del archipiélago; otro grupo, compuesto sobre todo por soldados y marineros, permaneció en los restos encallados del barco hasta su hundimiento, sumidos todos en una desesperada orgía de alcohol y vino; un tercer contingente, entre ellos el comendador Francisco Pelsaert, representante de la Compañía, el patrón, Ariaen Jacobsz, y unas decenas de oficiales y miembros de la élite de la tripulación, intentó llegar a Java en un bote, un pequeño velero, para buscar ayuda. Los más de doscientos supervivientes que quedaron en tierra, repartidos entre el árido peñasco que los salvó inicialmente y otros islotes cercanos, algo más acogedores, asistieron aterrorizados e impotentes a la férrea y sangrienta tiranía a que los sometió Jeronimus Cornelisz, un antiguo boticario arruinado y perseguido por la justicia que, arropado por un número considerable de indeseables, primitivos y brutales miembros de la soldadesca y la marinería, a los que con anterioridad al naufragio ya había captado como acólitos en un intento de motín a bordo que el hundimiento abortó, instauró en aquellos muy reducidos e inhóspitos islotes un régimen de terror y violencia inimaginables que acabó en tres meses -el tiempo que tardó en llegar desde Java un navío con auxilios- con dos tercios de su infortunada población, víctimas de una “política” -permítaseme el término, que luego explicaré- programada y metódica de torturas, violaciones y despiadados asesinatos de los que no escaparon ni mujeres ni niños.
Estos hechos espeluznantes han sido recreados en, al menos, dos obras literarias espléndidas. La primera de ellas, Los náufragos del Batavia. Anatomía de una masacre, es un breve (apenas ochenta y ocho páginas) y magistral ensayo -¿lo es en realidad?; ya está aquí, una vez más, la resbaladiza cuestión de las etiquetas y el género al que se adscribe una obra literaria- escrito por Simon Leys y presentado en 2011 por la editorial Acantilado en traducción de José Ramón Monreal.
Simon Leys es un escritor de origen belga, fallecido en 2014 con setenta y ocho años, que desde muy joven se interesó por las culturas y las civilizaciones orientales hasta el punto de estudiar lengua, literatura y arte de China, viajando e instalándose desde muy joven en Asia, en Taiwan, Singapur, Hong Kong y la misma China. Traductor, crítico, ensayista, de su extensa obra os recomiendo también La felicidad de los pececillos, una estupenda colección de artículos plagada de sabrosa erudición, y también Ideas ajenas (recopiladas idiosincráticamente por Simon Leys para el divertimento de los lectores ociosos), en el que recoge una amplia variedad de citas de poetas, novelistas, filósofos y pensadores. En Buscando leones en las nubes, mi otro programa en Radio Universidad de Salamanca, he dedicado varias emisiones a estos dos títulos.
Entrando ya en la obra que “conecta” con el tema sobre el que gira la emisión de esta tarde, Los náufragos del Batavia, estamos ante una preciosa “miniatura”, una joya de concisión y sobriedad, redonda y elegante -si caben tales términos para referirse al relato del horror-, en la que Simon Leys nos da cuenta de la sobrecogedora historia del Batavia partiendo de las circunstancias en las que se desenvolvía la navegación de la época, y centrándose sobre todo en las terribles condiciones del infausto viaje, en la personalidad de sus principales protagonistas, en la brutalidad del naufragio, en la atroz dictadura impuesta por el monstruoso -aunque a la vez muy lúcido- Cornelisz, un personaje que hoy calificaríamos de siniestro psicópata, que asesina sin motivo y por puro entretenimiento, y, por fin, en el esperado desenlace con el proceso, la condena y la ejecución, conforme a la ley holandesa, del diabólico instigador y su caterva de cómplices.
Siendo interesante en sí la historia real que, más allá de su espanto y su crueldad, es fascinante y sugestiva y por sí sola despertaría el interés del lector, lo que destaca en la genial obrita de Leys es, superando la crónica fidedigna de lo acontecido aunque sin obviarla ni mucho menos, su lucidez y su capacidad de penetración en las más siniestras honduras del alma humana; su maestría al interpretar los espantosos hechos desde una perspectiva y con un planteamiento muy actuales; su talento, por lo tanto, para dotar de contemporaneidad, de vivísima contemporaneidad a un episodio ocurrido hace cuatro siglos.
Y es que en el ensayo de Leys, las lúcidas reflexiones con las que el autor glosa los salvajes acontecimientos vividos hace casi cuatrocientos años por los náufragos del Batavia, resultan extrapolables a nuestros días, en particular a ese mundo moderno que en cierto sentido se abrió hace setenta años con el descubrimiento de otro horror, el de los campos de exterminio nazis en la segunda guerra mundial, esa bárbara experiencia que mostró de modo despiadado a la humanidad los aspectos más crueles, más brutales de nuestra bestial naturaleza en ocasiones sorprendentemente cercana a la animalidad. En efecto, en el comportamiento de Cornelisz, en la monstruosa gratuidad de sus crímenes, en su demoníaca capacidad para la manipulación psicológica de sus subordinados, en el silencio, la pasividad y la cooperación necesaria del individuo medio (para que triunfe el mal sólo hace falta que la buena gente no reaccione, reza la cita de Edward Burke que abre el libro), en la metódica y eficacísima organización por él creada con un único propósito, la aniquilación del otro, podemos reconocer -y la esclarecedora mirada de Simon Leys es la que nos lo hace ver- la asesina irracionalidad de la maquinaria del Tercer Reich -para esto no hay un porqué, responden los verdugos de Auschwitz a las pobres víctimas que conducen a las cámaras de gas, recuerda Leys-, su premeditada y atroz y genocida política de destrucción, la inevitable presencia del mal en el mundo y su banalidad (por utilizar otra noción ya “canónica” a propósito de estas cuestiones), la criminal e inconcebible ausencia de empatía que son capaces de experimentar algunos seres humanos, la desmesura del espanto que en las últimas décadas hemos podido contemplar, aterrorizados, en la fría truculencia del DAESH (al que incorrectamente denominamos Estado Islámico) cortando cabezas de supuestos enemigos ante las omnipresentes cámaras, en la heladora e implacable determinación de quien lanza un avión contra un edificio acabando con miles de seres humanos inocentes e indefensos, en la ignominiosa felicidad de De Juana Chaos -ejemplo al que alude Félix de Azúa en su reseña del libro que nos ocupa- celebrando con ostras y champán un nuevo crimen perpetrado por sus infames correligionarios, o en ejemplos más recientes, la brutalidad rusa en su invasión de Ucrania, el horror del terrorismo de Hamás asesinando impunemente y secuestrando a miles de ciudadanos israelíes o los atroces bombardeos sobre la indefensa población de Gaza perpetrados por un Netanyahu que encubre, bajo una relativamente justificada voluntad de venganza, un ansia despiadada de acabar con el pueblo palestino. Solo por esa iluminadora mirada de Simon Leys sobre los hechos narrados ya merece la pena esta obra excepcional cuyo prólogo -breve y sustancioso- os transcribo a continuación:
¿Se os ha ocurrido una idea magnífica con la que soñáis escribir un libro? No corráis en llevarla a la práctica; no hace falta, pues podéis estar seguros de que, tarde o temprano, a algún otro se le ocurrirá la misma idea… y hará de ella un uso perfecto.
Hablo por propia experiencia. Hace dieciocho años que yo acariciaba el proyecto de escribir la historia de los náufragos del Batavia. Coleccioné casi todo lo que se publicaba sobre el asunto; luego pasé una temporada en las islas Houtman Abrolhos, emplazamiento del naufragio. A lo largo de los años, continué acumulando notas, pero sin decidirme nunca a escribir la primera página de esta famosa obra en gestación que, en la imaginación cada vez más sarcástica de mis allegados, comenzó poco a poco a adquirir una dimensión mítica. De tiempo en tiempo, me enteraba de que acababa de aparecer un nuevo libro sobre mi asunto; me entraba un sudor frío, y corría a por él temblando. Pero no, no era más que una falsa alarma; no tardaba en darme cuenta, con alivio, de que el autor había errado una vez más su objetivo, lo que reforzaba mi falso sentimiento de seguridad. Una o dos veces, sin embargo, sentí que me rozaba la ráfaga de aire de la bala, pero no supe sacar la debida lección de ello.
Finalmente, llegó Mike Dash. Con su Batavia’s Graveyard (Weidenfeld & Nicolson, Londres) este autor dio en la diana, y no me queda ya nada que decir. Dash desenmaraña y organiza claramente los complejos hilos de los personajes y de los acontecimientos; los sitúa en su contexto histórico, y sobre todo ha llevado a cabo un asombroso trabajo de detective en los archivos holandeses de la época. Tras haber leído y releído esta síntesis definitiva, he guardado definitivamente toda la documentación y las notas, las fotos y los croquis que había espigado sobre este asunto en las bibliotecas y sobre el terreno: ya no los necesitaré nunca más. Y ahora, al publicar las pocas páginas que siguen, mi único deseo es que ellas puedan inspiraros el deseo de leer su libro.
Esta reveladora Advertencia preliminar de la obra de Simon Leys, junto a la posterior lectura del libro íntegro, cumplió en mí su propósito despertando la curiosidad de acercarme a la obra de Mike Dash en ella mencionada. Inencontrable en librerías, solo accesible en bibliotecas, logré sin embargo, por este último medio, leerlo hace diez años con entusiasmo y febril apasionamiento y es por ello por lo que quiero ofreceros también un sucinto comentario de sus aspectos más destacados.
La tragedia del Batavia, pues ese es el título en castellano del libro de Mike Dash, se había publicado en 2003 en la editorial Lumen en traducción de Nuria Salinas y con un subtítulo significativo: El motín más cruel de la historia. En más de cuatrocientas cincuenta apasionantes páginas, a las que siguen ciento cuarenta de exhaustivas notas y un largo centenar y medio de referencias bibliográficas muy trabajadas, el excepcional historiador británico narra, sin aditamentos subjetivos ni comentarios personales extraños a la “acción”, la “verdad de los hechos” ocurridos, en un excelente trabajo de investigación histórica que se lee con el alma en vilo, sobrecogido el lector por la mera “potencia” de los sucesos reales.
Nutriéndose, en un riguroso trabajo de indagación científica, de la información recogida en las actas del proceso, en las minutas de los interrogatorios, en las deposiciones de los testigos, en los informes internos de la VOC, en las memorias redactadas por dos de los principales supervivientes de la tragedia al poco tiempo de haberse producido -singularmente la del comendador Pelsaert-, documentos todos convenientemente conservados desde el siglo XVII en distintos registros y archivos holandeses; enriqueciendo su pesquisa a partir de las novedades aportadas por el descubrimiento en 1963 de los restos del naufragio; alimentándose su estudio de las constantes investigaciones producidas desde entonces, de los hallazgos proporcionados por numerosas tesis doctorales y trabajos académicos en distintas disciplinas (psicología forense, geografía, arqueología, historia, filosofía, religión, derecho), de los aportes de infinidad de artículos y libros, de la consulta de incontables monografías (que se ocupan de los más variados temas relacionados -aunque fuera mínimamente- con los trágicos episodios relatados: armamento y enseres de la época, nutrición, análisis genético, navegación y comercio, costumbres, genealogía, animales y plantas), reportajes periodísticos e -incluso- de algunos aislados pero llamativos intentos de adaptaciones teatrales y cinematográficas de la sobrecogedora “aventura”; y dando cuenta del ingente material consultado con precisión y minuciosidad dignas de los mejores estudios universitarios, pero también con notable pulso literario y palpitante vigor narrativo, Mike Dash nos ofrece un ensayo documental espléndido, un testimonio histórico formidable y un relato absorbente y profundo, emotivo e inolvidable que se lee con la fluidez y el encantamiento de una novela. Para hacerse una idea del exhaustivo y muy profesional trabajo del autor -que en ocasiones se aproxima a una apasionante labor detectivesca- baste citar como ejemplo que la mera mención en el libro a un cráneo, presumiblemente de una de las víctimas de Cornelisz, que aparece entre los esqueletos encontrados en el archipiélago a finales del siglo XX, lleva al autor a consultar a expertos y a leer publicaciones sobre anatomía, violencia criminal y medicina judicial, con el fin de corroborar si las lesiones en él encontradas se compadecen con la visión de los hechos descrita en las memorias de Pelsaert, llegando incluso, a partir del cotejo de unos y otros datos, a poner nombre -¡¡¡¡cuatrocientos años después!!!!- al que podría haber sido el infausto propietario de los destrozados restos óseos. Una obra soberbia, muy documentada y de lectura subyugante.
Mi cuarta y última propuesta de esta emisión, la única, en puridad, novedosa, es Los náufragos del Wager, un riguroso ensayo, voluminoso y desbordante en sus cuatrocientas páginas, de las cuales cien pertenecen a unas abundosas secciones finales que incluyen muy descriptivos mapas, centenares de bien documentadas notas y un inabarcable y exhaustivo listado de fuentes bibliográficas, aparte de las referencias de la veintena de fotografías que ilustran el relato. Presentado por Penguin Random House en febrero de 2025, en traducción de Luis Murillo Fort y con el explícito subtítulo de Historia de un naufragio, un motín y un asesinato, su autor es David Grann, al que ya conocemos en Todos los libros un libro pues hace unos años traje aquí otro libro excelente, Los asesinos de la luna, el sobrecogedor e impresionante reportaje literario que escribió Grann sobre la dramática experiencia vivida por el pueblo indígena norteamericano de los osage, que en los años veinte del pasado siglo vio cómo varios de sus miembros, hasta un total de veinticuatro, desaparecían en circunstancias misteriosas o, directamente, eran asesinados, tras descubrirse un inmenso y fructífero yacimiento petrolífero en su territorio, una inhóspita reserva, un árido roquedal sin valor alguno en el noreste de Oklahoma, a donde se les había trasladado después de haber sido expulsados de sus tierras en Kansas. Convertidos de la noche a la mañana en el pueblo más rico per cápita del mundo, los osage sufrirían un doloroso y espeluznante intento de exterminio y apropiación de su riqueza que Grann investigó de manera exhaustiva dando lugar a un libro magnífico que fue llevado al cine, con el título de Killers of the flower moon, por Martin Scorsese, con Leonardo di Caprio, Robert de Niro y Lily Gladstone en sus papeles principales.
En este libro, como en el que ahora comento (y como, al parecer, en otros dos del mismo autor, que yo no he leído, publicados en nuestro país también por Random House, Z, la ciudad perdida y El viejo y la pistola) están presentes los rasgos más “identificativos” de la obra de Grann, escritor y periodista del New Yorker, centrada siempre en libros de no ficción: rigor documental, con escrupuloso acceso a fuentes diversas, archivos históricos, informes judiciales, diarios personales y entrevistas directas; periodismo de investigación (estamos, en los dos títulos que yo conozco, ante crónicas periodísticas “extendidas”); soberbio uso de la tensión narrativa; estructura novelesca, con planteamiento, nudo y desenlace y con un ritmo dosificado que hace que no resulte sorprendente el hecho de que sus libros sean llevados al cine (tres, que yo sepa, hasta el momento); personajes dotados de una cierta ambigüedad moral y dibujados con matices y sin idealizaciones; alternancia de los puntos de vista y las voces narrativas, al recurrir, además de a los documentos y registros oficiales, a diarios privados, cartas, testimonios orales y declaraciones personales, lo que contribuye a ofrecer una visión polifónica del asunto tratado, enriqueciendo la perspectiva y acercando al lector a los distintos planteamientos de los implicados; sensibilidad histórica y humana, que lo llevan a interesarse por acontecimientos controvertidos del pasado -crímenes impunes, expediciones que acaban en catástrofe-, rescatando en ellos, con una ostensible y muy contemporánea preocupación por la justicia, la ética y la memoria, los elementos que puedan arrojar luz sobre nuestra propia existencia actual.
En septiembre de 1740, con el Imperio británico movilizándose para la guerra contra España, su rival imperial, el Wager, un navío barrigón y difícil de gobernar, un engendro de setenta metros de eslora, con unos doscientos cincuenta hombres a bordo entre oficiales y tripulación, zarpó de Portsmouth como parte de una escuadra de siete barcos (el Centurion, que acogía al mando de la expedición, el Trial y el Pearl, que lo flanqueaban, el Severn y el Gloucester y, en la retaguardia, el Anna y “nuestro” Wager, las naves más lentas y menos robustas), con una misión secreta: capturar un galeón español lleno de tesoros, cargado con plata virgen y cientos de millares de monedas de plata, el mejor botín de todos los mares y, a continuación, atacar algunos de los puertos bajo dominio español en las costas del Pacífico de Perú, Panamá y México. Cerca del terrorífico cabo de Hornos, la flota fue víctima de un huracán, y el mundo entero dio por hecho que el Wager se había hundido con todos sus ocupantes. Sin embargo, doscientos ochenta y tres días después de haber sido avistado por última vez, esos hombres reaparecieron milagrosamente en Brasil. Grann, con excelente pulso narrativo y extraordinarias dosis para crear un clima de intriga que sumerja (de nuevo el oportuno verbo) al lector en la narración, da cuenta en las primeras palabras del prólogo del libro de los pormenores de esta sorprendente reaparición:
El único testigo imparcial fue el sol. Durante días estuvo observando aquel extraño objeto que se bamboleaba en mitad del océano, sacudido sin piedad por el viento y las olas. En un par de ocasiones la embarcación estuvo a punto de estrellarse contra un arrecife, y aquí se habría acabado esta historia. Sin embargo —tanto si fue cosa del destino, tal como algunos proclamarían después, como si fue simple chiripa—, acabó recalando en una ensenada de la costa sudoriental del Brasil, donde fue visto por algunos habitantes.
Con sus más de quince metros de eslora por tres de manga, puede decirse que era una embarcación en toda regla, si bien parecía que la hubieran armado a base de retales de madera y de tela y luego machacado hasta dejarla irreconocible. Las velas estaban hechas jirones; la botavara, resquebrajada. El casco supuraba agua de mar y del interior emanaba un hedor insoportable. Los observadores, al acercarse más, oyeron sonidos inquietantes: a bordo se apretujaban treinta hombres, todos ellos prácticamente en los huesos. Sus prendas estaban casi desintegradas y sus rostros cubiertos de pelo, enmarañado y salobre como las algas.
Algunos estaban tan débiles que ni levantarse podían. Uno no tardó en exhalar su último suspiro. Pero un individuo que parecía estar al mando se puso en pie con un extraordinario esfuerzo de voluntad y proclamó que eran náufragos del HMS Wager, un buque de guerra británico.
Una vez recuperados y en condiciones de mantener un relato coherente, confesaron haber naufragado frente a una desolada isla cercana a la costa de Patagonia. Con la mayoría de los oficiales y tripulantes fallecidos, ochenta y uno de los supervivientes habían logrado hacerse a la mar en una embarcación improvisada con restos del barco naufragado. Apiñados en un espacio exiguo, soportando temporales, expuestos a terremotos, enfrentándose a olas enormes, tormentas de hielo y condiciones climatológicas extremas, contemplando impotentes la muerte de más de cincuenta de los marinos inicialmente embarcados, recorrieron casi tres mil millas marinas para, tres meses y medio más tarde de dejar la isla y un año después de su salida de Porsmouth, arribar a Brasil, como hemos visto en la escena que abre el libro, en donde fueron recibidos como héroes.
Sin embargo, el feliz desenlace pronto se vio enturbiado por un suceso imprevisto. Seis meses después de su llegada, otro bote tocaba tierra en un punto de la costa sudoccidental de Chile. En una embarcación aún más pequeña, una suerte de canoa impulsada por una vela hecha con jirones de manta cosidos entre sí, tres hombres, en un estado más deplorable que los que los habían precedido, medio desnudos, macilentos y afligidos por infinidad de insectos que se cebaban en lo poco que les quedaba de carne, declararon ser supervivientes de la expedición imperial británica y, reestablecidos y ya de vuelta a Inglaterra, confesaron que los compañeros de viaje que habían recalado en Brasil no solo no eran héroes, sino que se trataba de unos amotinados que se habían rebelado contra la autoridad al mando de la misión en el caos resultante de la desesperada situación que unos y otros habían vivido en su difícil subsistencia en la isla patagona. A través de los relatos contradictorios de los supervivientes, y más allá de la discutible verosimilitud de cada una de las versiones, pudo colegirse con claridad, no obstante, que en esos días aciagos de su forzada y desesperada reclusión en aquel inhóspito extremo del mundo oficiales y tripulantes del Wager (esos presuntos apóstoles de la Ilustración) cayeron en un estado de depravación digno de Hobbes. Hubo facciones encontradas, saqueos, deserciones, asesinatos. Algunos de los hombres sucumbieron al canibalismo.
Como resulta esperable, y mucho más en un ámbito, el de la legalidad británica, tan respetuoso con los formalismos, las figuras principales de ambos grupos, junto con sus aliados, fueron convocadas por el Almirantazgo para someterse a un consejo de guerra. Y ello pese a que, dadas las circunstancias que hoy llamaríamos geopolíticas, hacer público lo sucedido significaba revelar tanto la misión secreta británica contra su rival español, como poner en cuestión -por la gravedad, la brutalidad y la inhumanidad de los sucesos descritos- la supuesta labor civilizatoria del Imperio Británico.
David Grann da cuenta, con meticulosidad nada prolija -en su sentido de “dilatada en exceso”- y sí completa, esmerada y arrebatadora, de hasta el mínimo pormenor (ya he mencionado las casi cien páginas que incluyen centenares de notas, una copiosa bibliografía y un exhaustivo índice onomástico) de este episodio oscuro, controvertido, sobrecogedor y en ocasiones pavoroso, de la Historia, a través de un relato excitante y adictivo, que estructura en cinco partes unidas por un claro hilo cronológico.
En la primera de ellas, El mundo de madera, Grann describe, inicialmente, el escenario político internacional, marcado por el juego de fuerzas entre los imperios español y británico, la interminable competencia entre las potencias europeas por ensanchar sus respectivos imperios. Conocemos así el singular conflicto denominado la guerra de la Oreja de Jenkins y las estrategias pergeñadas por las autoridades británicas para lanzar un ataque contra uno de los núcleos de la riqueza colonial española, Cartagena de Indias, y hundir el mayor número posible de buques de la flota hispánica. Avanzando ya en la preparación de la expedición, el talento narrativo de Grann introduce al lector en el reducido y asfixiante ámbito de las embarcaciones participantes en ella, presentando a sus principales protagonistas: el comodoro Anson, elegido por el Almirantazgo para dirigir la escuadra; David Cheap, teniente de navío del Centurion; Dandy Kidd, capitán del Wager, sustituido más adelante por George Murray, en uno de los frecuentes trasvases en la dirección de los distintos buques de la flota (en su lecho de muerte, Kidd, con lucidez premonitoria profetizó que la travesía acabaría en pobreza, plagas, hambruna, muerte y destrucción); el temible contramaestre, un tipo fornido de nombre John King, del que todos saben que era mejor no provocarle; el arrogante y voluble Alexander Campbell; John Bulkeley, artillero del propio Wager, todos con un papel decisivo en los hechos narrados; y, con un protagonismo superior al resto, el joven guardiamarina John Byron, de solo dieciséis años, que sería abuelo de Lord Byron, el poeta cuyos versos, alguno referido a la “experiencia” de su antepasado, evoca el autor a lo largo del texto. Pese al carácter objetivo del relato, el lector vive, en cierto modo, las peripecias del viaje desde la perspectiva del muchacho.
Sin embargo, esa sección inicial del libro se centra fundamentalmente en describir con detalle (fruto indudable, reitero, de una minuciosa labor de documentación) los pormenores de la vida a bordo. En el capítulo comparecen, así, sugestivas informaciones sobre las maderas necesarias para la construcción de un barco de la época (Para construir un solo buque de guerra de grandes dimensiones podían ser necesarios hasta cuatro mil árboles; dicho de otro modo, talar cuarenta hectáreas de bosque); sobre las dificultades para completar las tripulaciones en unas travesías que conllevaban un riesgo casi cierto de muerte; sobre las ilusiones y las esperanzas de los participantes, referidas en los diarios de algunos de ellos, de los que existe registro (en especial el de Bulkeley, referente en muchos casos para Grann); sobre los rituales de la cotidianidad de la navegación, las operaciones estrictamente marineras, izado y arriado de velas, determinación de los rumbos, adecuación a los vientos, cálculos de derivas, rutinas náuticas, cumplimentación de diarios y cuadernos de bitácora, rituales en la partida y llegada a los puertos, protocolos ante el avistamiento de buques enemigos y la preparación de los combates o frente a las frecuentes tempestades, entre otros formalismos de estricta observancia en una atmósfera general marcada por el orden, la autoridad y el respeto a las convenciones; sobre la muy marcada jerarquía a bordo, plasmada en las bien diferenciadas categorías de la organización de los navíos y en las cualificaciones que cada una de ellas conllevaba; sobre los juegos y las diversiones de los embarcados, los cánticos, la música, las bromas; sobre el inflexible y pavoroso régimen punitivo y el muy rígido y cruel código disciplinario frente a las constantes disputas internas, las riñas, la embriaguez, los robos, las previsibles insubordinaciones y motines; sobre los distintos estratos sociales, las diversas profesiones, las diferentes edades (A bordo había además docenas de niños —alguno no tenía más de seis años— que deseaban convertirse en marineros u oficiales. Y había viejos muy viejos, como Thomas Maclean, el cocinero, que tenía ochenta y tantos años. Varios miembros de la tripulación eran casados y con hijos) y la muy variada condición moral de los navegantes (algunos hombres buenos y algunos malos. Entre los últimos, había salteadores, cacos, rateros, libertinos, adúlteros, tahúres, libelistas, buscavidas, impostores, chulos, parásitos, rufianes, farsantes, petimetres venidos a menos); sobre las deprimentes condiciones de los navíos, sucios, desordenados, envueltos en olores abominables e infestados de ratas, cucarachas, chinches, pulgas y otros insectos; sobre las no menos duras de los marineros, con sus ropas raídas, sus cabellos enmarañados, apelmazados por el agua y la sal marinas, su calzado precario, descosido cuando no inexistente, su suciedad y su desaliño generales; sobre la deficiente alimentación, las enfermedades, los contagios, las epidemias, que diezmaban las tripulaciones incluso antes de la partida (La bomba bacteriológica del tifus, colocada en los barcos antes de que estos se hicieran a la mar, estaba explotando por toda la flota); sobre los constantes fallecimientos y sus repercusiones materiales y psicológicas (La muerte siempre es algo solemne, pero nunca tanto como en alta mar —recordaba un marinero—. Ese hombre está próximo a ti, a tu lado, oyes su voz, y de un momento para otro se ha muerto y nada salvo un puesto vacío muestra su pérdida. […] Hay siempre una litera desocupada y siempre falta un hombre cuando toca hacer la ronda nocturna. Hay uno menos para coger el timón, y uno menos encaramado contigo a la verga. Echas de menos su forma y el sonido de su voz, pues el hábito te los había hecho casi necesarios, y sientes la pérdida con cada uno de tus sentidos). Y todo ello entreverado por apuntes en los que se registran detalles de la fauna marina avistada, de los accidentes geográficos percibidos en los escasos acercamientos a las costas, de los cambiantes estados de las aguas o el clima. El capítulo finaliza cuando, tras una relativamente plácida estancia de descanso y reavituallamiento en la brasileña isla de Santa Catalina, a mil kilómetros al sur de Río de Janeiro, en donde más de ochenta marineros morirían como consecuencia de los padecimientos sufridos hasta entonces, la escuadra, al amanecer del 18 de enero de 1741, puso rumbo al cabo de Hornos.
De su angustiosa, terrible y dramática experiencia en ese periplo infernal da cuenta el segundo capítulo del libro, de título anticipatorio y explícito, La tempestad. Aquellos mares meridionales, con aguas que fluyen de manera ininterrumpida, con una fuerza desmesurada y con olas que se acumulan a lo largo de más de veinte mil kilómetros, ganando potencia a medida que se acercan al estrecho entre el Atlántico y el Pacífico, han suscitado -y, en menor medida, aún lo hacen-, el pánico de cuantos deben enfrentarse a ellas. El pavoroso escenario agudiza su rigor en el propio cabo de Hornos, pues las aguas se ven apretujadas a través de un angosto pasadizo entre los promontorios más meridionales del continente y la parte más septentrional de la península Antártica. Este embudo, conocido como el paso Drake, hace que el torrente líquido sea aún más arrollador. Las corrientes no solo son las de mayor recorrido en todo el globo terráqueo sino también las de mayor potencia, ya que transportan más de ciento diez millones de metros cúbicos de agua por segundo, más de seiscientas veces el caudal del río Amazonas. Y luego están los vientos. Azotando sin tregua desde el Pacífico en dirección este, donde no hay tierras que los paren, adquieren a menudo una fuerza huracanada y pueden alcanzar los trescientos veinte kilómetros por hora. Los hombres de mar se refieren a estas latitudes con nombres que reflejan la creciente intensidad del viento: los Rugientes 40, los Furiosos 50 y los Aulladores 60. Discúlpese la extensión de la cita -y más a estas alturas de la reseña-, dado su muy elocuente carácter.
El relato de este episodio de la aventura es, a la vez, aterrador y fascinante, repleto de informaciones y detalles muy interesantes aunque sobrecogedores: la opción de muchos navegantes por pasar sus cargamentos atravesando la jungla entro uno y otro litoral de Panamá con tal de evitar el nefasto cabo, el Camino de los Muertos; la ignorancia de los expedicionarios con respecto a su ubicación “real” (¿en qué punto del mapa se encontraban exactamente?), dada la escasez de conocimientos geográficos de la época, lo que obligaba a encarar la ya de por sí difícil travesía del estrecho navegando “a estima”, lo que suponía el mero uso de la intuición respecto a los efectos de vientos y corrientes, y confiando el éxito de la misión a una conjetura más o menos bien fundada y a una buena dosis de fe ciega; las pérdidas de algunos barcos de la flota, el extravío de otros (El 10 de abril de 1741, siete meses después de zarpar de Inglaterra y más de cuatro semanas desde que embocaran el paso Drake, el Severn y el Pearl empezaron a rezagarse… hasta desaparecer). Y, sobre todo, las condiciones del muy duro avanzar entre las aguas: los escalofriantes embates de las gigantescas olas, las sobrecogedoras sombras de las solitarias rocas de la Tierra del Fuego, la amenaza sigilosa y oculta de los acantilados, el ruido ensordecedor del oleaje rompiendo con estruendo sobre las naves, el agua convertida en polvo líquido que empapaba a los marineros, cuando no los lanzaba por la borda, la siniestra oscuridad, la lluvia inclemente, el viento atroz, las tempestades azotando de continuo, la cobardía de algunos marineros, el coraje de otros, el sufrimiento, el delirio, las alucinaciones de todos, con el escorbuto convirtiendo el Wager, en el que se centra la narración, en una nave espectral: Cuando la lacra empezó a invadir el rostro de los marineros, algunos de ellos adquirieron la apariencia de los monstruos creados por su imaginación. Y, envolviendo el relato, el clima general de abatimiento y desesperación, de desaliento y abandono: Por debajo de los cuarenta grados de latitud, no existe ley —rezaba un adagio marinero—. Por debajo de los cincuenta, no existe Dios.
Finalmente, el 17 de mayo de 1741, el barco chocará con un grupo de rocas, se desencuaderna, caen sus mástiles, revientan las ventanas, se hunde el techo de las cabinas, el agua inunda la nave, que queda embutida entre dos grandes rocas, los hombres enfermos e imposibilitados para moverse se ahogan, impotentes. Los sobrevivientes se dividen en dos grupos: unos, rescatando la mayor cantidad posible de enseres y provisiones, también de documentos (en una previsión, dadas las circunstancias, quizá sorprendente, aunque solo en apariencia, pues serán las cartas, los diarios, los cuadernos, los escritos registrados los que permitirían, en caso de un final favorable de la aventura, justificar lo adecuado de los comportamientos, probar la pertinencia de las decisiones, eludir las posibles responsabilidades), se allegarán a una isla -desde entonces conocida como Isla Wager- cercana aunque inhóspita, deshabitada, desconocida y de imposible localización para unos hombres ignorantes de su exacta ubicación; otros, desesperanzados y sabedores de una muerte segura, se entregan a una orgía de alcohol y destrucción parapetados entre los propios restos del barco. Las penosas circunstancias de su supervivencia en aquellos parajes desolados e implacables, se cuentan en el tercer capítulo de la obra, Náufragos, en el que aflora lo que puede entenderse como el núcleo central del libro, la descripción de la horrible experiencia de inhumanidad y salvajismo, de ferocidad, barbarie y crueldad que vivieron unos hombres a los que el hambre, el frío, la rudeza de las condiciones meteorológicas, la soledad circundante, el desánimo ante la falta de expectativas, la convivencia en condiciones extremas, las diferencias, los rencores, los odios larvados, los luchas de poder, los resentimientos alimentados durante las largas jornadas de navegación, sumieron en un estado de enajenación en ocasiones rayano en la animalidad que hizo saltar por los aires los valores morales, el principio de autoridad y el respeto a la ley, provocando en muchos casos la irrestricta desobediencia a las más elementales normas de civilidad.
En este apartado del libro nos encontramos, aparte de la exposición detallada de la cotidianidad de los miembros de uno y otro grupo, pasajes sobre la belleza salvaje de aquellas regiones; derivaciones sobre los orígenes humanos en las tierras patagonas, suscitadas por la inesperada aparición de algunos indígenas pertenecientes al pueblo kawésqar, lo que da pie a Grann para relatar su triste historia de siglos; una interesante digresión en torno a los experimentos científicos sobre la supervivencia humana en entornos extremos; la mención, previsible, teniendo en cuenta el contexto, a la experiencia del canibalismo; las reflexiones sobre el poder, la autoridad y la necesidad de reglas como base de cualquier proyecto que pueda denominarse humano; las inevitables referencias a Robinson Crusoe, obra que, publicada en 1719, era conocida -y con ella su personaje- por alguno de los expedicionarios; la creación, por parte de quienes -Byron entre ellos- aún aceptan el sometimiento a los códigos navales británicos, de una tímida forma de sociedad, una pequeña aldea con una suerte de hospital, lugares de encuentro, espacios controlados para guardar los alimentos, ciertos protocolos de vigilancia y policía, intentos de establecimiento de alguna forma de procesos judiciales; la constatación del hecho de que las jerarquías sociales y de clase, con sus corolarios de diferencia y segregación, se reprodujeran en ese nuevo “orden social” poco a poco instaurado entre los náufragos. Aunque lo que prevalece y acaba por impresionar al lector es la progresiva destrucción de ese orden, en una paulatina sucesión de robos, desavenencias, enfrentamientos y beligerancia, desobediencias, agresiones, uso de armas, motines y sediciones varios, con grupos que se dividen en función de los intereses inmediatos, deslealtades, rumores y “contrarrumores” interesados, fidelidades que cambian de bando, interesadas alianzas sobrevenidas, en un marco que, poco a poco, se convierte en un estado de anarquía, con diversos caciques enfrentados, en el que imperan la violencia y los asesinatos y en el que era tanta la hostilidad, tan furibunda la rabia reinante, que “nadie podía prever las consecuencias”, según escribió uno de los presentes.
Las dos facciones principales, mantienen tesis distintas sobre el modo de sobrevivir. En un ambiente de camarillas, intrigas, complots, reuniones clandestinas, secretos y ocultaciones, y entendiendo todos que la supervivencia en la isla está abocada al fracaso (sin medios, sin recursos y lejos de las rutas que pudieran alentar la esperanza en la llegada de algún navío salvador), cada una de ellas prepara planes de huida opuestos.
El bando “oficial”, apenas diez hombres, Byron entre ellos, con el capitán Cheap al frente, defendía la conveniencia de, pese a los limitados medios de los que disponen, construir una embarcación mínimamente solvente para, situados ya en el Pacífico y habiendo dejado atrás el espanto del cabo de Hornos, intentar navegar hacia el norte, en busca de algún puerto propicio y habitado en las costas de Chile, en particular la isla de Chiloé, situada a poco más de quinientos kilómetros de su refugio actual. El resto de los tripulantes, unos sesenta hombres, alentados por el muy inteligente Bulkeley, confían en el éxito de un recorrido opuesto, surcar de vuelta el cabo de Hornos, con una frágil e improvisada nave hecha con los restos de su propio naufragio, atravesar el estrecho de Magallanes y navegar por la costa atlántica también hacia el norte en dirección al Brasil. El enfrentamiento, altamente interesante desde la confortable posición de nuestro sillón de lectura favorito, no se limitaba al mero asunto de qué rumbo tomar, sino que suscitó múltiples interrogantes acerca de conceptos como el liderazgo, la lealtad, la traición, el valor y el patriotismo. Y así, el capítulo se cierra con la manifestación extrema del conflicto entre ambas partes, pues para llevar a cabo su proyecto, Bulkeley se ve obligado a cuestionar la autoridad del capitán Cheap, enfrentándose a él y convirtiéndose -y con él sus hombres- en rebelde frente a los responsables legítimos. Aunque las categorías -rebelde, “secesionista”- cambian según el punto de vista: Pero Bulkeley, admitiendo que formaban parte del aparato naval, de un instrumento del propio Estado, planteó un argumento más radical. Sugirió que la verdadera fuente de caos en la isla, quien violaba realmente la ética de la Armada, no era otro que Cheap, como si el verdadero amotinado fuera él, expresando lo que constituirá el núcleo central de la espinosa cuestión de la atribución final de responsabilidades que se dirimirá en el consejo de guerra que se acabará por celebrarse el 15 de abril de 1746.
El cuarto capítulo, Salvación, relata, ya sin tiempo para detenerme en un análisis más detallado, las vicisitudes de ambas partidas en sus respectivos recorridos, los dos exitosos, en cierto modo, si tenemos en cuenta la cifra de supervivientes que llegaron a Chile y Brasil, tres (el capitán David Cheap, el teniente de infantes de marina Thomas Hamilton y el guardiamarina John Byron) y treinta hombres (con Bulkeley a la cabeza), respectivamente. Grann describe las penalidades, las penurias, la crudeza de las condiciones climatológicas y de navegación, las apreturas de espacio en unas embarcaciones estrechas y desvencijadas, las amenazas (pese a su condición casi terminal, los hombres temían ser capturados por el enemigo español), el hambre, la sed, los delirios, la mortandad, los sacrificios y las desventuras, el desconsuelo, la apatía y la desesperación, el miedo.
Por último, el capítulo postrero, también altamente interesante, El juicio, rellena las “lagunas” relativas al destino del resto de los buques de la flota a los que la narración había abandonado para ocuparse en la peripecia del Wager, en una páginas portentosas que incluyen descripciones memorables de batallas navales con los galeones españoles. Pero, sobre todo, el capítulo se centra en dar cuenta de lo sucedido en los días, meses y años posteriores al retorno de los escasos afortunados sobrevivientes: la inicialmente festiva recepción; las dudas entre ellos cuando empiezan a conocerse los relatos que desmentían sus particulares interpretaciones de los hechos; la necesidad de los principales protagonistas de difundir su personal recreación de lo sucedido trasladando a la opinión pública sus relatos, buscando editores para sus diarios; el interés, a menudo morboso, de las publicaciones, de los periódicos, de los gacetilleros en conocer los detalles más polémicos de los sucesos vividos; y, por fin, las circunstancias del juicio, con los pormenores del formalismo procesal, las discordantes deposiciones (en el primer sentido que le otorga la Real Academia al término) de los juzgados y sus testigos, y, claro está, la sentencia final, una resolución de la que, como es obvio, no voy a adelantar ni una palabra.
Os dejo con una reveladora cita de Los náufragos del Wager y con una espléndida canción que refleja la fascinación de los océanos y el encantamiento que siempre conlleva el partir hacia destinos desconocidos surcando mares reales y metafóricos. Orinoco flow, un pequeño gran clásico de la siempre evanescente Enya, publicado en 1988.
Un veterano hombre de mar, John Jones, trató de alentar a los demás. «Amigos —les gritó—, no perdamos el ánimo: ¿es que nunca habéis visto un barco zarandeado por rompientes? Intentemos sacarlo de ahí. Vamos, echad una mano; he aquí una escota, he aquí una braza; agarrad fuerte. Estoy convencido de que podemos […] salir vivos de esta». Su coraje contagió a varios oficiales y miembros de la tripulación, Byron entre ellos. Unos agarraron cabos para largar las velas; otros se pusieron a achicar agua con bombas y baldes. Bulkeley trató de maniobrar manipulando el velamen, tirando de las velas hacia este lado y hacia el otro. Incluso el propio timonel, pese a que su rueda no servía ya para nada, permaneció en su puesto, insistiendo en que estaría mal abandonar el Wager mientras el barco permaneciera a flote. Y, sorprendentemente, el muy vilipendiado bajel seguía capeando el temporal. Desangrándose de agua por todos lados, continuó surcando el golfo de Penas, sin un mástil, sin timón, sin capitán en el puente de mando. Los hombres animaban en silencio al barco; el destino de este era el de todos ellos, y el Wager peleaba con orgullo, nobleza y arrojo, demostrando lo poco o lo mucho que valía.
Finalmente, fue a chocar contra un grupo de rocas y empezó a desencuadernarse. Los dos mástiles que seguían en pie empezaron a caer y los hombres los cortaron a tiempo de evitar que hicieran volcar totalmente el barco. El bauprés se hendió, las ventanas reventaron, saltaron cabillas, se agrietaron tablones, se hundió el techo de las cabinas, las cubiertas se desplomaron. El agua inundó las secciones inferiores de la nave, serpenteando de estancia en estancia, llenando huecos y grietas. Las ratas corrieron despavoridas hacia lo alto. Antes de que nadie pudiera rescatarlos, los hombres demasiado enfermos para abandonar sus hamacas perecieron ahogados. Como el poeta Lord Byron escribió en Don Juan sobre un barco que se hundía, «fue una escena que ningún hombre olvida fácilmente», pues el hombre siempre recuerda aquello que «quiebra sus esperanzas, o su corazón, o la cabeza, o el cuello».
Inesperado superviviente de aquel trance, el Wager hizo un regalo final a los hombres que lo habitaban. «Providencialmente, quedamos atascados entre dos grandes rocas», observaba John Byron. Allí embutido, el Wager no llegó a hundirse del todo… al menos, por el momento. Y mientras Byron se encaramaba a un punto más elevado de las ruinas del bajel, el cielo aclaró lo suficiente para permitirle ver más allá de las rompientes. Allí, amortajada en niebla, había una isla.
Videoconferencia
David Grann. Los náufragos del Wager