Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 15 de octubre de 2025

NEIL POSTMAN. DIVERTIRSE HASTA MORIR
 
Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro sale a vuestro encuentro una semana más con una recomendación de lectura que, elegida con criterios de interés y calidad objetivos; también siguiendo pautas, mucho más subjetivas, de entusiasmo personal de quien os habla, Alberto San Segundo; e igualmente, en ocasiones, acomodándonos a razones de oportunidad (normalmente las tres circunstancias dándose de manera simultánea), pretende despertar en nuestra escasa pero fiel audiencia el afán por acercarse a algún título más o menos literario (dejamos para otro día la peliaguda y probablemente irresoluble cuestión de qué se entiende por “literario”. ¿Solo la ficción? ¿La novela y la poesía? ¿También el teatro? ¿No el ensayo, el estudio histórico o la reflexión filosófica?). En el caso de esta tarde, la obra que os propongo comparece aquí porque encierra un extraordinario valor en sí misma; porque en este 2025 que se encamina a su último tercio se cumplen cuarenta años de su publicación originaria sin que desde entonces las tesis que en ella se sostienen hayan perdido, como podréis comprobar en un momento, un ápice de su vigencia; y, por último, porque sin estar su temática relacionada de manera directa y expresa con la educación, sus planteamientos sí afectan y aluden de un modo notorio a esa importante dimensión de nuestras sociedades, por lo que su elección me parece especialmente pertinente en estos días en que comienza el curso en sus diferentes niveles educativos. De este modo, además, seguimos una norma no escrita pero ostensible y muy recurrente en nuestro espacio que me lleva a traer aquí, en septiembre y octubre, al inicio de cada nueva temporada académica, libros relativos a la docencia y la educación en general; pese a que el vínculo entre mi propuesta de hoy y ese universo educativo no sea demasiado rotundo (solo uno de sus once capítulos encara de un modo frontal la temática educativa; aunque en el resto de ellos la conexión está implícita).

En 1985, Neil Postman, un ya no tan joven -había superado ya entonces los cincuenta años- sociólogo, educador, crítico cultural y teórico de los medios de comunicación estadounidense, dio a la luz Divertirse hasta morir, un libro iluminador, que no solo revela con clarividencia y agudeza extremas las claves de su época sino que, leído ahora, cuatro décadas después, se muestra como anticipador, adelantado a su tiempo, dotado su autor de una sorprendente cualidad de visionario, hasta tal punto su argumentación, clara, sencilla y accesible, aunque muy rigurosa, describe también con extraordinarias precisión y exactitud -más allá de los lógicos cambios que supone el paso del tiempo- el funcionamiento de nuestra sociedad actual. Recibido con entusiasmo en los ámbitos académicos y educativos (y con algún escepticismo por parte de la industria mediática, que le achacaba un cierto tono nostálgico y “tecnofóbico”, incluso apocalíptico -pese a sus explícitas aclaraciones en sentido contrario incorporadas al propio libro-, llegando a ser tachado de “ludita” por algunos detractores, calificación que, previendo quizá las objeciones en ese sentido, también niega de modo expreso en las últimas páginas de su obra), pronto se convirtió en un texto fundamental en los estudios de medios, la teoría de la comunicación y la pedagogía crítica. Las repercusiones del libro han sido numerosas y su influjo puede percibirse en infinidad de ensayos académicos y teóricos, obras de divulgación cultural, estudios de crítica mediática y hasta producciones audiovisuales actuales. Por citar, tan solo, los ejemplos de dos autores que han aparecido en el programa, Superficiales, el ilustrativo ensayo de Nicholas Carr, o Infocracia, de Byung-Chul Han, muestran en sus tesis el poso implícito, la huella palpable de Divertirse hasta morir

Neil Postman, nacido en 1931 en Nueva York, en el seno de una familia judía, vivió la mayor parte de su vida -falleció en 2003- en la efervescente urbe norteamericana. Licenciado en una de las universidades de la ciudad, doctorado en educación en la Universidad de Columbia, fue igualmente profesor de la Universidad de Nueva York. Discípulo de Marshall McLuhan, a quien menciona de continuo -incluso para discrepar abiertamente de él- en Divertirse hasta morir, fue autor de numerosos libros (os recomiendo también Tecnópolis, una suerte de continuación de su obra más representativa) siempre centrados en los medios de comunicación, la tecnología, la televisión y su impacto en la cultura, la política, la educación y, en general, el funcionamiento de la sociedad. 

La primera edición española del libro es de 1991, presentado por Ediciones de la Tempestad en traducción de Enrique Odell bajo el subtítulo de El discurso público en la era del “show business”. Yo lo leí, en su tercera edición de 2012, con otra portada distinta a la original. Ya entonces me entusiasmó y, releído ahora con ocasión de su cuadragésimo aniversario, esa impresión se ha visto intensificada, acrecentada por el asombro que me ha provocado su extraordinaria actualidad y lo lúcido de un discurso cuya validez resulta aún más reveladora en la era de las redes sociales, de Twitter (o como se llame), TikTok, Instagram y los memes virales. 

En el prefacio que abre el libro, que por su relevancia -y también su relativa brevedad- quiero dejaros íntegro aquí (el texto final, acostumbrado en Todos los libros un libro, se convierte hoy, así, en prologal), se establecen las claves a partir de las que Postman construye su discurso: 

Estábamos pendientes del año 1984. Cuando el mismo llegó [sic por la locución, del todo innecesaria: ¿por qué no dejarlo en “Cuando llegó”, fácilmente comprensible para el lector medio, capaz de inferir que el que llegó es 1984?; aprovecho para mencionar las carencias tipográficas y de traducción de una edición muy mejorable] sin que se cumpliera la profecía, los estadounidenses reflexivos entonaron su propia alabanza en voz baja. Se habían mantenido firmes las raíces de la democracia liberal. Dondequiera el terror hubiera cundido [sic, de nuevo por la ausencia de “que”], nosotros, al menos, no habíamos sido visitados por pesadillas orwellianas. 

Pero habíamos olvidado que al lado de la pesimista visión de Orwell había otra, un poco anterior y menos conocida, pero igualmente escalofriante: Un mundo feliz, de Aldous Huxley. Contrariamente a la creencia prevaleciente entre la gente culta, Huxley y Orwell no profetizaron la misma cosa. Orwell advierte que seremos vencidos por la opresión impuesta exteriormente. Pero en la visión de Huxley no se requiere un Gran Hermano para privar a la gente de su autonomía, de su madurez y de su historia. Según él lo percibió, la gente llegará a amar su opresión y a adorar las tecnologías que anulen su capacidad de pensar [la negrita es mía, ASS]

Lo que Orwell temía eran aquellos que pudieran prohibir libros, mientras que Huxley temía que no hubiera razón alguna para prohibirlos, debido a que nadie tuviera interés en leerlos. Orwell temía a los que pudieran privarnos de información. Huxley, en cambio, temía a los que llegaran a brindarnos tanta que pudiéramos ser reducidos a la pasividad y el egoísmo. Orwell temía que nos fuera ocultada la verdad, mientras que Huxley temía que la verdad fuera anegada por un mar de irrelevancia. Orwell temía que nos convirtiéramos en una cultura cautiva. Huxley temía que nuestra cultura se transformara en algo trivial, preocupada únicamente por algunos equivalentes de sensaciones varias. Como Huxley destacó en su libro Nueva visita a un mundo feliz, los libertarios civiles y racionalistas, siempre alertas para combatir la tiranía, «fracasaron en cuanto a tomar en cuenta el inmensurable apetito por distracciones experimentado por los humanos». En 1984, agregó Huxley, la gente es controlada infligiéndole dolor, mientras que en Un mundo feliz es controlada infligiéndole placer. Resumiendo, Orwell temía que lo que odiamos terminara arruinándonos, y en cambio, Huxley temía que aquello que amamos llegara a ser lo que nos arruinara. 

Este libro trata la posibilidad de que sea Huxley, y no Orwell, quien tenga razón. 

Estoy convencido de que unas palabras como éstas, claras, sencillas, contundentes, expresadas de un modo altamente didáctico, con ese magnético recurso a la anáfora (Orwell temía…, Huxley temía) serán suficientes como para despertar en cualquiera que me lea o me escuche el interés por adentrarse, disfrutar y, sobre todo, aprender, de este libro memorable. Con una inteligentísima clarividencia, Postman supo ver, ¡¡ya en 1985!!, a partir de esa dicotomía Orwell/Huxley que impregna el libro entero, que, superadas, en términos generales, las amenazas totalitarias que habían representado el nazismo y el comunismo (de las cuales el 1984 orwelliano operaba como sagaz metáfora futurista), las sociedades occidentales se encaminaban hacia unas mucho más sutiles -y por tanto más peligrosas- formas de dominación y sometimiento a través de la omnipresencia de una tecnología -representada entonces, a esas alturas del siglo XX, por la televisión- responsable de un discurso superficial, fragmentario, efímero, insustancial e irrelevante, basado en el entretenimiento permanente y capaz por tanto de convertir en espectáculo la política, la religión, las noticias, los deportes, la educación y el comercio, reduciéndonos a un narcotizante estado de pasividad, individualismo, indiferencia y alienación. Y todo ello de un modo aparentemente “natural”, sin que haya habido protestas o la gente haya sido consciente de ello. Fascinados por el irresistible poder de la imagen, encandilados por la dosis continua de entretenimiento que nos inocula la televisión (hablo con la lógica del tiempo en que se escribió el libro; su actualización es obvia e inmediata: sustitúyase “televisión” por “internet”, “móvil” o “redes sociales”), ciegos, drogados por el moderno soma (de nuevo Huxley) tecnológico, anestesiados por la diversión continua, felices por cuanto la ausencia en nuestras sociedades formalmente democráticas de un totalitarismo intimidatorio y autoritario nos hace creer en nuestra libertad personal, los ciudadanos hemos aceptado la esclavitud eufórica y supuestamente elegida que ya había adelantado -casi cinco siglos antes- Étienne de La Boétie en su Discurso sobre la servidumbre voluntaria. El resultado de todo este proceso -cuya explicación constituye la base del libro- es que somos un pueblo al borde de divertirnos hasta la muerte

Éste es, pues, el germen del que parte el libro: la televisión, tras consolidarse como medio dominante en las décadas de 1960 y 1970 (el ensayo toma como punto de partida el contexto estadounidense de los años de la presidencia de Reagan), comenzaba a transformar radicalmente la cultura política, educativa y periodística norteamericana, alterando el discurso público, banalizando la política y redefiniendo los modos de conocer y educar. El desarrollo de esta idea central se lleva a cabo en once breves capítulos -de una decena de páginas cada uno, más o menos-, y con una argumentación sólida, muy bien estructurada, de un excepcional didactismo. Postman se detiene a cada poco para resumir lo explicado hasta el momento, adelantar las líneas que desarrollará a continuación (en los dos capítulos siguientes quiero demostrar…; en capítulos subsiguientes, quiero explicar…; trataré de demostrar que…), e incorporar marcadores y organizadores del discurso del tipo: quiero terminar enfatizando tres puntos…; hay tres mandamientos…; lo que me propongo en el resto de este libro…; que permiten al lector recapitular, sintetizar lo leído, digerirlo, estructurar la información y, en consecuencia, comprender mejor -y aprovechar- los argumentos del autor. 

La tesis de fondo que vertebra el libro se sustenta en una afirmación esencial: la tecnología, los medios de comunicación, no son simples canales neutros de transmisión de información, sino formas culturales que moldean el pensamiento y determinan qué tipo de discurso es posible (como ejemplo significativo de cómo la introducción de una técnica va más allá de su utilización práctica, indica Postman: el invento de las gafas en el siglo XII no sólo posibilitó la mejora de una visión defectuosa, sino que sugirió la idea de que los seres humanos no tenían por qué aceptar como finales la herencia de la naturaleza ni los estragos del tiempo. Las gafas también refutaron la creencia de que la anatomía es definitiva, proponiendo la idea de que, tanto nuestros cuerpos como nuestras mentes, son mejorables. No creo que sea ir demasiado lejos afirmar que hay un vínculo entre la invención de las gafas en el siglo XII y la investigación sobre la división de los genes en el nuestro). En este sentido, el paso de la cultura tipográfica -la instaurada por la imprenta y basada en la palabra escrita- a la cultura audiovisual supone una auténtica mutación epistemológica (la epistemología -explica, didáctico una vez más- es una materia compleja y normalmente opaca que se preocupa por los orígenes y la naturaleza del conocimiento. La parte de su contenido que es relevante aquí es el interés que pone en las definiciones de la verdad y en la fuente de donde surgen dichas definiciones). Los medios tecnológicos no son inocuos, no suponen, tan solo, un determinado progreso técnico que permite resolver con más o menos éxito problemas preexistentes y mejorar, por tanto, la vida humana. La tecnología es una ideología, porque impone un estilo de vida, un tipo de relaciones humanas y de ideas, sobre las cuales no hay consenso, ni discusión, ni oposición, sino sólo conformidad. Cada nueva tecnología, sea cual sea -la escritura, la imprenta, el telégrafo, la televisión, internet en la actualidad, las gafas del siglo XII- conforma un nuevo modo de descubrir, construir y acercarse a la verdad (Introduciendo el alfabeto en una cultura se cambian los hábitos cognitivos, sus relaciones sociales, sus nociones de comunidad, historia y religión. Si se introduce la imprenta con los tipos movibles ocurre lo mismo. Si se introduce la transmisión de imágenes a la velocidad de la luz, se produce una revolución cultural: sin un voto, sin polémicas, sin resistencia guerrillera), convertida en una forma que nos dirige para organizar nuestras mentes e integrar nuestra experiencia del mundo [y que] se impone sobre nuestras conciencias y nuestras instituciones sociales de mil maneras. 

En la era de la imprenta, la palabra escrita favorecía la argumentación lógica, el pensamiento abstracto y la reflexión crítica. La lectura era una práctica social y política central en la formación del ciudadano ilustrado. Los debates públicos, los panfletos y los periódicos constituían vehículos esenciales del pensamiento colectivo. El ideal de la Ilustración -la emancipación a través de la razón- estaba íntimamente vinculado con la alfabetización. Por el contrario, la televisión -y el lector actual entenderá aún mejor el argumento si lo contempla a la luz de la omnipresencia de los medios digitales contemporáneos- privilegia la imagen, la inmediatez, la fragmentación y la emocionalidad. El resultado es una ciudadanía menos capaz de sostener discursos racionales y más vulnerable a los formatos del espectáculo. Este cambio no solo afecta al contenido (el debate no reside en la preterición de El Quijote, como emblema de la cultura basada en la palabra escrita y la razón, y su reemplazo por Sálvame, como símbolo de la superficialidad estupefaciente) sino a las estructuras cognitivas que lo sostienen: la atención se acorta, la memoria se fragmenta, el pensamiento crítico se debilita. La aceptación irreflexiva e incondicional de este estado de cosas por la mayoría de los ciudadanos (¿Quién, hoy en día, es capaz de prescindir del móvil en su cotidianidad? ¿Cómo haremos, en dos o tres años, para vivir sin la Inteligencia Artificial?), constituye una doble amenaza: porque hace inapreciable, en la mayor parte de los casos, el daño causado en unas mentes adormecidas, aletargadas por la sobrecarga de información irrelevante, la trivialización de la verdad y la sustitución del pensamiento por la distracción permanente; y porque imposibilita la rebeldía, pues frente al totalitarismo opresivo que de modo flagrante y obsceno, mediante la censura, la violencia y la represión, rechaza, suprime y elimina las ideas “peligrosas” y a las personas que las defienden, lo que causa dolor, sufrimiento, insatisfacción y, en ocasiones, muerte, provocando, en consecuencia, la reacción combativa -al menos entre los más valientes y comprometidos- de los manifiestamente oprimidos, esta moderna forma de sojuzgamiento, basada en sumir a sus “víctimas” en una superficial apariencia de diversión, en un estado de hedonismo permanente, las “anestesia” y las hace incapaces, por tanto, de oponerse a su propia aniquilación. Hay dos maneras de marchitar el espíritu de una cultura. Con la primera, la orwelliana, la cultura deviene en prisión; con la segunda, la huxleyana, la cultura deviene en parodia, escribe Postman en el ilustrativo capítulo final de su libro. De la injusta prisión queremos salir (y es muy poca la diferencia entre que sean ideologías de derecha o de izquierda las que inspiran a nuestros tiránicos guardianes; también en esto Postman se muestra lúcido) y lucharemos por conseguirlo al precio, incluso, de la muerte (como han demostrado tantas revoluciones que en la historia han sido); por el contrario, en la parodia, en la “broma” constante, en la diversión continua, retozamos a nuestro gusto, convencidos de nuestra irreal felicidad. ¿Pero a quién le importa lo real? ¿Quién está preparado para luchar contra un mar de diversiones? ¿A quién y cuándo nos quejamos, y en qué tono de voz, cuando un discurso serio se disuelve en risas estúpidas? ¿Cuál es el antídoto para una cultura que se consume en risas? 

Insiste Postman: Lo que Huxley enseña es que en la época de la tecnología avanzada es más fácil que la ruina espiritual provenga de un enemigo con una cara sonriente que de uno cuyo rostro exuda sospecha y odio. El corolario de su tesis, ya inquietante hace cuatro décadas, se vuelve aterrador en nuestros días: Cuando una población se vuelve distraída por trivialidades, cuando la vida cultural se redefine como una perpetua ronda de entretenimientos, cuando la conversación pública seria se transforma en un habla infantil, es decir, cuando un pueblo se convierte en un auditorio y sus intereses públicos en un vodevil, entonces una nación se encuentra en peligro; y la muerte de la cultura es una posibilidad real

En los capítulos iniciales de Divertirse hasta morir su autor, además de sentar las tesis que anteceden, hace un recorrido cronológico por los distintos medios que han conformado la cultura y el modo de pensar humanos, con tres hitos sustanciales, de los cuales los dos últimos se examinan en profundidad: el cambio de una cultura oral a una escrita mediante la creación del alfabeto en la Atenas del siglo V antes de Cristo; la invención de la imprenta en la Europa del siglo XVI; y la revolución electrónica y, en particular, el invento de la televisión en los Estados Unidos de las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado. A ello habría que añadir, ya forzosamente fuera del libro, dada la fecha de su publicación (aunque hay en él más de una mención, como siempre perspicaz, acertada y anticipadora, a los ordenadores, de uso entonces incipiente), la irrupción generalizada en los años 2000 de internet, los teléfonos móviles -me resisto a llamarlos inteligentes- y las redes sociales. 

La aparición de la escritura trajo una revolución perceptiva: un desplazamiento del oído al ojo como órgano principal del procesamiento del lenguaje. El hecho de poder ver nuestras propias palabras, en lugar de solo escucharlas, creó una nueva concepción del conocimiento y dio un nuevo sentido a la inteligencia y el pensamiento. Al congelar, plasmado en el texto escrito, cualquier discurso, permitió que las ideas se sometieran a un escrutinio continuo, a un análisis constante, lo que facilitó el examen de su significado, sus errores, sus propósitos, sus consecuencias, dando lugar al desarrollo de la filosofía, de la historia, por supuesto de la gramática, de la ciencia. 

Cuando surge la imprenta, el cambio es aún más revolucionario, si cabe. La aparición de la tipografía, a finales del siglo XVI, supuso un gran desplazamiento epistemológico, como consecuencia del cual todo el conocimiento fue transferido y se manifestó por medio de la palabra impresa. La imprenta causó entonces un impacto quizá mayor que el que provocan los acontecimientos que hoy vivimos. Existir era existir de forma impresa. La política, la comunicación, la enseñanza, los negocios públicos, las relaciones sociales, se desarrollaban y se expresaban por medio de la imprenta, que se convirtió así en el modelo, la metáfora y la medida de todo discurso. Postman describe con precisión, en los capítulos relativos a esta época, el modo en que las consecuencias de la reproducción masiva de la palabra impresa impregnaron todos los ámbitos de la existencia (situando siempre su análisis en el contexto estadounidense y ejemplificando sus tesis con referencias, personajes, autores y episodios de la historia de aquel país). Así, en su texto comparecen los Padres Fundadores, los líderes políticos y militares Washington, Franklin, Jefferson, Adams, Madison, que dirigieron la emancipación del vasto país norteamericano, tutelaron las ansias de independencia de los herederos de los peregrinos del Mayflower y redactaron las proclamas de libertad, dignidad, democracia y autogobierno contenidas en la Declaración de Independencia, la Constitución de los Estados Unidos. E hicieron todo ello llevados por un afán de ilustración, argumentación racional, sólido debate de ideas y discusión pública centrada en el contenido significativo, herencia indudable de la invención tipográfica (una cultura cuyas nociones de la verdad están organizadas en torno a la palabra impresa (…) en los siglos XVIII y XIX, nuestro país era un lugar así; es decir que quizá sea el más orientado hacia una cultura de imprenta que jamás haya existido). 

En Divertirse hasta morir conocemos, con datos -aunque, como es obvio, dada la distancia temporal, aproximados-, los altos índices de alfabetización en esa sociedad, la solvencia y el rigor en los debates políticos (espléndidos, y muy ilustrativos, los pasajes que examinan los siete famosos debates entre Abraham Lincoln y Stephen A. Douglas, celebrados en 1858, para la elección de Presidente de los Estados Unidos; un ejemplo muy revelador, si los contrastamos con los de índole similar que tienen lugar en nuestro país en cada nueva cita electoral, de ese radical cambio entre una cultura basada en la palabra y otra deudora de la imagen, entre la Edad de la Disertación y la Era del Mundo del Espectáculo, en la nomenclatura acuñada por el autor) y la generalizada inclinación por la lectura y, en consecuencia su prestigio; entre otros asuntos. Es esta mención a la lectura la que sirve de síntesis espléndida de lo que significa una inteligencia de imprenta. La lectura de un libro, señala Postman exige la permanencia más o menos inmóvil ante él por un tiempo relativamente largo; obliga a no prestar atención a la forma de las letras, sino a ver a través de ellas, a fin de ir directamente al significado de las palabras; demanda asumir una actitud imparcial y objetiva ante el texto, esto es, no sucumbir al placer sensual, al encanto o el tono insinuante (si lo hubiere) de las palabras centrándose por el contrario en la lógica de su argumento; requiere la capacidad para descubrir cuál es la actitud del autor hacia el tema y el lector; reclama la aptitud para juzgar la calidad de un argumento, lo que supone demorar un veredicto sobre él hasta que el argumento esté terminado, reteniendo en la cabeza preguntas hasta que haya determinado si el texto las responde para luego aportar al texto toda la experiencia relevante disponible como argumento contrario a lo que se propone; y necesita la competencia del lector para retener el conocimiento en el texto encerrado. Implicando todo ello que quien se enfrente a un texto escrito pueda vivir cómodamente en un campo de conceptos y generalizaciones, sin recurrir a imágenes. En consecuencia, el dominio de la imprenta nos impone, como se ve, demandas más bien severas, necesarias para conformar un discurso -individual y colectivo-, un orden social generalmente coherente, serio y racional

La invasiva aparición de la televisión (hay páginas previas, en el mismo sentido, sobre el telégrafo, como etapa intermedia del proceso estudiado), su omnipresente tiranía -“blanda”, aunque igualmente despótica-, modificó radicalmente ese panorama preexistente que, ahora, bajo el dominio de la televisión, se ha marchitado y vuelto absurdo. El libro se abre así a unos capítulos apasionantes en los que se explica, con abundantes y muy iluminadores ejemplos, cómo han cambiado, en el siglo XX, nuestras nociones de la verdad y nuestras ideas sobre la inteligencia como resultado del desplazamiento de los viejos medios por los nuevos, en una suerte de detallada “anatomía” de la cultura como espectáculo que analiza en diversos ámbitos de la vida pública, singularmente la política, el periodismo, el comercio, la religión y la educación. 

En la política, los líderes son seleccionados por su carisma escénico más que por su capacidad argumentativa. El discurso político se adapta a los formatos televisivos, a los tiempos de un anuncio o un debate superficial. La política se convierte en mercadotecnia, y el votante en consumidor de imágenes. Y surgen los ejemplos de Reagan, un exactor de cine convertido en el presidente de Estados Unidos; un excandidato a la Presidencia, George McGovern, presentador del Saturday Night Live; el reverendo Jesse Jackson, igualmente candidato y acostumbrado a su presencia mediática; el expresidente Richard Nixon, que en una ocasión dijo haber perdido unas elecciones porque lo sabotearon los maquilladores; el senador Edward Kennedy que recibió como consejo esencial para llevar a cabo una campaña seria para la presidencia el de rebajar diez kilos. Con acerado sarcasmo -hay mucho humor, inteligente e irónico, en el libro, apostilla el autor: Aunque la Constitución no hace mención de ello, parecería que las personas obesas en la actualidad son decididamente excluidas para el desempeño de cargos políticos de importancia. Probablemente ocurra lo mismo con los calvos. Casi seguro que también se verán afectados aquéllos cuya apariencia no se vea significativamente realzada por el arte de la cosmética. Ciertamente parece que hemos alcanzado el punto en el que la cosmética ha reemplazado a la ideología como el campo sobre el cual el político debe manifestar su pericia y competencia. Como puede colegirse, se trata de un dictamen que sigue siendo apropiado para los días que vivimos. 

Como lo es el caso del periodismo, con la información, fragmentada, descontextualizada, convertida también en espectáculo. La duración de los segmentos noticiosos disminuye; las informaciones se interrumpen a cada poco para dar paso a la publicidad o a otra crónica u otro reportaje igualmente breves, fugaces y olvidables; las imágenes impactantes reemplazan al análisis y la lógica comercial dicta los contenidos. Los presentadores, los responsables de los informativos, son también esclavos de la imagen (La mayoría de ellos dedican más tiempo a estar con sus peluqueros que a repasar su guion, con el resultado de que constituyen el grupo de personas más atractivo de Las Vegas hasta aquí). Los acontecimientos que ocupan las primeras planas de los periódicos y abren los telediarios gozan de una existencia cada vez más efímera, una guerra es reemplazada por unas inundaciones, y éstas por un crimen execrable, que será olvidado a las pocas horas ante un caso de corrupción, y un titular truculento da paso a otro asombroso, al que sigue la noticia sobre un hecho remarcable o un suceso histórico; todo ello borrado de una memoria -la colectiva y la personal- cada vez menos consistente. El resultado es un ciudadano “informado”, sobresaturado, más exactamente, de datos banales, irrelevantes en muchos casos; y cuando no lo son, carente el espectador o el lector de herramientas solventes para interpretar o actuar sobre la realidad que describen o hacia la que apuntan esas informaciones. 

Y el libro estudia también el mundo del comercio y los negocios, con una especial atención a la publicidad, todo un símbolo explícito del fenómeno que se analiza (la historia de la propaganda en la prensa diaria de Estados Unidos se puede considerar como una metáfora del declive de la mente tipográfica, comenzando por la razón, y terminando por el entretenimiento). Y conocemos el caso de la psicóloga que presenta un programa de radio y que actúa en un club nocturno en el que informa a su audiencia sobre el sexo en toda su infinita variedad y en un lenguaje antes reservado al dormitorio o a la calle. Y otro tanto ocurre con los predicadores religiosos. En la religión, el mensaje se diluye en el televangelismo emocional. Las ceremonias se transforman en espectáculos audiovisuales, centrados en la estética y la experiencia sensorial antes que en la reflexión teológica o espiritual. El culto se convierte en entretenimiento. Postman nos deja una suculenta muestra, aderezada con infinidad de comentarios “al paso” de una agudeza y un humor hilarantes, del quehacer de estos charlatanes profesionales retratados sin piedad en un capítulo titulado Camino de Belén: sus espectáculos, dice de uno de ellos, parecen servir a un doble propósito: a la vez que enseña cómo acercarse a Jesús, ofrece consejos de cómo incrementar la cuenta bancaria. Esto hace muy felices a sus seguidores, y confirma su predisposición a creer que la prosperidad es la verdadera finalidad de la religión. Tal vez Dios no esté de acuerdo, apostilla, en coda magistral. 

La enseñanza como actividad divertida es otro capítulo formidable, en el que, partiendo de su análisis de Barrio Sésamo (este programa socava la idea tradicional de lo que la educación representa, afirma, categórico) desvela los riesgos de una enseñanza basada en la imagen: este estilo de aprendizaje es, por su naturaleza, hostil a lo que se ha llamado aprendizaje a través del libro y de la escuela). Se trata de una sección altamente sugestiva, rebosante de ideas estimulantes y actualísimas, capaces de ser extrapoladas al debate sobre la educación en nuestros días. Por ejemplo, la que sostiene que la televisión (y, hoy, por extensión, hablaríamos de las pantallas) es epistemológicamente incompatible con la educación seria, pues impone una forma de saber ligada al espectáculo, a la fragmentación, a la inmediatez, a lo superficial y la ligereza. La educación, en cambio, se ha fundamentado históricamente en la palabra escrita, que exige concentración, continuidad, análisis y profundidad. De esta manera, la televisión transforma el acto educativo en un producto de consumo rápido, donde el contenido debe ser atractivo, dinámico y superficial para competir con otros formatos de entretenimiento. El conocimiento perece así víctima de la obsesión de lo lúdico, alimentada por la nueva ideología tecnológica. 

Postman acuña el término “eduentretenimiento” (edutainment), para referirse a esa fusión entre educación y entretenimiento que promueve la televisión. Su crítica, como es obvio, no se dirige a cuestionar que el aprender pueda ser placentero, no se opone, por tanto, al instruir deleitando, sino a que el placer, la satisfacción del estudiante, acabe por ser el criterio dominante del proceso educativo; una circunstancia, tan común en nuestros centros de enseñanza actuales, con muy graves consecuencias, como la identificación de enseñar con divertir, la consideración del esfuerzo, la complejidad o el aburrimiento como fracasos pedagógicos, la relegación del profesor a un papel pasivo, de mero facilitador de estímulos motivadores, y el aula convertida en un espacio para juegos constantes, canciones, efectos especiales. Por el contrario, en la visión de Postman, la escuela no debe imitar los medios, sino ofrecer una cultura alternativa -ya en su tiempo, pero sin duda hoy- donde el lenguaje estructurado, el análisis y la lectura tengan protagonismo. El aula comienza a parecer ahora un entorno aburrido y antiguo para el aprendizaje, afirma, no sin un cierto desánimo. 

Los postulados, en ocasiones drásticos de Divertirse hasta morir, han provocado que la obra de Postman haya suscitado críticas, que ahora, cuarenta años después, pueden reformularse como objeciones pertinentes que invitan a la reflexión. La primera de ellas tiene que ver con el hecho de que su análisis parezca estar influido por una excesiva nostalgia. Se le ha reprochado -y el lector actual puede tener una sensación similar al leerlo- que su visión esté teñida por un tono idealizador de nuestro pasado tipográfico que, desde su punto de vista, algo maniqueo, aparecería como un tiempo paradisiaco, dominado por la inteligencia, la razón, la confrontación argumentada de las ideas, la reflexión fecunda, la política sensata regida por la voluntad de conformación racional de consensos sociales, la educación profunda y emancipadora, y la vida social encauzada mediante pautas razonables fruto del debate sosegado, un universo edénico -que nunca existió, en realidad- que la súbita y depredadora llegada de la televisión (anticipada por el telégrafo y otras tecnologías y acrecentada hoy por la informática) habría devastado. Se le achaca -y la crítica en este punto es, en mi opinión, descabellada, pues supondría que el ensayista y profesor desconoce la historia de la humanidad- que su estudio olvida que la imprenta es responsable también de la propagación de mentiras, de propaganda, racismo o pseudociencia. No es así, indudablemente, con declaraciones expresas en el libro desmintiendo estos infundados reparos: La tipografía fomentó la idea moderna de la individualidad, pero destruyó el sentido medieval de la comunidad y la integración. La tipografía creó la prosa, pero convirtió la poesía en una forma de expresión exótica y elitista. La tipografía hizo posible la ciencia moderna, pero transformó la sensibilidad religiosa en una mera superstición. La tipografía favoreció el crecimiento de la nación-estado, pero por otra parte convirtió el patriotismo en una emoción sórdida y hasta letal. Nada, pues, de mitificación de un pasado sin mancha, y sí mucho de defensa del pensamiento argumentativo (valga la redundancia), pese a sus limitaciones: Evidentemente, mi punto de vista es que los cuatro siglos de dominación imperial de la tipografía han producido muchos más beneficios que perjuicios. La mayoría de nuestras ideas modernas sobre la utilización de la inteligencia fueron formadas por la palabra impresa, como lo fueron también nuestras ideas sobre la educación, el conocimiento, la verdad y la información. Trataré de demostrar que a medida que la tipografía se desplaza hacia la periferia de nuestra cultura y la televisión toma su lugar en el centro, la seriedad, la claridad, y sobre todo el valor del discurso público, declinan peligrosamente. Y añade, para dejar claro que su crítica a la tecnología no es, tampoco, unidireccional y sesgada: Uno debe mantener la mente alerta para poder percibir los beneficios que puedan venir de otras direcciones [esto es, de las modernas tecnologías]. 

Se le acusa también de determinismo tecnológico, de exagerar en su reflexión la influencia de los medios de comunicación como únicos responsables del “deterioro civilizatorio” descrito, en detrimento de otros factores sociales también relevantes en el proceso. Pero la crítica tampoco se sostiene, desde mi perspectiva, pues el planteamiento de Postman parte de que, en efecto, el cambio en los medios de comunicación está propiciando un nuevo y muy dañino “orden epistemológico”, pero son las instituciones, los gobiernos, los políticos, la prensa, los docentes, los agentes culturales, la ciudadanía, cada uno de nosotros los que, en último término, aceptando sumisamente esa lógica perversa del fácil entretenimiento, contribuimos a esa degradación de lo mejor de nuestra condición humana. 

Parte del rechazo que puede suscitar el libro entre ciertos sectores llamémosles “progresistas” tiene que ver con la condición claramente conservadora de Postman (no en el sentido de su adscripción ideológica o política, que desconozco, sino en el cultural). Su furibundo -aunque, como hemos visto, bien razonado- rechazo a la omnipresente imposición tecnológica; su crítica a la superficialidad a la que nos condena, y, consiguientemente su lamento por la pérdida del significado, del sentido, de los valores; su defensa de la tradición, entendida como la necesidad de conservar y transmitir (eso, transmitir, es lo que significa en su origen traditio) todo aquello que se ha revelado valioso; su pesar por la erosión de la cultura a causa del aniquilador dominio de la técnica, pueden hacerlo aparecer, bajo cierta mirada, reduccionista y roma, como un nostálgico reaccionario, añorante de un pasado sin tacha. Pero no es así en absoluto; por el contrario, nos hallamos ante un agudo analista, lúcido y desprejuiciado, intelectualmente independiente, capaz de sustraerse a las lógicas instauradas de modo acrítico en la sociedad y de reconocer, con agudeza y capacidad de penetración notables, las fuerzas ocultas que dominaban el espacio público hace cuarenta años anticipando las que ahora lo hacen. Alguien, en definitiva, que al margen de anacrónicas taxonomías (¿Qué significan exactamente hoy en día los términos “progresista” y “reaccionario” más allá de unos difusos, apriorísticos, infundados, limitantes y, sin duda, poco reveladores prejuicios?) busca preservar las condiciones que permitan la reflexión, la alfabetización y la democracia deliberativa. 

Otra de las críticas al libro más consistentes, y más sostenidas en el tiempo, tiene que ver con su -por otro lado evidente- falta de empirismo. El ensayo carece del aparato documental acostumbrado en la investigación académica, no contiene estudios de caso ni recoge datos cuantitativos, lo que lo acerca más al ensayo cultural que a la investigación académica, relativizando por tanto, ante la imposibilidad de constatación “científica”, la validez de sus tesis. Sin embargo, a mi juicio, ello, siendo cierto, realza, la figura de su autor, porque pone de manifiesto su visión, su sagacidad, su “olfato”, su penetrante intuición, su capacidad para observar y conectar fenómenos, detectando en ellos lo que casi nadie hasta ese momento había observado, todo lo que convierte a Divertirse hasta morir en una obra crítica perdurable en el tiempo y de un valor que podríamos llamar profético. 

En efecto profético, porque, pese a las críticas, el completo y muy clarificador estudio de Postman sigue interesando, como es obvio, en sí mismo, pero cautiva sobre todo por su extraordinaria intuición para adelantarse a unos tiempos, como los actuales, en los que las vertiginosas innovaciones tecnológicas han exacerbado los fenómenos que, en germen, se anticipaban en Divertirse hasta morir. Lo que el norteamericano “vislumbró” es aplicable casi con mayor precisión a las redes sociales, los smartphones, el barrizal de TikTok y la economía de la atención que definen nuestra época. Las redes no solo han intensificado los procesos que Postman describía, sino que los han llevado a su paroxismo. 

La idea de la política como un espectáculo en el que lo emocional vence a lo racional; la presencia escénica de los líderes sobrepasando en relevancia a sus ideas; los políticos como showmans que conquistan por su imagen y su capacidad de seducción; las campañas electorales que ya no se basan en el contenido programático, sino en la capacidad de generar atención con gritos, lemas, insultos, chistes, memes, eslóganes vacíos; la trivialidad del discurso político generando adhesiones incondicionales; los medios de comunicación enredados en falsos debates, polarizados y superficiales, bailando al son de unos partidos integrados por profesionales de la vacuidad, son fenómenos de presencia diaria en nuestra vida y tienen en Donald Trump (tuitero compulsivo, estrella televisiva, personaje polarizador, flagrante despreciador de la verdad) o, entre nosotros, Pedro Sánchez (fiado a su atractivo físico, levantando muros maniqueos, generando división y mal avenido, igualmente, con la verdad y la coherencia), dos ejemplos emblemáticos. 

Del mismo modo, la fragmentación del discurso, la marginalidad del pensamiento sostenido y argumentado, la trivialización de la conversación pública, la tesis, en suma, de la “espectacularización” de la existencia, se aprecian hoy en el incesante flujo de estímulos breves (tuits, posts, reels, fotos “instagrameables” al instante), emocionalmente cargados y de existencia efímera, que confirman la tesis de la banalización del mundo. 

Y qué decir de la relativización de la verdad, un ámbito en el que el análisis de Postman se revela más poderosa y desgraciadamente válido, con la maraña de fake news, bulos, desinformación, teorías conspirativas, descrédito de las fuentes fiables, “posverdades” o, abiertamente, mentiras que prosperan en un entorno mediático donde lo importante no es la verdad, sino la viralidad (los algoritmos privilegian lo polémico, lo emocional, lo escandaloso, lo que se comparte con furia o entusiasmo, sea o no cierto, demostrable y ajustado a la razón), de modo que la manipulación no procede -no siempre, al menos- de la ocultación de información, sino de su superabundancia, de un exuberante, inagotable e inconmensurable tsunami de trivialidades. 

En el terreno que más directamente me afecta, la educación, las predicciones que hace cuarenta años recogía Divertirse hasta morir, suenan hoy aún más reales y todavía mucho más preocupantes. En un entorno saturado de estímulos fragmentarios, de sobreexposición a pantallas y dispositivos electrónicos varios, en el que los jóvenes -y no solo ellos- son incapaces de mantener la concentración, víctimas de una fatiga cognitiva estructural, el “edutainment” (esa mixtura, ya mencionada, de education y entertainment) que Postman criticaba se ha exacerbado, pues en consonancia con los tiempos las aulas se llenan de juegos, de actividades lúdicas, de recursos audiovisuales cada vez menos exigentes, de simplezas que postergan los contenidos, debilitan la reflexión sostenida, fragmentan el aprendizaje e impiden el conocimiento sólido y duradero. 

En definitiva, si ya en 1985 la televisión había convertido el discurso público en entretenimiento, las redes sociales han hecho de cada individuo un productor constante de espectáculos privados, bajo el imperativo de la atención constante y de la búsqueda de vínculo afectivo. La lógica de la diversión se ha amplificado y descentralizado. Ya no es sólo que los políticos hagan televisión -y la utilicen en su propio beneficio-; ahora son youtubers, influencers o streamers. La política se mezcla con el marketing emocional, la religión con los algoritmos de recomendación, el saber con la viralidad. El conocimiento se diluye en una avalancha constante de trivialidades de nula relevancia. La forma se impone al fondo. El zapping televisivo de antaño se ha convertido en un despiadado e infinito scroll. Además, las redes introducen una dimensión adicional que Postman no pudo anticipar pero que abundan en los efectos que columbró en su análisis: la retroalimentación algorítmica. La selección de contenidos ya no responde a decisiones editoriales humanas, sino a circuitos opacos de datos, predicciones y segmentación. Esto provoca cámaras de eco, burbujas ideológicas y una erosión aún mayor del debate racional. La situación se agrava con la estetización de la vida cotidiana: todo se convierte en contenido. La propia identidad se diseña para ser mostrada, narrada y consumida. En este entorno, el ciudadano ya no busca comprender el mundo, sino confirmarse a sí mismo. La información no es un medio de esclarecimiento, sino un instrumento de autovalidación. A esto se suma una dramática crisis de atención. Los ciudadanos no sólo están mal informados, sino saturados, paralizados por una avalancha de datos que hace que la verdad compita con el espectáculo en condiciones desiguales. Una situación para la que Byung-Chul Han ha acuñado la locución “la sociedad del cansancio”: una cultura agotada por el exceso de estímulo, incapaz de detenerse a pensar, a leer, a deliberar. 

No obstante, si para quien me siga puede estar pareciéndole en exceso apocalíptica la “fotografía” del mundo que se deduce del texto de Postman, debo indicar, ya para terminar, que la realidad que muestra, siendo, en efecto, aterradora (aunque, una vez más, en gran medida profética, pese a sus importantes errores de apreciación: Aunque creo que el ordenador representa una tecnología sobrevalorada, la menciono aquí porque los estadounidenses le han otorgado, claramente, su acostumbrada inconsciente falta de atención; lo que quiere decir que la usarán según se les indique, sin queja alguna. Por tanto, la tesis central de la tecnología del ordenador —es decir, que la dificultad principal para resolver los problemas radica en la insuficiencia de datos— no se examinará. Y así, dentro de muchos años, recién se percibirá que la recolección masiva de datos y el acceso a los mismos a la velocidad de la luz ha sido de gran valor para las grandes organizaciones, pero ha resuelto cosas de muy poca importancia para la mayoría de la gente, creándoles, como mínimo, tantos problemas como los que les ha solucionado), no es fruto de un planteamiento derrotista ni de un nihilismo o una negatividad catastrofistas. El ya mencionado último capítulo del libro encierra algunas claves optimistas y recoge una suerte de posibles soluciones ante los enormes desafíos que supone (deseo, dice de su texto, finalizarlo con algunos remedios para la dolencia). De entrada, niega que la opción “ludita” de acabar con el medio sea posible o, de serlo, eficaz (Los estadounidenses no eliminarán ninguna parte de su aparato tecnológico, y sugerirlo sería completamente inútil. Es igualmente poco realista el pretender que alguna vez se lleguen a producir modificaciones serias en la disponibilidad del medio). Además, postula la necesidad de llevar a cabo un debate constructivo que permita una comprensión amplia por parte del público sobre qué es, en realidad, la información y cómo impone directrices a la cultura, una circunstancia que, por fortuna, cuarenta años después del libro, está cambiando, siendo hoy muy frecuente el cuestionamiento crítico del ciego progreso tecnológico. Sostiene también que sólo mediante una profunda e inquebrantable conciencia de la estructura y los efectos de la información a través de una desmitificación de los medios, hay alguna esperanza de ganar una cierta medida de control sobre la televisión, el ordenador o cualquier otro sistema electrónico. Por último, su apuesta más decidida -aunque también altamente escéptica, él mismo la califica de desesperada- tiene que ver con la educación: La respuesta es (…) apoyarse en el único medio masivo de comunicación que, en teoría, es capaz de enfrentarse con el problema: nuestras escuelas. Ésta es la solución convencional para todos los problemas sociales peligrosos y, por supuesto, se basa en una fe ingenua y mística en la eficacia de la educación. El proceso raras veces funciona. Y, en el mismo sentido, y ya como cierre al libro, afirma: Lo que sugiero aquí como solución es lo que también sugirió Aldous Huxley, y yo no puedo mejorarlo. Él creía, al igual que H. G. Wells, que estamos inmersos en una carrera entre la educación y el desastre. Por eso escribía continuamente sobre la necesidad de comprender la política y la epistemología de los medios de comunicación. Finalmente, intentaba decirnos que lo que afligía a la gente de Un mundo feliz no era que estaban riendo en lugar de pensar, sino que no sabían de qué se reían y por qué habían dejado de pensar

La vehemente advertencia que el libro contiene sobre los peligros de una cultura del espectáculo se ha materializado en el presente en formas aún más sofisticadas y omnipresentes. La televisión fue solo el inicio de un proceso que en la actualidad domina incluso nuestras relaciones personales. En este escenario contemporáneo, Divertirse hasta morir se nos aparece como una suerte de brújula crítica que nos alerta de los riesgos de una tecnología que amenaza con colonizar -lo está haciendo ya- todos los ámbitos de nuestras vidas. Es por ello por lo que cuarenta años después de su aparición sigue siendo un libro de lectura indispensable. 

Como ya señalé al comienzo de mi reseña, el texto final con el que acostumbro a poner punto final a mis comentarios ha sido anticipado hoy, por razones de oportunidad al comienzo de mi crítica. Os presento, pues, la música elegida para completar mis palabras y me despido hasta la semana próxima. Amused to death, el título en inglés del libro, da nombre también a un tema de 1992 de Roger Waters, uno de los cofundadores de Pink Floyd. Su letra evoca, muy claramente, el universo del ensayo de Postman.

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Neil Postman. Divertirse hasta morir

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