JOSEPH CONRAD. EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS
Todos los libros un libro continúa esta semana con la serie, que iniciamos hace siete días, centrada en libros de calidad -alta literatura en casi todos los casos- que han sido objeto de una traslación, a menudo también magistral o, en cualquier caso, sobresaliente, a la gran pantalla. Esta conjunción de los universos literario y cinematográfico, en una pauta recurrente en el espacio, que en sus quince temporadas de existencia ha dejado varias decenas de interesantes muestras, tuvo su primera manifestación por este curso en Dublineses, la excepcional recopilación de relatos (es más que eso, se trata de una obra completa, cerrada en sí misma, integral, que trasciende la mera acumulación de narraciones autónomas) de James Joyce, uno de cuyos cuentos, el que cierra el libro, Los muertos, fue objeto de una muy fiel y también formidable, emotiva y bellísima adaptación al cine en una película del mismo título dirigida por John Huston en los postreros pero aún así fecundos momentos de su larga y brillante trayectoria como artista.
Y si la dupla Joyce/Huston nos trae a dos creadores inconmensurables, en el Olimpo, cada uno de ellos, de sus respectivos ámbitos, la que esta tarde os presento no es menos deslumbrante y prestigiosa: Conrad/Coppola, dos nombres esenciales en la historia de la literatura, el primero, y del cine, el segundo. El nexo que los une, como se puede adivinar fácilmente, es El corazón de las tinieblas, la novela breve del polaco expatriado que escribía en inglés, y su singular y también excepcional recreación fílmica, la desbordante y excesiva Apocalypse Now.
Vayamos, pues, en primer lugar, con el libro. Heart of Darkness, en su título original (los traductores a nuestro idioma suelen optar por “tinieblas” aunque “darkness” es, literalmente, “oscuridad”, y este segundo vocablo se repite de continuo en el texto), fue escrita por Joseph Conrad en apenas dos meses, entre finales de 1898 y comienzos de 1899, para acabar publicándose en tres entregas, entre febrero y abril de este último año, en Blackwood’s Magazine, con ocasión de la llegada de la revista a su número mil. Tres años después aparecería incluida en el libro Juventud y otras dos historias, para, pronto, tener una edición ya independiente. Reconocida universalmente -pese a las críticas, que luego veremos- como un clásico, en nuestro país tuvo una recepción algo tardía, siendo de 1931 la primera traducción al castellano. Desde entonces, obviamente, se ha multiplicado la presencia editorial de la novela en España, con profusión de publicaciones de las que hoy os traigo hasta cuatro, cada una de ellas interesante por motivos de distinta índole.
Yo leí por primera vez El corazón de las tinieblas -sin apreciar su hondura, dada mi incultura juvenil, más desmesurada que la actual ignorancia casi senil- en la edición de bolsillo de 1976 de Alianza Editorial, con traducción de Araceli García Ríos e Isabel Sánchez Araujo y prólogo de la primera de ellas. Esta versión se mantiene en la actualidad en las múltiples reimpresiones de la obra en el insustituible sello madrileño. Bastantes años después, en 2005, la editorial Cátedra, con su impresionante catálogo de clásicos presentados en cada caso con el acompañamiento, abundante y esclarecedor, de un sugestivo aparato académico, ofreció el título, manteniendo la traducción de García Ríos y Sánchez Araújo e incorporando un imprescindible estudio inicial de Fernando Galván y José Santiago Fernández Vázquez que, leído después de la novela, ayuda de manera admirable a profundizar en su comprensión y de amplia de un modo magnífico los ya sugestivos ecos que el a menudo ambiguo texto de Conrad deja en el lector. Ese ensayo (sus más de cien páginas hacen apropiado el término) introductorio, como digo, indispensable para enriquecer la lectura del libro, se detiene en el análisis de la biografía personal y literaria del polaco, estableciendo el muy patente paralelismo entre ambas; estudia los postulados estéticos de su literatura; desvela las claves de una novela en ocasiones oscura; repasa los principales planteamientos críticos que se han hecho sobre ella; indaga en las diferentes lecturas -naturalista, psicologista, política, estructuralista, psicoanalítica, postcolonialista y feminista- de una creación de alcance casi inabarcable; revisa las versiones cinematográficas del libro; y repasa sus ediciones en nuestro país; todo ello acompañado de una copiosa bibliografía que incluye publicaciones sobre la obra conradiana, biografías, ediciones de sus libros, estudios críticos sobre el escritor, bibliografía específica sobre El corazón de las tinieblas, y traducciones al español, catalán y euskera. Todas ellas constituyen razones suficientes para acercarse a la novela a partir de esta edición en particular.
En 2017, la editorial Navona, en su excepcional colección Los ineludibles, que recoge clásicos en nuevas traducciones y que ha aparecido con frecuencia en Todos los libros un libro (la semana pasada, sin ir más lejos, en relación con su edición de Dublineses), presentó, con su acostumbrada brillantez formal, el libro que ahora nos ocupa en la traducción del colombiano Juan Gabriel Vásquez (responsable también, ahora con prólogo incluido, de la edición conmemorativa, en 2024, del centenario de la muerte de Conrad, que dio a la luz la editorial Alfaguara y que yo no conozco directamente). También en 2024, hace escasos meses, Reino de Cordelia puso a disposición de los entregados seguidores de la editorial, un volumen primoroso, con el cuidado y la pulcritud habituales en el sello, cualidades que ya resalté hace siete días a propósito de una edición similar de Dublineses, y en el que el texto de Conrad, esta vez traducido por Susana Carral, se completa con unas estupendas ilustraciones de Toño Benavides. Cualquiera de estas dos últimas ediciones, en particular la de Reino de Cordelia, por su valor adicional como objeto bellísimo, resultan altamente recomendables como muy apreciable regalo.
Quiero dejar aquí, antes de entrar en mis comentarios sobre el libro, un breve apunte sobre las reflexiones que suscita esta diversidad editorial y de traductores y que, a mi juicio, debieran ser tenidas en cuenta a la hora de decidir cuál elegimos para nuestro acercamiento a una obra. Me detendré tan solo en dos ejemplos significativos. Relata el narrador: Miré a mi alrededor. Una mesa de pino en el centro, sillas austeras a lo largo de las paredes y, en un extremo, un gran mapa reluciente, marcado con todos los colores del arco iris. Había una buena cantidad de rojo, agradable de ver en cualquier momento, porque siempre indica que allí se está realizando un trabajo serio; un montón de azul, un poco de verde, salpicaduras de color naranja y, en la costa Este, una mancha violeta para indicar dónde beben cerveza los joviales pioneros del progreso. No obstante, yo no me dirigía a ninguno de esos colores. Iba al amarillo. Algunas de las ediciones citadas no incluyen explicación alguna a este juego de colores y a las enigmáticas frases que los acompañan (una buena cantidad de rojo, agradable de ver en cualquier momento, porque siempre indica que allí se está realizando un trabajo serio; una mancha violeta para indicar dónde beben cerveza los joviales pioneros del progreso). En otras, en cambio, se nos aclara que los mapas coloniales de la época coloreaban en distintos tonos las áreas de influencia de cada país. El rojo era el color de Gran Bretaña, el azul el de Francia, el violeta o púrpura el de Alemania y el amarillo el de Bélgica. Así, las dualidades implícitas Inglaterra/trabajo serio, Alemania/cerveza, pueden pasar o no desapercibidas. Es obvio que ello no afecta en lo sustancial a la comprensión del texto, pero sí puede contribuir a una lectura más rica.
Otro tanto ocurre con las traducciones. Veamos un ejemplo trivial, en las distintas versiones de las primeras páginas de la novela.
La Nellie, una pequeña yola de crucero, se inclinó hacia su ancla, sin el menor aleteo de las velas, y quedó inmóvil. La marea había subido, el viento estaba casi en calma y, puesto que se dirigía río abajo, lo único que la embarcación podía hacer era echar el ancla y esperar a que bajara la marea. (García Ríos)
La Nellie, un velero de dos palos (una yola de crucero), borneó sobre su ancla sin un solo aleteo de las velas y permaneció inmóvil. La marea había subido ya, el viento estaba en calma y, como se dirigía río abajo, lo único que podía hacer era detenerse y aguardar al cambio de marea. (Carral)
La Nellie, una yola de recreo, borneó sobre su ancla sin un flameo de las velas y dejó de moverse. La pleamar se acercaba, el viento estaba casi en calma y, puesto que la nave se dirigía río abajo, nada podíamos hacer más que fondear y esperar el reflujo. (Vásquez)
El Nellie, un yol de crucero, borneó sin un aleteo de las velas y quedó inmóvil. La marea había subido, el viento estaba casi en calma y, puesto que debía dirigirse río abajo, no podía hacer otra cosa que ponerse en facha y esperar el reflujo. (Miguel Temprano en otra edición, en Random House, de 2013)
El viento estaba (casi) en calma; un velero, una yola, un yol; la marea había subido (ya), la pleamar se acercaba; aleteo, flameo de las velas; echar el ancla, ponerse en facha, detenerse; esperar (aguardar) a que bajara la marea, el reflujo, el cambio de marea; lo único que podía hacer, podíamos hacer… Todas esas variantes sin haber sobrepasado siquiera las cincuenta primeras palabras. Una vez más, desde aquí dejo mi observación sobre la importancia de elegir un libro también por sus editores y traductores.
La historia que Conrad relata en El corazón de las tinieblas, es, en su esqueleto argumental, muy sencilla. Con el Nellie anclado en la desembocadura del Támesis, con el sol poniéndose y el crepúsculo oscureciendo Londres (una lúgubre penumbra que se cernía inmóvil sobre la ciudad mayor y más grande de la tierra), cinco hombres, el anónimo narrador, el director de la compañía naviera, un abogado, un contable y Charles Marlow, un marino (Era el único de entre nosotros que continuaba «surcando los mares»), esperan la bajamar, el descenso de la marea que les permitirá zarpar. Envueltos en el silencio y la serenidad de la noche, escuchan la historia que cuenta Marlow, el relato de su experiencia en África. Marlow, con una amplia experiencia naval, con periplos por el océano Índico, el Pacífico y el Mar de la China, narra cómo, llevado por su pasión infantil por los mapas, por su atracción por los espacios en blanco que, en esa época, aún proliferaban en los atlas del mundo, y por la imagen en ellos, seductora, del río serpenteante que se adentraba, sinuoso, en las profundidades del continente negro, consigue un trabajo, merced a las influencias de una tía, en una compañía comercial belga que opera en el Congo, un territorio controlado por los europeos, singularmente la Bélgica de Leopoldo II, bajo pretextos de civilización y comercio. La misión para la que ha sido contratado consiste en encontrar a Kurtz, un misterioso, inteligente y eficaz agente comercial de la firma, conocido por recolectar cantidades excepcionales de marfil pero que desde hace algún tiempo está siguiendo un comportamiento un tanto errático. Marlow revela a sus contertulios los pormenores de su viaje, desde el trayecto marítimo que lo lleva a la costa congoleña, el desembarco y la estancia en la Estación Central de la compañía, las diferentes etapas de su travesía río arriba en un pequeño vapor, las jornadas en que debe desplazarse a pie, para soslayar los tramos no navegables del río y, por fin, tras numerosas vicisitudes, su llegada a la Estación Interior de la empresa en la que se encontrará con el enigmático Kurtz, que parece mortalmente enfermo.
Esta leve trama que constituye el armazón de una novela que, como luego veremos, desborda en su planteamiento y alcance, este ligero y, en el fondo, muy común hilo conductor (el relato de un viaje y sus dificultades; uno de los topoi de la literatura universal desde sus orígenes), está inspirada en la propia experiencia del autor, en una dimensión claramente autobiográfica del libro. En la introducción a su traducción para Alianza, García Ríos nos informa de que el propio Conrad, en el prefacio que escribió para la edición de 1902 de la novela, escribió: El corazón de las tinieblas es experiencia llevada un poco (y solamente un poco) más allá de los hechos reales, con el propósito, perfectamente legítimo, creo yo, de traerla a las mentes y al corazón de los lectores. Había que dar a ese tema sombrío una siniestra resonancia, una tonalidad propia, una continua vibración que quedara —eso esperaba— suspendida en el aire y permaneciera grabada en el oído después de que hubiera sonado la última nota. Experiencia personal, pues, aunque recreada, “literaturizada” para conmover y hacer pensar a los lectores.
Y es que Conrad hizo, en efecto, un viaje por el río Congo muy similar al que, casi una década después, protagonizaría Marlow en la novela. Nacido en Berdýchiv (Berdichev en nuestra grafía actual), la ciudad ucraniana entonces perteneciente a Polonia, deportado a Rusia con su familia, huérfano desde muy joven, exiliado en Francia e Inglaterra, se convertirá en marino a los diecisiete años, enrolándose en un buque en Marsella y curtiéndose en los barcos de Francia e Inglaterra, donde completará su carrera como oficial, primero, y por fin capitán de la marina mercante británica, con misiones en el sudeste asiático, pudiendo desarrollar así su atracción infantil por el mar y la aventura. En 1890, ya con treinta y tres años, fue contratado por una compañía naviera belga para, como capitán, navegar, en una misión comercial, el río Congo desde Kinsasha (entonces, sometida al dominio belga, llamada Leopoldville) hasta Kisangani (que bajo el influjo británico se denominaba Stanleyville). Los mil ochocientos kilómetros del trayecto (cuatrocientos de ellos a pie), en condiciones terribles (el escritor Javier Reverte hizo un viaje similar, memorable, del que dio cuenta en su libro Vagabundo en África, reflejando el encanto y la fascinación africanos, aunque también la inseguridad, la dureza, los padecimientos físicos, las amenazas y los peligros que, aún un siglo después de la experiencia conradiana, debió arrostrar), dejaron en él una profunda huella tanto física (con fiebres y dolencias permanentes) como psicológica (la depresión y el carácter irascible, que arrastró toda su vida) e intelectual y espiritual, desengañado de sus sueños juveniles y de sus nobles anhelos de adulto al constatar los horrores, la brutalidad y la esclavitud, el terror, la barbarie, los castigos, las mutilaciones y los asesinatos perpetrados impunemente por los funcionarios de Leopoldo II obsesionados por las riquezas del continente, marfil, madera, más tarde el caucho. Fernando Galván en su documentadísimo estudio para Cátedra nos informa de que bajo el control del inicuo rey belga la población congoleña bajó de veinte o treinta millones a solo ocho.
Pero Conrad comparte con Marlow -y el apunte es necesario, pues este paralelismo entre el autor y su criatura aporta luz a la comprensión de la novela- no solo la peripecia que constituye el núcleo del libro, sino muchas de las circunstancias que en él se relatan: la atracción infantil por los mapas y sus enormes espacios en blanco, con su promesa de aventuras en territorios ignotos (cuenta Conrad en sus memorias -apunta Fernando Galván- que, en un globo terráqueo que había en su casa, ponía el dedo en ese espacio y decía: «Cuando crezca, yo iré allí», de modo idéntico al que narra Marlow a sus interlocutores); la recomendación de una tía, gracias a la cual consigue el nombramiento que lo llevará al Congo; la repentina muerte de un capitán, una vez allí, lo que le permitirá el acceso al puesto de mando en el barco con el que surcará el río; el accidente del buque que lo tendrá inmovilizado varios meses antes de poder navegar río arriba; la siniestra aparición de un cadáver con un tiro en la cabeza; incluso la figura de Kurtz, anticipada en un capitán Klein, también enfermo, de existencia “real” y al que Conrad conoció en su viaje (de nuevo el erudito Galván ilumina nuestra lectura subrayando el juego lingüístico Kurtz/Klein, corto/pequeño en alemán). La curiosidad y el conocimiento del autor del muy interesante estudio preliminar pone de manifiesto, además de las concomitancias circunstanciales entre Conrad y su personaje, las más importantes semejanzas en la personalidad de ambos. La novela refleja las tensiones que, al parecer, asediaban a su creador, el conflicto entre un Conrad romántico, soñador y visionario, y otro realista, práctico, que refrena los excesos del primero. Esta dualidad resulta evidente en la novela, que se detiene en la descripción de los detalles, los paisajes, lo cotidiano, la formidable ambientación -el río, la selva, sus pobladores, la aterradora realidad africana- de la odisea de Marlow en pos de Kurtz y, simultáneamente, entrelazadas a ese plano que podríamos llamar objetivo o naturalista, muestra las grandes ideas, las abstracciones, las reflexiones sobre la verdad, la justicia, el bien y el mal. Entre, en otras palabras, el mundo físico y el ser interno, el objeto tangible y las ideas, en una de las muchas interesantes dimensiones del libro.
Por de pronto, la narración que Marlow hace de su viaje no es un relato convencional en el que se limite a dar cuenta de los lances vividos en su trayecto, reflejando la curiosidad y hasta el exotismo de su expedición. Por el contrario, hay, desde las primeras páginas, en Londres -incluso desde el mismo título-, atisbos, vislumbres, sutiles señales, la sospecha de algo ominoso, execrable, oscuro, perverso, que Conrad, con magistral brillantez, va descubriendo gradualmente, sembrando la historia de Marlow con leves pistas que trasladan al lector una inquietante sensación de intranquilidad, ligera alarma y hasta profunda desazón. La narración del marino nace en el barco amarrado en el curso alto del Támesis, desde el que el lugar de la monstruosa ciudad [aparece] señalado ominosamente en el cielo, una sombra amenazadora a la luz del sol, un lóbrego resplandor bajo las estrellas, y en la tenebrosa descripción encontramos ya un presagio de la densa, impenetrable, opaca oscuridad de la selva de África a la que el narrador nos irá poco a poco conduciendo y, en paralelo, de los negros abismos del alma del personaje que, en el interior de esa jungla sombría y aterradora, acabará por revelársele a Marlow. También en las primeras páginas, el relator se retrotrae veinte siglos atrás para evocar la conquista por los romanos de ese mismo Londres desde el que habla, esa Britania agreste y salvaje de aquellos tiempos remotos: Imagínenlo [al comandante de la flota de Roma] aquí, el mismísimo fin del mundo, un océano del color del plomo, un cielo del color del humo, un barco tan rígido como pueda serlo un acordeón, remontando el río con mercancías, pedidos comerciales o lo que prefieran ustedes. Bancos de arena, marismas, bosques, salvajes. Muy pocas cosas que un hombre civilizado pudiera comer, nada salvo el agua del Támesis para beber. Ni vino de Falerno, ni posibilidades de acercarse a la orilla. De vez en cuando, un campamento militar perdido en la espesura como una aguja en un pajar (frío, niebla, tempestades, exilio, muerte), la muerte acechando en el aire, en el agua, en la maleza. Aquí debieron de morir como moscas. Oh sí, lo hizo, y muy bien además, sin pensar demasiado en ello, excepto tal vez más tarde para fanfarronear de lo que en su día había tenido que pasar. Eran lo bastante hombres para enfrentarse a la oscuridad. Y debe disculparse la extensión del fragmento porque en él ya está la novela entera, un anticipo de su núcleo temático esencial -primitivismo frente a civilización-, del escenario al que nos llevará la narración -un territorio inhóspito, un río inquietante, una naturaleza hostil, una población salvaje- y una atmósfera moral perturbadora -la muerte acechando en el aire y la necesidad de arrostrar las calamidades, los peligros, la “oscuridad”, no solo reales sino también, y sobre todo, metafóricos.
Y hay advertencia y presagio y agüero y amenaza, cuando, todavía en las primeras páginas, Marlow da cuenta de los preparativos de su viaje africano, y describe a las dos extrañas mujeres que, de modo febril, tejen en la antesala del despacho del naviero con el que firmará el contrato que lo vinculará a la expedición: La más vieja estaba sentada en su silla y apoyaba en un brasero las zapatillas de tela sin tacón, mientras un gato descansaba en su regazo. Tenía una cofia blanca almidonada en la cabeza y una verruga en una de las mejillas; unas gafas con montura de plata pendían de la punta de su nariz. Me echó una ojeada por encima de las gafas y la suavidad e indiferente placidez de su mirada me desazonaron. Dos jovenzuelos de apariencia estúpida y animada estaban siendo presentados en ese momento y les lanzó la misma mirada rápida de despreocupada sabiduría. Parecía saberlo todo sobre ellos y también sobre mí. Me invadió una sensación de desasosiego. Su aspecto era fatídico y misterioso. Lejos de allí pensé a menudo en ambas, guardando el umbral de las tinieblas. Tejiendo su lana negra como para un pálido paño mortuorio, haciendo una continuamente de guía hacia lo desconocido, escrutando la otra los rostros estúpidos y animados con ojos viejos y despreocupados. Ave!, vieja tejedora de lana negra, morituri te salutant. Muy pocos de aquellos a los que miró volvieron a verla. Muchos menos de la mitad. Y la muy reveladora negrita es, obviamente, mía. Y en el reconocimiento médico, previo a su aventura, al que se somete, hay también elementos turbadores; y los vuelve a haber cuando, ya embarcado, vislumbra el paisaje desde el barco que bordea la costa africana, mucho antes aún de llegar a su destino (Observar una costa mientras se desliza ante el barco es como pensar en un enigma. Ahí está, delante de uno, sonriente, amenazadora, incitante, imponente, humilde, insípida o salvaje y siempre silenciosa); y una difusa sensación de extrañeza, de desasosiego, de ansiedad invade al personaje -y con él al lector, que de este modo “sabe” que se aproxima al peligro, al misterio, a algo inclasificable y atroz.
Y el libro entero -incluso, como digo, desde mucho antes de que Marlow se adentre en la selva- se puebla de vocablos perturbadores, presentados de modo gradual, muy bien dosificado por la maestría del autor: salvaje, ominoso, oscuro, tinieblas, bruma, absurdo, locura, muerte, corrompido, desesperación, cieno, sobrecogimiento, espanto, caos, sueños angustiosos, demonio, codicia, violencia, despiadado, insidia, infierno, febril, lóbrego, inescrutable, misterio, insólito, enigmático, la otredad, innombrable, onírico, espesura, barbarie, soledad, silencio, temblor, opresivo, desconfianza, el mal, enfermedades, espectral, sorpresa, aturdimiento, sobrenatural, aborrecible, deprimente, alaridos, frenesí, fantasmas, maldito, el horror… y, por supuesto, las omnipresentes tinieblas. Como señala Araceli García Ríos, mediante el lenguaje, Conrad dibuja una atmósfera opresiva, cargada de sensualidad, en donde todo parece apresado en la densa tela de araña de una inmensa e ininterrumpida jungla que empieza y termina en la desembocadura del Támesis.
Y esta sobresaliente técnica narrativa consistente en ir sugiriendo señales, deslizando pistas, apuntando conjeturas, mostrando huellas que apuntan a algo desconocido, no formulado, es aún más explícita en relación con la figura -capital en la novela- del recóndito e indescifrable Kurtz, que comparece, bien avanzado el libro, de manera paulatina, mediante indicios escalonados, aquí una ligera pincelada, un comentario incidental después (Seguro que en el interior conocerá usted al señor Kurtz), ahora una alusión al paso (Corrían rumores de que una estación muy importante estaba en peligro, y su jefe, el señor Kurtz, estaba enfermo), luego una mención más detallada (Es un prodigio —dijo al fin—. Es un emisario de la compasión, de la ciencia, del progreso y el diablo sabe de cuántas cosas más), alguna descripción indirecta (Es una persona fuera de lo normal), un comentario inquietante escuchado al azar (Date cuenta de la influencia que debe tener ese hombre), una percepción algo críptica (Una voz, él era poco más que una voz), todo ello antes del inevitable encuentro entre los dos personajes. Detalles que van sembrando en los oyentes del relato de Marlow, y en el lector, último destinatario de su magnética crónica, la expectación ante la que se prevé, en un crescendo subyugante que explotará al final de la aventura, como impresionante aparición de un personaje nimbado ya a esas alturas -mucho antes de su presencia “real” en la historia- de un halo de leyenda, de una suerte de aureola mítica que nos lo vuelve simultáneamente sugestivo y espantoso, fascinante y estremecedor. De este modo, aunque Kurtz permanece oculto durante gran parte de la novela, en todo momento -desde la primera alusión- sabemos que el centro del libro será él y que en su misterio, en las incógnitas y los interrogantes que su identidad suscita residen las claves últimas, el propósito, la intención, el “mensaje” de la obra de Conrad.
El “clima” poco tranquilizador en el que se desenvuelve la navegación de Marlow se configura también a través de la muy precisa descripción del entorno físico, en la que la minuciosidad en los detalles, su realismo, contribuyen, paradójicamente, a enriquecer el valor simbólico de los hechos narrados. Aunque Conrad era de lenta escritura -ya he anticipado que, al parecer, escribió la novela en poco más de un mes-, el hecho de que la realidad que describe aparezca con tal grado de fidelidad al “original” denota que había en él mucho conocimiento previo y mucha experiencia subyacente en el continente negro. Así, la presentación de la desmesurada y asfixiante grandiosidad del río, dibujado de un modo subyugante y también perturbador: Tenía en mis narices el olor del barro, ¡del barro primigenio, por Dios!, y, ante mis ojos, la enorme quietud del bosque primitivo; había reflejos brillantes en el negro río. La luna había tendido por todas partes una fina capa de plata: sobre la hierba exuberante, sobre el fango, sobre el muro de vegetación enmarañada que se alzaba más alto que el muro de un templo, sobre el gran río, que yo podía ver brillar a través de un hueco oscuro, brillar a medida que fluía en toda su amplitud sin un solo murmullo. Todo era grandioso, expectante, mudo. Así las abundantes imágenes de la jungla, opaca, indescifrable, insinuante, terrible, perversa: El enorme muro de vegetación, una masa enmarañada y exuberante de troncos, ramas, hojas y lianas inmóviles bajo la luz de la luna, parecía una desordenada invasión de vida silenciosa, una ola arrolladora de plantas amontonadas, a punto de romper sobre la corriente para barrernos a todos de nuestra ínfima existencia. Un estallido apagado de poderosos resoplidos y chapoteos llegó desde la lejanía, como si un ictiosaurio estuviera dándose un baño en el resplandor del gran río.
Y de este modo, poco a poco, siguiendo a Marlow, el lector va abandonando su plácido universo de racionalidad y certezas y adentrándose, con el vapor que avanza río arriba, en un universo, dibujado con tintes oníricos y alucinatorios, en el que no rigen las reglas de la civilización: Durante un tiempo [reflexiona el marino a medida que avanza en su misión] todavía iba a sentir que pertenecía a un mundo cuyos hechos eran sencillos y claros, pero aquella impresión no duraría mucho, algo la haría desaparecer. Y al ir penetrando en la selva, al avanzar en el curso del río, todos, Marlow, el lector, y antes Kurtz, sienten cómo se resquebrajan sus valores morales y cómo sucumben al poder maléfico de la jungla, a las tinieblas que esconde el alma humana, a la fascinación de lo abominable.
Son muchas las dimensiones a las que se abre una novela compleja, abierta, muchas veces ambigua, en la que los hechos, los escenarios, los acontecimientos, los personajes y sus acciones parecen obedecer a una pluralidad de significados que a veces se contraponen entre sí e imposibilitan llegar a una realidad objetiva fácilmente “sistematizable”. En un repaso superficial: la recreación fiel, que admite una lectura casi documental, de la situación en África en los tiempos de Leopoldo II; el cuestionamiento del colonialismo y la denuncia de los excesos de la civilización occidental en su brutal explotación del Congo (aunque con matices: hay críticos que ven en El corazón de las tinieblas un libro racista que perpetúa los estereotipos del dominio del hombre blanco sobre los nativos); el análisis profundo de la naturaleza humana y, consecuentemente, el “estudio” de la desintegración moral del ser humano; el viaje hacia lo profundo, la oscuridad y las tinieblas, al interior de la propia mente (en su viaje, Marlow va perdiendo gradualmente la confianza en el orden y la civilización, y oprimido y angustiado por el gran peso de la jungla que lo rodea, se enfrentará, en la gruta del monstruo, a los abismos del exceso y la desmesura, de lo salvaje, del horror); la vertiente onírica, con conexiones con el subconsciente, el sueño, lo desconocido, los impulsos primitivos, las raíces atávicas de la especie (ha habido lecturas psicoanalíticas del libro: Freud, los deseos inconscientes de Marlow, la represión de impulsos sexuales, la simbología fálica, el río como serpiente -Marlow, su barco, el hombre blanco y Europa, simbolizando el falo que penetra en la vulva, toca la oscuridad, las tinieblas, viola a África); el tema del doble, el espejo, Marlow que busca en Kurtz el álter ego; la confrontación ética entre el bien y el mal, representando Kurtz la figura demoníaca, rodeado de caníbales, los alaridos, las danzas rituales, las pinturas, el éxtasis ceremonial; la multiplicidad de referencias culturales, literarias y filosóficas implícitas, que la crítica ha desvelado o ha creído vislumbrar en el libro: el mito de Edipo, el Hades y el descenso a los infiernos del Dante, la Eneida, las dos mujeres de la oficina, antes mencionadas, como las sibilas, Fraser y La rama dorada (en la película, Coppola decidió que Kurtz tuviera ese libro en su biblioteca), Fausto, el Grial; la lectura feminista a partir de los dos grandes personajes femeninos del libro: la “reina” africana de Kurtz, excesiva, barroca, sensual, salvaje, plena de erotismo, y su prometida inglesa, contenida, fría, recatada; ciertos recursos estilísticos innovadores: la alternancia de la voz omnisciente con otras subjetivas, pues hay un narrador anónimo en primera persona, que pronto da paso al discurso de Marlow, pero también al de Kurtz, y al del explorador ruso que da cuenta de su vivencia con éste, en un juego de voces que contribuyen a trasladar al lector la dificultad de reflejar la complejidad de la experiencia; entre otros muchos frentes de interés que explora con deslumbrante sabiduría y muy atrayente inteligencia Fernando Galván en su ensayo preliminar para la edición de Cátedra que, de nuevo, vuelvo a recomendaros.
Gran parte de estas muy variadas y apasionantes dimensiones de la novela y, sin duda, su eje argumental central, están también en Apocalypse now, la desmesurada, alucinatoria, desbordante e inolvidable película dirigida por Francis Ford Coppola y estrenada en 1979 tras varios años de preparación y rodaje extenuantes plagados de accidentes, problemas económicos, dificultades técnicas, obstáculos administrativos, incidencias con el reparto y, sobre todo, incertidumbre, dudas, vacilaciones e indecisión del propio director en relación con el planteamiento, el sentido y la viabilidad del propio proyecto (Coppola confesó que durante gran parte del proceso no sabía qué hacer con el personaje de Kurtz, ignorando si se trataba de una víctima, un héroe o un loco) que lo llevaron a una cierta improvisación y a cambiar el guion y el montaje final en más de una ocasión. Ello explica, en parte, el hecho de que haya hasta tres versiones de la película. La original, de 1979, con una duración de 147 minutos, que yo vi -con asombro y entusiasmo parejos- ese mismo año; la llamada “Redux”, para mí desconocida, presentada por Coppola en Cannes en 2001, con casi cincuenta minutos más de escenas eliminadas en el 79; y Apocalypse Now: Final Cut, que con una duración total de tres horas se ofrece con un nuevo montaje hecho por el director con ocasión del cuadragésimo aniversario del estreno, y que es la que yo he visto ahora -sin perder un ápice del deslumbramiento y el arrobo iniciales- en mi repaso de la cinta para esta reseña.
La novela de Conrad ya había conocido dos intentos de traslación al medio cinematográfico. Uno por parte de Orson Welles, en la segunda mitad de los años treinta del pasado siglo, finalmente frustrado, del que solo se conserva un guion y un programa de radio de media hora; y un segundo, más reciente, dirigido en 1994 por Nicholas Roeg, con Tim Roth en el papel de Marlow y con John Malkovich como Kurtz.
La impresionante aproximación de Coppola al universo de El corazón de las tinieblas, cuenta con un reparto formidable y, visto ahora, inusitado y sorprendente. Más allá de las deslumbrantes interpretaciones de Martin Sheen y Marlon Brando en los dos papeles principales, destaca la presencia, entre otros, de Robert Duvall, inolvidable en el rol del delirante coronel Kilgore; del jovencísimo -casi un niño- Laurence Fishburne; de un también juvenil y casi irreconocible Harrison Ford, en una aparición fugaz; y del habitual del cine de esos años, Dennis Hopper, que debutante en 1955 con Rebelde sin causa, y con interpretaciones icónicas como la de Easy Rider, en 1969, prolongó su carrera hasta su muerte en 2010 con participación en títulos de Toni Scott, Bob Rafelson, Tobe Hopper, Julian Schnabel y el recientemente desaparecido David Lynch.
Coppola traslada la acción de la novela de África a Vietnam. En Saigón, en 1969, en plena guerra en el país asiático, el capitán Willard, un hombre desgastado por la guerra (trasunto fílmico del Maslow literario interpretado por un Martin Sheen excepcional) recibe la misión de asesinar al coronel Kurtz (un Marlon Brando sobrehumano, icónico), un exoficial del ejército estadounidense, un héroe condecorado, antiguo boina verde y uno de los mejores soldados de las tropas estadounidenses, que se ha rebelado y establecido un santuario en territorio enemigo, en la jungla camboyana, en donde dirige a los miembros de una tribu local -los montagnard- junto con algunos soldados norteamericanos renegados que, unos y otros, lo veneran como a un dios y lo han convertido en objeto de culto. La tarea de Willard, extraoficial y secreta, consistirá en remontar el río Nung atravesando la tupida e infernal selva surcada de peligros, esencialmente los derivados de la contienda bélica, con lugareños rebeldes, fuerzas del Viet Cong y guerrilleros por doquier, para localizar a Kurtz y acabar con él. El viaje de Willard, alucinado, demencial, enajenado, infernal, se mueve en dos planos complementarios. Por un lado está la que podríamos denominar dimensión estrictamente bélica de la expedición y del filme: la representación -siguiendo la peripecia fluvial del capitán y sus cuatro hombres en una frágil patrullera militar- de los escenarios y los episodios de una guerra insensata, irracional y absurda, delirante y surrealista: soldados drogados, oficiales enloquecidos, amenazas ocultas, ataques con helicópteros mientras suena, atronadora, la Cabalgata de las valquirias de Wagner, bombardeos de napalm, militares surfeando en el fragor de la batalla, combatientes sorprendidos por el ataque de un tigre entre la imponente magnitud del bosque tropical, en una secuencia que enlaza de modo evidente con la naturaleza inabarcable que describe la novela, conejitas de Playboy llegadas para entretener a los soldados, víctimas vietnamitas indefensas… Y todo ello con una escenografía portentosa, la luz, los colores, los movimientos de cámara, el encadenamiento de planos, para construir un marco desasosegante, atroz y asfixiante de la narración: nieblas y humo sofocantes, calor bochornoso y humedad opresiva, densas, opacas cortinas de torrenciales lluvias tropicales, violentas explosiones iluminando -cegando- la perturbadora opresión de la jungla, ruido atronador, un bombardeo de helicópteros rugientes, ráfagas de ametralladoras, disparos de fusiles, estallidos de bombas, de proyectiles varios, detonaciones estruendosas, cargas de tanques, gritos desaforados, de terror, de espanto, cuerpos desmembrados, cadáveres, sangre… en un tratamiento cinematográfico prodigioso del sonido completado por una impresionante fotografía, sobresaliente en las luminosas escenas de combate, bellísima en los momentos de relativa placidez en el trayecto por el río, espléndida en la representación de la atmósfera densa y sofocante de los interiores, la noche, la oscura selva, soberbia en la recreación del ambiente fantasmagórico, de ultratumba y pesadilla del campamento de Kurtz. No sorprende en absoluto que tanto Vittorio Storaro, el genial director de fotografía, como el elenco a cargo de Walter Murch, director de sonido, hayan obtenido sendos Oscar ese año. Sí llama la atención, en cambio, que otras seis candidaturas en las categorías principales no hubieran sido premiadas. Hay aquí, en esta primera vertiente de la cinta, y pese a las muchas diferencias con la novela, un paralelismo entre ambas, a mi juicio obvio: la crítica al imperialismo europeo en África, implícita en el relato de Conrad, comparece en la película transformada en la denuncia de la política exterior norteamericana en Vietnam.
Pero es en la segunda dimensión de Apocalypse now, la del viaje interior de Willard y su confrontación con la locura y la desesperación de Kurtz, en donde podemos rastrear con más nitidez el vínculo entre ambas obras maestras. El viaje hacia el misterio; la lucha entre el bien y el mal; la ambigüedad moral; la atmósfera onírica y como de pesadilla; la sombra de lo ominoso, lo abominable; el conflicto entre la razón y lo irracional; el descenso hacia las tinieblas; el alcance metafísico; la indagación en los recovecos más oscuros de la naturaleza humana; la fragilidad de la razón; las muy lábiles fronteras entre la civilización y la barbarie; el infierno y los demonios que puede albergar nuestra alma.
Ya desde su inicio, y solo en sus ocho primeros minutos, la película nos introduce en ese clima de alucinación y misterio, denso y asfixiante, que enlazará los dos planos que acabo de resaltar: Willard en la cama la habitación del hotel; el lento despertar resacoso; la botella de whisky, las cervezas, las cajetillas de tabaco, el cigarrillo encendido; las aspas del ventilador, el zumbido de su monótono rotar superponiéndose al insistente sonido de los helicópteros; los planos intercalados de la selva, el fuego, la maleza ardiendo; la lentitud de los movimientos del militar, sus pasos enajenados, su danza hipnótica ante el espejo; la música envolvente -el premonitorio The end de The Doors que os dejo como complemento musical a esta reseña-; la sangre, los gritos, las lágrimas; la constatación de la insufrible realidad externa: Saigón, mierda, sigo estando en Saigón… Una subyugante apertura a una obra maestra.
Con mi tiempo casi agotado quiero dejar, no obstante, dos muy breves apuntes sobre otras tantas obras sobre Apocalypse now, un libro y un documental muy interesantes que ayudan a un mayor disfrute de la película y complementan por tanto, esta amplia reseña en torno a El corazón de las tinieblas.
El 1 de marzo de 1976 viajé a Filipinas con mi marido, Francis Coppola, nuestros tres hijos, Gio, Roman y Sofía, el sobrino de Francis, Marc, nuestra ama de llaves, nuestra niñera y el proyeccionista de Francis. Alquilamos una casa grande en Manila en la que viviríamos todos durante los cinco meses que estaba previsto que duraría el rodaje de la película de Francis, Apocalipsis Now, [así en el original, en la grafía fifty fifty español/inglés en la que se distribuyó la película en el ámbito del castellano] una aventura situada en Vietnam. Quien esto escribe es Eleanor Coppola, la mujer del director y acompañante habitual de su marido en sus rodajes. Desde esa fecha, y hasta finales de 1978, la escritora y también cineasta, llevó un minucioso diario en el que recogió los muchos pormenores del complicado periplo que vivió la película: las gestiones previas -elección del reparto, búsqueda de financiación, redacción del guion-, la accidentada estancia en Filipinas, desarrollada en diversas etapas de rodaje, y las circunstancias posteriores de “cierre” del filme: la edición y el montaje, la resolución de los asuntos financieros y legales, las proyecciones de prueba y la distribución y el estreno del filme; también la creación de su propio documental sobre el making off de la película. En 1979, Eleanor publicaría estos apuntes en un libro titulado Notas a Apocalipsis Now. Crónica de un rodaje maldito, que ahora traigo en la edición española de Berlín Libros, que, en traducción de Mar Vidal, se presentó en nuestro país en 2020, aunque hay ya una reedición del año pasado.
El libro resulta valioso, en primer lugar, porque permite conocer las interioridades del proceso de realización de la película a través del testimonio de primera mano de una persona que estuvo presente -desde una posición privilegiada, además, la de esposa del director- en todas las fases de desarrollo del proyecto. Por otro lado, en otro frente muy notable del texto, el diario se adentra también en ciertas vertientes de la vida íntima del legendario director -sus miedos, sus dudas, su inseguridad y sus vacilaciones-, y de su, en esos momentos, tormentosa relación matrimonial, amenazada entonces por una importante crisis que se producía en paralelo a la evolución de la película.
Conocemos, así, los distintos contactos habidos entre noviembre de 1975 a febrero de 1976 con diferentes actores a los que Francis ofreció los papeles de sus dos principales protagonistas (en algunos casos de manera indistinta) -Steve McQueen, Marlon Brando, Al Pacino, James Caan, Jack Nicholson, Robert Redford, Harvey Keitel- y las negativas de unos, las excusas de otros, la imposibilidad de estos, las excesivas pretensiones de aquellos. A la postre, Coppola elegiría a Martin Sheen y a Marlon Brando, pese a que éste exigió, y al parecer obtuvo, la astronómica cifra de tres millones de dólares por otras tantas semanas de rodaje. Ya metidos en la selva filipina, el relato avanza con el rodaje, salpimentado de anécdotas, incidentes, problemas técnicos, obstáculos y contratiempos diversos: la construcción de una aldea vietnamita, recreada hasta el menor detalle, tras despejar la selva; las negociaciones con el gobierno filipino para la cesión de armas y helicópteros; las amenazas de las fuerzas rebeldes del país asiático, que obligaban en ocasiones a interrumpir el rodaje pues los helicópteros y sus tripulantes debían desplazarse al frente de guerra; los contactos con Donald Rumsfeld, el entonces secretario de Defensa norteamericano, solicitando el alquiler de material del ejército estadounidense; los muchos desplazamientos, interminables y con constantes esperas, entre los diversos escenarios de la grabación: aviones, helicópteros, jeeps, camiones; la repercusión de la presencia de la multitudinaria troupe de Hollywood en los habitantes locales; la tensión por las dificultades financieras y su posible incidencia en las vicisitudes de la filmación (La película supera el presupuesto en tres millones de dólares, que ahora tiene que poner United Artists, pero Francis tendrá que pagarlo de su bolsillo si la película no obtiene, como mínimo, cuarenta millones o más); los problemas con los actores, el infarto de Martin Sheen que casi pone en peligro la película, las exigencias de Brando, su abandono y su desidia -Coppola sospecha que ni se había leído la novela de Conrad-, su obesidad, que hace replantear el guion (Marlon está muy obeso. Francis y él están dándole vueltas a la posibilidad de cambiar su personaje en el guion. Brando quiere camuflar su peso); el caos del entorno; el estrés, la tensión, el agotamiento anímico y los muchos problemas de salud de la familia y los integrantes del equipo: fiebres, vómitos, diarreas y jaquecas provocadas por la extraña comida y la desordenada alimentación, por el calor y la humedad extremos; los mosquitos, las cucarachas; los tifones que en pocos minutos destrozaban las construcciones levantadas para la grabación; las largas jornadas de diluvio que interrumpían un rodaje que se prolongaría durante doscientos treinta y ocho días, en diferentes etapas.
Intercalados en este hilo principal, aparecen también momentos de disfrute, las situaciones y momentos de la vida familiar; los juegos de los hijos -la pequeña Sofia (entonces una niña apenas cuatro años y hoy, cinco décadas después, una madura y reconocida directora), deslumbrada por la vivencia; los viajes por la zona, la belleza del entorno, los paisajes idílicos (Había arrozales, pequeñas aldeas de chozas de palma, búfalos de agua, la ropa lavada de una familia tendida en la valla de un cementerio, una rodaja de sandía colgando de una cuerda sobre la cabeza de un vendedor, haces de luz que se filtraban a través de los puestos de venta junto al camino, pilas de quesos envueltos en hojas de banano, un sofá de madera instalado bajo un árbol, junto a la carretera, como si la gente viniera a sentarse para contemplar el panorama, campos de caña de azúcar y montañas azuladas en el horizonte); las vueltas a casa, al rancho de Napa, en California; una visita a la Casa Blanca; los tres “maestros”, Coppola, Spielberg y Lucas.
Y, por entre las anécdotas, brotan las reflexiones personales de Eleanor sobre su papel como esposa y madre, la responsabilidad y la culpa por ocuparse de la película y de su propio documental descuidando a sus hijos (Soy la madre de estos niños, la esposa del director de una producción multimillonaria, y esta mañana no he pensado para nada en mi familia), sobre el papel secundario que desempeña en el matrimonio, subordinada siempre a su marido, sobre sus consiguientes inseguridades (Allí estaba yo, en mi suite con aire acondicionado, viajando por todo el mundo con una compañía cinematográfica, la esposa privilegiada del director, y sin embargo me pasaba el día sollozando, sintiéndome como una mujer de mediana edad miserable, apática y neurótica, incapaz de actuar con entereza), sobre la infidelidad de Francis, sobre el cuestionamiento de su relación con él y su voluntad de solicitar el divorcio…
Y están, igualmente, ocupando un lugar destacado en los diarios, las continuas apreciaciones sobre el ya reseñado desconcierto del director sobre el sentido último de su película, las constantes reescrituras del guion, las eufóricas ilusión y entusiasmo que lo acometen en ciertas fases del proyecto y, simultáneamente, su condición sufriente, atormentada y depresiva en tantas otras, sus conflictos internos, su desánimo, sus preocupaciones, las frecuentes discusiones en la pareja. Hay aquí unos muy interesantes y reiterados incisos sobre los paralelismos que Eleanor percibe entre la experiencia de Marlow en el libro, la de Willard en la película, la de Coppola en la dirección (Cada vez parece haber más paralelismos entre el personaje de Kurtz y Francis), la del elenco y el equipo y la de la propia Eleanor en la estancia filipina (Me dijo que al parecer todos los que participan en la producción están sufriendo algún tipo de transición personal, algún «viaje» en su vida. Todos los que han venido a Filipinas parecen estar pasando por algo que los afecta profundamente, cambiando su perspectiva del mundo o de ellos mismos, mientras que supuestamente lo mismo le está sucediendo a Willard en la película. Definitivamente, algo nos está ocurriendo a mí y a Francis).
Obviando esta dimensión íntima y personal y centrándose exclusivamente en los hechos recogidos en el libro relativos a las circunstancias del rodaje, Eleanor Coppola, junto con Fax Bahr y George Hickenlooper codirigieron y presentaron en 1991 el documental Hearts of Darkness: A Filmmaker's Apocalypse (Corazones en tinieblas, en nuestro país; puede verse en Filmin). En él se combinan algunas de las tomas grabadas por Eleanor y de las que da cuenta en el libro, fragmentos de la película, material de archivo, locuciones de Orson Welles en su programa de radio y las habituales entrevistas de este tipo de productos -al director, a su esposa, al guionista John Milius, a los actores Robert Duvall, Sam Bottoms y Frederick Forrest, entre otros muchos.
En fin, no hay tiempo para más. Cierro esta desbordante reseña -me excuso: desbordantes son también la novela, la película y las muchas ramificaciones de una y otra- con un texto del libro, las palabras con las que Marlow, al comienzo del relato de su aventura a sus silenciosos oyentes, describe su fascinación por los mapas y por la misteriosa presencia en ellos de los muchos territorios inexplorados de África. Tras él, cómo no, The end, el clásico, hipnótico, envolvente, oscuro, psicodélico, obsesivo y muy lírico de The Doors, ya para siempre unido a Apocalypse now.
Cuando era un muchacho, me apasionaban los mapas. Podía pasar horas mirando Sudamérica, África o Australia inmerso en los placeres de la exploración. En aquella época quedaban muchos lugares desconocidos en la tierra, y cuando veía en un mapa alguno que pareciera particularmente atractivo (aunque todos lo parecen), ponía el dedo sobre él y decía: “Cuando sea mayor iré allí”. Recuerdo que el Polo Norte era uno de aquellos lugares. Bueno, aún no he estado allí y no voy a intentarlo ahora, ha perdido su encanto. Había otros lugares dispersos alrededor del Ecuador y en todas las latitudes de los dos hemisferios. He estado en algunos de ellos y… bueno, mejor no hablamos de eso. Pero quedaba uno todavía, el mayor, el más vacío por decirlo de algún modo, por el que sentía un especial anhelo.
Es cierto que por entonces ya había dejado de ser un espacio en blanco. Desde mi infancia lo habían llenado ríos, lagos y nombres. Había dejado de ser un misterioso espacio en blanco, un parche blanco sobre el que un niño podía tejer magníficos sueños. Se había convertido en un lugar de tinieblas. Pero había en él un río en particular, un río grande y poderoso, que aparecía en el mapa semejante a una inmensa serpiente desenrollada, con la cabeza en el mar, el cuerpo quieto curvándose sobre un vasto territorio y la cola perdida en las profundidades de la tierra. Y mientras observaba el mapa en un escaparate, me fascinó, como una serpiente fascinaría a un pájaro, a un pequeño e incauto pajarillo. Entonces recordé que existía una gran empresa, una compañía dedicada al comercio en ese río. ¡Caramba!, pensé para mis adentros, no pueden comerciar en todo ese montón de agua dulce sin emplear alguna embarcación… ¡Barcos de vapor! ¿Por qué no intentar obtener el mando de uno de ellos? Seguí andando por Fleet Street, pero no podía quitarme la idea de la cabeza, la serpiente me había fascinado.
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Joseph Conrad. El corazón de las tinieblas
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