Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 17 de septiembre de 2025

MICHÈLE AUDIN. UNA VIDA BREVE; LA SEÑORITA HAAS

Una semana más Todos los libros un libro comparece en Radio Universidad de Salamanca y aquí, en el blog del espacio, con una propuesta de lectura que pueda resultaros atractiva. Esta tarde os traigo un par de libros muy interesantes de una no muy demasiado conocida escritora franco-argelina, Michèle Audin. Se trata de Una vida breve, que apareció en la editorial Periférica en el año 2020, en traducción de Pablo Moíño Sánchez, y de La señorita Haas, que vio la luz en el mismo sello, a comienzos de 2023, traducido por Manuel Arranz. Los responsables de la editorial cacereña nos informan, en las solapas de ambos libros, de que Audin es, además de novelista, historiadora y matemática, condiciones estas dos últimas que afloran de manera notoria en las obras que hoy os presento. Nacida en Argelia en 1954, ha trabajado en diversas universidades, siendo su campo de investigación la muy abstrusa Geometría Simpléctica, cuyos arcanos me están irremediablemente vedados, incluso en sus variantes más elementales (si es que ese hecho, la posibilidad de que tal enrevesada disciplina admita formulaciones sencillas, es admisible). Un rasgo común a su obra literaria -así lo afirma la editorial, y así resulta patente, como luego veremos, en los dos títulos que protagonizan nuestro espacio esta tarde- es “la voluntad de dar voz a los olvidados de la Historia: los hombres y las mujeres de la clase trabajadora”. Es reveladora, en este sentido, la cita que encabeza Una vida breve: el papel del escritor no está exento de difíciles deberes. Por definición, no puede ponerse hoy al servicio de los que hacen la Historia; está al servicio de los que la sufren, unas palabras de Albert Camus en su discurso de aceptación del Premio Nobel, el 10 de diciembre de 1957. 

Michèle Audin es miembro del grupo de experimentación literaria Oulipo, acrónimo formado por las iniciales de Ouvroir de littérature potentielle (Taller -u Obrador- de Literatura Potencial), al que ya me he referido aquí en otras ocasiones y al que a partir de la semana que viene dedicaré esos programas monográficos que tantas veces he prometido en temporadas pasadas. Los vínculos con las matemáticas, las componentes de experimentación y juego literario, los rasgos de artificio y exploración, el sometimiento voluntario a limitaciones prefijadas, el gusto por las listas y las enumeraciones, el propósito de “agotar” la descripción de la realidad que el autor pone bajo su foco, señas de identidad del Oulipo, están también presentes, en mayor o menor medida, en las dos textos de Audin que he traído para vosotros esta tarde. Dos libros que, sin embargo, difieren de las muestras más habituales de la literatura “oulipiana” en el hecho de que mientras la mayor parte de estas, en general obvian -o dejan en segundo plano- la voluntad del “querer decir” común a las obras literarias convencionales, esto es, la intención del autor de remitirse a una realidad “externa” al texto, sea el mundo real, las vivencias personales de quien escribe, la psicología de los personajes o los acontecimientos históricos en los que se inscribe el relato, para desenvolverse en el mero ámbito formal en el que el significado tiene mucha menor importancia que el significante, tanto en Una vida breve como en La señorita Haas, en cambio, las maniobras lingüísticas, los artificios y constricciones de partida no se quedan en ese sugerente aunque limitado terreno del experimento, siendo solo el peculiar vehículo estructural para contar historias, para, por el contrario, dar cuenta de experiencias, significativas, vitales, intensas, reveladoras y dotadas de sentido y emoción, de sentimiento y humanidad de sus criaturas. 

Así ocurre, sin duda, en Una vida breve, el primero publicado (en 2013 en Francia y en 2020 en España), aunque el que yo he leído más tarde, hace tan solo un par de años. Bajo la iluminadora referencia, antes citada, de Albert Camus, con presencia también en el texto, Michèle Audin escudriña en las circunstancias en que se desenvolvió la muy corta vida de su padre, Maurice, también matemático y profesor, fallecido, con solo veinticinco años, casi seis décadas antes de la redacción de su libro; en una investigación que se sustenta en sus propios recuerdos y en los de sus familiares así como en la documentación de la que dispone o a la que puede acceder. Pero nadie mejor que la autora para dar cuenta del propósito último de su obra, cuyo capítulo 0 os transcribo, por ser simultáneamente sucinto y esclarecedor: 

En este libro se habla de una vida breve. No de la de un desconocido elegido al azar, por haber visto su foto o su sonrisa en un periódico viejo, sino de la de mi padre, Maurice Audin. 
Puede que ya se hayan topado con su nombre. Puede que hayan oído hablar de lo que se conoce como «el caso Audin». 
O puede que no. 
Lo digo desde el principio: no es de ese «caso» de lo que quiero hablar aquí. Por lo demás, no veo qué podría añadir a una verdad también breve y brutal: en 1957 Maurice Audin tenía veinticinco años, fue arrestado durante la batalla de Argel, fue torturado por el Ejército francés, fue asesinado, se organizó un simulacro de evasión y se hicieron desaparecer las huellas de su muerte, como determinó la investigación que llevó a cabo Pierre Vidal-Naquet entre 1957 y 1958. Nada nuevo aprenderán aquí acerca de dicho caso. Ni el mártir, ni su muerte ni su desaparición son el tema de este libro. 
Todo lo contrario: de la vida, de su vida, de una vida cuyas huellas no han desaparecido por completo, pretendo hablarles aquí. 

El enfoque con el que la hija encara su relato es poliédrico, abriéndose a distintas vertientes de la fugaz existencia de su progenitor, conformando un libro de difícil adscripción genérica: biografía, documento histórico, memorias, evocación poética, experimento literario… Así, hay en él lugar para presentar breves notas sobre los orígenes de su familia en Túnez, entonces aún bajo el protectorado francés, antes de la independencia de 1956; sobre la vida en Argelia, envuelta en una muy cruenta guerra que empezaría en 1954 y acabaría igualmente con la independencia en 1962. Están también, y en relación con esa difícil relación de los argelinos con la metrópoli, los avatares del conflicto colonial, las discusiones políticas y, sobre todo, la cruel represión sobre los nacionalistas, con las ejecuciones sumarias, los bombardeos y las masacres, las torturas a civiles, la brutal actuación de los “paracas”, el batallón de paracaidistas destinado a Argelia para someter a los insurgentes y activistas opuestos a la dominación francesa. Aunque el núcleo central del libro se ocupa, sobre todo, de la peripecia personal del joven Maurice: su amor por Josette; su boda, de la que nacerán tres hijos, Michèle, la mayor, y dos hermanos pequeños; su dedicación a las matemáticas; su compromiso político; las circunstancias de su detención, tortura y asesinato; las repercusiones de su desaparición. 

Son las matemáticas, precisamente, el origen -confesado por la autora- del libro. Matemática ella misma, como ya he señalado, Audin trabajó durante años sobre la historia de los matemáticos en el siglo XX, en particular sobre Jacques Feldbau, un matemático en cuyos trabajos se ha basado en parte su carrera investigadora. El que Feldbau, en un evidente paralelismo con su propio padre, como veremos, no hubiera conseguido acabar su tesis a causa de los avatares políticos -del terror y de los crímenes políticos, más exactamente-, en su caso la deportación -era judío- a Drancy y después a Auschwitz, destino al que sobrevivió fugazmente, pues murió en un campo alemán justo antes del final de la guerra, la llevó a investigar sobre él y a escribir un libro sobre sus matemáticas y su vida. Puede que aquel trabajo fuera para mí, sobre todo, un primer paso hacia este texto -afirma-. Una manera de relacionar la historia concreta de la desaparición de mi padre (pues su profesión y sus orígenes lo volvieron singular entre la cohorte de desaparecidos de la batalla de Argel) y nuestro duelo particular con una historia colectiva. Alrededor de los millones de dolores individuales que siguieron a las desapariciones de millones de personas en los campos nazis, […] hay un duelo colectivo, una memoria histórica que nos han faltado, cuya ausencia sigo sintiendo todavía

Este vínculo entre lo concreto e individual y lo general y colectivo aparece engarzado a través de los recuerdos de Michèle (pobres, pues tres años, apenas, tenía cuando su padre murió), de su investigación y sus reflexiones retrospectivas, y del análisis ideológico en el que afloran la necesidad de la indagación en los sucesos casi olvidados del pasado, la reivindicación de la memoria o las consideraciones sobre la persistencia del mal como una constante, al parecer inevitable, de la naturaleza humana. Todo ello a partir de numerosas fuentes de las que se da cuenta en el texto: fotografías viejas, álbumes, documentación civil, archivos y registros varios, actas judiciales y notariales, partidas de nacimiento y certificados de defunción, textos escritos por sus familiares, en particular uno de Charlye, hermana mayor de Maurice y tía, por tanto, de la autora, los minuciosos cuadernos en los que constan las cuentas domésticas del joven matrimonio, libretas repletas de fórmulas matemáticas, hojas sueltas y papeles diversos conservados como por azar. En general, la información que maneja es escasa, desordenada, fragmentaria, insuficiente, meros retazos, como huellas que él me hubiera dejado, pequeñas señales que él me hubiera enviado… La hija reconstruye, completa, en realidad imagina y, en cierto modo, inventa la figura de su padre haciéndolo revivir desde los objetos que de él perduran, el escritorio, el reloj, la maquinilla eléctrica, un bote de cola blanca, una tabla de logaritmos, un diccionario de alemán (Yo estaba, escribirá Michèlle, y lo sigo estando, dividida entre la profunda aversión por el fetichismo de esos objetos y el deseo de conservar sus huellas). El retrato del padre se “dibuja”, igualmente, por entre lo que otros decían de él (cariñoso, bueno, trabajador, la inteligencia asesinada, dulce y amable, su frente amplia, su aspecto distinguido, sus manos mágicas, sus capacidades, apasionado por la justicia y la libertad, bueno con todos, un joven luminoso, amabilidad y profundidad, honrado); intuido también en los “encuentros” con sus repentinas “apariciones” en la vida diaria (los anfiteatros de las aulas académicas, la biblioteca universitaria, los cuadernillos de apuntes, los exámenes, forman parte de la cotidianidad de padre e hija y esta rememora en su propia labor docente experiencias que pudieron ser también las de su progenitor: A veces me lo encuentro en alguna de mis aulas); “renacido” en las visitas -sesenta años después- a los lugares de los que hay constancia de su presencia. Pero, en la mayor parte de los casos, la evocación es tan solo una tentativa de acercamiento a un pasado inaccesible, de conocimiento improbable. Quisiera acordarme de una costumbre, de una expresión, del modo que tenía de llevar tal o cual prenda, de cosas insignificantes, anecdóticas. Me gustaría conocerle defectos, afirma. El libro se llena así de dudas (lo que hizo [en una determinada situación] no lo sé, en expresión que se repite de continuo: no sé qué lo hacía reír, qué lo divertía), de hipótesis, de preguntas: ¿jugaba de pequeño con sus hermanos? ¿Se peleaba con ellos? ¿Solía ayudar a su madre a hacer tartas? ¿Tenía ganas de montar a caballo como su padre? ¿Cuáles habían sido sus lecturas? ¿Le gustaba el olor a madera de los sarmientos que su madre quemaba por la mañana para calentar la leche, en Koléa? ¿O el de las sardinas que la familia freía al fuego, también de sarmientos? ¿Y el del mosto en fermentación en los lagares? ¿Qué películas le gustaban?, y tantas otras, en un rasgo estilístico claramente “oulipiano”, las enumeraciones, los intentos de completar de modo exhaustivo la aproximación a la realidad descrita. Una vida breve es así la rememoración literaria de un personaje y un mundo desaparecidos (El mundo en el que él vivió ya no existe, lo he dicho, y con él desapareció aquello que él habría deseado que desapareciese, las criadas musulmanas, los colonos, la pacificación, los niños analfabetos, en eso que ha de denominarse el apartheid colonial) que, sin embargo, van aflorando de un modo finalmente nítido gracias al talento de la escritora. 

De este modo conocemos el árbol genealógico de la familia, los orígenes de padres y abuelos, un extracto de su partida de nacimiento, las principales noticias publicadas en la prensa en febrero de 1932 (Maurice había nacido el 14 de ese mes), la vida en Túnez (en donde vio la luz, en Béja, a cien kilómetros al oeste de la capital), su infancia en los cuarteles de la gendarmería (Louis Audin, su padre, era gendarme), su internamiento en un colegio para “hijos de tropa”, su juventud, su estudios universitarios, su boda, sus hijos, la universidad, la militancia, la familia, las pautas que marcaron la existencia demasiado breve de un hombre, apenas un muchacho, demasiado joven (mi padre no sobrepasó la edad que tienen algunos de mis estudiantes). Y accedemos a su corta pero intensa militancia política (Se hizo comunista en 1951 siguiendo a mi madre: ella se había adherido al partido comunista argelino en 1950. Lo que les motivaba era más la lucha anticolonialista que la lucha de clases), a su actividad semiclandestina (distribuía la prensa y se ocupaba de la seguridad de los militantes que habían pasado a la clandestinidad, les conseguía papeles falsos, y los llevaba de un escondite a otro), a los riesgos que afrontaba tras el comienzo de la guerra de Argelia, el 1 de noviembre de 1954, acrecentados cuando, en enero de 1957, la décima división de paracaidistas asume los plenos poderes en materia policial («Los tacones de los paracas en las aceras de Argel me dieron la misma impresión que los tacones de las botas alemanas en las aceras de Bayona en 1940», escribió mi abuela en un cuaderno unos meses después). 

Y, en paralelo, las matemáticas: De todas las condiciones (hija, universitaria, historiadora…) que habré tenido durante la escritura de este texto, la más confortable es la de matemática. Tal vez les parezca evidente, pero para mí fue una auténtica sorpresa. He pasado años de mi vida repitiendo que no quería mezclar mi vida profesional y mi vida privada. Y hete aquí que me encuentro, entre sus papeles matemáticos, como en mi casa. Leo una carta profesional, una carta bastante trivial enviada a un colega, y en esta carta lo encuentro, lo conozco, lo reconozco. Sus estudios en la biblioteca universitaria con quien acabaría por ser su mujer; su incipiente y a la postre truncada carrera académica; la elaboración de su tesis, que versaba sobre «los operadores lineales entre espacios vectoriales de dimensión infinita, sus núcleos, sus imágenes»; su publicación (saldría de imprenta cuando Maurice ya estaba en manos de los paracaidistas). 

Porque los peligros que entrañaba el compromiso político (cualquier día esperaba recibir una cuchillada por la espalda o un balazo) acabarían por fraguar en su detención, en las torturas, en los terribles días finales (Las últimas palabras que dijo a mi madre, cuando se lo llevaron los paracaidistas, fueron: «Ocúpate de los niños». Fue el martes 11 de junio. Las últimas palabras que dijo a Henri Alleg cuando sus torturadores los pusieron cara a cara fueron: «Es duro, Henri». Fue el miércoles 12 de junio. Sabemos que después habló con Georges Hadjadj y otros prisioneros, pero las palabras exactas que dijo no las conocemos, la fecha tampoco), en su muerte en Argel el veintiuno de junio de mil novecientos cincuenta y siete, como aparecerá en un registro posterior en el que, sin embargo, no consta quién lo asesinó. 

Y el libro da noticia también de la reivindicación de su figura tras su cruel desaparición: la “tesis honorífica” “defendida” de manera póstuma, en una lectura que tendría lugar en la Sorbona, seis meses después de su muerte, en lo que fue un acto solemne y una impresionante manifestación pública: El presidente del tribunal empezó preguntando si Maurice Audin estaba en la sala. Ante la ausencia de respuesta, dio la palabra a De Possel. Los presentes escucharon la presentación, algunos recuerdan «un gran momento, muy impresionante», esperaron a que terminaran las deliberaciones y, después, Maurice Audin fue proclamado doctor. Quizá fuera durante dicha proclamación cuando Jean Favard habló de «un talento tanto más valioso cuanto que era muy poco habitual», como recuerda uno de los matemáticos presentes. Hubo un minuto de silencio, de eso también hay fotos en los periódicos, que muestran a mi madre y a mis abuelos durante ese minuto. Y las conmemoraciones y los homenajes: una plaza cercana a la Universidad de Argel pasó a llamarse “plaza Audin” tras la independencia; en Francia llevan su nombre algunos lugares, calles, liceos, residencias; hay placas aquí y allá, hay un «Comité Audin» contra la tortura en Argelia, hay un premio de matemáticas que lo recuerda. Pero son, sobre todo, los “recuerdos inventados” de Michèle los que inundan el libro de emoción y tristeza, de sensibilidad y belleza, como en el conmovedor texto final que os dejo al término de esta reseña. 

Y todos esos componentes, dramatismo, melancolía, afectividad, ternura, sentimiento, compasión, delicadeza y verdad, también el repaso a una trascendental etapa histórica, la muy fidedigna crónica de una época convulsa y terrible, están también en la segunda de las obras de Michèlle Audin que, ya de un modo más sucinto, paso a comentaros. La señorita Haas no es, siendo estrictos, “la” señorita Haas, sino “las” señoritas Haas. Con un punto de partida y un planteamiento muy originales, Audin presenta, en cerca de una veintena de capítulos, las vidas de trece mujeres, comunes, anónimas, olvidadas e irrelevantes para la “Gran Historia”, que comparten, además, idéntico apellido, Haas. Oigamos, una vez más, a la autora, en el elocuente texto con el que abre su libro: 

Tienen veinte años, treinta o alguno más en 1934. Trabajan. 
Se llaman señorita Haas. 
Son bibliotecarias (adjuntas), porteras, cocineras, peluqueras (¿de qué hablaban las mujeres en la peluquería en Belleville en 1938?), costureras, fresadoras, enfermeras, escritoras (único neologismo femenino en esta lista), criadas, maestras (¡ay!, ¡casi todas habían soñado con ser maestras!), periodistas, asistentas, investigadoras (auxiliares), obreras de la metalurgia, libreras (empleadas), pianistas, físicas, urdidoras, comadronas, dependientas… 
Tenían sesenta años, setenta o alguno más en 1974. Tal vez. Yo tenía veinte. 
Pude coincidir con alguna de ellas en una manifestación o en cualquier otra parte. 
Las vemos en 1934 y un poco después. 
Trabajan. Casi todas, con las manos: manos de comadrona, manos de obrera, manos de pianista. Son auxiliares, adjuntas, temporeras, señoritas. Sueñan. Embargadas por la alegría y el dolor, viven una historia llena de ruido y de terror. Su trabajo no aparece en los libros de historia. Son invisibles. Olvidadas. Omitidas, más bien. 
Son únicas, son encantadoras. 
En blanco, en negro, en gris, he reunido algunos momentos de sus vidas, como un mosaico que cuenta su presente, su historia, la mía, la nuestra. 

Esos momentos en los que se “fijan” las fotografías de Michèle Audin, se sitúan entre el 6 de febrero de 1934 y el 20 de agosto de 1941, en un recorrido cronológico, mezcla de crónica y memoria, punteado por acontecimientos notables de la época en Francia y en Europa, pues cada una de las fechas precisas en las que se detiene la mirada de la autora, más allá de ser significativas en las vidas de sus protagonistas, lo son también en la historia de un país y un continente convulsionados por la ascensión del nazismo y la devastadora explosión bélica consiguiente. En cada una de las historias, autónomas aunque surcadas de tenues puentes entre ellas, con personajes que saltan de una a otra, el talento de Audin, su voluntad experimentadora, su vocación matemática y su adscripción “oulipiana” afloran en los distintos registros literarios, perspectivas narrativas y opciones estilísticas con los que se cuentan: relato convencional; narración omnisciente; estilo indirecto libre; reportaje periodístico; interpelación al lector; monólogo interior; género epistolar; interrogatorio; diálogos; descripción minuciosa de una fotografía; juegos lingüísticos, como, por ejemplo, verbos en infinitivo; inventario exhaustivo de una plaza y del movimiento en torno a ella; fragmentos de obras literarias; informes, actas, cédulas de identidad; notas a pie de página que desarrollan una línea argumental paralela a la del texto que glosan; transcripción de noticias de prensa; enumeraciones y listados varios, que se sustentan en una amplísima variedad de fuentes -archivos, libros, testimonios, películas, imágenes, periódicos- de los que se da cuenta en el capítulo final de la obra, que se presenta con el “oulipiano” título de Algunas listas

Pero, más allá de los llamativos, interesantes y eficaces recursos literarios, lo sustancial del libro reside en las existencias de sus protagonistas, en sus expectativas, en sus sufrimientos, en sus sueños, en su cotidianidad, en sus ilusiones, en sus diversiones y sus alegrías, en sus duras situaciones laborales, en sus luchas y reivindicaciones, en su muchas veces difícil supervivencia. Mujeres que padecen las trágicas acometidas con las que las golpean las amargas vicisitudes de su tiempo; un tiempo, cuyos rasgos más destacados acaban mostrándose, como en un rompecabezas, por entre las semblanzas de todas las mujeres “retratadas”. Así, en un relato narrado de un modo convencional, en estilo indirecto libre, conocemos a Catherine, maestra soltera y embarazada, que cuando se encamina a la consulta del médico para someterse a un aborto se ve envuelta en los disturbios producidos en una manifestación antiparlamentaria organizada en París por grupos, partidos y “ligas” de la extrema derecha populista y que acabarían por convertirse en un motín en la plaza de la Concordia, en unos acontecimientos muy relevantes en la historia de Francia. Y, a continuación, comparece Léopoldine (el nombre de casi todas las protagonistas termina en “ine”, salvo una Suzanne y otras dos de ellas, de las que solo conocemos el apellido), fresadora en la Citroën, que busca a su padre biológico después de que la madre, al morir su marido -“falso” padre de la chica-, le cuente la verdad de su origen. En un café, la chica, que ha localizado a su padre en el dueño del establecimiento, observa el entorno, que se nos muestra a través de una especie de encuesta o cuestionario, en el que van surgiendo con fría objetividad y precisión rigurosa los detalles del local, los rasgos de los parroquianos, los acontecimientos del día en la prensa que estos leen, las circunstancias personales de la muchacha y hasta los pensamientos y las íntimas emociones que la invaden cuando, sin identificarse, escucha las intervenciones de su padre en las conversaciones con sus clientes. Léopoldine aparecerá en otros dos capítulos, en una suerte de reportaje periodístico sobre su trabajo, que alterna en el texto con su monólogo interior, y en un suceso en una peluquería a la que acude a cortarse el pelo, cuando al dar a luz repentinamente la peluquera, ella debe hacerse cargo del local, en un día, el 11 de marzo de 1938, que recordará de por vida, pues a la mañana siguiente tuvo lugar el Anschluss: las tropas alemanas habían invadido Austria

Y está también Péroline, una joven matrona que ayuda en el nacimiento de un niño y que ansía aprender a conducir. Y su prima Claudine, pianista, que da clases a niños, una joven inocente, católica, de clase acomodada, que, no sin reticencias, “transita” hacia el comunismo, hecho que conocemos por una carta en la que da cuenta de su “conversión” al nuevo credo. Audin nos la presenta dos veces, en un acto o mitin de aniversario de la comuna en el Muro de los Federados del Cementerio del Père-Lachaise de París, el lugar en el que, el 28 de mayo de 1871, 147 federados, combatientes de la Comuna de París fueron fusilados y echados a una fosa abierta al pie del muro, y en una segunda ocasión, en una reunión de célula comunista, en donde asume el compromiso de esconder la máquina de ciclostil con la que el grupo hace copias de panfletos. La guerra se declaró al día siguiente, el 3 de septiembre de 1939, leemos, en una pauta que permea, como se ha dicho, el libro entero: el engarce entre las modestas vivencias de las vidas privadas y los sucesos que acabarían por alcanzar una repercusión histórica. 

Y encontramos luego a Valentine, vendedora en las Galerías Lafayette, encerrada en el local en el curso de una huelga de empleados. Su historia es contada en primera persona por una periodista, Delphine Dusapin, en un artículo, cuya transcripción constituye el capítulo entero del libro, publicado en Une semaine à Paris, el 17 de junio de 1936, pocos días después de la victoria del Frente Popular en las elecciones legislativas francesas. Y vemos a una Señorita Haas, cuya presencia en la obra se produce a partir de un par de fotografías: parece muy joven, sin duda no tiene más de veinte años. Hay otra mujer, sobre cuyo hombro izquierdo apoya una mano. Hay también un hombre y tres barcas al fondo, descansando en una playa con marea baja. A lo lejos, el mar y el cielo. Las dos están mirando, con el sol de cara, al fotógrafo. Ahora la chica está levantada, de pie sobre las rocas con las manos en la cintura. En 1969, Francine Haas, diecisiete años, fotografía el París en que vivió su madre. Ésta, con cincuenta y nueve años, mira las fotos y comenta el 14 de julio de 1937, recuerda los escenarios, evoca su vida en aquel tiempo, su llegada a Francia desde los shtetls de Polonia, las penurias de los judíos que aspiran infructuosamente a la nacionalidad francesa, su entusiasta paso por la universidad obrera, el encuentro con quien sería su marido, el amor, los días felices del pasado, era París, era el paraíso. 

Aline ha cambiado su nombre, huye del acoso de una antigua pareja. Es periodista, pero deja su trabajo, se esconde de la persecución de su hostigador. Estamos en julio de 1937, en los días de en la Exposición Universal de París, con la “atracción” del Guernica en el pabellón español. En la Torre Eiffel, tras seis años de separación, se reencuentra con su primo Marcel. A Céline, Audin nos la trae dos veces. En 1938 es una bibliotecaria de la Biblioteca Nacional. El 29 de septiembre no hay muchos clientes, ella lee la prensa, es el día en que tiene lugar la Conferencia de Múnich (los poderosos dirigentes de los poderosos países de Europa estaban reunidos en Múnich para autorizar a Hitler a invadir Checoslovaquia. Un año después, se declararía la guerra). Sale al parque cercano, se sienta en un banco al sol, atenta a lo que ocurre a su alrededor, describe con precisión -aquí es ostensible la huella de Georges Perec- la plaza, lo que ve, su mobiliario, los transeúntes que la surcan, las ropas que visten, los objetos que llevan, imagina historias, inventa sus vidas. En enero de 1941, Céline ha dejado la biblioteca y trabaja en una librería. Vende un libro, azorada, a un oficial alemán “dueño” del París ocupado. El militar coquetea, ella se mueve entre la ensoñación romántica y el sentido del deber, la vemos dudar y finalmente rechazar su invitación en un monólogo pleno de alusiones “joyceanas”, en el que Michèlle Audin acaba por transcribir las últimas palabras del Ulises, un libro que “esconde” al interés del nazi: y primero lo rodeé con los brazos sí y lo atraje encima de mí para que él me pudiera sentir los pechos todos perfume sí y el corazón le corría como loco y sí dije sí quiero Sí

Suzanne Haas, bióloga, y Justine Haas, física aparecen en las actas de los archivos de los años treinta que dan cuenta de las sesiones de la Academia de Ciencias, dos de las escasas académicas. Su rastro se borra en los documentos posteriores correspondientes a los años cuarenta y cincuenta. ¿Cambiaron de nombre obligadas por las leyes antisemitas? ¿Fueron deportadas? ¿Murieron? En cualquier caso, las dos desaparecieron del mundo de la micología aplicada, de los neutrones lentos y de las publicaciones científicas. Pero han encontrado su sitio en las páginas de este libro

La historia de Victorine, una huérfana llegada de Estrasburgo para servir en una casa parisina, se narra en primera persona, en un texto plagado de notas a pie de página que permiten hacer avanzar otro relato complementario; una idea que la autora, como confiesa en el capítulo final del libro, “tomó prestada” de Pablo Martín Sánchez, el oulipiano español. La presentación de Pauline, en mayo de 1939, se hace a través de su cédula de identidad y del documento de control de judíos, registrado dos años después del primero. La frialdad de la prosa burocrática, de los austeros datos de identificación, entre los que destaca, en rojo, el sello “Judía”, revelan, sin embargo, la vida entera, difícil de la mujer. También dura es la existencia de Albertine, limpiadora, una mujer gris, invisible, transparente y miope, de quien abusa y sobre la que ejerce violencia su marido. El relato de una de sus jornadas normales de trabajo se presenta alternando con el de las funestas agresiones domésticas, todo ello enmarcado entre otros hechos objetivos del mismo día, el 30 de octubre de 1940, que aparecen como si de noticias de prensa se trataran. 

Éveline Haas es la periodista que ha escrito los artículos sobre la fresadora Léopoldine. El 1 de mayo de 1940, la guerra cumple sus primeros meses, acude a la Gare de l’Est para acompañar a su sobrino, movilizado. Allí coincide con la señora Michel, que se despide de su hijo, también reclutado. Tras la marcha de los jóvenes, las mujeres prolongan el encuentro fortuito en la cafetería de la estación. Éveline es una burguesa parisina, bien peinada y bien vestida, una dama con sombrero. Su compañera, una obrera de los Vosgos con una chaqueta de punto. Tomarán un café, conversarán, se darán noticia de sus vidas, nacerá una amistad improbable. Volverán a quedar meses después, un par de veces. La última cita será efímera y finalmente frustrada tras llegar la señora Michel sofocada, con retraso y preocupada a causa de las detenciones que se producen por doquier en la ciudad ocupada. Al día siguiente Éveline leerá en el periódico: ARRESTO DE JUDÍOS EN EL DISTRITO XI. En el transcurso de una vasta operación policial, un gran número de judíos han sido arrestados en el distrito XI. Para efectuar esos arrestos ha sido necesario acordonar durante varias horas los accesos a dicho distrito. Estas medidas se han tomado como consecuencia de las manifestaciones comunistas que han tenido lugar últimamente en el distrito XI, en las que habían tomado parte, como se sabe, numerosos judíos. Es el 21 de agosto de 1941, el comienzo de la primera gran redada de judíos en París. Así termina el libro, que enlaza, siquiera de manera indirecta, como ocurrió con La catadora la semana pasada, con estas fechas en que conmemoramos el octogésimo aniversario del final definitivo de la Segunda Guerra Mundial, cuando después de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, Japón capituló, formalizando la rendición definitiva el 2 de septiembre de 1945. 

Os recomiendo vivamente estas dos espléndidas obras de Michèlle Audin, Una vida breve y La señorita Haas. Entre las muchas referencias musicales de la primera de ellas, he elegido un clásico de la canción francesa, Le temps des cerises, que aquí sonará en la versión de Yves Montand, por su fecha, 1955, probablemente la que escucharía el desgraciado padre de la escritora. 


Sería fácil escribir aquí que me acuerdo de haber ido caminando por la calle con él, con mi vestidito rojo, sería fácil escribirlo porque mi madre dice que me rememora así, pero no, de eso no me acuerdo, porque no puedo obviar todo lo que se ha contado, repetido, congelado. ¿Cómo no iba a acordarme de que le impidió a mi madre que me pusiera harissa en la boca (pero ¿realmente ella habría hecho algo así?) por haber dicho una palabrota?, ¿cómo no iba a acordarme después de que ella me lo haya contado tantas veces? 

Sería falso decir que no tengo recuerdos de él. Los tengo, me importan y por eso me los guardo para mí. 

Me habría resultado fácil decirles que en la calle de Nîmes no tenían teléfono, porque el cuaderno de cuentas de 1954 alude a comunicaciones telefónicas (a treinta francos). Me resulta fácil decirles que en la calle Gustave Flaubert sí teníamos teléfono, e incluso les puedo decir que el número era el 688-95. Este teléfono está indicado en un plano del apartamento que encontré (pero, a diferencia de lo que dicho plano preveía, no estaba en la entrada). Desempeña su pequeño papel en la historia de la ratonera en la que se convirtió aquel apartamento durante los días que siguieron a su detención, de manera que está acreditado por la historia. No me resulta demasiado difícil contarles que, cuando yo quería llamar por teléfono, él hacía el número del reloj parlante y yo escuchaba extasiada, escuchábamos juntos: «a la tercera señal, serán exactamente…», pues, en efecto, me parece recordar que en aquella época no había más que tres «señales». Me resulta un poco más difícil decirles cuánto lamento la muerte del reloj parlante. Para conservar intactos mis recuerdos, escasos, íntimos, preciosos, fútiles y dolorosos, fugaces y fieles, no escribo más sobre ello aquí.

Videoconferencia 
Michèle Audin. Una vida breve. La señorita Haas

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