Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 22 de enero de 2025

ABRAHAM VERGHESE. EL PACTO DEL AGUA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. El veterano espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad os ofrece esta semana un programa previsto para su emisión previa a las vacaciones navideñas, por esa idea, reiterada aquí por mí desde hace años, que ve en las vacaciones una oportunidad para la lectura sosegada y tranquila, demorada y plácida. Unos días especialmente idóneos para encerrarse en el ámbito doméstico, recogido y propicio, y adentrarse en el apasionante y placentero territorio de la literatura. Es por ello, por lo que suelo dejar para las emisiones inmediatamente anteriores a Navidad, la propuesta de libros voluminosos, cuya extensión, que los hace a menudo de imposible lectura en otros momentos del año marcados por la dictadura del calendario laboral, puede encajar de modo idóneo en el holgado plazo de las pausas vacacionales. 

Por diversas circunstancias, mi sugerencia de esta tarde, que se acomodaba de maravilla a esos no tan lejanos días vacacionales, no pudo encajar en el calendario de programas prenavideños, por lo que, como ocurrirá con otros libros leídos y disfrutados en 2024, irán apareciendo ahora, en este enero en el que todos estamos entregados ya de lleno a un previsible frenesí laboral o académico que hace que resulte más difícil entregarse al disfrute de unos libros muy extensos que exigen una dedicación temporal dilatada. 

Pese a ello, y tras este aviso para navegantes, quiero proponeros hoy dos novelas, sobresalientes desde el punto de vista de la literatura y que, además, suman entre ambas cerca de mil quinientas páginas -636 la primera de ellas y 784 la segunda-, que, estoy seguro, van a proporcionaros muchas horas de indiscutible placer lector. Hay, por otro lado, un par de concomitancias relevantes entre ellos y mi sugerencia del miércoles pasado, la espléndida Las propiedades de la sed, de Marianne Wiggins: su desbordante longitud -600 páginas, la novela de la norteamericana- y la presencia del agua -o mejor su carencia, la sed- como elemento central, incluso desde sus títulos. Si en Las propiedades de la sed, la guerra del agua en el Los Ángeles de las primeras décadas del siglo XX era el núcleo principal de la novela en su plano “real”, histórico; y, en el simbólico era la sed metáfora de la necesidad de amor, de vínculos, de recuperar a quienes hemos perdido, era sed de vida, de esperanza, de continuidad, en El pacto del agua, una de las dos obras de las que hoy quiero hablaros, está el líquido elemento no solo en la propia rúbrica de la novela, sino también en su desarrollo argumental -ríos, lluvias, inundaciones- y, sobre todo, en su plural simbolismo. 

La mera mención del nombre de este libro, El pacto del agua, os habrá situado a muchos de vosotros en el universo de su autor, Abraham Verghese, etíope pero con fuertes vínculos familiares, profesionales y personales con la India, país -casi un continente, en realidad- muy presente en esta novela y también en la anterior, Hijos del ancho mundo, de la que yo os hablé en Todos los libros un libro en una reseña de junio de 2011 de la que voy a recuperar ahora algunos de mis comentarios como preámbulo al análisis de su obra más reciente, este El pacto del agua que en 2023 publicó en nuestro país la editorial Salamandra, responsable también del anterior título que vio la luz en aquel 2011. 

Abraham Verghese nació en Adís Abeba en 1955. De padres indios, estudió Medicina en la India y Estados Unidos, país este último en donde vive actualmente, ejerciendo como médico y como profesor en la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford. Esa condición de doctor -que se ha plasmado en obras centradas específicamente en ese dominio- es muy notoria en sus novelas, repletas de referencias, pasajes, historias y hasta subtramas relacionadas con la medicina. Aparte de su formación clínica, Verghese se graduó también en el Taller de Escritura Creativa de la Universidad de Iowa. Autor de ensayos y libros de memorias, en España se han traducido las dos novelas mencionadas, Hijos del ancho mundo, un best seller mundial con millones de ejemplares vendidos en más de veinte lenguas, y esta reciente El pacto del agua

Empiezo, pues, con un muy breve recordatorio del primero de los títulos. Hijos del ancho mundo es una novela de lectura arrebatadora, absorbente, un libro espléndido que me ha emocionado y conmovido y entretenido e interesado y enseñado y proporcionado algunas horas, muchas horas, porque el libro es, como he anticipado, voluminoso, de placer y de auténtico entusiasmo apasionado a lo largo de un verano ya remoto. El texto original, escrito en inglés, está traducido por José Manuel Álvarez Flórez y presenta en sus numerosas e intensísimas páginas algunas faltas de ortografía menores, aunque deberían haberse evitado, y un número algo más apreciable de errores, entre los que destaca la reiterada confusión en la denominación de uno de los personajes, que llamándose Shiva, con h intercalada, aparece a veces sin ella, a veces denominado Shava (también en El pacto del agua hay una Bebé Mol que en ocasiones mantiene su nombre en inglés, -yo mismo haré uso en esta reseña, indistintamente, de las dos versiones-; nada de ello supone una especial repercusión en la comprensión del libro, pues el contexto nos permite suponer su personalidad auténtica y avanzar en la como digo, muy agradable lectura. 

Estamos ante un libro inabarcable y, por tanto, de imposible resumen en una reseña, sobre todo cuando, como en el caso de esta tarde, se trata de una recensión compartida con otro título, más actual, en el que sí quiero detenerme con más detalle. Me limitaré pues a ofreceros una sucinta sinopsis de su argumento y esbozaros algunos de los múltiples puntos de interés del libro, coincidentes, en lo sustancial, con los aspectos más sobresalientes de la otra novela comentada. 

En 1954, la hermana Mary Joseph Praise, una joven monja nacida en Madrás, en la India, y que desarrolla su vocación realizando labores de atención a los desamparados, deja su país natal y llega a Etiopía, al llamado Hospital Missing, para colaborar como enfermera en la noble misión que llevan a cabo los ejemplares profesionales que en él trabajan, la cura de los paupérrimos enfermos africanos. De una manera al parecer sorprendente la virginal hermana da a luz dos varones gemelos, Marion y Shiva, que parecen ser hijos del genial y abnegado cirujano del hospital, el doctor Thomas Stone, pero tal circunstancia resulta imposible de corroborar, pues la madre muere en el parto y el presunto padre desaparece de la clínica y del país, esfumándose durante décadas de la vida de sus hijos, en cierto sentido huérfanos al nacer. 

La novela narra la vida de esos dos niños, acogidos con cariño y devoción por otros dos médicos del hospital, la ginecóloga Hema y el clínico y a la postre también cirujano Ghosh, que acaban creando una familia con los pequeños, y a los que estos reconocen como a sus auténticos progenitores. Gran parte del libro se desarrolla en el microcosmos del entrañable hospital Missing, en el que ambos chavales crecen y en donde, rodeados por el afecto y la dedicación de los suyos, ven nacer su vocación como médicos, cirujano Marion, que es la voz narrativa del libro, y ginecólogo y obstetra Shiva, complementario y sin embargo tan distinto de su gemelo. 

Nos hallamos, pues, ante una novela en la que la medicina ocupa un lugar preponderante, en consonancia con la actividad profesional de su autor. Las descripciones de la vida en el hospital, las peripecias vividas en los quirófanos, las dolencias de los pobres pacientes, los detalles de las operaciones que se describen de modo minucioso y atinado, desempeñan un papel principal en el libro, pero la narración es tan viva, tan precisa, tan apasionante que en ningún momento este hecho, que pudiera resultar un lastre para cualquier lector medio, se constituye en un freno y bien al contrario, resulta uno de los grandes alicientes de la obra. Se trata, claro está, de un libro que disfrutarán sobre todo los profesionales de la medicina, pero en tanto que lo que en él se muestra es una vertiente extraordinariamente humana, una visión afable, cercana, cariñosa, comprometida, entregada del quehacer médico, cualquier persona con sensibilidad disfrutará de esas páginas. 

Pero es que, además, en la novela hay muchos otros puntos de interés: la indagación en los misterios y exigencias de la paternidad, pues Marion, que cuenta su vida retrospectivamente, desde sus cincuenta años, no renuncia a encontrar al doctor Stone, a todas luces su padre desaparecido, en una aventura apasionante que dura cinco décadas; las siempre intrincadas cuestiones relativas a la identidad, la búsqueda de las raíces, el rastreo de los orígenes de cada uno de nosotros, a través de historias de las familias de la hermana Mary Jo y de Thomas Stone; la ambientación, muy vívida, de las calles y las gentes de Adis Abeba; la formidable galería de personajes secundarios, que se desenvuelven en el mágico ámbito del hospital Missing, el fiel Gebrew y la infortunada Rosina, la desgraciada Genet y el talentoso farmacéutico Adam, la abnegada enfermera jefe y Almaz y la bella Tsige; y está también la historia de Etiopía, los convulsos acontecimientos sociales, políticos y militares que padece el país durante cincuenta años; e interesa igualmente la diversidad de escenarios, descritos con precisión: la India asiática y la Etiopía africana, sobre todo, pero también Boston y Nueva York, en donde Marion comienza su carrera médica. Y por encima de todo ello, de todas estas historias, están los sentimientos que impregnan el libro de forma inolvidable: amor, cariño, dulzura, amistad, ternura, y todo lo que no puede contarse: olores, ambientes, sensaciones, colores, evocaciones, miradas, pálpitos, estremecimientos, anhelos... para conformar una obra, como os digo, conmovedora que no deberíais dejar de leer. 

Todos estos elementos están también en El pacto del agua y afloran en la versión española de Eduardo Adrián Hojman Altieri, al que yo solo puedo ponerle una objeción: el vaivén constante en el libro entre las locuciones “en cuclillas” y “de cuclillas”, que se alternan en un uso indistinto a lo largo de toda la novela. Sin embargo, el Diccionario de la Real Academia de la Lengua solo acepta “en cuclillas”. En fin, minucias… 

A modo de apresurado resumen de esos puntos en común entre los dos libros mencionaré en primer lugar, claro está, la singular comparecencia de la India, Madrás en particular, escenario muy relevante -aunque no el principal- en ambos libros; la soberbia ambientación, abundante en detalles, minuciosa en la descripción de la vida cotidiana, en paisajes, costumbres, vestimentas, comidas, que transporta al lector a aquellos parajes exóticos; la estructura de saga familiar, con tramas que se extienden a lo largo de décadas siguiendo la genealogía de los protagonistas; la constante confrontación entre las peripecias personales, íntimas, de cada uno de ellos y los principales acontecimientos sociales, colectivos, “objetivos”, de la Historia en las distintas épocas y en los diferentes países; el sobresaliente “peso” de la medicina, omnipresente en la aparición constante de doctores, enfermeros, hospitales, clínicas, cirujanos, quirófanos, instrumental médico, en la exposición pormenorizada de operaciones, intervenciones, tratamientos, terapias y medicaciones, y en la incorporación a la historia de largos pasajes en los que se exponen síntomas patológicos, diagnósticos médicos, técnicas quirúrgicas, causas y efectos de las enfermedades; el tono general de bondad y altruismo, de abnegación y compromiso, de intensa humanidad, que se hace presente en la caracterización de la mayor parte de los personajes, casi todos magnánimos, afables, cordiales, compasivos, y en la creación de subtramas referidas a tareas de beneficencia, de auxilio caritativo, de entregada dedicación al prójimo, de sacrificada preocupación por los desvalidos, los enfermos, los leprosos, los dejados de la mano de Dios; el planteamiento religioso -en esencia cristiano, en consonancia con este mensaje de desinteresada y generosa consagración a los pobres y desamparados- que subyace a ambos libros; la atmósfera de “realismo mágico”, que entronca con las ancestrales tradiciones de los lugares en que se sitúa la acción, conjuros, misterios, supersticiones, encantamientos, divinidades exóticas, creencias irracionales, hechizos, leyendas, promesas, maldiciones, rituales seculares, sueños, visiones, en un “clima” cercano a lo místico, lo fantástico, lo irracional, lo simbólico; la relevancia de los grandes temas universales, lo que permite la lectura entusiasta y el disfrute apasionado por gentes del mundo entero: la identidad, las raíces, el amor, el sentido de la vida, la muerte, los recuerdos, la familia, la búsqueda de nuestro propio lugar en el mundo, el paso del tiempo, el conflicto entre tradición y modernidad; entre otros muchos aspectos menores. Dejo aquí un breve y muy bello fragmento revelador de este vertiente filosófica, universal del libro: En el viaje de regreso en autocar observa maravillada los interminables arrozales, a un leproso sentado en una zanja, y casas en cuyos oscuros interiores alcanza a ver a un anciano leyendo, a dos niñas jugando, a mujeres en la cocina... familias con sus propias vidas, ninguna de las cuales se libra del dolor. Un día todas esas personas serán sombras, así como también ella terminará enterrada y olvidada

Y, por encima de todo ello -o, más exactamente, dando coherencia a todo ello-, unos relatos -en los dos casos- brillantes, poderosos, apasionantes, torrenciales, magnéticos, adictivos, arrebatadores, emocionantes y líricos, deliciosos, bellísimos. Verghese es un maestro inventando ficciones sugestivas y reveladoras (¡Es ficción, claro! ¡Pero la ficción es la gran mentira que nos dice la verdad sobre el mundo!, afirma un personaje de El pacto del agua) y contando historias absorbentes e iluminadoras (Su arte, se dice a sí mismo, consiste en dar voz a lo común y corriente de maneras memorables y, al hacerlo, arrojar luz sobre el comportamiento humano y sobre la injusticia que suele presidirlo, en expresión de otro de los personajes de ese libro), interesantes y seductoras, quizá la mayor virtud -a mi juicio- de un narrador, pues ¿qué es la literatura sino el arte de seducir con historias, como sabemos desde Sherezade? A este respecto, en un muy esclarecedor texto de Verghese comentando el libro, al que puede accederse desde la página web de su editorial (Abraham Verghese sobre la pizarra: el origen de un portento - Penguin Libros ES), el escritor confiesa esa exigencia personal, que lo lleva a dotar a sus creaciones de la condición de «profluencia», un término que el difunto John Gardner define en sus libros clásicos El arte de la ficción y Para ser novelista como «un fluir abundante o constante». Para mí, en realidad, representa esa cualidad magnética y atrapante que yo me esfuerzo por crear. Estoy dispuesto a sacrificar casi todo en mi texto para alcanzarla


La historia que nos cuenta El pacto del agua es, también, de difícil síntesis. Corre el año de 1900. Estamos en Travancore, un pequeño pueblo en la región que años después de convertirá en el estado de Kerala, en el suroeste de la India. Una niña de doce años, hija de un predicador católico, abandona su hogar, a su querida madre y al resto de su familia, en un trayecto de casi un día, circulando en barco (ya, desde el principio, el agua) por un laberinto de canales, remansos, riachuelos y lagunas que fluyen entre vegetación exuberante, para casarse -en un matrimonio concertado- con un hombre mayor, de cuarenta años, analfabeto, viudo y con un pequeño, Jojo, de su anterior matrimonio. El marido, que vive en la gran finca de Parambil (un lugar encajado entre el mar Arábigo y los Ghats Occidentales, la extensa cadena montañosa que se extiende paralela a la costa oeste del subcontinente), serio, circunspecto, comprensivo y bondadoso, respeta la infancia de la chica, sin consumar el matrimonio hasta su mayoría de edad. La niña se adaptará a su nueva vida y, poco a poco, llegará a amar a su esposo. A los diecisiete años tendrá un hija, Baby Mol, y más tarde un hijo, Philipose. Pasan los años -casi ocho décadas, la historia llega a 1977- los hijos crecen y se casan y tienen, a su vez, hijos, y la joven novia acabará por convertirse en Gran Ammachi (Ammachi es “madre”; el nombre de la protagonista se nos oculta hasta el último tercio de la novela), la matriarca de Parambil, el núcleo central, la columna vertebral de aquella tierra y su comunidad, una construcción literaria espléndida, cuya fuerza, cuya vitalidad, cuyo ánimo, cuyo espíritu, cuya fortaleza, cuya generosidad y cuyo magnetismo (Gran Ammachi es el amor encarnado) irradian sobre todos los suyos y enamoran al lector. En este primer eje -el principal- del libro, conocemos la vida, llena de cambios, vicisitudes, anécdotas y acontecimientos, incidentes y sucesos, alegrías y triunfos, pérdidas y dificultades, amores, nacimientos y muertes, desgracias, huidas y separaciones, logros y fracasos, de esas tres generaciones de la familia, marcada por una maldición atávica, la “Condición”, al parecer hereditaria: en cada nueva generación un miembro de la progenie perecerá ahogado, un hecho, indefectible, irremediable, que nadie puede evitar y cuyas causas resultan inexplicables, siendo el propósito de su desvelamiento por parte de Gran Ammachi uno de los múltiples hilos argumentales de la novela. 

En paralelo hay otro relato, en apariencia ajeno a la trama principal, que gira sobre Digby Kilgour, un joven médico escocés, al que conocemos en Glasgow y que tras la trágica muerte de su madre, viajará de Gran Bretaña a Madrás para incorporarse al servicio médico indio durante la época colonial. Su intensa existencia es también muy sugestiva y fascinante con numerosos episodios, vivencias, lances, encuentros y experiencias que Verghese narra con su asombrosa inventiva y su hipnótico talento novelesco. 

El pacto del agua interesa, de entrada, por esta última cualidad, el formidable vigor de la narración, hecha de numerosas historias (que abarcan tres generaciones, dos continentes y varias ciudades y pueblos) que se entrecruzan con la troncal, en infinidad de ricos afluentes que se incorporan al incontenible río principal, contribuyendo a un caudal casi inagotable y a la postre desbordante (no me resisto, no puede ser de otra manera, a las metáforas acuosas). Así, el eje central que resigue la saga de la Gran Ammachi y su núcleo familiar se ve cruzado por infinidad de relatos que se enredan y entretejen con él, cada uno de ellos con protagonistas a cuál más memorable, casi todos con un punto de excentricidad. El aciago destino del pequeño Jojo, el hijastro al que la nueva esposa adora. La vida de Bebé Mol, su primera hija, víctima de una enfermedad, el cretinismo, perceptible en la cara ancha, la lengua demasiado grande para la boca, la voz ronca, la piel gruesa, las piernas cortas, los torpes andares de pato, una niña -una mujer, con el paso de las décadas- pese a ello inocente, feliz, lista, vivaz, alegre, con su sonrisa frecuente y su naturaleza generosa, y, sobre todo, con su don, su extraña habilidad para anticipar el futuro, como cuando anuncia, por ejemplo, la llegada de visitantes antes de que éstos aparezcan. «¡Allí viene Shamuel!», dice, y ellos no ven a nadie, pero tres minutos después Shamuel aparece. Philipose, el segundo hijo, que, consciente de la ancestral condena, incapaz de aprender a nadar, huye del agua hacia la tierra (Un niño de diez años que no puede conquistar las aguas se vuelve ferozmente hacia la tierra). Lo seguimos en sus estudios fallidos en Madrás; en su pasión por los libros (la novela está repleta de referencias literarias, Moby Dick, Grandes esperanzas, Tom Jones, Oliver Twist, Thackeray, Cervantes, Thomas Hardy, Flaubert, Dostoievski, Tolstói, Gógol); en su amor, tierno y a la vez terrible, funesto, por Elsie; en la infortunada estrella del hijito de ambos, Ninan, que huyendo también de la maldición (Bebé Ninan no está interesado en caminar, salvo como medio para trepar), encontrará en los árboles su desventura; en el abandono de su mujer; en su hundimiento en los abismos del opio; en la búsqueda de sentido a través de sus Inficciones, las colaboraciones periodísticas bajo el seudónimo de El hombre común. Y es conmovedora y bellísima la historia de esa Elsie, el dulce enamoramiento de Philipose, su matrimonio feliz, el difícil primer embarazo y el complicado parto, la exaltación que trae el nacimiento, su torturada vida interior, su huida, su dedicación al arte (en un elemento -la escultura- claramente accesorio y tangencial pero que ya estaba presente en Hijos del ancho mundo), los insondables secretos que solo resolveremos al término del libro. Y hay otra hija de Elsie, Mariamma, la tercera generación de la familia, que crecerá arropada por su abuela, estudiará Medicina en Madrás y se convertirá en médica -bajo la influencia de la Anatomía del cuerpo humano de Henry Grey, el manual clásico de esa disciplina, al que accederá de niña en un volumen que cruza el libro y entrelaza a personajes e historias-, decidida a investigar el misterio de la “Condición”, para acabar desvelando algunos de los secretos familiares (y no creo revelar ningún elemento sustancial que pueda destripar el interés del potencial lector por el final del libro si os transcribo el hallazgo esencial de la muchacha: Y ahora ella, Mariamma, a quien no le habían confiado ningún secreto, lo sabe todo; que son una gran, condenada, feliz familia). Y de nuevo aflora Digby, su crecimiento en Glasgow con un padre desaparecido y a cargo de una madre obligada a una vida durísima para sacar adelante a su hijo; sus estudios de Medicina; el “destierro” a la India tras la dramática desaparición de su progenitora; su difícil adaptación a Madrás; su sensibilidad ante las duras condiciones de vida de los indios; su identificación con los parias (Él mismo, por otra parte está en una situación parecida: oprimido en Glasgow, opresor en la India. La idea lo deprime); la concienzuda entrega a su profesión; el romance con la mujer de su superior directo en el Hospital en que trabaja; el desdichado final de su amor, con consecuencias fatales, marcado física y psicológicamente; su dedicación a los enfermos en la leprosería de Santa Brígida, un lugar de estigma y exclusión. Y en Santa Brígida está otro doctor, Rune Orqvist, un personaje entrañable, un sueco llegado a la India tras numerosas y sorprendentes peripecias (Con su amplia circunferencia y su resonante voz de barítono, la primera impresión que causó aquel extranjero rubio y barbado fue la de un oráculo: la clase de hombre que, ataviado con vestiduras apostólicas y con un cayado, podría haber bajado de un dhow junto a santo Tomás. En todo caso, su llegada estaba envuelta en tantos mitos como la del propio apóstol), un médico generoso, que tras donar todos sus bienes, se dedicará en cuerpo y alma a su tarea humanitaria, a un propósito místico, la curación de leprosos en un hospital -el Santa Brígida antes mencionado-, un lazareto ruinoso y aislado, que él rehabilitará dando vida y sentido a sus tristes y hasta entonces “apestados” pacientes. Con peso también en la novela, Lenin Por Siempre Jamás es el hijo de Lizza Chedethi, una paciente de Digby, que salvó a madre y niño en un parto peligroso. Lenin, que en las notas de realismo mágico que impregnan el libro, nace con una irrefrenable compulsión hacia las líneas rectas, dirige sus pasos en esa dirección y vive su vida guiado por ese principio inspirador: caminar siempre por el camino recto, tendrá un lugar destacado en los capítulos finales del libro. En Madrás, durante sus estudios universitarios, descubrirá simultáneamente a Mariamma y las ideas del comunismo y de la Teología de la liberación, enamorándose de la primera e implicándose políticamente con las segundas, en otro hilo relevante de la obra. Y cómo olvidar a Koshy Saar, de paso fugaz pero muy estimulante por la novela, un personaje excéntrico y singular, un antiguo profesor que había combatido en la Gran Guerra y al que conocemos ya retirado, viviendo de su pequeña pensión en un espacio diminuto atiborrado de libros. Él será el responsable de la atracción de Philipose -y de toda su familia- por la literatura: ¡Koshy Saar tiene estantes llenos de libros en todas las paredes! ¡Y pilas de libros así de altas en el suelo! Y tantos otros: el afectuoso Shamuel, inolvidable en su servicio a la casa de Parambil; la anciana Odat Kochamma; la joven Anna Chedethi, de bella voz y cariñosa dedicación a Mariamma; Joppan, hijo de Shamuel y reivindicativo vecino de la familia protagonista; la propia Lizza; el revolucionario Arikkad; la elegante y atractiva Celeste Arnold; la jefa de enfermeras Honorine; entre otros muchos. 

Verghese reconoce en la postrera sección de “agradecimientos” la fuente principal de su fecunda inventiva, en un texto muy esclarecedor que por ello mismo os transcribo: En 1998, mi sobrinita Deia Mariam Verghese le preguntó a su abuela: «Ammachi, ¿cómo eran las cosas cuando eras niña?» Cualquier respuesta oral habría sido insuficiente, por lo que mi madre, Mariam Verghese, llenó ciento cincuenta y siete páginas de un cuaderno de espiral con recuerdos de su infancia escritos en una letra cursiva firme y elegante. (…) Mamá falleció en 2016, a los noventa y tres años, pero incluso en sus últimos meses de vida (mientras yo estaba escribiendo este libro) solía llamar para contarme algún recuerdo que acababa de salir a la superficie (…) He utilizado muchas anécdotas de mi madre en El pacto del agua, pero lo más importante para mí era reproducir su voz y el ambiente que evocaban sus palabras, que yo complementé luego con mis propios recuerdos de las vacaciones de verano que solía pasar con mis abuelos en Kerala y de mis visitas posteriores, mientras estudiaba en la facultad de Medicina. 

Otro motivo de interés del libro es su convincente ambientación en una India que comparece, con nitidez, meticulosidad, precisión y verosimilitud, en muy diversos y sugestivos frentes de los que quiero dejaros alguna muestra. En primer lugar, los detalles de la vida cotidiana que afloran en cientos de ejemplos que impregnan de “color local” el relato: las vestimentas, las costumbres del día a día, los mercados, las construcciones tradicionales, los ritos y las tradiciones, las supersticiones, la aterradora aunque exultante irrupción de los monzones, el abigarramiento de los trenes, que operan en el libro como metáfora (Media vida he pasado en trenes y he visto a desconocidos de todas las religiones y castas llevarse bien en un compartimento... No comprendo por qué no pasa lo mismo fuera del tren. ¿Por qué, sencillamente, no nos llevamos bien todos?), la compleja estructura del sistema de castas que el autor nos explica con prolijidad y afán pedagógico. La “traslación” del lector a aquellos parajes exóticos se produce también a través de las descripciones del entorno físico, lugares y paisajes, una naturaleza exuberante (arrolladores cursos de agua, arrozales inundados, interminables plantaciones de té, plantas de café, cocoteros y palmas de Palmira, árboles inmensos de enormes hojas, arbustos frondosos, matas trepadoras, flores de loto y nenúfares gigantes, selvas tupidas e intrincadas, serpientes y elefantes, monos, aves múltiples), aunque a menudo hostil y hasta feroz, devastadora. E igualmente “degustamos” la India gracias a la detenida y muy apetitosa presentación de la rica -en todos los sentidos- gastronomía de la región, pues Verghese se demora al explicar la elaboración de los platos, la abundancia de colores, olores y sabores, los inusitados matices de los condimentos, las especias, los muy singulares ingredientes. En un plano más amplio, la India está presente también en las múltiples notas históricas que, entrelazadas con la trayectoria familiar (La niñita ha oído rumores de que la suya es una genealogía repleta de secretos y que entre sus antepasados había traficantes de esclavos, asesinos y un obispo apartado del sacerdocio), puntean el relato, le ponen contexto y permiten al lector adentrarse en las circunstancias políticas, sociales, económicas y culturales del inmenso subcontinente a lo largo de su Historia y, en particular, en los primeros setenta y cinco años del siglo XX: el comercio de las especias (durante siglos antes de Cristo, los vientos del sudeste hinchaban el velamen triangular de los dhows conduciendo a sus tripulantes hasta la «Costa de las Especias», donde compraban pimienta, clavo y canela); el posterior tráfico mercantil con Palestina, Génova y Venecia; las expediciones de portugueses, holandeses, franceses e ingleses; las familias reales de Travancore, cuyas dinastías se remontan a la Edad Media; el dominio británico y el conflicto colonial; la explotación económica, la esclavitud “de facto”, la discriminación y el racismo; los soldados indios luchando en las tropas del país colonizador en las guerras mundiales (Esos hombres fueron enviados a toda prisa al Sudán británico para liberar Abisinia de los italianos, y allí vieron la muerte y mataron; ahora se dirigen a Birmania a detener el avance japonés); las repercusiones de las contiendas en las poblaciones locales; la ya imparable lucha por la independencia (los oficiales que regresan ahora son hombres condecorados por su valentía, hombres que presenciaron cómo soldados a sus órdenes morían para liberar a los abisinios, para liberar a los franceses, para liberar a Europa del yugo de Hitler; no aceptarán nada menos que la libertad para la India); Gandhi; el ansiado logro, tras el trascendental discurso de Nehru (Cuando falta poco para la medianoche del 14 de agosto de 1947, la voz del primer ministro Jawaharlal Nehru suena en la radio, pronunciando las palabras más emocionantes que han salido de ese aparato desde el momento en que empezó a funcionar. Horas antes, ese mismo día, ha nacido Pakistán. «Hace muchos años», declara Nehru, «tuvimos una cita con el destino. Al filo de la medianoche, mientras el mundo duerme, la India despertará a la vida y a la libertad.»), con repercusión literaria en otra novela genial, Hijos de la medianoche, de Salman Rushdie; la llegada de la modernidad a Parambil: el periódico, la radio, la oficina de correos; la creación del Estado de Kerala, que alberga las regiones en que transcurre la novela; la irrupción del “Partido” y la victoria de los comunistas en las elecciones locales; los movimientos revolucionarios, en particular los naxalitas (nombre que procede de Naxalbari, una pequeña aldea de Bengala Occidental en la que los campesinos, hartos de trabajar como esclavos para los terratenientes y al borde de la muerte por inanición atacaban e incluso mataban a sus explotadores y a los funcionarios corruptos), de acción violenta y también violentamente reprimidos; la India socialista; entre otros muchos acontecimientos que se filtran -a veces como mero telón de fondo, otras de un modo más central- en el relato. 

Un eje fundamental en el libro, y en la obra de Verghese, es la dimensión mágica, excesiva, como de fábula, desmesurada y extravagante. El relato está repleto de sucesos extraordinarios, azares, coincidencias, incidentes inexplicables a la luz de la racionalidad más previsible, cargados de un simbolismo algo esotérico: los sueños y las visiones, de valor profético; el carácter cíclico del tiempo, una rueda en la que pasado, presente y futuro se entrelazan de manera inusual, con eventos que parecen repetirse; extraños diagramas que representan enrevesados árboles genealógicos que encierran claves ocultas; espíritus que aparecen de improviso, fantasmales, y dejan oír su voz espectral, interpelando a los vivos; la excepcional clarividencia de Bebé Mol (el don de su hija de anunciar visitantes antes de que lleguen se extiende a la predicción del mal clima, los desastres y las muertes); la presencia de Damo, un elefante dotado de una intuición, una sentimentalidad y una inteligencia casi humanas (Entonces se topa con Damo, que la está mirando directamente con un tronco metido en la boca. «Perdona a tu marido, no sabe lo que hace.» Lo oye tan claramente como si hubiera sido una voz humana); la inexplicable capacidad de Mariamma para ver en tres dimensiones cualquier imagen reproducida en un libro; y sobre todo, la recurrencia de la maldición familiar, la “Condición” que se transmite de generación en generación y que constituye un persistente leitmotiv a lo largo de toda la novela, una fatal condena relacionada con el agua. 

Y es, precisamente, el agua, en su doble dimensión simbólica y real, el que quizá sea el componente más importante del libro. Desde el punto de vista “material” la novela está atravesada -ya se ha dicho- por infinidad de alusiones al acuático elemento: Es un mundo que parece la fantasía de un niño, con sus arroyos y sus canales, una celosía de lagos y lagunas, un laberinto de remansos y estanques de lotos color verde botella, un amplio sistema circulatorio, puesto que, como decía su padre, toda el agua está conectada. Un universo líquido por el que se desplazan los personajes en esquifes, canoas, barcazas y ferris, las quillas partiendo las aguas, los remos y las pértigas hundiéndose y salpicando (A falta de caminos decentes, transportes regulares y puentes, el agua es la carretera principal). El agua de los juegos de los niños zambulléndose de cabeza en el río; el agua de los baños rituales purificadores, también la desgracia de los cuerpos arrastrados por la corriente, las destructivas inundaciones del monzón, que arrasa como un dios vengativo; el agua que es el hilo conductor que une las vidas de los personajes y sus experiencias a lo largo de generaciones, como queda de manifiesto en un pasaje revelador que os dejo al final de esta reseña y que casi clausura el libro desvelando (¡atención, ligero spoiler!) alguno de sus secretos, entre ellos el del título de la novela. 

Pero el agua se presenta, fundamentalmente, en su valor simbólico: elemento de vida y muerte; advertencia constante de la fragilidad de la vida y la inevitabilidad de la muerte; reflejo de la vulnerabilidad humana frente a las fuerzas de la naturaleza; fuente de sustento y prosperidad; símbolo de purificación y redención, de paz y renovación; vínculo entre generaciones, recordatorio del funesto lazo que une a la familia, de su aciaga historia compartida; representación complementaria y ambivalente de la continuidad y del cambio, de la tradición y la adaptación, de lo permanente y lo fluido, de la continuidad, la perdurabilidad y la inmutabilidad y también de los desafíos, las novedades y las transformaciones, de la identidad cultural de un pueblo cuyas festividades, rituales, cotidianidad, coordenadas espirituales y hasta sueños (Los sueños de buen augurio deben tener hojas verdes y agua: su ausencia define las pesadillas) están asociados al agua: Esta agua es preciosa, Señor: es agua de nuestro propio pozo; esta agua es nuestro pacto contigo, con esta tierra, con la vida que Tú nos has dado. Al nacer, nos bautizamos con esta agua; luego crecemos y nos llenamos de orgullo, pecamos, nos quebramos, sufrimos, pero con el agua lavamos nuestros pecados, somos perdonados y volvemos a nacer, día tras día, hasta el final de nuestra vida, como afirma Ammachi. 

Sin apenas tiempo ya más que para un par de comentarios finales, quiero volver a subrayar la importante presencia de la medicina en el texto, así como ciertos elementos de estilo representativos de la literatura de Verghese. En El pacto del agua, los “apuntes” médicos son fundamentales para la narrativa y están profundamente entrelazados con la vida de los personajes y la evolución de la trama: el carácter patológico de la “Condición”, vinculada (y aquí hay otro leve “spoiler”) a una característica genética de la familia; los numerosos ejemplos de práctica médica en el curso de la narración, que alberga varios médicos, en particular cirujanos, enfermeras y profesionales sanitarios entre el elenco de personajes, cuya labor profesional se presenta con detalle; el contraste entre la sabiduría ancestral de la medicina tradicional india y los métodos modernos y avanzados que introduce la influencia colonial británica; la condición ambivalente del agua -una vez más- en relación ahora con su valor como fuente de vida y salud y como origen de contagios y causa de enfermedades; las repercusiones éticas de las decisiones médicas, la vertiente menos “técnica” de la ciencia médica, la que tiene que ver con los cuidados y la compasión, con la cercanía, el apoyo emocional y la empatía, en un libro impregnado -como ya he resaltado- de altas dosis de humanismo. En todo ello se revela de manera ostensible, como ya ocurría en Hijos del ancho mundo, la principal dedicación profesional del autor. 

En relación, ya para terminar, con el particular y muy identificable estilo de Verghese, quiero recalcar ese tono bondadoso y, como acabo de señalar, humanista de sus propuestas literarias. Ambas novelas “respiran” un clima afable, benevolente, cordial, cercano. Los personajes son -prácticamente todos- benignos, compasivos, tolerantes, dotados -como ha escrito muy acertadamente un crítico- de un temperamento casi bíblico, acorde al mensaje de tolerancia, magnanimidad, despojamiento, abnegación y clemencia propios de la versión más elemental, más primitiva, sin duda más noble, de las enseñanzas cristianas de las que el pensamiento de Verghese es un claro exponente. Son comprensivos y conciliadores en un grado algo irreal, excesivo: la maldad se redime, la corrupción se castiga, la infracción, el pecado, las transgresiones, las faltas acaban por ser perdonados, las desavenencias se resuelven en reconciliación. El lector se ve sumido en un estado de apacible bienestar y acaba el libro rezumando optimismo, seguridad, fuerza, ánimo, entrega, también ternura, melancolía, generosidad, amor (Omnia vincit amor: et nos cedamus amori, escribe Verghese en la dedicatoria final del libro, destinada a su mujer). Pese a ello, esta circunstancia ha sido criticada en algún análisis del libro, que ve en ella una deficiencia y una limitación importantes de la novela, por cuanto denotaría un cierto conformismo, una cierta complacencia culpable con la desigualdad, la injusticia y el mal del mundo, una tolerancia implícita, absurdamente bienintencionada, ingenua -y por tanto ciega- de su autor ante los problemas de la existencia. Así, la niña casada a la fuerza con un hombre treinta años mayor se enamora profundamente de él; las castas altas y las inferiores -Shamuel es pulayar, el estrato más bajo, y tiene prohibido entrar siquiera en las casas de sus amos- se profesan un cariño y una devoción mutuos; los representantes de la Inglaterra colonizadora y sus súbditos coexisten en educada convivencia; el revolucionario comunista acaba “viendo la luz” y comprendiendo lo intolerable de su rebelión violenta; la llegada de la independencia acaba con todos los males preexistentes, fruto implícito, por tanto, del colonialismo opresor. 

En fin, no hay tiempo para más. Leed, a pesar de que ya hayamos dejado atrás las vacaciones, estos dos libros inagotables y bellísimos, Hijos del ancho mundo y El pacto del agua. Estoy convencido que vais a disfrutar de ellos. Tras el fragmento prometido, que recoge el espíritu de la última de las dos novelas, subraya el protagonismo del agua, explica el sentido último de su título, resume las peripecias de algunos de sus protagonistas y esconde alguna pista que quizá algún futuro lector de la obra prefiera mantener oculta, os dejo con uno de los temas musicales de los varios que se mencionan en El pacto del agua. En el Baile de Otoño del Instituto Ferroviario de Madrás, en 1935, una sensual crooner se une a Digby y sus acompañantes para interpretar Los chubascos de abril. Será, pues, April showers, con su alusión inequívoca al tema principal del libro, la que ponga punto final a mis comentarios de esta tarde, en una versión muy posterior, de 1956, a cargo de la innegablemente sensual Judy Garland. 


El canal sigue su rumbo, empapando el dobladillo de su sari, sin amilanarse por su angustia, por lo que ella acaba de enterarse. Le resulta indiferente a esa agua que conecta todos los canales, un agua que está en el río de más adelante, y en los remansos, y en los mares y océanos: una masa de agua. Esa misma agua discurría delante de la casa Thetanatt donde su madre aprendió a nadar; condujo a Rune hasta allí para que restaurara un lazareto abandonado; y transportó a Philipose para que salvara a un bebé moribundo, uniendo sus manos a las de Digby; esa misma agua arrastró a Elsie a la muerte y luego la entregó, renacida, a los brazos del hombre que la amaba más que a la vida misma... y que engendró a la única hija de Elsie, Mariamma. 

Y ahora esa hija está allí, de pie en el agua que los conecta a todos en el tiempo y el espacio, como ha hecho siempre. El agua en la que entró apenas unos minutos antes se ha ido hace mucho tiempo y, sin embargo, sigue allí, con el pasado y el presente y el futuro entrelazados inexorablemente, como si el tiempo mismo se hubiera encarnado. Ése es el pacto del agua: que todos están ineludiblemente unidos por sus actos de acción y omisión, y que nadie está solo. Se queda oyendo ese mantra burbujeante, el cántico que nunca cesa, repitiendo su mensaje de que todo es uno. Lo que ella pensaba que era su vida es todo maya, todo ilusión, pero una ilusión compartida. Y qué otra cosa puede hacer salvo seguir adelante.

Videoconferencia

Abraham Verghese. El pacto del agua 

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