Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 19 de noviembre de 2025

FRANCIS SCOTT FITZGERALD. EL GRAN GATSBY

Esta semana, Todos los libros un libro continúa con la serie, formalmente iniciada el pasado miércoles, con la presencia de Un puente sobre el Drina, del premio Nobel Ivo Andrić, pero que ya había anticipado semanas atrás, cuando presenté Divertirse hasta morir, de Neil Postman, centrada en obras o autores -a menudo los dos- que han celebrado algún tipo de aniversario más o menos redondo en este 2025 que se encamina ya hacia su final. Siendo tan frenético el ritmo de publicaciones y tan abundantes también las efemérides literarias que se producen cada año, me resulta casi imposible ir siguiendo puntualmente cada uno de los acontecimientos que, a mi juicio, merecen ser recordados con detenimiento en el espacio. Y es por ello por lo que en estos días finales del año se me agolpan las recomendaciones de libros que, por razones de oportunidad, debieran encontrar acomodo en emisiones correspondientes a este declinante 2025. Así, Divertirse hasta morir, un libro de 1985, ha cumplido ahora cuatro décadas. Y así también, Un puente sobre el Drina, que vio la luz en 1945, ha alcanzado en estos meses los ochenta años de vida; siendo ambos textos de una extraordinaria vigencia pese a su relativa longevidad, convertidos ya en clásicos en sus respectivos ámbitos. Mi propuesta de hoy se inscribe, pues, en este contexto de conmemoración, y no de una menor, precisamente, pues se trata, ni más ni menos, de un centenario. En efecto, El gran Gatsby, mi entusiasta sugerencia de esta tarde, se publicó en 1925, y, pese a su tibia repercusión inicial, la obra mayor de Francis Scott Fitzgerald es hoy, cien años después de ser escrita, una de las novelas más descollantes de la literatura de los Estados Unidos y también universal. 

Yo leí por primera vez El gran Gatsby en una edición que no puede encontrarse fuera del circuito de las librerías de viejo o de segunda mano (e incluso, en ese círculo, con dificultades). Se trata de la de Alfaguara de 1983 en su formato clásico, con su imagen inconfundible fruto del elegante diseño, en portada e interiores, de Enric Satué, y con el tacto del papel grueso, pero suave y acogedor, de sus cubiertas (podéis leer en internet un extraordinario artículo de Paola Martínez Cuevas, La estatura y el porte de los libros, en el que analiza con conocimiento, lucidez, espíritu crítico y un cierto desencanto la evolución del diseño y la maquetación de los libros en las últimas décadas). La traducción era de José Luis López Muñoz, reputado experto, Premio Nacional de Traducción a toda su obra hace ya varios años. Obviamente, Alfaguara ha seguido reeditando el libro, para el que mantiene la misma traducción. Quiero recomendaros también otras ediciones más actuales, cada una con su respectiva singularidad, de tal manera que el lector pueda escoger la que sea más conveniente a sus intereses, sus inclinaciones o su propósito al acercarse al libro. Por ejemplo, es excepcional la relativamente reciente, de 2021, de la editorial Cátedra, a cargo de Juan Ignacio Guijarro González, responsable también de un formidable estudio introductorio, que ocupa cerca de ciento cincuenta páginas de la obra. El libro está traducido por María Luisa Venegas Lagüéns. Con la excusa de este tratamiento académico de la novela, quiero recomendaros, al paso, un libro publicado en este 2025 con ocasión del centenario. Se trata de Los papeles del Gran Gatsby, un volumen misceláneo editado por Juan Ignacio Guijarro González y traducido por José de María Romero Barea para la sevillana editorial Athenaica, que incluye diversos textos relacionados con la novela: tres relatos de Fitzgerald que anticipan el clima, la atmósfera, determinadas circunstancias y algunos temas clave del libro, una muestra de la ingente correspondencia del autor (que llegó a escribir, al parecer, cerca de 3.000 cartas), su prólogo a una reedición de 1934, reseñas -elogiosas y desfavorables- de 1925, tras la publicación del libro y cartas de otros escritores notables como T. S. Eliot, Edith Wharton o Gertrude Stein. 

Apreciable es también, como siempre en la mayor parte de los títulos del sello, es la publicación, de 2012 pero que cuenta ya con seis reediciones, de Reino de Cordelia, con la traductora “de la casa”, Susana Carral, que tan a menudo ha comparecido en el programa. La más reciente, presentada sin duda con ocasión del centenario, es la de Nórdica, de este mismo año, que, además de contar con la presencia de José Manuel Álvarez Flórez, prestigioso traductor con una amplísima trayectoria, incorpora las singulares ilustraciones de Ignasi Blanch. Es esta última versión, en la que he releído el libro estas últimas semanas, la que voy a utilizar para las citas que pueda incorporar a mi reseña. 

Como ocurre con frecuencia en Todos los libros un libro, en una pauta a la que me obligan mi excesivo detallismo y mi exigente meticulosidad, merece la pena detenerse en esta variedad de traducciones del libro que he querido manejar para confeccionar y ofreceros estos comentarios. Las diferencias entre unas y otras son ostensibles y, más allá de lo que tiene de anécdota la constatación de los distintos criterios seguidos por cada uno de los respectivos expertos para verter a nuestro idioma el texto original, resultan significativas y son siempre reveladoras de la dificultad de la traducción, tantas veces resaltada aquí. Quiero centrarme en algunos ejemplos, de distinta índole, relativamente trivial unos, otros de mayor trascendencia, que sirven de muestra elocuente de estas circunstancias. 

El primero de los casos tiene que ver con el latiguillo que Gatsby introduce de modo recurrente en sus conversaciones, singularmente cuando se dirige a Nick Carraway (y siento que los nombres de estos dos personajes sean, por ahora, solo eso, meros nombres, sin que tengan aún un mayor significado para quien me lee; despejaremos las dudas acerca de su identidad algo más adelante). Cuenta Juan Ignacio Guijarro González en su sugestivo preámbulo a la edición de Cátedra, que en las primeras versiones de su texto Fitzgerald ponía en boca de su protagonista expresiones como old fellow y old man, para acabar decantándose, en la revisión final, por old sport, una locución que, al parecer, usaba con frecuencia el gánster Max Gerlach, al que Fitzgerald había conocido en Long Island. Pues bien, el “problema” de la traslación a nuestro idioma de ese modismo (y se trata, sin duda, de una dificultad, dado lo plural de las opciones que se manejan en las ediciones citadas), se resuelve, como digo, de modos disímiles. Parece que la interpretación más “ajustada”, la que más fielmente reflejaría -al margen de su literalidad- el sentido, el tono y la intención de la frase, sería “viejo amigo” o “mi buen amigo”. Pues bien, en los cuatro libros que hoy traigo esa alternativa solo se sigue -y la muestra se refiere a un mismo pasaje- en el de Alfaguara (¿Quieres acompañarme, viejo amigo? Es aquí mismo, en la playa del estuario) y, de un modo muy parecido, en la de Reino de Cordelia (¿Quiere acompañarme, amigo? Sin alejarnos de la costa del estrecho). Nórdica opta por ¿Quieres venir conmigo, compañero? Solo cerca de la costa, por el estrecho. Y Cátedra elige ¿Quiere venir conmigo, socio? Solo cerca de la orilla, a lo largo del Sound (y ni siquiera menciono las diferencias entre el resto de los términos de la frase). Por cierto (y de nuevo adelantándome al orden de mis propias palabras), en una de las cuatro películas que se han hecho sobre el libro (solo dos relativamente cercanas en el tiempo, como luego veremos), la de Jack Clayton de 1974, con Robert Redford en su papel principal (y sirvan esta primera mención y, más adelante, mi comentario final sobre el filme como homenaje al actor tras su reciente fallecimiento), recurre, en su doblaje español, al término “camarada” (con unas connotaciones claramente inapropiadas, dado el contexto en que se expresa). La versión de 2013, en la que Leonardo di Caprio repite una y otra vez “old sport”, nos ofrece la locución traducida como “compañero”. 

Más relevancia tiene mi segundo ejemplo, que conecta con la siempre controvertida cuestión de la corrección política. Vuelvo de nuevo al enjundioso y muy completo estudio de Cátedra para resaltar que su responsable, tras mencionar haber tenido como referente esencial para su versión el texto en inglés publicado en Penguin Books en 1950, nos informa de haber realizado algunos cambios sobre ese texto original en el que Fitzgerald recurre a un término con connotaciones racistas para referirse a una persona de de origen judío, kyke, que a partir de 1951 se sustituye en la obra por un vocablo neutro y sonido parecido como “guy” (“tipo”, “individuo”). Sin embargo, en el texto de la editorial Penguin, base generalizada para las distintas traducciones, aparece “tyke”, palabra que puede usarse para referirse a un perro callejero o a una persona insignificante. Veamos las interpretaciones de nuestros traductores. En Cátedra leemos: Casi me caso con un sucio judío ridículo que me estuvo rondando durante años. La opción de Alfaguara es: Por poco me caso con un judío horrible que llevaba varios años detrás de mí. Y Nórdica se decanta por esta otra: Estuve a punto de casarme con un judío insignificante que llevaba años detrás de mí. Reino de Cordelia, por fin, recurre a un elusivo Estuve a punto de casarme con un pilluelo que llevaba años detrás de mí

Muy importante y significativo es, también, el tercer ejemplo, pues se corresponde con la última frase del libro, uno de los finales más legendarios de las letras estadounidenses, como podemos leer en la citada introducción a la edición de Cátedra; unas palabras grabadas, además, en la lápida que el matrimonio Fitzgerald comparte en el cementerio de St. Mary’s Church, en la ciudad de Rockville del estado de Maryland. Veamos las distintas versiones: 

Y así seguimos batallando, barcos a contracorriente, barloventeando incesantes hacia atrás, hacia el pasado. (Cátedra) 
 
De esta manera seguimos avanzando con laboriosidad, barcos contra la corriente, en regresión sin pausa hacia el pasado. (Alfaguara) 

Así seguimos adelante, botes contra la contracorriente, obligados una y otra vez a poner rumbo hacia el pasado. (Cordelia) 

Y así seguimos, barcas a contracorriente, empujados sin cesar al pasado. (Nórdica) 
 
Dejo al lector elegir a su conveniencia. Yo, en este caso concreto, me quedo con la de José Manuel Álvarez Flórez para Nórdica. Ni conozco la versión original ni tengo conocimientos técnicos como para juzgar cuál es la opción más “correcta”. De un modo absolutamente intuitivo y personal, no soporto el “barloventeando” de Cátedra; me resulta algo rígido, frío, industrial, poco poético, el “con laboriosidad” de Alfaguara; y creo que la alternativa de Reino de Cordelia peca de una ligera superfluidad, con la elección de “adelante”, “contra”, “una y otra vez”, “rumbo hacia”, que Álvarez Flórez omite ofreciendo una versión más ligera y elegante. 

Para poner punto final a este largo inciso sobre las traducciones, quiero dejar un breve apunte sobre un término de una cierta trascendencia para la plena comprensión del libro con el que, sin embargo, hay una casi total unanimidad entre los traductores. Se trata del vocablo drugstore, con una relativa presencia -aunque muy significativa- en la novela. Salvo la edición de Nórdica, que mantiene el drugstore original, las demás editoriales han elegido droguería, que no sé si puede evocar en el lector la alusión -nada velada- a los supuestos negocios ilícitos del protagonista. 

Y tras estas ya demasiado extensas cuestiones preliminares, me adentro en el contenido de la obra empezando por la tarea, siempre difícil de manera habitual pero que en este caso roza lo imposible, de adelantaros una suerte de resumen argumental que no desvele lo esencial de la trama. Como digo, pergeñar la reseña de los libros recomendados omitiendo una al menos sucinta sinopsis de su argumento me parece absurdo e improcedente si lo que se pretende es despertar en el oyente -en la radio-, el espectador -en Youtube- o el lector -en este blog- un inicial interés por el libro. Ahora bien, hacerlo -sintetizar el hilo que enlaza la narración, comentar sus temas principales, ofrecer un esbozo somero de la psicología de los personajes, aportar, incluso, algún apunte sobre los recursos literarios o el estilo del autor, sin destripar aspectos sustanciales del relato, sin eliminar las naturales dosis de incertidumbre, descubrimiento, e incluso sorpresa o misterio que siempre acompañan a la lectura- resulta altamente complicado. Esta ambivalencia, tan presente aquí, en Todos los libros un libro (algunos de cuyos seguidores se quejan, a veces, de que una cierta exhaustividad por mi parte en mis acercamientos a los libros reseñados se traduce en un exceso de “revelaciones” que perjudica el disfrute lector), se convierte en un obstáculo casi infranqueable en el caso de El gran Gatsby. Lo intentaré, no obstante, con toda mi buena voluntad, avisando de antemano que seguir mis comentarios a partir de este momento puede producir efectos no deseables en relación con la “inocencia” con la que se vaya, después, a encarar la lectura. Podría, no obstante, hacer un esforzado intento por preservar esa ingenuidad lectora de nuestros lectores/oyentes, aunque ello me llevaría a liquidar la reseña diciendo: “El gran Gatsby es la historia de un joven millonario, enamorado de una mujer que lo abandonó hace años, cuando él era pobre, para casarse con otro, y que construye su vida en torno a la expectativa de volver a verla tras ese largo tiempo de separación”. Reduccionista y poco expresivo. Y, en cualquier caso, contrario al espíritu, la intención y el planteamiento del programa. No obstante, para los muy interesados, siempre cabe leerme o escucharme después de leer el libro. De ser así, aún puedo resumir más mi comentario: ¡¡No os perdáis El gran Gatsby!! 

Probaré, sin embargo, un desarrollo algo más elocuente, sin dar demasiadas pistas, en la medida de lo posible, del “cierre” de los distintos hilos de la trama. La novela comienza, tras la Gran Guerra, con la mudanza de un joven, graduado en Yale y con veleidades literarias, Nick Carraway, desde sus orígenes en una familia acomodada del Medio Oeste norteamericano, a West Egg -solo existente en la ficción aunque con “correlato” real- en Long Island, en las afueras de Nueva York: El Medio Oeste ya no me parecía el cálido centro del mundo, sino el andrajoso borde del universo: así que decidí irme al Este a aprender el negocio de los bonos (…) Mi padre accedió a financiarme un año y, tras varías demoras, me trasladé al Este (de forma permanente, creía) en la primavera de 1922. Allí alquila una modesta casa, vecina a la lujosa mansión de un hombre misterioso y algo esquivo que resulta ser el millonario Jay Gatsby, reservado y enigmático. 

Nick visita a su prima Daisy y a su también multimillonario marido Tom Buchanan en East Egg, al otro lado de la bahía, un lugar emblema de la aristocracia tradicional del Este norteamericano, de honda raigambre económica frente a la discutible riqueza advenediza de los habitantes de la orilla de enfrente. En la otra orilla de la pequeña bahía brillaban los blancos palacios del elegante huevo del Este, el East Egg, y la historia del verano empieza, en realidad, la tarde que fui allí a cenar con Daisy y con Tom Buchanan. Daisy y yo éramos parientes lejanos, y Tom y yo nos habíamos conocido en la universidad. En su primera visita a los Buchanan, en la que se reencuentra con un Tom que une a su físico corpulento y poderoso un porte agresivo y una actitud prepotente, arrogante y displicente, y con una Daisy irresistiblemente atractiva, acompañada de su amiga Jordan Baker, una conocida jugadora de golf, ambas frías, lánguidas, sofisticadas y elegantes, etéreas y superficiales (Ella y la señorita Baker hablaban a veces al mismo tiempo discretamente y con una intrascendencia burlona que nunca era del todo parloteo, que era tan frío como sus vestidos blancos y sus miradas impersonales carentes de deseo), Nick percibe las tensiones en el matrimonio, pues Tom mantiene una relación (que le “cotilleará” primero Jordan y que, más adelante, le será confesada abiertamente por su amigo), con Myrtle Wilson, esposa de un mecánico con el que la mujer “padece” una muy humilde -proletaria, en realidad- existencia en el Valle de Cenizas, una especie de oscuro vertedero en Queens, a medio camino entre Great Neck (el trasunto real de West Egg) y Nueva York.&nbsp
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Aposentado en su nueva vivienda, Nick atisba en la prudente distancia de su limítrofe vecindad el extraño deambular de su inaccesible residente, intrigado por sus fugaces y algo fantasmagóricas apariciones en su jardín, como en este fragmento, revelador, como luego veremos, de algunas de las claves simbólicas de la novela: 

La silueta de un gato en movimiento pasó ondulante a la luz de la luna, y al mover la cabeza mirándolo, descubrí que no estaba solo: a unos quince metros, alguien había emergido de la sombra de la mansión de mi vecino y se erguía con las manos en los bolsillos contemplando la plateada pimienta de las estrellas. Había algo en sus movimientos pausados y en la firme posición de sus pies en el césped que sugería que se trataba del señor Gatsby en persona, que había salido a determinar qué parte de nuestro firmamento local era suya. 

Decidí saludarle. La señorita Baker le había mencionado en la cena y eso me daría pie para presentarme. Pero no lo hice, por un indicio repentino de que le complacía estar solo: estiró los brazos hacia el mar oscuro de una forma extraña y, a pesar de la distancia que nos separaba, habría jurado que estaba temblando. Miré involuntariamente hacia el mar y solo distinguí a lo lejos una diminuta luz verde que podría ser el extremo de un embarcadero. Cuando busqué de nuevo a Gatsby, se había desvanecido y de nuevo me encontraba solo en la agitada oscuridad. 

Curioso ante el misterio que parece encerrar el personaje de Gatsby, con el que durante semanas no logra establecer contacto, y a la vez admirado y perplejo por las fastuosas fiestas que de continuo vislumbra desde su más que modesta vivienda, Nick comenzará su trabajo y su vida en Nueva York ajeno a la existencia del millonario, hasta que, por fin, será invitado a una de las desmesuradas veladas de Gatsby, a las que acuden multitudes atraídas por su abundancia, su riqueza y su ostentación. Allí, sintiéndose desplazado y tras algún malentendido, acabará por conocer al hasta entonces algo distante anfitrión, que sorprende por su discreción personal frente al exceso de sus celebraciones, por su aparentes soledad e introspección frente a la desbordante expansividad, alocada y febril, de sus invitados. 

A partir de estos hechos iniciales, Nick irá estrechando su relación con Gatsby, que, de modo prudente, va abriéndose a su vecino y haciéndolo objeto de alguna confidencia, singularmente la que constituye el núcleo central de su vida (y de la novela): cinco años atrás, en 1917, cuando, sin oficio ni beneficio, era solo un joven militar que se disponía a partir para ultramar, movilizado en la Primera Guerra Mundial, conoció a una Daisy Fay (entonces, obviamente, aún no Buchanan) de solo diecisiete años, ante cuyos encanto y fascinación cayó rendidamente enamorado, siendo inicialmente correspondido. Sin embargo, las ostensibles diferencias de clase, la pobreza y la falta de futuro del muchacho, provocan la ruptura después de un efímero y apasionado noviazgo. Tras la partida de Jay a Europa, Daisy se ve encandilada por el arrebatador e inmensamente rico Tom, con el que se casará al poco tiempo, instalándose en Chicago. Cuando Gatsby conoce los hechos e ignorando, tras volver de la guerra, el paradero de su amada, la buscará inútilmente (hace años que lee un periódico de Chicago con la esperanza de ver el nombre de Daisy) mientras prospera en los negocios a través de operaciones turbias (o al menos no del todo claras y, en cualquier caso, solo apuntadas de modo tangencial y difuso en el libro), confiando en que esa riqueza le permita recuperar a Daisy cuando consiga dar con ella. Cuando, ya acaudalado y logrado con creces el éxito financiero, averigua su residencia en East Egg, comprará su mansión al otro lado de la bahía, la convertirá en un foco de atracción para la alta sociedad local esperando que algún día ella aparecerá en alguna de sus masivas fiestas y, entretanto, contemplará cada noche, silencioso, expectante y aún enamorado, el brillo intermitente de la lucecita verde que, atravesando la ancha entrada del mar, destella en la casa de los Buchanan, en un silencioso ritual al que se entrega melancólico y en el que lo divisará por primera vez Nick como recoge el fragmento que acabo de transcribir. 

Y, honestamente, creo que no debo avanzar más en el esbozo de la línea argumental del libro, so pena de desvelar su desenlace. Diré tan solo que, a través del nexo común de Nick, se producirá el ansiado reencuentro, que provoca en Daisy la natural conmoción -por el recuerdo revivido del amor y por el inesperado despliegue de riqueza de Gatsby- y también su comprensible incomodidad al comprobar la intensidad, la vehemencia, el vigor, el apasionamiento y hasta la urgencia con la que Jay pretende recuperar -en realidad repetir- un pasado que ya no existe. Y habrá drama y emoción y enfrentamientos y tragedia y muertes (en plural) y todo concluye (y sobre este particular eje narrativo, lateral con respecto a la trama principal, sí puedo permitirme aportar algún dato más) con Nick abandonando desencantado Nueva York pocos meses después, dejando la muy célebre meditación final -ya comentada en relación con las distintas traducciones- sobre la imposibilidad de escapar del tiempo y sobre el carácter ilusorio de los sueños, en particular del genuino y muy inspirador american dream, en una lectura muy interesante de las muchas que, como veremos, suscita la novela: el sueño, tan representativo de la sociedad norteamericana y que hunde sus raíces en la Declaración de Independencia del país, según el cual todo ciudadano, sin importar su origen social o su condición económica, puede alcanzar la prosperidad, el éxito y una vida mejor -la felicidad- a través del esfuerzo, el duro trabajo y el mérito propio. 

Más allá del interés propio de la historia principal -una trama fascinante sin dejar de ser melodramática, ha escrito algún crítico- y de ciertos elementos de tenue intriga que acompañan al lector interesado en conocer el desenlace de la pasión amorosa y el destino de sus protagonistas, El gran Gatsby interesa por su alta densidad simbólica, temática y estilística; por su capacidad para “operar” en distintos niveles de lectura, lo que ha convertido a la novela en un clásico un siglo después de su publicación y la ha convertido en objeto de estudios académicos, ensayos críticos y múltiples adaptaciones cinematográficas y culturales; por la hondura en la construcción de la personalidad de sus personajes, no solo los tres principales -Jay, Daisy y Nick- sino también los relativamente secundarios, Tom Buchanan, Jordan, Myrtle y George Wilson y hasta el algo sinuoso y de ambiguo perfil, Meyer Wolfshiem, amigo judío y mentor en la sombra de Gatsby; por la solvente descripción, no siempre explícita, pero sí perceptible, del contexto histórico y social de los Estados Unidos; por, en ese mismo sentido, su excepcional representación del espíritu de una época -“la era del jazz”-, algunos de cuyos rasgos han quedado para siempre asociados a la realidad del libro; por los muy interesantes ejes temáticos a los que se abre, en su mayoría de alcance y valor universal, en otra de las razones que explican el éxito de la obra pese al transcurso del tiempo; por el valor simbólico de algunos elementos y metáforas recurrentes en la novela, dotados de una fuerza y una capacidad de sugestión notables; por el eficaz uso de ciertos recursos estrictamente literarios y estilísticos y de determinadas referencias culturales que amplían los ecos del texto; por la convincente recreación de una atmósfera algo evanescente, como de encantamiento e ilusión, romántica y poética, pero también trágica y desesperanzada, melancólica y algo triste, lírica y sublime y, a la vez, prosaica y hasta cruda, que envuelve al lector y lo transporta a un universo, veraz y desencantado (desencantado por veraz), de ensoñación y belleza. 

Es, pues, esta ambiciosa y magistral apertura a diversos frentes lo que convierte en excepcional a El gran Gatsby. Una novela que puede ser disfrutada como un relato de amor trágico y fracaso personal; que resulta valiosa también como crítica social y cultural, al mostrar, abiertamente, la desigualdad, el materialismo y la corrupción de la próspera sociedad estadounidense de entreguerras; y que, además, es sobresaliente en tanto obra estética, en la que cada elemento narrativo -el estilo poético, la voz de Nick, un narrador que, como veremos, “está y no está”, los símbolos recurrentes- contribuye a un efecto total de elegía moderna. Quiero dar cuenta de todo ello, siquiera brevemente, dejando aquí mis impresiones sobre algunas de las, a mi juicio, más relevantes de las muchas vertientes del libro. 

El gran Gatsby no puede entenderse plenamente sin situarlo en su contexto histórico, social y cultural. F. Scott Fitzgerald escribió la novela en los años inmediatamente posteriores a la Primera Guerra Mundial, un periodo conocido -en expresión popular- como los “locos años veinte” (The roaring twenties; hay una película clásica de Raoul Walsh, con el gran James Cagney en el papel principal, con ese título). Estos años se caracterizaron por una notable expansión económica en Estados Unidos, un acelerado proceso de modernización e industrialización que convierte al país en una potencia mundial de primer orden, en lo económico y en lo tecnológico, un fenómeno de urbanización creciente, el consiguiente desarrollo de la sociedad de consumo y un acelerado auge de la cultura de masas. Esa prosperidad de la época, traducida, desde el punto de vista de la psicología colectiva, en un optimismo esperanzado y hasta exuberante, coexistía sin embargo con profundas tensiones sociales, desigualdades económicas sangrantes, discriminación racial, un desmesurado florecimiento del crimen organizado durante la Ley Seca (asunto sobre el que, precisamente, trata el filme citado -y tantos otros- y que, de soslayo, aparece en la novela, pues la prohibición del alcohol generó un mercado negro que permitió a individuos como Gatsby acumular riqueza rápidamente a través del contrabando, una razón más que probable para entender las rápidas ganancias del personaje, y explicativa igualmente de la ambigua moral en la que parece verse envuelto su ascenso social), en una muestra muy evidente de la corriente de conservadurismo que inundó el país (de la que Tom Buchanan es un palmario exponente en la novela) y que se reflejó también en la represión política de “disidentes” (en esos años serán ejecutados Saco y Vanzetti), el resurgir del Ku Klux Klan y las reaccionarias leyes anti inmigración. También -en un aspecto que incluyo en la vertiente “conflictiva” de esta fotografía de la época por lo que supuso de rupturista novedad- la transformación vertiginosa del papel de la mujer en la sociedad, encarnada en las rutilantes, transgresoras y libérrimas “flappers”, símbolo de emancipación y modernidad, con sus faldas cortas, sus desenfadados y originales cortes de pelo (el bob cut, con el cabello corto y el muy significativo flequillo), sus conductas atrevidas, sus desaforados bailes de la excitante música del momento -el nada convencional jazz, el vertiginoso charlestón-, su provocadora ausencia de prejuicios y su notorio desafío a las pacatas convenciones a las que “debían” someterse las mujeres. Todos estos elementos están presentes, en diferente medida, en El gran Gatsby, una novela que representa fielmente aquel tiempo y convierte a su autor en excepcional cronista de una época para la que el mismo Scott Fitzgerald acuñaría otra rúbrica, ya referida, “la era del jazz”. 

Además, esa realidad plasmada en la novela guarda muchas concomitancias con la propia biografía del autor (recomiendo, para profundizar en esta y en otras interesantes dimensiones de la obra, la edición de Cátedra, con su iluminador prólogo). Proveniente de una familia de clase media, Fitzgerald soñaba con el ascenso social y la sofisticación de la alta sociedad, pero siempre fue consciente de los límites impuestos por su origen, al igual que su alter ego en la ficción. Otro tanto ocurre con las fiestas ostentosas, con la presencia en ellas de los más destacados personajes de la sociedad neoyorquina -las “socialités” de entonces- (hay un par de páginas en el libro en las que se da cuenta, con nombres, apellidos, profesiones, cargos, logros, desempeños y más o menos elevada posición social, de las numerosas celebridades presentes en una de los desenfrenados partys de Gatsby), las chicas frívolas, el fragor de la música, el lujo y el exceso, que remiten a las celebraciones fastuosas en las que Fitzgerald participaba en Nueva York y Long Island. Del mismo modo, la relación entre Gatsby y Daisy, trasunto -con muchas diferencias, no obstante- de la de Francis y su esposa Zelda Sayre. 

Y esta mención al matrimonio Fitzgerald me permite ofrecer, también de un modo sucinto, algún apunte sobre los personajes de la novela, que se nos aparecen, no solo como individuos con motivaciones y conflictos propios, a los que conocemos a partir del “retrato psicológico” que de ellos hace el autor, sino dotados de un alto valor simbólico, representativos de elementos culturales, sociales y emocionales como el sueño americano, la ilusión y el desencanto, la desigualdad social y la fragilidad moral. Así, el propio Gatsby encarna una figura esencial de la cultura estadounidense, el self-made man, el ‘hombre hecho a sí mismo’, con sus contradicciones y ambigüedades: el crecimiento y el éxito alcanzados, desde un origen humilde, a través del esfuerzo, la constancia, la reinvención personal y la, en principio, noble ambición, por un lado; y por otro, la casi siempre indispensable utilización de medios poco claros, de dudosa ética o abiertamente ilícitos para la consecución de esos fines -el poder, la riqueza-, que, a la postre, dejan las manos manchadas de barro. Pero Gatsby es, sobre todo, la viva representación -en una imagen que deja un rastro indeleble y más amable en el lector- del héroe trágico moderno, con su anclaje en un pasado perdido y un ideal irrealizable, su obsesión por perseguir un sueño imposible, revestido de una melancólica grandeza moral hecha tanto de la intensidad de su deseo y su constancia, como de su previsible e inevitable fracaso, al tener que luchar con las limitaciones sociales, temporales y humanas de su tiempo. 

Daisy Buchanan es, también en una cierta representación dual, la mujer ideal, la ilusión del amor, la esperanza de recuperación de ese pasado perdido y, a la vez, la viva imagen del materialismo, la superficialidad y el privilegio de las clases dominantes; es la belleza, la elegancia, la fragilidad y el encanto que describen el ideal femenino de la época y, simultáneamente, el egoísmo, la indecisión, la atracción por el dinero, la subordinación de los sentimientos a la riqueza material. Otro personaje relevante es Tom, marido de Daisy, representación agresiva del poder, la violencia, la arrogancia, el racismo, los privilegios, la corrupción, la impunidad y la brutalidad moral de la élite hereditaria del país. Su execrable figura se contrapone a la de Nick, el narrador moral que, a través de su observación constante de los hechos y de la voz con la que da cuenta de ellos, permite al autor ofrecer -sin estridencias- su visión crítica de las contradicciones de la sociedad que nos muestra. Como he señalado con anterioridad, su personaje está “dentro y fuera” de la acción, pues forma parte de ella, en su interacción con los demás protagonistas, en su cercanía a ellos -familiar con Daisy, de amistad con Gatsby, de ambiguo “enamoriscamiento” con Jordan-, en la vivencia compartida de las diferentes situaciones; pero es, también, ajeno a su círculo social, lo que le permite mantener un discurso de reprobación, aunque sobrio y prudentemente distanciado, de aquel estado de cosas. Y están Myrtle y George Wilson, que ofrecen la otra cara del escenario social, la clase baja atrapada en la miseria y la explotación, con sus diferentes respuestas ante su triste condición: mientras Myrtle busca ascender socialmente mediante su aventura con Tom Buchanan, George encarna la desesperanza y la impotencia frente a las fuerzas económicas y sociales que lo oprimen. Y está Jordan Baker, representación de la moderna e independiente flapper de los años veinte, pero envuelta en una muy patente capa de cinismo, practicidad, cálculo y, a veces, deshonestidad. Por último, en un papel menos desarrollado pero importante -y controvertido desde una mirada actual-, destaca Meyer Wolfsheim, basado en Arnold Rothstein, un gánster de existencia real, responsable de uno de los mayores escándalos de la historia del deporte en Estados Unidos, el “amaño” de las Finales del Campeonato de Béisbol en 1919 (en dato que se incorpora al libro de manera tangencial), y que se nos muestra en la novela como el consejero e inspirador de la riqueza ilícita de Gatsby. La polémica que hoy puede generar su figura literaria tiene que ver con el hecho de que, siendo judío -en la realidad y la ficción-, su caracterización novelesca resulta demasiado tópica, aceptando los estereotipos antisemitas más vulgares (las reiteradas alusiones a su nariz, su incapacidad para una correcta pronunciación del inglés, la naturaleza depredadora de su carácter, apuntada en la palabra wolf (“lobo” en inglés) de su nombre, en la ostentación con que luce sus gemelos de marfil, especímenes excelentes de molares humanos, como él mismo señala). En la versión cinematográfica más reciente, de la que luego hablaremos, se “blanquea” al personaje, que ya no es judío y habla inglés con pertinencia. 

En este repaso a vuelapluma de los principales personajes y su acusada dimensión simbólica, afloran ya algunos de los principales temas por los que la novela resulta extraordinaria, si hacemos una lectura de ella que trascienda la capa superficial de la historia narrada. Es el caso, aparte del ya mencionado -el fiel reflejo de la cultura popular y los cambios sociales de los años veinte-, de la implacable representación del sueño americano; de la denuncia -al menos en sordina- de la desigualdad social y el vacío moral de la sociedad; y de la notable presencia de algunos temas universales, como el choque entre la ilusión frente a la realidad, el amor y el deseo, el paso del tiempo y la memoria, entre otros. 

Si hubiera que identificar el núcleo central de la novela, en el que residen su “sentido oculto”, su “mensaje implícito”, deberíamos mencionar sin duda, el del sueño americano, personalizado en la figura de Jay Gatsby, cuya vida ejemplifica la búsqueda obsesiva -neurótica, incluso, desde cierta perspectiva- del éxito, la riqueza y la aceptación social (de la que es ejemplo relevante el que el personaje se “desembarace” de su nombre de nacimiento, James Gatz, inventando una personalidad desde el cambio de patronímico). El “american dream” comparece en el libro en una doble dimensión: por un lado, es aspiracional, un ideal de autotransformación y movilidad social; por otro, es ilusorio, ya que está condicionado por la herencia, las barreras sociales y la superficialidad de los valores culturales. Gatsby, como ya he señalado, encarna la promesa y la contradicción de ese rasgo definitorio de la cultura estadounidense. Su fortuna, construida a través de medios cuestionables, refleja cómo el éxito material puede ser alcanzado, pero también cómo la ética y la legitimidad se ven comprometidas. La novela pone en solfa así la validez del sueño americano cuando se reduce a riqueza y prestigio superficial, exponiendo sus límites y su carácter efímero. El contraste especular entre West Egg, sede de los nuevos ricos que aspiran a incorporarse a la élite, y East Egg, en donde reside la riqueza heredada, aparece como plasmación enfática de las contradicciones de la sociedad norteamericana de los años veinte. 

Muy vinculado a este eje temático está el de la desigualdad social y el profundo conflicto entre clases: los ricos -Gatsby, los Buchanan, los asistentes a las fiestas-, con sus existencias cómodas, desahogadas, frívolas y superficiales, y los pobres, -Myrtle y George Wilson- asfixiados en la oscuridad, triste y sin futuro, del Valle de Cenizas. Esta dicotomía revela la persistencia de barreras económicas y cuestiona, desde otro punto de vista, el optimista mensaje del sueño americano, al reflejar la imposibilidad de que el talento, el esfuerzo o la ambición garanticen el ascenso social. 

Otro tema central es el del vacío moral y la decadencia de la sociedad representada. Eran gente despreocupada y confusa, Tom y Daisy, destrozaban cosas y criaturas y luego se refugiaban en su dinero o en su inmensa despreocupación o lo que fuese lo que los mantenía unidos, y dejaban que otras personas arreglaran el caos que ellos habían organizado… Las fiestas fastuosas, la hipocresía y la frivolidad de ciertos personajes y la indiferencia hacia la tragedia reflejan una cultura de consumo, espectáculo y superficialidad. El final de la novela, que no puedo desvelar (por la misma razón por la que no puedo explicar con más detalle las menciones que a lo largo de esta reseña estoy haciendo a las muertes y la “tragedia”), es la más viva representación de la deshumanización de aquella sociedad, cuya prosperidad, enmascara la corrupción, la violencia y la injusticia. Pero, antes de esa emblemática clausura de la obra, hay pruebas abundantes en ella de cómo muchos de sus personajes se mueven en un mundo donde las normas morales son flexibles y subordinadas al interés personal, reforzando la relevancia crítica de la obra. 

La dimensión que podríamos llamar -con reparos- “romántica” de El gran Gatsby se manifiesta en el juego entre ilusión y realidad que cruza de manera transversal toda la novela, impregnándola de su algo triste tono melancólico. Gatsby persigue un ideal construido en torno a la figura de Daisy y a su propia expectativa de riqueza y éxito. Sin embargo, esta visión está inevitablemente desfigurada por el tiempo y la memoria, así como por las limitaciones del contexto social. En síntesis, Jay es un iluso, que construye su ideal a partir de su distorsionada percepción de la realidad y que toma por real y tangible, por verdaderamente existente lo que no es más que un mero reflejo, un espejismo, una insensata proyección de sus deseos y de sus quimeras, de sus fantasías, claramente imaginarias (No se puede repetir el pasado, le dice Nick, prudente. Y Jay contesta, convencido y sin percibir su propio delirio: —¿No se puede repetir el pasado? —gritó incrédulo—, ¡Pues claro que se puede!). De hecho, la vivencia del amor y el deseo por parte del personaje no se acomoda tampoco a la de la emoción romántica al uso, estando más cercana a la obsesión, a la idealización alucinada, a la frustración. En realidad, Gatsby ama la “idea” de Daisy, su imagen, el pasado que ella representa, su mundo, elegante, distinguido, encantador, misterioso en tanto radicalmente diferente al suyo propio, como muestra de un modo elocuente y bellísimo este breve diálogo entre Jay y Nick, que encierra, a mi juicio, una de las claves del libro: 

 —Ella tiene una voz indiscreta —comenté—. 

Una voz llena de… —vacilé. —Una voz llena de dinero—dijo él de pronto. 

Era cierto. Nunca lo había entendido antes. Llena de dinero: ese era el encanto inagotable que fluctuaba en ella, su tintineo, su canto de címbalo… La hija del rey en lo alto de un blanco palacio, la muchacha de oro… 

Conectado con estos temas, el de las ambigüedades y la imposibilidad del “sueño americano” y el del amor irrealizable, está otro elemento primordial del libro, el del tiempo y memoria, presente, además de en la ya señalada voluntad de Gatsby de recrear y repetir el pasado, de su obsesión por los recuerdos, de sus acciones guiadas por la nostalgia, en la figura de Nick Carraway que, como narrador, refleja la percepción retrospectiva del tiempo, combinando recuerdos, juicios y reflexiones impregnados de sensatez, escepticismo y mirada crítica, en un tratamiento del tiempo muy interesante, que refuerza la densidad simbólica de la novela y deja clara al lector, por si éste no llegara por sí mismo a tal evidente constatación, la imposibilidad de restaurar un pasado idealizado, subrayando la futilidad de nuestros deseos frente a la inevitabilidad de la realidad y del cambio social. 

Todos estos frentes temáticos de la novela, en los que se sustenta, desde mi punto de vista, su alcance universal, su capacidad para seguir interesando y emocionando a lectores del mundo entero cien años después de su publicación, los ofrece Fitzgerald a través de un sugestivo planteamiento literario, alguno de cuyos elementos -estructura, estilo, recursos, referencias, simbolismo- quiero comentar antes de dejar un par de apuntes -muy breves- sobre las dos más importantes traslaciones del libro al cine. 

En primer lugar destaca la estructura narrativa en la que la historia se cuenta a través de la voz de Nick Carraway, que ocupa, ya se ha dicho, una posición ambivalente, a la vez participante y observador, lo que proporciona al lector, por un lado, una visión íntima, subjetiva e introspectiva de los eventos narrados mientras, por otro, ofrece un margen crítico, una distancia que subraya las tensiones morales y sociales del relato. Simultáneamente fascinado por Gatsby y consciente de la dudosa moral que lo ha llevado a su situación de riqueza y poder, esta dualidad es un rasgo singular de la novela que, desde mi punto de vista, permite una mayor identificación del lector. 

La narración en primera persona también permite al autor introducir, a través de la voz de Nick, reflexiones filosóficas y morales sobre la sociedad y los personajes y explorar con agudeza desprejuiciada la psicología de los protagonistas, así como incorporar al relato miradas retrospectivas y anticipatorias, vueltas atrás y adelante en el tiempo, que rompen el rígido desarrollo lineal para acomodar la presentación de los acontecimientos a la percepción individual del narrador, a sus emociones del momento y a las irrupciones de su memoria, rompiendo así la cronología clásica y permitiendo el vínculo de El gran Gatsby con otras propuestas relevantes de la modernidad literaria de la época. Este juego con el tiempo se manifiesta también en una cierta imagen circular que estructura el libro, con la voz de Nick abriendo y cerrando la novela. Una voz, al principio, llena de ilusión, esperanza y unas acentuadas dosis de la curiosidad que le suscita el misterio en torno a su vecino; y desencantada, escéptica y melancólica tras el desalentador final. 

Son, igualmente, técnicas literarias de apreciable presencia en la novela la economía narrativa, con una prosa precisa y condensada; el lirismo y la musicalidad, con un sugerente tono poético que aflora en infinidad de pasajes, con imágenes, metáforas y símiles evocadores. He aquí algunos ejemplos, entre decenas: 

Él poseía algo espléndido, una sensibilidad exagerada para las promesas de la vida, como si estuviese emparentado con una de esas complejas máquinas que registran los terremotos a más de quince mil kilómetros de distancia. 

Durante un instante la última luz del sol iluminó su rostro con romántico afecto; su voz me obligó a inclinarme hacia delante mientras escuchaba conteniendo la respiración: luego se disipó el brillo, las luces la abandonaron con la tristeza lenta de los niños cuando dejan una agradable calle al caer la noche. 

La ciudad vista desde el puente de Queensboro es siempre la ciudad vista por vez primera, en su primera promesa delirante de todo el misterio y la belleza del mundo. 

Un tranvía amarillo pasó unos instantes a su lado con viajeros que quizás hubiesen visto alguna vez la pálida magia del rostro de ella en una calle cualquiera. 

Igualmente, sobresale el uso de la ironía y ambigüedad, que comparecen en los comentarios mordaces del narrador sobre la sociedad, los personajes y los acontecimientos descritos, reforzando esa distancia crítica, ya mencionada, ante la superficialidad de la sociedad, la vanidad de los personajes y las contradicciones del sueño americano, lo que obliga al lector a dudar, e incluso a cuestionar los hechos referidos desde una interpretación unívoca. Fitzgerald mantiene en una nebulosa no totalmente definida asuntos como la moral de Gatsby, la autenticidad de Daisy o la justicia de los trágicos hechos que cierran la novela. 

Por último, quiero destacar la presencia de ciertos elementos simbólicos que afloran de manera muy perceptible en el libro. Me detendré de manera somera en cuatro de ellos, tan notables que han pasado, con un especial subrayado, a las dos últimas versiones cinematográficas de la novela (las únicas que yo he podido ver): el faro verde, el Valle de Cenizas, los ojos del doctor T. J. Eckleburg y las fiestas, los automóviles y otras expresiones de la modernidad urbana, ninguno de los cuales tiene solo un papel anecdótico como mero contexto de la historia relatada, si no que representan, por el contrario, ideas, valores o principios que Fitzgerald quiere trasladar al lector. El más relevante de todos ellos es, sin duda, la lucecita verde que brilla al final del muelle de Daisy y que, contemplada por Gatsby desde el otro lado de la bahía, representa la esperanza, el deseo inalcanzable y el ilusionante culmen del sueño americano. Es el punto de referencia que guía la acción de Jay, pero, en su inconsistencia -un mero destello que se enciende y apaga-, en su carácter fugaz, en su inestable fragilidad, subraya la imposibilidad de alcanzar plenamente las metas del protagonista, y, en una lectura universal, los sueños e ilusiones. 

Situado entre Long Island y Nueva York, obligado lugar de paso entre uno y otro emplazamiento para los personajes, el Valle de Cenizas funciona, con su miseria y su inmundicia, con su suciedad y su fetidez de lóbrego vertedero ([es una] zona de tierra desolada. Es un valle de cenizas: una granja fantástica donde las cenizas crecen como trigo en lomas y colinas y huertos grotescos; donde las cenizas adoptan forma de casas, chimeneas, humo elevándose y, por último, en un esfuerzo trascendente, de hombres que se mueven débilmente y que se esfuman luego en el aire polvoriento. De vez en cuando, una hilera de coches grises se arrastra por una vía invisible, emite un chirrido espantoso y se detiene, e inmediatamente, los hombres cenicientos trepan con grandes palas y provocan una nube impenetrable que te impide ver sus oscuras operaciones), como símbolo de la degradación social y moral que contrasta con la riqueza y el brillo de West Egg y East Egg, subrayando la desigualdad y la explotación de las clases bajas. 

Pintados sobre un cartel publicitario en el Valle de Cenizas, los ojos del doctor T. J. Eckleburg, un anuncio de una óptica (Los ojos del doctor T. J. Eckleburg son azules y gigantescos: sus iris miden un metro de altura. No miran desde ningún rostro, sino, por el contrario, desde unas enormes gafas amarillas que se apoyan en una nariz inexistente. Algún oculista guasón los colocó sin duda allí para aumentar su clientela en el distrito de Queens, y luego se hundió en la ceguera eterna o los olvidó y se marchó a otro sitio. Pero sus ojos, un poco apagados por los muchos días sin pintar bajo el sol y la lluvia, se ciernen sobre el solemne vertedero) operan como metáfora de la vigilancia moral y la decadencia espiritual; representan la mirada de una sociedad ciega a la injusticia y a la corrupción, abundando en la tesis, recurrente en el libro, del vacío moral. 

También los automóviles -en particular el extravagante, caro y amarillo Rolls-Royce de Gatsby que desempeñará un papel crucial en la novela- aparecen con su carga simbólica, emblemas veloces de la rapidez de los tiempos, de la frenética modernidad urbana, del dinamismo, la vibrante prosperidad y el auge tecnológico del país, pero igualmente, en cierto modo, de la superficialidad de la época, de su decadencia, de su ligereza, de su vanidad. Y todo ello se manifiesta también en el desbordante exceso de las fiestas en la mansión de Gatsby o en las enloquecidas juergas en el apartamento neoyorquino que Tom le ha puesto a Myrtle, que Fitzgerald describe con brillantez y minuciosidad. 

En fin, una novela deslumbrante, riquísima en su apertura a lecturas de diverso calado y cuyo disfrute puede completarse, además, con la visión de dos películas que, con sus pros y contras, cada una de ellas, sí resultan más que estimables, en sí mismas y en tanto que amplían la experiencia lectora al ofrecer la apertura a otras representaciones del universo del libro. 

De las cuatro adaptaciones al cine -una muda, de 1926, dirigida por un para mí desconocido Herbert Brenon, de la que no se conserva copia alguna; otra de 1949, bajo la dirección de otro director olvidado, Elliott Nugent; y otras dos de 1974 y 2013, respectivamente-, quiero dejar algún apunte de estas dos últimas. De 1974 es la versión dirigida por Jack Clayton y con guion de Francis Ford Coppola, en esas fechas recién galardonado con dos Oscar por las dos primeras entregas de El Padrino. Con Robert Redford y Mia Farrow en sus papeles principales, junto a Bruce Dern como Tom Buchanan y Karen Black como Myrtle, la película es muy respetuosa con el texto original, aunque carente de la intensidad, la emoción, el lirismo, la profundidad y la ambigüedad de la novela. Con un tratamiento cinematográfico muy de los setenta: ambientación evanescente, iluminación suave, romántico flou usado en demasía, fotografía vaporosa y acusado énfasis en el color blanco, la película ganó dos premios menores de la Academia norteamericana, Mejor banda sonora y Mejor diseño de vestuario, siendo esta -la de la dirección artística, en general, la fidelidad en los decorados, ambientes, vestimentas, automóviles, fiestas- su mayor virtud. Redford (a quien desde aquí quiero homenajear tras su reciente fallecimiento) no “es”, a mi juicio, Gatsby, le falta el drama, la tragedia interior. Y Farrow, que encaja en el prototipo de mujer frágil y etérea de su personaje, tampoco le aporta la profundidad que merece su correlato novelesco. Sí me resulta convincente, en cambio, Sam Waterston, muy sobrio y contenido en el papel de Nick Carraway. 

La cuarta y más reciente adaptación, estrenada en 2013, ha sido también la más polémica, suscitando controversia entre crítica y público, sobre todo por la explícita voluntad de su director, Baz Luhrmann, de actualizar la historia base -que, por otro lado, se mantiene bastante fielmente, más allá de algunos cambios en su comienzo (con Nick narrando su historia a un psicólogo) y en un arrebato de ira de Gatsby no presente en el libro, al menos en mi memoria- sometiéndola a una estética “moderna”, lo que se traduce en un tratamiento musical y cinematográfico formalmente muy atrevido, arriesgado incluso, poco convencional en cualquier caso, que provoca una cierta perplejidad en el espectador que conoce la novela y que puede desconcertar e incluso alejar de ella a quien no la haya leído. Planificación desbocada, efectos de cómic, zooms vertiginosos, movimientos de cámara meteóricos, colorido resplandeciente, efectos visuales trepidantes, estética recargada y barroca, en una suerte de videoclip extendido (dos horas y veintidós minutos de metraje) que se ofrece acompañado de una banda sonora anacrónica (pues apenas recoge temas de la época y cuando lo hace, los presenta en un muy contemporáneo tratamiento de hip-hop) pero vibrante y, en definitiva, formidable, con la presencia de la Orquesta del siempre elegante Bryan Ferry y la actualísima -en 2013- participación de Emeli Sandé, Sia, Lana del Rey, Florence + The Machine, Jack White, Fergie, will.i.am, Beyoncé y su marido Jay-Z, que es, además, uno de los productores ejecutivos del filme. Baz Luhrmann ya nos había ofrecido “productos” similares, como su libérrima recreación de Romeo y Julieta, en 1996, o la deslumbrante Moulin Rouge, de 2001. La película, pese a todo interesante, cuenta con Leonardo DiCaprio (al que tampoco veo en el papel de Gatsby), con la delicada y siempre algo lánguida Carey Mulligan en el de Daisy, y con un algo histriónico Tobey Maguire en el de Nick Carraway. Al igual que la adaptación de 1974, ganó en las dos candidaturas a los Oscar a las que optaba: Diseño de producción y Diseño de vestuario. En la introducción a su edición para Cátedra, Juan Ignacio Guijarro recoge una crítica del New York Times tras el estreno de la película en la que se afirmaba que “la ruidosa adaptación de Luhrmann podía disfrutarse siempre y cuando no se tuviera en cuenta la novela de Fitzgerald”. Hechas estas matizaciones, a mí la cinta me ha gustado, aunque me atrevo a elucubrar con que el efecto que produzca sobre quien no haya leído el libro puede resultar disuasorio. 

En fin, pongo aquí punto final a mi exhaustivo recorrido por el “universo Gatsby”, un mundo fascinante al que os invito a entrar, en cualquiera de sus manifestaciones. Os dejo con un texto que refleja el frenesí festivo de la mansión del personaje principal y con una de las más bonitas -y de las más adecuadas para trasladar la atmósfera de la novela- canciones de la cinta de Luhrmann: Young and beautiful, de Lana del Rey.


En casa de mi vecino había música todas las noches del verano. Hombres y chicas iban y venían como mariposas nocturnas por sus jardines azules entre los cuchicheos, el champán y las estrellas. En la marea alta de la tarde veía a sus invitados tirarse de cabeza desde la torreta de su balsa o tomar el sol en la arena ardiente de su playa, mientras sus dos lanchas motoras surcaban el agua del estrecho arrastrando acuaplanos sobre cataratas de espuma. Los fines de semana, su Rolls-Royce se convertía en un ómnibus, que iba y venía con gente de la ciudad desde las nueve de la mañana hasta mucho después de medianoche, mientras su furgoneta correteaba como un veloz insecto amarillo a esperar todos los trenes. Y los lunes, ocho sirvientes, incluido un jardinero extra, trabajaban de sol a sol con fregonas, cepillos, martillos y tijeras de podar, reparando los estragos de la noche anterior. 

Todos los viernes llegaban de una frutería de Nueva York cinco canastas de naranjas y limones: naranjas y limones que todos los lunes salían por la puerta trasera en una pirámide de mitades sin pulpa. Había un aparato en la cocina que podía exprimir el zumo de doscientas naranjas en media hora si un mayordomo presionaba un botoncito con el pulgar doscientas veces. 

Una vez cada quince días como mínimo llegaba un cuerpo de proveedores con metros y metros de lona y luces de colores suficientes para convertir el inmenso jardín de Gatsby en un árbol de Navidad. En las mesas de bufet engalanadas con relucientes aperitivos, jamones asados con especias amontonados frente a ensaladas de arlequinados diseños y embrujados cerdos y pavos de repostería de un dorado intenso. En el vestíbulo principal se instalaba un auténtico bar provisto de ginebras, licores y cordiales hacía ya tanto olvidados que la mayoría de sus invitadas eran demasiado jóvenes para distinguir unos de otros. 

A las siete llega la orquesta, no un quinteto insignificante, sino oboes, trombones, saxofones, violas, cornetas y flautines, tambores y timbales. Los últimos nadadores han regresado ya de la playa y están vistiéndose arriba; los coches de Nueva York están aparcados de cinco en fondo en el camino, y los vestíbulos, salas, salones y galerías refulgen de colores primarios, cortes de pelo de los nuevos estilos extraños y chales que superan los sueños más exóticos. El bar está en plena actividad, y las rondas flotantes de cócteles empapan el jardín hasta que el aire está vivo de charlas y risas, insinuaciones casuales, presentaciones olvidadas al momento y encuentros emocionantes entre mujeres que nunca habían sabido sus nombres respectivos. 

Las luces brillan más cuando la tierra se aleja vacilante del sol y la orquesta interpreta música de cóctel amarilla y la ópera de voces alcanza una clave más alta. La risa es más fácil minuto a minuto, se derrama pródigamente, remata el comentario alegre. Los grupos cambian más deprisa, aumentan con recién llegados, se disuelven y se forman sobre la marcha: hay ya vagabundas, chicas confiadas que van de un sitio a otro entre los más fuertes y más estables, se convierten por un breve y gozoso momento en el centro de un grupo y luego, emocionadas por el triunfo, siguen deslizándose por el cambiante mar de rostros, voces y colores bajo una luz en incesante cambio. Una de estas gitanas, de ópalo tembloroso, coge de pronto al vuelo un cóctel, se lo bebe de un trago para darse valor y, moviendo las manos como Frisco, baila sola en el entoldado. Un silencio momentáneo; el director de orquesta cambia para ella cortésmente el ritmo, y estallan los murmullos cuando corre la falsa noticia de que se trata de la suplente de Gilda Gray del Follies. La fiesta ha empezado.

Videoconferencia
Francis Scott Fitzgerald. El gran Gatsby

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