Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 26 de marzo de 2025


WALTER TEVIS. EL BUSCAVIDAS; EL COLOR DEL DINERO

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro continúa esta tarde, por tercera semana consecutiva, la serie dedicada a las siempre fecundas relaciones entre el cine y la literatura. Coincidiendo con esta época del año, tan abundante en celebraciones relacionadas con el séptimo arte -el 8 de febrero, Día mundial del cine, los Goya en la noche del 8 al 9, los Bafta británicos el 16 de ese mismo mes, los Cesar franceses, el 28, y, por fin, los Oscar el 3 de marzo, estamos haciendo girar nuestras emisiones sobre libros de extraordinario valor literario -obras maestras en algún caso- que han tenido un correlato también sobresaliente en la gran pantalla. Así, el 5 de marzo os hablé aquí de Dublineses, de James Joyce, y de la película de John Huston basada en el último de los relatos del libro, el espléndido Los muertos que da título también al filme. Hace siete días, en un programa desbordante por la cantidad de referencias presentadas, el doble protagonismo recaía en Joseph Conrad y uno de sus libros fundamentales, El corazón de las tinieblas, y en Apocalypse now la muy libre y deslumbrante adaptación de la novela que dirigió Francis Ford Coppola. Siguiendo esa misma pauta, hoy quiero proponeros dos muy buenos libros, cada uno de los cuales ha dado lugar a, si cabe, mejores películas. Además, el programa se completa con un tercer título, un texto enciclopédico y misceláneo, una suerte de ameno ensayo divulgativo, que dará pie, por sí mismo, a mi recomendación de un sinnúmero de referencias cinematográficas. 

El buscavidas y El color del dinero son las dos novelas de Walter Tevis llevadas al cine en películas homónimas dirigidas por Robert Rossen y Martin Scorsese respectivamente. En ambas destaca la sobresaliente participación de Paul Newman, de cuyo nacimiento se cumplieron cien años el pasado 29 de enero. Con ocasión del redondo aniversario, la editorial Notorious, de recurrente presencia en nuestro espacio, presentó, a caballo de 2024 y 2025, un formidable volumen de su colección El universo de…, dedicado, obviamente, al actor norteamericano. Paul Newman ya había aparecido en Todos los libros un libro en un par de ocasiones, a propósito de otros tantos libros que contaron con unas más que estimables versiones en celuloide. El primero de ellos, Ni un pelo de tonto, escrito por Richard Russo, fue objeto de una reseña en los días finales de julio de 2017 que solo apareció en el blog del programa por lo que, al no emitirse entonces por coincidir con los días vacacionales en Radio Universidad de Salamanca, quiero recuperarla ahora de modo breve. Además, en fechas más recientes, hace menos de un año, ya en este formato del espacio, comenté Hud el salvaje, una novela no demasiado conocida, aunque valiosa, de Larry McMurtry, cuyo correlato cinematográfico, Hud, dirigida por Martin Ritt, también protagonizó un espléndido Paul Newman, que se erige así en centro absoluto de la presente emisión. Sobre todas estas obras citadas y sobre su muy relevante figura artística quiero hoy dejar aquí mis comentarios. 

Empiezo, pues, por Ni un pelo de tonto. La editorial Navona publicó en octubre de 2016 Ni un pelo de tonto, que ya había visto la luz años atrás (el original es de 1993) en la editorial Anagrama, en una reedición que mantiene la traducción primera de Maribel de Juan. Dos meses después, la misma editorial presentó la “continuación” de ese libro, Tonto de remate, que en versión de Enrique de Hériz apareció por primera vez en nuestro mercado casi al tiempo de su publicación en Estados Unidos. Los dos libros forman parte de una trilogía, presentada bajo títulos parecidos -Nobody’s fool, Everybody’s fool y Somebody’s fool- de la que el tercer volumen no ha sido publicado en España, que yo sepa. Los dos libros que yo he leído nos permiten adentrarnos en el entrañable y divertido, en el melancólico y arrebatador, en el profundamente adictivo universo de Richard Russo, el estupendo escritor norteamericano. En 1994, Robert Benton, un director sin demasiado brillo, realizó una película sobre la primera de las tres novelas, con el protagonismo de un Paul Newman casi crepuscular pero espléndido bordando el papel del tierno Sully sobre el que gravitan los dos libros, y con la aparición en roles secundarios de Jessica Tandy, Melanie Griffith, Bruce Willis y Philip Seymour Hoffman, algunos de ellos ya desaparecidos. 

Ni un pelo de tonto nos sitúa a mediados de los ochenta en North Bath, un pueblo sin especial atractivo en el nordeste de Estados Unidos (la obra completa, con los tres libros, se conoce como North Bath Trilogy). Con un pasado reciente de relativo esplendor, a causa de un turismo que llega atraído por la existencia de unos manantiales de aguas minerales en su demarcación, el agotamiento de esas fuentes acabó también con las posibilidades de expansión del lugar, que ahora languidece, dejándose ir en su insignificancia, ajeno al paso del tiempo, al margen del progreso que pasa a escasos kilómetros por la autopista interestatal que une, desde el sur, a Nueva York con la cercana, por el norte, Canadá, una ruta que hace prosperar, por el contrario, a la vecina -y encarnizada rival- Schuyler Springs, beneficiada por los caprichosos designios de una naturaleza que hace emerger ahora en su circunscripción las benéficas aguas. 

En este escenario vulgar, la trama transcurre en una semana larga cercana a la nevada Navidad, y gira en torno a Donald Sullivan, Sully, un cascarrabias pero simpático sesentón que, divorciado, con un hijo al que apenas ha visto desde que lo abandonó, hace casi treinta años, junto a su madre, amante clandestino -en la medida que el secreto es posible en una comunidad tan pequeña y cerrada en sí misma- de una mujer casada, sin empleo y sin ingresos regulares, medio lisiado a causa de una caída que le destrozó la rodilla, rabiosamente independiente pero en el fondo solitario y perdido, deambula de una chapuza a otra, de una barra de bar a otra, de una timba a otra, de un lío a otro, en una serie de incidentes triviales y anodinos -como lo es la vida en la reducida ciudad-, casi todos muy divertidos, en los que aflora la ironía burlona, la nobleza, la integridad, el alto sentido de la amistad, pero también el desconcierto, la irresponsabilidad, la íntima tristeza de un personaje formidable al que resulta imposible no coger cariño. 

Tres son los aspectos por los que, a mi juicio, la lectura del libro es indispensable, aparte de por la extraordinaria maestría del autor, por la potencia de su narración, por su magnífico talento para los diálogos, por su ingenio y su acerado sentido del humor, por su sobresaliente capacidad para retratar la vida “verdadera”: la inmensa creación de Sully, una figura inolvidable, perfilada con hondura y verdad, con autenticidad, con verosimilitud, un pícaro ingenioso y burlón pero atractivo y humanísimo, con sus conflictos internos, con su pasado tortuoso y su futuro improbable (pese a que en la segunda novela pierde parte de su protagonismo y su presencia es más “lateral” aunque siempre primordial; y en la tercera ya ha fallecido); la soberbia galería de secundarios, hombres y mujeres del común, con sus frustraciones y sus esperanzas, con sus existencias mediocres, con sus ilusorios sueños que ellos mismos saben imposibles desde su encierro en aquel oscuro rincón del mundo; y, por último, la genial descripción -casi podría decir la fotografía- del villorrio, un microcosmos, representativo de tantos pueblos de Estados Unidos -y por extensión de esa enorme parte del país, la que no se concentra en las grandes urbes (la que hace unos meses mayoritariamente votó a Trump)-, que tanto hemos visto en el cine y que, en su “fauna” variopinta, y al margen de opciones políticas, tan bien reflejan las vidas humanas sin relieve (en realidad, la gran mayoría de nuestras vidas de gentes anónimas y sin importancia). 

Sully es, sin duda, en esa tipología tan común en la sociedad norteamericana, un perdedor. Marcado por una infancia difícil, con una relación conflictiva con un padre autoritario y bebedor que sometía a la familia -empezando por la esposa y siguiendo por los hijos- a abusos físicos y verbales, pronto abandona los estudios y una incipiente carrera deportiva y huye de su opresivo hogar para alistarse en las tropas americanas que combatirán a Hitler en la segunda guerra mundial. A su vuelta, los padres fallecidos mientras él luchaba en Europa, su vida va dando tumbos, sin propósito ni aparente destino. Pero su pasado no aflora en la novela más que de un modo indirecto, en las escasas rememoraciones a las que se entrega muy de vez en cuando. Su presente, ya con sesenta años, nos lo muestra viviendo modestamente en el alquilado piso superior de la casa de su antigua maestra, la señorita Beryl Peoples, que le acoge por el afecto que le profesa desde niño. Sully sobrevive trampeando con su desvencijada camioneta en pequeños trabajos que van surgiendo aquí y allá, casi siempre bajo la despótica autoridad de su jefe, el cínico pero afectuoso Carl Roebuck, arreglando una barandilla, cargando unos bloques de hormigón, levantando la tarima de una casa derruida, limpiando la nieve que se acumula en las puertas de los vecinos, sumido en un mar de deudas, acumulando multas impagadas, apostando, sin demasiada confianza, a la triple gemela semanal de las carreras de caballos, engañando -sin malicia- a unos y otros, encontrándose, furtivo, con su amante Ruth -veinte años de apagada y desesperanzada relación adúltera- en moteles escondidos, metiéndose en líos, pasando breves temporadas en la acogedora cárcel del pueblo por diversos incidentes en que -borracho o no- aflora su condición de antiguo camorrista, eligiendo siempre las alternativas menos recomendables, equivocándose -en el amor, en la paternidad, en el trabajo, en las opciones de vida-, fracasando en su existencia mediocre, envejeciendo sin darse cuenta, indiferente al correr del tiempo en sus rituales cotidianos, limitados, insignificantes, grises. Su vida era como el rodaje de una película de bajo presupuesto, se dice en un momento del libro que, sin embargo, nos lo presenta también como un tipo aún atractivo a su edad, consciente de su encanto, simpático, cariñoso y despegado, cachazudo y paciente, escéptico y cáustico, tozudo, olvidadizo e irresponsable. Sully, simplemente, ha desperdiciado su vida, tal y como le augurara su maestra. Su único consuelo -si llega a serlo-, su único atisbo de felicidad, se produce cuando cierra sus caóticas jornadas dando muestras de su humor mordaz en el Hattie’s, en The White Horse o en Jennie’s Pizza, los deplorables y grasientos lugares de encuentro de Bath, mientras bebe cervezas con su cohorte de amigos, a cual más patético. 

Y en su sombrío y conmovedor periplo por la vida, encerrado en las reducidas dimensiones del poblacho, acompañan a Sully una serie de personajes tan tristes y carentes de expectativas como él mismo, y como él adorables. El elenco es admirable, una enternecedora sucesión de fracasados, conmovedores en su incapacidad para encontrar la más mínima posibilidad de realización vital, todos retratados por la maestría de Richard Russo con hondura y verosimilitud. Y así, nos familiarizaremos -y llegaremos, en mayor o menor medida, a quererlos- con la jubilada señorita Peoples, la antigua maestra y actual casera de nuestro protagonista, que habla con su marido muerto y recibe consejos de una máscara africana, mientras mantiene con Sully una entrañable relación de afecto; el vividor Carl Roebuck, que pese a estar casado con la chica más guapa del condado, se acuesta con cuanta mujer se pone a tiro mientras arruina el negocio familiar para el que trabaja esporádicamente el bueno de Sully, con el que mantiene una ambigua pero cordial relación de rechazo y amistad; la citada Toby, la esposa de Carl, sufriente y soñadora, una joven inocente y atractiva de la que Sully está enamorado sin esperanza; Rub Squeers, de limitado intelecto, afable y bonachón, que depende emocionalmente -hasta la obsesión- de su amigo y compañero de tareas Sully; Wirf, el afable abogado de nuestro héroe, enfermo y cojo, un letrado que no gana un pleito desde hace años, capaz de apostar su pierna ortopédica en las inefables timbas de strip poker con su cliente y sus inefables amigotes; el irónico y punzante juez Barton Flatt; Ruth, la amante ocasional de Sullivan, desengañada en su existencia sin horizontes; Zack, su comprensivo y bondadoso marido; la exmujer de Sully, Vera, que ha olvidado -no del todo- a su caótico primer cónyuge con su nuevo esposo, Ralph, que ejerce de “padre” de Peter, el hijo biológico de nuestro protagonista, un profesor universitario que reaparecerá en la vida de su verdadero progenitor inopinadamente tras décadas de alejamiento; Cass, otra mujer frustrada, agostándose tras la barra del Hattie’s, saliendo en pos de su madre -la Hattie que da nombre al bar- cada vez que esta -perdida la razón- huye de casa adentrándose en la nieve en zapatillas y camisón; el agente Douglas Raymer, un deplorable policía, acomplejado e inseguro, cuyo estricto sentido del orden choca con la disparatada espontaneidad del inconsciente y testarudo Sully; el hijo de Beryl Peoples, Clive, un banquero de mediana edad, desdichado e inseguro, que ha depositado todas sus esperanzas vitales en la puesta marcha de un proyecto inversor -La última escapada- que revitalizará la pequeña ciudad; y tantos otros, todos caracteres muy logrados, muy creíbles, hasta reales podríamos decir, fácilmente reconocibles en su corriente vulgaridad. 

Todos ellos pululan -sin parar de hablar, soltando ocurrencias divertidísimas, en diálogos chispeantes, agudísimos, rezumando sorna y sentido del humor- arrastrando su ausencia de perspectivas vitales, su melancólico desencanto, hecho a medias de ironía y aceptación, de desengaño y frustración, por los reducidos escenarios del pueblo, un North Bath emblema, como he dicho, de todos los pueblos de Estados Unidos (y hasta diría de todos los pueblos del mundo), comunidades opresivas, cerradas, endogámicas, cortas de miras, llenas de secretos, de prejuicios, hervidero de rumores, de ambiente irrespirable aunque en el fondo acogedor y confortable, pues favorecen una existencia acomodaticia y sin demasiados problemas. Las gentes de North Bath son conformistas, conservadoras en el peor sentido de la palabra, mediocres, vulgares, simples pero complejos -valga el oxímoron- pero a la vez -quizá por ello- muy humanos, muy normales, muy auténticos, de ahí el extraordinario valor de la novela como notable y fiel reflejo de la realidad, esa realidad que aflora en su máxima expresión y podemos constatar en los momentos -innumerables en ambos libros- en que los vecinos se encuentran, se entristecen y bromean sentados en los taburetes de una barra de bar. 

La mayor parte de estos elementos están también en la película de 1994 en la que un impecable Paul Newman, al borde de los setenta años, y en quien Richard Russo pareciera que hubiese pensado mientras escribía la novela, hasta tal punto “es” Sully, vive bastantes de los episodios del libro que, no obstante, ha sido “depurado”, por obvias razones de concentración temporal, de algunos de sus elementos (ni rastro del conflictivo pasado familiar de Sully, ni de la figura del padre; desaparecida también Ruth y la relación adúltera con el protagonista, entre otras “omisiones” no tan llamativas; sí lo es, sorprendente, una especie de atisbo final feliz alternativo, en nada semejante al del libro). El filme es más que digno, provoca nuestra emoción y nos mantiene atados a la pantalla con una sonrisa agridulce. Contribuyen a ello, claro está, no solo la base literaria de la que procede, cuyo espíritu, en general, se conserva, sino también el muy bien elegido elenco, empezando por el espléndido Paul Newman, siguiendo por la añorada Jessica Tandy, y finalizando por el resto de secundarios -todos tan jóvenes, tres décadas atrás: Melanie Griffith en el papel de Toby Roebuck; Bruce Willis como Carl, su marido; el malogrado Philip Seymour Hoffman, en su episódica aparición como el policía Raymer; y otros actores menos conocidos -sus nombres, no sus caras, que seguro os sonarán si revisáis la película-, como Pruitt Taylor Vince, inmenso en el rol de Rub, o Philip Bosco encarnando al socarrón juez Flatt. Yo recuerdo haber visto la película en su estreno en salas y he vuelto a revisarla ahora y, aunque se le nota -sobre todo en aspectos estéticos y formales- el paso del tiempo (treinta años son una eternidad cuando se está reflejando la vida cotidiana, tan cambiante a estas alturas del siglo), sigue mereciendo la pena. 

Walter Tevis, de cuya muerte se cumplieron hace unos meses los cuarenta años, fue un escritor de San Francisco, profesor de Literatura inglesa y Escritura creativa en la Universidad, con una obra breve pero significativa y de importante repercusión, sobre todo porque cuatro de sus seis novelas han sido trasladadas al medio audiovisual con un extraordinario éxito de público y crítica. Las referidas El buscavidas, de 1959 y El color del dinero, de 1984, de las que me ocupo esta tarde, con la excusa (innecesaria, pues ambas son magníficas por sí mismas) de la presencia en ellas de Paul Newman; El hombre que cayó a la tierra, de 1963, una extraña obra de ciencia ficción (que junto con el billar -que hoy centrará nuestro espacio- eran, al parecer, las dos grandes pasiones del escritor), que en su adaptación cinematográfica, dirigida en 1976 por Nicholas Roeg, protagonizó un doblemente alienígena David Bowie; y la de mayor actualidad en estos últimos años, Gambito de dama, publicada en 1983 y convertida en serie en 2020. Las tres películas pueden verse en Filmin y la serie en Netflix. La obra de Tevis, de recepción algo caótica en nuestro país, con ediciones en distintos sellos (El buscavidas y El color del dinero en la extinta editorial Alamut, El hombre que cayó a la tierra y Gambito de dama en Alfaguara, entre otras), ha sido acogida recientemente en el seno de Impedimenta, que ha presentado las otras dos novelas de Tevis, Sinsonte y Las huellas del sol, ha recuperado en una nueva traducción de Juan Trejo la casi inencontrable El buscavidas, y promete publicar este año sus relatos cortos. 

El buscavidas es, pese a no tratarse de una obra maestra literaria, una novela espléndida. Alamut, una editorial que parece inactiva desde hace casi una década, la publicó en 2009, en una edición hoy descatalogada, traducida por Rafael Marín. La novela, que se desarrolla en el mundo del billar profesional, como su continuación, la referida El color del dinero, nos presenta a Eddie Felson, “Eddie el Rápido”, un joven (no parecía tener más de veinticinco años, leemos; aunque en El color del dinero, su “secuela” -llamémosla así, con no poca imprecisión-, que recupera a los mismos personajes veinte años después, se afirma que tiene cincuenta), atractivo y de presencia magnética (aspecto agradable, ojos brillantes, sonrisa extraordinaria) jugador de billar que viaja por diferentes ciudades desafiando a jugadores de alto nivel con el objetivo de hacerse un nombre en el particular universo del billar. Eddie domina el juego en sus muchas variantes y su indudable talento, casi instintivo, ante el tapete verde y sus marfileñas bolas, lo hacen mostrar una -en apariencia- gran seguridad en sí mismo que se traduce, las más de las veces, en arrogancia e imprudencia con un punto de fanfarronería. Eddie es, en la jerga billarística, un buscavidas, un estafador (The hustler es el título original de la novela), un timador que se gana la vida en los salones de juego engañando a aficionados de poca monta, a ingenuos aspirantes a convertirse en profesionales y a bocazas de toda laya que se creen figuras del billar. Acompañado por su mentor, Charlie, que oficia de gancho en los timos, Eddie viaja de ciudad en ciudad, desafiando a sus rivales, ante los que simula hábilmente torpeza e impericia, combinadas también con muestras de entusiasmo, decisión y una fuerza de voluntad a prueba de fracasos, apostando una y otra vez, con frecuentes pérdidas, hasta que sus contrincantes, picado el anzuelo, convencidos de encontrarse ante un pardillo inconsciente que, temerario, no duda en subir las apuestas, se enlazan una partida tras otra hasta acabar “desplumados” por quien acaba por revelarse un jugador excepcional. 

Sus dudosas prácticas, al ser conocidas ya en la California de donde procede, le obligan a dejar atrás su entorno y dirigirse a otras tierras a las que solo ha llegado su fama de gran jugador (Dicen que es el mejor. Dicen que tiene auténtico talento. Los tíos que lo han visto jugar dicen que es el mejor que hay). Viajará así a Chicago -el lector no ha pasado aún de las diez primeras páginas del libro- con la intención de enfrentarse a Minnesota Fats, un nombre mítico en el billar del país, que, escéptico (¿Y quién es, ese Eddie el Rápido? ¿Hace seis meses alguien había oído hablar de Eddie el Rápido?), esperará su llegada. 

La novela es relativamente breve -hecha, además, en su mayor parte, de diálogos-, poco más de doscientas páginas divididas en veintiún cortos capítulos, de los cuales uno de los primeros, portentoso, el más largo e intenso de todos, narra, en el episodio nuclear del libro, el interminable desafío, cuarenta horas de extenuante y agotadora, emocional y psicológicamente, partida, entre Eddie y el casi siempre impertérrito “Gordo de Minnesota”, que no solo es un formidable jugador, sino que posee una habilidad, una paciencia y un control emocional de los que Eddie, poseído por su audacia algo insolente y a menudo irresponsable, carece. 

Tevis no solo cuenta los acontecimientos “externos” de la vida de Eddie -sus innumerables partidas, los garitos que frecuenta, los personajes con los que se topa, la relación que entabla con Sarah, una joven a la que conoce una noche en la cafetería de la estación de autobuses de Chicago, sus complicados vínculos con su “representante” Charlie, al que abandonará, y Bert, que acabará por ser su algo sinuoso consejero-, en un ámbito que, por sí solo, ya merecería la lectura de la novela, sino que, además, en la dimensión más interesante del libro, nos traslada la complejidad del alma de Eddie, de su personalidad difícil y multifacética: un hombre decidido, poco escrupuloso, indisciplinado, atrevido, ambicioso, despreciativo, manipulador, de nula empatía y con una peligrosa tendencia a subestimar a sus rivales. Pero, a la vez, se nos muestra, en el fondo, vulnerable e inseguro, necesitado de reconocimiento y autoafirmación, con una suerte de inocencia algo infantil. Su fachada de independencia y confianza, de suficiencia y control, esconde un hombre necesitado de vínculos, de conexión emocional, de estabilidad. Ambos planos -externo e interno- discurren en paralelo y así, las disputas en las mesas de billar, los conflictos con Charlie y Bert, las vicisitudes de su trato con Sarah, se entrecruzan de continuo con las batallas con sus propios demonios interiores, de modo que su lucha por la grandeza en el billar, por el éxito, por alcanzar la cumbre en el juego, resulta ser, también, la manifestación de la tortuosa búsqueda de su propia identidad. 

Aparte de los aspectos mencionados, El buscavidas interesa por otras muchas razones: la espléndida recreación -fruto sin duda del conocimiento personal del autor- de los ambientes del juego, la atmósfera de las salas (El lugar era grande, más aún de lo que había imaginado. Era familiar, porque el olor y el aspecto de un salón de billar son iguales en todas partes; pero también era muy distinto. Victoriano, con grandes sillones de cuero, grandes lámparas de latón ornado, tres altos ventanales con tupidas cortinas, una sensación de espacio, de elegancia), las densas nubes de humo, el alcohol, las oscuras vestimentas de los parroquianos, la luz cegadora sobre el tapete, los espectadores concentrados y expectantes, los duelos intensos, la zozobra y la presión de los jugadores, las vicisitudes de las partidas, los pormenores de las distintas jugadas, las particularidades de los tacos, la tiza azulada, el sonido de las bolas, los billetes que cambian de manos; tal y como se refleja en el magnífico texto que dejo como acompañamiento final a esta reseña. 

Espléndida es, también, la caracterización de los personajes secundarios, singularmente Sarah Packard, una mujer marcada por su cojera, secuela de una polio infantil, por su vida solitaria, por su fuerte dependencia del alcohol, luchando -en un evidente paralelismo con Eddie, ambos necesitando restañar sus heridas emocionales- por encontrar su lugar en el mundo. La relación entre ambos, en apariencia desapegada y algo fría, meramente “utilitaria” por ambas partes, es intensa y turbulenta, y revela la necesidad mutua de afecto, reconocimiento y comprensión. La obcecación del joven con sus proyectos billarísticos, su preterición del sentimiento frente a la obsesiva voluntad de éxito, acentuarán la sensación de desvalimiento de los dos, revistiendo a la novela de una dimensión trágica, sombría y de una melancólica tristeza, en otro de los logros, a mi juicio mayores, de la novela. A través de los diálogos, casi exclusivamente, Tevis dibuja un retrato de Sarah, de sus cicatrices y su fracaso, de una singular profundidad psicológica. Sin esta hondura y también perfilados con pinceladas son notables las representaciones de Minnesota Fats o de Bert Gordon. 

Este estilo despojado del relato, construido, como digo, sobre los diálogos entre los personajes, con una prosa sencilla, un lenguaje claro y directo (en el que proliferan términos y expresiones específicas de billar (buchaca, bola tacadora, en sus versiones en español, que el traductor introduce con, imagino, pertinencia), la narración en tercera persona, el convincente realismo en el habla, en las descripciones (El whisky le había afectado más de lo que creía. Tropezó con una anciana cuando salía por la puerta, una mujer encogida y mal vestida que llevaba un ejemplar de Photoplay bajo el brazo. Ella lo miró con mala cara. Eddie frunció el ceño, la sorteó y salió por la puerta), el ritmo ágil, la soberbia graduación de la tensión en los lances del juego, en las apuestas, en las idas y vueltas, en las victorias y derrotas, de la peripecia de Eddie, contribuyen a reforzar la valía del libro y hacen de la lectura de la novela (que se lee, bien concentrado el lector, en un par de tardes) una experiencia sobresaliente. 

Y a ello contribuyen, por fin, los principales temas tratados que, pese a remitir a tópicos bien conocidos en la literatura y el cine, sobre todo los norteamericanos (el ambiente, la ética y la estética de las películas de boxeo o los western, con los que hay muchas concomitancias), resultan iluminadores en un relato que Tevis trufa de reflexiones y pensamientos de índole más o menos filosófica, puestos en boca de sus personajes: el juego, en sus dos frentes, deporte y apuesta, como metáfora de la vida; el viaje (no necesariamente físico, sino también moral o psicológico: de California a Chicago, del anonimato a la fama, de la derrota a la redención, de la juventud irreflexiva a la madurez desencantada aunque adulta) como leitmotiv y explicación última de la existencia; las lecciones de la vida; la importancia de ciertos momentos cruciales en los que todo se decide; la voluntad y la determinación -también la adicción y la huida y la autodestrucción (presentes también, de manera notoria, en Gambito de dama)-; la creatividad y el talento frente al esfuerzo y la superación; el éxito y el fracaso; la ascensión y la caída; el crecimiento personal y el sacrificio; la soledad y la necesidad de vínculos; la dificultad del amor; la independencia y el compromiso; el poder y la manipulación; la inocencia y la hipocresía. Una novela, en suma, más que apreciable que dio lugar a una película prodigiosa, una obra maestra del cine. 

La cinta, del mismo título que el libro, la dirigió en 1961 Robert Rossen con sus cuatro principales intérpretes en actuaciones sobresalientes: un espléndido Paul Newman con entonces treinta y cinco años; la no tan conocida pero excelente Piper Laurie; Jackie Gleason, que borda el papel de Minnesota Fats; y George C. Scott, en una de sus primeras apariciones en la gran pantalla con una deslumbrante interpretación en un rol, el de Bert Gordon, con bastante mayor presencia que en la novela. La película obtuvo nueve nominaciones a los Oscar correspondientes a ese año, entre ellos los de mejores película, director, actor y actriz principales, actor secundario, con doble mención para Gleason y Scott (que estaba en contra, por principio, de estos premios, siendo coherente con este planteamiento cuando por fin obtuvo, y rechazó, años después, el galardón por su participación en Patton), y guion adaptado, además de otros dos en categorías técnicas, dirección artística y fotografía en blanco y negro, que serían, a la postre, los únicos alcanzados. 

La película mantiene, en lo esencial, la base del libro de Tevis. Están, así, la trayectoria previa de Eddie Felson como buscavidas del billar, la llegada a la ciudad para enfrentarse a Minnesota Fats, su interminable y crucial partida con él, el encuentro con Sarah y el resto de las vicisitudes que recogía la novela. Rossen solo se desvía de esa trama argumental en un episodio intercalado -de peso sustancial- que afecta a Sarah y que no voy a desvelar. También, como he apuntado, el personaje de Bert Gordon, manteniendo los rasgos psicológicos, la actitud y las pautas de su relación con Eddie, se abre, sin embargo, a otra faceta, que tampoco quiero revelar, que acentúa el carácter frío, duro y hasta taimado y peligroso que en el libro solo se esbozaba. Por lo demás, se trata de una transcripción fiel, a mi juicio, de la letra -con la recreación de las partidas, el ambiente del billar e, incluso, algunos diálogos “calcados”- y el espíritu -el éxito y el fracaso, la irreprimible atracción del juego, el amor como refugio, la inocencia impulsiva y la razón ordenada, la caída y la redención, el dinero y la fama, la inspiración y el arte, la soledad y la adicción- de la novela. 

Son, sin embargo, más allá de ese entramado común, los elementos estrictamente cinematográficos de la película en donde ésta se eleva sobre la ya valiosa calidad del libro para alcanzar cotas memorables. Es el caso, por ejemplo, de la magnífica fotografía -merecidísimo el Oscar a Eugen Schüfftan-, de un blanco y negro excelso, el juego de sombras, de luz y oscuridad, que nos traslada a la opresiva penumbra de las salas de billar y que subraya la tensión en los rostros de los jugadores, la atención inquieta de los espectadores, la densa atmósfera, en fin, de aquellos entornos vinculados estéticamente, merced a los claroscuros de la fotografía, con el cine negro norteamericano de los años treinta y cuarenta. A ello contribuye también la dirección artística -premio, muy justo también, para Harry Horner y Gene Callahan en esta categoría fundamental en la que, sin embargo, no siempre reparamos-: la ambientación de los locales de juego, el mobiliario, las habitaciones de los hoteles baratos, el apartamento de Sarah… Soberbia es también la labor del director, que despunta en la planificación, los encuadres variados, los encadenados, los movimientos de cámara y los de los personajes, en una suerte de construcción “coreográfica” (los movimientos de Fats ante la mesa de billar parecen de ballet) del espacio y de sus ocupantes (a mí me ha recordado, en este último y enésimo visionado, a Doce hombres sin piedad, que había dirigido Sidney Lumet cuatro años antes). Espléndido el montaje, con planos superpuestos, la combinación de panorámicas y planos de detalle, la presentación -moviéndose entre la aceleración y la calma- de los lances del juego, las constantes elipsis, algunas de ellas inolvidables. En este sentido, es muy notable, también, el uso de los efectos de sonido, el entrechocar de las bolas, el roce de la tiza en los tacos, el “trac” de la tronera dando prueba -sin que la cámara lo muestre, solo a través del sonido- de la exitosa finalización de una jugada. Y en relación con la dimensión “auditiva” del filme, no quiero olvidarme de su banda sonora, un prodigio de espléndida música de jazz, creada por Kenyon Hopkins (compositor, igualmente, de la música de Doce hombres sin piedad), de la que os dejaré una intimista y melancólica pieza como cierre a esta reseña. 

De todo este virtuosismo técnico de la película hablan largo y tendido Antonio Muñoz Molina, Antonio Giménez-Rico y Juan Miguel Lamet en el legendario programa de José Luis Garci en Televisión española, ¡Qué grande es el cine!, que abrió hace treinta años -exactamente el 13 de febrero de 1995, precisamente con este El buscavidas que hoy comento- su inolvidable serie de cerca de cuatrocientas emisiones centradas en otros tantos títulos fundamentales de la historia del séptimo arte. No deberías perdéroslo; podéis encontrarlo en YouTube. 

El color del dinero no está, ni en su versión literaria (la española que yo he leído es de Alamut de 2010, en la traducción de Rafael Marín, como la de El buscavidas) ni en la cinematográfica, a la altura de su predecesora, siendo, sin embargo, una obra valiosa en sus dos manifestaciones. Tevis publicó la novela en el verano de 1984, apenas dos semanas antes de su fallecimiento en Nueva York el 9 de agosto a causa de un ataque cardíaco al que no le eran ajenos, probablemente, ni su alcoholismo ni su condición de fumador durante décadas. Ambas circunstancias influyeron, también, en su silencio durante casi dos décadas: dos novelas hasta 1963 (entre ellas El buscavidas, de, como ya he señalado, 1959) y otras cuatro a partir de 1980, con El color del dinero como cierre abrupto de su carrera (y de su vida). Esos veinte años de “parálisis” creativa personal tienen un indudable reflejo en el planteamiento de su novela casi póstuma y en las circunstancias en que se desenvolverá en ella su personaje. En efecto, estamos en 1983, en el comienzo de la era Reagan, con las consecuencias de la crisis económica muy presentes en Estados Unidos y, consecuentemente, en el libro. Eddie Felson tiene ahora cincuenta años. Su mundo de hace veinte ha desaparecido. Sarah ha quedado atrás, el retorcido Bert Gordon murió un década atrás, ya no queda nadie que sepa jugar al billar. Nadie salvo Minnesota Fats, ahora con sesenta y cinco años, que vive retirado en Florida. El libro comienza cuando Eddie localiza a su legendario contrincante para intentar una última apuesta que lo salve de su fracaso. Envejecido, con un matrimonio sin amor y fallido a sus espaldas, con una nada destacada trayectoria con escarceos en partidas de poca monta en lugares sin importancia, habiendo perdido el salón de billar que regentó durante ese tiempo y que acabó en liquidación para pagar la pensión alimenticia a su exmujer, Martha, harto de su rutina pequeñoburguesa, fracasado en trabajos de supervivencia (Pero ¿qué otra cosa le quedaba? Eran tiempos difíciles. El periódico que tenía sobre las rodillas decía que International Hervester había cerrado sus instalaciones en Fort Wayne. La gente hacía cola desde antes del amanecer para conseguir empleos en los que Eddie estaba seguro de que no aguantaría ni una semana. Operario de máquinas. Periodista. Fontanero. Y ni siquiera había terminado los estudios secundarios. Tenía trece mil dólares en el banco, y eso era todo. Tendría que terminar con esa vida sin objetivos, o acabaría descargando coles para al A&P), consciente de haber desaprovechado su talento (Había llevado una vida sin emociones durante veinte años, recordando de vez en cuando las partidas de billar que había jugado de joven), cansado de esa vida sin propósito (Mi vida está desmoronándose (…) Mi esposa se ha ido y mi salón de billar se ha ido. Mi juego no es ni la mitad de lo que era. Menos de la mitad), agobiado por el sinsentido de su existencia (Era una sensación a la que no se atrevía a dar nombre. Era pesar. Lo mejor de él había muerto, y estaba apesadumbrado por la pérdida), Felson intenta “revivir”, convenciendo a El Gordo de que juegue al billar de exhibición con él en una gira por el país -muy mal pagada- patrocinada por un programa de televisión. A regañadientes, Fats, que se conserva en forma, vuelve, pero la experiencia resulta frustrante. Casi dos tercios del libro se “consumen”, sin demasiado interés, en la descripción de esas partidas anodinas, entreveradas con el relato de las circunstancias de su relación con Arabella, una elegante mujer divorciada de un catedrático universitario. Los capítulos se suceden entre el patético deambular por los espectáculos televisivos, algún trabajo ocasional como vigilante de un salón recreativo, la convivencia con la mujer, plácida pese al ostensible desajuste de Eddie con el refinado ambiente universitario de ella (Sabía que a él no le correspondía estar allí ni por educación ni por clase social), y una delirante iniciativa “emprendedora” de la pareja, una galería de arte popular, de cuyos altibajos se nos da cuenta en decenas de páginas absolutamente prescindibles (en una suerte de pegote artificioso). 

Solo a la altura de la página ciento ochenta -de las trescientas del libro-, Eddie, que acepta por fin que el mundo de las apuestas clandestinas en los salones de billar que había frecuentado en el pasado ha desaparecido definitivamente, se decide a participar en un torneo “oficial” con sustanciosos premios, pese a la indignidad que ello supone en su recorrido de buscavidas (Era el primer torneo de billar en que Eddie participaba. En su juventud, los grandes jugadores por dinero —Wimpy Lassiter, Ed Taylor, Fats— no hubieran soñado jamás en presentarse de este modo a la luz pública). La novela se adentra así en su vertiente más interesante, la que conecta con el universo recreado en el libro anterior. El lector asiste, hipnotizado, a las partidas, y aunque la atmósfera es muy distinta (ya no estamos, como veinte años atrás, en los oscuros garitos que lindan peligrosamente con la delincuencia, repletos de individuos no menos dudosos, sino que las competiciones se celebran en modernos y lujosos hoteles; el juego decisivo en el monumental Caesar’s del lago Tahoe, con maestros de ceremonias en smoking que presentan las partidas, camareras en minifalda y jugadores que abordan las mesa de juego ataviados al efecto), el talento de Tevis transmite los lances del juego, la tensión, los desafíos, también las apuestas, la emoción y hasta el suspense derivado de la sucesión de eliminatorias, en un tratamiento del billar que, una vez más, colinda con planteamientos semejantes a los de la literatura y el cine con temática deportiva, singularmente la centrada en el boxeo, y los intensos duelos del western. Los rivales de Eddie son ahora muy jóvenes (llenos de cocaína y pastillas, que sustituyen al alcohol de su época), y en su arrogancia, en su chulería, en su irreverencia, también en su talento, se ve a sí mismo hace veinte años. La novela entra así en lo que, a mi juicio, es su dimensión esencial: el ansia del protagonista por resistir frente al empuje de quienes, por la mera fuerza de la naturaleza, por ley de vida, vienen a destronarlo, por luchar frente al paso del tiempo (se verá obligado a ponerse gafas para jugar, en un detalle revelador), por encontrar fuerzas para no convertirse ya -como durante todo el anodino tiempo anterior ha hecho- en un cadáver ambulante: Necesitaba algo que funcionase bien en su vida, aunque solamente fuera una mesa de billar en perfecto estado, con su nuevo tapete verde tenso y limpio, los cojines de goma bien instalados, la superficie nivelada. Al comenzar otra vez a jugar, al poner su habilidad y su coraje en acción, había despertado en su espíritu algo que no era fácil de apagar. Pese a ello, pese a esta supuesta nobleza de espíritu en la voluntariosa batalla de Eddie, hay para él un elemento de más entidad, que encierra otra de las claves -quizá la principal- del libro, que aflora en él de continuo, el dinero. Podía amar el juego del billar y los instrumentos, de este juego, la madera y el paño, la resina fenólica de las relucientes bolas, el acabado fálico de su taco, los colores y los sonidos del billar. Pero lo que amaba por encima de todo era el dinero

Martin Scorsese dirigió en 1986 la película basada en el libro. Más allá de su título, de desarrollarse en el mundo del billar, recogiendo su espíritu y su atmósfera, y de la participación de Paul Newman repitiendo en el rol de Eddie el Rápido, ni la trama ni los personajes tienen nada que ver con la película original. Con guion de Richard Price, la cinta cuenta con un reparto encabezado por un Paul Newman sesentón pero aún con un empaque y un atractivo considerables, un jovencísimo Tom Cruise, mostrando ya entonces sus tics actorales más artificiosos y característicos, Mary Elizabeth Mastrantonio, Helen Shaver, John Turturro y, en un papel episódico, un también muy joven Forest Whithaker; junto con el cameo de Iggy Pop y de algunas leyendas del billar norteamericano. La banda sonora, espléndida, como es habitual en las películas de Scorsese, corre a cargo de Robbie Robertson, el que fuera mítico líder de The Band y acompañante durante años de Bob Dylan (el director italoamericano filmó en 1976 el concierto The Last Waltz, con presencia de ambos músicos entre un largo elenco de primeras figuras de la historia de la música popular del último medio siglo; un clásico, un título clave, pionero, de los documentales del rock). En El color del dinero suenan canciones de Don Henley, Eric Clapton, Robert Palmer, Willie Dixon, Mark Knopfler, B.B. King, Warren Zevon y el propio Robbie Robertson con Gil Evans. 

La película continúa la historia de Eddie en El buscavidas, pero veinte años después. Felson todavía juega al billar, pero no por dinero ni con los jugadores peligrosos y de alto riesgo que lo expulsaron del juego. Ahora es un vendedor de licores, un vendedor exitoso, a juzgar por el gran Cadillac blanco con el que se mueve. Una noche, mientras charla en la barra de su local con Janelle -trasunto desvaído de la Arabelle del libro-, una camarera que parece ser su amante de toda la vida, observa a un chico jugando al billar, un chaval, un niñato excéntrico, indisciplinado, impulsivo, arrogante, presuntuoso, altanero, aunque brillante jugador que, entre poses excesivas, movimientos extravagantes de cara a la galería y provocaciones a sus rivales, destroza con una suficiencia pasmosa a cuantos se le enfrentan en la mesa de juego. El chico, Vincent Lauria, está acompañado de su novia, Carmen, unos años mayor que él y más curtida y con mucha más experiencia que su ingenuo “partenaire”. Eddie ve en Vince a su álter ego y, sobre todo, ve las posibilidades de moderar sus excesos y explotar su talento en una carrera que puede hacerles ganar mucho dinero. Convertido en su tutor, los tres recorren diferentes ciudades norteamericanas jugando y apostando, engañando a incautos con las sabias enseñanzas de viejo “buscavidas” de Eddie, y derrotando abiertamente, sin añagazas, a muy buenos jugadores. Por entre las partidas, la historia presenta los particulares vínculos que se crean entre los personajes: la cálida y apacible relación entre Eddie y Janelle, los enfrentamientos de Vince y Eddie, la ambivalencia del trato entre la pareja joven -el impetuoso amor romántico y la tensión entre la inocencia del chico y el cinismo frío de Carmen-, el desafío implícito entre ésta y Eddie. Estos diferentes hilos acaban por confluir en la competición final -esta vez en Atlantic City- en la que se resuelven el torneo de billar y -aunque no del todo- los conflictos entre todos ellos. 

El nombre de Scorsese garantiza normalmente un “producto” cinematográfico de calidad, con una cinematografía repleta de obras maestras como Taxi Driver, Toro salvaje, Goodfellas, La edad de la inocencia o Casino, entre otras muchas. Sin embargo, El color del dinero no cumple, a mi juicio actual -yo vi la película en su estreno en España, en 1987, y me entusiasmó-, con las expectativas que el prestigio del director puede hacer esperar. Hay, como no podía ser de otra manera, más de una manifestación del talento del maestro, rozando el virtuosismo: la genialidad de los movimientos de cámara, el ágil montaje, la superposición de imágenes, los primeros planos de los rostros -sobre todo el de Eddie, de un magnetismo irresistible-, la brillante realización de las escenas de las partidas, las jugadas, el entrechocar de las bolas sobre el tapete verde, las intrigas y manipulaciones en las apuestas. Pero el tratamiento del “tema” roza lo convencional, un deslizarse, sin demasiada originalidad por los tópicos trillados del género del deporte en el cine. El viejo profesional deslumbrado por el talento del presuntuoso e insolente joven; el chico que quiere destronar a su maestro; el hombre mayor que ve en la súbita y provocadora irrupción del aprendiz tanto la posibilidad de reverdecer viejos éxitos como la amenaza latente de su propio declive, de su insignificancia ante la fuerza de las nuevas generaciones que le envían, inequívoco, el mensaje de su obsolescencia. Una película apreciable, sin embargo, que se ve y se disfruta con interés. 

Y ya sin tiempo, sobrepasados con creces los límites de esta reseña, dejo un muy breve apunte sobre mi última propuesta de esta tarde. Paul Newman que ganó con El color del dinero su único Oscar “competido” (obtuvo otro honorífico y un premio humanitario) tuvo una apreciada y exitosa carrera como actor (con, por seguir con los Oscar, once nominaciones a los galardones hollywoodienses, entre ellos los correspondientes a sus interpretaciones en las cuatro películas que he comentado esta tarde, Hud, Ni un pelo de tonto y las dos basadas en las novelas de Tevis), con sobresalientes participaciones en títulos inolvidables del séptimo arte. De su excepcional carrera artística se ocupa por extenso un libro formidable del que ya no puedo sino citar su referencia. En su colección El universo de…, de la que he hablado aquí en numerosas ocasiones a partir de muchos de sus indispensables volúmenes, la editorial Notorious presentó hace apenas tres meses, coincidiendo con el centenario del actor, su monografía sobre Newman, una obra miscelánea -como lo son todas las de esa misma serie- en la que una veintena de periodistas, críticos y expertos cinematográficos (Carles M. Agenjo, Juan Luis Álvarez, David Felipe Arranz, Gregorio Belinchón, Iván Cerdán Bermúdez, Marco Da Costa, Carlos Díaz Maroto, Jose Fernández, Espido Freire, Gonzalo González Laiz, Jaime Iglesias, Juan Ramón López, Luis López Varona, José Madrid, Ael Mallor Plou, Eduardo J. Manola, Carlos Marañón, Alicia Mariño, Alejandro Melero Salvador, Diego Moldes, Ernesto Pérez Morán, Xavi J. Prunera, Mary Carmen Rodríguez, Adrián Sánchez, José Luis Sánchez Noriega, Julio Vallejo, Joaquín Vallet, y Fran Ventura) analizan, en más de trescientas páginas, cuanto aspecto resulta relevante para conocer la trayectoria actoral del mito. 

El libro está dividido en dos grandes secciones. En la primera se recogen breves reseñas sobre sesenta de sus películas, incluyendo algunas de las seis en las que se desempeñó como director. En la segunda, una suerte de completísima enciclopedia de unas cuarenta y cinco entradas, se examinan diversos temas definitorios de su cinematografía y se repasan los vínculos con distintos actores, actrices y directores de presencia significativa en su carrera. Con la acostumbrada brillantez formal y el abundantísimo despliegue gráfico típicos de la editorial, El universo de Paul Newman es una joya de consulta imprescindible para cualquiera interesado en conocer más al personaje y sirve, sobre todo, como una muy documentada guía para adentrarse en el sugestivo repaso de su filmografía. 

Con su acelerada mención cierro mi múltiple propuesta de esta semana, no sin antes ofreceros un significativo fragmento de El buscavidas, que recrea la atmósfera de los salones de billar, y un tema extraído de la banda sonora de la película homónima. Sarah’s Theme, compuesta por Kenyon Hopkins, es una delicada pieza jazzística que evoca el personaje de Sarah en la cinta. 


Un salón de billar por la mañana es un lugar extraño. Tiene etapas; una metamorfosis diaria, la muda de pieles diversas. Ahora, a las nueve de la mañana, podría haber sido una gran iglesia, silenciosa, con el sol entrando por las vidrieras, recogida en sí misma, la caoba maciza y atemporal de las grandes mesas, los tapetes verdes discretamente ocultos por cobertores de hule gris. Las recias escupideras de latón se alineaban a lo largo de ambas paredes entre las altas sillas con asientos de cuero honrado y duradero, pulidas para recuperar su antiguo brillo, y por encima de todo, el alto techo abovedado con sus cuatro grandes lámparas y su claraboya de muchos paneles, pues esto era la planta superior de un edificio antiguo y venerable que, cuadrado y feo, alzaba sus insignificantes ocho plantas en el centro de Chicago. La enorme sala, con las sillas de respaldo alto de los espectadores agrupadas reverentemente alrededor de cada una de las veintidós mesas, podría haber sido un santuario, una catedral desvencijada. 

Pero más tarde, cuando llegaban los encargados de las mesas y el cajero, cuando se conectaban los ventiladores del techo y cuando Gordon, el encargado, ponía música en su radio, entonces la sala adoptaba la cualidad que es característica de la vida diaria de esos lugares que están verdaderamente vivos de noche; la cualidad que tienen a media mañana los clubes nocturnos, o los bares, y los salones de billar de todo el mundo: la gran sala casi vacía donde resonaba el roce de unos pocos pies, el ocasional tintineo del cristal o del metal, el sonido de las escobas, de las mopas, de muebles al ser movidos, y la música casi irreal que suena en las radios. Y, sobre todo, la sensación de que el lugar no estaba todavía vivo, pero se hallaba ya en los comienzos de la resurrección vespertina. 

Y luego, por la tarde, cuando empezaban a llegar en serio los jugadores, y empezaba el humo del tabaco y los sonidos de las bolas duras y brillantes golpeando entre sí y el chirrido de la tiza contra las duras flechas de cuero de los tacos, entonces comenzaba la fase final de la metamorfosis que ascendía hasta el máximo cuando, ya bien entrada la noche, los jugadores casuales y los borrachos se marchaban, dejando sólo a los concentrados y los furtivos, que observaban y apostaban, mientras otros (un grupo pequeño y diverso de hombres, vestidos de oscuro o de colores vivos, que se conocían todos pero rara vez hablaban) jugaban partidas silenciosas de brillante e intenso billar en las mesas del fondo de la sala. En esos momentos, este salón, el Bennington, cobraba vida de una manera clara.

Videoconferencia
Walter Tevis. El buscavidas; El color del dinero

miércoles, 12 de marzo de 2025


JOSEPH CONRAD. EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS

Todos los libros un libro continúa esta semana con la serie, que iniciamos hace siete días, centrada en libros de calidad -alta literatura en casi todos los casos- que han sido objeto de una traslación, a menudo también magistral o, en cualquier caso, sobresaliente, a la gran pantalla. Esta conjunción de los universos literario y cinematográfico, en una pauta recurrente en el espacio, que en sus quince temporadas de existencia ha dejado varias decenas de interesantes muestras, tuvo su primera manifestación por este curso en Dublineses, la excepcional recopilación de relatos (es más que eso, se trata de una obra completa, cerrada en sí misma, integral, que trasciende la mera acumulación de narraciones autónomas) de James Joyce, uno de cuyos cuentos, el que cierra el libro, Los muertos, fue objeto de una muy fiel y también formidable, emotiva y bellísima adaptación al cine en una película del mismo título dirigida por John Huston en los postreros pero aún así fecundos momentos de su larga y brillante trayectoria como artista. 

Y si la dupla Joyce/Huston nos trae a dos creadores inconmensurables, en el Olimpo, cada uno de ellos, de sus respectivos ámbitos, la que esta tarde os presento no es menos deslumbrante y prestigiosa: Conrad/Coppola, dos nombres esenciales en la historia de la literatura, el primero, y del cine, el segundo. El nexo que los une, como se puede adivinar fácilmente, es El corazón de las tinieblas, la novela breve del polaco expatriado que escribía en inglés, y su singular y también excepcional recreación fílmica, la desbordante y excesiva Apocalypse Now

Vayamos, pues, en primer lugar, con el libro. Heart of Darkness, en su título original (los traductores a nuestro idioma suelen optar por “tinieblas” aunque “darkness” es, literalmente, “oscuridad”, y este segundo vocablo se repite de continuo en el texto), fue escrita por Joseph Conrad en apenas dos meses, entre finales de 1898 y comienzos de 1899, para acabar publicándose en tres entregas, entre febrero y abril de este último año, en Blackwood’s Magazine, con ocasión de la llegada de la revista a su número mil. Tres años después aparecería incluida en el libro Juventud y otras dos historias, para, pronto, tener una edición ya independiente. Reconocida universalmente -pese a las críticas, que luego veremos- como un clásico, en nuestro país tuvo una recepción algo tardía, siendo de 1931 la primera traducción al castellano. Desde entonces, obviamente, se ha multiplicado la presencia editorial de la novela en España, con profusión de publicaciones de las que hoy os traigo hasta cuatro, cada una de ellas interesante por motivos de distinta índole. 

Yo leí por primera vez El corazón de las tinieblas -sin apreciar su hondura, dada mi incultura juvenil, más desmesurada que la actual ignorancia casi senil- en la edición de bolsillo de 1976 de Alianza Editorial, con traducción de Araceli García Ríos e Isabel Sánchez Araujo y prólogo de la primera de ellas. Esta versión se mantiene en la actualidad en las múltiples reimpresiones de la obra en el insustituible sello madrileño. Bastantes años después, en 2005, la editorial Cátedra, con su impresionante catálogo de clásicos presentados en cada caso con el acompañamiento, abundante y esclarecedor, de un sugestivo aparato académico, ofreció el título, manteniendo la traducción de García Ríos y Sánchez Araújo e incorporando un imprescindible estudio inicial de Fernando Galván y José Santiago Fernández Vázquez que, leído después de la novela, ayuda de manera admirable a profundizar en su comprensión y de amplia de un modo magnífico los ya sugestivos ecos que el a menudo ambiguo texto de Conrad deja en el lector. Ese ensayo (sus más de cien páginas hacen apropiado el término) introductorio, como digo, indispensable para enriquecer la lectura del libro, se detiene en el análisis de la biografía personal y literaria del polaco, estableciendo el muy patente paralelismo entre ambas; estudia los postulados estéticos de su literatura; desvela las claves de una novela en ocasiones oscura; repasa los principales planteamientos críticos que se han hecho sobre ella; indaga en las diferentes lecturas -naturalista, psicologista, política, estructuralista, psicoanalítica, postcolonialista y feminista- de una creación de alcance casi inabarcable; revisa las versiones cinematográficas del libro; y repasa sus ediciones en nuestro país; todo ello acompañado de una copiosa bibliografía que incluye publicaciones sobre la obra conradiana, biografías, ediciones de sus libros, estudios críticos sobre el escritor, bibliografía específica sobre El corazón de las tinieblas, y traducciones al español, catalán y euskera. Todas ellas constituyen razones suficientes para acercarse a la novela a partir de esta edición en particular. 

En 2017, la editorial Navona, en su excepcional colección Los ineludibles, que recoge clásicos en nuevas traducciones y que ha aparecido con frecuencia en Todos los libros un libro (la semana pasada, sin ir más lejos, en relación con su edición de Dublineses), presentó, con su acostumbrada brillantez formal, el libro que ahora nos ocupa en la traducción del colombiano Juan Gabriel Vásquez (responsable también, ahora con prólogo incluido, de la edición conmemorativa, en 2024, del centenario de la muerte de Conrad, que dio a la luz la editorial Alfaguara y que yo no conozco directamente). También en 2024, hace escasos meses, Reino de Cordelia puso a disposición de los entregados seguidores de la editorial, un volumen primoroso, con el cuidado y la pulcritud habituales en el sello, cualidades que ya resalté hace siete días a propósito de una edición similar de Dublineses, y en el que el texto de Conrad, esta vez traducido por Susana Carral, se completa con unas estupendas ilustraciones de Toño Benavides. Cualquiera de estas dos últimas ediciones, en particular la de Reino de Cordelia, por su valor adicional como objeto bellísimo, resultan altamente recomendables como muy apreciable regalo. 

Quiero dejar aquí, antes de entrar en mis comentarios sobre el libro, un breve apunte sobre las reflexiones que suscita esta diversidad editorial y de traductores y que, a mi juicio, debieran ser tenidas en cuenta a la hora de decidir cuál elegimos para nuestro acercamiento a una obra. Me detendré tan solo en dos ejemplos significativos. Relata el narrador: Miré a mi alrededor. Una mesa de pino en el centro, sillas austeras a lo largo de las paredes y, en un extremo, un gran mapa reluciente, marcado con todos los colores del arco iris. Había una buena cantidad de rojo, agradable de ver en cualquier momento, porque siempre indica que allí se está realizando un trabajo serio; un montón de azul, un poco de verde, salpicaduras de color naranja y, en la costa Este, una mancha violeta para indicar dónde beben cerveza los joviales pioneros del progreso. No obstante, yo no me dirigía a ninguno de esos colores. Iba al amarillo. Algunas de las ediciones citadas no incluyen explicación alguna a este juego de colores y a las enigmáticas frases que los acompañan (una buena cantidad de rojo, agradable de ver en cualquier momento, porque siempre indica que allí se está realizando un trabajo serio; una mancha violeta para indicar dónde beben cerveza los joviales pioneros del progreso). En otras, en cambio, se nos aclara que los mapas coloniales de la época coloreaban en distintos tonos las áreas de influencia de cada país. El rojo era el color de Gran Bretaña, el azul el de Francia, el violeta o púrpura el de Alemania y el amarillo el de Bélgica. Así, las dualidades implícitas Inglaterra/trabajo serio, Alemania/cerveza, pueden pasar o no desapercibidas. Es obvio que ello no afecta en lo sustancial a la comprensión del texto, pero sí puede contribuir a una lectura más rica. 

Otro tanto ocurre con las traducciones. Veamos un ejemplo trivial, en las distintas versiones de las primeras páginas de la novela. 

La Nellie, una pequeña yola de crucero, se inclinó hacia su ancla, sin el menor aleteo de las velas, y quedó inmóvil. La marea había subido, el viento estaba casi en calma y, puesto que se dirigía río abajo, lo único que la embarcación podía hacer era echar el ancla y esperar a que bajara la marea. (García Ríos)

La Nellie, un velero de dos palos (una yola de crucero), borneó sobre su ancla sin un solo aleteo de las velas y permaneció inmóvil. La marea había subido ya, el viento estaba en calma y, como se dirigía río abajo, lo único que podía hacer era detenerse y aguardar al cambio de marea. (Carral)

La Nellie, una yola de recreo, borneó sobre su ancla sin un flameo de las velas y dejó de moverse. La pleamar se acercaba, el viento estaba casi en calma y, puesto que la nave se dirigía río abajo, nada podíamos hacer más que fondear y esperar el reflujo. (Vásquez) 

El Nellie, un yol de crucero, borneó sin un aleteo de las velas y quedó inmóvil. La marea había subido, el viento estaba casi en calma y, puesto que debía dirigirse río abajo, no podía hacer otra cosa que ponerse en facha y esperar el reflujo. (Miguel Temprano en otra edición, en Random House, de 2013) 

El viento estaba (casi) en calma; un velero, una yola, un yol; la marea había subido (ya), la pleamar se acercaba; aleteo, flameo de las velas; echar el ancla, ponerse en facha, detenerse; esperar (aguardar) a que bajara la marea, el reflujo, el cambio de marea; lo único que podía hacer, podíamos hacer… Todas esas variantes sin haber sobrepasado siquiera las cincuenta primeras palabras. Una vez más, desde aquí dejo mi observación sobre la importancia de elegir un libro también por sus editores y traductores. 

La historia que Conrad relata en El corazón de las tinieblas, es, en su esqueleto argumental, muy sencilla. Con el Nellie anclado en la desembocadura del Támesis, con el sol poniéndose y el crepúsculo oscureciendo Londres (una lúgubre penumbra que se cernía inmóvil sobre la ciudad mayor y más grande de la tierra), cinco hombres, el anónimo narrador, el director de la compañía naviera, un abogado, un contable y Charles Marlow, un marino (Era el único de entre nosotros que continuaba «surcando los mares»), esperan la bajamar, el descenso de la marea que les permitirá zarpar. Envueltos en el silencio y la serenidad de la noche, escuchan la historia que cuenta Marlow, el relato de su experiencia en África. Marlow, con una amplia experiencia naval, con periplos por el océano Índico, el Pacífico y el Mar de la China, narra cómo, llevado por su pasión infantil por los mapas, por su atracción por los espacios en blanco que, en esa época, aún proliferaban en los atlas del mundo, y por la imagen en ellos, seductora, del río serpenteante que se adentraba, sinuoso, en las profundidades del continente negro, consigue un trabajo, merced a las influencias de una tía, en una compañía comercial belga que opera en el Congo, un territorio controlado por los europeos, singularmente la Bélgica de Leopoldo II, bajo pretextos de civilización y comercio. La misión para la que ha sido contratado consiste en encontrar a Kurtz, un misterioso, inteligente y eficaz agente comercial de la firma, conocido por recolectar cantidades excepcionales de marfil pero que desde hace algún tiempo está siguiendo un comportamiento un tanto errático. Marlow revela a sus contertulios los pormenores de su viaje, desde el trayecto marítimo que lo lleva a la costa congoleña, el desembarco y la estancia en la Estación Central de la compañía, las diferentes etapas de su travesía río arriba en un pequeño vapor, las jornadas en que debe desplazarse a pie, para soslayar los tramos no navegables del río y, por fin, tras numerosas vicisitudes, su llegada a la Estación Interior de la empresa en la que se encontrará con el enigmático Kurtz, que parece mortalmente enfermo. 

Esta leve trama que constituye el armazón de una novela que, como luego veremos, desborda en su planteamiento y alcance, este ligero y, en el fondo, muy común hilo conductor (el relato de un viaje y sus dificultades; uno de los topoi de la literatura universal desde sus orígenes), está inspirada en la propia experiencia del autor, en una dimensión claramente autobiográfica del libro. En la introducción a su traducción para Alianza, García Ríos nos informa de que el propio Conrad, en el prefacio que escribió para la edición de 1902 de la novela, escribió: El corazón de las tinieblas es experiencia llevada un poco (y solamente un poco) más allá de los hechos reales, con el propósito, perfectamente legítimo, creo yo, de traerla a las mentes y al corazón de los lectores. Había que dar a ese tema sombrío una siniestra resonancia, una tonalidad propia, una continua vibración que quedara —eso esperaba— suspendida en el aire y permaneciera grabada en el oído después de que hubiera sonado la última nota. Experiencia personal, pues, aunque recreada, “literaturizada” para conmover y hacer pensar a los lectores. 

Y es que Conrad hizo, en efecto, un viaje por el río Congo muy similar al que, casi una década después, protagonizaría Marlow en la novela. Nacido en Berdýchiv (Berdichev en nuestra grafía actual), la ciudad ucraniana entonces perteneciente a Polonia, deportado a Rusia con su familia, huérfano desde muy joven, exiliado en Francia e Inglaterra, se convertirá en marino a los diecisiete años, enrolándose en un buque en Marsella y curtiéndose en los barcos de Francia e Inglaterra, donde completará su carrera como oficial, primero, y por fin capitán de la marina mercante británica, con misiones en el sudeste asiático, pudiendo desarrollar así su atracción infantil por el mar y la aventura. En 1890, ya con treinta y tres años, fue contratado por una compañía naviera belga para, como capitán, navegar, en una misión comercial, el río Congo desde Kinsasha (entonces, sometida al dominio belga, llamada Leopoldville) hasta Kisangani (que bajo el influjo británico se denominaba Stanleyville). Los mil ochocientos kilómetros del trayecto (cuatrocientos de ellos a pie), en condiciones terribles (el escritor Javier Reverte hizo un viaje similar, memorable, del que dio cuenta en su libro Vagabundo en África, reflejando el encanto y la fascinación africanos, aunque también la inseguridad, la dureza, los padecimientos físicos, las amenazas y los peligros que, aún un siglo después de la experiencia conradiana, debió arrostrar), dejaron en él una profunda huella tanto física (con fiebres y dolencias permanentes) como psicológica (la depresión y el carácter irascible, que arrastró toda su vida) e intelectual y espiritual, desengañado de sus sueños juveniles y de sus nobles anhelos de adulto al constatar los horrores, la brutalidad y la esclavitud, el terror, la barbarie, los castigos, las mutilaciones y los asesinatos perpetrados impunemente por los funcionarios de Leopoldo II obsesionados por las riquezas del continente, marfil, madera, más tarde el caucho. Fernando Galván en su documentadísimo estudio para Cátedra nos informa de que bajo el control del inicuo rey belga la población congoleña bajó de veinte o treinta millones a solo ocho. 

Pero Conrad comparte con Marlow -y el apunte es necesario, pues este paralelismo entre el autor y su criatura aporta luz a la comprensión de la novela- no solo la peripecia que constituye el núcleo del libro, sino muchas de las circunstancias que en él se relatan: la atracción infantil por los mapas y sus enormes espacios en blanco, con su promesa de aventuras en territorios ignotos (cuenta Conrad en sus memorias -apunta Fernando Galván- que, en un globo terráqueo que había en su casa, ponía el dedo en ese espacio y decía: «Cuando crezca, yo iré allí», de modo idéntico al que narra Marlow a sus interlocutores); la recomendación de una tía, gracias a la cual consigue el nombramiento que lo llevará al Congo; la repentina muerte de un capitán, una vez allí, lo que le permitirá el acceso al puesto de mando en el barco con el que surcará el río; el accidente del buque que lo tendrá inmovilizado varios meses antes de poder navegar río arriba; la siniestra aparición de un cadáver con un tiro en la cabeza; incluso la figura de Kurtz, anticipada en un capitán Klein, también enfermo, de existencia “real” y al que Conrad conoció en su viaje (de nuevo el erudito Galván ilumina nuestra lectura subrayando el juego lingüístico Kurtz/Klein, corto/pequeño en alemán). La curiosidad y el conocimiento del autor del muy interesante estudio preliminar pone de manifiesto, además de las concomitancias circunstanciales entre Conrad y su personaje, las más importantes semejanzas en la personalidad de ambos. La novela refleja las tensiones que, al parecer, asediaban a su creador, el conflicto entre un Conrad romántico, soñador y visionario, y otro realista, práctico, que refrena los excesos del primero. Esta dualidad resulta evidente en la novela, que se detiene en la descripción de los detalles, los paisajes, lo cotidiano, la formidable ambientación -el río, la selva, sus pobladores, la aterradora realidad africana- de la odisea de Marlow en pos de Kurtz y, simultáneamente, entrelazadas a ese plano que podríamos llamar objetivo o naturalista, muestra las grandes ideas, las abstracciones, las reflexiones sobre la verdad, la justicia, el bien y el mal. Entre, en otras palabras, el mundo físico y el ser interno, el objeto tangible y las ideas, en una de las muchas interesantes dimensiones del libro. 

Sin embargo, la obra no puede leerse en clave exclusivamente autobiográfica, ni mucho menos como mera novela de aventuras, pues, como ya he señalado, las vivencias africanas de Conrad y su correlato novelesco protagonizado por Marlow son solo el marco, el mínimo marco narrativo que encierra -y no sé si el verbo es adecuado para referirse a una obra inabarcable en sus muchas derivaciones- el ambicioso proyecto literario -y hasta moral- que es El corazón de las tinieblas

Por de pronto, la narración que Marlow hace de su viaje no es un relato convencional en el que se limite a dar cuenta de los lances vividos en su trayecto, reflejando la curiosidad y hasta el exotismo de su expedición. Por el contrario, hay, desde las primeras páginas, en Londres -incluso desde el mismo título-, atisbos, vislumbres, sutiles señales, la sospecha de algo ominoso, execrable, oscuro, perverso, que Conrad, con magistral brillantez, va descubriendo gradualmente, sembrando la historia de Marlow con leves pistas que trasladan al lector una inquietante sensación de intranquilidad, ligera alarma y hasta profunda desazón. La narración del marino nace en el barco amarrado en el curso alto del Támesis, desde el que el lugar de la monstruosa ciudad [aparece] señalado ominosamente en el cielo, una sombra amenazadora a la luz del sol, un lóbrego resplandor bajo las estrellas, y en la tenebrosa descripción encontramos ya un presagio de la densa, impenetrable, opaca oscuridad de la selva de África a la que el narrador nos irá poco a poco conduciendo y, en paralelo, de los negros abismos del alma del personaje que, en el interior de esa jungla sombría y aterradora, acabará por revelársele a Marlow. También en las primeras páginas, el relator se retrotrae veinte siglos atrás para evocar la conquista por los romanos de ese mismo Londres desde el que habla, esa Britania agreste y salvaje de aquellos tiempos remotos: Imagínenlo [al comandante de la flota de Roma] aquí, el mismísimo fin del mundo, un océano del color del plomo, un cielo del color del humo, un barco tan rígido como pueda serlo un acordeón, remontando el río con mercancías, pedidos comerciales o lo que prefieran ustedes. Bancos de arena, marismas, bosques, salvajes. Muy pocas cosas que un hombre civilizado pudiera comer, nada salvo el agua del Támesis para beber. Ni vino de Falerno, ni posibilidades de acercarse a la orilla. De vez en cuando, un campamento militar perdido en la espesura como una aguja en un pajar (frío, niebla, tempestades, exilio, muerte), la muerte acechando en el aire, en el agua, en la maleza. Aquí debieron de morir como moscas. Oh sí, lo hizo, y muy bien además, sin pensar demasiado en ello, excepto tal vez más tarde para fanfarronear de lo que en su día había tenido que pasar. Eran lo bastante hombres para enfrentarse a la oscuridad. Y debe disculparse la extensión del fragmento porque en él ya está la novela entera, un anticipo de su núcleo temático esencial -primitivismo frente a civilización-, del escenario al que nos llevará la narración -un territorio inhóspito, un río inquietante, una naturaleza hostil, una población salvaje- y una atmósfera moral perturbadora -la muerte acechando en el aire y la necesidad de arrostrar las calamidades, los peligros, la “oscuridad”, no solo reales sino también, y sobre todo, metafóricos. 

Y hay advertencia y presagio y agüero y amenaza, cuando, todavía en las primeras páginas, Marlow da cuenta de los preparativos de su viaje africano, y describe a las dos extrañas mujeres que, de modo febril, tejen en la antesala del despacho del naviero con el que firmará el contrato que lo vinculará a la expedición: La más vieja estaba sentada en su silla y apoyaba en un brasero las zapatillas de tela sin tacón, mientras un gato descansaba en su regazo. Tenía una cofia blanca almidonada en la cabeza y una verruga en una de las mejillas; unas gafas con montura de plata pendían de la punta de su nariz. Me echó una ojeada por encima de las gafas y la suavidad e indiferente placidez de su mirada me desazonaron. Dos jovenzuelos de apariencia estúpida y animada estaban siendo presentados en ese momento y les lanzó la misma mirada rápida de despreocupada sabiduría. Parecía saberlo todo sobre ellos y también sobre mí. Me invadió una sensación de desasosiego. Su aspecto era fatídico y misterioso. Lejos de allí pensé a menudo en ambas, guardando el umbral de las tinieblas. Tejiendo su lana negra como para un pálido paño mortuorio, haciendo una continuamente de guía hacia lo desconocido, escrutando la otra los rostros estúpidos y animados con ojos viejos y despreocupados. Ave!, vieja tejedora de lana negra, morituri te salutant. Muy pocos de aquellos a los que miró volvieron a verla. Muchos menos de la mitad. Y la muy reveladora negrita es, obviamente, mía. Y en el reconocimiento médico, previo a su aventura, al que se somete, hay también elementos turbadores; y los vuelve a haber cuando, ya embarcado, vislumbra el paisaje desde el barco que bordea la costa africana, mucho antes aún de llegar a su destino (Observar una costa mientras se desliza ante el barco es como pensar en un enigma. Ahí está, delante de uno, sonriente, amenazadora, incitante, imponente, humilde, insípida o salvaje y siempre silenciosa); y una difusa sensación de extrañeza, de desasosiego, de ansiedad invade al personaje -y con él al lector, que de este modo “sabe” que se aproxima al peligro, al misterio, a algo inclasificable y atroz. 

Y el libro entero -incluso, como digo, desde mucho antes de que Marlow se adentre en la selva- se puebla de vocablos perturbadores, presentados de modo gradual, muy bien dosificado por la maestría del autor: salvaje, ominoso, oscuro, tinieblas, bruma, absurdo, locura, muerte, corrompido, desesperación, cieno, sobrecogimiento, espanto, caos, sueños angustiosos, demonio, codicia, violencia, despiadado, insidia, infierno, febril, lóbrego, inescrutable, misterio, insólito, enigmático, la otredad, innombrable, onírico, espesura, barbarie, soledad, silencio, temblor, opresivo, desconfianza, el mal, enfermedades, espectral, sorpresa, aturdimiento, sobrenatural, aborrecible, deprimente, alaridos, frenesí, fantasmas, maldito, el horror… y, por supuesto, las omnipresentes tinieblas. Como señala Araceli García Ríos, mediante el lenguaje, Conrad dibuja una atmósfera opresiva, cargada de sensualidad, en donde todo parece apresado en la densa tela de araña de una inmensa e ininterrumpida jungla que empieza y termina en la desembocadura del Támesis

Y esta sobresaliente técnica narrativa consistente en ir sugiriendo señales, deslizando pistas, apuntando conjeturas, mostrando huellas que apuntan a algo desconocido, no formulado, es aún más explícita en relación con la figura -capital en la novela- del recóndito e indescifrable Kurtz, que comparece, bien avanzado el libro, de manera paulatina, mediante indicios escalonados, aquí una ligera pincelada, un comentario incidental después (Seguro que en el interior conocerá usted al señor Kurtz), ahora una alusión al paso (Corrían rumores de que una estación muy importante estaba en peligro, y su jefe, el señor Kurtz, estaba enfermo), luego una mención más detallada (Es un prodigio —dijo al fin—. Es un emisario de la compasión, de la ciencia, del progreso y el diablo sabe de cuántas cosas más), alguna descripción indirecta (Es una persona fuera de lo normal), un comentario inquietante escuchado al azar (Date cuenta de la influencia que debe tener ese hombre), una percepción algo críptica (Una voz, él era poco más que una voz), todo ello antes del inevitable encuentro entre los dos personajes. Detalles que van sembrando en los oyentes del relato de Marlow, y en el lector, último destinatario de su magnética crónica, la expectación ante la que se prevé, en un crescendo subyugante que explotará al final de la aventura, como impresionante aparición de un personaje nimbado ya a esas alturas -mucho antes de su presencia “real” en la historia- de un halo de leyenda, de una suerte de aureola mítica que nos lo vuelve simultáneamente sugestivo y espantoso, fascinante y estremecedor. De este modo, aunque Kurtz permanece oculto durante gran parte de la novela, en todo momento -desde la primera alusión- sabemos que el centro del libro será él y que en su misterio, en las incógnitas y los interrogantes que su identidad suscita residen las claves últimas, el propósito, la intención, el “mensaje” de la obra de Conrad. 

El “clima” poco tranquilizador en el que se desenvuelve la navegación de Marlow se configura también a través de la muy precisa descripción del entorno físico, en la que la minuciosidad en los detalles, su realismo, contribuyen, paradójicamente, a enriquecer el valor simbólico de los hechos narrados. Aunque Conrad era de lenta escritura -ya he anticipado que, al parecer, escribió la novela en poco más de un mes-, el hecho de que la realidad que describe aparezca con tal grado de fidelidad al “original” denota que había en él mucho conocimiento previo y mucha experiencia subyacente en el continente negro. Así, la presentación de la desmesurada y asfixiante grandiosidad del río, dibujado de un modo subyugante y también perturbador: Tenía en mis narices el olor del barro, ¡del barro primigenio, por Dios!, y, ante mis ojos, la enorme quietud del bosque primitivo; había reflejos brillantes en el negro río. La luna había tendido por todas partes una fina capa de plata: sobre la hierba exuberante, sobre el fango, sobre el muro de vegetación enmarañada que se alzaba más alto que el muro de un templo, sobre el gran río, que yo podía ver brillar a través de un hueco oscuro, brillar a medida que fluía en toda su amplitud sin un solo murmullo. Todo era grandioso, expectante, mudo. Así las abundantes imágenes de la jungla, opaca, indescifrable, insinuante, terrible, perversa: El enorme muro de vegetación, una masa enmarañada y exuberante de troncos, ramas, hojas y lianas inmóviles bajo la luz de la luna, parecía una desordenada invasión de vida silenciosa, una ola arrolladora de plantas amontonadas, a punto de romper sobre la corriente para barrernos a todos de nuestra ínfima existencia. Un estallido apagado de poderosos resoplidos y chapoteos llegó desde la lejanía, como si un ictiosaurio estuviera dándose un baño en el resplandor del gran río

Y de este modo, poco a poco, siguiendo a Marlow, el lector va abandonando su plácido universo de racionalidad y certezas y adentrándose, con el vapor que avanza río arriba, en un universo, dibujado con tintes oníricos y alucinatorios, en el que no rigen las reglas de la civilización: Durante un tiempo [reflexiona el marino a medida que avanza en su misión] todavía iba a sentir que pertenecía a un mundo cuyos hechos eran sencillos y claros, pero aquella impresión no duraría mucho, algo la haría desaparecer. Y al ir penetrando en la selva, al avanzar en el curso del río, todos, Marlow, el lector, y antes Kurtz, sienten cómo se resquebrajan sus valores morales y cómo sucumben al poder maléfico de la jungla, a las tinieblas que esconde el alma humana, a la fascinación de lo abominable

Son muchas las dimensiones a las que se abre una novela compleja, abierta, muchas veces ambigua, en la que los hechos, los escenarios, los acontecimientos, los personajes y sus acciones parecen obedecer a una pluralidad de significados que a veces se contraponen entre sí e imposibilitan llegar a una realidad objetiva fácilmente “sistematizable”. En un repaso superficial: la recreación fiel, que admite una lectura casi documental, de la situación en África en los tiempos de Leopoldo II; el cuestionamiento del colonialismo y la denuncia de los excesos de la civilización occidental en su brutal explotación del Congo (aunque con matices: hay críticos que ven en El corazón de las tinieblas un libro racista que perpetúa los estereotipos del dominio del hombre blanco sobre los nativos); el análisis profundo de la naturaleza humana y, consecuentemente, el “estudio” de la desintegración moral del ser humano; el viaje hacia lo profundo, la oscuridad y las tinieblas, al interior de la propia mente (en su viaje, Marlow va perdiendo gradualmente la confianza en el orden y la civilización, y oprimido y angustiado por el gran peso de la jungla que lo rodea, se enfrentará, en la gruta del monstruo, a los abismos del exceso y la desmesura, de lo salvaje, del horror); la vertiente onírica, con conexiones con el subconsciente, el sueño, lo desconocido, los impulsos primitivos, las raíces atávicas de la especie (ha habido lecturas psicoanalíticas del libro: Freud, los deseos inconscientes de Marlow, la represión de impulsos sexuales, la simbología fálica, el río como serpiente -Marlow, su barco, el hombre blanco y Europa, simbolizando el falo que penetra en la vulva, toca la oscuridad, las tinieblas, viola a África); el tema del doble, el espejo, Marlow que busca en Kurtz el álter ego; la confrontación ética entre el bien y el mal, representando Kurtz la figura demoníaca, rodeado de caníbales, los alaridos, las danzas rituales, las pinturas, el éxtasis ceremonial; la multiplicidad de referencias culturales, literarias y filosóficas implícitas, que la crítica ha desvelado o ha creído vislumbrar en el libro: el mito de Edipo, el Hades y el descenso a los infiernos del Dante, la Eneida, las dos mujeres de la oficina, antes mencionadas, como las sibilas, Fraser y La rama dorada (en la película, Coppola decidió que Kurtz tuviera ese libro en su biblioteca), Fausto, el Grial; la lectura feminista a partir de los dos grandes personajes femeninos del libro: la “reina” africana de Kurtz, excesiva, barroca, sensual, salvaje, plena de erotismo, y su prometida inglesa, contenida, fría, recatada; ciertos recursos estilísticos innovadores: la alternancia de la voz omnisciente con otras subjetivas, pues hay un narrador anónimo en primera persona, que pronto da paso al discurso de Marlow, pero también al de Kurtz, y al del explorador ruso que da cuenta de su vivencia con éste, en un juego de voces que contribuyen a trasladar al lector la dificultad de reflejar la complejidad de la experiencia; entre otros muchos frentes de interés que explora con deslumbrante sabiduría y muy atrayente inteligencia Fernando Galván en su ensayo preliminar para la edición de Cátedra que, de nuevo, vuelvo a recomendaros. 

Gran parte de estas muy variadas y apasionantes dimensiones de la novela y, sin duda, su eje argumental central, están también en Apocalypse now, la desmesurada, alucinatoria, desbordante e inolvidable película dirigida por Francis Ford Coppola y estrenada en 1979 tras varios años de preparación y rodaje extenuantes plagados de accidentes, problemas económicos, dificultades técnicas, obstáculos administrativos, incidencias con el reparto y, sobre todo, incertidumbre, dudas, vacilaciones e indecisión del propio director en relación con el planteamiento, el sentido y la viabilidad del propio proyecto (Coppola confesó que durante gran parte del proceso no sabía qué hacer con el personaje de Kurtz, ignorando si se trataba de una víctima, un héroe o un loco) que lo llevaron a una cierta improvisación y a cambiar el guion y el montaje final en más de una ocasión. Ello explica, en parte, el hecho de que haya hasta tres versiones de la película. La original, de 1979, con una duración de 147 minutos, que yo vi -con asombro y entusiasmo parejos- ese mismo año; la llamada “Redux”, para mí desconocida, presentada por Coppola en Cannes en 2001, con casi cincuenta minutos más de escenas eliminadas en el 79; y Apocalypse Now: Final Cut, que con una duración total de tres horas se ofrece con un nuevo montaje hecho por el director con ocasión del cuadragésimo aniversario del estreno, y que es la que yo he visto ahora -sin perder un ápice del deslumbramiento y el arrobo iniciales- en mi repaso de la cinta para esta reseña. 

La novela de Conrad ya había conocido dos intentos de traslación al medio cinematográfico. Uno por parte de Orson Welles, en la segunda mitad de los años treinta del pasado siglo, finalmente frustrado, del que solo se conserva un guion y un programa de radio de media hora; y un segundo, más reciente, dirigido en 1994 por Nicholas Roeg, con Tim Roth en el papel de Marlow y con John Malkovich como Kurtz. 

La impresionante aproximación de Coppola al universo de El corazón de las tinieblas, cuenta con un reparto formidable y, visto ahora, inusitado y sorprendente. Más allá de las deslumbrantes interpretaciones de Martin Sheen y Marlon Brando en los dos papeles principales, destaca la presencia, entre otros, de Robert Duvall, inolvidable en el rol del delirante coronel Kilgore; del jovencísimo -casi un niño- Laurence Fishburne; de un también juvenil y casi irreconocible Harrison Ford, en una aparición fugaz; y del habitual del cine de esos años, Dennis Hopper, que debutante en 1955 con Rebelde sin causa, y con interpretaciones icónicas como la de Easy Rider, en 1969, prolongó su carrera hasta su muerte en 2010 con participación en títulos de Toni Scott, Bob Rafelson, Tobe Hopper, Julian Schnabel y el recientemente desaparecido David Lynch. 

Coppola traslada la acción de la novela de África a Vietnam. En Saigón, en 1969, en plena guerra en el país asiático, el capitán Willard, un hombre desgastado por la guerra (trasunto fílmico del Maslow literario interpretado por un Martin Sheen excepcional) recibe la misión de asesinar al coronel Kurtz (un Marlon Brando sobrehumano, icónico), un exoficial del ejército estadounidense, un héroe condecorado, antiguo boina verde y uno de los mejores soldados de las tropas estadounidenses, que se ha rebelado y establecido un santuario en territorio enemigo, en la jungla camboyana, en donde dirige a los miembros de una tribu local -los montagnard- junto con algunos soldados norteamericanos renegados que, unos y otros, lo veneran como a un dios y lo han convertido en objeto de culto. La tarea de Willard, extraoficial y secreta, consistirá en remontar el río Nung atravesando la tupida e infernal selva surcada de peligros, esencialmente los derivados de la contienda bélica, con lugareños rebeldes, fuerzas del Viet Cong y guerrilleros por doquier, para localizar a Kurtz y acabar con él. El viaje de Willard, alucinado, demencial, enajenado, infernal, se mueve en dos planos complementarios. Por un lado está la que podríamos denominar dimensión estrictamente bélica de la expedición y del filme: la representación -siguiendo la peripecia fluvial del capitán y sus cuatro hombres en una frágil patrullera militar- de los escenarios y los episodios de una guerra insensata, irracional y absurda, delirante y surrealista: soldados drogados, oficiales enloquecidos, amenazas ocultas, ataques con helicópteros mientras suena, atronadora, la Cabalgata de las valquirias de Wagner, bombardeos de napalm, militares surfeando en el fragor de la batalla, combatientes sorprendidos por el ataque de un tigre entre la imponente magnitud del bosque tropical, en una secuencia que enlaza de modo evidente con la naturaleza inabarcable que describe la novela, conejitas de Playboy llegadas para entretener a los soldados, víctimas vietnamitas indefensas… Y todo ello con una escenografía portentosa, la luz, los colores, los movimientos de cámara, el encadenamiento de planos, para construir un marco desasosegante, atroz y asfixiante de la narración: nieblas y humo sofocantes, calor bochornoso y humedad opresiva, densas, opacas cortinas de torrenciales lluvias tropicales, violentas explosiones iluminando -cegando- la perturbadora opresión de la jungla, ruido atronador, un bombardeo de helicópteros rugientes, ráfagas de ametralladoras, disparos de fusiles, estallidos de bombas, de proyectiles varios, detonaciones estruendosas, cargas de tanques, gritos desaforados, de terror, de espanto, cuerpos desmembrados, cadáveres, sangre… en un tratamiento cinematográfico prodigioso del sonido completado por una impresionante fotografía, sobresaliente en las luminosas escenas de combate, bellísima en los momentos de relativa placidez en el trayecto por el río, espléndida en la representación de la atmósfera densa y sofocante de los interiores, la noche, la oscura selva, soberbia en la recreación del ambiente fantasmagórico, de ultratumba y pesadilla del campamento de Kurtz. No sorprende en absoluto que tanto Vittorio Storaro, el genial director de fotografía, como el elenco a cargo de Walter Murch, director de sonido, hayan obtenido sendos Oscar ese año. Sí llama la atención, en cambio, que otras seis candidaturas en las categorías principales no hubieran sido premiadas. Hay aquí, en esta primera vertiente de la cinta, y pese a las muchas diferencias con la novela, un paralelismo entre ambas, a mi juicio obvio: la crítica al imperialismo europeo en África, implícita en el relato de Conrad, comparece en la película transformada en la denuncia de la política exterior norteamericana en Vietnam. 

Pero es en la segunda dimensión de Apocalypse now, la del viaje interior de Willard y su confrontación con la locura y la desesperación de Kurtz, en donde podemos rastrear con más nitidez el vínculo entre ambas obras maestras. El viaje hacia el misterio; la lucha entre el bien y el mal; la ambigüedad moral; la atmósfera onírica y como de pesadilla; la sombra de lo ominoso, lo abominable; el conflicto entre la razón y lo irracional; el descenso hacia las tinieblas; el alcance metafísico; la indagación en los recovecos más oscuros de la naturaleza humana; la fragilidad de la razón; las muy lábiles fronteras entre la civilización y la barbarie; el infierno y los demonios que puede albergar nuestra alma. 

Ya desde su inicio, y solo en sus ocho primeros minutos, la película nos introduce en ese clima de alucinación y misterio, denso y asfixiante, que enlazará los dos planos que acabo de resaltar: Willard en la cama la habitación del hotel; el lento despertar resacoso; la botella de whisky, las cervezas, las cajetillas de tabaco, el cigarrillo encendido; las aspas del ventilador, el zumbido de su monótono rotar superponiéndose al insistente sonido de los helicópteros; los planos intercalados de la selva, el fuego, la maleza ardiendo; la lentitud de los movimientos del militar, sus pasos enajenados, su danza hipnótica ante el espejo; la música envolvente -el premonitorio The end de The Doors que os dejo como complemento musical a esta reseña-; la sangre, los gritos, las lágrimas; la constatación de la insufrible realidad externa: Saigón, mierda, sigo estando en Saigón… Una subyugante apertura a una obra maestra. 

Con mi tiempo casi agotado quiero dejar, no obstante, dos muy breves apuntes sobre otras tantas obras sobre Apocalypse now, un libro y un documental muy interesantes que ayudan a un mayor disfrute de la película y complementan por tanto, esta amplia reseña en torno a El corazón de las tinieblas

El 1 de marzo de 1976 viajé a Filipinas con mi marido, Francis Coppola, nuestros tres hijos, Gio, Roman y Sofía, el sobrino de Francis, Marc, nuestra ama de llaves, nuestra niñera y el proyeccionista de Francis. Alquilamos una casa grande en Manila en la que viviríamos todos durante los cinco meses que estaba previsto que duraría el rodaje de la película de Francis, Apocalipsis Now, [así en el original, en la grafía fifty fifty español/inglés en la que se distribuyó la película en el ámbito del castellano] una aventura situada en Vietnam. Quien esto escribe es Eleanor Coppola, la mujer del director y acompañante habitual de su marido en sus rodajes. Desde esa fecha, y hasta finales de 1978, la escritora y también cineasta, llevó un minucioso diario en el que recogió los muchos pormenores del complicado periplo que vivió la película: las gestiones previas -elección del reparto, búsqueda de financiación, redacción del guion-, la accidentada estancia en Filipinas, desarrollada en diversas etapas de rodaje, y las circunstancias posteriores de “cierre” del filme: la edición y el montaje, la resolución de los asuntos financieros y legales, las proyecciones de prueba y la distribución y el estreno del filme; también la creación de su propio documental sobre el making off de la película. En 1979, Eleanor publicaría estos apuntes en un libro titulado Notas a Apocalipsis Now. Crónica de un rodaje maldito, que ahora traigo en la edición española de Berlín Libros, que, en traducción de Mar Vidal, se presentó en nuestro país en 2020, aunque hay ya una reedición del año pasado. 

El libro resulta valioso, en primer lugar, porque permite conocer las interioridades del proceso de realización de la película a través del testimonio de primera mano de una persona que estuvo presente -desde una posición privilegiada, además, la de esposa del director- en todas las fases de desarrollo del proyecto. Por otro lado, en otro frente muy notable del texto, el diario se adentra también en ciertas vertientes de la vida íntima del legendario director -sus miedos, sus dudas, su inseguridad y sus vacilaciones-, y de su, en esos momentos, tormentosa relación matrimonial, amenazada entonces por una importante crisis que se producía en paralelo a la evolución de la película. 

Conocemos, así, los distintos contactos habidos entre noviembre de 1975 a febrero de 1976 con diferentes actores a los que Francis ofreció los papeles de sus dos principales protagonistas (en algunos casos de manera indistinta) -Steve McQueen, Marlon Brando, Al Pacino, James Caan, Jack Nicholson, Robert Redford, Harvey Keitel- y las negativas de unos, las excusas de otros, la imposibilidad de estos, las excesivas pretensiones de aquellos. A la postre, Coppola elegiría a Martin Sheen y a Marlon Brando, pese a que éste exigió, y al parecer obtuvo, la astronómica cifra de tres millones de dólares por otras tantas semanas de rodaje. Ya metidos en la selva filipina, el relato avanza con el rodaje, salpimentado de anécdotas, incidentes, problemas técnicos, obstáculos y contratiempos diversos: la construcción de una aldea vietnamita, recreada hasta el menor detalle, tras despejar la selva; las negociaciones con el gobierno filipino para la cesión de armas y helicópteros; las amenazas de las fuerzas rebeldes del país asiático, que obligaban en ocasiones a interrumpir el rodaje pues los helicópteros y sus tripulantes debían desplazarse al frente de guerra; los contactos con Donald Rumsfeld, el entonces secretario de Defensa norteamericano, solicitando el alquiler de material del ejército estadounidense; los muchos desplazamientos, interminables y con constantes esperas, entre los diversos escenarios de la grabación: aviones, helicópteros, jeeps, camiones; la repercusión de la presencia de la multitudinaria troupe de Hollywood en los habitantes locales; la tensión por las dificultades financieras y su posible incidencia en las vicisitudes de la filmación (La película supera el presupuesto en tres millones de dólares, que ahora tiene que poner United Artists, pero Francis tendrá que pagarlo de su bolsillo si la película no obtiene, como mínimo, cuarenta millones o más); los problemas con los actores, el infarto de Martin Sheen que casi pone en peligro la película, las exigencias de Brando, su abandono y su desidia -Coppola sospecha que ni se había leído la novela de Conrad-, su obesidad, que hace replantear el guion (Marlon está muy obeso. Francis y él están dándole vueltas a la posibilidad de cambiar su personaje en el guion. Brando quiere camuflar su peso); el caos del entorno; el estrés, la tensión, el agotamiento anímico y los muchos problemas de salud de la familia y los integrantes del equipo: fiebres, vómitos, diarreas y jaquecas provocadas por la extraña comida y la desordenada alimentación, por el calor y la humedad extremos; los mosquitos, las cucarachas; los tifones que en pocos minutos destrozaban las construcciones levantadas para la grabación; las largas jornadas de diluvio que interrumpían un rodaje que se prolongaría durante doscientos treinta y ocho días, en diferentes etapas. 

Intercalados en este hilo principal, aparecen también momentos de disfrute, las situaciones y momentos de la vida familiar; los juegos de los hijos -la pequeña Sofia (entonces una niña apenas cuatro años y hoy, cinco décadas después, una madura y reconocida directora), deslumbrada por la vivencia; los viajes por la zona, la belleza del entorno, los paisajes idílicos (Había arrozales, pequeñas aldeas de chozas de palma, búfalos de agua, la ropa lavada de una familia tendida en la valla de un cementerio, una rodaja de sandía colgando de una cuerda sobre la cabeza de un vendedor, haces de luz que se filtraban a través de los puestos de venta junto al camino, pilas de quesos envueltos en hojas de banano, un sofá de madera instalado bajo un árbol, junto a la carretera, como si la gente viniera a sentarse para contemplar el panorama, campos de caña de azúcar y montañas azuladas en el horizonte); las vueltas a casa, al rancho de Napa, en California; una visita a la Casa Blanca; los tres “maestros”, Coppola, Spielberg y Lucas. 

Y, por entre las anécdotas, brotan las reflexiones personales de Eleanor sobre su papel como esposa y madre, la responsabilidad y la culpa por ocuparse de la película y de su propio documental descuidando a sus hijos (Soy la madre de estos niños, la esposa del director de una producción multimillonaria, y esta mañana no he pensado para nada en mi familia), sobre el papel secundario que desempeña en el matrimonio, subordinada siempre a su marido, sobre sus consiguientes inseguridades (Allí estaba yo, en mi suite con aire acondicionado, viajando por todo el mundo con una compañía cinematográfica, la esposa privilegiada del director, y sin embargo me pasaba el día sollozando, sintiéndome como una mujer de mediana edad miserable, apática y neurótica, incapaz de actuar con entereza), sobre la infidelidad de Francis, sobre el cuestionamiento de su relación con él y su voluntad de solicitar el divorcio… 

Y están, igualmente, ocupando un lugar destacado en los diarios, las continuas apreciaciones sobre el ya reseñado desconcierto del director sobre el sentido último de su película, las constantes reescrituras del guion, las eufóricas ilusión y entusiasmo que lo acometen en ciertas fases del proyecto y, simultáneamente, su condición sufriente, atormentada y depresiva en tantas otras, sus conflictos internos, su desánimo, sus preocupaciones, las frecuentes discusiones en la pareja. Hay aquí unos muy interesantes y reiterados incisos sobre los paralelismos que Eleanor percibe entre la experiencia de Marlow en el libro, la de Willard en la película, la de Coppola en la dirección (Cada vez parece haber más paralelismos entre el personaje de Kurtz y Francis), la del elenco y el equipo y la de la propia Eleanor en la estancia filipina (Me dijo que al parecer todos los que participan en la producción están sufriendo algún tipo de transición personal, algún «viaje» en su vida. Todos los que han venido a Filipinas parecen estar pasando por algo que los afecta profundamente, cambiando su perspectiva del mundo o de ellos mismos, mientras que supuestamente lo mismo le está sucediendo a Willard en la película. Definitivamente, algo nos está ocurriendo a mí y a Francis). 

Obviando esta dimensión íntima y personal y centrándose exclusivamente en los hechos recogidos en el libro relativos a las circunstancias del rodaje, Eleanor Coppola, junto con Fax Bahr y George Hickenlooper codirigieron y presentaron en 1991 el documental Hearts of Darkness: A Filmmaker's Apocalypse (Corazones en tinieblas, en nuestro país; puede verse en Filmin). En él se combinan algunas de las tomas grabadas por Eleanor y de las que da cuenta en el libro, fragmentos de la película, material de archivo, locuciones de Orson Welles en su programa de radio y las habituales entrevistas de este tipo de productos -al director, a su esposa, al guionista John Milius, a los actores Robert Duvall, Sam Bottoms y Frederick Forrest, entre otros muchos. 

En fin, no hay tiempo para más. Cierro esta desbordante reseña -me excuso: desbordantes son también la novela, la película y las muchas ramificaciones de una y otra- con un texto del libro, las palabras con las que Marlow, al comienzo del relato de su aventura a sus silenciosos oyentes, describe su fascinación por los mapas y por la misteriosa presencia en ellos de los muchos territorios inexplorados de África. Tras él, cómo no, The end, el clásico, hipnótico, envolvente, oscuro, psicodélico, obsesivo y muy lírico de The Doors, ya para siempre unido a Apocalypse now


Cuando era un muchacho, me apasionaban los mapas. Podía pasar horas mirando Sudamérica, África o Australia inmerso en los placeres de la exploración. En aquella época quedaban muchos lugares desconocidos en la tierra, y cuando veía en un mapa alguno que pareciera particularmente atractivo (aunque todos lo parecen), ponía el dedo sobre él y decía: “Cuando sea mayor iré allí”. Recuerdo que el Polo Norte era uno de aquellos lugares. Bueno, aún no he estado allí y no voy a intentarlo ahora, ha perdido su encanto. Había otros lugares dispersos alrededor del Ecuador y en todas las latitudes de los dos hemisferios. He estado en algunos de ellos y… bueno, mejor no hablamos de eso. Pero quedaba uno todavía, el mayor, el más vacío por decirlo de algún modo, por el que sentía un especial anhelo. 

Es cierto que por entonces ya había dejado de ser un espacio en blanco. Desde mi infancia lo habían llenado ríos, lagos y nombres. Había dejado de ser un misterioso espacio en blanco, un parche blanco sobre el que un niño podía tejer magníficos sueños. Se había convertido en un lugar de tinieblas. Pero había en él un río en particular, un río grande y poderoso, que aparecía en el mapa semejante a una inmensa serpiente desenrollada, con la cabeza en el mar, el cuerpo quieto curvándose sobre un vasto territorio y la cola perdida en las profundidades de la tierra. Y mientras observaba el mapa en un escaparate, me fascinó, como una serpiente fascinaría a un pájaro, a un pequeño e incauto pajarillo. Entonces recordé que existía una gran empresa, una compañía dedicada al comercio en ese río. ¡Caramba!, pensé para mis adentros, no pueden comerciar en todo ese montón de agua dulce sin emplear alguna embarcación… ¡Barcos de vapor! ¿Por qué no intentar obtener el mando de uno de ellos? Seguí andando por Fleet Street, pero no podía quitarme la idea de la cabeza, la serpiente me había fascinado.

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Joseph Conrad. El corazón de las tinieblas