Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 9 de abril de 2025

MÚSICA Y POESÍA DE CINE

Todos los libros un libro pone fin a sus emisiones por este trimestre con el quinto y último programa de la serie que desde principios de mayo hemos estado dedicando a las relaciones entre el cine y la literatura, a partir de dos enfoques distintos, aunque complementarios, del asunto. En las tres primeras entregas del ciclo os he presentado algunas novelas, de calidad indiscutible, que han sido objeto de recreaciones cinematográficas también valiosas. Fue el caso de Dublineses, de James Joyce, y su correlato fílmico, Los muertos, de John Huston; de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, y su libre adaptación a la gran pantalla, la excesiva Apocalypse now, de Francis Ford Coppola; y de El buscavidas y El color del dinero, las dos novelas sobre el atractivo universo del billar escritas por Walter Tevis y llevadas al cine en sendas películas homónimas, dirigidas por Robert Rossen y Martin Scorsese, con la presencia en ellas de Paul Newman, un actor sobre el que gravitó mi propuesta de hace un par de semanas. En la emisión de hace siete días la conexión entre libros y cine fue mucho menos “literaria”, pues no había una novela como referencia de mis comentarios y sí diversos textos ensayísticos, cuyos lazos con el mundo del cine eran indirectos o tangenciales. Hablábamos entonces de los “escenarios” del cine, con textos de Sergi Ramis, Francisco García Gómez y Gonzalo M. Pavés, Rafael Dalmau y Albert Galera, Nuria Vidal y Jim Heimann, con los que nos embarcábamos en viajes, recorríamos ciudades y nos adentrábamos en espacios de significativa presencia en las películas. 

Esta multiplicidad de facetas que el cine encierra, la infinidad de dimensiones a las que se abre, los vínculos del arte cinematográfico con otras expresiones del espíritu, de la labor creativa del hombre, como la arquitectura, la pintura, la literatura o la música, continuará hoy con un nuevo acercamiento colateral, oblicuo o fronterizo al fascinante mundo del cine, en este espacio con el que, como he señalado, clausuraremos el ciclo y también el trimestre, a partir de una nueva recomendación, plural y heterogénea, conformada con algunos libros que estudian la presencia de la música en las películas y otros que hacen un recorrido exhaustivo por los centenares de poemas que aluden o incluyen referencias al cine. 

Quiero subrayar, además, que esa imbricación con el cine de la música y la poesía ha desempeñado un papel preponderante en mi otro espacio de Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, que el próximo lunes, 14 de abril, cumple veinticinco años de existencia. Desde aquí invito a los seguidores de Todos los libros un libro a entrar en el blog del programa para escuchar las dos emisiones especiales, una radiada este pasado lunes y otra que saldrá al aire el mismo día 14, con las que conmemoramos la modesta efeméride. En el repositorio de dicho blog podréis encontrar también las muchas emisiones -más de una decena- que a lo largo de este cuarto de siglo hemos dedicado a las canciones y las bandas sonoras más conocidos y a las frases y los parlamentos más recordados de la historia del cine, así como a los versos en los que poetas de diversos países han recreado distintas experiencias relacionadas con el cine, han evocado la particular atmósfera de las salas de cine, y han recordado algunas películas legendarias y a los actores y las actrices presentes en su memoria sentimental. 

Empezamos, pues, con la conexión entre cine y música, con seis títulos muy sugestivos en los que se analizan desde distintos ángulos las canciones, las bandas sonoras, las composiciones y los géneros musicales que han acompañado al cine desde su origen (no solo el sonoro, contra lo que podría parecer). Son libros, en general, de mera consulta, no demasiado propicios para su lectura continuada. Yo los utilizo, permítaseme la breve incursión en lo personal, para informarme de manera específica sobre la dimensión musical de algún director o una determinada película, para repasar la obra de algún compositor cinematográfico, o, antes o después del visionado de un filme, para conocer los aspectos más relevantes del tratamiento musical del título correspondiente. 

En 2023, la editorial Blume presentó, en un volumen magnífico, de gran formato, deslumbrante y colorido aparato gráfico -fotogramas, carteles, imágenes- y, sobre todo, una inagotable cantidad de datos, referencias y curiosidades varias, La historia de las bandas sonoras: Música para el cine, escrito por Thierry Jousse. Se trata de una completísima enciclopedia que repasa en trescientas páginas repletas de desbordante información la presencia de la música en la historia del cine, desde la edad de oro de Hollywood hasta los títulos más recientes en el momento de la publicación del libro. Jousse es un prestigioso periodista musical y cinematográfico francés, habitual colaborador de la legendaria revista Cahiers du Cinéma y de la actual Les Inrockuptibles, y que cuenta también con alguna película como director. En la introducción al libro, apunta cómo ese carácter subsidiario y de “pariente pobre” que siempre ha tenido en el pasado la música de cine en el imaginario colectivo, ha quedado atrás hoy en día cuando las bandas sonoras de las películas alcanzan una difusión extraordinaria, con sellos discográficos específicos, programas radiofónicos especializados, documentales sobre compositores y proliferación de cine-conciertos en los que orquestas de música clásica acompañan en directo las proyecciones, todo lo cual ha contribuido a llamar la atención del público en general sobre la importancia sustancial que tiene la música para la comprensión y el disfrute “plenos” de las propuestas cinematográficas. Consciente, pues, de ese innegable valor y a partir de su condición de experto, de su excepcional erudición, el autor hace un recuento exhaustivo, detallado y apasionante de esa rica historia de casi cien años -su recorrido se inicia en la década de los treinta del pasado siglo- deteniéndose no solo en los autores, las composiciones y las películas más característicos y previsibles, más renombrados también, sino en obras menos célebres o, incluso, relativamente desconocidas. 

El libro está estructurado en diecinueve grandes bloques temáticos, cada uno de los cuales incluye diversos capítulos, centrados, de manera más o menos monográfica, en distintos compositores. Intercaladas entre ellos aparecen también algunas playlist, con centenares de referencias musicales concretas que ilustran los textos correspondientes. Se mencionan, así, ciento veinte bandas sonoras de siete creadores de entre los años treinta y cincuenta del pasado siglo; cien de Ennio Morricone; varias decenas de otros compositores italianos; algunas menos del cine de la nouvelle vague; sesenta y ocho del Hollywood de los años sesenta; cincuenta del cine británico de esa década y la siguiente; cien de los grandes compositores del “nuevo Hollywood”; noventa del rock en el cine; setenta de películas de entre 1980 y 2000; sesenta de música electrónica. Al término del libro se recoge también una playlist interactiva, con un código QR que permite el acceso y la escucha de cincuenta y siete temas musicales (tres por cada capítulo del libro) escritos para el cine. Hay, igualmente, dos inabarcables índices, con miles de entradas, tanto de películas mencionadas como de nombres citados. Tras ellos, una sucinta bibliografía con una treintena de títulos -sobre todo del ámbito cultural francés- sobre el objeto de su libro. 

No es posible siquiera ofrecer una mínima muestra de la infinidad de temas, secciones y apartados del libro, baste con una leve enumeración de los sugestivos títulos de sus principales apartados: El sonido hollywoodense, Hitchcock y Herrmann, Del jazz al cine, El continente Morricone, Nouvelle vague, La edad de oro del cine popular francés, El cine más pop, Mi nombre es Bond, El nuevo Hollywood, Rock y cine, La comedia musical, Cine de terror, John Williams, Décadas de 1980-1990, El imparable ascenso de la electrónica, Los cineastas DJ, En todo el mundo, La música de los blockbusters y El cine de hoy. En todos ellos comparecen músicos, títulos e intérpretes representativos de movimientos y géneros muy diversos. En una enumeración a vuelapluma, hay secciones dedicadas a Max Steiner, Miklós Rózsa, Maurice Jaubert, Alfred Hitchcock y Bernard Herrmann, Herrmann sin Hitchcock, el jazz de Hollywood, el del cine francés, el de Woody Allen, la presencia de los jazzmen en las películas, Nino Rotta y Federico Fellini, la música de Godard, de Truffaut y de Alain Resnais, Georges Delerue, Vladimir Cosma, François de Roubaix, Michel Magne, las composiciones de Francis Lai para los filmes de Claude Lelouch, las de Philippe Sarde en los de Claude Sautet (hay un muy perceptible “sesgo” francófilo en la obra), Henry Mancini y Blake Edwards, El Caso Thomas Crown, Quincy Jones, John Barry, Lalo Schifrin, Jerry Goldsmith, Coppola y sus elecciones musicales, las de Martin Scorsese, Elvis Presley, Easy Rider, los Beatles y los Stones, las selecciones musicales de Todd Haynes, West Side Story, Jacques Demy, David Cronenberg y Howard Shore, lo sinfónico en John Williams, la música de las sagas de Star Wars y Harry Potter, Tim Burton y Danny Elfman, otra muy reconocible dupla director/compositor, Gabriel Yared, Jim Jarmusch, el minimalismo de Philip Glass y Michael Nyman, la música electro-disco de Giorgio Moroder, los experimentos musicales de Stanley Kubrick, Quentin Tarantino, las elegantes bandas sonoras de las películas de Wong Kar-Wai, Almodóvar, David Lynch, Joe Hisaishi y su aportación a la filmografía de Miyazaki y Kitano, Hans Zimmer, los estudios Pixar, Alexandre Desplat, el superdotado Jonny Greenwood… entre otros muchos. En fin, una guía desmesurada y excepcional, utilísima para cinéfilos, muy interesante para cualquier aficionado al cine y altamente estimulante para quien quiera iniciarse en el conocimiento del uso y la importancia de la música en las películas. 

Con un planteamiento más austero y más académico, con muchas menos imágenes -de pequeño tamaño y solo en blanco y negro-, aunque igualmente atractivo que el libro de Jousse, Roberto Cueto, crítico cinematográfico, presentó en 1996, en el seno de la editorial Nuer, Cien bandas sonoras en la historia del cine, cuya referencia dejo ahora como mero complemento de la anterior. El repaso que hace el autor a ese centenar de bandas sonoras memorables se inicia en El nacimiento de una nación, el clásico de David Griffith de 1915, cuyo acompañamiento musical, obra de Joseph Carl Breil, estaba concebido para ser interpretado en “vivo” en paralelo a la proyección de la cinta, para cerrarse con la no demasiado conocida Mary Reilly, una recreación de 1996 del clásico de Stevenson El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde, en el que el protagonismo se desplaza hacia el personaje de una criada del doctor, que interpreta Julia Roberts, en una cinta que contó con las composiciones de Georges Fenton. El libro, como digo más técnico, más árido por tanto, rebosante de erudición, incorpora un breve pero valioso estudio inicial sobre las distintas manifestaciones de la música en el cine, sobre las relaciones entre música clásica y el cine, y sobre -en un apartado muy sugestivo- las funciones de la música en las películas. Hay, además, una suerte de diccionario final de compositores, muy informado y exhaustivo, un instructivo glosario y un índice que recoge centenares de nombres de músicos citados en el libro. Un muy recomendable volumen de consulta, muy aprovechable como complemento al visionado de las películas. 

La ejemplar editorial Notorious, de tan frecuente presencia en Todos los libros un libro, publicó en 2010 Las canciones del gran Hollywood, un magnífico libro, excepcionalmente editado, muy voluminoso, con cerca de quinientas páginas repletas de muy valiosa información y con centenares de ilustrativas fotografías, carteles, anuncios, láminas y afiches, en el que su autor, Javier Coma, uno de los mayores expertos cinematográficos de nuestro país, analiza, con profundidad y de manera exhaustiva, el casi inabarcable -aunque la impresionante obra desmienta el adjetivo- universo de las canciones de las películas, en un estudio centrado en los temas musicales que tan destacado papel desempeñaron en el cine de la época dorada de Hollywood, contribuyendo incluso -más allá de un mero rol subsidiario de acompañamiento emocional o fondo sonoro de las tramas de los filmes- a complementar el desarrollo de las historias descritas -con una función y un objetivo, pues, auténticamente narrativos- en múltiples largometrajes, además de los específicamente musicales. No estamos, pues, como en los dos casos anteriores, ante un estudio de las partituras de las películas sino de canciones aisladas que forman parte de ellas. 

Javier Coma, fallecido en 2017, fue muy conocido en nuestro país -y no solo en él- por ser el responsable de una ingente bibliografía sobre el cine, el cómic, la novela negra, o las diferentes combinaciones de los distintos géneros. Con cerca de cincuenta libros publicados, algunos de ellos inexcusables obras de referencia, clásicos ya -pienso ahora en el imprescindible Diccionario del cine negro o en un para mí germinal Luces y sombras del cine negro que desde el inicial 1981 se ha reeditado más de una vez, aunque la última ocasión fue en un ya lejano 1990-, Coma, gran amante del jazz, se adentró por primera vez -que yo sepa- en el ámbito musical con este Las canciones del gran Hollywood que es ya un título canónico sobre el tema objeto de su estudio. 

En su ilustrativa introducción -y tras un entregado prólogo de Joan de Sagarra- el autor presenta el objeto, la intención, la estructura, el enfoque y las características principales de su obra partiendo de una afirmación categórica y, en cierto modo, provocadora: John Ford nunca rodó un musical; para añadir a continuación: Pero su producción cinematográfica está repleta de canciones, y a lo largo del sector óptimo de su obra florece la trascendencia interna de abundantes melodías en cuanto ingredientes determinantes. He aquí el presupuesto inicial que desencadena el trabajo que el libro recoge. Los abundantes himnos, marchas y baladas presentes en las películas del maestro encierran infinidad de sugerencias y connotaciones y establecen vínculos con motivos, con ideas, también con el resto de su filmografía, indispensables para entender y disfrutar en profundidad las propuestas artísticas del director. Cita Javier Coma, en un recordatorio lleno de nostalgia, el adiós musical de Shirley Temple a Victor McLaglen cuando éste agoniza en La mascota del regimiento; el baile de Henry Fonda y Jane Darwell, con la enunciación por el primero de palabras de la melodía en Las uvas de la ira; los himnos espirituales berreados por la grotesca viuda de un predicador a lo largo de La ruta del tabaco; las interpretaciones colectivas de los jinetes uniformados mientras cabalgan por la llanura durante Fort Apache y La legión invencible; las baladas irlandesas que corean los habituales del bar de El hombre tranquilo; la canción en off que abre y cierra, respecto al errante personaje de John Wayne, Centauros del desierto; el desfile de marchas, en versión únicamente orquestal, ofrecido por la banda de West Point en homenaje al hombre que ha vinculado su vida personal con el destino de la academia militar y que suena en la emocionante conclusión de Cuna de héroes. 

Y, pese a ello, en la infinidad de libros escritos sobre el universo “fordiano”, las referencias a la profusión de temas musicales que surcan sus películas son casi inexistentes o, en el mejor de los casos, episódicas y meramente incidentales. Y si ello ocurre con la vasta y magna obra de John Ford, qué no sucederá con muchos otros títulos y creadores de menor entidad. En este desierto, en este vacío, en esta ausencia, en este desinterés y en esta significativa carencia de atención de los historiadores y los críticos cinematográficos hacia las canciones que forman parte, con evidente propósito narrativo, en numerosos largometrajes de calidad, es donde siembra su propuesta Javier Coma, empeñado en ilustrar la vigorizante presencia de canciones en películas no musicales

Para abrir boca, y ya solo en su introducción, la erudición del autor trae a la memoria de lector el tema que Cary Grant y Katharine Hepburn cantan al leopardo de La fiera de mi niña; la marcha militar que acompaña las apariciones del Séptimo de Caballería en Murieron con las botas puestas; la melodía que entona Sam, el pianista negro en Casablanca; las frases musitadas por el hombre al que se ha emborrachado para facilitar la amputación de una pierna en el bote de Náufragos; la canción que cantan James Stewart y Donna Reed mientras regresan de la fiesta estudiantil en ¡Qué bello es vivir!; Put the blame on mame, la conocida canción de Rita Hayworth en Gilda; la balada que acompaña la acción en Solo ante el peligro; Kiss me, el tema que Marilyn Monroe escucha en un disco y ella misma interpreta en Niágara; la copla marinera de Kirk Douglas al inicio de Veinte mil leguas de viaje submarino; el desasosegante himno religioso que acompaña las muy inquietantes apariciones de Robert Mitchum en La noche del cazador y que el propio actor canta con la ayuda de Lillian Gish; la popular canción, Qué sera, será, con la que Doris Day intenta recuperar a su hijo secuestrado en El hombre que sabía demasiado; el ya clásico tema de Audrey Hepburn en la escalera de incendios de Desayuno con diamantes; entre otros muchos ejemplos, todos ellos presentes en películas que nada tienen que ver con el musical, sino con géneros tan diversos como la comedia humorística, el western militar, el melodrama bélico, la comedia sentimental, el film noir, el western urbano, el suspense trágico, el cine de aventuras, el drama simbólico, la intriga de espionaje, el melodrama racial o la comedia satírica. 

El repaso que hace Coma de las canciones en el cine no estrictamente musical se circunscribe a un ámbito espacio temporal bien delimitado que se corresponde con lo que, a juicio del autor, es la edad de oro de la cultura y de las artes en Estados Unidos, con una especial repercusión en las obras cinematográficas: las producciones de Hollywood entre los comienzos del sonoro y los años sesenta del pasado siglo, un entorno y unas décadas que vieron nacer decenas de filmes memorables y, en ellos, un sinfín de melodías, canciones y temas musicales inolvidables. 

Situado en ese marco de referencia, el lector conoce, en la primera parte de la obra, de título La vida, y en sus cuatro capítulos, canciones vinculadas con las fiestas, los rituales, las estaciones del año y el arrobamiento romántico y las efusiones amorosas. La segunda parte, La nación, acoge, en tres capítulos, los himnos, las marchas, los cánticos con los que el cine norteamericano ha ilustrado los énfasis patrióticos, ha ensalzado sus extensos y muy variados territorios y ha celebrado la exuberante pujanza de sus ciudades. La tercera sección, El pasado, recorre las tradiciones musicales del siglo XIX, deteniéndose, a lo largo de cuatro apartados, en las raíces religiosas, las melodías de los minstrel shows -espectáculos populares en los que músicos blancos con las caras tiznadas interpretaban canciones de la tradición afroamericana-, las marchas de la guerra civil y las baladas propias de las rutas de los colonos. La cuarta parte se centra en La bella época, con secciones dedicadas a la repercusión cinematográfica del Tin Pan Alley, el grupo de productores y compositores musicales neoyorquinos impulsores de una floreciente y profesionalizada industria del ramo, del teatro de Broadway -la Great White Way- y, una vez más, las fecundas manifestaciones musicales con las que se mostraba la realidad del amor en los felices años veinte. La significativa rúbrica bajo la que se presenta la quinta parte, La revolución, incluye detallados y completísimos estudios sobre los cambios que introduce la irrupción de cine sonoro en las relaciones entre las películas y la canción popular. Sus tres apartados, Hollywood, Broadway y La era del jazz, son apabullantes e interesantísimos. La sexta y penúltima sección, Los recodos, se articula también sobre tres capítulos muy sugestivos en los que se exploran las conexiones entre las piezas musicales y la segunda guerra mundial, la presencia de París como inspiración de baladas y secuencias cinematográficas, y las obras melódicas que obtuvieron el Oscar hasta 1961. En Los géneros, el apartado final, la sabiduría de Javier Coma se extiende en el estudio de las canciones que comparecen en los diversos géneros cinematográficos: el cine negro, el western, el musical propiamente dicho y los que denomina macrogéneros, en los que lo híbrido y lo heterogéneo dominaban en propuestas fílmicas muy amplias, capaces de conciliar rastros de comedia, melodrama, cintas de aventuras y otras tendencias temáticas, y muy propicias para albergar melodías variadas. 

La monumental obra se cierra con seis anexos: un listado de biopics, biografías cinematográficas de algunos músicos y compositores destacados en el contexto espacio-temporal al que se ciñe el libro; otra impagable relación, en este caso de los cantantes que doblaron a actores y actrices en sus “interpretaciones” en las películas; dos espléndidos diccionarios, uno de compositores y otro de letristas; un formidable repertorio de canciones que incluye quinientas elegidas por Coma con criterios variados -la calidad de sus textos o su música, la importancia de la función que desempeñan en las respectivas películas en las que aparecen, su significatividad histórica al margen de sus componentes “técnicos”- y, por fin, una bibliografía específica con más de medio centenar de referencias. Resulta tentadora, aunque inabordable, la pretensión de leer el libro con exhaustividad, viendo las películas y escuchando las canciones que en él se citan. Una tarea para que se necesita una vida, salvo que la encare alguien del conocimiento, la entrega y la pasión por el cine y la música como el muy llorado Javier Coma. 

A diferencia de los textos hasta ahora reseñados, cuyo acercamiento a las melodías y las bandas sonoras del cine se hacía de un modo general, enciclopédico, mis dos últimas propuestas de estas recomendaciones musicales -habrá otras, recuérdese, centradas en la poesía- que hoy presento, se aproximan a las relaciones entre cine y música desde una perspectiva más concreta y específica, circunscritas, cada una de ellas, a un género musical en particular. Es el caso, en primer lugar, de Cine y jazz, un espléndido diccionario, escrito por Carlos Aguilar, que publicó la Editorial Cátedra en 2013, y en el que, en decenas de entradas ordenadas alfabéticamente, se exploran las conexiones entre ambos mundos, con un minucioso repaso a directores, actores, músicos, compositores, discos, canciones y bandas sonoras que certifican los fecundos lazos que, casi desde su nacimiento, ha mantenido el cine con el siempre innovador género musical. El libro, cerca de cuatrocientas apretadas páginas de desbordante información, se presenta en la Colección Signo e Imagen, la misma a la que ya me referí hace siete días a propósito de Ciudades de cine. Aguilar lleva a cabo su ambicioso recorrido por la historia del jazz en el cine bajo la forma de un exhaustivo manual que prácticamente agota su muy sugestivo tema (aunque haya críticos especializados que han subrayado algunos olvidos, para mí menores, y el propio autor niegue tal exhaustividad apelando en cambio al carácter meramente representativo y didáctico de su creación). Debo anticipar, como aviso para navegantes, que Aguilar es un crítico despiadado, bajo cuya inclemente mirada caen fulminadas casi todas las obras que comenta. Siempre disconforme, permanentemente insatisfecho, casi ninguna película le complace totalmente, de modo que, como podrá comprobar quien se decida a leer el libro, en sus textos escatima los elogios, convirtiéndolos de continuo en una sucesión de quejas, reproches y objeciones. Pese a ello, su erudición, su profundo conocimiento de la materia objeto de su estudio y, sobre todo, su apasionado amor por el jazz, permiten disfrutar enormemente de una obra soberbia. 

El núcleo central del extenso volumen lo constituyen los capítulos que recorren con detalle el alfabeto, en la doble vertiente mencionada, cinematográfica y jazzística, pero hay otras secciones interesantes que hacen de este Cine y jazz una obra sobresaliente y de lectura indispensable. Por un lado, destaca un esclarecedor prólogo en el que se estudia, siquiera de modo somero, la interrelación entre estas dos notables manifestaciones artísticas. Hay, además, un utilísimo índice onomástico de imprescindible consulta, dada la cantidad de información manejada y los centenares de referencias que trufan el texto; y también se presenta una somera pero atractiva bibliografía. Además, pueblan el libro numerosas y muy evocadoras ilustraciones, en color y blanco y negro, con fotos y carteles de películas, carátulas de discos, retratos de artistas, músicos y cineastas, imágenes de salas de cine y clubs de jazz, diversas tomas de conciertos y actuaciones, y tantas otras. Y todo ello en una edición excelente, muy “acogedora”, con tapas duras en cartoné, páginas a doble espacio y de amplio formato, que propicia una lectura agradable y placentera.


La singular estructura de la obra, con las muchas y normalmente muy breves reseñas de piezas musicales, películas, intérpretes o directores, la hacen muy adecuada para su traslado al medio radiofónico, razón por la cual hace años dediqué al libro tres programas de Buscando leones en las nubes, mi otro espacio en la emisora universitaria salmantina, con una selección de comentarios entresacados del texto complementados con sus correspondientes canciones, casi todas muy conocidos standards del jazz aparecidos en películas. Se pueden localizar, como he señañado, en el blog del espacio. 

Carlos Aguilar, un prolífico historiador del cine (cuyo musical cinefilia nace de su abuelo materno Obdulio, un músico que tocaba el piano en las salas durante los años del cine mudo), con más de setenta obras en su haber, comienza por indagar, en el preámbulo -que se presenta bajo la significativa rúbrica de Cine & jazz: reunión-, el origen del término jazz, ofreciendo una amplia variedad de especulaciones semánticas y etimológicas, la mayor parte de ellas vinculadas, como es conocido, al argot americano -de raíz francesa, en ocasiones- de uso común en el mundo de la prostitución, la droga, el hampa y la noche, repleto de alusiones al movimiento, la excitación, la pulsión sexual y -en definitiva- el sexo. A continuación, y con idéntico enfoque “tentativo” ante la imposibilidad de “cerrar” una versión definitiva del asunto, Aguilar ensaya una imprecisa definición del género. Partiendo de la ya legendaria respuesta de Louis Armstrong a la cuestión “¿Qué es el jazz?”: Hombre, si tienes que preguntarlo, nunca lo sabrás, opta por los acercamientos líricos, apasionados, literarios, frente a los académico-científicos, para establecer el germen del estilo en el período de la esclavitud del Estados Unidos previo a la Guerra de Secesión, en el profundo sur del país americano, y en la forzada convivencia de dos “etnias”: la blanca y la negra. En ese desigual contacto de dos mundos, se produciría la fructífera fusión de las raíces africanas con los instrumentos y las estructuras musicales europeas, en una ecléctica amalgama y una promiscuidad cultural que permiten al autor hacer suyo el criterio del experto alemán Joachim E. Berendt: En la reunión de las razas, tan importante para el surgimiento y el desarrollo del jazz, se halla el símbolo de la “reunión” a secas, que caracteriza al jazz en su naturaleza musical nacional e internacional, social y sociológica, política, expresiva y estética, ética y etnológica. 

El autor se adentra después en los antecedentes iniciales del cine -un terreno mejor conocido- para encontrar los primeros vínculos entre jazz y el séptimo arte, pues parece comprobado que el cinematógrafo llegó a Estados Unidos en la misma época en la que el jazz afloraba en ese vasto continente. En concreto, en 1896, un colaborador y compatriota de los hermanos Lumière, el operador Felix Mesguich, llevó la novedosa maquinaria a Nueva York, propiciando el nacimiento del cine en un país que lo desarrollaría hasta sus cotas más brillantes y, simultáneamente, el inicio de una muy sustanciosa interconexión entre ambos universos artísticos. Una relación en la que la sabiduría de Aguilar encuentra numerosas concomitancias: la lucha, tanto del cine como del jazz, por ganarse la respetabilidad cultural a partir de sus orígenes oscuros o al menos de poco prestigio intelectual (los bajos fondos y la raza negra en un caso, y el entretenimiento y el espectáculo de feria, en el otro); los elementos comunes -laborales, psicológicos- entre sus respectivos artífices, intérpretes y cineastas; el trasvase entre músicos y directores, con infinidad de ejemplos de destacados nombres de un ámbito que se desenvuelven también con solvencia en el otro -Clint Eastwood o Woody Allen como referentes notorios-; los compartidos mitos fundacionales, siendo la armónica o el violín del pionero en el cinematográfico western y la trompeta o el saxo del errabundo músico de jazz dos de los emblemas más poderosos de la aportación norteamericana a la cultura desde finales del siglo XIX hasta nuestros días. 

Por otro lado, las apreciables afinidades técnicas que alientan la simbiosis entre la música de jazz y el entramado narrativo propio del cine, no ocultan las dificultades -y así se señala en el prólogo que comento- que entraña superponer la rabiosa subjetividad de las piezas jazzísticas a una paralela y autónoma evolución del discurso fílmico que transcurre en pantalla. No obstante, ese juego, a menudo forzado, abrupto, acaba por enriquecer la visión de las películas, abriéndolas a posibilidades que un tratamiento musical más convencional no permitiría. 

Tras estas cuestiones iniciales, en el resto de la presentación preliminar se repasa la constante imbricación entre ambas artes, ya desde el primer contacto en el cine mudo, cuando la música -tantas veces de jazz- acompañaba las alegres y ruidosas sesiones de cine en las salas. El autor imagina las reacciones que probablemente acometerían al orondo Fats Waller ante las peripecias en pantalla del imperturbable Buster Keaton, o a Count Basie “dialogando” al piano con las desorbitadas aventuras de Chaplin. También se resalta -y no por ser obvio resulta menos revelador- el hecho de que el nacimiento del cine sonoro tuviera lugar con una película -El cantor de jazz, estrenada el 6 de octubre de 1927, hace casi cien años, con Al Jonson, blanco caracterizado de negro-, pese al título poco cercana al jazz, que abrirá una interminable lista de cintas de Hollywood (y de otras cinematografías europeas) con presencia jazzística y que se analizan con detalle en el texto a través de muy diversos décadas y estilos (el desprejuiciado dixieland previo a la Gran Guerra, el más tenso estilo de Chicago en los “alegres años veinte”, el swing de poco antes de la Segunda Guerra Mundial, el be bop de los cuarenta, el cool jazz, el hard bop y el free jazz de los más libres decenios posteriores, los estilos consolidados en el bienestar de los setenta, el período áureo de los ochenta y los noventa, con clásicos como Cotton Club, Alrededor de la medianoche, Bird, Los fabulosos Baker Boys, Acordes y desacuerdos y, en general, la cinematografía completa del director de esta última, Woody Allen), géneros (la comedia musical, el drama psicológico o el thriller) y países (con, además del cauce principal norteamericano, algunos ejemplos de Italia, España, Japón y singularmente la Francia de los 50, con un París aún centro del mundo cultural). 

En este sentido, y dentro del citado recorrido histórico, tiene interés también, y quiero por ello comentarla brevemente, la distinción que se hace en este capítulo introductorio entre música diegética y extradiegética, es decir entre un tratamiento musical en las películas que desempeña un cometido expresivo de tipo interno, consustancial a la dramaturgia, y otro que solo supone un aditivo epidérmico, aun siendo considerable e incluso preponderante dentro de los ingredientes del film. Sostiene Carlos Aguilar que en los primeros decenios del cine sonoro, el jazz en general consistía en actuaciones, por lo común de orquestas swing, dentro de, casi siempre, comedias musicales; mientras que, por el contrario, desde los inicios de los años 50, sin abandonarse por entero la opción anterior, el jazz se integra en la propia banda sonora, gracias al trabajo innovador de compositores tan soberbios como Alfred Newman, Alex North, Leith Stevens y Elmer Bernstein. Ese doble enfoque prevalece claramente en nuestros días, con películas que en su seno incluyen actuaciones o conciertos o interpretaciones en salas o “garitos”, integradas en la trama del film, y otras que, no siendo estrictamente musicales, incluyen una banda sonora significativamente jazzística. 

Lo sustancial del libro reside, no obstante, en el amplio catálogo de largometrajes -de ficción y documentales-, cineastas, discos, músicos de jazz y creadores de partituras para cine que integran el extenso índice alfabético de la obra. Un listado del que el propio autor excluye -y justifica su criterio en el cierre al capítulo preliminar- a prestigiosos compositores de bandas sonoras, esenciales en la historia del cine -como Ennio Morricone, Bernard Herrmann, Max Steiner o Nino Rota, entre otros muchos-, y actores/cantantes destacados -Judy Garland, Bing Crosby o Doris Day, por citar tres ejemplos- pero cuyo enfoque musical ni siquiera roza -a juicio de Aguilar- lo jazzístico. Del mismo modo, no encontraremos a vocalistas, intérpretes y, en general, reputados jazzmen -Charlie Parker, Coleman Hawkins o Bill Evans, solo entre los clásicos- que no han tenido más que una relación episódica o menor con el cine. Pero dar cuenta de los centenares de entradas que convierten este Cine y Jazz en una publicación magistral es tarea condenada de antemano a la imposibilidad. Os remito una vez más, pues, a Buscando leones en las nubes, a los tres programas en que podréis escuchar una treintena de estas breves reseñas que incorpora el libro, acompañadas de sus correspondientes ilustraciones musicales. 

Y para cerrar de un modo ya fugaz esta sección musical del espacio -aún me resta un forzosamente breve comentario sobre los fecundos nexos entre el cine y la poesía-, dejo ahora un breve apunte sobre otros dos libros que, con un planteamiento también específico y muy concreto, examinan las desde hace décadas muy frecuentes y fructíferas relaciones entre las películas y la música rock. Con este propósito explícito desde el título, El rock en el cine, la valenciana y creo que hoy desaparecida editorial La Máscara presentó en 1999 un interesante libro de Eduardo Guillot, periodista musical y cinematográfico. La obra se articula en cinco secciones bien repletas de valiosas informaciones, aderezadas con un muy austero aparato gráfico, sobre todo fotogramas y carteles; todos ellos en un muy pobre blanco y negro, en una obra en la que es perceptible -y no solo desde el punto de vista formal- el transcurso de un cuarto de siglo desde su publicación. 

El primero de los apartados, el más teórico y expositivo, Encantados de haberse conocido, repasa las conexiones entre la música rock y el cine a partir de la estelar aparición de Elvis Presley a mediados de los cincuenta de la pasada centuria. El recorrido se presenta como ciertamente complejo por la ingente cantidad de películas, por la dificultad de definir con exactitud qué es el rock, y, sobre todo, por la complicación que entraña delimitar el objeto del estudio que se lleva a cabo en el libro: ¿películas con presencia del rock en sus argumentos? ¿En sus intérpretes? ¿En las bandas sonoras? ¿Cine abiertamente centrado en grupos o en cantantes? ¿Documentales? ¿Grabaciones de conciertos? En cualquier caso, este capítulo introductorio de la obra recoge someros análisis sobre los rasgos que definen la interdependencia musical y cinematográfica de ambos géneros: Como máximos exponentes de la cultura de consumo del siglo XX, el cine y el rock estuvieron encaminados a haberse conocido desde que el fenómeno Elvis arrasó los Estados Unidos, a mediados de la década de los cincuenta. Afloran así, en esa primera década analizada y entre otras ideas sugestivas, algunos datos sociológicos, como el aumento de la capacidad adquisitiva y el acceso de los jóvenes al consumo, la más libre exploración y mayor presencia pública del sexo, las reivindicaciones de clase, el creciente papel de los teenagers en la cultura popular, la irrupción del “fenómeno fan” con el público que se “desmelena” en los conciertos y baila incluso en los cines durante la proyección de las películas musicales. Hay apuntes también sobre la siguiente era pop y hippie, las playas californianas, los Beatles, los festivales, las películas que los reflejan, Woodstock, El último vals. Se examina también una fase posterior, que el autor denomina como de “inquietudes artísticas”, con estrellas del rock que aceptan papeles de actores (David Bowie en El hombre que cayó a la tierra, Mick Jagger en Performance o Bob Dylan en Pat Garrett & Billy the Kid); con películas dirigidas por músicos (como el propio Dylan en Renaldo & Clara o David Byrne y sus True stories); y con el acceso a la dirección cinematográfica de la primera generación de jóvenes directamente influenciados en su educación por el rock. Por último -no se olvide que el libro se cierra en 1999- se habla, en Final abierto, del cine independiente y la presencia en él de los entonces nuevos estilos musicales como el punk, el rap o el hip hop. 

Tras este capítulo inicial, el núcleo central de libro lo integra un completísimo catálogo de películas más o menos sustanciales en relación con el objeto principal del ensayo y que incluye varios cientos de ellas con sus correspondientes comentarios. Hay, además, otras secciones, como otro listado de filmes -también centenares- en los que se aborda el tema de manera tangencial, una filmografía orientativa de músicos y actores, un índice de títulos originales y una bibliografía final. 

Algunas de las carencias del libro de Guillot -fundamentalmente el hecho de que su análisis se detenga antes del comienzo del presente siglo- pueden subsanarse consultando Rock & Cine, el libro de Jordi Picatoste presentado por Reedbook ediciones en un más reciente 2022. La obra, profusamente ilustrada con carteles de películas, fotogramas de los filmes y fotografías de infinidad de músicos -lo cual ya es un valor en sí mismo que justifica la compra del libro-, estudia cincuenta películas en las que la ambos mundos artísticos confluyen con brillantez. Tras una muy breve introducción en la que se delimita el marco conceptual en el que se desarrollará el ensayo, Picatoste, periodista y escritor cinematográfico, lleva a cabo su análisis estructurado en siete muy sugestivas secciones (al autor habla de seis, pero la última se subdivide en dos, cada una de las cuales tiene entidad propia). 

En la primera, El rock como tema, recoge diez películas en las que sus protagonistas se “mueven” en entornos del rock, como El fantasma del Paraíso, Out of the Blue, Calles de fuego o Quadrophenia. De título también elocuente, Biopics, el segundo apartado, se detiene en las biografías cinematográficas de músicos muy conocidos: Janis Joplin en La Rosa, Jerry Lee Lewis en Gran bola de fuego o Freddy Mercury en Bohemian Rhapsody, entre otros. En Los rockeros van al cine grandes nombres de la música, Elvis Presley, los Beatles, los Ramones, The Clash o Prince, a modo de muestra, comparecen con películas que protagonizaron: El rock de la cárcel, ¡Qué noche la de aquel día!, Rock And Roll High School, Rude Boy o Purple Rain. Conciertos y documentales, una rúbrica igualmente esclarecedora, acoge una muestra espléndida de documentales sobre cantantes, festivales y conciertos, como Don’t look back sobre Dylan, Let it be y los Beatles, el festival de Woodstock, el Gimme Shelter de los Rolling Stones, El último vals de Scorsese, The Kids are allright sobre los Who, la excepcional Stop Making Sense, dirigida por Jonathan Demme con los Talking Heads llenando la pantalla, Searching for Sugar Man, centrada en la no tan conocida figura de Sixto Rodríguez y que en 2012 se llevó el Oscar al mejor documental. En la antepenúltima sección, Musicales, se nos presentan algunas películas en las que la música no es el tema sino que constituye el clima, la atmósfera narrativa, como ocurre con Jesucristo Superstar, Grease, The Wall o Across the universe. Bandas sonoras nos trae títulos que no son propiamente musicales en su temática pero en las que la acción narrada se envuelve en canciones rock. Aparecen aquí títulos legendarios de la historia cinematográfica como Easy Rider o American Graffiti, y otros más recientes como Forrest Gump, la María Antonieta de Sofia Coppola o la formidable Érase una vez en… Hollywood de Tarantino. Por último, el libro se cierra con un bloque dedicado a canciones concretas, clásicos del rock, asociados a películas absolutamente alejadas del universo musical; es el caso de Rock around the clock en Semilla de maldad, Jumpin’ Jack flash en Malas calles, The end de los Doors, mencionado aquí hace unas semanas en relación con Apocalypse now o el London Calling de los Clash que suena en Billy Elliot. Un libro muy disfrutable que cuenta también con una valiosa bibliografía final. 

Ya muy fuera de tiempo dejo aquí, sin apenas presentación, mis tres sugerencias en relación con los lazos entre el cine y la poesía. En 2003, mi muy querida revista Litoral, de aparición frecuente en Todos los libros un libro, publicó dos números, el 235 y el 236, ambos a cargo de Lorenzo Saval y Mª José Amado, que con los títulos respectivos de La poesía del cine y Los poetas del cine, y con su acostumbrada brillantez formal -formato acogedor, papel de excelente calidad, infinidad de reproducciones de obras plásticas, fotografías, documentos, carteles, fotogramas y diseños- repasa tanto los presupuestos teóricos de los vínculos entre ambas artes, como las numerosas manifestaciones de esa conexión en centenares de poemas, tanto de autores españoles como extranjeros, cuyos versos giran, de modo directo o meramente alusivo, sobre el vasto universo cinematográfico. 


El primero de los dos tomos se centra en los momentos iniciales de la historia del cinematógrafo, desde sus orígenes, cuando la moderna invención acababa de irrumpir en la sociedad y en las artes, hasta los años treinta del siglo pasado. Con un predominio ostensible de la mencionada base teórica, en la obra se incluyen estudios de especialistas e historiadores en torno a la existencia de un cine genuinamente poético con el análisis de la obra de los pioneros que dotaron al cine de un lenguaje poético; artículos, reflexiones, entrevistas y poemas aparecidos en esas etapas de eclosión del nuevo arte; documentados análisis sobre la aportación española -Dalí, Buñuel, Lorca, Alberti, Cernuda- a esa relación entre la creación pictórica, la escritura poética y el séptimo arte; entre otros temas. 

La segunda entrega de esta serie cinéfila de Litoral comienza, por lo tanto, donde finalizaba la anterior, para mostrar la estrecha relación que todavía hoy pervive, y de manera muy fecunda, entre la poesía escrita y la cinematográfica. Con infinidad de referencias a películas y directores (Bresson, Ozu, Kirostiami, Truffaut, Visconti, Bergman, Pasolini, Fellini, Ray, Oliveira, Kubrick, Tarkovsky, nombres destacados del cine europeo, del estadounidense más independiente, del latinoamericano, del de oriente próximo y el asiático) que pueden considerarse poéticos -por su lenguaje cinematográfico, por sus procedimientos expresivos-, este muy interesante volumen sobresale, fundamentalmente, por la inclusión de una copiosa antología de versos, que van desde Gabriel Celaya, Pablo García Baena, García Lorca, Alberti, Gerardo Diego o Pedro Salinas hasta los poetas más jóvenes del momento -recuérdese, 2003- en que la obra se publicó, en un recorrido que atraviesa el surrealismo, la generación del 27, los poetas sociales de los 50, los novísimos, entre otros movimientos poéticos que se han ocupado de un fenómeno -el cinematógrafo- que, desde sus orígenes, resultaba muy sugestivo y evocador y de una extraordinaria capacidad poética. Todo ello acompañado, una vez más, de incontables ejemplos de cuadros, pósters, fotografías, siempre con el cine como motivo. 

Y ya como cierre forzosamente fugaz, os recomiendo entusiasmado Viento de cine, la magnífica antología que el escritor José María Conget, cuyas novelas yo leía con devoción hace más de cuarenta años, publicó en 2002 en la editorial Hiperión. El libro recoge un siglo, de 1900 a 1999, de poesía en español con presencia en ella del cine, bien como un elemento central o en referencias tangenciales. En los versos escogidos comparecen títulos de películas ancladas a la memoria de la infancia, escenas enlazadas a nuestros recuerdos, la irradiación magnética e inalcanzable de los actores y las actrices, la evocación nostálgica de las salas, la magia, en definitiva, del cine que acompaña nuestras vidas. Citaré solo algunos de los poetas más “recientes”, para reflejar el alcance y la importancia de la selección: Jesús Lizano, Ana María Navales, María Sanz, Pere Rovira, José María Merino, Harkaitz Cano Jaúregui, Felipe Benítez Reyes, Miguel D’Ors, Javier Benítez, Karmelo C. Iribarren y Manuel Sánchez Chamorro, José María Álvarez, Manuel Sánchez Chamorro, Juan Luis Panero, Carlos Marzal, Pere Gimferrer, José Manuel Benítez Ariza, Amalia Bautista, Antonio Martínez Sarrión, Juan Bonilla, Luis García Montero y Pedro Sevilla. Todos ellos están presentes, acompañados de canciones y composiciones originales de películas, en los dos programas que hace muchos años dediqué al libro en Buscando leones en las nubes y a cuya escucha ahora quiero invitaros como despedida de esta muy larga -e inabarcable por la profusión de propuestas- reseña. 

Un enternecedor poema de Pere Rovira, Domingos, como es obvio alusivo al cine, pone punto final a la emisión junto con la muy identificable melodía de Cinema Paradiso, la excepcional composición de Ennio Morricone para el filme del mismo nombre dirigido por Giuseppe Tornatore. 


Domingos. Pere Rovira 

Cuando trato de recordar las tardes festivas de la infancia, me llegan casi siempre las mismas escenas: mi padre está sentado en el café, con sus amigos, huelo el agradable olor caliente del humo del tabaco, miro las cartas sobre el tapete verde y el montoncito de dinero delante de cada jugador, quiero que el de mi padre sea el más alto, pero a veces sólo mide tres o cuatro pobres billetes de un duro. Sé que uno de ellos es para mí, y mi padre me lo da, sonriendo, y la sonrisa es la misma cuando tiene muchos billetes que cuando tiene pocos. Con ese duro he de comprar su entrada y la mía. Él jugará hasta el descanso y vendrá a ver conmigo la segunda película. Entro en el cine y espero. La primera película nunca me gusta, porque yo preferiría estar en el café, con mi padre, y verle ganar todas las partidas. A veces, el descanso ya termina y él todavía no ha venido, pero yo sé que no tardará, que cuando se apaguen las luces se sentará a mi lado y me irá contando la película buena, que será en color y de caballos. 

La tarde que recuerdo es siempre de invierno, y cuando salimos del cine hay un frío negro y cruel en las calles y tiembla la luz débil de las farolas y la noche huele a domingo por la noche, un olor pobre, como de lana húmeda de bufanda. Yo era feliz hasta que llegaba esa hora oscura de ir a casa, cuando el trozo de vida distinta que me correspondía cada siete días había terminado. 

Las fiestas nos enseñaron a sentir el tiempo bueno como un final. El poeta dice que los días laborables tienen razón. No sé qué razón pueden tener, ¿ahorrarnos, tal vez, el miedo a no vivir bastante? Es una buena frase sobre las decepciones que producen los paraísos, los pequeños espejismos de vida que rompen el tiempo rutinario, letárgico. Una frase sobre las resacas: cuanta más razón tenga el lunes, más dulce habrá sido el domingo. Aunque haya habido en él un momento de vacío anticipado, de irrealidad, de asco. 

Cuando empezamos a aprenderlas, las cosas son más concretas. Después, olvidamos los detalles y ya no sabemos de dónde salen los viejos sentimientos. Los lunes, al alba, mi padre se iba a trabajar, y todos, él, mi madre, yo, nos quedábamos solos. Los días laborables no podían tener razón alguna, y nosotros sólo queríamos que alguna vez se acabasen para siempre. 

En la tristeza de los domingos busco ahora, después de tantos años, rastros de aquel tiempo pequeño que fue nuestra riqueza. Y quizá lo es todavía. El deseo de alargar las horas buenas. El odio a las despedidas y a la prisa. El sabor a champaña de la noche que empieza. El tabaco de las sobremesas lentas. Las miradas tranquilas, que quieren quedarse en los ojos. El regusto de la vida que nunca tendría que terminar. Cosas que he heredado de un niño que tenía ganas de llorar cuando salía del cine. 

Me pregunto qué debía de sentir el hombre joven que me daba la mano, cómo hacía para no desesperarse, para sonreír, para no decirme «no», cuando yo quería que volviese a explicarme por qué el caballo blanco corría más. Y me pregunto qué habría heredado si él no hubiese querido regalarme su juventud.


Videoconferencia
Música y poesía de cine


miércoles, 2 de abril de 2025

VIAJES, CIUDADES Y ESCENARIOS DE CINE

Todos los libros un libro continúa, con los ecos de la ceremonia de los Oscar resonando aún en nuestros oídos un mes después de su celebración, la inagotable y muy plural y variada serie centrada en el mundo del cine. En las primeras entregas del ciclo ofrecí aquí mis reseñas de algunas grandes obras literarias que habían sido objeto de transposición a la gran pantalla, como era el caso de Dublineses, de James Joyce, la colección de relatos del irlandés cuyo último cuento, el formidable Los muertos, plasmó John Huston en una película magistral con el mismo título; de El corazón de las tinieblas, el clásico de Joseph Conrad que dio lugar a la desbordante Apocalypse now, de Francis Ford Coppola; y de las dos novelas de Walter Tevis, El buscavidas y El color del dinero, llevadas al cine por Robert Rossen y Martin Scorsese en sendos filmes que mantienen el título de las respectivas obras en las que se basaron. 

Esta tarde -y la del miércoles próximo, en que despedimos el programa por este trimestre- la conexión entre cine y literatura será tangencial, por no decir, siendo estricto, inexistente. Y es que, en puridad, no puede hablarse de literatura para referirse a ninguna de las cinco obras que quiero presentar en estas dos emisiones, todas ellas, eso sí, muy directamente vinculadas al universo del séptimo arte. Y es que en las emisiones de estas dos semanas nos vamos a acercar al cine a partir de unas dimensiones de las películas que no tienen que ver con su supuesta base literaria. La decena y media de títulos -originales, excelentes, muy sugestivos y de lectura apasionante- que ahora os propongo giran sobre los viajes, las ciudades, los escenarios, la música, la poesía… de cine. Libros, pues, que exploran, con un enfoque no muy común ni previsible, esas vertientes de las obras cinematográficas, que podríamos considerar laterales, secundarias, menores incluso, pero que, sin embargo, contribuyen de manera significativa al valor, la belleza, la repercusión y el éxito de las películas, al margen de dejar en los espectadores un rastro inconsciente, quizá no tan significativo en apariencia como su temática, sus líneas argumentales, sus personajes o los actores y actrices que los interpretan, pero que permanece de un modo subliminal en la memoria colectiva de quienes han disfrutado las películas subyugados por sus tramas, fascinados por la irradiación que emana de sus protagonistas, deslumbrados por sus alardes técnicos o interesados en los asuntos que proponen sus guionistas. De algunos de estos títulos ya os había hablado en Todos los libros un libro en programas que en algunos casos no llegaron a salir al aire o lo hicieron en formatos del espacio de mucha menor duración y no emitidos a través del actual canal de YouTube que, desde hace casi un lustro y en paralelo a las emisiones radiofónicas, acoge mis comentarios librescos. 

Vayamos, pues, con el primero de esos frentes que podríamos calificar de “inusuales”, el relativo a los “viajes de cine”. Este es, precisamente, el título de mi propuesta inicial, Viajes de cine. Su autor es el catalán Sergi Ramis, periodista y viajero impenitente, autor de muchos libros de viajes (os recomiendo, en particular, el magnífico Mercados africanos, un recorrido por los abigarrados y deslumbrantes mercados populares del África negra, que publicó la editorial Altaïr, en una edición ilustrada con bellísimas y evocadoras fotografías; también, desarrollando la misma idea, es autor junto a Jordi Llorens, de Mercados del mundo, editado por Angle, con fecundas calas fotográficas en zocos, bazares, rastros, ferias, tiendas y comercios callejeros de Cabo Verde, Malí, Bangkok, Etiopía, Uganda, Marruecos, Yemen, Laos, Vietnam, Filipinas, Samoa y Papua-Nueva Guinea, entre otros exóticos destinos). Este Viajes de cine salió al mercado por iniciativa de Raima Ediciones en el ya muy remoto 2011. 

El libro se nos ofrece con un significativo subtítulo, La vuelta al mundo en casi 80 películas, que nos permite conocer, ya desde su portada, el propósito, el plan y hasta, si se me apura, el esquema mismo de la obra. En él, como queda patente en esa frase inicial, se conjugan dos mundos, ambos muy queridos para el autor, el de los viajes y el cinematográfico, aunque si bien es cierto que de un modo desequilibrado y desigual. Este no es un libro de cine, dice Ramis en el prólogo, si se había hecho a esa idea, intente recordar rápidamente dónde guardó el recibo de compra y vaya a que le devuelvan el dinero. Este es un libro sobre viajar y comprender el mundo sentado frente a una pantalla. En ese sentido, soy un auténtico intruso (…) Este es el libro de un viajero, pero de un viajero aficionado al cine. El objetivo de Viajes de cine, pues, es aportar una muestra de películas, casi todas excelentes, algunas obras maestras y muy pocas solo recomendables por ver la zona en la que se desarrolla la acción, como señala el propio autor, que retratan con fidelidad un territorio o la idiosincrasia de la gente que lo habita. Es por ello por lo que todos los filmes escogidos han sido rodados en los lugares auténticos, desechando el escritor películas cuyo marco es Marruecos o el Tibet o Perú, pero que fueron filmadas en otros entornos o, más frecuentemente, en escenarios simulados en estudio. 

Y así, estructurado en cinco grandes bloques de desigual extensión y que se centran en los cinco continentes, el libro recorre decenas de lugares del mundo a través de su aparición, episódica y circunstancial o protagonista y principal en otras tantas películas. La nebulosa Galicia de El bosque animado, la tópicamente verde Irlanda de El hombre tranquilo, la plácida Toscana de Habitación con vistas o el luminoso Dodecaneso griego de Mediterráneo son algunos de los bellísimos emplazamientos europeos que conocemos merced a su reflejo en los fotogramas de esas películas memorables. La Turquía asiática de Yol, la ancestral China de Sorgo rojo, la heladora Siberia de Dersu Uzala, el colorista Rajastán de La tumba india o El tigre de Esnapur, o el Japón legendario y onírico de Ran aparecen al recorrer el continente asiático. Si nos adentramos en Oceanía, podremos visitar la inmensa Australia de Las aventuras de Priscilla, reina del desierto, las exuberantes Islas Fiyi de Náufrago o las Salomón de La delgada línea roja. En África, tan a menudo inmortalizada en el cine, comparecen las ilimitadas extensiones de Kenia de Memorias de África, el Marruecos abigarrado de El hombre que sabía demasiado, la aventurera Tanzania de Hatari o Mogambo o la salvaje Ruanda de Gorilas en la niebla. Por fin, América está profusamente representada con lugares y películas como la Cuba revolucionaria de Guantanamera, el Brasil más tropical de La selva esmeralda, el desértico México de El tesoro de Sierra Madre, las praderas interminables de California, Arizona y Utah reflejadas en La diligencia, o la húmeda Argentina de ríos y selvas que vemos en La misión

En cada uno de los capítulos del libro se sigue un esquema idéntico: una ficha técnica de la película, un breve comentario sobre su argumento, los actores y, sobre todo, los lugares reflejados en la cinta, y una última y muy reducida sección con menciones a la ciudad o el país analizado, pero a través de su presencia más allá de las pantallas: por ejemplo, Bután o Nápoles o Iquitos... fuera del cine. Asimismo, cada capítulo se cierra con un Para ir en el que se ofrecen sugerencias acerca del desplazamiento o la intendencia de los viajes al lugar mostrado en la película. Y todo ello aderezado con el estilo desenfadado y el humor socarrón, irreverente, algo cínico y siempre incorrecto políticamente de su autor. 

No quiero dejar pasar la ocasión de comentar, al hablar de este Viajes de cine, que el libro se enmarca en una colección de la editorial Raima que con el título de CineXCine pretende proyectar en palabras los grandes conceptos y los pequeños detalles que interesan al género cinematográfico, reordenándolos y desvelando nuevos puntos de vista. No es una colección dirigida sólo a aficionados, amantes o especialistas del cine, sino que son libros para todos aquellos que, en un fotograma u otro, han identificado lo que les contaba una película con una realidad cercana, como de modo algo críptico resalta la editorial. En ese sentido no específico y sí multidisciplinar, podréis encontrar en la colección, libros como Psicópatas de serie, de título suficientemente explícito de su curioso contenido. Y también Malas pero divertidas, en el que se repasan algunas de las peores o más estrambóticas o desconocidas o insólitas o inconcebibles producciones con un enfoque humorístico. 

Y los impresionantes paisajes que hemos visitado en los viajes cinematográficos a los que nos ha invitado Sergi Ramis nos llevan a otros lugares con una presencia destacada en las películas, las ciudades. Y ese apasionante recorrido urbano lo haremos a través de dos libros, de títulos casi idénticos, que conjugan el enfoque cinéfilo con el viajero, explorando la relación entre el cine y las ciudades, tanto en su consideración general y más abstracta -el núcleo urbano como escenario principal de los filmes- como en su aspecto más concreto y singular, centrado en la aparición -en muchas ocasiones recurrente- de las principales capitales del mundo en infinidad de películas, en la destacada función que desempeñan en ellas sus calles, sus edificios emblemáticos, sus reconocibles espacios, sus casi legendarios territorios; y, también, en el importante papel que ha desempeñado el cine en la “construcción” de la imagen “mítica” de algunas ciudades -piénsese en París o Nueva York como ejemplos paradigmáticos-, de imposible identificación iconográfica sin la constante recreación que de ellas se ha hecho en los más de cien años de historia del séptimo arte. 

El primero de los libros comentado es Ciudades de cine, un voluminoso tratado -más de quinientas páginas de letra apretada organizadas en doble columna-, obra de una treintena de expertos coordinados por Francisco García Gómez y Gonzalo M. Pavés, presentado por Editorial Cátedra en 2014 en su siempre interesante colección Signo e Imagen. Tras un muy clarificador prólogo que firman los coordinadores, el resto de los responsables del libro estudian veintinueve ciudades de veinte países en los cinco continentes, a partir del “rastro” que han dejado en incontables películas. Así, podemos leer textos sobre -en el mismo orden alfabético en el que se presentan en el libro- Barcelona, Berlín, Bombay, Buenos Aires, El Cairo, Estambul, Hong Kong, La Habana, Las Vegas, Lisboa, Londres, Los Ángeles, Madrid, México D.F., Moscú, Nueva York, París, Pekín, Río de Janeiro, Roma, San Francisco, Sevilla, Shanghai, Sidney, Tánger, Tokio, Venecia, Viena y Washington D.C.; unos textos en los que, con abundancia de ejemplos, podemos “pasearnos” por la geografía física y sobre todo la simbólica de tan destacadas metrópolis. Los distintos “ensayos” estudian, como digo, los hitos fílmicos más sobresalientes que han contribuido a configurar la imagen de estas importantes poblaciones en el imaginario colectivo. 

El enfoque del libro es interdisciplinar, en correspondencia con la formación de sus diversos autores, recogiendo aportaciones muy variadas procedentes de la historia del arte, la arquitectura, el urbanismo, la estética, la sociología o la historia propiamente dicha. Con un sesgo forzosamente teñido de “occidentalismo”, la obra indaga de modo exhaustivo en las cinematografías europeas y americanas, principalmente, aunque hay también muestras de otros ámbitos, el oriental o, de manera más residual, el africano, con alguna significativa y apreciable aportación al universo del cine. Además de los capítulos dedicados a las diferentes capitales, el volumen se completa con secciones finales centradas en las ciudades de la antigüedad, los poblados fantasma en el western o las urbes imaginarias. Por último, el libro se cierra con una muy completa bibliografía que incluye más de quinientas referencias. 

Ciudades de cine parte del hecho incuestionable de que, a estas alturas del siglo, nadie llega inocente a una gran ciudad. Casi todos nosotros, incluso al pisar por primera vez sus calles, reconocemos en ellas algo familiar. Somos, con respecto a París o Nueva York, Londres o Estambul, Roma, Lisboa o Río de Janeiro, viejos conocidos, aunque nunca hayamos frecuentado sus espacios, porque “ya” conocemos las ciudades a partir de lo que hemos visto de ellas en el cine. En este sentido, y como resaltan los autores, hay, al menos, tres ciudades: la real que crece y se desarrolla gracias al esfuerzo de sus habitantes, la representada por los cineastas en sus obras y, por último, la percibida por el público como fusión de las anteriores, en la que ambas se complementan. En paralelo a esta triple realidad, la obra nace con otros tres objetivos: Analizar y reflexionar sobre los modos con los que se construye la identidad (principalmente urbanística y arquitectónica) de las ciudades, establecer la manera en la que el cine ha representado algunas de las ciudades del planeta, y descubrir distintas formas de pensarlas, y entender cómo el espectador lee la ciudad a través del cine, reinterpreta la imagen y construye su propio modelo urbano. 

Con esa triple pretensión, y recordando el hecho obvio de que el cine nació urbano (las primitivas escenas filmadas por los Lumière como prueba) y también el que en las películas coinciden fondo y forma, las acciones relatadas y el contexto, siendo éste muy a menudo la ciudad, en las documentadas investigaciones que el libro presenta se nos ofrecen las muy distintas manifestaciones de las ciudades en el cine, con una desbordante tipología de urbes analizadas: las ciudades protagonistas y las ciudades telón de fondo; las ciudades poseedoras de un “emblema”, como París o Las Vegas, Venecia o San Francisco, Barcelona o Pisa, fácilmente identificables por sus monumentos representativos; las ciudades que carecen de “hito” arquitectónico, pero que también distinguimos con facilidad, Madrid o Buenos Aires, Tokio o Viena, La Habana o San Petersburgo; las ciudades “desapercibidas”, como el Milán de las películas de Antonioni, apenas perceptible en sus escenarios alejados del icono bien conocido; las ciudades “transformadas” que el cine “transfigura” convirtiéndolas en espacios antitéticos a los de su realidad tangible; las muchas ciudades sin nombre, que aprovechan su anonimato para reforzar la intensidad de las tramas cinematográficas que en ellas transcurren; las ciudades travestidas o camufladas, urbes que acogen rodajes de películas que se desarrollan en otras diferentes, ciudades, pues, que en cierto sentido, actúan, interpretan un papel, como la Praga que “es” Berlín en La niña de tus ojos; las ciudades imaginarias, fruto “frankensteiniano” del montaje, entes autónomos que surgen de la mezcla de varias preexistentes, el caso de “nuestra” Calle Mayor, resultado de la “fusión” de Palencia, Logroño y Cuenca. 

 También hay un lugar en el libro para los habitantes de las ciudades, convertidas éstas -sobre todo en las películas corales- en organismos vivos, capaces de adoptar formas diversas, mientras la cámara sigue a los personajes por sus distintos recorridos. E igualmente comparecen los géneros cinematográficos, fuertemente anclados a distintas formas de concebir la realidad urbana: el policiaco, la ciencia ficción, las películas de acción, el musical, la comedia, el cine apocalíptico, el bélico; cada uno de ellos con sus particulares señas de identidad que se traducen en la diversa iconografía y la variada representación de las localidades que albergan sus argumentos. Y del mismo modo, se habla de las cinematografías vinculadas a una ciudad: el cine centroeuropeo de Viena, Praga o Berlín; el ruso de la revolución, con el protagonismo de los monumentos y las calles de Moscú o San Petersburgo; el italiano realista, con Milán o Roma o Nápoles presentes en la mirada de los directores; la nueva ola francesa, con su estilizada creación de una mitificada París. Y están también, para terminar, los directores "asociados" a una ciudad, con el Nueva York de Woody Allen como emblema, aunque a cualquiera le vienen a la cabeza, asimismo, el Madrid de Almodóvar o el Oporto de Manoel de Oliveira. 

El repaso a los espacios y la iconografía de estas ciudades es muy minucioso y detallado, siendo cada capital objeto de análisis desde casi todos los ángulos imaginables. Así, conocemos -siempre a partir de sus correlatos cinematográficos y por citar sólo algunos ejemplos- la Barcelona histórica y la fantástica, la “negra” y la marginal, la turística y la moderna y multicultural; recorremos, de la mano de la escritora Pilar Pedraza, el Berlín de las primeras décadas del siglo pasado y el de las guerras mundiales, también el de las ruinas de la posguerra y el del muro, el del nuevo cine alemán a partir de los años setenta y el “posmoderno”; y en el apartado de París también comparecen los momentos iniciales, a caballo de dos siglos, y los actuales, las recreaciones más “fantasiosas” de la ciudad y también el París más realista que permea numerosas películas desde los años veinte hasta el más reciente presente; y está el Tokio de los grandes cineastas clásicos nipones y el que se muestra en cintas contemporáneas como Lost in translation; completísimo es también el capítulo sobre Nueva York, en el que se dibujan, en apasionantes secciones, las muchas perspectivas de esa poliédrica megalópolis: las calles, los rincones míticos, la presencia étnica, los escenarios de la lucha de clases, el hampa y la corrupción, el skyline y el alma de la ciudad -New York state of mind-, también las distopías que la tienen como marco; o la Lisboa melancólica -a cidade que nunca existiu- con el fado y los tranvías, la Lisboa política, la del cine social, la del espionaje, la literaria y pessoana, la metacinematográfica; igualmente hay un breve capitulo para el México violento y extremo, para el buñuelesco, para el rural y el capitalino y cosmopolita; por último -detengo aquí la enumeración, por lo demás interminable- el experto José Luis Sánchez Noriega nos lleva por el Madrid histórico, el de la guerra y la resistencia, el del costumbrismo y el del desarrollo, el de la transición y el de la comedia madrileña, el de la marginalidad, las bandas, la delincuencia, y el de los conflictos sentimentales de la nueva burguesía. 

Pero, por encima de todo, más allá de la sociología o la historia, Ciudades de cine es un inconmensurable compendio de películas, cientos, miles de títulos que emergen entre sus páginas, proponiéndonos un doble viaje, el cinematográfico, que nos llevaría a descubrir, o en muchos casos volver a ver, las distintas cintas, y el real, que nos invita a frecuentar de nuevo -o en ocasiones por primera vez- algunas de estas ciudades revestidas ya, a causa de su recreación en tantos films, de una dimensión mítica. Como es claro, resulta imposible ofrecer aquí siquiera una mínima aproximación a ese copioso catálogo de películas, en el que cualquiera con un somero interés por el cine podrá encontrar a sus favoritas. Es una lástima, en este sentido, que lamentablemente el libro carezca de un índice que recogiera las películas mencionadas y que facilitara así la consulta específica de alguna de ellas de entre la multitud de títulos seleccionados. 
 
Un planteamiento similar, aunque bastante más limitado, es el que proponen Rafael Dalmau y Albert Galera en sus Ciudades del cine, un librito con pretensiones más modestas que presentó en 2007 la mencionada editorial catalana Raima Edicions. Se trata, en realidad, de una suerte de guía cinematográfica de viajes en la que, con la excusa de la “visita” a una ciudad -en total se incluye una quincena aproximada de ellas, las más previsibles-, se comentan algunas películas que las han reflejado en pantalla. De cada film se recoge una completa ficha técnica así como un sucinto comentario que aporta informaciones muy variadas, aspectos destacados de la cinta, resúmenes de su trama argumental, curiosidades del rodaje, apuntes sobre la trayectoria del director o los actores, y, claro está, menciones a los lugares que aparecen representados en su metraje, que se incorporan en una sección autónoma con las principales localizaciones en cada caso, de las que se dan también datos turísticos que faciliten su visita por un viajero interesado. 

Siguiendo con otro de los grandes temas “organizadores” de mi reseña -tras los viajes y las ciudades- quiero centrarme ahora en otro “espacio” muy significativo de las películas, en particular las de un género concreto, el cine negro. Escenarios del crimen es un espléndido volumen, presentado en gran formato, con sobrecubierta y encuadernación en cartoné, con una cuidada tipografía a varias tintas sobre un papel de calidad, conformando una edición repleta de formidables ilustraciones fotográficas que incluyen carteles de películas, fotogramas y localizaciones, que propone un muy sugestivo repaso de los espacios del crimen en el cine. El libro, que publicó la editorial Océano en un lejano 2004 -lo que lo hace prácticamente inencontrable fuera del mercado de segunda mano-, es obra de Nuria Vidal, reconocida crítica de cine y también escritora. Nacida en México en 1949, publica regularmente en diversas revistas especializadas, habiendo trabajado en distintos programas de televisión dedicados al cine. Igualmente ha participado con asiduidad en festivales de cine, como Sitges, San Sebastián, Turín, Pesaro, Gijón, Verona, Las Palmas, Oporto, y fue delegada en España de la Berlinale. Ha sido profesora de Crítica de Cine en la ESCAC, la Escuela de cine de Cataluña. Es, además, autora de más de veinte libros sobre el séptimo arte, razones todas más que convincentes para acercarse a este ambicioso y fascinante Escenarios del crimen en el que, como puede deducirse de su título, la autora repasa el inabarcable tema de los entornos cinematográficos del asesinato, la ingente y variada cantidad de “sitios” en los que tienen lugar los crímenes en las películas. 

Nuria Vidal comienza por delimitar conceptualmente el sentido de su trabajo. Analiza así la noción de “escenario”, los posibles lugares, los espacios físicos -que luego detallaremos- en los que se comete un crimen. Unos lugares que se rastrearán no en el mundo externo a las pantallas sino, como se ha dicho, entre el metraje de los filmes. En este sentido, su búsqueda se desarrollará principalmente, y así se mostrará en el texto, en películas del género negro, tan parecido a la vida real y fiel reflejo de ella, casi siempre, con su realismo y su contemporaneidad, pero habrá cabida también en el libro para otras cintas no estrictamente pertenecientes al género. 

Con respecto al vocablo “crimen”, que admite en su seno a cualquier delito grave, la autora parte de una posición de principio voluntariamente restrictiva, pues circunscribe su análisis exclusivamente a los asesinatos (una restricción relativa, pues en el cine negro, crimen y asesinato suelen ser términos coincidentes). Dentro de ellos establece también una elemental tipología de las razones que llevan a sus autores a perpetrar sus “fechorías”: se mata -escribe- por amor, por dinero o por poder. A esas tres yo añadiría dos más: por error y por estupidez. Y en todas estas causas indagará en su muy bien documentado ensayo, aunque muchos de los crímenes expuestos en estas páginas -avanza- responden única y exclusivamente a la necedad de quien los comete

Establecido, pues, el amplio universo potencial de sus pesquisas, Vidal se lanza a la investigación, buscando “un crimen en un escenario”, sin más límites teóricos que los ya expuestos y sin estrechos apriorismos ideológicos ni propósito alguno de presentar un panorama representativo o académicamente correcto en el que afloraran, fruto de la aplicación de un rígido corsé sistemático, todas las posibles manifestaciones del universo estudiado. Este libro se ha ido haciendo a sí mismo de una forma natural, señala en el prólogo; para añadir: estaba dispuesta a dejarlo crecer solo. Sin embargo, su enorme erudición y su evidente eclecticismo acabaron por conformar una muestra en efecto variada y significativa -yo diría que exhaustiva- de la temática planteada; una extensa y detallada selección en la que se presentan setenta y ocho películas, de las cuales, por razones obvias, dado el auge del cine negro en aquella filmografía, cuarenta y seis son norteamericanas. Hay, además, veintiséis europeas, con una especial presencia, trece títulos, del cine francés -con la notoria relevancia del “polar” entre sus preocupaciones estilísticas-, siete del Reino Unido y seis de España. Igualmente, se reseñan dos cintas de México, una peruana, una japonesa, una de Australia y otra de Nueva Zelanda. Esta diversidad, y un cierto equilibrio, se reflejan también en las épocas a las que se adscriben las películas escogidas, con veintiséis que podríamos situar en el cine clásico (el de la etapa que va de 1930 a 1950), veintinueve del “cine moderno” (de 1960 a 1980), y veintitrés contemporáneas, en una actualidad que, dada la fecha de presentación del libro, se detiene a principios del siglo. 

Las doscientas treinta páginas de Escenarios del crimen se dividen, tras un breve preámbulo introductorio, en siete capítulos centrados en otros tantos “espacios criminales” y que se organizan conforme a una estructura común. La casa, el trabajo, la ciudad, el pueblo, la naturaleza, el viaje y el pasado son los ejes en torno a los que se articula el estudio de la autora. Cada uno de esos frentes se abre con un breve comentario explicativo de la importancia y la significación del espacio elegido. A continuación, y divididas en secciones unidas por un hilo conductor más reducido dentro del criterio general, aparece un listado de películas relacionadas con dicho entorno, de cada una de las cuales se incluye una también sucinta monografía -apenas dos páginas por título- en la que, además de una completa ficha técnica y artística y una muy básica sinopsis argumental, se ofrece el análisis de cada film desde el punto de vista de su escenario, junto a citas, anécdotas, glosas a las fotografías que acompañan al texto, fragmentos de críticas o curiosidades varias. El libro se cierra con un índice de directores -que recoge ochenta y tres referencias-, otro de películas y una bien elegida bibliografía. 

Ante la obvia imposibilidad de dar cuenta, siquiera mínimamente, del inmenso caudal de jugosa información que puebla el libro, os dejo ahora una breve muestra de lo esencial de cada uno de sus capítulos mencionando algunas de las películas más relevantes que aparecen en ellos. Así, la sección dedicada a la casa, presentada como el espacio de la intimidad, se abre a cuatro apartados principales -las inmediaciones, la biblioteca, la cocina y el dormitorio- y uno final de menor extensión que trata de las “mansiones del crimen”. Entre sus páginas podemos encontrar títulos como El crepúsculo de los dioses, Medianoche en el jardín del bien y del mal, Arsénico por compasión, Instinto básico o Rebeca

El trabajo, que centra el segundo apartado del libro, es, para Nuria Vidal, la oportunidad del crimen, pues son muchas las horas que pasamos en él y por ello entre las paredes de los centros laborales surgen, con frecuencia, ocasiones propicias para el asesinato. En el capítulo recorremos despachos de detectives -cómo no-, agencias de seguros, escuelas, estudios fotográficos, inmobiliarias, casinos y, en general, todo tipo de oficinas siniestras. ¿Qué aficionado al cine no recuerda, en relación con estas tipologías, películas como El halcón maltés, Perdición, Las diabólicas, El fotógrafo del pánico, Vivamente el domingo, Casino o El sueño eterno

En el capítulo dedicado a la ciudad, cuya nota “espacial” distintiva es la que la conceptúa como el territorio de la soledad y el anonimato y, por tanto, de la impunidad, se ofrecen al lector tres subdivisiones: la calle, con títulos como Scarface, Al final de la escapada o Días contados; otros espacios urbanos, con el parque de atracciones de La Dama de Shanghai, el jardín de Blow-up o el almacén vacío de Reservoir dogs, como principales ejemplos; y una coda final, Ciudades peligrosas, que recoge cintas ambientadas en Tokio, Medellín, Roma o Nueva York como destacados escenarios metropolitanos teñidos por la claustrofobia y la violencia. 

El pueblo representa el aislamiento, las vastas extensiones deshabitadas y vacías, el cerrado y a menudo mezquino ambiente rural en el que las envidias, la inquina y la maldad primitiva, ancestral, desencadenan los crímenes. Ranchos, caminos, senderos, campos desiertos, toman el protagonismo en películas como A sangre fría, Malas tierras o Sangre fácil, u otras con escenarios pueblerinos amenazantes, vengativos, violentos, misteriosos, silenciosos, como ocurre con Twin Peaks, Fargo o Perros de paja. Vinculada a lo rural está la naturaleza, objeto de la quinta sección de la obra. El pico de una montaña, los rápidos de un río, la vasta extensión de las aguas de un lago, los rompientes de unas rocas, el silencio de una playa, la profundidad de un bosque, entrañan, a juicio de la autora, la dificultad, el acceso complicado, los inconvenientes para los desplazamientos, la lejanía, el abandono, la soledad, la falta de medios idóneos para llevar a cabo el crimen. En esos espacios hostiles se ambientan películas como El último refugio o El tesoro de Sierra Madre, Deliverance o La noche del cazador, Camino a la perdición o Bwana, Muerte entre las flores o Furtivos. El apartado se completa con una selección final de “paisajes letales”: desiertos, cataratas, precipicios, interminables superficies heladas o selvas con importante presencia en las pantallas. 

El viaje, un momento de cambio en el que el tiempo se suspende y que, por lo tanto, supone una situación inestable, provisional, que lleva consigo inseguridad, es otro territorio común para el asesinato cinematográfico. Carreteras, trenes, barcos u hoteles pueblan una división del libro en la que aparecen películas como Bonnie & Clyde, El cartero siempre llama dos veces, Thelma y Louise, Asesinato en el Orient Express, El amigo americano, El cabo del miedo, Calma total, Psicosis o El resplandor. Bajo la rúbrica Lugares exóticos el capítulo se cierra con la mención a films ambientados en espacios legendarios envueltos en misterio como Shangai, Casablanca, Martinica, Egipto o las Islas Reunión. 

Por último, el apartado final del libro recrea el pasado como espacio mental del crimen. La memoria imborrable de ciertos “hechos malvados”, pretéritos pero no olvidados, contamina el presente de los asesinos o de las víctimas inocentes que los han sobrevivido. Ello ocurre, entre otras, en Retorno al pasado, Vértigo, De repente, el último verano, Recuerda o Muerte de un ciclista

Y hablando de ciudades, de crímenes y de escenarios, todo ello comparece en mi última recomendación de esta tarde. Y es que esta dimensión espacial del asesinato, aunque circunscrita en este caso a una única ciudad, Los Ángeles, y referida a su vertiente real y no a la de la ficción cinematográfica -aunque, como se ha dicho, ambos enfoques presentan muchos puntos coincidentes-, constituye el núcleo central de otro espléndido y voluminoso libro, Dark City. The real Los Angeles Noir, que presentó en 2017 la prestigiosa editorial Taschen. Tras una enjundiosa introducción de Jim Heimann, editor ejecutivo de la división americana de la editorial, antropólogo cultural, historiador y ávido coleccionista, la deslumbrante obra recoge en sus 480 inolvidables páginas centenares de fotografías y recuerdos del submundo de la ciudad estadounidense entre la década de 1920 y finales de 1950, en una antología del lado más oscuro de una ciudad que ha sido tantas veces escenario principal de infinidad de novelas y películas del género negro. El libro, como tantos otros de la editorial alemana, es una maravilla en cuanto objeto. Encuadernado en tapa dura, con un formato muy amplio (25 x 27,8 cm.) que permite disfrutar con delectación de las formidables imágenes, presentado en un llamativo estuche e incluyendo entre sus páginas facsímiles de recortes de revistas de la época, archivos de museos, infinidad de fotografías de fuentes diversas -¡¡incluso de depósitos de cadáveres!!- y hasta unos impactos de bala troquelados que acentúan la sensación de realismo que se deduce de su contenido, la obra se presenta en edición plurilingüe, que, por desgracia, no incluye el castellano: alemán, francés e inglés. 

Los miles de imágenes que ofrece el libro nos muestran, en capítulos de títulos muy evocadores (En estas calles siniestras, Asesinato y caos, Tierra glamourosa, Locos, chiflados y salvación, Titulares del crimen, Crimen y corrupción), la dimensión más siniestra de una ciudad cuya historia de crimen y delincuencia podemos conocer en el interesante análisis de Heimann en su indispensable preámbulo al libro. En los días que se documentan en la obra, Los Ángeles era -en realidad siempre ha sido- dos ciudades distintas. Por un lado, estaba la gran urbe -creada de la nada en mitad del desierto y crecida de un modo acelerado y fulgurante-, el refulgente paraíso del sol y las playas, del permanente buen tiempo y las interminables hileras de naranjos, la esplendorosa ciudad del dinero y el éxito, de los casinos y la opulencia, de las mansiones y los clubes de moda, de los astros de Hollywood y los rodajes de películas. Pero tras esa imagen luminosa se escondía otra realidad más lóbrega en la que afloraban la depravación y el vicio, la prostitución, los juegos de azar y las drogas, las mafias, la delincuencia y los asesinatos, los cuerpos acribillados, el sensacionalismo de los noticieros, los periodistas a sueldo de los grupos criminales, los fotógrafos de prensa venales, los jueces comprados y las fuerzas policiales notoriamente corruptas. La magnífica obra que nos ofrece Taschen con su consabida pulcritud formal nos permite apreciar, con el rigor y la verosimilitud de una excelente crónica documental, las escenas del crimen, las morgues y los peligrosos barrios marginales en los que apenas nadie podía entrar, la suciedad y la mugre urbana, los cadáveres aparecidos entre escombros o a la puerta de un garito, el terror en las caras de las víctimas supervivientes, en un recorrido completísimo por la abyección y la miseria moral más descarnadas. 

Desde su nacimiento, Los Ángeles siempre arrastró una pésima reputación de ciudad infernal. A mediados del siglo XIX, escribe Heinmann, la ciudad estaba llena de asesinos, vigilantes, ladrones y prostitutas. Las calles eran caminos de baches por los que deambulaban los perros mil razas y en los que a cada poco aparecían animales muertos. Ya en esas fechas las crónicas periodísticas daban cuenta de diversos hechos espeluznantes sucedidos en sus calles, pobladas por una multitud abigarrada, una masa de aluvión que viajaba a California imantada por el brillo de las luces, en busca de dinero fácil, atraída, codiciosa, por la quimera del oro y el petróleo, por la rica fecundidad de los desbordantes recursos naturales. Desde muy pronto pueden datarse masacres de inmigrantes chinos, peleas cruentas, estafas, falsificaciones, fraudes, escándalos varios, negocios turbios, en un ambiente general que mezclaba la especulación, las fortunas rápidas, el crecimiento desmesurado y las posibilidades de lucro con los delitos, las extorsiones, los ajusticiamientos, los saqueos, los sobornos, los chantajes, las torturas, las ejecuciones sumarias, el envilecimiento y el vicio, la podredumbre y la sordidez. 

Dark City repasa en imágenes esas intensas décadas de la ciudad, tanto en su somero recorrido histórico -en el texto inicial de Jim Heinmann- como, sobre todo, en las muy reveladoras instantáneas que constituyen el elemento principal del libro. Y así, avanzando entre sus páginas, vemos esos tortuosos inicios, ya comentados, marcados por el conflicto derivado de la llegada masiva de gentes a la ciudad, la explosión demográfica, el auge inmobiliario. Más tarde, en los años veinte, las sangrientas consecuencias de la prohibición de la venta de bebidas alcohólicas: la profusión de bares, tabernas y tugurios clandestinos, los almacenes de elaboración de alcohol, las rutas de importación y distribución; también la proliferación de automóviles como consecuencia de la vasta extensión de su topografía inacabable, prácticamente ilimitada -800 kilómetros cuadrados, en su origen, cruzados por infinidad de carreteras, aprovechadas, por la distancia, por la lejanía, por la impunidad que proporcionan, como escenarios del crimen-; los nuevos espacios de entretenimiento y ocio: casas de apuestas y salas de juegos, hipódromos y canódromos, pistas de carreras y salones de boxeo, fuentes todos de delitos; la locura hollywoodiense, el reino del lujo y el glamour, la sofisticación de las estrellas, pero también las amoralidad desenfrenada, las orgías, los escándalos sexuales, y con ellos las cohortes de facinerosos, hampones y maleantes que sacaban tajada de los ignominiosos excesos de los lujuriosos actores, las insaciables divas y las celebridades degeneradas; y como reacción a tanta desmesura, la multiplicación de predicadores y evangelistas, reverendos, sermoneadores y propagandistas varios, con frecuencia tan deshonestos y licenciosos como aquellos a quienes pretendían denunciar, aunque aparecían a veces reformistas íntegros capaces de ayudar a la regeneración de la ciudad

Los años treinta son los de la expansión de la gran ciudad, convertida ya en el emblema del sueño californiano. Llegan gentes de todo tipo y condición: estrellas potenciales, víctimas de la Gran Depresión, vagabundos desplazados, buscadores de quimeras, un caldo de cultivo perfecto para el crecimiento de la criminalidad. Conjuras políticas, turbias tramas policiales, asesinatos racistas, encarnizadas luchas entre bandas de gánsteres locales y estatales, florecimiento del mercado negro en vísperas de la segunda guerra mundial acompañan el crecimiento de la ya entonces gran megaurbe. 

La presencia de soldados y marineros de permiso en los primeros años de la década de los cuarenta, con la contienda mundial en su apogeo, y la inmigración masiva, sobre todo mexicana, acrecientan las tensiones raciales, los enfrentamientos entre pandilleros, tribus urbanas y grupos de jóvenes. La relativa decadencia de Hollywood, coincidente con la simultánea eclosión de Las Vegas, queda “compensada” con el incipiente crecimiento de los clubes de jazz, los juke joints, los antros de música, los oscuros ambientes cool frecuentados por negros. Crecen los locales de striptease y las ambiguas salas de burlesque, las casas de juego y los clubes de naipes, muchos de ellos ilegales. Aparecen y prosperan entretenimientos novedosos que acaban lindando con lo criminal: colonias nudistas que se convertirán en focos de pornografía, peleas de gallos que acabarán en refriegas entre sus dueños. Se mantienen la prostitución y el comercio sexual. Se dispara el consumo de marihuana y, en consecuencia, los muchos delitos adyacentes. 

Con el correr de los años cincuenta se incrementa la criminalidad por el desmesurado crecimiento de unos suburbios -barrios enormes de hormigón entrecruzados por autopistas- que albergaban a millones de desplazados del sur del Estados Unidos, víctimas de la posguerra. La siniestra fama de Los Ángeles ha trascendido los límites de la ciudad real -esa que se muestra en las páginas del libro- y puebla ya -estilizada, convertida en ficción- los títulos cinematográficos y las novelas policiacas, ámbitos en los que se acuña y empieza a reconocerse el sello “L.A. Noir”. Pese a que, como señala Heinmann, a partir de la década de los sesenta casi todas las ciudades importantes de los Estados Unidos podrían competir con el récord criminal de L.A., las obras de James Ellroy o Walter Mosley, o películas como Chinatown y L.A. Confidential, entre infinidad de ejemplos, han recuperado la condición mítica -tristemente mítica- de una ciudad que ha sido considerada durante mucho tiempo la cuna del delito y del vicio, del pecado y el crimen. Todo ello está en este magnífico Dark City. The real Los Angeles noir, el espléndido reflejo, el trasunto “verdadero”, histórico, palpitante y real de esa legendaria ciudad que tantas veces hemos visto en el cine o leído en los relatos del género negro. 

Os dejo con un texto de Ciudades de cine, que refleja el ya referido juego entre las ciudades reales y las recreadas en la pantalla. Tras él, el tema principal, compuesto e interpretado por el saxofonista argentino Gato Barbieri, de una legendaria banda sonora de una película no menos mítica -y actualmente controvertida-, El último tango en París, de Bernardo Bertolucci, con un muy notorio protagonismo de otra ciudad también fascinante y de muy poética representación cinematográfica.


Nunca se llega inocente a una gran ciudad. Al pisarla por primera vez, resulta muy difícil evitar tener una extraña y difusa sensación de familiaridad, como si ya se hubiese estado ahí en el pasado. La literatura y las artes visuales han favorecido la elaboración de una representación mental, más o menos precisa, de estos espacios de convivencia. Indudablemente, el cine es uno de los principales responsables de este sentimiento de déjà vu. En su condición de medio de masas por excelencia de nuestro tiempo, ha contribuido más que ningún otro arte a prefigurar las imágenes que de ciertas ciudades se tienen, y a modelar un imaginario urbano colectivo. Con su poderosa capacidad de sugestión y su fuerte impresión de realidad, el cine posibilita al espectador disfrutar del don de la ubicuidad, desplazarse virtualmente por infinitud de lugares. Por esta razón no es extraño que, cuando llegamos a una nueva ciudad, exclamemos: «¡yo ya había estado aquí!». 

En las últimas décadas la ciudad se ha convertido en un preciado objeto de estudio. Desde diferentes perspectivas, la historiografía humanística ha tratado de desentrañar las claves y los misterios de estos espacios que se han erigido en los componentes vertebradores de las sociedades contemporáneas. El mundo rural, antaño eje de la vida del hombre, orbita ahora en torno a estos grandes núcleos de población. Mientras el campo agoniza, vampirizado, la ciudad vibrante y con gula vive, ama, muere, consume, deglute y evacua sus miserias. El proceso de urbanización ha sido tan espectacular en el último siglo que ha impuesto sus condiciones y su dinámica. Es hoy la ciudad el lugar donde acontece la cotidianidad y la vida colectiva: habitamos en ella y de una u otra manera somos la unidad más básica de su estructura, esa vibrante célula que interactúa con ella mientras la moldea cada día. El espacio urbano funciona como un tejido en el que, en ocasiones, realidad y ficción se funden. 

El cine ha acompañado a las ciudades en el avance imparable que han experimentado. Ha sido testigo, pero también cómplice, de su desarrollo. Con su naturaleza fragmentaria, con su ubicuidad espacio-temporal, ha ayudado a la construcción del imaginario de ciudad, generando modos singulares de vivirla, pensarla, soñarla e incluso sufrirla. Ha dado testimonio fiel del desarrollo de las localizaciones que contemplaba, impresionando los periodos de convulsión y de transformación urbanas a lo largo del siglo XX. Tan grande ha sido su influencia sobre los espectadores que, a través de sus imágenes, el público se ha familiarizado con espacios urbanos en los que no ha estado físicamente. Barrios, calles, avenidas, esquinas y monumentos de ciudades distantes se han convertido, gracias al poder difusor del cine, en rincones fácilmente identificables por todos, en «viejos conocidos». No hace falta haber estado allí para reconocer la delicada línea que describen los rascacielos iluminados de Nueva York sobre un cielo nocturno; cualquiera puede, cerrando los ojos, imaginar una plaza de San Marcos adormilada junto al Gran Canal de Venecia mientras cientos de palomas aletean alrededor de su campanile; y prácticamente todos hemos estado gracias al cine en unos bulevares de París que enmarcan la Torre Eiffel, con ese típico y tópico fondo sonoro dominado por un romántico acordeón (también existen los estereotipos musicales urbanos). 

Por supuesto, hay una enorme distancia entre la ciudad real y la proyectada por el cine. Al fin y al cabo, a través de un filme solo podemos alcanzar una visión fragmentada de los espacios urbanos donde se desarrollan sus historias. Visión parcial que es, además, producto de la mirada subjetiva de los cineastas, que reinterpretan y deciden no solo lo que muestran, sino también cómo y en qué orden hacerlo. De esta forma, la ciudad filmada se constituye en un elemento más de una ficción que se puede asumir como verdadera en el caso de no conocerla. Existen, por lo tanto, no una, sino al menos tres versiones distintas de la misma ciudad: la real que crece y se desarrolla gracias al esfuerzo de sus habitantes, la representada por los cineastas en sus obras y, por último, la percibida por el público como fusión de las anteriores, en la que ambas se complementan. 

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Viajes, ciudades y escenarios de cine