Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 9 de abril de 2025

MÚSICA Y POESÍA DE CINE

Todos los libros un libro pone fin a sus emisiones por este trimestre con el quinto y último programa de la serie que desde principios de mayo hemos estado dedicando a las relaciones entre el cine y la literatura, a partir de dos enfoques distintos, aunque complementarios, del asunto. En las tres primeras entregas del ciclo os he presentado algunas novelas, de calidad indiscutible, que han sido objeto de recreaciones cinematográficas también valiosas. Fue el caso de Dublineses, de James Joyce, y su correlato fílmico, Los muertos, de John Huston; de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, y su libre adaptación a la gran pantalla, la excesiva Apocalypse now, de Francis Ford Coppola; y de El buscavidas y El color del dinero, las dos novelas sobre el atractivo universo del billar escritas por Walter Tevis y llevadas al cine en sendas películas homónimas, dirigidas por Robert Rossen y Martin Scorsese, con la presencia en ellas de Paul Newman, un actor sobre el que gravitó mi propuesta de hace un par de semanas. En la emisión de hace siete días la conexión entre libros y cine fue mucho menos “literaria”, pues no había una novela como referencia de mis comentarios y sí diversos textos ensayísticos, cuyos lazos con el mundo del cine eran indirectos o tangenciales. Hablábamos entonces de los “escenarios” del cine, con textos de Sergi Ramis, Francisco García Gómez y Gonzalo M. Pavés, Rafael Dalmau y Albert Galera, Nuria Vidal y Jim Heimann, con los que nos embarcábamos en viajes, recorríamos ciudades y nos adentrábamos en espacios de significativa presencia en las películas. 

Esta multiplicidad de facetas que el cine encierra, la infinidad de dimensiones a las que se abre, los vínculos del arte cinematográfico con otras expresiones del espíritu, de la labor creativa del hombre, como la arquitectura, la pintura, la literatura o la música, continuará hoy con un nuevo acercamiento colateral, oblicuo o fronterizo al fascinante mundo del cine, en este espacio con el que, como he señalado, clausuraremos el ciclo y también el trimestre, a partir de una nueva recomendación, plural y heterogénea, conformada con algunos libros que estudian la presencia de la música en las películas y otros que hacen un recorrido exhaustivo por los centenares de poemas que aluden o incluyen referencias al cine. 

Quiero subrayar, además, que esa imbricación con el cine de la música y la poesía ha desempeñado un papel preponderante en mi otro espacio de Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, que el próximo lunes, 14 de abril, cumple veinticinco años de existencia. Desde aquí invito a los seguidores de Todos los libros un libro a entrar en el blog del programa para escuchar las dos emisiones especiales, una radiada este pasado lunes y otra que saldrá al aire el mismo día 14, con las que conmemoramos la modesta efeméride. En el repositorio de dicho blog podréis encontrar también las muchas emisiones -más de una decena- que a lo largo de este cuarto de siglo hemos dedicado a las canciones y las bandas sonoras más conocidos y a las frases y los parlamentos más recordados de la historia del cine, así como a los versos en los que poetas de diversos países han recreado distintas experiencias relacionadas con el cine, han evocado la particular atmósfera de las salas de cine, y han recordado algunas películas legendarias y a los actores y las actrices presentes en su memoria sentimental. 

Empezamos, pues, con la conexión entre cine y música, con seis títulos muy sugestivos en los que se analizan desde distintos ángulos las canciones, las bandas sonoras, las composiciones y los géneros musicales que han acompañado al cine desde su origen (no solo el sonoro, contra lo que podría parecer). Son libros, en general, de mera consulta, no demasiado propicios para su lectura continuada. Yo los utilizo, permítaseme la breve incursión en lo personal, para informarme de manera específica sobre la dimensión musical de algún director o una determinada película, para repasar la obra de algún compositor cinematográfico, o, antes o después del visionado de un filme, para conocer los aspectos más relevantes del tratamiento musical del título correspondiente. 

En 2023, la editorial Blume presentó, en un volumen magnífico, de gran formato, deslumbrante y colorido aparato gráfico -fotogramas, carteles, imágenes- y, sobre todo, una inagotable cantidad de datos, referencias y curiosidades varias, La historia de las bandas sonoras: Música para el cine, escrito por Thierry Jousse. Se trata de una completísima enciclopedia que repasa en trescientas páginas repletas de desbordante información la presencia de la música en la historia del cine, desde la edad de oro de Hollywood hasta los títulos más recientes en el momento de la publicación del libro. Jousse es un prestigioso periodista musical y cinematográfico francés, habitual colaborador de la legendaria revista Cahiers du Cinéma y de la actual Les Inrockuptibles, y que cuenta también con alguna película como director. En la introducción al libro, apunta cómo ese carácter subsidiario y de “pariente pobre” que siempre ha tenido en el pasado la música de cine en el imaginario colectivo, ha quedado atrás hoy en día cuando las bandas sonoras de las películas alcanzan una difusión extraordinaria, con sellos discográficos específicos, programas radiofónicos especializados, documentales sobre compositores y proliferación de cine-conciertos en los que orquestas de música clásica acompañan en directo las proyecciones, todo lo cual ha contribuido a llamar la atención del público en general sobre la importancia sustancial que tiene la música para la comprensión y el disfrute “plenos” de las propuestas cinematográficas. Consciente, pues, de ese innegable valor y a partir de su condición de experto, de su excepcional erudición, el autor hace un recuento exhaustivo, detallado y apasionante de esa rica historia de casi cien años -su recorrido se inicia en la década de los treinta del pasado siglo- deteniéndose no solo en los autores, las composiciones y las películas más característicos y previsibles, más renombrados también, sino en obras menos célebres o, incluso, relativamente desconocidas. 

El libro está estructurado en diecinueve grandes bloques temáticos, cada uno de los cuales incluye diversos capítulos, centrados, de manera más o menos monográfica, en distintos compositores. Intercaladas entre ellos aparecen también algunas playlist, con centenares de referencias musicales concretas que ilustran los textos correspondientes. Se mencionan, así, ciento veinte bandas sonoras de siete creadores de entre los años treinta y cincuenta del pasado siglo; cien de Ennio Morricone; varias decenas de otros compositores italianos; algunas menos del cine de la nouvelle vague; sesenta y ocho del Hollywood de los años sesenta; cincuenta del cine británico de esa década y la siguiente; cien de los grandes compositores del “nuevo Hollywood”; noventa del rock en el cine; setenta de películas de entre 1980 y 2000; sesenta de música electrónica. Al término del libro se recoge también una playlist interactiva, con un código QR que permite el acceso y la escucha de cincuenta y siete temas musicales (tres por cada capítulo del libro) escritos para el cine. Hay, igualmente, dos inabarcables índices, con miles de entradas, tanto de películas mencionadas como de nombres citados. Tras ellos, una sucinta bibliografía con una treintena de títulos -sobre todo del ámbito cultural francés- sobre el objeto de su libro. 

No es posible siquiera ofrecer una mínima muestra de la infinidad de temas, secciones y apartados del libro, baste con una leve enumeración de los sugestivos títulos de sus principales apartados: El sonido hollywoodense, Hitchcock y Herrmann, Del jazz al cine, El continente Morricone, Nouvelle vague, La edad de oro del cine popular francés, El cine más pop, Mi nombre es Bond, El nuevo Hollywood, Rock y cine, La comedia musical, Cine de terror, John Williams, Décadas de 1980-1990, El imparable ascenso de la electrónica, Los cineastas DJ, En todo el mundo, La música de los blockbusters y El cine de hoy. En todos ellos comparecen músicos, títulos e intérpretes representativos de movimientos y géneros muy diversos. En una enumeración a vuelapluma, hay secciones dedicadas a Max Steiner, Miklós Rózsa, Maurice Jaubert, Alfred Hitchcock y Bernard Herrmann, Herrmann sin Hitchcock, el jazz de Hollywood, el del cine francés, el de Woody Allen, la presencia de los jazzmen en las películas, Nino Rotta y Federico Fellini, la música de Godard, de Truffaut y de Alain Resnais, Georges Delerue, Vladimir Cosma, François de Roubaix, Michel Magne, las composiciones de Francis Lai para los filmes de Claude Lelouch, las de Philippe Sarde en los de Claude Sautet (hay un muy perceptible “sesgo” francófilo en la obra), Henry Mancini y Blake Edwards, El Caso Thomas Crown, Quincy Jones, John Barry, Lalo Schifrin, Jerry Goldsmith, Coppola y sus elecciones musicales, las de Martin Scorsese, Elvis Presley, Easy Rider, los Beatles y los Stones, las selecciones musicales de Todd Haynes, West Side Story, Jacques Demy, David Cronenberg y Howard Shore, lo sinfónico en John Williams, la música de las sagas de Star Wars y Harry Potter, Tim Burton y Danny Elfman, otra muy reconocible dupla director/compositor, Gabriel Yared, Jim Jarmusch, el minimalismo de Philip Glass y Michael Nyman, la música electro-disco de Giorgio Moroder, los experimentos musicales de Stanley Kubrick, Quentin Tarantino, las elegantes bandas sonoras de las películas de Wong Kar-Wai, Almodóvar, David Lynch, Joe Hisaishi y su aportación a la filmografía de Miyazaki y Kitano, Hans Zimmer, los estudios Pixar, Alexandre Desplat, el superdotado Jonny Greenwood… entre otros muchos. En fin, una guía desmesurada y excepcional, utilísima para cinéfilos, muy interesante para cualquier aficionado al cine y altamente estimulante para quien quiera iniciarse en el conocimiento del uso y la importancia de la música en las películas. 

Con un planteamiento más austero y más académico, con muchas menos imágenes -de pequeño tamaño y solo en blanco y negro-, aunque igualmente atractivo que el libro de Jousse, Roberto Cueto, crítico cinematográfico, presentó en 1996, en el seno de la editorial Nuer, Cien bandas sonoras en la historia del cine, cuya referencia dejo ahora como mero complemento de la anterior. El repaso que hace el autor a ese centenar de bandas sonoras memorables se inicia en El nacimiento de una nación, el clásico de David Griffith de 1915, cuyo acompañamiento musical, obra de Joseph Carl Breil, estaba concebido para ser interpretado en “vivo” en paralelo a la proyección de la cinta, para cerrarse con la no demasiado conocida Mary Reilly, una recreación de 1996 del clásico de Stevenson El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde, en el que el protagonismo se desplaza hacia el personaje de una criada del doctor, que interpreta Julia Roberts, en una cinta que contó con las composiciones de Georges Fenton. El libro, como digo más técnico, más árido por tanto, rebosante de erudición, incorpora un breve pero valioso estudio inicial sobre las distintas manifestaciones de la música en el cine, sobre las relaciones entre música clásica y el cine, y sobre -en un apartado muy sugestivo- las funciones de la música en las películas. Hay, además, una suerte de diccionario final de compositores, muy informado y exhaustivo, un instructivo glosario y un índice que recoge centenares de nombres de músicos citados en el libro. Un muy recomendable volumen de consulta, muy aprovechable como complemento al visionado de las películas. 

La ejemplar editorial Notorious, de tan frecuente presencia en Todos los libros un libro, publicó en 2010 Las canciones del gran Hollywood, un magnífico libro, excepcionalmente editado, muy voluminoso, con cerca de quinientas páginas repletas de muy valiosa información y con centenares de ilustrativas fotografías, carteles, anuncios, láminas y afiches, en el que su autor, Javier Coma, uno de los mayores expertos cinematográficos de nuestro país, analiza, con profundidad y de manera exhaustiva, el casi inabarcable -aunque la impresionante obra desmienta el adjetivo- universo de las canciones de las películas, en un estudio centrado en los temas musicales que tan destacado papel desempeñaron en el cine de la época dorada de Hollywood, contribuyendo incluso -más allá de un mero rol subsidiario de acompañamiento emocional o fondo sonoro de las tramas de los filmes- a complementar el desarrollo de las historias descritas -con una función y un objetivo, pues, auténticamente narrativos- en múltiples largometrajes, además de los específicamente musicales. No estamos, pues, como en los dos casos anteriores, ante un estudio de las partituras de las películas sino de canciones aisladas que forman parte de ellas. 

Javier Coma, fallecido en 2017, fue muy conocido en nuestro país -y no solo en él- por ser el responsable de una ingente bibliografía sobre el cine, el cómic, la novela negra, o las diferentes combinaciones de los distintos géneros. Con cerca de cincuenta libros publicados, algunos de ellos inexcusables obras de referencia, clásicos ya -pienso ahora en el imprescindible Diccionario del cine negro o en un para mí germinal Luces y sombras del cine negro que desde el inicial 1981 se ha reeditado más de una vez, aunque la última ocasión fue en un ya lejano 1990-, Coma, gran amante del jazz, se adentró por primera vez -que yo sepa- en el ámbito musical con este Las canciones del gran Hollywood que es ya un título canónico sobre el tema objeto de su estudio. 

En su ilustrativa introducción -y tras un entregado prólogo de Joan de Sagarra- el autor presenta el objeto, la intención, la estructura, el enfoque y las características principales de su obra partiendo de una afirmación categórica y, en cierto modo, provocadora: John Ford nunca rodó un musical; para añadir a continuación: Pero su producción cinematográfica está repleta de canciones, y a lo largo del sector óptimo de su obra florece la trascendencia interna de abundantes melodías en cuanto ingredientes determinantes. He aquí el presupuesto inicial que desencadena el trabajo que el libro recoge. Los abundantes himnos, marchas y baladas presentes en las películas del maestro encierran infinidad de sugerencias y connotaciones y establecen vínculos con motivos, con ideas, también con el resto de su filmografía, indispensables para entender y disfrutar en profundidad las propuestas artísticas del director. Cita Javier Coma, en un recordatorio lleno de nostalgia, el adiós musical de Shirley Temple a Victor McLaglen cuando éste agoniza en La mascota del regimiento; el baile de Henry Fonda y Jane Darwell, con la enunciación por el primero de palabras de la melodía en Las uvas de la ira; los himnos espirituales berreados por la grotesca viuda de un predicador a lo largo de La ruta del tabaco; las interpretaciones colectivas de los jinetes uniformados mientras cabalgan por la llanura durante Fort Apache y La legión invencible; las baladas irlandesas que corean los habituales del bar de El hombre tranquilo; la canción en off que abre y cierra, respecto al errante personaje de John Wayne, Centauros del desierto; el desfile de marchas, en versión únicamente orquestal, ofrecido por la banda de West Point en homenaje al hombre que ha vinculado su vida personal con el destino de la academia militar y que suena en la emocionante conclusión de Cuna de héroes. 

Y, pese a ello, en la infinidad de libros escritos sobre el universo “fordiano”, las referencias a la profusión de temas musicales que surcan sus películas son casi inexistentes o, en el mejor de los casos, episódicas y meramente incidentales. Y si ello ocurre con la vasta y magna obra de John Ford, qué no sucederá con muchos otros títulos y creadores de menor entidad. En este desierto, en este vacío, en esta ausencia, en este desinterés y en esta significativa carencia de atención de los historiadores y los críticos cinematográficos hacia las canciones que forman parte, con evidente propósito narrativo, en numerosos largometrajes de calidad, es donde siembra su propuesta Javier Coma, empeñado en ilustrar la vigorizante presencia de canciones en películas no musicales

Para abrir boca, y ya solo en su introducción, la erudición del autor trae a la memoria de lector el tema que Cary Grant y Katharine Hepburn cantan al leopardo de La fiera de mi niña; la marcha militar que acompaña las apariciones del Séptimo de Caballería en Murieron con las botas puestas; la melodía que entona Sam, el pianista negro en Casablanca; las frases musitadas por el hombre al que se ha emborrachado para facilitar la amputación de una pierna en el bote de Náufragos; la canción que cantan James Stewart y Donna Reed mientras regresan de la fiesta estudiantil en ¡Qué bello es vivir!; Put the blame on mame, la conocida canción de Rita Hayworth en Gilda; la balada que acompaña la acción en Solo ante el peligro; Kiss me, el tema que Marilyn Monroe escucha en un disco y ella misma interpreta en Niágara; la copla marinera de Kirk Douglas al inicio de Veinte mil leguas de viaje submarino; el desasosegante himno religioso que acompaña las muy inquietantes apariciones de Robert Mitchum en La noche del cazador y que el propio actor canta con la ayuda de Lillian Gish; la popular canción, Qué sera, será, con la que Doris Day intenta recuperar a su hijo secuestrado en El hombre que sabía demasiado; el ya clásico tema de Audrey Hepburn en la escalera de incendios de Desayuno con diamantes; entre otros muchos ejemplos, todos ellos presentes en películas que nada tienen que ver con el musical, sino con géneros tan diversos como la comedia humorística, el western militar, el melodrama bélico, la comedia sentimental, el film noir, el western urbano, el suspense trágico, el cine de aventuras, el drama simbólico, la intriga de espionaje, el melodrama racial o la comedia satírica. 

El repaso que hace Coma de las canciones en el cine no estrictamente musical se circunscribe a un ámbito espacio temporal bien delimitado que se corresponde con lo que, a juicio del autor, es la edad de oro de la cultura y de las artes en Estados Unidos, con una especial repercusión en las obras cinematográficas: las producciones de Hollywood entre los comienzos del sonoro y los años sesenta del pasado siglo, un entorno y unas décadas que vieron nacer decenas de filmes memorables y, en ellos, un sinfín de melodías, canciones y temas musicales inolvidables. 

Situado en ese marco de referencia, el lector conoce, en la primera parte de la obra, de título La vida, y en sus cuatro capítulos, canciones vinculadas con las fiestas, los rituales, las estaciones del año y el arrobamiento romántico y las efusiones amorosas. La segunda parte, La nación, acoge, en tres capítulos, los himnos, las marchas, los cánticos con los que el cine norteamericano ha ilustrado los énfasis patrióticos, ha ensalzado sus extensos y muy variados territorios y ha celebrado la exuberante pujanza de sus ciudades. La tercera sección, El pasado, recorre las tradiciones musicales del siglo XIX, deteniéndose, a lo largo de cuatro apartados, en las raíces religiosas, las melodías de los minstrel shows -espectáculos populares en los que músicos blancos con las caras tiznadas interpretaban canciones de la tradición afroamericana-, las marchas de la guerra civil y las baladas propias de las rutas de los colonos. La cuarta parte se centra en La bella época, con secciones dedicadas a la repercusión cinematográfica del Tin Pan Alley, el grupo de productores y compositores musicales neoyorquinos impulsores de una floreciente y profesionalizada industria del ramo, del teatro de Broadway -la Great White Way- y, una vez más, las fecundas manifestaciones musicales con las que se mostraba la realidad del amor en los felices años veinte. La significativa rúbrica bajo la que se presenta la quinta parte, La revolución, incluye detallados y completísimos estudios sobre los cambios que introduce la irrupción de cine sonoro en las relaciones entre las películas y la canción popular. Sus tres apartados, Hollywood, Broadway y La era del jazz, son apabullantes e interesantísimos. La sexta y penúltima sección, Los recodos, se articula también sobre tres capítulos muy sugestivos en los que se exploran las conexiones entre las piezas musicales y la segunda guerra mundial, la presencia de París como inspiración de baladas y secuencias cinematográficas, y las obras melódicas que obtuvieron el Oscar hasta 1961. En Los géneros, el apartado final, la sabiduría de Javier Coma se extiende en el estudio de las canciones que comparecen en los diversos géneros cinematográficos: el cine negro, el western, el musical propiamente dicho y los que denomina macrogéneros, en los que lo híbrido y lo heterogéneo dominaban en propuestas fílmicas muy amplias, capaces de conciliar rastros de comedia, melodrama, cintas de aventuras y otras tendencias temáticas, y muy propicias para albergar melodías variadas. 

La monumental obra se cierra con seis anexos: un listado de biopics, biografías cinematográficas de algunos músicos y compositores destacados en el contexto espacio-temporal al que se ciñe el libro; otra impagable relación, en este caso de los cantantes que doblaron a actores y actrices en sus “interpretaciones” en las películas; dos espléndidos diccionarios, uno de compositores y otro de letristas; un formidable repertorio de canciones que incluye quinientas elegidas por Coma con criterios variados -la calidad de sus textos o su música, la importancia de la función que desempeñan en las respectivas películas en las que aparecen, su significatividad histórica al margen de sus componentes “técnicos”- y, por fin, una bibliografía específica con más de medio centenar de referencias. Resulta tentadora, aunque inabordable, la pretensión de leer el libro con exhaustividad, viendo las películas y escuchando las canciones que en él se citan. Una tarea para que se necesita una vida, salvo que la encare alguien del conocimiento, la entrega y la pasión por el cine y la música como el muy llorado Javier Coma. 

A diferencia de los textos hasta ahora reseñados, cuyo acercamiento a las melodías y las bandas sonoras del cine se hacía de un modo general, enciclopédico, mis dos últimas propuestas de estas recomendaciones musicales -habrá otras, recuérdese, centradas en la poesía- que hoy presento, se aproximan a las relaciones entre cine y música desde una perspectiva más concreta y específica, circunscritas, cada una de ellas, a un género musical en particular. Es el caso, en primer lugar, de Cine y jazz, un espléndido diccionario, escrito por Carlos Aguilar, que publicó la Editorial Cátedra en 2013, y en el que, en decenas de entradas ordenadas alfabéticamente, se exploran las conexiones entre ambos mundos, con un minucioso repaso a directores, actores, músicos, compositores, discos, canciones y bandas sonoras que certifican los fecundos lazos que, casi desde su nacimiento, ha mantenido el cine con el siempre innovador género musical. El libro, cerca de cuatrocientas apretadas páginas de desbordante información, se presenta en la Colección Signo e Imagen, la misma a la que ya me referí hace siete días a propósito de Ciudades de cine. Aguilar lleva a cabo su ambicioso recorrido por la historia del jazz en el cine bajo la forma de un exhaustivo manual que prácticamente agota su muy sugestivo tema (aunque haya críticos especializados que han subrayado algunos olvidos, para mí menores, y el propio autor niegue tal exhaustividad apelando en cambio al carácter meramente representativo y didáctico de su creación). Debo anticipar, como aviso para navegantes, que Aguilar es un crítico despiadado, bajo cuya inclemente mirada caen fulminadas casi todas las obras que comenta. Siempre disconforme, permanentemente insatisfecho, casi ninguna película le complace totalmente, de modo que, como podrá comprobar quien se decida a leer el libro, en sus textos escatima los elogios, convirtiéndolos de continuo en una sucesión de quejas, reproches y objeciones. Pese a ello, su erudición, su profundo conocimiento de la materia objeto de su estudio y, sobre todo, su apasionado amor por el jazz, permiten disfrutar enormemente de una obra soberbia. 

El núcleo central del extenso volumen lo constituyen los capítulos que recorren con detalle el alfabeto, en la doble vertiente mencionada, cinematográfica y jazzística, pero hay otras secciones interesantes que hacen de este Cine y jazz una obra sobresaliente y de lectura indispensable. Por un lado, destaca un esclarecedor prólogo en el que se estudia, siquiera de modo somero, la interrelación entre estas dos notables manifestaciones artísticas. Hay, además, un utilísimo índice onomástico de imprescindible consulta, dada la cantidad de información manejada y los centenares de referencias que trufan el texto; y también se presenta una somera pero atractiva bibliografía. Además, pueblan el libro numerosas y muy evocadoras ilustraciones, en color y blanco y negro, con fotos y carteles de películas, carátulas de discos, retratos de artistas, músicos y cineastas, imágenes de salas de cine y clubs de jazz, diversas tomas de conciertos y actuaciones, y tantas otras. Y todo ello en una edición excelente, muy “acogedora”, con tapas duras en cartoné, páginas a doble espacio y de amplio formato, que propicia una lectura agradable y placentera.


La singular estructura de la obra, con las muchas y normalmente muy breves reseñas de piezas musicales, películas, intérpretes o directores, la hacen muy adecuada para su traslado al medio radiofónico, razón por la cual hace años dediqué al libro tres programas de Buscando leones en las nubes, mi otro espacio en la emisora universitaria salmantina, con una selección de comentarios entresacados del texto complementados con sus correspondientes canciones, casi todas muy conocidos standards del jazz aparecidos en películas. Se pueden localizar, como he señañado, en el blog del espacio. 

Carlos Aguilar, un prolífico historiador del cine (cuyo musical cinefilia nace de su abuelo materno Obdulio, un músico que tocaba el piano en las salas durante los años del cine mudo), con más de setenta obras en su haber, comienza por indagar, en el preámbulo -que se presenta bajo la significativa rúbrica de Cine & jazz: reunión-, el origen del término jazz, ofreciendo una amplia variedad de especulaciones semánticas y etimológicas, la mayor parte de ellas vinculadas, como es conocido, al argot americano -de raíz francesa, en ocasiones- de uso común en el mundo de la prostitución, la droga, el hampa y la noche, repleto de alusiones al movimiento, la excitación, la pulsión sexual y -en definitiva- el sexo. A continuación, y con idéntico enfoque “tentativo” ante la imposibilidad de “cerrar” una versión definitiva del asunto, Aguilar ensaya una imprecisa definición del género. Partiendo de la ya legendaria respuesta de Louis Armstrong a la cuestión “¿Qué es el jazz?”: Hombre, si tienes que preguntarlo, nunca lo sabrás, opta por los acercamientos líricos, apasionados, literarios, frente a los académico-científicos, para establecer el germen del estilo en el período de la esclavitud del Estados Unidos previo a la Guerra de Secesión, en el profundo sur del país americano, y en la forzada convivencia de dos “etnias”: la blanca y la negra. En ese desigual contacto de dos mundos, se produciría la fructífera fusión de las raíces africanas con los instrumentos y las estructuras musicales europeas, en una ecléctica amalgama y una promiscuidad cultural que permiten al autor hacer suyo el criterio del experto alemán Joachim E. Berendt: En la reunión de las razas, tan importante para el surgimiento y el desarrollo del jazz, se halla el símbolo de la “reunión” a secas, que caracteriza al jazz en su naturaleza musical nacional e internacional, social y sociológica, política, expresiva y estética, ética y etnológica. 

El autor se adentra después en los antecedentes iniciales del cine -un terreno mejor conocido- para encontrar los primeros vínculos entre jazz y el séptimo arte, pues parece comprobado que el cinematógrafo llegó a Estados Unidos en la misma época en la que el jazz afloraba en ese vasto continente. En concreto, en 1896, un colaborador y compatriota de los hermanos Lumière, el operador Felix Mesguich, llevó la novedosa maquinaria a Nueva York, propiciando el nacimiento del cine en un país que lo desarrollaría hasta sus cotas más brillantes y, simultáneamente, el inicio de una muy sustanciosa interconexión entre ambos universos artísticos. Una relación en la que la sabiduría de Aguilar encuentra numerosas concomitancias: la lucha, tanto del cine como del jazz, por ganarse la respetabilidad cultural a partir de sus orígenes oscuros o al menos de poco prestigio intelectual (los bajos fondos y la raza negra en un caso, y el entretenimiento y el espectáculo de feria, en el otro); los elementos comunes -laborales, psicológicos- entre sus respectivos artífices, intérpretes y cineastas; el trasvase entre músicos y directores, con infinidad de ejemplos de destacados nombres de un ámbito que se desenvuelven también con solvencia en el otro -Clint Eastwood o Woody Allen como referentes notorios-; los compartidos mitos fundacionales, siendo la armónica o el violín del pionero en el cinematográfico western y la trompeta o el saxo del errabundo músico de jazz dos de los emblemas más poderosos de la aportación norteamericana a la cultura desde finales del siglo XIX hasta nuestros días. 

Por otro lado, las apreciables afinidades técnicas que alientan la simbiosis entre la música de jazz y el entramado narrativo propio del cine, no ocultan las dificultades -y así se señala en el prólogo que comento- que entraña superponer la rabiosa subjetividad de las piezas jazzísticas a una paralela y autónoma evolución del discurso fílmico que transcurre en pantalla. No obstante, ese juego, a menudo forzado, abrupto, acaba por enriquecer la visión de las películas, abriéndolas a posibilidades que un tratamiento musical más convencional no permitiría. 

Tras estas cuestiones iniciales, en el resto de la presentación preliminar se repasa la constante imbricación entre ambas artes, ya desde el primer contacto en el cine mudo, cuando la música -tantas veces de jazz- acompañaba las alegres y ruidosas sesiones de cine en las salas. El autor imagina las reacciones que probablemente acometerían al orondo Fats Waller ante las peripecias en pantalla del imperturbable Buster Keaton, o a Count Basie “dialogando” al piano con las desorbitadas aventuras de Chaplin. También se resalta -y no por ser obvio resulta menos revelador- el hecho de que el nacimiento del cine sonoro tuviera lugar con una película -El cantor de jazz, estrenada el 6 de octubre de 1927, hace casi cien años, con Al Jonson, blanco caracterizado de negro-, pese al título poco cercana al jazz, que abrirá una interminable lista de cintas de Hollywood (y de otras cinematografías europeas) con presencia jazzística y que se analizan con detalle en el texto a través de muy diversos décadas y estilos (el desprejuiciado dixieland previo a la Gran Guerra, el más tenso estilo de Chicago en los “alegres años veinte”, el swing de poco antes de la Segunda Guerra Mundial, el be bop de los cuarenta, el cool jazz, el hard bop y el free jazz de los más libres decenios posteriores, los estilos consolidados en el bienestar de los setenta, el período áureo de los ochenta y los noventa, con clásicos como Cotton Club, Alrededor de la medianoche, Bird, Los fabulosos Baker Boys, Acordes y desacuerdos y, en general, la cinematografía completa del director de esta última, Woody Allen), géneros (la comedia musical, el drama psicológico o el thriller) y países (con, además del cauce principal norteamericano, algunos ejemplos de Italia, España, Japón y singularmente la Francia de los 50, con un París aún centro del mundo cultural). 

En este sentido, y dentro del citado recorrido histórico, tiene interés también, y quiero por ello comentarla brevemente, la distinción que se hace en este capítulo introductorio entre música diegética y extradiegética, es decir entre un tratamiento musical en las películas que desempeña un cometido expresivo de tipo interno, consustancial a la dramaturgia, y otro que solo supone un aditivo epidérmico, aun siendo considerable e incluso preponderante dentro de los ingredientes del film. Sostiene Carlos Aguilar que en los primeros decenios del cine sonoro, el jazz en general consistía en actuaciones, por lo común de orquestas swing, dentro de, casi siempre, comedias musicales; mientras que, por el contrario, desde los inicios de los años 50, sin abandonarse por entero la opción anterior, el jazz se integra en la propia banda sonora, gracias al trabajo innovador de compositores tan soberbios como Alfred Newman, Alex North, Leith Stevens y Elmer Bernstein. Ese doble enfoque prevalece claramente en nuestros días, con películas que en su seno incluyen actuaciones o conciertos o interpretaciones en salas o “garitos”, integradas en la trama del film, y otras que, no siendo estrictamente musicales, incluyen una banda sonora significativamente jazzística. 

Lo sustancial del libro reside, no obstante, en el amplio catálogo de largometrajes -de ficción y documentales-, cineastas, discos, músicos de jazz y creadores de partituras para cine que integran el extenso índice alfabético de la obra. Un listado del que el propio autor excluye -y justifica su criterio en el cierre al capítulo preliminar- a prestigiosos compositores de bandas sonoras, esenciales en la historia del cine -como Ennio Morricone, Bernard Herrmann, Max Steiner o Nino Rota, entre otros muchos-, y actores/cantantes destacados -Judy Garland, Bing Crosby o Doris Day, por citar tres ejemplos- pero cuyo enfoque musical ni siquiera roza -a juicio de Aguilar- lo jazzístico. Del mismo modo, no encontraremos a vocalistas, intérpretes y, en general, reputados jazzmen -Charlie Parker, Coleman Hawkins o Bill Evans, solo entre los clásicos- que no han tenido más que una relación episódica o menor con el cine. Pero dar cuenta de los centenares de entradas que convierten este Cine y Jazz en una publicación magistral es tarea condenada de antemano a la imposibilidad. Os remito una vez más, pues, a Buscando leones en las nubes, a los tres programas en que podréis escuchar una treintena de estas breves reseñas que incorpora el libro, acompañadas de sus correspondientes ilustraciones musicales. 

Y para cerrar de un modo ya fugaz esta sección musical del espacio -aún me resta un forzosamente breve comentario sobre los fecundos nexos entre el cine y la poesía-, dejo ahora un breve apunte sobre otros dos libros que, con un planteamiento también específico y muy concreto, examinan las desde hace décadas muy frecuentes y fructíferas relaciones entre las películas y la música rock. Con este propósito explícito desde el título, El rock en el cine, la valenciana y creo que hoy desaparecida editorial La Máscara presentó en 1999 un interesante libro de Eduardo Guillot, periodista musical y cinematográfico. La obra se articula en cinco secciones bien repletas de valiosas informaciones, aderezadas con un muy austero aparato gráfico, sobre todo fotogramas y carteles; todos ellos en un muy pobre blanco y negro, en una obra en la que es perceptible -y no solo desde el punto de vista formal- el transcurso de un cuarto de siglo desde su publicación. 

El primero de los apartados, el más teórico y expositivo, Encantados de haberse conocido, repasa las conexiones entre la música rock y el cine a partir de la estelar aparición de Elvis Presley a mediados de los cincuenta de la pasada centuria. El recorrido se presenta como ciertamente complejo por la ingente cantidad de películas, por la dificultad de definir con exactitud qué es el rock, y, sobre todo, por la complicación que entraña delimitar el objeto del estudio que se lleva a cabo en el libro: ¿películas con presencia del rock en sus argumentos? ¿En sus intérpretes? ¿En las bandas sonoras? ¿Cine abiertamente centrado en grupos o en cantantes? ¿Documentales? ¿Grabaciones de conciertos? En cualquier caso, este capítulo introductorio de la obra recoge someros análisis sobre los rasgos que definen la interdependencia musical y cinematográfica de ambos géneros: Como máximos exponentes de la cultura de consumo del siglo XX, el cine y el rock estuvieron encaminados a haberse conocido desde que el fenómeno Elvis arrasó los Estados Unidos, a mediados de la década de los cincuenta. Afloran así, en esa primera década analizada y entre otras ideas sugestivas, algunos datos sociológicos, como el aumento de la capacidad adquisitiva y el acceso de los jóvenes al consumo, la más libre exploración y mayor presencia pública del sexo, las reivindicaciones de clase, el creciente papel de los teenagers en la cultura popular, la irrupción del “fenómeno fan” con el público que se “desmelena” en los conciertos y baila incluso en los cines durante la proyección de las películas musicales. Hay apuntes también sobre la siguiente era pop y hippie, las playas californianas, los Beatles, los festivales, las películas que los reflejan, Woodstock, El último vals. Se examina también una fase posterior, que el autor denomina como de “inquietudes artísticas”, con estrellas del rock que aceptan papeles de actores (David Bowie en El hombre que cayó a la tierra, Mick Jagger en Performance o Bob Dylan en Pat Garrett & Billy the Kid); con películas dirigidas por músicos (como el propio Dylan en Renaldo & Clara o David Byrne y sus True stories); y con el acceso a la dirección cinematográfica de la primera generación de jóvenes directamente influenciados en su educación por el rock. Por último -no se olvide que el libro se cierra en 1999- se habla, en Final abierto, del cine independiente y la presencia en él de los entonces nuevos estilos musicales como el punk, el rap o el hip hop. 

Tras este capítulo inicial, el núcleo central de libro lo integra un completísimo catálogo de películas más o menos sustanciales en relación con el objeto principal del ensayo y que incluye varios cientos de ellas con sus correspondientes comentarios. Hay, además, otras secciones, como otro listado de filmes -también centenares- en los que se aborda el tema de manera tangencial, una filmografía orientativa de músicos y actores, un índice de títulos originales y una bibliografía final. 

Algunas de las carencias del libro de Guillot -fundamentalmente el hecho de que su análisis se detenga antes del comienzo del presente siglo- pueden subsanarse consultando Rock & Cine, el libro de Jordi Picatoste presentado por Reedbook ediciones en un más reciente 2022. La obra, profusamente ilustrada con carteles de películas, fotogramas de los filmes y fotografías de infinidad de músicos -lo cual ya es un valor en sí mismo que justifica la compra del libro-, estudia cincuenta películas en las que la ambos mundos artísticos confluyen con brillantez. Tras una muy breve introducción en la que se delimita el marco conceptual en el que se desarrollará el ensayo, Picatoste, periodista y escritor cinematográfico, lleva a cabo su análisis estructurado en siete muy sugestivas secciones (al autor habla de seis, pero la última se subdivide en dos, cada una de las cuales tiene entidad propia). 

En la primera, El rock como tema, recoge diez películas en las que sus protagonistas se “mueven” en entornos del rock, como El fantasma del Paraíso, Out of the Blue, Calles de fuego o Quadrophenia. De título también elocuente, Biopics, el segundo apartado, se detiene en las biografías cinematográficas de músicos muy conocidos: Janis Joplin en La Rosa, Jerry Lee Lewis en Gran bola de fuego o Freddy Mercury en Bohemian Rhapsody, entre otros. En Los rockeros van al cine grandes nombres de la música, Elvis Presley, los Beatles, los Ramones, The Clash o Prince, a modo de muestra, comparecen con películas que protagonizaron: El rock de la cárcel, ¡Qué noche la de aquel día!, Rock And Roll High School, Rude Boy o Purple Rain. Conciertos y documentales, una rúbrica igualmente esclarecedora, acoge una muestra espléndida de documentales sobre cantantes, festivales y conciertos, como Don’t look back sobre Dylan, Let it be y los Beatles, el festival de Woodstock, el Gimme Shelter de los Rolling Stones, El último vals de Scorsese, The Kids are allright sobre los Who, la excepcional Stop Making Sense, dirigida por Jonathan Demme con los Talking Heads llenando la pantalla, Searching for Sugar Man, centrada en la no tan conocida figura de Sixto Rodríguez y que en 2012 se llevó el Oscar al mejor documental. En la antepenúltima sección, Musicales, se nos presentan algunas películas en las que la música no es el tema sino que constituye el clima, la atmósfera narrativa, como ocurre con Jesucristo Superstar, Grease, The Wall o Across the universe. Bandas sonoras nos trae títulos que no son propiamente musicales en su temática pero en las que la acción narrada se envuelve en canciones rock. Aparecen aquí títulos legendarios de la historia cinematográfica como Easy Rider o American Graffiti, y otros más recientes como Forrest Gump, la María Antonieta de Sofia Coppola o la formidable Érase una vez en… Hollywood de Tarantino. Por último, el libro se cierra con un bloque dedicado a canciones concretas, clásicos del rock, asociados a películas absolutamente alejadas del universo musical; es el caso de Rock around the clock en Semilla de maldad, Jumpin’ Jack flash en Malas calles, The end de los Doors, mencionado aquí hace unas semanas en relación con Apocalypse now o el London Calling de los Clash que suena en Billy Elliot. Un libro muy disfrutable que cuenta también con una valiosa bibliografía final. 

Ya muy fuera de tiempo dejo aquí, sin apenas presentación, mis tres sugerencias en relación con los lazos entre el cine y la poesía. En 2003, mi muy querida revista Litoral, de aparición frecuente en Todos los libros un libro, publicó dos números, el 235 y el 236, ambos a cargo de Lorenzo Saval y Mª José Amado, que con los títulos respectivos de La poesía del cine y Los poetas del cine, y con su acostumbrada brillantez formal -formato acogedor, papel de excelente calidad, infinidad de reproducciones de obras plásticas, fotografías, documentos, carteles, fotogramas y diseños- repasa tanto los presupuestos teóricos de los vínculos entre ambas artes, como las numerosas manifestaciones de esa conexión en centenares de poemas, tanto de autores españoles como extranjeros, cuyos versos giran, de modo directo o meramente alusivo, sobre el vasto universo cinematográfico. 


El primero de los dos tomos se centra en los momentos iniciales de la historia del cinematógrafo, desde sus orígenes, cuando la moderna invención acababa de irrumpir en la sociedad y en las artes, hasta los años treinta del siglo pasado. Con un predominio ostensible de la mencionada base teórica, en la obra se incluyen estudios de especialistas e historiadores en torno a la existencia de un cine genuinamente poético con el análisis de la obra de los pioneros que dotaron al cine de un lenguaje poético; artículos, reflexiones, entrevistas y poemas aparecidos en esas etapas de eclosión del nuevo arte; documentados análisis sobre la aportación española -Dalí, Buñuel, Lorca, Alberti, Cernuda- a esa relación entre la creación pictórica, la escritura poética y el séptimo arte; entre otros temas. 

La segunda entrega de esta serie cinéfila de Litoral comienza, por lo tanto, donde finalizaba la anterior, para mostrar la estrecha relación que todavía hoy pervive, y de manera muy fecunda, entre la poesía escrita y la cinematográfica. Con infinidad de referencias a películas y directores (Bresson, Ozu, Kirostiami, Truffaut, Visconti, Bergman, Pasolini, Fellini, Ray, Oliveira, Kubrick, Tarkovsky, nombres destacados del cine europeo, del estadounidense más independiente, del latinoamericano, del de oriente próximo y el asiático) que pueden considerarse poéticos -por su lenguaje cinematográfico, por sus procedimientos expresivos-, este muy interesante volumen sobresale, fundamentalmente, por la inclusión de una copiosa antología de versos, que van desde Gabriel Celaya, Pablo García Baena, García Lorca, Alberti, Gerardo Diego o Pedro Salinas hasta los poetas más jóvenes del momento -recuérdese, 2003- en que la obra se publicó, en un recorrido que atraviesa el surrealismo, la generación del 27, los poetas sociales de los 50, los novísimos, entre otros movimientos poéticos que se han ocupado de un fenómeno -el cinematógrafo- que, desde sus orígenes, resultaba muy sugestivo y evocador y de una extraordinaria capacidad poética. Todo ello acompañado, una vez más, de incontables ejemplos de cuadros, pósters, fotografías, siempre con el cine como motivo. 

Y ya como cierre forzosamente fugaz, os recomiendo entusiasmado Viento de cine, la magnífica antología que el escritor José María Conget, cuyas novelas yo leía con devoción hace más de cuarenta años, publicó en 2002 en la editorial Hiperión. El libro recoge un siglo, de 1900 a 1999, de poesía en español con presencia en ella del cine, bien como un elemento central o en referencias tangenciales. En los versos escogidos comparecen títulos de películas ancladas a la memoria de la infancia, escenas enlazadas a nuestros recuerdos, la irradiación magnética e inalcanzable de los actores y las actrices, la evocación nostálgica de las salas, la magia, en definitiva, del cine que acompaña nuestras vidas. Citaré solo algunos de los poetas más “recientes”, para reflejar el alcance y la importancia de la selección: Jesús Lizano, Ana María Navales, María Sanz, Pere Rovira, José María Merino, Harkaitz Cano Jaúregui, Felipe Benítez Reyes, Miguel D’Ors, Javier Benítez, Karmelo C. Iribarren y Manuel Sánchez Chamorro, José María Álvarez, Manuel Sánchez Chamorro, Juan Luis Panero, Carlos Marzal, Pere Gimferrer, José Manuel Benítez Ariza, Amalia Bautista, Antonio Martínez Sarrión, Juan Bonilla, Luis García Montero y Pedro Sevilla. Todos ellos están presentes, acompañados de canciones y composiciones originales de películas, en los dos programas que hace muchos años dediqué al libro en Buscando leones en las nubes y a cuya escucha ahora quiero invitaros como despedida de esta muy larga -e inabarcable por la profusión de propuestas- reseña. 

Un enternecedor poema de Pere Rovira, Domingos, como es obvio alusivo al cine, pone punto final a la emisión junto con la muy identificable melodía de Cinema Paradiso, la excepcional composición de Ennio Morricone para el filme del mismo nombre dirigido por Giuseppe Tornatore. 


Domingos. Pere Rovira 

Cuando trato de recordar las tardes festivas de la infancia, me llegan casi siempre las mismas escenas: mi padre está sentado en el café, con sus amigos, huelo el agradable olor caliente del humo del tabaco, miro las cartas sobre el tapete verde y el montoncito de dinero delante de cada jugador, quiero que el de mi padre sea el más alto, pero a veces sólo mide tres o cuatro pobres billetes de un duro. Sé que uno de ellos es para mí, y mi padre me lo da, sonriendo, y la sonrisa es la misma cuando tiene muchos billetes que cuando tiene pocos. Con ese duro he de comprar su entrada y la mía. Él jugará hasta el descanso y vendrá a ver conmigo la segunda película. Entro en el cine y espero. La primera película nunca me gusta, porque yo preferiría estar en el café, con mi padre, y verle ganar todas las partidas. A veces, el descanso ya termina y él todavía no ha venido, pero yo sé que no tardará, que cuando se apaguen las luces se sentará a mi lado y me irá contando la película buena, que será en color y de caballos. 

La tarde que recuerdo es siempre de invierno, y cuando salimos del cine hay un frío negro y cruel en las calles y tiembla la luz débil de las farolas y la noche huele a domingo por la noche, un olor pobre, como de lana húmeda de bufanda. Yo era feliz hasta que llegaba esa hora oscura de ir a casa, cuando el trozo de vida distinta que me correspondía cada siete días había terminado. 

Las fiestas nos enseñaron a sentir el tiempo bueno como un final. El poeta dice que los días laborables tienen razón. No sé qué razón pueden tener, ¿ahorrarnos, tal vez, el miedo a no vivir bastante? Es una buena frase sobre las decepciones que producen los paraísos, los pequeños espejismos de vida que rompen el tiempo rutinario, letárgico. Una frase sobre las resacas: cuanta más razón tenga el lunes, más dulce habrá sido el domingo. Aunque haya habido en él un momento de vacío anticipado, de irrealidad, de asco. 

Cuando empezamos a aprenderlas, las cosas son más concretas. Después, olvidamos los detalles y ya no sabemos de dónde salen los viejos sentimientos. Los lunes, al alba, mi padre se iba a trabajar, y todos, él, mi madre, yo, nos quedábamos solos. Los días laborables no podían tener razón alguna, y nosotros sólo queríamos que alguna vez se acabasen para siempre. 

En la tristeza de los domingos busco ahora, después de tantos años, rastros de aquel tiempo pequeño que fue nuestra riqueza. Y quizá lo es todavía. El deseo de alargar las horas buenas. El odio a las despedidas y a la prisa. El sabor a champaña de la noche que empieza. El tabaco de las sobremesas lentas. Las miradas tranquilas, que quieren quedarse en los ojos. El regusto de la vida que nunca tendría que terminar. Cosas que he heredado de un niño que tenía ganas de llorar cuando salía del cine. 

Me pregunto qué debía de sentir el hombre joven que me daba la mano, cómo hacía para no desesperarse, para sonreír, para no decirme «no», cuando yo quería que volviese a explicarme por qué el caballo blanco corría más. Y me pregunto qué habría heredado si él no hubiese querido regalarme su juventud.


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Música y poesía de cine


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