Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 26 de febrero de 2025


JONATHAN LITTELL Y ANTOINE D'AGATA. UN LUGAR INCONVENIENTE

Hace un par de días, el 24 de febrero, se cumplieron tres años del comienzo de la invasión de Ucrania por las fuerzas de los ejércitos de Rusia, movidos por el afán imperialista del siniestro Vladimir Putin. En aquellos días, en Todos los libros un libro dediqué un programa -que se ha ido “actualizando” desde ese momento en cada nuevo aniversario- a libros relacionados, de modo directo o tangencial, con el pasado y el presente del país centroeuropeo, de convulsa historia, marcada por ocupaciones diversas, guerras, genocidios e innumerables padecimientos. En esas tres emisiones, las correspondientes a los años 2022, 2023 y 2024, os he ofrecido cerca de decena y media de libros, en su mayor parte novelas aunque impregnadas de la trágica y compleja realidad ucraniana. Así, han aparecido aquí HHhH, de Laurent Binet; el revelador Calle Este-Oeste, de Philippe Sands; Las benévolas, la desbordante novela de Jonathan Littell; La liebre con ojos de ámbar, el singular ensayo de Edmund de Waal; Los hermanos Ashkenazi y La familia Karnowsky, de Israel Yehoshua Singer; La octava vida (para Brilka), de la georgiana Nino Haratischwili; el clásico Vida y destino, de Vasili Grossman; el muy actual El orden del día, del francés Éric Vuillard; Orfanato, del ucranio Serhiy Zhadan; Zov, del ruso Pável Filátiev; Las arpías de Hitler y, sobre todo, La fosa, ambos de Wendy Lower; y, hace ahora un año, Un hogar para Dom, de la infortunada escritora ucraniana Victoria Amelina. 

Uno de estos autores, Jonathan Littell, vuelve hoy a Todos los libros un libro, con una obra espléndida, muy dura, insoportable casi en su aspereza, para recordar de nuevo a todos nuestros oyentes el terrible drama que sigue viviendo Ucrania, ahora que, pasados los primeros momentos en que la guerra ocupaba las primeras páginas de periódicos y noticiarios, su horror parece haber quedado olvidado, sepultado por una frenética actualidad, pródiga, por otro lado, en tragedias, catástrofes e infortunios. Mi propuesta resulta especialmente oportuna en estos días en que dos autócratas -cada uno a su manera- parecen decididos a repartirse el pastel económico y geoestratégico en disputa en los campos y las ciudades de Ucrania. 

Jonathan Littell es un escritor franco-norteamericano, nacido en Nueva York, de una familia judía de orígenes lituanos emigrante en los Estados Unidos. De formación mixta -bachillerato en Francia, en donde vivió su infancia a causa de la profesión de su padre, periodista, y universidad en Yale- Littell saltó a la fama literaria -y también a la polémica y la controversia- a partir de la publicación en 2006 de Las benévolas, una monumental novela, un best-seller mundial del que yo hablé aquí por primera vez en 2014 en el seno de una serie dedicada a conmemorar los setenta años del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Y es que el libro, publicado en nuestro país en 2007 por el sello editorial RBA en traducción de María Teresa Gallego Urrutia, relata la historia de Maximilian Aue, un alto oficial nazi, perteneciente a las SS que, décadas después de la finalización del espantoso enfrentamiento, ya mayor, casi anciano -había nacido en 1913-, director en Francia de una fábrica, casado y con familia, cuenta, amarga y descarnadamente, su experiencia durante los años de la contienda, en los que ocupó cargos de responsabilidad en el ejército alemán, y durante los cuales estuvo presente en todos los lugares y los momentos decisivos del brutal conflicto bélico. En la novela, cuya breve sinopsis argumental vuelvo a recordaros porque está muy relacionada con el título que ahora presento, conocemos el cruel itinerario vital de un Max Aue que formará parte de los Einsatzgruppen, los comandos de exterminio en Ucrania y Crimea, protagonistas de algunas de las más inhumanas masacres de la guerra, el asesinato indiscriminado de judíos y colaboradores comunistas en el Cáucaso; luchará en el frente de Stalingrado y participará de la organización y gestión de la “Solución final”, el transporte, “aprovechamiento” y eliminación de los prisioneros -no solo judíos- en diversos campos de concentración, sobre todo en Auschwitz. La novela, desbordante, se mueve en dos planos, el objetivo -la descripción, con precisión propia de un texto de historia, del panorama en el frente y en la retaguardia, en los pueblos asediados y en los cuarteles generales del nazismo, la cotidianidad de la guerra, los rutinarios y pese a ello despiadados hábitos de las campañas de exterminio- y el subjetivo y más “literario” relativo a la peripecia intelectual y vital de Auer, sus luchas internas, su conflictiva biografía. 

Littell posee también una amplia trayectoria como colaborador de asociaciones humanitarias, con actividad en los Balcanes, Chechenia, Afganistán, el Congo y Rusia. Especialmente concernido por la “cuestión judía”, la persecución y el Holocausto de millones de miembros de su pueblo, no solo centró en ese asunto su obra principal, sino que, ahora, casi veinte años después de su publicación vuelve a él en este Un lugar inconveniente, el estremecedor libro cuya indispensable lectura os recomiendo hoy, como correlato excepcional a este tercer aniversario del inicio de la injusta y atroz invasión rusa de Ucrania. Presentado por Galaxia Gutenberg en septiembre de 2024, con traducción del francés de Robert-Juan Cantavella, su publicación originaria contó -y el dato es relevante, como luego veremos- con una ayuda del Babyn Yar Holocaust Memorial Center (BYHMC). Un lugar inconveniente no es, en puridad, un libro de Littell en exclusiva; pues sus densas, dramáticas, demoledoras y pese a ello -o precisamente por ello- necesarias trescientas cincuenta páginas aparecen entreveradas de un centenar de imágenes -algunas de muy difícil contemplación, dada su crudeza- de Antoine d’Agata, fotógrafo francés con una amplia carrera profesional a sus espaldas. 

En 1990, un jovencísimo Littell, con solo veintitrés años, conoció, por motivos profesionales, la respuesta del escritor Maurice Blanchot a una propuesta de colaboración en una revista universitaria norteamericana para un número monográfico sobre “La literatura y la cuestión ética”. El intelectual francés contestó a la invitación confesando su miedo, su desesperación. En su carta, que Littell traduciría para la mencionada revista, Blanchot escribía: “Otra vez, otra vez”, me dije. No es que pretenda haber agotado un tema inagotable, al contrario, tengo la certeza de que ese tema vuelve a mí porque es intratable. En las primeras líneas de Un lugar inconveniente Jonathan Littell recupera esa idea como significativo preámbulo que, en cierto modo, explica el libro que tenemos entre manos: Un tema intratable que vuelve a mí. Y así es, en realidad. A comienzos de 2021, un amigo le pide que escriba sobre Babyn Yar. «¿Por qué no escribes algo sobre Babyn Yar? Deberías escribir sobre Babyn Yar.» le dice. ¿Otra vez? Oh, no, otra vez no, será su respuesta. Pero su amigo, muy persuasivo, insistirá. «Escucha, tú trabajas con Chernóbil –me decía–. Babyn Yar es lo mismo, es una Zona.» La idea no carecía de interés. Tanto más cuanto que «Zona de exclusión», el término de uso común en francés y en inglés, no es una traducción correcta: Zona vidtchouzhennia, el término ucraniano, lo mismo que el término ruso Zona ottchouzhdeniia, sería más bien «Zona de alienación». Y Littell apostilla: Casualmente, Antoine d’Agata estaba en Kyiv. «¿Y si lo hacemos juntos?», le dije. En mitad de la confusión, siempre es mejor tener compañía

Este es el desencadenante de Un lugar inconveniente, un comienzo azaroso, casual -o quizás no tanto- que lleva al escritor y al fotógrafo a Kyiv (en una nota introductoria al libro su autor precisa, a mi juicio con buen criterio, que en él privilegiará la grafía ucraniana de los nombres o los topónimos; y así Kyiv y no Kiev, Babyn Yar y no Babi Yar, Volodymyr antes que Vladimir; entre otros muchos; más discutible resulta, sin embargo, que la traductora mantenga el término Belarús, con el que Littell se refiere a Bielorrusia, el país vecino y, en tanto prorruso, enfrentado a Ucrania) para visitar el sitio, inventariar los restos del pasado, hablar con alguno de los muy escasos testigos vivos de los sucesos allí ocurridos, con vecinos, autoridades locales, investigadores, responsables de museos e instituciones en un intento de reconstruir la memoria del emplazamiento y de los atroces crímenes allí perpetrados (Porque a fin de cuentas todo esto no es más que una historia de recuerdos, de recuerdos más o menos verdaderos, más o menos desagradables, más o menos olvidados); una memoria que hoy aparece como totalmente fragmentada, forma[ndo] como un caleidoscopio en el que cada cual contempla a sus propios muertos, al tiempo que la imagen de los otros queda borrosa, difractada, indecisa

Babyn Yar, el primero de los dos lugares inconvenientes del libro, es un barranco situado a las afueras de Kyiv, hoy en parte urbanizado e integrado en el centro de la ciudad, en el que entre los días 29 y 30 de septiembre de 1941 fueron asesinados, a sangre fría y de manera despiadada, 33.771 judíos, según los ordenancistas cómputos de los responsables de los comandos nazis. En total, en los meses de la ocupación por las tropas de Hitler la cifra de fusilados en el barranco superó las cien mil personas (El total de víctimas se estima en unos cien mil, 60.000 judíos y otras 40.000 personas: soldados del Ejército Rojo, marineros de la flota del Dnipró, comisarios políticos, agentes del NKVD, civiles tomados como rehenes, gitanos, nacionalistas ucranianos, sacerdotes, enfermos mentales y muchos otros que tuvieron la desgracia de disgustar al ocupante. Eso en cuanto a los hechos acaecidos entre 1941 y 1943). Littell ya había relatado en Las benévolas, de un modo detallado, minucioso, desasosegante y perturbador, este espeluznante momento de la historia de Ucrania, de Europa y, en realidad, de la humanidad entera. La masacre en sí ya la describí en otra parte. Aquí no volveré sobre ella; y en su rotunda afirmación, uno cree percibir el eco del espanto. 

El Babyn Yar que el escritor y el fotógrafo se encuentran en esa su primera visita para el libro, en abril de 2021 (Littell ya conocía Ucrania, y Kyiv, desde 2002, cuando investigaba para una obra anterior), es un emplazamiento anodino, sin interés, una paraje urbano sin especial relevancia, tan insustancial que la pareja se cuestiona la conveniencia de iniciar siquiera su proyecto. Con un afán y una mirada casi periodísticos, Littell lleva a cabo un inventario de lo que allí se ve: dos parques, un bosque, un barranco grande y algunos otros más pequeños, un río subterráneo, monumentos (muchos monumentos), tres iglesias, una de ellas muy antigua y dos nuevas, una sinagoga también flamantemente nueva, un psiquiátrico, una prisión psiquiátrica, un instituto psiquiátrico inacabado, dos cementerios (uno ortodoxo, el otro militar), los restos de otros dos cementerios arrasados (uno judío, otro ortodoxo), las oficinas de la televisión ucraniana, la torre de la televisión ucraniana, edificios de apartamentos, tiendas, escuelas y parvularios, un cine abandonado, un metro, una maternidad, un hospital, una morgue. Salvedad hecha de los monumentos y, quizá, de los cementerios, nada apunta en el sitio a su terrible pasado. Estamos ante un lugar como cualquier otro. En viajes muy anteriores al suyo, John Steinbeck, en 1947, ni menciona el lugar, y Eli Wiesel, en 1965, se lamenta de que los guías turísticos se muestran reticentes ante una posible visita: No vale la pena el viaje; no hay nada que ver. En efecto, no hay “nada que ver” (Lo que se ve a simple vista puede uno verlo en otras partes. En cualquier sitio de Kiev. En cada plaza, en cada lugar público. Es como si Babyn Yar se extendiera a toda la ciudad). Todo se mantiene oculto, constatan los visitantes, hay como un fingimiento general sobre la normalidad de la zona, todo parece conspirar para que el espeluznante pasado no aflore; invisible, disimulado su secreto de horror, espanto, crueldad e ignominia. Otro tanto ocurre durante el viaje de Littell y d’Agata, el espacio actual se presenta como el lugar de la ausencia, como un “no lugar”, en cierto modo como una idea, también un símbolo que expresa una cierta dimensión del mundo mucho más vasta que sus pocas hectáreas plegadas bajo un barrio anodino de Kyiv. Y es que en Ucrania hay centenares de lugares -quizá no de tanta magnitud- como Babyn Yar (El investigador ucraniano Mijailo Tyaglyy ha identificado 140 lugares de matanza masiva de gitanos [¡solo de gitanos!] en el territorio contemporáneo de Ucrania; y traigo también ahora a la memoria de quien me siga el excepcional libro La fosa, de Wendy Lower, que yo presenté en Todos los libros un libro hace unos años, y que reconstruye una matanza -de menores dimensiones aunque igualmente atroz- en Mariúpol). 

Un Babyn Yar que aparece también, ya se ha apuntado, como un lugar invisible, que transmite, sin embargo, bajo su apariencia común, insignificante, bajo la superficie trivial de banal y, por tanto, no remarcable escenario urbano, una turbadora sensación de incomodidad, de extrañeza, de inconveniencia. Y es, precisamente, esa percepción de que la existencia del lugar molesta a muchos, hasta el punto de pretender borrar -los barrancos cubiertos, la tierra alisada, plegada- las huellas de la masacre y, así, esquivar el recuerdo, omitir su memoria, lo que lleva al escritor y al fotógrafo a descartar la engañosa fachada y perseverar en la indagación: El problema es la historia. En Babyn Yar la historia también está plegada. En la superficie actúa como un gendarme con capa y kepis que agita su bastón blanco: «Circulen, no hay nada que ver». Lo cual, por poco refractario que uno sea, lo animará precisamente a circular, a circular sin fin. Y esto es, en una primera instancia (habrá una segunda, que brota en paralelo y que acaba confluyendo con ella), Un lugar inconveniente, la crónica exhaustiva de la voluntad de sus autores de rescatar la memoria, de no despejar el sitio, de quedarse y recorrer, inventariar, fotografiar, describir. Día tras día, estación tras estación. A veces solos, a veces juntos

El paso del tiempo, la actual “normalización” de la zona, sepultada por la reconfiguración del espacio urbano a lo largo de las ocho décadas transcurridas desde los espantosos sucesos, la opacidad de las autoridades, el revelador silencio, quizá culpable, de la comunidad, los intereses políticos -incluso los de grupos de signos opuestos- comparecen para rodear de obstáculos su labor. Resulta elocuente, a propósito de la dificultad de la tarea, una valiosa reflexión que aparece en uno de los epígrafes del libro (estructuralmente, la obra se articula en 222 fragmentos -223, en realidad, porque el último lleva una breve coda también numerada con el 222- de diversa extensión; por lo común breve): Mi espíritu, escribe Littell, se debatía entre la contemplación del barranco del presente y el vano intento de imaginar el barranco del pasado, los hombres y las mujeres, los gritos, los disparos, los cuerpos blancos, la sangre, el olor. Me hallaba en el fondo de un yar [barranco, en ucraniano], y lo real, lo banal, constituía una pantalla aún más impenetrable al pensamiento que todos los esfuerzos de unos y otros por borrar ese lugar tan inconveniente

Pese a ello, llevarán a cabo su recorrido, provistos de mapas, planos de la ciudad -de hoy y del tiempo del exterminio- explorando la zona -la cartografían, casi- rastreando en ella, en una labor de extraordinaria complejidad, vestigios del pasado que les permitan reconstruir -o imaginar- las atrocidades que allí ocurrieron. Y así, se aventuran por un bosquecillo, atraviesan diversos parques, en donde observan a los niños jugando, a las madres con sus cochecitos, charlando, a los ancianos sentados en los bancos, a los corredores, apresurados; ascienden una pequeña colina; cruzan rotondas, ven pasar los tranvías, caminan por avenidas, pasan de un lado a otro de las travesías esquivando los coches; se detienen en un café; flanquean modernas tiendas, un gimnasio, un garaje, los quioscos de bebidas; se entrevistan con el director del psiquiátrico ubicado en el lugar, con habitantes del barrio. En su deambular dejan a los lados edificios de apartamentos, dependencias administrativas, la icónica torre de la televisión, obras de construcción; intuyen sombras fugaces en inmuebles abandonados, repletos de basura, de jeringuillas, de botellas vacías; se adentran en iglesias y cementerios; realizan una expedición subterránea por asfixiantes tuberías; observan perplejos el repertorio de inconcebibles y contradictorios monumentos, triste catálogo de monumentos, el de Babyn Yar, sembrados en el decorado para fundirse en él de forma inmediata, tan poco excelsos como una papelera, y no tan útiles como un banco público: el Campo de los Espejos, la primera creación del BYHMC; la Menorá, un gran candelabro de bronce de siete brazos, el primer monumento postsoviético; el muro de Marina Abramović, inaugurado en octubre de 2021; el pequeño rectángulo blanco lleno de huellas de pies descalzos; el controvertido recordatorio de las víctimas del fascismo, del sufrimiento del pueblo soviético, de los fusilados por el invasor alemán, por fin, en 1989, la tenue mención al pueblo judío; el surrealista monumento a la gloria de Olena Teliha y de sus compañeros de la OUN, Organización de Nacionalistas Ucranianos, furibundos militantes pronazis. Es nuestra esquizofrenia –me comentó una vez en Lviv la historiadora Sofia Dyak (…). El barullo de la memoria ucraniana hace que, entre las autoridades, nadie parezca darse cuenta de semejante contradicción, ni aprecien la ironía del hecho de que la única calle de Kyiv que honra a una víctima de Babyn Yar, y que además pasa justo por arriba del propio emplazamiento de la masacre, lleve el nombre de una colaboracionista fascistoide y antisemita. Decenas de monumentos y proyectos de memoria ocupando el espacio, en acumulación caótica, por iniciativa de una amplia variedad de asociaciones, fundaciones, iglesias y distintos gobiernos. 

Y bajo ese territorio confuso y caótico, informe, sin estructura, con sus edificios vetustos, su abundante vegetación, sus heridas ocultadas y borradas, se intuyen los espacios del pasado, los barrancos profundos invadidos por la vegetación, las callejuelas polvorientas, las miserables casuchas periféricas de lo que entonces era un suburbio de Kyiv. Y en ese gradual reconocimiento de los escenarios de ochenta años atrás, y entre retazos de la historia de Ucrania, de las investigaciones conocidas sobre los hechos (en un libro muy documentado, que incluye casi doscientas notas con sus correspondientes referencias bibliográficas), Littell va evocando las imperceptibles huellas del horror, de los disparos, los golpes, los gritos y la muerte. 

Aunque, de un modo más o menos inopinado, mientras transcribe a diario sus notas y avanza en la redacción del libro que lo ha llevado a Kyiv, las noticias alertan de la presencia rusa en la frontera con Ucrania, primero 100.000 soldados, poco después 135.000, más adelante 150.000. Los tanques del Kremlin maniobran en la cercana Bielorrusia, sus barcos de guerra llegan a Sebastopol, en Crimea, ocupada por Putin desde 2014. Por fin, el 24 de febrero de 2022 se produce la invasión, con la, a la postre fallida, ofensiva sobre la capital. Cuando, ya en marzo, las tropas rusas se retiran, ante la inesperada y resuelta resistencia ucraniana, para concentrarse en Járkiv y el Dombás, en donde la respuesta de la población y los ejércitos locales también fue infatigable y valiente, los soldados ucranianos que entran en las aldeas liberadas, descubren espantados -y con ellos, la prensa y la opinión pública mundiales- el rastro que los rusos habían dejado a su paso: centenares de cadáveres de civiles esparcidos por las calles, los patios de los edificios, los jardines de las casas, abandonados en los caminos rurales y tirados en los arcenes de las autopistas. Las ciudades pequeñas y las aldeas ocupadas estaban en ruinas, en cualquier pueblo aparecían fosas comunes, los sobrevivientes referían torturas, violaciones sistemáticas, ejecuciones sumarias, fusilamientos indiscriminados. El conflicto, escribe Littell, cambió de significado. Ya no se trataba de un ejército imperial atroz y sin escrúpulos, sino de una horda de criminales, de violadores, de asesinos sádicos

Bucha, un pequeño suburbio de Kyiv, a apenas veinticinco kilómetros de la capital, una idílica ciudad residencial, rodeada de bosques y con un gran lago artificial, se convierte en un símbolo universal del horror, y las imágenes de los cadáveres de ciudadanos comunes paralizados en “escenas” de su cotidianidad dan la vuelta al mundo: cuerpos bajo las marquesinas de las paradas de autobús, ancianos caídos junto a sus bicicletas, mujeres con las bolsas de la compra, hombres atrapados en sus furgonetas fundidas, desventradas. Littell, que había salido de Ucrania durante unas semanas, puede volver en mayo con Antoine d’Agata. Con el encargo y los medios de Le Monde para trabajar en la zona, ambos se encaminan a Bucha, “liberada”, junto con Irpin y otras aldeas de la comarca, el 31 de marzo; queríamos ver las cosas con nuestros propios ojos, leemos. Lo que encuentran -Escombros, desolación, una lóbrega tristeza. Alguna que otra persona que regresaba para reconstruir un poco, o para recuperar lo que pudiera. Tanques rusos carbonizados y oxidados con las torretas arrojadas a un lado por el poder de las explosiones. A veces un cadáver, un soldado que se había arrastrado para morir en un gallinero- cambia el sentido y el propósito originarios de su proyecto. Ahora Babyn Yar y Bucha confluyen, superpuestas las respectivas monstruosidades que representan, las matanzas nazis de 1941 y las de Putin en 2022, ambos lugares asemejándose en su “inconveniencia”. La investigación, siempre más difusa e imprecisa en el primer caso, por el mucho tiempo transcurrido, la escasez de testimonios directos -paliada en parte por la abundante documentación existente- y la dificultad del reconocimiento topográfico -facilitado hoy por la más moderna tecnología-, se hace en Bucha más dolorosa y atrozmente factible por la cercanía de los hechos, la posibilidad de su constatación directa, la facilidad para el recorrido inmediato por los escenarios de los crímenes, para las entrevistas a los protagonistas, a las víctimas de las atrocidades, a los supervivientes de los muchos suplicios y padecimientos infligidos por los brutales ocupantes. 

Desde este momento y hasta completar los dos tercios del libro, el escritor y el fotógrafo recorren el pueblo masacrado y dan cuenta, de nuevo con precisión documental, en una suerte de escrupulosa y objetiva crónica periodística, de la brutalidad, del espanto y de la inhumanidad que reflejan sus calles devastadas, sus casas derruidas, sus sótanos truculentos, y del dolor, la tristeza, el desamparo, el desvalimiento, la amargura y la aflicción, también el odio y el ansia de venganza de sus gentes. Como en Babyn Yar, resulta ineludible la necesidad de testimoniar, de dar fe: Puede que de huellas visibles no quedase gran cosa, pero en la memoria las heridas no cicatrizaban. Heridas dispersas, individuales, totalmente aleatorias, dictadas por el azar y la topografía. Así que era a esta última a la que había que recurrir: recorrer, fotografiar y anotar lo insignificante como esencial

Guiados por un plano de la zona de las matanzas, que había publicado el New York Times, van recorriendo el pueblo al azar, siguiendo el itinerario terrible que marcan las zonas con mayor concentración de cadáveres. La narración es detallada, con mención de los nombres de las calles (la ya tristemente famosa Yablonska, que ha aparecido, repleta de cuerpos sin vida, en todos los telediarios del mundo), de los números de las casas visitadas, de la ubicación exacta de los edificios, todos con marcas de artillería, con las ventanas destrozadas, con los apartamentos quemados, con los cristales rotos, los techos reventados, la estructura al descubierto, las habitaciones revueltas, sucias, con los armarios, los cajones saqueados. El lector tiene noticia de las tiendas asoladas, de los saqueos masivos, de los miles de ordenadores, de televisiones, de bicicletas, de aparatos electrodomésticos llevados a Bielorrusia en camiones del ejército. Es muy revelador el fragmento en que se analizan la destrucción y el salvajismo rusos desde la óptica del resentimiento de clase: los invasores telefonean a sus madres o esposas, deslumbrados por la “riqueza” ucraniana: Tienen agua caliente en las casas, baños de cerámica; en un vídeo difundido en línea, un soldado ruso abre una nevera y dice: «¡Oh, Nutella! Joder, no se privan de nada»; una pintada rusa se queja: ¿Quién os ha dado permiso para vivir tan bien?; «¿Qué TV quieres –pregunta un soldado ruso llamado Serguei a su novia, en otra comunicación telefónica interceptada–, LG o Samsung?» – «Seriozha, ¿traerás también una aspiradora?» – «Sí, ya la tengo embalada.»

Se describen las rotondas, los patios, los árboles mutilados, arrancados, los postes eléctricos calcinados (y cuando no, repletos de avisos de búsqueda de animales perdidos), los carteles publicitarios medio derrumbados, los pequeños jardines abarrotados de cascotes, de muebles destrozados, de armamento abandonado, de casquillos de bala, de ropas, de residuos orgánicos. Los siniestros pógreb, trasteros, subterráneos, sótanos testigos del espanto, con restos de preservativos usados, botellas de alcohol vacías, prendas de ropa desgarradas, collares de bisutería barata, en alguna ocasión el cadáver agusanado de una mujer muerta. Las avenidas atascadas por esqueletos de maquinaria pesada militar, tanques rusos destruidos, vehículos de combate o camiones cisterna empotrados unos contra otros, a veces incluso los unos sobre los otros, abatidos y tumbados como consecuencia de las explosiones, restos de proyectiles, morteros herrumbrosos. De vez en cuando la aparición espectral de alguna persona en busca de alimento, una mujer que camina sola con una caja de cartón bajo el brazo, un perro solitario. Por doquier cuerpos en descomposición, cadáveres putrefactos. 

El relato se hace aquí difícilmente soportable, en su sucesión de episodios de una barbarie y una inhumanidad indescriptibles, a partir de los testimonios de las gentes con las que se encuentran (y todo ello, no se olvide, con su correlato fotográfico, descarnado aunque no obscenamente explícito). El preciso mapa del New York Times se convierte en un detallado plano de la aberración. El escenario dantesco descrito por los primeros soldados que liberaron Bucha: cadáveres de civiles, retorcidos sobre el asfalto, cuerpos destrozados por las explosiones, fosas comunes con centenares de difuntos en su interior; chicos torturados por haber grabado con su móvil a los ocupantes; un joven que trepa a un mástil para izar la bandera ucraniana descolgada por los rusos a su llegada y que, identificado en un vídeo por los siniestros mercenarios chechenos de la compañía Wagner, será objeto de su represalia terrible, torturándolo y asesinándolo en una agonía de horas; madres que relatan el suplicio de sus hijas en los tétricos sótanos que sirven de refugio a las fuerzas invasoras; incontables testigos que dan cuenta de la crueldad de los fusilamientos, de los asesinatos de individuos indefensos que se topan por azar con escuadrones de militares borrachos; decenas de mujeres violadas, abusadas, víctimas de sevicias infames. Algún relato es especialmente cruel -y por ello- muy elocuente y revelador sobre lo más oscuro de la naturaleza humana: Entonces empezaron a torturar al hombre del teléfono. Lo mataron lenta, metódicamente, disparándole una bala tras otra en los brazos y las piernas durante una hora y media. (…) Al final le dispararon una última bala en el vientre y lo echaron a un lado para dejarlo morir. Luego se sentaron a comer y a beber: «Vaya, hoy toca ensalada con mayonesa, deliciosa». Pese a la brutal insensibilidad de la escena, Littell no subraya el carácter monstruoso de sus protagonistas, sino, en tesis perceptible en el libro entero, su humanidad, su normalidad: no hay comportamiento patológico, no hay malignidad demoníaca, hay seres humanos capaces de infligir violencia, de asesinar, de violar, sin cuestionarse sus acciones, sin sentimiento alguno de culpa, en una visión de la especie humana si cabe más inquietante y perturbadora que la más “tranquilizadora” (si puede hablarse en estos términos) que supondría aceptar la condición enfermiza, aberrante y monstruosa de algunas almas. 

En más de una ocasión, los ciudadanos se niegan a ser entrevistados, cansados de la sobreexposición, agotados por la “espectacularización” de su sufrimiento. El hartazgo llega también al propio escritor, que, sin embargo se ve en el deber moral de seguir (y a esa pertinacia debemos el libro): a mí estas historias también me tenían harto, pero que la gente tenía que saber lo que había pasado aquí. Y siguen, pues, con las visitas y la búsqueda de interlocutores, oficiales, soldados, un médico forense (se describe con descarnado realismo -al que contribuyen más que nunca las fotografías- un recorrido por la morgue, por los diversos cementerios, por las fosas y los enterramientos improvisados), un pastor protestante que se salvó de milagro de ser ejecutado, individuos varios, sufrientes protagonistas, en distinta medida, de la barbarie desatada. 

Y es que, en todos los casos, asistimos a la exposición del horror. Y a las dudas del narrador: Podría detenerme aquí, pero no me detendré aquí. Vosotros me diréis: Podrías seguir hasta el infinito. Pero tampoco voy a seguir hasta el infinito. Solo voy a abrir un poco el foco. Y, tras el “paseo” por Bucha, escritor y fotógrafo viajan a Motyzhyn, una pequeña aldea en el óblast de Kyiv, a unos cincuenta kilómetros al oeste de la ciudad, tomando la siniestra autopista A40, en la que fueron asesinadas decenas de personas que trataban de escapar de la invasión, familias enteras ametralladas o aplastadas en sus coches. Y una vez allí, más violencia gratuita, salvaje, brutal.
 
En la actualidad existen, y Littell ya los maneja en su libro, informes, artículos y documentales -algunos de carácter oficial, en el curso de la investigación para obtener evidencias de la más que patente comisión de crímenes de guerra- que refieren sin asomo de dudas lo ocurrido en Bucha (a diferencia de Babyn Yar, a principios de abril de 2022 toda la ciudad fue convertida en una fosa común. Según el fiscal general de Ucrania, durante el mes de ocupación rusa, 637 de sus residentes fueron asesinados, alrededor del 12% de la población que permaneció en el lugar) y, en particular, lo sucedido en la intersección de las calles Vokzalna y Yablonska. Hay una película, producida también por el New York Times, montada a partir de un gran número de vídeos recogidos por cámaras de vigilancia y drones ucranianos, que muestra los asesinatos de soldados desarmados, de gentes desprotegidas. Hay registros sonoros, escuchas telefónicas de soldados rusos, en conversaciones con sus familiares, llevadas a cabo por los servicios de inteligencia ucranianos, que constatan la voluntad expresa rusa de no tomar prisioneros, de dispararles directamente: “Hubo un chico de dieciocho años al que hicimos prisionero. Primero le dispararon en la pierna con una ametralladora y luego le cortaron las orejas. Lo confesó todo y lo mataron. No se toman prisioneros. Lo que significa que no se deja a nadie con vida”, y también: “Esas son las órdenes: no importa si son civiles o no. Matadlos a todos”. Se trata, y ello se conoce ya de modo inequívoco, de un método previsto, organizado y sistematizado. Las atrocidades de Motyzhyn, como las de Bucha o las que se fueron descubriendo en todas las ciudades liberadas de Ucrania, Izium, Limán, Jersón, no dependen de un error ni de un delirio individual. Se trata de un sistema, de una violencia estratégica cuyo objetivo es eliminar a todo opositor o potencial guerrillero en las zonas ocupadas, y aterrorizar a la población hasta tal punto que sea incapaz de resistir en modo alguno a la potencia rusa

En este momento reaparece en el libro Babyn Yar, a donde la pareja vuelve tras el inicio la guerra, en mayo de 2022, y luego Littell, solo, en septiembre de ese mismo año. En este último tercio de la obra, y sin que se omitan los testimonios (impresionante el de Ruvim Israílovich Shtein, uno de los pocos supervivientes de Babyn Yar lo suficientemente mayor en el momento de los hechos para poder atestiguarlos con fidelidad, que recuerda con precisión, en unas emotivas grabaciones en vídeo, mil y un detalles terribles de aquellos días), las descripciones de episodios sangrientos y las visitas a cementerios judíos y militares, a morgues y dependencias forenses y a otros lugares de los hechos, Un lugar inconveniente se adentra en las causas históricas, étnicas, culturales, políticas, ideológicas, religiosas, económicas, de los padecimientos sufridos por Ucrania en su tortuoso pasado, y apunta a las dificultades que se presentan de cara a una posible solución al conflicto (no solo el inmediato, provocado por la guerra, sino el subyacente, de mayor alcance, acerca de la identidad ucrania y la configuración de un futuro satisfactorio que pueda conciliar las diversas fuerzas, contradictorias y opuestas entre sí, que coexisten en la sociedad ucraniana). Hay, así, páginas muy ilustrativas acerca de los distintos ocupantes de la región a lo largo de la historia (guerreros escandinavos llegados del norte, el cristianismo ortodoxo en el límite del primer milenio, la invasión mongola en el siglo XIII, el Hepmanato cosaco a mediados del siglo XVII, la soberanía polaco-lituana, en la mitad occidental del país, y la moscovita en la otra mitad, el sometimiento al dominio de los zares; y más recientemente, la ocupación nazi, la dictadura soviética, la independencia); de la negación de la identidad ucraniana por parte de Rusia, y en particular de Putin, autor de un significativo texto, De la unidad histórica de los rusos y los ucranianos, y de una alocución televisada, pocos días antes del fatídico 24 de febrero de 2022, en los que sostenía la tesis de que Ucrania no es solo un país vecino, es una parte inalienable de nuestra propia historia, cultura y espacio espiritual; de la notable huella nazi en la región y, consiguientemente, de la oportuna coartada ideológica -la “desnazificación” del país- para justificar la “operación especial”. 

En esta última dimensión el libro resulta especialmente interesante porque pone en contacto al lector con esa realidad apenas conocida en nuestro ámbito, al menos al nivel de la opinión pública y del ciudadano común, referida al grado de implicación de los dirigentes y la población ucranianos en el exterminio nazi, encarnado de modo especialmente sangriento en las matanzas de Babyn Yar. La identificación de Ucrania, su pueblo y su Gobierno con el nazismo, que manejan Putin y sus ideólogos, obviando incluso el sinsentido que representa el que el presidente Zelensky sea judío, se apoya en unos fundamentos que Littell desentraña en estas páginas postreras del libro. 

Conocemos así la controvertida presencia histórica de la OUN, la Organización de Nacionalistas Ucranianos, el elefante en la sala de la memoria contemporánea de Ucrania, el que rompe las costuras pero que todo el mundo finge ignorar. La organización, nacida en 1929 en Polonia para oponerse al dominio polaco de ciertas regiones de Ucrania, fue desde muy pronto un movimiento racista, antisemita y con tintes abiertamente fascistas. Desde estos postulados, sus miembros alentaron, incitaron, colaboraron y participaron en distintos grados, a título individual o como organización, en las matanzas perpetradas por los ocupantes nazis, en venganza -se dice- por la masacre de miles de detenidos ucranianos llevadas a cabo por la potencia colonial del estalinismo soviético. Parte del pueblo vio con buenos ojos y hasta participó en la violencia, el hostigamiento y la aniquilación de los judíos, pues ello suponía el simultáneo acercamiento a Alemania y el rechazo al poder de la, para muchos, odiada Rusia. Los pogromos, que ya habían tenido lugar bajo el dominio soviético, se “relanzaban” con la presencia nazi. Littell subraya en varios momentos de su texto que la persecución y el exterminio de los judíos ucranianos había sido una coproducción germano-soviética, con, en ambos casos, importante participación local. Tras el fin de la guerra, la incorporación de Ucrania a la URSS dio carta de naturaleza a ese supuesto “colaboracionismo” ucraniano ejemplificado en la OUN (pese a que una de las dos facciones en que se había dividido el grupo se enfrentó al nazismo y sus responsables fueron fusilados, y a que la otra escisión del movimiento, la UPA, la sangrienta rama militar de la organización independentista, con solo, en el mejor de los casos, unos doscientos mil simpatizantes -responsables, no obstante, de decenas de miles de asesinatos, no solo de judíos-, representaba una cantidad mucho menor que los siete millones de ucranianos que lucharon contra los alemanes en el Ejército Rojo; por no hablar del pacto que el propio Stalin firmó con Hitler). Ello permite que Putin y sus colaboradores sostengan hoy la siniestra ecuación que justifica su guerra: los ucranianos fueron colaboracionistas, por lo tanto los ucranianos son nazis, en consecuencia hay que desnazificar a los ucranianos. En el fondo, el hecho de que la realidad actual del país y aquellos episodios del pasado no tengan nada que ver, no resulta relevante para el actual invasor. Como señala el historiador y profesor norteamericano Timothy Snyder, especialista en la historia de Europa central y oriental, en un artículo que se transcribe parcialmente en el libro, la historia real de los nazis reales y sus crímenes reales en las décadas de 1930 y 1940 quedan completamente fuera del tema, se dejan de lado. […] Por ese motivo Volodymyr Zelenski, a pesar de ser un presidente elegido democráticamente y un judío cuyos familiares lucharon en el Ejército Rojo y murieron en el Holocausto, puede ser tildado de nazi. Zelenski es ucraniano, y eso es todo lo que significa “nazi”. Para añadir, cerrando de modo tajante su clarividente análisis: Un nazi es un ucraniano que se niega a admitir que es ruso (…). De ahí que, si no resulta posible convencer a un ucraniano de su intrínseca rusidad, matarlo sea perfectamente legítimo. A partir de semejante paradigma, los acontecimientos de Bucha, de Motyzhyn y de todos los territorios ucranianos ocupados por Rusia no tienen nada de sorprendente

En cualquier caso, estos hechos de hace ocho décadas sí que permiten explicar el porqué de la inconveniencia de Babyn Yar, su condición de lugar molesto y perturbador, sobre el que unos y otros han querido extender su manto de silencio: En época soviética, lo que hizo tan inconveniente Babyn Yar fue el antisemitismo. Pero si después de 1991 [año de la independencia de Ucrania] el lugar ha seguido estando cubierto por un semisilencio tan embarazoso y extraño, si ha seguido siendo un no-lugar tan caótico, se debe sin duda al nacionalismo integral ucraniano, o más bien a la ambigua relación que la Ucrania contemporánea ha podido mantener con él. 

Es aquí donde surge la reflexión, lúcida y algo desesperanzada, acerca de la complejidad de resolver -más allá del fin de la guerra y del sufrimiento que provoca- el difícil futuro del país. En Ucrania todo se mezcla, todo es confuso, nada es blanco o negro, dada la multiplicidad de fuerzas, de intereses, de enfoques en juego -muchos contradictorios entre sí-, del mismo modo que lo son -complejos, ambivalentes, oscuros, imprecisos, revueltos y muchas veces difusos- los acontecimientos del pasado. Prueba de ello es que un personaje tan controvertido como Stepán Bandera, líder de la facción más radical de la OUN, detenido por los nazis y asesinado por el KGB en 1959, es, incluso hoy en día, objeto de culto para gran parte de la población ucraniana, convertido en icono paradigmático de la resistencia contra el invasor. En los acontecimientos del Maidán, la movilización popular a favor del acercamiento a Europa y rechazando la influencia rusa, se exhibían con naturalidad símbolos nacionalistas, entre ellos las banderas rojas y negras de la UPA, retratos de Bandera, y cantos de la OUN, con gritos de «Slava Ukraíne! Heróyam slava! » («¡Gloria a Ucrania! ¡Gloria a los héroes!», el eslogan de la UPA, recuperado y banalizado por el conjunto de la población desde el inicio de la invasión rusa); circunstancias todas exprimidas hasta la saciedad por los medios de difusión rusos, que reforzaban así la siniestra tesis de la pervivencia del nazismo en Ucrania (Los rusos atrapan a los Azov [la polémica brigada de filiación neonazi, un batallón paramilitar que lucha contra Rusia], sacan fotos de sus tatuajes y dicen: “¿Así que en Ucrania no hay fascismo?”. Pero últimamente me he dado cuenta de que los tatuajes no tienen nada que ver con el fascismo. El fascismo es cuando la oposición está prohibida en el país, cuando no hay libertad de expresión, cuando se prohíben los desfiles gays… Estado totalitario, líder, toda esa mierda, el fascismo está allí, en Rusia. Lo de Azov no es fascismo, es una subcultura, con símbolos que ni siquiera significan lo que representan, declara, con vehemencia, otro de los entrevistados, para añadir: Porque según la antigua forma de entender, los rusos son los antifascistas y Azov son los fascistas. Ahora bien, en realidad es al revés. Solo que el gobierno ruso no ha adoptado la estética nazi, como nosotros. Su estética es soviética. Pero su ideología es nazi)

Y además, en un bucle aún más alambicado, ello consolida y robustece los planteamientos nacionalistas ucranianos: «Si los rusos dicen que somos banderistas –me explicaba una vez la militante de izquierdas Anna Shtiken-Shnaider–, poust, seamos banderistas», recoge el autor. El carácter paradójico de este enrevesado cruce de referencias llega al delirio al constatar que hasta los gays y las lesbianas llevan banderas de la UPA el día del Orgullo, pues operan como símbolo antirruso, al desconocer la mayor parte de los ciudadanos la terrible historia subyacente. Bandera no es hoy, afirma otro de los entrevistados, una persona histórica, es un simulacro

No puedo dejar de transcribir, pese a su extensión, algunos fragmentos en los que Jonathan Littell expone los lúcidos corolarios que extrae de estos hechos, en lo que, a mi juicio, representa una de las conclusiones fundamentales de Un lugar inconveniente y su dimensión más prospectiva sobre el futuro de la guerra y, sobre todo, del país.  


Este remiendo identitario [la ambigua presencia -y escasa y poco representativa, sin siquiera un diputado en el Parlamento- del pasado pronazi del país], medio fantasioso y medio autorreferencial, confeccionado con una profunda mezcla de ignorancia, humor, segundo grado y pasotismo, es sin duda lo más característico de Ucrania. Y es, por supuesto, un gran inconveniente cuando lo que se pretende es memorializar un sitio como Babyn Yar, cuando lo que se pretende es abordar seriamente cuestiones serias sobre el pasado, con sus montañas de muertos y todo su dolor y sufrimiento. Pero ahora mismo, puede que esta memoria quebrada y sus consecuencias sean las que salven al país, las que hayan permitido que la gente con una memoria y una identidad tan diferentes a las de Lviv, Odessa, Jersón, Dnipró y Járkov se una en un bloque compacto, sólido y determinado para resistir ante la apisonadora rusa. 

(…) 

Sin embargo, a mucha gente le cuesta entender que para una causa justa se pueda invocar el nacionalismo integral y el terrorismo de los años cuarenta, que puedan ir a jugarse el pellejo contra una dictadura fascista y cada vez más totalitaria bajo la bandera de asesinos, racistas y antisemitas. Lo cierto es que, tras cuarenta y cinco años de sovietismo y treinta años de capitalismo salvaje, acompañado de una democracia coja pero robusta, los ucranianos de hoy en día no tienen nada que ver con los «ucranianos» de la época de Stalin y de Hitler.

(…) 

Esa ambigüedad en la relación de la Ucrania contemporánea con la memoria de la OUN puede resultar comprensible. Ucrania se quiere un país occidental orientado hacia Europa y la democracia; pero tal como señala Per Rudling, «en Ucrania, [las] dos culturas de la memoria, el culto de los héroes nacionalistas y la cultura de la memoria propia de Europa occidental, donde el Holocausto desempeña un papel central, son mutuamente incompatibles». Sin embargo, el Gobierno ucraniano está obligado a forjar un discurso común, capaz de hablar al conjunto del país de estas memorias tan diferentes. 

(…) 

Y Ucrania, de algún modo, tiene un problema parecido: ¿cómo detener al agresor, pero al mismo tiempo hacer que Ucrania siga siendo capaz de unirse a Europa? ¿Qué respuesta puede ofrecer Ucrania a esa prueba, a la formación de una nueva mentalidad ucraniana, de una nueva identidad de la sociedad? También aquí es indispensable el arrepentimiento. ¿Se ha arrepentido Ucrania del hecho de que ciertos ciudadanos ucranianos participaran en las masacres del Holocausto? ¿Ha habido algún tipo de disculpa pública? Ucrania tiene la misma enfermedad que Rusia, Ucrania también está enferma. Y esa desovietización va a ser mucho más complicada que cambiar simplemente el nombre de las calles.


Como cierre a mi reseña de un libro excepcional que, aparte de los temas mencionados, se abre a muchas otras vertientes que no hay tiempo ya para comentar, y tras un significativo texto de la obra, os dejo una canción, quizá la más emblemática de un combativo grupo cuya música escuchan unos desesperanzados jóvenes drogándose en uno de los innumerables inmuebles vacíos en el actual Babyn Yar: In the end, de Linkin Park.


En 1947 Steinbeck escribió: «Es difícil imaginar a estos alemanes. Difícil imaginar lo que sucedía en sus cabezas, cuál era el proceso de sus pensamientos, esos niños tristes, destructivos, horribles». De escenas como las que acabo de describir pueden relatarse hasta el infinito. Otra cosa distinta es reflexionar sobre ellas. Si me esfuerzo por imaginar a un hombre torturando hasta la muerte a otro hombre, y luego abandonándolo sin siquiera acabar con él para ir a comerse una ensalada con mayonesa mientras intercambia bromas obscenas con sus compañeros, me veo abocado al vértigo, un agujero negro en el pensamiento rodeado de un horizonte de acontecimientos infranqueables, cerca del cual toda idea vira a rojo y luego desaparece, atrapada sin retorno. Ahí es donde aparece la tentación de aferrarse a un modelo, una idea que aunque no explique nada sirva como etiqueta. Por ejemplo podría pensar: ese hombre es un anormal, su padre le pegaba, o acaso fue violado cuando era un niño, es un hombre traumatizado, un psicótico. Pero si para hacer ese tipo de cosas uno tuviera que estar loco, entonces Ucrania no estaría llena de una frontera a otra de Buchas, de Motízhyns y de todos esos Babyn Yar a pequeña escala. Los locos no bastarían, ni siquiera en el ejército ruso. No, el hombre que hizo eso es un hombre normal. Tuvo una infancia, feliz o no, fue a la escuela, jugó, exploró el bosque, recogió setas con su madre o pescó con su padre, se enamoró, tuvo unos hijos a los que ama y protege como todo el mundo. Es un hombre común, un hombre como tú y como yo.


Videoconferencia
Jonathan Littell y Antoine d’Agata. Un lugar inconveniente


miércoles, 12 de febrero de 2025

ROBERT SEETHALER. EL CAMPO 

Una semana más sale a vuestro encuentro Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca desde el que cada miércoles os ofrecemos una recomendación de lectura, elegida siempre con criterios de calidad y confiando en que pueda interesaros. Hoy os traigo la última obra publicada en España de un escritor austríaco, Robert Seethaler, de cuyos dos anteriores libros traducidos a nuestro idioma ya había dado cuenta aquí hace siete años en unas reseñas que ahora, antes de mis comentarios sobre su más reciente novedad editorial, voy a recuperar. 

Vayamos, de entrada, con las referencias de los libros y con alguna breve información sobre su autor. El Campo es una novela de 2018 que la editorial responsable de la aparición de Seethaler en nuestro país, Salamandra, nos ofreció hace unos meses, en septiembre de 2024. Antes, en 2014, el austríaco había publicado Toda una vida, que llegó a nuestro mercado editorial en 2017, también en Salamandra. De 2012 es El vendedor de tabaco, que aquí pudimos leer en 2018 en el mismo sello y con la misma traductora, Ana Guelbenzu, que las dos anteriores. Las tres son espléndidas y desde aquí recomiendo de manera entusiasta su lectura. 

Robert Seethaler, nacido en Viena en 1966 es un muy leído y muy premiado escritor, con una igualmente exitosa carrera como guionista y, sobre todo, actor de teatro, cine y televisión en su país (con una aparición, fuera de él, en La juventud, la controvertida película de Paolo Sorrentino, hoy en el primer plano mediático por su reciente e igualmente discutida Parthenope). Toda una vida y El Campo han obtenido múltiples distinciones literarias, convirtiéndose en fenómenos editoriales en Alemania (Seethaler vive entre Viena y Berlín) y siendo traducidos a más de cuarenta idiomas. Seethaler ha escrito dos novelas más con posterioridad a El Campo, aún sin versión española. Confiemos en que pronto vean la luz entre nosotros. 

Mi primera sugerencia de esta tarde, un muy breve apunte, es El vendedor de tabaco. Ambientada en la Viena de finales de los años 30, con la anexión de Austria por las tropas del Tercer Reich como telón de fondo, la novela, muy tierna y emotiva, conmovedora y algo triste, sigue al joven Franz Huchel en su paso de la adolescencia a la edad adulta, en los días en que, llegado a la capital desde su pueblo, entrará a trabajar en un estanco, dejando atrás a su madre y sus días de infancia y abriéndose a las intensas aunque desoladoras experiencias del primer amor, del sexo incipiente y, sobre todo, del dolor y de la pérdida, del sufrimiento y de la muerte, ejemplificadas en las primeras manifestaciones de la persecución nazi a los judíos. En uno de los aspectos más singulares del libro, Franz se hará amigo de un anciano Sigmund Freud, en el que buscará inútilmente la respuesta a los grandes interrogantes vitales que empiezan a salir a su encuentro en su perpleja y forzada iniciación a la madurez. Una novela bellísima (que ha sido trasladada al cine en 2018, en una película del mismo título dirigida por Nikolaus Leytner), que quizá no sea la primera elección como puerta de entrada a la obra de su autor pero que sí constituye un muy estimable complemento a sus otros dos libros. 

Uno de ellos, Toda una vida, que fue finalista del Man Booker en 2017, es una novela formidable. La historia que se nos narra en ella se corresponde con lo muy descriptivo de su título. Seethaler nos cuenta en apenas ciento treinta páginas (los tres títulos que esta tarde os comento coinciden en la brevedad de su extensión), con prosa aparentemente sencilla, de modo muy austero y despojado aunque rezumando sensibilidad, la vida entera de su protagonista, desde que nace muy a finales del siglo XIX hasta su muerte casi ochenta años después. Con una estructura en cierto modo circular que mantiene, en lo principal, un desarrollo cronológico lineal pero con abundantes elipsis e incorporando numerosas vueltas atrás y adelante en el tiempo, su relato nos permite conocer los principales “acontecimientos” de una vida corriente, del paso por la existencia de un hombre común y sin especial relevancia como, casi sin excepción, en última instancia lo somos todos. Ese hecho, el reflejar en la peripecia vital de su protagonista lo esencial de la condición humana, más allá de las circunstancias concretas que a cada uno nos haya tocado vivir, es una de las muchas cualidades de una novela por muchos otros motivos extraordinaria. 

Andreas Egger nace en 1898. Siendo apenas un chiquillo, un día del verano de 1902 lo bajaron del carro de caballos que lo había llevado al pueblo desde una ciudad al otro lado de las montañas. Egger pasará prácticamente toda su vida en ese pueblo, una aldea perdida en los Alpes, sin más horizonte que las enormes montañas cubiertas de nieve la mayor parte del año. El pequeño Andreas vivirá en la casa del granjero Kranzstocker, que con su severa -casi fanática- concepción religiosa del mundo se ha visto “obligado” a acogerlo en tanto hijo de una de sus cuñadas, fallecida como consecuencia de lo que para su estricta visión del mundo fue una vida “disipada”. Destinado desde muy niño a las ingratas -y a esas edades, brutales- tareas del campo, uncido a un yugo para bueyes, con la vista permanentemente clavada en el suelo, trabajará para el granjero entre palizas constantes que corrigen el menor error, propinadas con una dura vara de madera de avellano. Uno de esos salvajes castigos le provocará una cojera que le acompañará toda su vida. 

Desde esos recuerdos iniciales, y tras pocos años de colegio, su juventud y su vida adulta se desarrollan en ese desolado, gélido y sin embargo bellísimo entorno. Familiarizado con sus cumbres y sus valles, trabajará en la construcción de los numerosos teleféricos que la Compañía Bittermann e Hijos instalará en la región, talará árboles y ayudará a levantar enormes pilares de acero, cavará fosas y perforará las rocas para la instalación de explosivos, casi siempre solitario en riscos a miles de metros de altitud. Se enamorará de Marie y será correspondido. A finales de 1942 será llamado a filas, tras haberse presentado voluntario y descartado por su minusvalía cuatro años antes. Destinado al frente oriental del ejército nazi, pasará ocho años en Rusia, la mayor parte de ellos recluido en un campamento soviético de prisioneros de guerra en Voroshilovgrado, al norte del mar Negro. Volverá al pueblo y tras la quiebra de la Compañía e imposibilitado, pues, de reincorporarse a sus tareas habituales en ella, se reconvertirá en guía de turismo para acompañar por la zona a las multitudes de visitantes que el progreso ha llevado a la región. Debiendo abandonar incluso, a causa de los estragos de la edad, esa labor de orientación a excursionistas, morirá en su pueblo, en el mísero caserón al que se había retirado en soledad en los últimos años de su vida. 


Sin entrar en más detalles que desvelarían aspectos relevantes de la “trama” -si podemos llamarla así- de la novela y que deben conocerse, creo, a medida que se avance en su lectura, así puede sintetizarse la ordinaria y hasta cierto punto anodina existencia de nuestro protagonista, un resumen que la voz en tercera persona que oímos en el libro proporciona también, casi a su término, de un modo poético y muy bello que no me resisto a transcribir a pesar de la extensión de la cita: Egger tenía setenta y nueve años. Había aguantado más de lo que creía posible, y podía estar satisfecho en términos generales. Había sobrevivido a su infancia, a la guerra y a un alud. Nunca había estado demasiado ajado para trabajar, había abierto una cantidad incalculable de agujeros en la roca y probablemente había talado árboles suficientes para alimentar durante un invierno las estufas de una ciudad pequeña. Su vida había pendido de un hilo entre el cielo y la tierra, y durante los últimos años como guía turístico había aprendido más de las personas de lo que podía abarcar. Que él supiera, no cargaba con ninguna culpa digna de mención, y no había caído en las tentaciones del mundo: las borracheras, la prostitución o la gula. Había construido una casa, había dormido en infinidad de camas, establos, rampas de carga y unas cuantas noches incluso en una caja de madera rusa. Había amado. Y se había hecho una idea de hasta dónde podía llevar el amor. Había visto a dos hombres caminar por la Luna. Nunca se había visto en el apuro de creer en Dios y la muerte no le daba miedo. No recordaba de dónde era, y últimamente no sabía a dónde iba. Pero podía mirar atrás en el tiempo, a su vida, sin lamentos, con una media sonrisa y un gran asombro. Toda una vida, simple y sin una significación especial, como se ve, condensada con emoción y belleza en veinte escasas líneas. Pero, como sucede muy a menudo en las grandes novelas y tantas veces se ha repetido aquí, la breve descripción de un argumento no permite trasladar ni una pálida muestra de lo que la obra encierra. Quiero resaltar ahora, de modo sucinto, algunos de los temas más importantes que desde mi punto de vista afloran en el libro y que lo hacen muy estimable y altamente interesante. 

En primer lugar, Toda una vida es una reivindicación de la naturaleza (aunque el propio autor niega esa condición “combativa”, al afirmar en distintas entrevistas que he podido leerle que no sostiene ninguna tesis y sólo expone hechos, sólo cuenta una historia para que el lector, si quiere, saque conclusiones), una naturaleza que se nos muestra en su doble consideración, como acogedor refugio y como oscura amenaza. Los parajes alpinos que constituyen el escenario por el que transcurre la biografía de Andreas son una presencia primordial, intensa y sobrecogedora, representando una suerte de pureza original que conecta con lo más auténtico y genuino del ser humano. La inmensidad de los valles, las cumbres nevadas, las verticales paredes de roca helada, la aridez de la tierra, el suelo endurecido por el hielo, los riachuelos congelados, la nieve incesante y espesa, el frío atroz que definen el rudo panorama invernal; los primeros balbuceantes y quizá sólo intuidos brotes de vida bajo el hielo, los picos de las crías de golondrina asomando en sus nidos bajo los canalones de los aleros, la nieve derritiéndose en primavera; y poco después, en verano, el aire cristalino, el cielo azulísimo o estrellado, el sol refulgente y cálido, los henales mullidos, los prados roturados, los frondosos bosques, las flores explotando entre los tocones de los árboles talados o arrancados por los aludes, la calidad del aire, transparente y límpido, terso y sin mancha, en definitiva, toda esa naturaleza, extrema y áspera, simultáneamente inclemente y benéfica, puntea las vivencias de Andreas y alcanza la dimensión de personaje sustancial en la novela encerrando -transmitiendo- una verdad elemental e irrefutable. 

En ese contexto de primaria y terrible y atrayente inocencia del paisaje -y casi, podría decirse, del cosmos- asoma la colosal figura de Andreas Egger, con su austeridad, con su silencio, con su soledad, con su sencillez, con su lentitud, con su aceptación -conformista o estoica- de lo que la vida -la dura vida- le depara, con su nobleza, también con su perplejidad, con su desconcierto, con su melancolía, con su -infrecuente- iracundia. Andreas pasa por el mundo humildemente, sin exigencias, sin reclamar nada a nadie. Las desgracias, las calamidades, los motivos para la queja, para el desánimo o la protesta, para el descontento o la desesperación, se multiplican: la infancia sufriente, su discapacidad, la precariedad de sus hábitos cotidianos, la insoportable “aventura” rusa, la inconcebible pérdida del amor, lo limitado de sus horizontes, lo restringido de sus experiencias, son vividos por él con una aquiescencia, una conformidad, una imperturbabilidad propia del santo Job (alusión que he visto reflejada en alguna crítica al libro). Su actitud resignada ante los golpes de la vida encierra tanto una sabiduría primitiva y noble que le lleva a reconocer la insignificancia del hombre ante los implacables designios del destino (había tenido un amor y lo había perdido, resume, sin más énfasis ni especiales preocupación o lamento) como una suerte de conformismo ignorante, una renuncia acrítica a cuestionar su lugar en el mundo, una dejación en la que encajaría el hecho de su postulación como voluntario para integrar el ejército de la Wehrmatch en la segunda guerra mundial, ajeno a lo que sucede en su país, ajeno a las consecuencias de sus actos, ajeno, pues, a ese mundo que no entiende. 

Otro tanto ocurre (¿profundo conocimiento atávico o negligente inconsciencia?) en relación con su trabajo desbrozando el monte para allanar el camino a los teleféricos y con ellos a las grandes empresas encargadas de su construcción y también, en consecuencia, a las hordas de turistas y visitantes que invadirán y desnaturalizarán el privilegiado entorno cambiando la apariencia del valle. Aceptando sin rechistar las órdenes de los responsables de la Compañía, y sin vislumbrar las consecuencias de su entrega incondicional, llega a concebirse, incluso, como partícipe de un proyecto mayor, de esa máquina gigantesca que llamaban progreso: Una extraña sensación de plenitud y orgullo henchía su corazón. Se sentía parte de algo grande, algo que superaba con creces sus propias capacidades (incluida su imaginación) y que, a su entender, llevaría el progreso no sólo al valle, sino en cierto modo a la humanidad entera

Esa inocencia primaria aflora en muchas otras ocasiones de su vida, pudiendo “leerse” como insondable sensatez casi ancestral, como hondo conocimiento de la existencia, como voluntad consciente de recluirse en unos hábitos y un modo de vida genuino y puro o como meros desconcierto y perplejidad ante lo absurdo de un universo que sus limitadas vivencias no le permiten comprender. En general el tiempo lo desconcertaba, dice. El pasado serpenteaba en todas direcciones, y en la memoria las historias se sucedían desordenadas y formaban imágenes y se compensaban siempre renovadas de un modo peculiar. Andreas no puede entender lo poco que entrevé de ese mundo que le resulta ancho y ajeno, como le ocurre con la literatura (escucha la historia que le lee Marie, entresacada de un cuaderno de lectura -único “libro” de su vida- que había encontrado en la taberna en que aquella trabajaba, con una mezcla de repugnancia y fascinación) o el cine (la aparición de Grace Kelly en el televisor de la posada lo hace temblar de emoción: Egger se estremeció al pensar que esa melena y ese cuello no fueran una invención, sino que en algún lugar de este mundo tal vez había alguien que lo había rozado con los dedos o quizá incluso lo había acariciado con la mano entera). En general, los cambios en las formas de vida lo confunden y ofuscan -como a todos los ancianos, de ahí ese valor universal del libro al que ya me he referido, más allá de la peripecia concreta de su protagonista- (Llevaba tanto tiempo en este mundo que lo había visto transformarse, y cada año parecía moverse más deprisa; se sentía como un vestigio de una época perdida tiempo atrás, una hierba espinosa que se estiraba desesperadamente hacia el sol) y, en particular, lo solivianta la arrogancia de los turistas -lo irritaban esas gentes- que pretenden explicar al tosco e ignorante guía cómo funciona el mundo tras pisar la montaña por primera vez en sus excursiones de fin de semana, sin saber que son ellos los perdidos: Por lo visto, las personas buscaban en la montaña algo que creían haber perdido mucho tiempo antes. Nunca averiguaba de qué se trataba exactamente, pero con los años cada vez estaba más convencido de que en fondo los turistas no caminaban tras él, sino en pos de un anhelo desconocido e insaciable. El libro admite así otra lectura como metáfora del conflicto entre naturaleza y cultura, entre una suerte de utopía adanista y el inexorable y destructor progreso (aunque la primera, en su descarnada elementalidad, puede encerrar mucha barbarie y el segundo, muchas veces, puede ser -es- fecundo y creativo y emancipador y vital). 

Pero, más allá de sus contradicciones o de las dudas que pueda suscitarnos su proceder -nos parezca sereno y lúcido o tibio e indiferente-, es la personalidad de Andreas, en lo que tiene de genuinamente elemental -usado el término sin sus posibles connotaciones negativas- lo que más atrae al lector de Toda una vida, dando pie a la dimensión de la novela que deja una huella más profunda en él. Así, resultan muy sugestivos su soledad; casi su reclusión (A veces se sentía solo ahí arriba, pero no consideraba su soledad un defecto. No tenía a nadie, pero tenía todo lo que necesitaba y con eso le bastaba); su consiguiente silencio -horas, días, años sin apenas hablar con nadie-, acorde con la inmensidad que le rodea (Como no tenía con quien hablar, conversaba solo o con los objetos que lo rodeaban) y con un temperamento sosegado y discreto (Quien abre la boca, cierra las orejas, comenta, pues prefiere escuchar a hablar); la morosidad con la que encara sus acciones; la lentitud (Pensaba despacio, hablaba despacio, caminaba despacio, pero cada pensamiento, cada palabra y cada paso dejaban un rastro justo donde, a su juicio, debían dejarlo); y en definitiva, la sencillez de su existencia, que nos enseña que cualquier vida es plena, que no es necesaria la banal y consumista acumulación de grandes acontecimientos, ni las experiencias insólitas o las vivencias inusitadas, ni los viajes, ni los libros, ni los miles de contactos, ni el acopio de posesiones, ni la aceleración o las prisas, ni las novedades o el ansia de aventuras, que para todos el proceso vital es idéntico -se nace, transcurre un tiempo y llega la muerte, la Dama Fría, y dejamos de existir- y que no importa tanto la cantidad de los momentos “almacenados” sino, fundamentalmente, su calidad, nuestro modo de vivirlos, de sentirlos, de pensarlos, también de recordarlos, de, en realidad, “conocerlos”. 

La novela resulta así, por fin, extraordinariamente triste y melancólica, desesperanzada incluso. La vida pasa, nacemos y morimos. En el medio, si hay suerte, surgen el amor, algunas ilusiones, ciertas expectativas; pero las expectativas se truncan, las ilusiones se apagan, el amor acaba. Egger sintió que la tristeza se apoderaba de su corazón. Pensó que podría haber hecho más en su vida, probablemente mucho más de lo que imaginaba. Una percepción que todos hemos experimentado en nuestras vidas, lo que demuestra, una vez más, el hondo alcance -su capacidad para tocar los aspectos más íntimos y verdaderos de nuestras almas- de esta novela de Robert Seethaler que esta tarde he querido recuperar aquí con entusiasmo y pasión por su inmensa belleza. 

El Campo, siendo también una novela sobresaliente, no alcanza, sin embargo, salvo algunas -bastantes- páginas memorables, las altas cotas de su publicación anterior, pese a que las numerosas historias -solo en apariencia autónomas- que Seethaler engarza en el libro despiertan en infinidad de ocasiones la emoción, la sensibilidad, la ternura, la pasión, la nostalgia, el entusiasmo, el sentimiento, la tristeza, el reconocimiento, la identificación y la melancolía del lector. La novela -¿lo es?- se abre con la visita de un personaje anónimo -solo en las últimas páginas conoceremos su nombre: Harry Stevens- al cementerio de Paulstadt, una pequeña ciudad -que se cruza de norte a sur en veinticinco minutos a pie, y de oeste a este en ni siquiera veinte minutos-, inventada por el autor y situada probablemente en Austria o Alemania. El anciano -pues, en efecto, estamos ante un hombre muy mayor- pasa sus jornadas en la parte más antigua del cementerio (Muchos la llamaban simplemente «el Campo»; de ahí el título del libro), en donde, si hace buen tiempo, y entre la alta hierba, el zumbido de los insectos, el canto de los mirlos, el olor a tierra húmeda y a flores de saúco, se pasea entre las tumbas, contemplando las lápidas -cuyas leyendas no puede descifrar por la deteriorada visión que conlleva su edad-, para acabar sentándose, bajo un abedul que había crecido torcido (un doble motivo -los árboles y el retorcimiento- que se repetirá a lo largo del libro, en una parece que posible clave metafórica de la obra, como en este fragmento explícito del primero de los relatos en que consiste la novela: ¿Te acuerdas? Yo era nueva en el colegio, y ya el primer día me preguntaste en la sala de profesores qué me pasaba en la mano. Es deforme, no se puede hacer nada, repuse. La cogiste y la miraste, luego me señalaste la ventana. «¿Ves ese árbol de ahí? No tiene las ramas deformes, sólo torcidas porque han crecido orientadas al sol»), en un banco de madera que, por su cotidiana frecuentación, considera “suyo” y al que saluda y habla como si se tratara de un interlocutor humano. Aposentado en el banco, casi siempre solo (nadie visita el cementerio, el último entierro había tenido lugar meses atrás), muy raramente interrumpido por la fugaz aparición de algún ayudante del enterrador o un visitante extraviado, deja vagar sus pensamientos evocando a sus conciudadanos difuntos, intentando visualizar sus rostros ya perdidos en su memoria difusa, formando con dificultad imágenes de sus recuerdos, reviviendo vagamente escenas de sus encuentros con muchos de ellos, riéndose en voz baja o dejando que las lágrimas corran por sus mejillas cuando la remembranza de las vivencias pasadas provoca esos leves estallidos de emotividad. 

Pero la presencia de los fallecidos no se limita a la mera rememoración teñida de añoranza. El anciano está convencido de que oye hablar a los muertos (percibía sus voces con la misma claridad que el gorjeo de los pájaros y el zumbido de los insectos. A veces hasta imaginaba que distinguía palabras o fragmentos de frases entre el enjambre de voces, pero por mucho que aguzara el oído nunca conseguía dotarlos de sentido). Se pregunta entonces cómo sería si cada una de esas voces tuviera una nueva oportunidad de hacerse oír. Imagina que, en ese caso, hablarían de la vida, de sus propias existencias ya conclusas. O quizá no, quizá los muertos no tienen ningún interés en lo que han dejado atrás, quizá -de poder hablar, de saber que son escuchados- contarían sus experiencias del “otro lado”. Fantasea, divaga con nostalgia en torno a esas ideas, en el fondo disparatadas, se recrea en ellas y, a la vez, las rechaza por sensibleras y ridículas, sospecha que los muertos, igual que los vivos, sólo decían banalidades, tonterías y fanfarronadas. Que se quejaban e idealizaban los recuerdos. Que daban la lata, ponían el grito en el cielo, difamaban y, naturalmente, hablaban de sus enfermedades. Tal vez sólo hablarían de sus dolencias, de su larga enfermedad y su muerte

Cada día, cuando el sol se pone tras los muros del camposanto, el hombre deja el banco bajo el abedul torcido y abandona el cementerio. Atraviesa la Marktstrasse en la que los comerciantes, con la jornada terminada, vuelven a colocar el género en el interior de sus tiendas. Entre el ruido de las persianas de los negocios cerrándose y los gritos de fruteros y verduleros que vocean sus últimas existencias, el anciano se encamina a su casa, respondiendo a los saludos de unos y otros (sin reconocerlos por su falta de vista), deteniéndose ante los escaparates, demorando el momento de adentrarse en su desolado encierro de viejo solitario (Le horrorizaba la idea de pasar la tarde sentado junto a la ventana mirando a la calle), intentando vanamente atrapar el tiempo que huye: había tenido una intuición en relación con su vida: de joven quería pasar el tiempo, más tarde quería pararlo, y ahora que era viejo no quería otra cosa que recuperarlo. El frío del día que declina lo hace irse por fin a casa. Se pondrá ropa cómoda, se tomará un trago, se sentará en la mesa de la cocina de espaldas a esa ventana que muestra una realidad para él ya casi inalcanzable: ésa era la única manera de acabar de perfilar un pensamiento, de espaldas al mundo, en paz y sin distracciones

Tras este melancólico y bellísimo comienzo, en un capítulo preliminar de título evidente, Las voces, el libro nos ofrece veintinueve historias de otros tantos habitantes de El Campo narradas en primera persona por cada uno de ellos, en lo que parece ser la transcripción que hace el anciano de las voces de sus antepasados. Hablan, pues, los difuntos, ciudadanos normales de Paulstadt, comerciantes, obreros, empleados de las tiendas, un sacerdote, el dueño de un taller de coches, una madre, un frutero, una florista, el alcalde, un empleado de seguros, la estanquera, el cartero, un maestro, una refugiada, un funcionario de impuestos, un granjero, la propietaria de una modesta zapatería, un periodista y editor, algunos niños. Maridos, mujeres, padres, madres, hijos, abuelos, amigos, amantes. Gentes del común, en general humildes, que han pasado por la existencia sin excesivas pretensiones, que relatan -en estilos, con enfoques y mediante técnicas literarias diversas-, episodios de sus vidas y, a través de ellos, narrados con serenidad y sin especiales énfasis (todos han muerto, ya nada puede afectarles), sus padecimientos, sus anhelos, sus esperanzas, sus frustraciones, su odio y su rencor, su soledad, sus ambiciones, sus deseos ocultos, sus fracasos, sus momentos felices, sus ilusiones, sus recuerdos, sus balances, sus confesiones, sus experiencias, sus decepciones y sus certezas, sus amores, sus deberes, sus miedos, sus vivencias, sus errores, sus arrepentimientos, sus quejas, sus reservas, sus éxtasis. 

Estamos, pues, como ha señalado alguna crítica, ante un caleidoscopio de los muertos, que comparecen a través de historias casuales, conmovedoras, dramáticas y extrañas, contadas con cercanía y sensibilidad. Y el libro es, a la vez, un repertorio de vidas humanas, cada una completamente diferente a las otras, aunque con sutiles conexiones entre ellas, de tal manera que su conjunción acaba por configurar la novela de un pequeño pueblo. Esta imbricación entre vida y muerte vincula el libro con dos referencias evidentes. La primera de ellas es -se intuye desde el primer momento, más allá de la mención expresa que se recoge en la cita inicial- la Antología de Spoon River, la obra maestra de Edgar Lee Masters, que yo presenté aquí hace algunos años y en la que también se da voz a los pobladores de un cementerio, The Hill, La Colina, en el que reposan los difuntos de la pequeña ciudad bañada por el río Spoon (hay una muy reciente y espléndida edición en nuestro país, a cargo de Eduardo Moga, presentada por Galaxia Gutemberg). He aquí la cita que abre El Campo: Y vosotros que merodeáis por estas tumbas pensáis que conocéis la vida. Además, el lector, mientras avanza en el texto tiene siempre presente otro título soberbio, Lincoln en el Bardo, de George Saunders, al que también dediqué una reseña pasada en Todos los libros un libro y en el que los protagonistas de la novela son los enterrados en el cementerio de Oak Hill. Aprovecho, pues, mi comentario de hoy para volver a recomendar estos otros dos libros excepcionales. 

Los veintinueve personajes de El Campo nos ofrecen sus vidas detenidas en distintos momentos, relevantes algunos, aparentemente insustanciales o insignificantes otros, un incidente pasajero, una mirada de reojo, una discusión familiar, un detalle trivial, a veces una mera palabra (el capítulo en el que “habla” Sophie Breyer solo incluye un vocablo: Idiotas), en estampas que “retratan” a cada personaje. No conocemos, por lo tanto, sus biografías completas, sino solo fogonazos, atisbos parciales de sus vida. Al igual que esos estallidos de magnesio que iluminaban las fotografías en los albores del siglo XX y permitían capturar la realidad retratada, las historias de Seethaler funcionan como relámpagos cuyos destellos muestran la verdad de unas existencias a partir de un instante más o menos fugaz, un recuerdo huidizo, un determinado suceso, en ocasiones un acontecimiento de mayor entidad (todos ellos, aun sin datar en el libro, previsiblemente situados en torno a los años setenta y noventa del pasado siglo). 

En consonancia con su condición de novela coral, cada capítulo se rubrica con el nombre del personaje cuya voz oímos. Y aunque cada uno relata unos hechos que forman parte de la particular existencia del respectivo narrador, sus protagonistas saltan de un capítulo a otro, unas historias aluden sutilmente alguna anterior, otras mantienen tenues lazos entre sí, se complementan, se entrecruzan y corrigen, se completan o discuten, y, en ocasiones, incluso se desmienten. La muerte no siempre es el acontecimiento central de ellas, aunque a menudo es el fallecimiento, la desaparición, la conciencia de la consunción de la vida del personaje lo que desencadena el recuerdo o las reflexiones. 

Un anciano que aún guarda memoria de lances de la Segunda Guerra Mundial; un paciente e irónico verdulero árabe que denuncia los eslóganes xenófobos en su escaparate; el alcalde y su proyecto megalómano de levantar un moderno centro de ocio; Connie Busse que relata las circunstancias de unas, a la postre funestas, vacaciones familiares en Italia; el clérigo enajenado que incendia la iglesia del pueblo; Martha Avenieu que sueña abrir su propia zapatería; su marido, Robert Avenieu, que es consciente del gran malentendido, por fin ahora revelado, en que consistió su matrimonio; Sonja Mayers que recuerda sus visitas infantiles de los sábados a su abuelo, con quien jugaba al ajedrez; Gerda Baehr que sueña con los domingos en la cama con su gordo amante; el granjero Karl Jonas, que repasa la dura trayectoria de sus antepasados y su inútil lucha contra la infertilidad del suelo; Annelie Lorbeer, que a sus ciento cinco años, lamenta la desgracia de la vejez, subraya su independencia de los hombres, casi nunca a la altura de sus expectativas, y, entre la borrosa niebla del pasado, logra vislumbrar la belleza del recuerdo (Casi todos mis recuerdos de la infancia han desaparecido, pero aún quedan algunos recuerdos de los recuerdos, y son bonitos, o por lo menos no provocan malas sensaciones); la madre enloquecida por la muerte de su hijo, ahogado en un lago; el joven que muere en un accidente de tráfico con sus amigos; Lennie Martin, adicto a las máquinas tragaperras; su mujer, Louise Trattner que insatisfecha -en todos los sentidos- de un marido a quien ama, se entrega a otros hombres para sufragar la adicción de su esposo; Heide Friedland que rememora sus sesenta y siete amantes; el muchacho que carga como una losa con la predicción/exigencia de su padre (has tenido suerte: eres un lobo. Eres fuerte y perseverante. No te comerán: tú te los comerás. Nadie conoce el sabor de la carne de lobo. El destino está de tu parte, eres uno de los nuestros); el padre que, desde la tumba, transmite sus consejos de vida a su hijo; el hombre que mirando las manchas, las arrugas, el vello, las cicatrices de sus manos de viejo, recupera momentos privilegiados de su existencia, en un fragmento conmovedor: Los pasos de mi padre en el pasillo, el olor del gorro de piel de mi madre, el médico, las voces de las enfermeras de noche, el ferrocarril, nuestros dedos en el asqueroso hueco aterciopelado entre el tapizado de los asientos del cine, trayectos en autobús, noches de invierno oscuras, leche derramada en el suelo de la cocina. Caídas, heridas, cicatrices. Sus brazos, sus pies, su frente. La caja con los ladrillos de construcción en el contenedor de la basura. Galletas, manzanas, pan de mantequilla. Trece vasos, y aún no son suficientes. Los pájaros muertos delante de la puerta, una avispa moribunda en el alféizar como una peonza que emite un zumbido. Música a los lejos. La muerte llega como el viento, se te lleva, te transporta. ¿Cómo lo sé? No lo sé; una madre -hay muchas madres en el libro- atormentada por la culpa, al no haber sido consciente de los abusos sufridos por su pequeña hija; el cartero, agotado en su bicicleta tras una jornada extenuante, cuenta los minutos para volver a casa; la vida que Franz Straubein cataloga, en una fría enumeración de objetos cuantificados; la anciana que evoca con ternura los últimos días de otra mujer mayor, con la que coincidió en una residencia (Fue amiga mía durante sesenta y siete días y fue la mejor amiga que tuve en mi vida); el escéptico periodista del Paulstädter Boten, el único periódico de la ciudad: un cronista es un chupatintas que registra los acontecimientos en orden cronológico y un ciudadano paga impuestos. Yo nunca hice ninguna de las dos cosas; Linda Aberius, que da cuenta de sus sueños angustiosos; Bernard Silbermann, que bajo la lápida “dialoga” con su esposa, que ha venido a despedirse de él antes de abandonar definitivamente la ciudad; Kurt Kobielski, feliz en sus recuerdos de su concesionario de automóviles; Hanna Heim, que se despide de un marido que, metafórica y casi literalmente, tuvo su mano en la suya toda su vida (Cuando me morí estabas sentado conmigo y me cogías de la mano), en un relato, el primero y, a mi juicio, el más bello del libro, que, como he señalado, leeré íntegro en un programa futuro de mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes

Desde el punto de vista formal, El Campo es un libro interesante -y arriesgado- por su polifonía. Esta escrito con un estilo lacónico, con frases sencillas. Las historias, no especialmente complejas, se narran con un lenguaje poético, cercano, veraz, que, en general, transmite serenidad, sosiego, relajación incluso, sabiduría y belleza. En las reflexiones de los personajes hay el equilibrio, cercano al estoicismo, derivado del punto de vista desde el que hablan los narradores, más allá del umbral de la muerte. Sus pensamientos tienen, en muchas ocasiones, un aire de sentencias y reflejan una cierta hondura filosófica, casi aforística. 

He hablado de un planteamiento arriesgado, y ello es así porque la estructura coral podría hacernos esperar que Seethaler diera su propia voz a quienes aparecen en el libro, permitiéndoles articularse individualmente, y variando sus registros en función de las diferencias en su educación y estatus social. Pero ello no ocurre así exactamente, pues aunque haya ciertas obvias variantes, el lenguaje conciso del escritor apenas varía las voces. En este sentido, las sutiles diferencias entre las personas pueden llegar a volverse irrelevantes, sumidos todos en un parlamento uniforme, un flujo discursivo colectivo que, más allá de reflejar la peculiar idiosincrasia de cada uno de ellos -algo que, en efecto, ocurre-, represente la voz única de los muertos, de la Muerte, de la indiscutible Verdad que a todos nos espera y nos iguala. 

Por otro lado, los nombres de los protagonistas -de grafías y fonética a veces muy parecidas para un lector español: Sophie Breyer, Sonja Mayers, Lennie Martin (¿hombre o mujer?), Louise Trattner, Herm Leydicke, Heide Friedland- y las similitudes en el “tono” de sus voces, pueden provocar una cierta confusión, incluso una a veces notable dificultad para ubicar a los personajes, para reconocerlos en sus diversas apariciones en el libro, para conectar sus distintas “presencias” en otros capítulos diferentes a los que los tienen como referente central, para, en definitiva, hilar la sutil trama con la que Seethaler los anuda. Además, en mi edición impresa -a diferencia de la digital- el libro no incorpora un índice, por lo que si el lector quiere recuperar esos tenues vínculos entre historias debe repasar página por página lo leído. 

En cualquier caso, y al margen de estos “peros” de menor calibre, la novela, como las dos anteriores de su autor, es magnífica y de lectura altamente recomendable, a pesar de un muy ostensible aire -que las tres obras comparten también- de tristeza y melancolía que impregna los relatos; un hecho que, a mi juicio, incrementa el interés y la belleza de la triple propuesta. Os dejo ahora con un fragmento de la historia de las dos ancianas en la residencia, recordándoos que en Buscando leones en las nubes podréis encontrar en algunas semanas una emisión dedicada íntegramente al primero de los relatos del libro, también emotivo y bellísimo. Como complemento musical a mi comentario os ofrezco la que, creo recordar, es la única mención de toda la novela a una canción. Las manos de Fred sobre el volante. Los dedos marcando el ritmo de Let’s Get It On, leemos en uno de los “testimonios”. Aquí va a aparecer en la versión “canónica”, ya clásica, de Marvin Gaye. 


Una de sus últimas noches yo estaba sentada a su lado mientras dormía. La víspera los médicos habían decidido subirle de nuevo la medicación. «Todo el mundo tiene que sufrir un poco en la vida», dijo el médico jefe, «pero no más de lo necesario». La respiración de Henriette apenas era audible, pero sonaba tranquila, y yo miraba por la ventana los árboles desnudos que se alzaban hacia el cielo nocturno. Sobre el alféizar descansaba su bolso abierto y al lado estaban sus pertenencias alineadas como si alguien hubiera intentado ponerles orden: un pintalabios, una polvera, papel de carta, un monedero, unas tijeras para las uñas y un portafolios de piel fino y un tanto raído. Ella respiraba con dificultad y de pronto me invadió la ira. Me enfadé con esa mujer bajita y reseca junto a cuya cama había pasado tantas horas y que ahora se alejaba de mí dejándome tan sólo una respiración ronca. 

La rabia se extinguió tan rápido como había llegado: su respiración había vuelto a ser tranquila y regular. «La única opción de no verse ridículo en la vejez es reconociendo la propia ridiculez», me había dicho una vez. Me levanté y me acerqué a la ventana. Reconocí las iniciales H. C. en su portafolio de piel y lo abrí. Contenía algunos papeles, informes médicos, certificados y hojas sueltas. Debajo de todo estaba su pasaporte con las páginas repletas de sellos de colores. Por lo visto, se había pasado la vida viajando. En la fotografía aparecía de joven. Entonces tampoco era guapa, pero tenía una melena negra que le llegaba a los hombros y miraba a la cámara con el mentón levantado. Ocultaba la cicatriz del escote con un gran pañuelo oscuro. A un lado de la foto estaban sus datos: nombre completo, lugar de nacimiento, nacionalidad, señas particulares; lo habitual. Me detuve en la fecha de nacimiento y me quedé paralizada. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Noté un mareo y agarré con la mano el alféizar para tenerme en pie: era cuatro años más joven que yo. 

La miré. Estaba tumbada en la cama y la luz de la luna la bañaba haciendo parecer que su cuerpo estaba cubierto de nieve. No vi nada que indicara que seguía respirando, todo en ella estaba congelado salvo los ojos, que se movían rápido bajo los párpados y parecían seguir a ciegas todos mis movimientos mientras yo guardaba sus cosas en el bolso y abría la ventana de par en par para que entrara el aire nocturno.

Videoconferencia
Robert Seethaler. El Campo