JONATHAN COE. BOURNVILLE
Todos los libros un libro presenta esta tarde, en la última emisión por este trimestre, una excelente novela, Bournville, la última publicada en España -aunque ya hay otra que ha visto la luz en el Reino Unido y que está a punto de su traducción a nuestra lengua- de un autor, el británico Jonathan Coe, que he leído bastante y que, en consecuencia, ya ha protagonizado un par de emisiones pasadas de nuestro espacio. Aprovecho, pues, la novedad editorial que supone la relativamente reciente aparición de este último título (en realidad, lleva más de un año en el mercado), para recuperar mis sugerencias anteriores. Y no es solo la mera voluntad de traer a nuestra audiencia de hoy unos libros ya recomendados tiempo atrás lo que me mueve a “rescatar” mis comentarios de entonces, sino también, y sobre todo, el hecho de que Bournville se inscribe en un proyecto más general de su autor del que ambas referencias anteriores forman parte.
Y es que en las palabras de la Nota final con las que Coe cierra Bournville, el autor explica ese planteamiento global:
Esta novela se puede leer por sí sola, pero también forma parte de una serie de libros vagamente conectados entre sí que llevo escribiendo ya varios años bajo el título de Inquietud. Los otros son:
Vol. 1 - Expo 58
Vol. 2 - La lluvia antes de caer
Vol. 3 - El señor Wilder y yo
Todos y cada uno contienen alguna referencia a la mujer de Thomas Foley, Sylvia, y sus hijos, David y Gill, aunque solo Expo 58 gira realmente en torno a Thomas. Espero escribir un libro más de esta serie en algún momento.
Quiero, pues, empezar mi comentario, hablándoos brevemente de esos otros tres títulos, de dos de los cuales La lluvia antes de caer y El señor Wilder y yo, ya se emitieron aquí mis comentarios, del primero de ellos en un lejano junio de 2013, en un formato muy distinto al actual del espacio, que no incorporaba la versión en vídeo del programa; y del segundo, hace ahora tres años, en septiembre del 2022, que se puede encontrar en YouTube.
Los cuatro libros, como el resto de la obra de Coe en nuestro país (hasta un total de doce títulos), pertenecen al catálogo de Anagrama, en donde se publicaron en 2015, 2009, 2022 y en el pasado 2024, en un orden cronológico que no se corresponde con el de su edición originaria, que es el que, como es obvio, refiere el autor en la antedicha nota de cierre de Bournville. La editorial ha sido, sin embargo, relativamente escrupulosa con la continuidad en la traducción, pues salvo Expo 58, vertida a nuestro idioma por Mauricio Bach, las otras tres obras llevan el sello de Javier Lacruz, un prestigioso y reconocido traductor.
De Expo 58, que yo leí en su momento sin especial entusiasmo, guardo un recuerdo más bien vago (en parte porque su lectura no despertó en mí demasiado interés y en parte también porque, al no haber hecho entonces una reseña del libro, su trama, sus personajes, sus temas incluso, se han hundido en esa nebulosa evanescente por la que deambulan, fantasmales e indiscernibles, centenares de libros que ocuparon apenas dos o tres tardes de mi vida). Rescato ahora de mi frágil memoria -y con ayuda de una relectura somera y de algunos artículos publicados en Gran Bretaña cuando apareció el libro- algunos hilos imprecisos de su argumento y sus aspectos principales, para centrarme en las tres últimas novelas de las que sí conservo apuntes escritos con los que apuntalar mi evocación y dar una cierta solvencia a mis palabras actuales.
La historia comienza en 1958 en Londres. Thomas Foley, un funcionario de la Oficina Central del Ministerio de Información británico, en la que empezó como chico de los recados, ascendiendo de forma sistemática –aunque muy, muy lentamente– hasta su actual rango de redactor adjunto, lleva una vida estable y algo gris junto a su esposa Sylvia y su hija pequeña, recién nacida, Gill. Foley es un hombre tranquilo (sus colegas lo llamaban «Gandhi» porque había días en que creían que había hecho un voto de silencio), melancólico, educado y algo ingenuo, disperso en unas ensoñaciones que lo alejan de su pesada carga burocrática (Ahora tenía treinta y dos años y se pasaba la mayor parte de sus jornadas laborales esbozando folletos sobre salud y seguridad públicas, que aconsejaban a los peatones el mejor modo de cruzar la calle y a los acatarrados la mejor manera de evitar esparcir los gérmenes en los lugares públicos) y que lo llevan a rememorar su infancia y fantasear con un cambio de empleo. El proyecto de la Expo 58 introduce un nuevo y leve aliciente en su vida (encargado, entre otras tareas igualmente “apasionantes”, de redactar eslóganes y folletos turísticos para repartir en el exterior de los edificios que forman parte de la representación del Reino Unido en el evento). Entre los dos pabellones principales, el oficial y el industrial, en los que se exhibirá lo esencial de la cultura, el arte, la historia, la industria y el mundo empresarial del país, el Ministerio de Asuntos Exteriores concibe la idea de situar un tercer espacio que albergará un pub, el Britannia, un pintoresco mesón tan británico como... el bombín o el fish and chips, representando la mejor hospitalidad que nuestra nación es capaz de ofrecer. Con la muy difusa excusa -doble, por otro lado- de la nacionalidad belga de la madre de Thomas y de la anterior condición de propietario de un pub de su padre, fallecido hace tres años, sus superiores encargan a Foley la no demasiado estimulante tarea de supervisar el funcionamiento del Britannia durante el transcurso de la Exposición, lo que le obligará a trasladarse durante seis meses a la capital belga, provocando enojosos contratiempos en su vida familiar.
Desplazado a Bruselas, y entre disparatadas iniciativas en torno a la propuesta británica (la ácida crítica de Coe a su país, a su tradicional aislacionismo, a su autosatisfecho nacionalismo cultural y al esnobismo político, un rasgo distintivo de su literatura, se regodea aquí en los delirios de las autoridades que, frente a una capital europea cosmopolita y llena de vitalidad, que transmite al mundo en el primer gran evento internacional después de la Segunda Guerra Mundial una imagen de modernidad, tecnología e innovación -con el famoso Atomium, construido para la ocasión, encarnando el espíritu de una nueva era-, ofrecen la pobre y risible imagen de un pub que, supuestamente, representa la autenticidad del carácter del británico medio: sobriedad, orden, costumbre, tradición…), Foley se siente dividido entre el encanto de lo nuevo y la melancolía del pasado. Y ello no solo desde el punto de vista social y colectivo, cuya representación simbólica reside en el desatino del Britannia, un simulacro vacío de sentido cuidadosamente diseñado por burócratas, una versión empaquetada y vendible de la nación, sino también en un terreno íntimo y personal. En Bruselas conocerá a Anneke, una joven y encantadora azafata belga que trabaja en el pabellón. Ella representa todo lo que no es su vida en Inglaterra: espontaneidad, exotismo, sensualidad, posibilidad. Foley se siente atraído por ella y la relación evoluciona hacia una atracción amorosa que lo transforma internamente, convertida la muchacha, su interés por ella, su deseo no realizado, en símbolos de una vida alternativa -y mejor- de la que ha llegado a construir con su esposa y su hija.
Junto a las singularidades derivadas de la organización y el funcionamiento del pub, y por entre esta dimensión vagamente romántica de la novela, se suceden una serie de encuentros a cuál más insensatos y extravagantes, que envuelven al protagonista en una trama -ligera- de espionaje -estamos en plena Guerra Fría- al estilo de Graham Greene o John le Carré, con la aparición de dos figuras ambiguas, Mr. Wayne y Mr. Radford, que dicen trabajar para el Foreign Office pero que claramente tienen una agenda paralela, y también con la presencia de un periodista ruso y la irrupción de una actriz norteamericana que se exhibe en el pabellón estadounidense demostrando la eficacia de unas modernas aspiradoras. Y todo ello envuelto en una atmósfera disparatada en la que se acentúan los rasgos de agudeza y sarcasmo.
En su momento, Expo 58 me pareció una obra menor en cuanto a ambición formal dentro de la obra de Coe. Interesan de ella -aunque a mí no demasiado- su acostumbrado humor y su habitual tono satírico (presentes sobre todo en la trilogía compuesta por El Club de los Canallas, El Círculo Cerrado y El corazón de Inglaterra, y en el que pasa por ser su título más relevante, ¡Menudo reparto!, que tampoco me dijo demasiado cuando lo leí hace tres décadas). También la coincidencia, en sus tramas entrelazadas, de personajes, nombres, eventos y lugares que saltan de uno a otro libro; la presencia en ella de algunos elementos en los que pueden verse vínculos temáticos, estructurales y estéticos con las otras tres novelas: la conexión -en ocasiones “fricción”- entre la memoria personal y la historia colectiva; el contexto en el que se inscriben las tramas, marcado por los grandes acontecimientos de la historia británica en las décadas posteriores a la última gran contienda mundial y, como corolario, la muy precisa “fotografía” del ”alma” británica; la relevancia -menos ostensible en esta primera novela, más patente en las posteriores- de la emoción, la melancolía, lo íntimo; las interesantes ramificaciones de los hechos narrados, muy condicionados, en principio, por su delimitación cultural, geográfica y sociológica en el universo de lo “british”, hacia los grandes temas universales: el paso del tiempo, la nostalgia, la identidad y la pertenencia, la fragilidad de las relaciones humanas, la memoria y la pérdida, también el amor, entre otros, que comparecen de un modo más notorio y destacado en la que, para mí es, junto a esta Bournville, que hoy centra nuestro espacio, la mejor novela de Coe, La lluvia antes de caer.
Hace más de una década os hablaba aquí de ella, una excepcional novela, muy intimista y melancólica, algo, como digo, no del todo habitual en la trayectoria de su autor, que se ha desenvuelto casi siempre en unos registros más bien alegres, joviales y humorísticos. La novela, que apareció en nuestras librerías a mediados de 2009, se abre con la triste noticia que recibe en su casa una mujer madura, Gill (¿la recién nacida de Expo 58?), casada y con dos hijas. Una llamada telefónica le comunica que su tía Rosamond, hermana de su madre, Sylvia (la pregunta anterior respondida), acaba de morir a los setenta y tres años. Gill se desplaza hasta Oxfordhire, en donde vivía la tía fallecida, para asistir al funeral. Una conversación con la doctora May, que atendía a la tía Rosamond, y una breve estancia en la ahora deshabitada casa de ésta, llevan a Gill a pensar que la mujer, gravemente enferma, ha puesto fin a sus días voluntariamente. En su vivienda, la sobrina encuentra algunas cintas magnetofónicas y una nota póstuma de la muerta: las cintas están destinadas a una casi desconocida, Imogen, una pariente lejana de la que Gill guarda un vago recuerdo, pues más de veinte años atrás, cuando Imogen contaba sólo siete, coincidió con ella en la fiesta del quincuagésimo aniversario de su tía. Desde entonces, la niña, una encantadora muchacha ciega, había desaparecido de la vida de la familia y solo ahora, en el legado postrero de tía Rosamond, vuelve a comparecer. Además, el testamento señala que dos tercios de sus bienes serán para sus dos sobrinos, la propia Gill y su hermano David, y el último tercio para la misteriosa Imogen. El mensaje de su tía encomienda a Gill, igualmente, la búsqueda de la niña -que ya no lo es tanto, pues han pasado veintitrés años- en paradero desconocido desde hace tanto tiempo, y la entrega a esta de las cintas. Gill solo podrá escucharlas si no encuentra a la joven. Ayudada por sus dos hijas, que aportan sus conocimientos de las modernas herramientas informáticas, Gill intenta dar con el paradero de Imogen, pero su pesquisa resulta infructuosa. Se decide, pues, a escuchar las grabaciones, cuatro cintas de noventa minutos cada una, arropada, para tan trascendente acto, por la cariñosa curiosidad de sus hijas.
El núcleo central de la novela, doscientas páginas de sus doscientas cincuenta totales, lo constituye la transcripción de esas cintas. En ellas, la tía Rosamond describe y comenta una veintena de fotografías, escogidas de entre las más significativas de su propia vida, para que Imogen, que, recuerdo, es ciega y no podrá verlas, pudiera así, a través de sus palabras, conocer los momentos determinantes de la existencia de su tía, una existencia que está también profundamente imbricada en la suya propia. Y así, capítulo a capítulo, fotografía a fotografía (hay también alguna postal), Rosamond va dejándose llevar por sus recuerdos, por sus evocaciones, por sus emociones revividas, por su memoria fragmentaria, pero a la vez muy precisa y minuciosa, y va casi sin quererlo -y aquí es donde se aprecia la maestría del autor- desgranando no sólo la historia de una vida, la suya, sino la de distintas mujeres de la familia a lo largo de varias generaciones. Desde la primera foto, de 1938 o 1939, hasta la última, en los años ochenta del pasado siglo, se desarrolla una existencia singular, la de la tía Rosamond, pero en realidad, la novela da cuenta de toda una saga familiar -su prima Beatrix, Thea, la hija de ésta, y la propia Imogen, que se desvelará como nieta de Beatrix- en la que no faltan afectos, pasiones, frustraciones, tragedias, emociones, dolor, intensidad, debilidades, abandonos. Una saga familiar muy inteligente y sugestivamente narrada, con una escritura que nos aboca a una lectura arrebatadora, apasionante y que nos adentra en las interioridades de unos seres humanos muy poderosamente descritos, unos personajes con carne, con vida, la antítesis de tanto espantapájaros sin profundidad que hoy, por desgracia, puebla infinidad de novelitas sin enjundia. Leyendo La lluvia antes de caer, aprendemos mucho de la naturaleza humana, de la sensibilidad femenina, de las genuinas emociones de las personas, pero conocemos, además, no de modo principal pero sí con bastante detalle, toda una época, la guerra mundial en Inglaterra, la evolución de las costumbres en nuestras sociedades, en fin, el mundo a lo largo de ese medio siglo.
Además, hay muchos elementos coincidentes con otros similares en el resto de las novelas de la peculiar serie escrita por Coe: la estructura narrativa, organizada la novela como un conjunto de grabaciones, cada una centrada en una fotografía; el formato episódico y visual; la voz en primera persona, que narra desde el punto de vista de Rosamond, proporcionando al relato un tono íntimo y confesional; el “juego” generacional; las relaciones familiares complejas; la sensibilidad y la ternura; la importancia del pasado, la memoria y los recuerdos; la conexión de las trayectorias íntimas con los episodios históricos (aquí, como he señalado, más sutil).
El tercer título de ese proyecto, El señor Wilder y yo, se publicó en España en los primeros meses de 2022. Se trata de una muy interesante novela, llena de encanto y sensibilidad, de nostalgia y ternura, también de sugerentes temas de reflexión y apetitosas referencias cinéfilas. Más allá de la presencia esencial de Billy Wilder, como luego veremos, la novela gira sobre Calista Frangopoulou, una casi olvidada compositora de bandas sonoras para el cine que vive en Londres con su marido Geoffrey, también vinculado al mundo del séptimo arte, y que, en enero de 2013, a sus casi sesenta años, se encuentra sumida en una suerte de crisis existencial que sobrelleva gracias a sus recuerdos y a la entrega incondicional al terapéutico consumo de queso. En el plano profesional no le llegan apenas encargos desde hace tres lustros, pues su concepción de la música cinematográfica, añorante de la frescura de ideas y de la abundancia de melodías de la época dorada del cine, no encaja en el ruido de explosiones, tiros y choques de coches y el estrépito de los estruendosos fondos orquestales de las actuales películas de acción, tan alejadas de su educación clásica.
Su vida familiar experimenta igualmente una etapa de cambio, con el aburrimiento consiguiente a veintisiete años de casada y la tenue aparición del “síndrome del nido vacío”, con la decisión de la menor de sus gemelas, Fran, de poner fin a su embarazo antes de incorporarse el otoño próximo a la universidad de Oxford, y, sobre todo, con la inminente partida de su otra hija, Ariane, a Australia, en donde disfrutará de una ventajosa beca. La marcha de su hija desde Heathrow, a donde la ha acompañado para tomar su largo vuelo, le trae el recuerdo de una ocasión similar en la que su propia madre se despidió de ella, en julio de 1976, en el aeropuerto de Atenas, cuando una joven Calista de veintiún años se había lanzado a la experiencia de recorrer Estados Unidos de mochilera durante tres semanas en verano. Una vez en el vasto territorio norteamericano, el encuentro fortuito en Springfield con Gill (de nuevo el vínculo entre unas y otras novelas), otra chica inglesa más o menos de su edad, igualmente viajera por libre, las unirá en el resto del viaje, que compartirán visitando St. Louis, Oklahoma, Nuevo México, el Gran Cañón y, por fin, Las Vegas. Allí, acompañará una noche a Gill a una cena de compromiso en Beverly Hills con un director de cine, antiguo amigo de su padre al que había prometido la visita y al que ninguna de las dos conoce. ¿Es famoso?, preguntará, curiosa, Calista. No creo, responderá su amiga, para empezar, tiene unos setenta años.
Sin embargo, el anciano director sí era famoso, ni más ni menos que Billy Wilder, con una larga y magistral carrera a sus espaldas, con varios Oscars en su haber, como guionista y director, aunque se encuentra ya, no obstante, en el ocaso de su deslumbrante trayectoria profesional. Las tímidas y avergonzadas muchachas se enfrentan en el restaurante, desconcertadas e indecisas, con el viejo señor Wilder, que está acompañado por su esposa Audrey, su amigo y colaborador habitual, el productor I.A.L. Diamond, y la mujer de éste, Barbara. “Obligadas” a una cena con un personaje del que ignoran absolutamente todo, incluido su muy reconocido legado artístico, y al que solo le unen el encargo del padre de Gill, la velada es un fracaso, entre otras razones porque las constantes menciones a Marlene, Con faldas y a lo loco, Jack Lemon, la Garbo o El apartamento, y el extraño acento de Billy, constituyen un enigma insondable para Calista, la única realmente interesada en el desarrollo de la conversación, pues Gill, despechada por la obligada separación de un novio al que acababa de conocer en su periplo norteamericano, abandonará sin dar explicaciones la cena en pos de su fugaz enamorado dejando a su bostezante amiga ante un incómodo trance. El hecho de que Calista sea griega y se desenvuelva con normalidad en ese idioma y en inglés activa la curiosidad del director y el productor que en esos días están intentando sacar adelante, no sin gran esfuerzo, la financiación para el rodaje de su nueva película, tras unos años de, con notables excepciones, constantes fracasos en taquilla y sucesivos varapalos de la crítica. Fedora, que así se llamaría el penúltimo filme del austríaco (aunque Sucha, su lugar de nacimiento, en esa Galitzia tan martirizada por la Historia, hoy pertenece a Polonia), debía de rodarse en alguna isla griega aún por determinar. Pese a ese tenue elemento de interés común, el cansancio de la chica, su sensación de desconcierto por lo extraño de la situación, sola entre desconocidos, y la dificultad para sumarse a la conversación de los comensales conducirán al progresivo distanciamiento de la muchacha y abocarán a un final sorprendente en el que Calista acabará por pasar la noche en la mansión de los Wilder, para abandonarla a la mañana siguiente con el guion de Fedora bajo el brazo como inesperado regalo del muy amable y algo paternal director.
Meses después, en mayo de 1977, la muchacha, de vuelta ya en Grecia, se licenciará en la universidad, realizará sus primeros y muy modestos pinitos como compositora, y se entregará, espoleada por la voluntad de superar el recuerdo del lamentable encuentro con Wilder, a la enfebrecida memorización de enciclopedias de cine. Entonces, una llamada de una mujer que decía pertenecer al despacho de producción de la película Fedora, transmitía al padre de Calista que el señor Wilder le había pedido que se pusiera en contacto conmigo. Tres días después volaba hacia Corfú para vivir la gran Aventura de la Intérprete Griega, como dirá Wilder, y, desde ese momento, su vida sería ya otra para siempre.
La novela, que alterna de continuo esos dos planos temporales, el presente de conflicto personal y la rutina familiar en Londres y el pasado que aflora en la remembranza de la inolvidable experiencia del rodaje de Fedora, se centra, fundamentalmente, en el relato de esa primera, afortunada y decisiva incursión de Calista en el universo del cine, en su imborrable relación con un Wilder simultáneamente afable y gruñón, cercano y cascarrabias, en unos meses, que transcurren en diversos escenarios -sobre todo en Grecia, en la isla de Lefkada, a lo largo del verano de 1977, pero también en Múnich, París y los ya citados de Londres o Los Ángeles-, que la harán superar su timidez y su inseguridad, la abrirán al mundo, a la edad adulta, al amor, cambiarán su vida, y serán la causa, claro está, de su a la postre decisiva dedicación profesional al séptimo arte.
El libro es así especialmente interesante para los amantes del cine y, en particular, para los que -como yo mismo- son devotos seguidores del inolvidable director. Las circunstancias que rodearon la difícil puesta en marcha de esa Fedora en cierto modo crepuscular; los insalvables obstáculos a superar para conseguir la financiación necesaria; las muchas vicisitudes del muy complicado rodaje, filmado en escenarios en Alemania, Francia y Grecia, con actores de diversos países, distintas culturas y variadas escuelas interpretativas; los enfrentamientos con Marthe Keller, la actriz principal, que no resulta del agrado del viejo Wilder; el escaso éxito de crítica y público una vez estrenada (salvo, significativamente, en España, en donde sí gozó de una cierta repercusión) son aspectos “reales” que dan cuerpo a la historia personal de Calista y que “obligan” -una exigencia altamente placentera- al lector a ver la película en paralelo al exaltado y ameno avanzar por las páginas del libro, y, por otro lado, a no detenerse en este único e incomprendido título sino a aprovechar para zambullirse en la filmografía entera del director -deslumbrante en la mayor parte de sus títulos- para el mejor disfrute de un texto salpicado por una infinidad de referencias cinéfilas, no sólo relativas a la obra de Wilder. Así lo hice yo cuando leí la novela, unas semanas en las que he “devoré” la casi totalidad de las veintitantas películas que integran su descomunal legado artístico. Gocé entonces, de nuevo, con placer indecible, las grandes obras del Wilder director, La tentación vive arriba, El crepúsculo de los dioses, Perdición, Con faldas y a lo loco, Testigo de cargo, El apartamento, Un, dos, tres, Irma la dulce, Días sin huella, Primera plana, En bandeja de plata, la mayor parte de las cuales había visto ya varias veces en mi juventud; también revisé algunas otras de muy vago recuerdo en mi memoria, Sabrina, Ariane, ¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre? o La vida privada de Sherlock Holmes; y me he acercado por primera vez a algunos títulos menos conocidos pero siempre estimables como Bésame, tonto, El gran carnaval, El vals del emperador, Berlín Occidente o Cinco tumbas al Cairo; además de Bola de fuego, Si no amaneciera o Ninotchka, obras maestras en las que Wilder se desempeñó como guionista.
Y es que Billy Wilder se nos muestra, entre los hilos de la historia inventada de Calista Frangopoulou, como el verdadero protagonista de la novela. Un Wilder al que vemos, acompañado en todo momento por otro gran “personaje”, su contrapunto, su álter ego, el gran Iz Diamond, guionista y productor habitual en la última etapa de la carrera de su amigo, luchando vanamente en defensa de un tipo de cine -ligero, entretenido, rezumando ilusión, maravilla, gracia, alegría, humor y risas, vida intensa y feliz- que, irremisiblemente, ha quedado arrumbado en un pasado que la fulgurante aparición de la “panda de la barba” (Coppola, Spielberg, Scorsese) amenazaba entonces por hacer olvidar. El muy entrañable personaje que “dibuja” Coe, se ve superado por ese nuevo cine hecho por intelectuales, inspirados y alentados por la culta intelligentsia europea -los sesudos críticos de Cahiers du Cinema-, en una deriva hegemónica en las salas desde finales de los sesenta: películas brillantes pero desesperanzadas, con sus problemas, sus conflictos, su caos existencial, su amargura, su desilusión, su despiadada inmersión en los aspectos más descarnados, más dramáticos, más trágicos incluso, de la cruda realidad. Películas tras las que, como vanamente intenta explicarle a Calista un muy adusto novio juvenil, te sientes emocionalmente agotada. Te sientes como si alguien te hubiera dado una auténtica paliza. Te han machacado el alma. Han destrozado tu fe en la humanidad. Nunca habías visto tanta fealdad y tanto horror en una pantalla. Ante lo que Calista, cuya progresiva cercanía sentimental con Wilder en la novela la hará compartir la melancólica visión del mundo del anciano, se dirá: Empezaba a pensar que a lo mejor había nacido en el momento equivocado.
El momento equivocado. El inexorable paso del tiempo. La añoranza de un ayer en el que todo es percibido -desde nuestro ya triste presente- como exultante y feliz. El pasado que queremos inútilmente atrapar pero que no vuelve. Fedora es, en este sentido, una suerte de testamento artístico de su director, a la vez que la metáfora perfecta del estado de ánimo, del sentir, de la nostalgia que aqueja el alma de Billy Wilder en esos momentos declinantes de su carrera. En último término, El señor Wilder y yo es, además de una muy apreciable novela que se disfruta con fruición (yo la leí, embebido y ajeno al paso del tiempo, en un viaje en tren de ida y vuelta a Madrid, pesaroso de que el trayecto -el literario- llegara a su fin), una muy melancólica reflexión sobre la pérdida de la juventud (esos personajes […] que luchan por encontrar su papel en un mundo al que ya solo le interesan la juventud y la novedad), sobre el quebranto de las ilusiones, sobre lo que la vida hace con nuestros sueños, sobre el fracaso y la derrota consustanciales a la existencia. Y, a la vez, es un muy vivificante alegato sobre los muchos motivos para la felicidad, sobre la necesidad de disfrutar con pasión de cada instante, de cada detalle, de cada momento, de cada vivencia, sobre los innumerables alicientes que ella nos ofrece, como comprenderá Calista, tiernamente agradecida -como lo está el lector- por las enseñanzas del maestro.
El señor Wilder y yo es, a la postre, un amable aunque contundente alegato a favor del cine. Porque el cine (un tipo muy particular de cine, el de la época dorada de Hollywood, del que apenas quedan, por desgracia, rastros en las actuales frenéticas pantallas de las languidecientes salas) es una de las más inteligentes, inspiradoras, emocionantes, cautivadoras, agradables, encantadoras y eficaces armas para escapar del absurdo de la insulsa y roma cotidianidad, para poblar de magia y deseo y anhelos y quimeras y ensueños y fantasía nuestras vidas, para dotar de sentido a la existencia. El cine es la vida mejorada, multiplicada, embellecida. Y ello, el amor por el séptimo arte, encarnado en ese Billy Wilder entrañable, cercano, afable, íntimo, cálido, afectuoso, que se abre a Calista, que le hará confidencias, que le mostrará sus debilidades, su fragilidad.
En relación con el vínculo de la novela con las demás de la serie, y aparte de la ya mencionada presencia de Gill, debo señalar una singularidad estructural muy frecuentada por Coe que consiste en la inclusión en el relato de recursos narrativos (fotografías, cintas grabadas, música, cartas, en este caso el cine y en particular un guion de Wilder en el que aparece un personaje, un joven nervioso (muy joven, como de diecinueve o veinte años), de nombre… Thomas Foley), que afloran en paralelo o intercalados en el discurso principal del libro, enriqueciendo esa historia central al ofrecer, en formatos diversos y con voces distintas, versiones complementarias de la narración “base”. Este rasgo de estilo llegará a su máxima expresión en el último libro del ciclo, como luego desarrollaré.
Yo leí Bournville, entusiasmado, las pasadas Navidades, aunque por diversas circunstancias no he podido comentar hasta ahora (¡son tantos los libros leídos y disfrutados que quiero compartir en este espacio y que se me van acumulando sin encontrar la ocasión propicia para hacerlo…!). Coe ha contado en alguna entrevista la génesis -muy emotiva y conmovedora- de su libro. Cuando tras la pandemia se fueron suavizando las restricciones del confinamiento, en junio de 2020, y Jonathan pudo acercarse a la casa de su madre en Bromsgrove, un distrito de Birmingham, después de tres meses sin verla debido al encierro, lo primero que hizo la anciana señora -ochenta y seis años- fue darle una pequeña barra de chocolate Cadbury como hacía todos los días cuando, de niño, él llegaba a casa del colegio. Tanto la conocida marca británica, de notable dimensión internacional, como la empresa a la que pertenece son un emblema de Birmingham, la ciudad que se erige en el marco habitual de gran parte de la novelística de Coe; siendo Cadbury en especial y su particular universo, además, un “personaje” muy relevante en Bournville. Sentados en el jardín, madre e hijo recuerdan la infancia del escritor en relación con una novela que está pensando escribir. A las pocas horas, ya de vuelta en Londres, Jonathan recibe una llamada de uno de sus hermanos diciéndole que su madre no se encuentra bien, aunque no ha podido verla porque a causa de las estrictas normas de la Covid no se les ha permitido entrar. Esa misma noche, Janet Coe moriría, sola, a causa de un aneurisma, una bomba de relojería con la que convivía desde hacía años, complicado por el virus. La novela que el escritor estaba planeando, en la que pensaba recorrer “el estado de la nación” desde 1945 hasta el momento actual, tomó una dimensión distinta, marcado ahora ese presente y fijado ya para siempre en la fecha de fallecimiento de su madre. Cuando, tiempo después, el escritor y su hermano empiezan a limpiar y organizar la casa de la anciana, se encuentran cajas llenas de diarios de los años 40 y 50. Ello, el impacto de su muerte y el hallazgo del material, modifica en parte su plan original que reconvierte en un proyecto de contar la vida de su progenitora en paralelo a la historia de Gran Bretaña durante los últimos setenta y cinco años, en un enfoque dual no demasiado distante, por otro lado, de las pautas habituales de sus libros, que entrelazan con brillantez, como he señalado, ambas dimensiones, la íntima/ personal y la histórica/política, aunque no de un modo tan explícitamente referenciado como en ésta. En la Nota del autor que aparece en el colofón del libro, fechada en Londres el 21 de abril de 2022, confiesa este carácter autobiográfico de su obra: Aunque Bournville es una novela -afirma- y una obra de ficción, el personaje de Mary Lamb está fundamentalmente basado en mi difunta madre, Janet Coe. Sin embargo, cualquier conexión con mi propia historia familiar se acaba ahí. En concreto, no hay ninguna semejanza entre el marido de Mary, Geoffrey, y mi padre, Roger Coe, un hombre agradable, muy querido por su familia, cuya vida laboral no transcurrió en un banco sino en Lucas Industries, donde se dedicaba a diseñar baterías para automóviles cada vez más eficientes. Del mismo modo, todos los otros miembros de la familia Lamb plasmados en este libro (Jack, Martin, Peter, Angela, Bridget y Lorna) son creaciones ficticias, y aun cuando he situado la historia en lugares de las Midlands que me son familiares por mi infancia, las cosas que les suceden son totalmente inventadas.
Y subraya: El capítulo titulado «La parte superior de la cabeza de mi madre» [en el que relata las vicisitudes de la muerte de la anciana protagonista, idénticas a las de la de su propia madre] fue originalmente escrito para leerlo en voz alta en el Massenzio Festival de Roma en julio de 2021. Aunque lo he corregido un poco para adaptarlo a la personalidad de Peter Lamb, es por lo demás un fiel relato de la muerte de mi propia madre en la madrugada del 10 de junio de 2020. Cuando volvía en coche a casa, atravesando el paisaje de Oxfordshire tras la última visita que le hice, no escuché el Hymnus Paradisi de Howells, sino una bella canción titulada «Silence», de la cantautora Dos Floris. Casi dos años después de eso, todavía me entristece y enfurece por igual que mi madre muriera sola, sin ningún alivio para su dolor, y que a los miembros de su familia no se les permitiera el contacto personal con ella, como así fue. Pero entonces, como miles de familias en todo el país (y no como los ocupantes del número 10 de Downing Street en ese momento), nos limitábamos a seguir las normas.
La “trama” de Bournville se abre con un prólogo ubicado en Alemania en marzo de 2020, en esos momentos iniciales en los que se desatan las primeras oleadas de pánico por el coronavirus. Lorna Simes, una muchacha que se desempeña como recepcionista de un edificio de oficinas en el centro de Birmingham pero con una modesta carrera musical paralela (toca el contrabajo en un dúo con Mark, guitarrista, con el que han grabado un disco de jazz que ha pasado desapercibido en su país, pero que ha gozado de una relativa repercusión en Europa), se encuentra en Viena, en la primera etapa de una prometedora gira que incluye varios conciertos en Alemania. La última actuación prevista, tras las de Múnich, Hanóver, Hamburgo y Berlín, y que debía tener lugar en Leipzig, será suspendida como consecuencia de la generalizada eclosión del virus. Desde allí, en una de las múltiples llamadas por Skype que Lorna mantiene a diario con su anciana abuela Mary -la Abu, como la llama-, ésta recuerda al abuelo de su marido -tatarabuelo de la chica, pues-, Carl Schmidt, del que hasta entonces la joven no había oído hablar y que, al parecer, era originario de esa ciudad alemana. Abandonando a Lorna con los complicados trámites de su vuelta a Inglaterra en las difíciles circunstancias del momento, Coe nos muestra ahora a la anciana tras la videoconferencia, acompañada de uno de sus hijos, Peter, y explorando sus difusos recuerdos del difunto abuelo de su marido (no me acuerdo mucho de él –dijo–. Yo era muy joven. Parecía muy estricto y bastante temible. Yo le tenía muchísimo miedo), un hombre que había llegado a Birmingham en misteriosas circunstancias en la década de 1890 y había sobrevivido allí a dos guerras mundiales. ¿Cuándo lo conociste?, le pregunta Peter, interesado por una historia que él también ignora: –Bueno, de eso sí me acuerdo, claro. –¿Y cuándo fue? –Al final de la guerra. –¿Sobre el 44 o el 45 entonces? –No, no. Me refiero al final de verdad. –Le dio un cuidadoso sorbo a su té, que seguía caliente–. Justo cuando se acabó todo –dijo–. El Día de la Victoria y todo ese rollo.
La novela da aquí un salto en el tiempo y se retrotrae setenta y cinco años, hasta el 8 de mayo de 1945, el V-E Day, el Día de la Victoria en Europa, cuando la pequeña Mary celebra con su familia el ansiado fin de la guerra en su casa de Bournville, que ya desde el principio se nos muestra no solo como el lugar “físico” donde transcurre gran parte de la acción, sino también como símbolo, como metáfora de un ideal perdido -de familia, de sociedad, de país- al que la literatura de Coe siempre alude, de un modo u otro. Fundada por la familia Cadbury como una comunidad obrera modelo, una suerte de experimento colectivo, Bournville encarnó durante décadas un sueño de armonía social basado en el trabajo, la educación, la salud pública y la cultura. En la segunda mitad del siglo XIX, los Cadbury, dos hermanos cuáqueros propietarios de una fábrica de cacao en el centro de Birmingham, se vieron obligados a trasladar su industria a las afueras debido a la expansión de su negocio. Encuentran el lugar ideal a pocos kilómetros al sur de la ciudad, en unos terrenos amplios, bien comunicados, rodeados de naturaleza y especialmente propicios para llevar a cabo su proyecto, revolucionario para su tiempo: condiciones laborales justas, respeto por los trabajadores e incorporación de los principales avances sociales que en esa época formaban parte del debate teórico del Derecho laboral: énfasis en la seguridad, la higiene y la prevención de la salud de los empleados, reconocimiento de las modernas fórmulas de representación de los trabajadores e impulso -apreciable, aunque todavía tímido- de unas incipientes prestaciones de seguridad social. En torno a las instalaciones fabriles, la entusiasta y anticipadora voluntad de los Cadbury se embarcó en la construcción de viviendas -un pueblo, en realidad-, con casas confortables, jardines, servicios e instalaciones comunales que permitieran el ocio, el deporte, las actividades recreativas y la formación de los trabajadores y sus familias, en un muy loable esfuerzo inspirado en el espíritu de las modernas, ilustradas y renovadoras utopías de aquel tiempo (en la escritura de Fundación del Pueblo de Bournville en 1900 se indicó expresamente, prueba de ese ánimo regeneracionista que inspiraba a los fundadores, que se suprimiría por completo la venta, distribución o consumo de cualquier bebida alcohólica en su perímetro, en información que podemos leer en la novela). Este escenario relativamente idílico -que desde hace más de un siglo constituye el marco de referencia de la vida de miles de personas en Birmingham- enmarca también la trayectoria de los protagonistas del libro (cuyo título es, en este sentido, suficientemente explícito del importante papel que en ella desempeña el pueblo) cuyas existencias se desarrollan, en su mayor parte, en Bournville.
Desde ese núcleo central Coe va dando cuenta al lector de las vicisitudes de la vida de Mary y su familia, imbricando sus andanzas, peripecias, circunstancias y episodios con siete momentos trascendentales, de importante valor simbólico, en cierto modo puntos de inflexión, de la historia reciente de la nación británica, plasmados en acontecimientos y fechas en torno a los cuales se articulan los distintos capítulos de la novela: el mencionado Día de la Victoria en Europa, la coronación de la reina Isabel II, la final de la Copa del Mundo de fútbol, la investidura de Carlos como príncipe de Gales, su boda con lady Diana Spencer, el funeral de Diana, tras su accidente mortal, y por fin el septuagésimo quinto aniversario, el 8 de mayo de 2020, de aquel Día de la Victoria en Europa en el que se inició la historia.
Así, en la primera sección del libro, y tras un breve apunte con el que se presentan los antecedentes de nacimiento de Bournville y de la singular aventura de los Cadbury, conocemos a Sam y Doll Clarke, padres de la pequeña Mary, envueltos todos en la excitación de aquel día excepcional. Asistimos a las quejas de la niña agobiada, en un combate a muerte con Beethoven, pues la estricta señora Barker, su profesora de piano, no acaba de estar satisfecha con la interpretación que hace Mary de la Écossaise del compositor; el discurso de Churchill en la radio; la chica, solo once años, haciendo sombreritos de papel conmemorativos; Sam, aburrido en casa, sin tener que ir a la fábrica, en una jornada de permiso general; la caminata con su colega Frank Lamb para allegarse al pub más cercano, obviamente fuera del pueblo, dados los postulados que, como he señalado, rigen la convivencia social; los parroquianos escuchando, exaltados, el discurso del Rey en tan señalada fecha; la solitaria señora Barker aceptando asombrada la invitación a cenar con madre e hija en casa de los Clarke; la conversación girando sobre los recuerdos de los meses de la guerra: los bombardeos, el trabajo de Doll en Cadbury, abandonada temporalmente su producción “natural” y reconvertida en fábrica de armamento durante la contienda, la desenvoltura de Mary teniendo que ir sola al colegio, la previsible reanudación, ahora que la guerra ha terminado, de la producción de chocolate en la factoría; la celebración nocturna en los campos aledaños, los festejos, la hoguera, los caballetes con comida, las luces y las banderolas, el ambiente bullicioso; el encuentro allí entre Sam y Frank con sus mujeres y sus familiares, Doll y Mary, por un lado, y, por otro, Bertha, la señora Lamb, con su padre medio alemán, un Schimdt cuya existencia ya conocimos en el capítulo introductorio; la irrupción de los jóvenes del pueblo recién llegados del frente, su jocosa imitación de Hitler; el desagradable incidente, un malentendido y una agresión, entre los muchachos y el anciano padre de Bertha Lamb, con un especial protagonismo del bravucón Nell, el elegante y educado Kenneth y el tímido Geoffrey, hijo de los Lamb.
Se sientan aquí las bases del relato, presentados los principales protagonistas y establecido el marco geográfico en el que van a desenvolverse, con inmensas elipsis, las historias de unos y otros. Así, en la segunda sección, centrada en el 2 de junio de 1953, la familia y los vecinos se agolpan ante el novedoso televisor que retransmite la ceremonia de coronación de la reina Isabel II y muestra la emoción de la multitud, la infinidad de banderas británicas, las escarapelas rojas, blancas y azules (blancas y negras, como es obvio, en la pantalla), los gritos de los vendedores de banderines y baratijas patrióticas, el clima general de entusiasmo e ilusión de un país que apenas siete años antes se hallaba envuelto en una guerra y que ahora se abre a una nueva etapa. En paralelo, y en un breve flashback hacia el otoño de 1951, Geoffrey Lamb, de veintidós años, ha empezado a cortejar a Mary, de solo diecisiete, cuando ella todavía va al colegio. Un par de años después, el día de la coronación la chica está ante la Abadía de Westminster, intentando abrirse paso entre las masas para no perderse ningún detalle de la ceremonia. Ella vive ahora en Londres, en donde estudia para ser profesora de Educación Física, y compagina, no sin vacilaciones, su afecto por Geoffrey con el interés que le despierta el culto y atractivo Kenneth. La visión de la familia real en el balcón del palacio de Buckhingam, precisamente el tipo de familia que ella pretendía y esperaba tener en unos cuantos años, la colma de esperanza, en una nueva manifestación del vínculo entre la vivencia personal y el destino colectivo.
Y la narración salta ahora a mediados de los sesenta, julio de 1966. Inglaterra y Alemania juegan en Wembley la final del mundial de fútbol. Mary tiene treinta y dos años. Geoffrey y ella llevan once casados. Tienen tres hijos, Jack, Martin y Peter, de diez, ocho y cinco años. La carrera profesional de Geoffrey ha dado un giro inesperado y aquel tímido y sensible chico intelectual estudiante de Clásicas se desempeña como director de un banco. Mary es ahora buena amiga de su prima Sylvia, que tras un primer fracaso matrimonial conoció a Thomas Foley, un funcionario público con el que se ha casado y con el que tiene una hija, la pequeña Gill. La vida es feliz para todos en un país que ha superado la austeridad de la posguerra y se abre a un futuro luminoso. El ambiente se llena de las canciones de los Beatles, los Kinks, los Rolling Stones, los Hollies, los Who, jóvenes con pelo largo y camisas floreadas que dibujan con su música un mundo de melodía y color, libertad e ingravidez, ambigüedad y transgresión. En el estadio, en un episodio impregnado de simbolismo, en un encuentro que exacerba las pulsiones nacionalistas del país (Puede que Alemania Occidental nos venza hoy en nuestro deporte nacional, escribe un cronista, pero no dejaría de ser justo. Nosotros les vencimos dos veces en el suyo), con un arbitraje controvertido que recuerdo perfectamente -y la situación en que también yo, en un entorno familiar, vi el partido en un “primerizo” televisor en blanco y negro-, Inglaterra ganará la Copa del Mundo.
El eje sobre el que gravita la cuarta sección del libro es otra ceremonia monárquica, la investidura de Carlos como príncipe de Gales el 1 de julio de 1969. Y ello es la excusa para que Coe nos lleve, junto a las dos familias, el matrimonio Lamb y sus tres hijos, y los Foley con Gill y David, los dos suyos, a un bello paraje de Gales, Capel Celyn, en el que el encuentro con los lugareños, en particular con Sioned, la hija de unos granjeros, que defienden la singularidad galesa y reprueban el nombramiento del joven Carlos, da pie a introducir en el relato, por entre los recuerdos felices de la excursión familiar, los complejos asuntos relativos a la cuestión nacional británica, además de incorporar al elenco a esta Sioned que acabará por reaparecer en capítulos posteriores fechados años después.
Sobre otro acontecimiento relacionado con el príncipe Carlos, su muy mediática boda con Lady Diana Spencer, el 29 de julio de 1981, cuyos pormenores yo seguí sin demasiada atención en Mónaco, en la radio de un coche con el que recorría Europa en esas fechas, en mi primer viaje ya como profesor -y por tanto con una cierta holgura económica-, se articula la quinta sección de libro. La nómina de personajes se amplía, Martin está casado con Bridget y están instalándose en su nuevo domicilio, en Bournville, a menos de un kilómetro de la que había sido su vivienda familiar en la infancia. Allí preparan la fiesta de inauguración de la casa, que coincidirá con la retransmisión televisiva de la boda, y hacen recuento de sus invitados: sus padres Mary y Geoffrey; los abuelos que le quedaban vivos, Doll, Sam y Bertha (Frank Lamb ha fallecido); sus hermanos, Peter y Jack; la actual novia de Jack, Patricia; sus nuevos vecinos, los Taylor, y Sathanam y Parminder Gupta, de origen indio, en una circunstancia que junto a la raza negra de Bridget introduce en el libro otro aspecto “sociológico” relevante en la sociedad británica, la cuestión racial y la inmigración, con los cambios que ello conlleva (una zona de la ciudad que no había pisado antes, donde la mayor parte de los letreros de las tiendas estaban en urdu, y el aire tenía un olor dulzón por el aroma de las especias exóticas que salía flotando de las tiendas de comestibles y los restaurantes). Estamos en los años del Gobierno de Margaret Tatcher y en las conversaciones entre los personajes afloran otros aspectos destacados de la época: los disturbios y las revueltas sociales, generalizados a causa del paro, la pobreza y la mala administración. Martin, que trabaja en Cadbury, acaba de ser nombrado Asistente del Gerente de Exportaciones, lo que abre la novela a una dimensión muy interesante que tendrá continuidad en capítulos posteriores: la rigurosa normativa europea no considera que el chocolate de Cadbury, ni ningún chocolate inglés, cumpla los estándares continentales sobre chocolate, al contener demasiada grasa vegetal y poca manteca de cacao. Esta circunstancia introduce en el libro un hilo que será sustancial en él -como lo era en otras novelas de Coe-, las siempre complejas relaciones entre el Reino Unido y Europa. El capítulo incluye un largo y magistral excurso en el que se repasan las películas de James Bond, que se habían convertido en una tradición familiar (de la que Mary se desmarcaría cuando Roger Moore sustituyó a Sean Connery en el papel principal de la serie) desde una primera visita de los Lamb al cine una noche a principios del verano de 1969, en unas páginas espléndidas en las que las aventuras del popular y muy británico espía se entrelazan con episodios de la vida de los protagonistas y de la de su país.
El funeral de Diana, el 6 de septiembre de 1997, es otro hito en esos dos frentes principales de la novela. Reaparece Lorna, hija de Martin y Bridget, ahora una niña de siete años, que juega con la Abu y muestra en su piel, al igual que sus hermanos Susan y Iain, la mezcla de razas; Peter es un reconocido intérprete de violín y su relación matrimonial con Olivia languidece, sobre todo tras la aparición en la vida de él de Gavin, un joven músico (y tras él, Teddy, de presencia más sólida en su vida); Jack tiene una nueva mujer, Angela; David Foley, hijo de Sylvia, da clase en la Universidad y escribe poesía; el Mercado único europeo recrudece la guerra del chocolate y los seculares antagonismos entre las islas y el continente; y en uno de los muchos guiños a la realidad histórica del país que atraviesan el relato aparece un joven y atrevido periodista, de nombre Boris, cuyo retrato -inequívoco- es despiadado (comenzaron a llegarle voces de un miembro de ese grupo que era totalmente diferente: tenía como una fregona de pelo rubio en la cabeza y conducía por Bruselas en un Alfa Romeo rojo, con heavy metal sonando a todo trapo en el equipo del coche, conocía la Unión Europea a fondo porque había pasado gran parte de su infancia en Bruselas, estudiado en Eton y presidido la Oxford Union, y había decidido sobrevivir a la tediosa tarea de informar sobre Bruselas para el Daily Telegraph tomándoselo todo a broma, manipulando alegremente los hechos e inventando historias, como si las actividades del Parlamento Europeo formasen parte de un elaborado complot para ponerles la zancadilla a los ingleses a la menor ocasión). Las multitudinarias y emocionantes exequias de Lady Di, celebradas entre el fervor popular, el impresionante duelo colectivo y las reticencias de la familia real, se presentan como una ocasión para el cambio social.
Y ahora estamos por fin en el septuagésimo quinto aniversario, el 8 de mayo de 2020, de aquel Día de la Victoria en Europa en el que todo dio comienzo. Mary está sola, viuda desde hace más de siete años. Dos de sus hijos, Martin y Jack, viven cerca, a apenas media hora. Peter en Londres, algo más alejado, a solo dos. Los tres son ya sesentones. Mary sigue en su casa de siempre, algo incómoda para sus ochenta y seis años pero llena aún de ganas de vivir, aunque sus padres y su marido hubieran muerto, aunque no vea a sus hijos y nietos tanto como querría, aunque su delicada salud la lleve a atisbar un final cercano. Palía su soledad y su necesidad de conversación, de contacto, hablando a Charlie, su gato, y a su crónico y amenazante aneurisma y manteniendo viva su costumbre de telefonear a Peter todas las noches. Las relaciones familiares se han ido enturbiando (Jack y su cuñada Bridget, por ejemplo, han dejado de hablarse) a causa, fundamentalmente del Brexit, uno de los dos acontecimientos públicos y colectivos cuyas repercusiones impregnan las páginas todas de esta sección, con infinidad de referencias al futuro de Cadbury, convertido ahora, en parte, en un parque temático, Cadbury World (Mary preguntará a sus nietos que quieren que vote en el polémico referéndum, dado que el resultado afectaría a su futuro, no al suyo).
Todos los hilos que Coe ha ido dejando sueltos a lo largo de la novela se van anudando -de la misma imprecisa manera en la que lo hace la vida- y, por tanto, en el capítulo reaparecerán, además del “núcleo duro” familiar, otros personajes como David Foley, Lorna, Sioned, la chica galesa, el Kenneth de las primeras páginas. Hay, incluso, alguna sorprendente revelación sobre Thomas Foley, ya fallecido, que conecta con la trama de la primera novela de la serie.
Una fiesta conmemorativa del aniversario del Día de la Victoria organizada por el Bournville Village Trust, que administra y gestiona el proyecto inmobiliario, hace que Mary reviva los recuerdos de la lejana fecha y la lleve a visitar el domicilio familiar de entonces, ocupado ahora por el matrimonio Nazari, iraníes llegados como refugiados a Inglaterra años antes. Las precauciones que ya impone el coronavirus (el segundo de los referentes de la vida social que enmarcan el capítulo) le impiden aceptar la invitación de sus amables propietarios actuales para entrar en su antiguo hogar. Meses después, tras el fallecimiento de Mary (narrado en ese emotivo paréntesis, de título La parte superior de la cabeza de mi madre, que escribe Peter al “dictado” de la propia experiencia autobiográfica, ya comentada, de Jonathan Coe), Shore y Farzad Nazari encontrarán, tras unas obras en la casa, una pequeña caja de cartón con una fotografía de un muchacho, un par de agendas de 1943 y 1944, un triángulo metálico, probablemente un trozo de metralla de la guerra, y con un nombre escrito en uno de los diarios: Mary Clarke, 12 Birch Road, Bournville. Edad: 9 años. La pareja recuerda entonces la extraña visita de Mary en los primeros días del confinamiento: –La señora mayor que vino el Día de la Victoria –dijo Shoreh–. Deben de ser de ella. Qué increíble. Tenemos que intentar conseguir su dirección y devolvérselas.
El final de la novela, en el que, con una inequívoca intención Coe deja el protagonismo a Shored Nazari, resulta, además de conmovedor, altamente significativo del propósito último -íntimo y colectivo- del proyecto literario de su autor:
De pie en el umbral de la casa, con la escoba en la mano, escuchando el sonido lejano de las voces infantiles, Shoreh sentía que habitaba a la vez el pasado, el presente y el futuro: le recordaba su propia niñez, sus días escolares de hacía más de veinte años, la pequeña escuela primaria de Hamedan, un viejo pero vívido recuerdo, aunque también le recordaba que aquellos niños que gritaban y cantaban serían los que cargarían los años siguientes sobre sus hombros. Pasado, presente y futuro: eso era lo que percibía en el estruendo de las voces infantiles que venían del patio en el recreo del mediodía. Como el murmullo de un río, como un golpe de marea, un contrapunto lejano al frufrú de su escoba en el umbral, una voz incorpórea susurrándole al oído una y otra vez como un mantra: Todo cambia, pero todo sigue igual.
No quiero cerrar esta larga reseña sin comentar el uso sobresaliente que hace Coe en Bournville de un recurso técnico que ha utilizado también de manera recurrente, aunque no de un modo tan acusado, en el resto de las novelas de la, por ahora, tetralogía. Y es que, por entre el discurso narrativo más o menos convencional, siguiendo la línea de tiempo que marcan los siete acontecimientos relevantes de la historia personal, familiar y social, al relato se incorporan de continuo textos, documentos, escritos varios, de géneros, formatos, estructura, orígenes y configuración muy diversos: fragmentos de diarios, trascripciones de discursos y locuciones radiofónicas, incisos con pensamientos íntimos de los personajes que se superponen a las acciones externas que están llevando a cabo, poemas, capítulos que siguen los movimientos de una pieza musical, en particular la composición Quatuor pour la fin du temps, de Olivier Messiaen, informes de Comités europeos, programas de conciertos, alocuciones políticas, en particular una de aquel Boris que de joven y controvertido periodista ha llegado a ser primer ministro (y Coe, una vez más, se ceba inmisericorde en él), las palabras de la Reina en el triste aniversario del Día de la Victoria, marcado por la reclusión de la pandemia; transcripción de normas jurídicas, el propio texto escrito por Peter relatando la muerte de su madre.
Y además, en todo ello, sobrevolando el texto, el habitual sentido del humor de Coe, menos notorio que en otras obras, pero aun así perceptible. Un humor ácido en todo lo relativo al caricaturesco trasunto de Boris Johnson, y menos hiriente y más british en otras ocasiones, como cuando, en 1952, Mary y Kenneth van al teatro al estreno de La ratonera, la obra de Agatha Christie que se representó ininterrumpidamente desde esa fecha hasta marzo de 2020, cuando la crisis del coronavirus obligó a paralizar las funciones, y tras la experiencia, Mary confiesa a su diario: debo decir que me desilusionó un poco y me pareció bastante floja comparada con sus novelas. Muy lenta y previsible. Me alegro de haberla visto ahora porque me imagino que no tardarán mucho en quitarla. También, en un guiño para iniciados, cuando convierte a Jorge Herralde, su editor en España, creador y responsable durante años del sello Anagrama, en un eurodiputado que se preocupa por el etiquetado del chocolate.
En fin, infinidad de razones para leer no solo esta sobresaliente Bournville sino también los tres libros anteriores de la serie, cada uno de los cuales, es cierto, admite una lectura autónoma -tal y como yo lo he ido haciendo a medida que aparecían en nuestro país- pero que ganan si se leen de manera organizada y sucesiva. Os dejo con un fragmento, altamente emocionante, aunque también revelador del tono y hasta -algo más escondido- del propósito de esta novela por ahora postrera del ciclo. Tras él, Silence, de la cantautora Dos Floris, la canción que el propio Jonathan Coe escuchó en su coche cuando volvía a su casa en Londres después de la que habría de ser la última visita a su madre.
¡¡Pasad unas muy agradables Navidades!! ¡¡Feliz 2026!!
Peter no estaba acostumbrado a oír a su madre hablar así, y no sabía cómo reaccionar. A veces tenía la sensación de que se entendían perfectamente; y otras, como en ese momento, parecía que había kilómetros de distancia entre ellos. A un nivel racional, superficialmente, veía que se había ido apartando de ella y que ya no tenían casi nada en común. Pero a veces seguía habiendo momentos de conexión entre los dos que lo desmentían. En enero, en pleno invierno, ella había ido Londres para hacerle una visita en el Royal College of Music y él la había llevado a un concierto que daban sus compañeros. Su padre no había querido ir, prefirió quedarse en la habitación del hotel toda la noche. La pieza que iban a tocar era el Hymnus Paradisi de Howell, que ni Peter ni su madre habían escuchado nunca. Los asientos del salón de conciertos estaban muy juntos y, como hacía frío dentro, su madre no se quitó el abrigo de piel de imitación, así que se vieron forzados a una cercanía física a la que Peter se abandonó placenteramente en cuanto comenzó la música: era como apretujarse contra una especie de criatura del bosque, cálida, tierna y enormemente reconfortante, salida de un libro de cuentos para niños. En aquel estado medio infantil se dejó llevar por la música, sin saber muy bien qué esperar, y entonces se dio cuenta de que estaba escuchando una de las piezas más conmovedoras que había oído en su vida. Sabía que Howell la había escrito tras la muerte de su hijo, pero aquella obra, lo notó enseguida, trataba de más cosas que la muerte, de más cosas que una tragedia personal. En las desgarradoras disonancias del primer movimiento, en la cristalina y frágil melodía entonada por la soprano en el segundo, podía percibir una expresión de dolor ante cualquier pérdida que él o cualquiera hubiera experimentado nunca (de la inocencia, de la infancia, de una oportunidad, de la esperanza) hasta que la música se fue convirtiendo en un auténtico aullido de dolor ante el hecho más simple y cruel de todos: el propio paso del tiempo. Mientras sentía un cosquilleo en el cuero cabelludo por la tremenda belleza de la música, se inclinó aún más hacia el cuerpo de su madre y supo que estaba sintiendo las mismas cosas, y que aquellos instantes que estaban compartiendo, aunque ya empezasen a formar parte del pasado, nunca los olvidarían, ninguno de los dos. Más tarde, cuando salieron del salón de conciertos, vieron que había comenzado a nevar en la calle y, mientras iba caminando con su madre de regreso al hotel, se cogieron del brazo y cuando miró fugazmente hacia abajo para ver cómo aterrizaban los copos sobre la manga de su abrigo se produjo otro de aquellos momentos imborrables, y la cercanía entre ellos pareció absoluta, inquebrantable.
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