Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 17 de diciembre de 2025

JONATHAN COE. BOURNVILLE
  
Todos los libros un libro presenta esta tarde, en la última emisión por este trimestre, una excelente novela, Bournville, la última publicada en España -aunque ya hay otra que ha visto la luz en el Reino Unido y que está a punto de su traducción a nuestra lengua- de un autor, el británico Jonathan Coe, que he leído bastante y que, en consecuencia, ya ha protagonizado un par de emisiones pasadas de nuestro espacio. Aprovecho, pues, la novedad editorial que supone la relativamente reciente aparición de este último título (en realidad, lleva más de un año en el mercado), para recuperar mis sugerencias anteriores. Y no es solo la mera voluntad de traer a nuestra audiencia de hoy unos libros ya recomendados tiempo atrás lo que me mueve a “rescatar” mis comentarios de entonces, sino también, y sobre todo, el hecho de que Bournville se inscribe en un proyecto más general de su autor del que ambas referencias anteriores forman parte. 

Y es que en las palabras de la Nota final con las que Coe cierra Bournville, el autor explica ese planteamiento global: 

Esta novela se puede leer por sí sola, pero también forma parte de una serie de libros vagamente conectados entre sí que llevo escribiendo ya varios años bajo el título de Inquietud. Los otros son: 
Vol. 1 - Expo 58 
Vol. 2 - La lluvia antes de caer 
Vol. 3 - El señor Wilder y yo 
Todos y cada uno contienen alguna referencia a la mujer de Thomas Foley, Sylvia, y sus hijos, David y Gill, aunque solo Expo 58 gira realmente en torno a Thomas. Espero escribir un libro más de esta serie en algún momento. 

Quiero, pues, empezar mi comentario, hablándoos brevemente de esos otros tres títulos, de dos de los cuales La lluvia antes de caer y El señor Wilder y yo, ya se emitieron aquí mis comentarios, del primero de ellos en un lejano junio de 2013, en un formato muy distinto al actual del espacio, que no incorporaba la versión en vídeo del programa; y del segundo, hace ahora tres años, en septiembre del 2022, que se puede encontrar en YouTube. 

Los cuatro libros, como el resto de la obra de Coe en nuestro país (hasta un total de doce títulos), pertenecen al catálogo de Anagrama, en donde se publicaron en 2015, 2009, 2022 y en el pasado 2024, en un orden cronológico que no se corresponde con el de su edición originaria, que es el que, como es obvio, refiere el autor en la antedicha nota de cierre de Bournville. La editorial ha sido, sin embargo, relativamente escrupulosa con la continuidad en la traducción, pues salvo Expo 58, vertida a nuestro idioma por Mauricio Bach, las otras tres obras llevan el sello de Javier Lacruz, un prestigioso y reconocido traductor. 

De Expo 58, que yo leí en su momento sin especial entusiasmo, guardo un recuerdo más bien vago (en parte porque su lectura no despertó en mí demasiado interés y en parte también porque, al no haber hecho entonces una reseña del libro, su trama, sus personajes, sus temas incluso, se han hundido en esa nebulosa evanescente por la que deambulan, fantasmales e indiscernibles, centenares de libros que ocuparon apenas dos o tres tardes de mi vida). Rescato ahora de mi frágil memoria -y con ayuda de una relectura somera y de algunos artículos publicados en Gran Bretaña cuando apareció el libro- algunos hilos imprecisos de su argumento y sus aspectos principales, para centrarme en las tres últimas novelas de las que sí conservo apuntes escritos con los que apuntalar mi evocación y dar una cierta solvencia a mis palabras actuales. 

La historia comienza en 1958 en Londres. Thomas Foley, un funcionario de la Oficina Central del Ministerio de Información británico, en la que empezó como chico de los recados, ascendiendo de forma sistemática –aunque muy, muy lentamente– hasta su actual rango de redactor adjunto, lleva una vida estable y algo gris junto a su esposa Sylvia y su hija pequeña, recién nacida, Gill. Foley es un hombre tranquilo (sus colegas lo llamaban «Gandhi» porque había días en que creían que había hecho un voto de silencio), melancólico, educado y algo ingenuo, disperso en unas ensoñaciones que lo alejan de su pesada carga burocrática (Ahora tenía treinta y dos años y se pasaba la mayor parte de sus jornadas laborales esbozando folletos sobre salud y seguridad públicas, que aconsejaban a los peatones el mejor modo de cruzar la calle y a los acatarrados la mejor manera de evitar esparcir los gérmenes en los lugares públicos) y que lo llevan a rememorar su infancia y fantasear con un cambio de empleo. El proyecto de la Expo 58 introduce un nuevo y leve aliciente en su vida (encargado, entre otras tareas igualmente “apasionantes”, de redactar eslóganes y folletos turísticos para repartir en el exterior de los edificios que forman parte de la representación del Reino Unido en el evento). Entre los dos pabellones principales, el oficial y el industrial, en los que se exhibirá lo esencial de la cultura, el arte, la historia, la industria y el mundo empresarial del país, el Ministerio de Asuntos Exteriores concibe la idea de situar un tercer espacio que albergará un pub, el Britannia, un pintoresco mesón tan británico como... el bombín o el fish and chips, representando la mejor hospitalidad que nuestra nación es capaz de ofrecer. Con la muy difusa excusa -doble, por otro lado- de la nacionalidad belga de la madre de Thomas y de la anterior condición de propietario de un pub de su padre, fallecido hace tres años, sus superiores encargan a Foley la no demasiado estimulante tarea de supervisar el funcionamiento del Britannia durante el transcurso de la Exposición, lo que le obligará a trasladarse durante seis meses a la capital belga, provocando enojosos contratiempos en su vida familiar. 

Desplazado a Bruselas, y entre disparatadas iniciativas en torno a la propuesta británica (la ácida crítica de Coe a su país, a su tradicional aislacionismo, a su autosatisfecho nacionalismo cultural y al esnobismo político, un rasgo distintivo de su literatura, se regodea aquí en los delirios de las autoridades que, frente a una capital europea cosmopolita y llena de vitalidad, que transmite al mundo en el primer gran evento internacional después de la Segunda Guerra Mundial una imagen de modernidad, tecnología e innovación -con el famoso Atomium, construido para la ocasión, encarnando el espíritu de una nueva era-, ofrecen la pobre y risible imagen de un pub que, supuestamente, representa la autenticidad del carácter del británico medio: sobriedad, orden, costumbre, tradición…), Foley se siente dividido entre el encanto de lo nuevo y la melancolía del pasado. Y ello no solo desde el punto de vista social y colectivo, cuya representación simbólica reside en el desatino del Britannia, un simulacro vacío de sentido cuidadosamente diseñado por burócratas, una versión empaquetada y vendible de la nación, sino también en un terreno íntimo y personal. En Bruselas conocerá a Anneke, una joven y encantadora azafata belga que trabaja en el pabellón. Ella representa todo lo que no es su vida en Inglaterra: espontaneidad, exotismo, sensualidad, posibilidad. Foley se siente atraído por ella y la relación evoluciona hacia una atracción amorosa que lo transforma internamente, convertida la muchacha, su interés por ella, su deseo no realizado, en símbolos de una vida alternativa -y mejor- de la que ha llegado a construir con su esposa y su hija. 

Junto a las singularidades derivadas de la organización y el funcionamiento del pub, y por entre esta dimensión vagamente romántica de la novela, se suceden una serie de encuentros a cuál más insensatos y extravagantes, que envuelven al protagonista en una trama -ligera- de espionaje -estamos en plena Guerra Fría- al estilo de Graham Greene o John le Carré, con la aparición de dos figuras ambiguas, Mr. Wayne y Mr. Radford, que dicen trabajar para el Foreign Office pero que claramente tienen una agenda paralela, y también con la presencia de un periodista ruso y la irrupción de una actriz norteamericana que se exhibe en el pabellón estadounidense demostrando la eficacia de unas modernas aspiradoras. Y todo ello envuelto en una atmósfera disparatada en la que se acentúan los rasgos de agudeza y sarcasmo. 

En su momento, Expo 58 me pareció una obra menor en cuanto a ambición formal dentro de la obra de Coe. Interesan de ella -aunque a mí no demasiado- su acostumbrado humor y su habitual tono satírico (presentes sobre todo en la trilogía compuesta por El Club de los Canallas, El Círculo Cerrado y El corazón de Inglaterra, y en el que pasa por ser su título más relevante, ¡Menudo reparto!, que tampoco me dijo demasiado cuando lo leí hace tres décadas). También la coincidencia, en sus tramas entrelazadas, de personajes, nombres, eventos y lugares que saltan de uno a otro libro; la presencia en ella de algunos elementos en los que pueden verse vínculos temáticos, estructurales y estéticos con las otras tres novelas: la conexión -en ocasiones “fricción”- entre la memoria personal y la historia colectiva; el contexto en el que se inscriben las tramas, marcado por los grandes acontecimientos de la historia británica en las décadas posteriores a la última gran contienda mundial y, como corolario, la muy precisa “fotografía” del ”alma” británica; la relevancia -menos ostensible en esta primera novela, más patente en las posteriores- de la emoción, la melancolía, lo íntimo; las interesantes ramificaciones de los hechos narrados, muy condicionados, en principio, por su delimitación cultural, geográfica y sociológica en el universo de lo “british”, hacia los grandes temas universales: el paso del tiempo, la nostalgia, la identidad y la pertenencia, la fragilidad de las relaciones humanas, la memoria y la pérdida, también el amor, entre otros, que comparecen de un modo más notorio y destacado en la que, para mí es, junto a esta Bournville, que hoy centra nuestro espacio, la mejor novela de Coe, La lluvia antes de caer. 

Hace más de una década os hablaba aquí de ella, una excepcional novela, muy intimista y melancólica, algo, como digo, no del todo habitual en la trayectoria de su autor, que se ha desenvuelto casi siempre en unos registros más bien alegres, joviales y humorísticos. La novela, que apareció en nuestras librerías a mediados de 2009, se abre con la triste noticia que recibe en su casa una mujer madura, Gill (¿la recién nacida de Expo 58?), casada y con dos hijas. Una llamada telefónica le comunica que su tía Rosamond, hermana de su madre, Sylvia (la pregunta anterior respondida), acaba de morir a los setenta y tres años. Gill se desplaza hasta Oxfordhire, en donde vivía la tía fallecida, para asistir al funeral. Una conversación con la doctora May, que atendía a la tía Rosamond, y una breve estancia en la ahora deshabitada casa de ésta, llevan a Gill a pensar que la mujer, gravemente enferma, ha puesto fin a sus días voluntariamente. En su vivienda, la sobrina encuentra algunas cintas magnetofónicas y una nota póstuma de la muerta: las cintas están destinadas a una casi desconocida, Imogen, una pariente lejana de la que Gill guarda un vago recuerdo, pues más de veinte años atrás, cuando Imogen contaba sólo siete, coincidió con ella en la fiesta del quincuagésimo aniversario de su tía. Desde entonces, la niña, una encantadora muchacha ciega, había desaparecido de la vida de la familia y solo ahora, en el legado postrero de tía Rosamond, vuelve a comparecer. Además, el testamento señala que dos tercios de sus bienes serán para sus dos sobrinos, la propia Gill y su hermano David, y el último tercio para la misteriosa Imogen. El mensaje de su tía encomienda a Gill, igualmente, la búsqueda de la niña -que ya no lo es tanto, pues han pasado veintitrés años- en paradero desconocido desde hace tanto tiempo, y la entrega a esta de las cintas. Gill solo podrá escucharlas si no encuentra a la joven. Ayudada por sus dos hijas, que aportan sus conocimientos de las modernas herramientas informáticas, Gill intenta dar con el paradero de Imogen, pero su pesquisa resulta infructuosa. Se decide, pues, a escuchar las grabaciones, cuatro cintas de noventa minutos cada una, arropada, para tan trascendente acto, por la cariñosa curiosidad de sus hijas. 

El núcleo central de la novela, doscientas páginas de sus doscientas cincuenta totales, lo constituye la transcripción de esas cintas. En ellas, la tía Rosamond describe y comenta una veintena de fotografías, escogidas de entre las más significativas de su propia vida, para que Imogen, que, recuerdo, es ciega y no podrá verlas, pudiera así, a través de sus palabras, conocer los momentos determinantes de la existencia de su tía, una existencia que está también profundamente imbricada en la suya propia. Y así, capítulo a capítulo, fotografía a fotografía (hay también alguna postal), Rosamond va dejándose llevar por sus recuerdos, por sus evocaciones, por sus emociones revividas, por su memoria fragmentaria, pero a la vez muy precisa y minuciosa, y va casi sin quererlo -y aquí es donde se aprecia la maestría del autor- desgranando no sólo la historia de una vida, la suya, sino la de distintas mujeres de la familia a lo largo de varias generaciones. Desde la primera foto, de 1938 o 1939, hasta la última, en los años ochenta del pasado siglo, se desarrolla una existencia singular, la de la tía Rosamond, pero en realidad, la novela da cuenta de toda una saga familiar -su prima Beatrix, Thea, la hija de ésta, y la propia Imogen, que se desvelará como nieta de Beatrix- en la que no faltan afectos, pasiones, frustraciones, tragedias, emociones, dolor, intensidad, debilidades, abandonos. Una saga familiar muy inteligente y sugestivamente narrada, con una escritura que nos aboca a una lectura arrebatadora, apasionante y que nos adentra en las interioridades de unos seres humanos muy poderosamente descritos, unos personajes con carne, con vida, la antítesis de tanto espantapájaros sin profundidad que hoy, por desgracia, puebla infinidad de novelitas sin enjundia. Leyendo La lluvia antes de caer, aprendemos mucho de la naturaleza humana, de la sensibilidad femenina, de las genuinas emociones de las personas, pero conocemos, además, no de modo principal pero sí con bastante detalle, toda una época, la guerra mundial en Inglaterra, la evolución de las costumbres en nuestras sociedades, en fin, el mundo a lo largo de ese medio siglo. 

Además, hay muchos elementos coincidentes con otros similares en el resto de las novelas de la peculiar serie escrita por Coe: la estructura narrativa, organizada la novela como un conjunto de grabaciones, cada una centrada en una fotografía; el formato episódico y visual; la voz en primera persona, que narra desde el punto de vista de Rosamond, proporcionando al relato un tono íntimo y confesional; el “juego” generacional; las relaciones familiares complejas; la sensibilidad y la ternura; la importancia del pasado, la memoria y los recuerdos; la conexión de las trayectorias íntimas con los episodios históricos (aquí, como he señalado, más sutil). 

El tercer título de ese proyecto, El señor Wilder y yo, se publicó en España en los primeros meses de 2022. Se trata de una muy interesante novela, llena de encanto y sensibilidad, de nostalgia y ternura, también de sugerentes temas de reflexión y apetitosas referencias cinéfilas. Más allá de la presencia esencial de Billy Wilder, como luego veremos, la novela gira sobre Calista Frangopoulou, una casi olvidada compositora de bandas sonoras para el cine que vive en Londres con su marido Geoffrey, también vinculado al mundo del séptimo arte, y que, en enero de 2013, a sus casi sesenta años, se encuentra sumida en una suerte de crisis existencial que sobrelleva gracias a sus recuerdos y a la entrega incondicional al terapéutico consumo de queso. En el plano profesional no le llegan apenas encargos desde hace tres lustros, pues su concepción de la música cinematográfica, añorante de la frescura de ideas y de la abundancia de melodías de la época dorada del cine, no encaja en el ruido de explosiones, tiros y choques de coches y el estrépito de los estruendosos fondos orquestales de las actuales películas de acción, tan alejadas de su educación clásica. 

Su vida familiar experimenta igualmente una etapa de cambio, con el aburrimiento consiguiente a veintisiete años de casada y la tenue aparición del “síndrome del nido vacío”, con la decisión de la menor de sus gemelas, Fran, de poner fin a su embarazo antes de incorporarse el otoño próximo a la universidad de Oxford, y, sobre todo, con la inminente partida de su otra hija, Ariane, a Australia, en donde disfrutará de una ventajosa beca. La marcha de su hija desde Heathrow, a donde la ha acompañado para tomar su largo vuelo, le trae el recuerdo de una ocasión similar en la que su propia madre se despidió de ella, en julio de 1976, en el aeropuerto de Atenas, cuando una joven Calista de veintiún años se había lanzado a la experiencia de recorrer Estados Unidos de mochilera durante tres semanas en verano. Una vez en el vasto territorio norteamericano, el encuentro fortuito en Springfield con Gill (de nuevo el vínculo entre unas y otras novelas), otra chica inglesa más o menos de su edad, igualmente viajera por libre, las unirá en el resto del viaje, que compartirán visitando St. Louis, Oklahoma, Nuevo México, el Gran Cañón y, por fin, Las Vegas. Allí, acompañará una noche a Gill a una cena de compromiso en Beverly Hills con un director de cine, antiguo amigo de su padre al que había prometido la visita y al que ninguna de las dos conoce. ¿Es famoso?, preguntará, curiosa, Calista. No creo, responderá su amiga, para empezar, tiene unos setenta años

Sin embargo, el anciano director sí era famoso, ni más ni menos que Billy Wilder, con una larga y magistral carrera a sus espaldas, con varios Oscars en su haber, como guionista y director, aunque se encuentra ya, no obstante, en el ocaso de su deslumbrante trayectoria profesional. Las tímidas y avergonzadas muchachas se enfrentan en el restaurante, desconcertadas e indecisas, con el viejo señor Wilder, que está acompañado por su esposa Audrey, su amigo y colaborador habitual, el productor I.A.L. Diamond, y la mujer de éste, Barbara. “Obligadas” a una cena con un personaje del que ignoran absolutamente todo, incluido su muy reconocido legado artístico, y al que solo le unen el encargo del padre de Gill, la velada es un fracaso, entre otras razones porque las constantes menciones a Marlene, Con faldas y a lo loco, Jack Lemon, la Garbo o El apartamento, y el extraño acento de Billy, constituyen un enigma insondable para Calista, la única realmente interesada en el desarrollo de la conversación, pues Gill, despechada por la obligada separación de un novio al que acababa de conocer en su periplo norteamericano, abandonará sin dar explicaciones la cena en pos de su fugaz enamorado dejando a su bostezante amiga ante un incómodo trance. El hecho de que Calista sea griega y se desenvuelva con normalidad en ese idioma y en inglés activa la curiosidad del director y el productor que en esos días están intentando sacar adelante, no sin gran esfuerzo, la financiación para el rodaje de su nueva película, tras unos años de, con notables excepciones, constantes fracasos en taquilla y sucesivos varapalos de la crítica. Fedora, que así se llamaría el penúltimo filme del austríaco (aunque Sucha, su lugar de nacimiento, en esa Galitzia tan martirizada por la Historia, hoy pertenece a Polonia), debía de rodarse en alguna isla griega aún por determinar. Pese a ese tenue elemento de interés común, el cansancio de la chica, su sensación de desconcierto por lo extraño de la situación, sola entre desconocidos, y la dificultad para sumarse a la conversación de los comensales conducirán al progresivo distanciamiento de la muchacha y abocarán a un final sorprendente en el que Calista acabará por pasar la noche en la mansión de los Wilder, para abandonarla a la mañana siguiente con el guion de Fedora bajo el brazo como inesperado regalo del muy amable y algo paternal director. 

Meses después, en mayo de 1977, la muchacha, de vuelta ya en Grecia, se licenciará en la universidad, realizará sus primeros y muy modestos pinitos como compositora, y se entregará, espoleada por la voluntad de superar el recuerdo del lamentable encuentro con Wilder, a la enfebrecida memorización de enciclopedias de cine. Entonces, una llamada de una mujer que decía pertenecer al despacho de producción de la película Fedora, transmitía al padre de Calista que el señor Wilder le había pedido que se pusiera en contacto conmigo. Tres días después volaba hacia Corfú para vivir la gran Aventura de la Intérprete Griega, como dirá Wilder, y, desde ese momento, su vida sería ya otra para siempre. 

La novela, que alterna de continuo esos dos planos temporales, el presente de conflicto personal y la rutina familiar en Londres y el pasado que aflora en la remembranza de la inolvidable experiencia del rodaje de Fedora, se centra, fundamentalmente, en el relato de esa primera, afortunada y decisiva incursión de Calista en el universo del cine, en su imborrable relación con un Wilder simultáneamente afable y gruñón, cercano y cascarrabias, en unos meses, que transcurren en diversos escenarios -sobre todo en Grecia, en la isla de Lefkada, a lo largo del verano de 1977, pero también en Múnich, París y los ya citados de Londres o Los Ángeles-, que la harán superar su timidez y su inseguridad, la abrirán al mundo, a la edad adulta, al amor, cambiarán su vida, y serán la causa, claro está, de su a la postre decisiva dedicación profesional al séptimo arte. 

El libro es así especialmente interesante para los amantes del cine y, en particular, para los que -como yo mismo- son devotos seguidores del inolvidable director. Las circunstancias que rodearon la difícil puesta en marcha de esa Fedora en cierto modo crepuscular; los insalvables obstáculos a superar para conseguir la financiación necesaria; las muchas vicisitudes del muy complicado rodaje, filmado en escenarios en Alemania, Francia y Grecia, con actores de diversos países, distintas culturas y variadas escuelas interpretativas; los enfrentamientos con Marthe Keller, la actriz principal, que no resulta del agrado del viejo Wilder; el escaso éxito de crítica y público una vez estrenada (salvo, significativamente, en España, en donde sí gozó de una cierta repercusión) son aspectos “reales” que dan cuerpo a la historia personal de Calista y que “obligan” -una exigencia altamente placentera- al lector a ver la película en paralelo al exaltado y ameno avanzar por las páginas del libro, y, por otro lado, a no detenerse en este único e incomprendido título sino a aprovechar para zambullirse en la filmografía entera del director -deslumbrante en la mayor parte de sus títulos- para el mejor disfrute de un texto salpicado por una infinidad de referencias cinéfilas, no sólo relativas a la obra de Wilder. Así lo hice yo cuando leí la novela, unas semanas en las que he “devoré” la casi totalidad de las veintitantas películas que integran su descomunal legado artístico. Gocé entonces, de nuevo, con placer indecible, las grandes obras del Wilder director, La tentación vive arriba, El crepúsculo de los dioses, Perdición, Con faldas y a lo loco, Testigo de cargo, El apartamento, Un, dos, tres, Irma la dulce, Días sin huella, Primera plana, En bandeja de plata, la mayor parte de las cuales había visto ya varias veces en mi juventud; también revisé algunas otras de muy vago recuerdo en mi memoria, Sabrina, Ariane, ¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre? o La vida privada de Sherlock Holmes; y me he acercado por primera vez a algunos títulos menos conocidos pero siempre estimables como Bésame, tonto, El gran carnaval, El vals del emperador, Berlín Occidente o Cinco tumbas al Cairo; además de Bola de fuego, Si no amaneciera o Ninotchka, obras maestras en las que Wilder se desempeñó como guionista. 

Y es que Billy Wilder se nos muestra, entre los hilos de la historia inventada de Calista Frangopoulou, como el verdadero protagonista de la novela. Un Wilder al que vemos, acompañado en todo momento por otro gran “personaje”, su contrapunto, su álter ego, el gran Iz Diamond, guionista y productor habitual en la última etapa de la carrera de su amigo, luchando vanamente en defensa de un tipo de cine -ligero, entretenido, rezumando ilusión, maravilla, gracia, alegría, humor y risas, vida intensa y feliz- que, irremisiblemente, ha quedado arrumbado en un pasado que la fulgurante aparición de la “panda de la barba” (Coppola, Spielberg, Scorsese) amenazaba entonces por hacer olvidar. El muy entrañable personaje que “dibuja” Coe, se ve superado por ese nuevo cine hecho por intelectuales, inspirados y alentados por la culta intelligentsia europea -los sesudos críticos de Cahiers du Cinema-, en una deriva hegemónica en las salas desde finales de los sesenta: películas brillantes pero desesperanzadas, con sus problemas, sus conflictos, su caos existencial, su amargura, su desilusión, su despiadada inmersión en los aspectos más descarnados, más dramáticos, más trágicos incluso, de la cruda realidad. Películas tras las que, como vanamente intenta explicarle a Calista un muy adusto novio juvenil, te sientes emocionalmente agotada. Te sientes como si alguien te hubiera dado una auténtica paliza. Te han machacado el alma. Han destrozado tu fe en la humanidad. Nunca habías visto tanta fealdad y tanto horror en una pantalla. Ante lo que Calista, cuya progresiva cercanía sentimental con Wilder en la novela la hará compartir la melancólica visión del mundo del anciano, se dirá: Empezaba a pensar que a lo mejor había nacido en el momento equivocado

El momento equivocado. El inexorable paso del tiempo. La añoranza de un ayer en el que todo es percibido -desde nuestro ya triste presente- como exultante y feliz. El pasado que queremos inútilmente atrapar pero que no vuelve. Fedora es, en este sentido, una suerte de testamento artístico de su director, a la vez que la metáfora perfecta del estado de ánimo, del sentir, de la nostalgia que aqueja el alma de Billy Wilder en esos momentos declinantes de su carrera. En último término, El señor Wilder y yo es, además de una muy apreciable novela que se disfruta con fruición (yo la leí, embebido y ajeno al paso del tiempo, en un viaje en tren de ida y vuelta a Madrid, pesaroso de que el trayecto -el literario- llegara a su fin), una muy melancólica reflexión sobre la pérdida de la juventud (esos personajes […] que luchan por encontrar su papel en un mundo al que ya solo le interesan la juventud y la novedad), sobre el quebranto de las ilusiones, sobre lo que la vida hace con nuestros sueños, sobre el fracaso y la derrota consustanciales a la existencia. Y, a la vez, es un muy vivificante alegato sobre los muchos motivos para la felicidad, sobre la necesidad de disfrutar con pasión de cada instante, de cada detalle, de cada momento, de cada vivencia, sobre los innumerables alicientes que ella nos ofrece, como comprenderá Calista, tiernamente agradecida -como lo está el lector- por las enseñanzas del maestro.

El señor Wilder y yo es, a la postre, un amable aunque contundente alegato a favor del cine. Porque el cine (un tipo muy particular de cine, el de la época dorada de Hollywood, del que apenas quedan, por desgracia, rastros en las actuales frenéticas pantallas de las languidecientes salas) es una de las más inteligentes, inspiradoras, emocionantes, cautivadoras, agradables, encantadoras y eficaces armas para escapar del absurdo de la insulsa y roma cotidianidad, para poblar de magia y deseo y anhelos y quimeras y ensueños y fantasía nuestras vidas, para dotar de sentido a la existencia. El cine es la vida mejorada, multiplicada, embellecida. Y ello, el amor por el séptimo arte, encarnado en ese Billy Wilder entrañable, cercano, afable, íntimo, cálido, afectuoso, que se abre a Calista, que le hará confidencias, que le mostrará sus debilidades, su fragilidad. 

En relación con el vínculo de la novela con las demás de la serie, y aparte de la ya mencionada presencia de Gill, debo señalar una singularidad estructural muy frecuentada por Coe que consiste en la inclusión en el relato de recursos narrativos (fotografías, cintas grabadas, música, cartas, en este caso el cine y en particular un guion de Wilder en el que aparece un personaje, un joven nervioso (muy joven, como de diecinueve o veinte años), de nombre… Thomas Foley), que afloran en paralelo o intercalados en el discurso principal del libro, enriqueciendo esa historia central al ofrecer, en formatos diversos y con voces distintas, versiones complementarias de la narración “base”. Este rasgo de estilo llegará a su máxima expresión en el último libro del ciclo, como luego desarrollaré. 

Yo leí Bournville, entusiasmado, las pasadas Navidades, aunque por diversas circunstancias no he podido comentar hasta ahora (¡son tantos los libros leídos y disfrutados que quiero compartir en este espacio y que se me van acumulando sin encontrar la ocasión propicia para hacerlo…!). Coe ha contado en alguna entrevista la génesis -muy emotiva y conmovedora- de su libro. Cuando tras la pandemia se fueron suavizando las restricciones del confinamiento, en junio de 2020, y Jonathan pudo acercarse a la casa de su madre en Bromsgrove, un distrito de Birmingham, después de tres meses sin verla debido al encierro, lo primero que hizo la anciana señora -ochenta y seis años- fue darle una pequeña barra de chocolate Cadbury como hacía todos los días cuando, de niño, él llegaba a casa del colegio. Tanto la conocida marca británica, de notable dimensión internacional, como la empresa a la que pertenece son un emblema de Birmingham, la ciudad que se erige en el marco habitual de gran parte de la novelística de Coe; siendo Cadbury en especial y su particular universo, además, un “personaje” muy relevante en Bournville. Sentados en el jardín, madre e hijo recuerdan la infancia del escritor en relación con una novela que está pensando escribir. A las pocas horas, ya de vuelta en Londres, Jonathan recibe una llamada de uno de sus hermanos diciéndole que su madre no se encuentra bien, aunque no ha podido verla porque a causa de las estrictas normas de la Covid no se les ha permitido entrar. Esa misma noche, Janet Coe moriría, sola, a causa de un aneurisma, una bomba de relojería con la que convivía desde hacía años, complicado por el virus. La novela que el escritor estaba planeando, en la que pensaba recorrer “el estado de la nación” desde 1945 hasta el momento actual, tomó una dimensión distinta, marcado ahora ese presente y fijado ya para siempre en la fecha de fallecimiento de su madre. Cuando, tiempo después, el escritor y su hermano empiezan a limpiar y organizar la casa de la anciana, se encuentran cajas llenas de diarios de los años 40 y 50. Ello, el impacto de su muerte y el hallazgo del material, modifica en parte su plan original que reconvierte en un proyecto de contar la vida de su progenitora en paralelo a la historia de Gran Bretaña durante los últimos setenta y cinco años, en un enfoque dual no demasiado distante, por otro lado, de las pautas habituales de sus libros, que entrelazan con brillantez, como he señalado, ambas dimensiones, la íntima/ personal y la histórica/política, aunque no de un modo tan explícitamente referenciado como en ésta. En la Nota del autor que aparece en el colofón del libro, fechada en Londres el 21 de abril de 2022, confiesa este carácter autobiográfico de su obra: Aunque Bournville es una novela -afirma- y una obra de ficción, el personaje de Mary Lamb está fundamentalmente basado en mi difunta madre, Janet Coe. Sin embargo, cualquier conexión con mi propia historia familiar se acaba ahí. En concreto, no hay ninguna semejanza entre el marido de Mary, Geoffrey, y mi padre, Roger Coe, un hombre agradable, muy querido por su familia, cuya vida laboral no transcurrió en un banco sino en Lucas Industries, donde se dedicaba a diseñar baterías para automóviles cada vez más eficientes. Del mismo modo, todos los otros miembros de la familia Lamb plasmados en este libro (Jack, Martin, Peter, Angela, Bridget y Lorna) son creaciones ficticias, y aun cuando he situado la historia en lugares de las Midlands que me son familiares por mi infancia, las cosas que les suceden son totalmente inventadas

Y subraya: El capítulo titulado «La parte superior de la cabeza de mi madre» [en el que relata las vicisitudes de la muerte de la anciana protagonista, idénticas a las de la de su propia madre] fue originalmente escrito para leerlo en voz alta en el Massenzio Festival de Roma en julio de 2021. Aunque lo he corregido un poco para adaptarlo a la personalidad de Peter Lamb, es por lo demás un fiel relato de la muerte de mi propia madre en la madrugada del 10 de junio de 2020. Cuando volvía en coche a casa, atravesando el paisaje de Oxfordshire tras la última visita que le hice, no escuché el Hymnus Paradisi de Howells, sino una bella canción titulada «Silence», de la cantautora Dos Floris. Casi dos años después de eso, todavía me entristece y enfurece por igual que mi madre muriera sola, sin ningún alivio para su dolor, y que a los miembros de su familia no se les permitiera el contacto personal con ella, como así fue. Pero entonces, como miles de familias en todo el país (y no como los ocupantes del número 10 de Downing Street en ese momento), nos limitábamos a seguir las normas

La “trama” de Bournville se abre con un prólogo ubicado en Alemania en marzo de 2020, en esos momentos iniciales en los que se desatan las primeras oleadas de pánico por el coronavirus. Lorna Simes, una muchacha que se desempeña como recepcionista de un edificio de oficinas en el centro de Birmingham pero con una modesta carrera musical paralela (toca el contrabajo en un dúo con Mark, guitarrista, con el que han grabado un disco de jazz que ha pasado desapercibido en su país, pero que ha gozado de una relativa repercusión en Europa), se encuentra en Viena, en la primera etapa de una prometedora gira que incluye varios conciertos en Alemania. La última actuación prevista, tras las de Múnich, Hanóver, Hamburgo y Berlín, y que debía tener lugar en Leipzig, será suspendida como consecuencia de la generalizada eclosión del virus. Desde allí, en una de las múltiples llamadas por Skype que Lorna mantiene a diario con su anciana abuela Mary -la Abu, como la llama-, ésta recuerda al abuelo de su marido -tatarabuelo de la chica, pues-, Carl Schmidt, del que hasta entonces la joven no había oído hablar y que, al parecer, era originario de esa ciudad alemana. Abandonando a Lorna con los complicados trámites de su vuelta a Inglaterra en las difíciles circunstancias del momento, Coe nos muestra ahora a la anciana tras la videoconferencia, acompañada de uno de sus hijos, Peter, y explorando sus difusos recuerdos del difunto abuelo de su marido (no me acuerdo mucho de él –dijo–. Yo era muy joven. Parecía muy estricto y bastante temible. Yo le tenía muchísimo miedo), un hombre que había llegado a Birmingham en misteriosas circunstancias en la década de 1890 y había sobrevivido allí a dos guerras mundiales. ¿Cuándo lo conociste?, le pregunta Peter, interesado por una historia que él también ignora: –Bueno, de eso sí me acuerdo, claro. –¿Y cuándo fue? –Al final de la guerra. –¿Sobre el 44 o el 45 entonces? –No, no. Me refiero al final de verdad. –Le dio un cuidadoso sorbo a su té, que seguía caliente–. Justo cuando se acabó todo –dijo–. El Día de la Victoria y todo ese rollo

La novela da aquí un salto en el tiempo y se retrotrae setenta y cinco años, hasta el 8 de mayo de 1945, el V-E Day, el Día de la Victoria en Europa, cuando la pequeña Mary celebra con su familia el ansiado fin de la guerra en su casa de Bournville, que ya desde el principio se nos muestra no solo como el lugar “físico” donde transcurre gran parte de la acción, sino también como símbolo, como metáfora de un ideal perdido -de familia, de sociedad, de país- al que la literatura de Coe siempre alude, de un modo u otro. Fundada por la familia Cadbury como una comunidad obrera modelo, una suerte de experimento colectivo, Bournville encarnó durante décadas un sueño de armonía social basado en el trabajo, la educación, la salud pública y la cultura. En la segunda mitad del siglo XIX, los Cadbury, dos hermanos cuáqueros propietarios de una fábrica de cacao en el centro de Birmingham, se vieron obligados a trasladar su industria a las afueras debido a la expansión de su negocio. Encuentran el lugar ideal a pocos kilómetros al sur de la ciudad, en unos terrenos amplios, bien comunicados, rodeados de naturaleza y especialmente propicios para llevar a cabo su proyecto, revolucionario para su tiempo: condiciones laborales justas, respeto por los trabajadores e incorporación de los principales avances sociales que en esa época formaban parte del debate teórico del Derecho laboral: énfasis en la seguridad, la higiene y la prevención de la salud de los empleados, reconocimiento de las modernas fórmulas de representación de los trabajadores e impulso -apreciable, aunque todavía tímido- de unas incipientes prestaciones de seguridad social. En torno a las instalaciones fabriles, la entusiasta y anticipadora voluntad de los Cadbury se embarcó en la construcción de viviendas -un pueblo, en realidad-, con casas confortables, jardines, servicios e instalaciones comunales que permitieran el ocio, el deporte, las actividades recreativas y la formación de los trabajadores y sus familias, en un muy loable esfuerzo inspirado en el espíritu de las modernas, ilustradas y renovadoras utopías de aquel tiempo (en la escritura de Fundación del Pueblo de Bournville en 1900 se indicó expresamente, prueba de ese ánimo regeneracionista que inspiraba a los fundadores, que se suprimiría por completo la venta, distribución o consumo de cualquier bebida alcohólica en su perímetro, en información que podemos leer en la novela). Este escenario relativamente idílico -que desde hace más de un siglo constituye el marco de referencia de la vida de miles de personas en Birmingham- enmarca también la trayectoria de los protagonistas del libro (cuyo título es, en este sentido, suficientemente explícito del importante papel que en ella desempeña el pueblo) cuyas existencias se desarrollan, en su mayor parte, en Bournville. 

Desde ese núcleo central Coe va dando cuenta al lector de las vicisitudes de la vida de Mary y su familia, imbricando sus andanzas, peripecias, circunstancias y episodios con siete momentos trascendentales, de importante valor simbólico, en cierto modo puntos de inflexión, de la historia reciente de la nación británica, plasmados en acontecimientos y fechas en torno a los cuales se articulan los distintos capítulos de la novela: el mencionado Día de la Victoria en Europa, la coronación de la reina Isabel II, la final de la Copa del Mundo de fútbol, la investidura de Carlos como príncipe de Gales, su boda con lady Diana Spencer, el funeral de Diana, tras su accidente mortal, y por fin el septuagésimo quinto aniversario, el 8 de mayo de 2020, de aquel Día de la Victoria en Europa en el que se inició la historia. 

Así, en la primera sección del libro, y tras un breve apunte con el que se presentan los antecedentes de nacimiento de Bournville y de la singular aventura de los Cadbury, conocemos a Sam y Doll Clarke, padres de la pequeña Mary, envueltos todos en la excitación de aquel día excepcional. Asistimos a las quejas de la niña agobiada, en un combate a muerte con Beethoven, pues la estricta señora Barker, su profesora de piano, no acaba de estar satisfecha con la interpretación que hace Mary de la Écossaise del compositor; el discurso de Churchill en la radio; la chica, solo once años, haciendo sombreritos de papel conmemorativos; Sam, aburrido en casa, sin tener que ir a la fábrica, en una jornada de permiso general; la caminata con su colega Frank Lamb para allegarse al pub más cercano, obviamente fuera del pueblo, dados los postulados que, como he señalado, rigen la convivencia social; los parroquianos escuchando, exaltados, el discurso del Rey en tan señalada fecha; la solitaria señora Barker aceptando asombrada la invitación a cenar con madre e hija en casa de los Clarke; la conversación girando sobre los recuerdos de los meses de la guerra: los bombardeos, el trabajo de Doll en Cadbury, abandonada temporalmente su producción “natural” y reconvertida en fábrica de armamento durante la contienda, la desenvoltura de Mary teniendo que ir sola al colegio, la previsible reanudación, ahora que la guerra ha terminado, de la producción de chocolate en la factoría; la celebración nocturna en los campos aledaños, los festejos, la hoguera, los caballetes con comida, las luces y las banderolas, el ambiente bullicioso; el encuentro allí entre Sam y Frank con sus mujeres y sus familiares, Doll y Mary, por un lado, y, por otro, Bertha, la señora Lamb, con su padre medio alemán, un Schimdt cuya existencia ya conocimos en el capítulo introductorio; la irrupción de los jóvenes del pueblo recién llegados del frente, su jocosa imitación de Hitler; el desagradable incidente, un malentendido y una agresión, entre los muchachos y el anciano padre de Bertha Lamb, con un especial protagonismo del bravucón Nell, el elegante y educado Kenneth y el tímido Geoffrey, hijo de los Lamb. 

Se sientan aquí las bases del relato, presentados los principales protagonistas y establecido el marco geográfico en el que van a desenvolverse, con inmensas elipsis, las historias de unos y otros. Así, en la segunda sección, centrada en el 2 de junio de 1953, la familia y los vecinos se agolpan ante el novedoso televisor que retransmite la ceremonia de coronación de la reina Isabel II y muestra la emoción de la multitud, la infinidad de banderas británicas, las escarapelas rojas, blancas y azules (blancas y negras, como es obvio, en la pantalla), los gritos de los vendedores de banderines y baratijas patrióticas, el clima general de entusiasmo e ilusión de un país que apenas siete años antes se hallaba envuelto en una guerra y que ahora se abre a una nueva etapa. En paralelo, y en un breve flashback hacia el otoño de 1951, Geoffrey Lamb, de veintidós años, ha empezado a cortejar a Mary, de solo diecisiete, cuando ella todavía va al colegio. Un par de años después, el día de la coronación la chica está ante la Abadía de Westminster, intentando abrirse paso entre las masas para no perderse ningún detalle de la ceremonia. Ella vive ahora en Londres, en donde estudia para ser profesora de Educación Física, y compagina, no sin vacilaciones, su afecto por Geoffrey con el interés que le despierta el culto y atractivo Kenneth. La visión de la familia real en el balcón del palacio de Buckhingam, precisamente el tipo de familia que ella pretendía y esperaba tener en unos cuantos años, la colma de esperanza, en una nueva manifestación del vínculo entre la vivencia personal y el destino colectivo. 

Y la narración salta ahora a mediados de los sesenta, julio de 1966. Inglaterra y Alemania juegan en Wembley la final del mundial de fútbol. Mary tiene treinta y dos años. Geoffrey y ella llevan once casados. Tienen tres hijos, Jack, Martin y Peter, de diez, ocho y cinco años. La carrera profesional de Geoffrey ha dado un giro inesperado y aquel tímido y sensible chico intelectual estudiante de Clásicas se desempeña como director de un banco. Mary es ahora buena amiga de su prima Sylvia, que tras un primer fracaso matrimonial conoció a Thomas Foley, un funcionario público con el que se ha casado y con el que tiene una hija, la pequeña Gill. La vida es feliz para todos en un país que ha superado la austeridad de la posguerra y se abre a un futuro luminoso. El ambiente se llena de las canciones de los Beatles, los Kinks, los Rolling Stones, los Hollies, los Who, jóvenes con pelo largo y camisas floreadas que dibujan con su música un mundo de melodía y color, libertad e ingravidez, ambigüedad y transgresión. En el estadio, en un episodio impregnado de simbolismo, en un encuentro que exacerba las pulsiones nacionalistas del país (Puede que Alemania Occidental nos venza hoy en nuestro deporte nacional, escribe un cronista, pero no dejaría de ser justo. Nosotros les vencimos dos veces en el suyo), con un arbitraje controvertido que recuerdo perfectamente -y la situación en que también yo, en un entorno familiar, vi el partido en un “primerizo” televisor en blanco y negro-, Inglaterra ganará la Copa del Mundo. 

El eje sobre el que gravita la cuarta sección del libro es otra ceremonia monárquica, la investidura de Carlos como príncipe de Gales el 1 de julio de 1969. Y ello es la excusa para que Coe nos lleve, junto a las dos familias, el matrimonio Lamb y sus tres hijos, y los Foley con Gill y David, los dos suyos, a un bello paraje de Gales, Capel Celyn, en el que el encuentro con los lugareños, en particular con Sioned, la hija de unos granjeros, que defienden la singularidad galesa y reprueban el nombramiento del joven Carlos, da pie a introducir en el relato, por entre los recuerdos felices de la excursión familiar, los complejos asuntos relativos a la cuestión nacional británica, además de incorporar al elenco a esta Sioned que acabará por reaparecer en capítulos posteriores fechados años después. 

Sobre otro acontecimiento relacionado con el príncipe Carlos, su muy mediática boda con Lady Diana Spencer, el 29 de julio de 1981, cuyos pormenores yo seguí sin demasiada atención en Mónaco, en la radio de un coche con el que recorría Europa en esas fechas, en mi primer viaje ya como profesor -y por tanto con una cierta holgura económica-, se articula la quinta sección de libro. La nómina de personajes se amplía, Martin está casado con Bridget y están instalándose en su nuevo domicilio, en Bournville, a menos de un kilómetro de la que había sido su vivienda familiar en la infancia. Allí preparan la fiesta de inauguración de la casa, que coincidirá con la retransmisión televisiva de la boda, y hacen recuento de sus invitados: sus padres Mary y Geoffrey; los abuelos que le quedaban vivos, Doll, Sam y Bertha (Frank Lamb ha fallecido); sus hermanos, Peter y Jack; la actual novia de Jack, Patricia; sus nuevos vecinos, los Taylor, y Sathanam y Parminder Gupta, de origen indio, en una circunstancia que junto a la raza negra de Bridget introduce en el libro otro aspecto “sociológico” relevante en la sociedad británica, la cuestión racial y la inmigración, con los cambios que ello conlleva (una zona de la ciudad que no había pisado antes, donde la mayor parte de los letreros de las tiendas estaban en urdu, y el aire tenía un olor dulzón por el aroma de las especias exóticas que salía flotando de las tiendas de comestibles y los restaurantes). Estamos en los años del Gobierno de Margaret Tatcher y en las conversaciones entre los personajes afloran otros aspectos destacados de la época: los disturbios y las revueltas sociales, generalizados a causa del paro, la pobreza y la mala administración. Martin, que trabaja en Cadbury, acaba de ser nombrado Asistente del Gerente de Exportaciones, lo que abre la novela a una dimensión muy interesante que tendrá continuidad en capítulos posteriores: la rigurosa normativa europea no considera que el chocolate de Cadbury, ni ningún chocolate inglés, cumpla los estándares continentales sobre chocolate, al contener demasiada grasa vegetal y poca manteca de cacao. Esta circunstancia introduce en el libro un hilo que será sustancial en él -como lo era en otras novelas de Coe-, las siempre complejas relaciones entre el Reino Unido y Europa. El capítulo incluye un largo y magistral excurso en el que se repasan las películas de James Bond, que se habían convertido en una tradición familiar (de la que Mary se desmarcaría cuando Roger Moore sustituyó a Sean Connery en el papel principal de la serie) desde una primera visita de los Lamb al cine una noche a principios del verano de 1969, en unas páginas espléndidas en las que las aventuras del popular y muy británico espía se entrelazan con episodios de la vida de los protagonistas y de la de su país. 

El funeral de Diana, el 6 de septiembre de 1997, es otro hito en esos dos frentes principales de la novela. Reaparece Lorna, hija de Martin y Bridget, ahora una niña de siete años, que juega con la Abu y muestra en su piel, al igual que sus hermanos Susan y Iain, la mezcla de razas; Peter es un reconocido intérprete de violín y su relación matrimonial con Olivia languidece, sobre todo tras la aparición en la vida de él de Gavin, un joven músico (y tras él, Teddy, de presencia más sólida en su vida); Jack tiene una nueva mujer, Angela; David Foley, hijo de Sylvia, da clase en la Universidad y escribe poesía; el Mercado único europeo recrudece la guerra del chocolate y los seculares antagonismos entre las islas y el continente; y en uno de los muchos guiños a la realidad histórica del país que atraviesan el relato aparece un joven y atrevido periodista, de nombre Boris, cuyo retrato -inequívoco- es despiadado (comenzaron a llegarle voces de un miembro de ese grupo que era totalmente diferente: tenía como una fregona de pelo rubio en la cabeza y conducía por Bruselas en un Alfa Romeo rojo, con heavy metal sonando a todo trapo en el equipo del coche, conocía la Unión Europea a fondo porque había pasado gran parte de su infancia en Bruselas, estudiado en Eton y presidido la Oxford Union, y había decidido sobrevivir a la tediosa tarea de informar sobre Bruselas para el Daily Telegraph tomándoselo todo a broma, manipulando alegremente los hechos e inventando historias, como si las actividades del Parlamento Europeo formasen parte de un elaborado complot para ponerles la zancadilla a los ingleses a la menor ocasión). Las multitudinarias y emocionantes exequias de Lady Di, celebradas entre el fervor popular, el impresionante duelo colectivo y las reticencias de la familia real, se presentan como una ocasión para el cambio social. 

Y ahora estamos por fin en el septuagésimo quinto aniversario, el 8 de mayo de 2020, de aquel Día de la Victoria en Europa en el que todo dio comienzo. Mary está sola, viuda desde hace más de siete años. Dos de sus hijos, Martin y Jack, viven cerca, a apenas media hora. Peter en Londres, algo más alejado, a solo dos. Los tres son ya sesentones. Mary sigue en su casa de siempre, algo incómoda para sus ochenta y seis años pero llena aún de ganas de vivir, aunque sus padres y su marido hubieran muerto, aunque no vea a sus hijos y nietos tanto como querría, aunque su delicada salud la lleve a atisbar un final cercano. Palía su soledad y su necesidad de conversación, de contacto, hablando a Charlie, su gato, y a su crónico y amenazante aneurisma y manteniendo viva su costumbre de telefonear a Peter todas las noches. Las relaciones familiares se han ido enturbiando (Jack y su cuñada Bridget, por ejemplo, han dejado de hablarse) a causa, fundamentalmente del Brexit, uno de los dos acontecimientos públicos y colectivos cuyas repercusiones impregnan las páginas todas de esta sección, con infinidad de referencias al futuro de Cadbury, convertido ahora, en parte, en un parque temático, Cadbury World (Mary preguntará a sus nietos que quieren que vote en el polémico referéndum, dado que el resultado afectaría a su futuro, no al suyo). 

Todos los hilos que Coe ha ido dejando sueltos a lo largo de la novela se van anudando -de la misma imprecisa manera en la que lo hace la vida- y, por tanto, en el capítulo reaparecerán, además del “núcleo duro” familiar, otros personajes como David Foley, Lorna, Sioned, la chica galesa, el Kenneth de las primeras páginas. Hay, incluso, alguna sorprendente revelación sobre Thomas Foley, ya fallecido, que conecta con la trama de la primera novela de la serie. 

Una fiesta conmemorativa del aniversario del Día de la Victoria organizada por el Bournville Village Trust, que administra y gestiona el proyecto inmobiliario, hace que Mary reviva los recuerdos de la lejana fecha y la lleve a visitar el domicilio familiar de entonces, ocupado ahora por el matrimonio Nazari, iraníes llegados como refugiados a Inglaterra años antes. Las precauciones que ya impone el coronavirus (el segundo de los referentes de la vida social que enmarcan el capítulo) le impiden aceptar la invitación de sus amables propietarios actuales para entrar en su antiguo hogar. Meses después, tras el fallecimiento de Mary (narrado en ese emotivo paréntesis, de título La parte superior de la cabeza de mi madre, que escribe Peter al “dictado” de la propia experiencia autobiográfica, ya comentada, de Jonathan Coe), Shore y Farzad Nazari encontrarán, tras unas obras en la casa, una pequeña caja de cartón con una fotografía de un muchacho, un par de agendas de 1943 y 1944, un triángulo metálico, probablemente un trozo de metralla de la guerra, y con un nombre escrito en uno de los diarios: Mary Clarke, 12 Birch Road, Bournville. Edad: 9 años. La pareja recuerda entonces la extraña visita de Mary en los primeros días del confinamiento: –La señora mayor que vino el Día de la Victoria –dijo Shoreh–. Deben de ser de ella. Qué increíble. Tenemos que intentar conseguir su dirección y devolvérselas

El final de la novela, en el que, con una inequívoca intención Coe deja el protagonismo a Shored Nazari, resulta, además de conmovedor, altamente significativo del propósito último -íntimo y colectivo- del proyecto literario de su autor: 

De pie en el umbral de la casa, con la escoba en la mano, escuchando el sonido lejano de las voces infantiles, Shoreh sentía que habitaba a la vez el pasado, el presente y el futuro: le recordaba su propia niñez, sus días escolares de hacía más de veinte años, la pequeña escuela primaria de Hamedan, un viejo pero vívido recuerdo, aunque también le recordaba que aquellos niños que gritaban y cantaban serían los que cargarían los años siguientes sobre sus hombros. Pasado, presente y futuro: eso era lo que percibía en el estruendo de las voces infantiles que venían del patio en el recreo del mediodía. Como el murmullo de un río, como un golpe de marea, un contrapunto lejano al frufrú de su escoba en el umbral, una voz incorpórea susurrándole al oído una y otra vez como un mantra: Todo cambia, pero todo sigue igual. 

No quiero cerrar esta larga reseña sin comentar el uso sobresaliente que hace Coe en Bournville de un recurso técnico que ha utilizado también de manera recurrente, aunque no de un modo tan acusado, en el resto de las novelas de la, por ahora, tetralogía. Y es que, por entre el discurso narrativo más o menos convencional, siguiendo la línea de tiempo que marcan los siete acontecimientos relevantes de la historia personal, familiar y social, al relato se incorporan de continuo textos, documentos, escritos varios, de géneros, formatos, estructura, orígenes y configuración muy diversos: fragmentos de diarios, trascripciones de discursos y locuciones radiofónicas, incisos con pensamientos íntimos de los personajes que se superponen a las acciones externas que están llevando a cabo, poemas, capítulos que siguen los movimientos de una pieza musical, en particular la composición Quatuor pour la fin du temps, de Olivier Messiaen, informes de Comités europeos, programas de conciertos, alocuciones políticas, en particular una de aquel Boris que de joven y controvertido periodista ha llegado a ser primer ministro (y Coe, una vez más, se ceba inmisericorde en él), las palabras de la Reina en el triste aniversario del Día de la Victoria, marcado por la reclusión de la pandemia; transcripción de normas jurídicas, el propio texto escrito por Peter relatando la muerte de su madre. 

Y además, en todo ello, sobrevolando el texto, el habitual sentido del humor de Coe, menos notorio que en otras obras, pero aun así perceptible. Un humor ácido en todo lo relativo al caricaturesco trasunto de Boris Johnson, y menos hiriente y más british en otras ocasiones, como cuando, en 1952, Mary y Kenneth van al teatro al estreno de La ratonera, la obra de Agatha Christie que se representó ininterrumpidamente desde esa fecha hasta marzo de 2020, cuando la crisis del coronavirus obligó a paralizar las funciones, y tras la experiencia, Mary confiesa a su diario: debo decir que me desilusionó un poco y me pareció bastante floja comparada con sus novelas. Muy lenta y previsible. Me alegro de haberla visto ahora porque me imagino que no tardarán mucho en quitarla. También, en un guiño para iniciados, cuando convierte a Jorge Herralde, su editor en España, creador y responsable durante años del sello Anagrama, en un eurodiputado que se preocupa por el etiquetado del chocolate. 

En fin, infinidad de razones para leer no solo esta sobresaliente Bournville sino también los tres libros anteriores de la serie, cada uno de los cuales, es cierto, admite una lectura autónoma -tal y como yo lo he ido haciendo a medida que aparecían en nuestro país- pero que ganan si se leen de manera organizada y sucesiva. Os dejo con un fragmento, altamente emocionante, aunque también revelador del tono y hasta -algo más escondido- del propósito de esta novela por ahora postrera del ciclo. Tras él, Silence, de la cantautora Dos Floris, la canción que el propio Jonathan Coe escuchó en su coche cuando volvía a su casa en Londres después de la que habría de ser la última visita a su madre.

¡¡Pasad unas muy agradables Navidades!! ¡¡Feliz 2026!!


Peter no estaba acostumbrado a oír a su madre hablar así, y no sabía cómo reaccionar. A veces tenía la sensación de que se entendían perfectamente; y otras, como en ese momento, parecía que había kilómetros de distancia entre ellos. A un nivel racional, superficialmente, veía que se había ido apartando de ella y que ya no tenían casi nada en común. Pero a veces seguía habiendo momentos de conexión entre los dos que lo desmentían. En enero, en pleno invierno, ella había ido Londres para hacerle una visita en el Royal College of Music y él la había llevado a un concierto que daban sus compañeros. Su padre no había querido ir, prefirió quedarse en la habitación del hotel toda la noche. La pieza que iban a tocar era el Hymnus Paradisi de Howell, que ni Peter ni su madre habían escuchado nunca. Los asientos del salón de conciertos estaban muy juntos y, como hacía frío dentro, su madre no se quitó el abrigo de piel de imitación, así que se vieron forzados a una cercanía física a la que Peter se abandonó placenteramente en cuanto comenzó la música: era como apretujarse contra una especie de criatura del bosque, cálida, tierna y enormemente reconfortante, salida de un libro de cuentos para niños. En aquel estado medio infantil se dejó llevar por la música, sin saber muy bien qué esperar, y entonces se dio cuenta de que estaba escuchando una de las piezas más conmovedoras que había oído en su vida. Sabía que Howell la había escrito tras la muerte de su hijo, pero aquella obra, lo notó enseguida, trataba de más cosas que la muerte, de más cosas que una tragedia personal. En las desgarradoras disonancias del primer movimiento, en la cristalina y frágil melodía entonada por la soprano en el segundo, podía percibir una expresión de dolor ante cualquier pérdida que él o cualquiera hubiera experimentado nunca (de la inocencia, de la infancia, de una oportunidad, de la esperanza) hasta que la música se fue convirtiendo en un auténtico aullido de dolor ante el hecho más simple y cruel de todos: el propio paso del tiempo. Mientras sentía un cosquilleo en el cuero cabelludo por la tremenda belleza de la música, se inclinó aún más hacia el cuerpo de su madre y supo que estaba sintiendo las mismas cosas, y que aquellos instantes que estaban compartiendo, aunque ya empezasen a formar parte del pasado, nunca los olvidarían, ninguno de los dos. Más tarde, cuando salieron del salón de conciertos, vieron que había comenzado a nevar en la calle y, mientras iba caminando con su madre de regreso al hotel, se cogieron del brazo y cuando miró fugazmente hacia abajo para ver cómo aterrizaban los copos sobre la manga de su abrigo se produjo otro de aquellos momentos imborrables, y la cercanía entre ellos pareció absoluta, inquebrantable.

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miércoles, 10 de diciembre de 2025

CARMEN MARTÍN GAITE. ENTRE VISILLOS; JOSÉ TERUEL. CARMEN MARTÍN GAITE. UNA BIOGRAFÍA

Hace unos días se cumplió el centésimo aniversario del nacimiento de Carmen Martín Gaite, que vio la luz en Salamanca el 8 de diciembre de 1925. Durante todo este año se han multiplicado, sobre todo en nuestra ciudad, los actos literarios y culturales en los que se ha celebrado su figura y analizado las claves de su obra. Todos los libros un libro no podía permanecer al margen de estos homenajes y así, en esta semana de su centenario, voy a dedicar una emisión a su literatura y también a su persona, con mis comentarios sobre el libro que la hizo despuntar en el panorama literario español, Entre visillos, publicado en 1958 tras haber ganado el Premio Nadal del año anterior; y con mi también entusiasta recomendación de la excelente biografía de la escritora que en marzo de 2025 y en el seno de la editorial Tusquets, presentó el sabio profesor José Teruel, obteniendo con su exhaustivo trabajo el XXXVII Premio Comillas de memorias, sin duda el más prestigioso en su género en nuestro país. Sobre este doble eje central girará pues esta reseña en la que, como parece inevitable, aflorarán también algunas breves pinceladas sobre otras obras de Martín Gaite que yo he leído a lo largo de mi vida. 

Ya he contado aquí como, durante unos tres lustros -entre mediados de los cuarenta y finales de los cincuenta del pasado siglo, aproximadamente- mi padre, no precisamente un gran lector (no, al menos, en el largo tiempo de nuestra coexistencia), compraba, fechaba con su esmerada caligrafía y, probablemente, leía, los sucesivos Premios Nadal que se iban produciendo en aquellos años. En la casa de mi infancia estaban, entre algunos otros títulos no tan memorables, libros como Nada, de Carmen Laforet, La sombra del ciprés es alargada, de Delibes, Viento del norte, de Elena Quiroga, Nosotros los Rivero, de Dolores Medio, Siempre en capilla, de Luisa Forellad, La muerte le sienta bien a Villalobos, de Francisco José Alcántara, y este Entre visillos que hoy nos ocupa y que, en mi recuerdo, es el último de los Nadal presentes en la, por otro lado, no muy dotada biblioteca paterna (pese a que, creo, era mi madre la que disfrutaba de unas obras predominantemente “femeninas”; un término sobre el que espero volver en el curso de esta reseña). Entre mis catorce y mis dieciséis años yo leí todas esas novelas, publicadas en la legendaria colección Áncora y Delfín de la catalana editorial Destino, entre ellas el libro de Carmen Martín Gaite, en edición de 1958, que yo aún conservo y en el que he vuelto a adentrarme para disfrutar, con un entusiasmo que no sé si me acometió hace más de medio siglo, de una novela excepcional. 

La tenue trama argumental de Entre visillos transcurre en una ciudad de provincias, nunca nombrada de manera explícita pero que es, obviamente, Salamanca (son muy abundantes las referencias a calles, plazas, edificios y locaciones en general, fácilmente identificables, en su mayoría, incluso para quien no la conozca; constituida la ciudad, en cierto modo, en un personaje más de la novela), que, en cualquier caso, opera como emblema de cualquier pequeña población urbana de la España interior a mediados los años cincuenta (una datación tampoco explícita pero indudable a partir de abundantes referencias en el texto: la colonia Varón Dandy; una Coca Cola diez pesetas; los jardines en el interior de la Plaza Mayor (Pasábamos por los jardincillos del medio de la Plaza), desaparecidos en 1954; el cine con las calificaciones “morales” de las películas -es dos erre-; el No-Do; los nombres de actores y actrices -James Mason, Janet Gaynor, Heintz Ruthman-; el título de algún filme -Marcelino pan y vino, estrenada en 1954-). En un segmento de apenas tres meses, delimitado por la llegada a la ciudad, entre los calores de finales del verano, de Pablo Klein, un profesor que viene a hacerse cargo de su plaza en un instituto local, y por su partida final, hastiado del mediocre provincianismo local (Todavía no sabía bien adónde iría, pero sabía que no iba a volver), con las Navidades ya cercanas, la narración sigue, de manera fragmentaria, a varias jóvenes -y algunos muchachos, con un papel menos relevante- en el tránsito entre la adolescencia y la vida adulta, dando cuenta de sus hábitos modestos, sus pacatas costumbres, sus tímidas relaciones con el otro sexo, sus ilusiones reprimidas y sus torpes anhelos, sus pensamientos, deseos e inquietudes, su confusión y su desconcierto vitales, las expectativas familiares y las conversaciones triviales que llenan sus días. 

No hay, pues, una “acción” en sentido estricto, no hay episodios notables, ni se muestra ningún conflicto intenso, ni acontecimientos relevantes, ni la acostumbrada sucesión de clímax y anticlímax más o menos destacados. Hay, en cambio, una acumulación de escenas banales, sucesos anodinos, costumbres repetidas, encuentros, esperas, citas, recatados coqueteos, lágrimas y lloros, también risas, charlas insustanciales, secuencias de una cotidianidad ramplona, narrado todo ello con minuciosa precisión casi documental en infinidad de diálogos -la novela gira sobre ellos, y Martín Gaite es magistral en su transcripción casi “magnetofónica”- entre los personajes, en una estructura coral, en la que no existe un único protagonista, componiendo un relato hecho de voces múltiples, reflexiones aisladas, diarios, cartas y fragmentos introspectivos. 

El resultado de todo ello es una fidedigna fotografía (pero no solo, la novela no se agota en esta dimensión realista, no se limita a la recreación documental de lo narrado, no excluye, antes al contrario, lo psicológico y el tratamiento de la intimidad) de los ritos familiares, de las rutinas y el sentir de la juventud (sobre todo la femenina), de la vida de la burguesía provincial y, por extensión, de la atmósfera que envolvía a la entera sociedad española -yendo de lo particular a lo más general- de los años cincuenta del pasado siglo, en un contexto a caballo del ambiente opresivo, la estrechez moral y la miseria intelectual de la España franquista imperante tras la Guerra civil, y de algunos ligeros atisbos (que aporta, principalmente, el personaje del profesor, un extraño, en parte extranjero; una mirada ajena, pues, a aquel entorno claustrofóbico) de una cierta modernidad, de un tenue cambio de costumbres, de un tímido intento de dejar atrás el clima reprimido, tedioso y asfixiante de la época, ejemplificado en la insustancial, frustrante realidad de las muchachas, carente de otros horizontes que no fueran la reclusión doméstica, la abnegada sumisión del matrimonio, el sometimiento a los rígidos corsés sociales. 

En el primer capítulo de la obra, Natalia, una de sus jóvenes protagonistas, se acerca a la ventana y observa el bullicio de los niños escapando en la calle de los gigantes que los persiguen agarrándose su enormes cabezas con una mano, mientras que empuñan en la otra un amenazador garrote, en un festejo habitual en las ferias septembrinas en Salamanca: 

Tenía las piernas dobladas en pico, formando un montecito debajo de las ropas de la cama, y allí apoyaba el cuaderno donde escribía. Sintió un ruido en el picaporte y escondió el cuaderno debajo de la almohada; dejó caer las rodillas. Había voces en la calle, y una música de pitos y tamboril. Asomó una chica con uniforme de limpieza. 
—Pero señorita Tali, ¿no sale al balcón? (…) Descalza se desperezó junto al balcón. Había cesado la música y se oía el tropel de chiquillos que se desbandaban jubilosamente, escapando delante de las máscaras. Natalia levantó un poco el visillo. 

En el penúltimo capítulo, casi al final de la novela, leemos: 

Era Oscar, el novio. El novio con mayúsculas. El novio de la hermana mayor de Gertru. El primer novio que ella había conocido. Siempre entraba Josefina en el cuarto, cuando ellas estaban estudiando, y les daba alguna orden secreta. Se escapaba en ratos sueltos para verle, venía hablando muy bajo y se miraba en el espejito siempre aprisa. «Oye, Gertru, guapa, si pregunta mamá, le dices…» Ellas dejaban un momento los libros y la veían salir levantando el visillo; se quedaban respirando juntas contra el cristal hasta que desaparecía. Miraban la calleja por donde se iba a juntar con el novio prohibido. Esto era hace tres cursos, el primero de vivir Natalia en la ciudad, cuando ella y Gertru empezaron a escribir el diario. 

Se trata de las dos únicas referencias expresas, enmarcando entre ambas el libro entero, a esos visillos que presiden su título. Y ambas son significativas, y refuerzan, a mi juicio, en sí mismas y por su ubicación en la obra, una de las metáforas, de las ideas fuerza de mayor valor simbólico en una novela que abunda en ellas. Gaite muestra, escribe en su biografía José Teruel, las formas de vida de aquella clase media que vestía de visillos sus balcones y ventanas, una manera de ocultación pudorosa que marca las distancias, pero que también permite la vigilancia discreta desde el otro lado

Los visillos operan, pues, como frontera entre la soledad de la habitación, el diario íntimo y secreto (que ejemplifica la escritura como vía de escape), la aburrida clausura que adormece y anquilosa haciendo necesario el desperezamiento que devuelve a la vida, frente a la calle alborotada y alegre, jubilosa y vital, en el primer fragmento; y como umbral, de nuevo, en el segundo texto, entre el ámbito de la reclusión en la casa, la ignorancia del mundo de fuera, la limitación de una juventud que se agosta entre las cuatro paredes de su carcelario hogar familiar, frente a la aventura a la que apunta el “novio prohibido”, con la promesa del amor, de la libertad, de la vida. Entre esos dos momentos, las existencias de las jóvenes -Gertru, Natalia, Julia, Mercedes, Elvira- se desenvuelve entre la asfixia interior, la espera, el conformismo, la aceptación más o menos soportada del consabido destino, previsible y tedioso, de las mujeres de la época, el resignado amoldamiento a la vida en el “lado de acá” de los visillos, y la expectativa, a la vez deseada y temida, del desahogo, de la liberación, de los sueños, de las esperanzas, de los horizontes abiertos que se vislumbran en el exterior, tras las cortinas. Los visillos cumplen, así, un doble papel simbólico: protegen la domesticidad, el territorio, resguardado e insulso, de la tradición, de las costumbres, de las convenciones, preservan y defienden la esfera, insustancial y mortecina, plana, limitada y gris, de lo esperado, del destino escrito de antemano, de la fatal repetición de “lo mismo” y, a la vez, permiten avistar, siquiera fugazmente, indicios de otros rumbos, de otras experiencias, de otras vidas, abriendo la expectativa, alentando incluso la ilusión y la fe de una realidad distinta, imprevista, insospechada. En un estupendo artículo sobre el libro, la profesora Gala del Castillo Cerdá, transcribe unas reveladoras palabras de la propia Martín Gaite acerca de la “condición ventanera” de la mujer española de aquella época: La ventana condiciona un tipo de mirada: mirar sin ser visto. Consiste en mirar lo de fuera desde un reducto interior, perspectiva determinada, en última instancia, por esa condición ventanera tan arraigada en la mujer española y que los hombres no suelen tener. Me atrevo a decir, apoyándome no sólo en mi propia existencia, sino en el análisis de muchos textos femeninos, que la vocación de la escritura como deseo de liberación y expresión de desahogo ha germinado muchas veces a través del marco de una ventana. La ventana es el punto de enfoque, pero también el punto de partida. Las ventanas, los visillos, pues, constituyen la clave última de la novela, como límites simbólicos entre el interior y el exterior, entre lo público y lo privado, entre la oscuridad y la luz, entre la realidad y la apariencia, entre el hogar y la calle. 

Y no me resisto a dejar aquí, aunque la relación con Entre visillos no es del todo directa, el conocido poema Ventanas, de Konstantino Kavafis, en la versión de José María Álvarez que yo leí por primera vez hace casi cincuenta años y cuya música, más allá de su iluminador contenido, permanece ya desde entonces en mi memoria, a la que aflora ahora desde esa doble condición de las ventanas como esperanza y como amenaza, como deseada posibilidad de cambio y como terror ante la apuesta por una libertad desconocida y la consiguiente conformista aceptación de la propia realidad, frustrante pero “segura”, sin riesgo: 

Ventanas 

En esas habitaciones oscuras donde vivo 
pesados días, con qué anhelo contemplo a veces 
las ventanas. -Cuando se abrirá 
una de ellas y qué ha de traerme- 
Pero esa ventana no se encuentra, o no yo no sé 
hallarla. Y quizá mejor sea así. 
Quizá esa luz fuese para mí otra tortura. 
Quién sabe cuántas cosas nuevas mostraría. 

En este marco simbólico, de un lado y otro de los visillos, reales y metafóricos, se nos presentan las vidas de las chicas, muy jóvenes todas, casi adolescentes en algún caso, veinteañeras en otros, casi siempre por debajo de los treinta (en cualquier caso, debemos tener en cuenta que la adolescencia, los veinte años y la treintena son los de hace siete décadas, otro mundo). Natalia, Tali, la más joven, solo dieciséis años, empieza su último curso del bachillerato en el Instituto en el que tendrá a Pablo como profesor. Vive con sus dos hermanas mayores, Julia y Mercedes, con su padre viudo y su tía Concha, que ejerce sobre ellas un control asfixiante, vigilando y reprimiendo cualquier atisbo de expansión siempre presuntamente pecaminoso. Julia, que “ya” con veintisiete años teme un horizonte de solterona (en el rol con el que carga su hermana Mercedes, con sus malhumorados treinta años, frustrada, insatisfecha y desengañada) va a casarse con Miguel, una presencia intermitente, que vive en Madrid, en donde subsiste sin holguras y de manera algo difusa como guionista de cine y que no cuenta con la aprobación familiar para un matrimonio que el novio, impaciente, reclama, movido en gran medida por una exigencia sexual que él, liberal e independiente, alienta en su joven novia. Elvira es la hija del director del Instituto al que se incorpora Pablo. La muerte de su padre, que ocurre cuando se inicia la novela, la obliga al rígido luto de la época (Elvira se levantó a echar las persianas y se acordó de que estaría por lo menos año y medio sin ir al cine. Para marzo del año que viene, no. Para el otro marzo. Eran plazos consabidos, marcados automáticamente con anticipación y exactitud, como si se tratase del vencimiento de una letra. Con las medias grises, la primera película. A eso se llamaba el alivio de luto; en una significativa muestra de lo que podríamos llamar la muy notable dimensión sociológica del libro, ya apuntada líneas atrás y de la que luego hablaré por extenso). 

Con un protagonismo menor están Gertru, la muy joven e inexperta amiga de la infancia de Tali, conformista y tradicional, confiada en el inminente matrimonio con Ángel, éste sí un buen partido, piloto, que se nos presenta desde el principio como un personaje frívolo y poco fiable, autoritario y dominante; Alicia, compañera de Instituto de Natalia y de otra clase social, en una circunstancia que se subraya de manera ostensible en la novela; Marisol, la chica madrileña, “moderna” y atrevida, a la que conocemos en las primeras páginas cuando coincide con Pablo Klein en el tren que los lleva a Salamanca, a donde ella llega para pasar las ferias; Rosa, la animadora del Casino, a la que Pablo conocerá en la pensión que los alberga a ambos, una mujer ya adulta (de unos treinta y cinco años, mayor para los parámetros de entonces), vulgar, algo baqueteada por la vida, desencantada, solitaria. Y, además, una pléyade de secundarios, Emilio, supuesto novio de Elvira; Yoni y Teresa, los hijos del dueño del Gran Hotel, algo más libres, inconformistas y adelantados a su tiempo que el resto, con sus discos, traídos de Francia, de Yves Montand y Juliette Greco; Teo, el hermano de Elvira, preparando oposiciones a notarías; entre otros. 

Las historias de todos ellos se nos presentan desde tres enfoques distintos, que aportan profundidad a la mirada de la autora. Hay un narrador convencional, omnisciente, que describe con aséptica objetividad, con precisión casi documental, con una muy acusada atención a los detalles, las “peripecias” de los personajes y sus pensamientos, su psicología, sus personalidades, sobre todo mediante la escrupulosa, muy medida y verosímil transcripción de sus diálogos. Esta voz “neutra”, podríamos decir, se complementa con otras dos en primera persona, la de Natalia, a partir del diario que escribe y la de Pablo Klein, cuya crítica mirada de observador externo, va describiendo sus percepciones de la ciudad y de sus habitantes, en particular las de los distintos personajes con cuyas vidas y por circunstancias diversas, se va entrelazando la suya. 

Este impreciso y a priori poco subyugante hilo argumental da lugar a una novela excepcional, de la que quiero destacar, sobre todo y en primer lugar, la amplia variedad de temas, enfoques y planos de interpretación a los que se abre; y, por otro lado, el muy interesante planteamiento estilístico y estrictamente literario con el que se presentan las historias narradas. 

En su excepcional biografía, personal y profesional, de Carmen Martín Gaite, José Teruel nos informa, con su desbordante manejo de las fuentes y su exhaustivo rastreo documental y testimonial, que la gestación de la novela pasó por diversas fases. Hubo un cuento inicial, Cárcel de visillos, hoy desaparecido; un primer esbozo de novela, de título La charca; una alternativa para el encabezamiento, Vida muerta, hasta llegar a la versión final de su texto con su título definitivo, el Entre visillos que hoy conocemos. Cualquiera de estas rúbricas resulta altamente significativa y todas apuntan a la idea central del libro, ya reiterada: la descripción de las formas de vida de la clase media provinciana en la posguerra civil. Una vida caracterizada por la atmósfera opresiva; los ambientes cerrados; el estancamiento de seres y costumbres (mirando las ventanas de los edificios me imaginaba la vida estancada y caliente que se cocía en los interiores); la falta de estímulos vitales; la grisura generalizada; los miedos, el silencio, la espera (Tardes enteras yendo al corte y a clase de inglés, esperando sentada en la camilla a que Manolo viniera de la finca y se lo dijeran sus amigas, o que alguna vez la llamaran por teléfono); el ciego sometimiento a las rancias convenciones sociales; el constante escrutinio público; el temor al “qué dirán”; la distancia y el formalismo en el trato social (incluso los jóvenes se tratan de usted entre sí); las limitadas opciones de esparcimiento (ir al cine, dar una vuelta, la misa dominical, las muy medidas salidas a un café, el desesperanzado paso del tiempo en la irrespirable clausura hogareña); el peso de la religión con sus anquilosados valores morales, la represión emocional y física, las exigencias e imposiciones que conformaban las mentalidades (Ser tierna no le salía. Recordó el Kempis: debía ir allí y abrazarla); el insufrible tedio vital (—¿Qué piensas? ¿Estás triste? —Ni siquiera. Embobada. Me aburro, ¡si vieras cómo me aburro! —Pero ¿por qué?, ¿qué piensas? —Nada. ¿No te digo que nada? No es vivir, vivir así); la imposibilidad de florecimiento individual, de crecimiento y realización personales; el agostamiento de las existencias; el pudrimiento de las expectativas; la parálisis, el anquilosamiento, la cárcel, la charca… 

En relación con este primer eje central, son las figuras y las personalidades de las muchachas las que protagonizan el segundo frente de importancia de la novela. Son ellas las que, en distinta medida, viven en sus carnes -las sufren, en la mayor parte de los casos- las consecuencias de este clima agobiante. Entre visillos es magistral también por cuanto consigue retratar con crudeza la situación de las mujeres en aquel tiempo oscuro. En el libro está la cortedad de miras de las muchachas de provincias cuya principal aspiración -en muchos casos la única- es casarse; está la búsqueda desaforada de marido (Las chicas sin novio andaban revueltas a cada principio de temporada, pendientes de los chicos conocidos que preparaban oposición de Notarías), de un “buen partido” (A lo mejor a los treinta años, estás casada con un notario de Madrid, ¿tú sabes lo que es eso? (…) Se veían del brazo de un chico maduro, pero juvenil, respetable, pero deportista, yendo a los estrenos de teatros y a los conciertos del Palacio de la Música, con abrigo de astracán legítimo; sombrerito pequeño. Teniendo un círculo, seguras y rodeadas de consideración. Masaje en los pechos después de cada nuevo hijo. Dietas para adelgazar sin dejar de comer. Y el marido con Citroën); está su clasismo (Por lo visto, las chicas de familias conocidas lo corriente, cuando hacían el bachillerato, era que lo hicieran en colegios de monjas, donde enseñaban más religión y buenas maneras, y no había tanta mezcla. “¿Pero mezcla de qué? —le pregunté a Don Salvador”, “Mezcla de chicas humildes. La matrícula del Instituto es más barata que en un colegio y vienen muchas chicas de pueblos, ya lo habrá notado. No es de buen tono estudiar aquí), su desprecio de quienes no pertenecen a su estatus jerárquico (—La mezcla —saltó Mercedes con saña [comentando la presencia de chicas de clase humilde en los bailes del Casino]—. La mezcla que hay. Decíamos de la niña del wolfram. La niña del wolfram, la duquesa de Roquefeler, al lado de las cosas que se han visto este año. Hasta la del Toronto, ¿para qué decir más?, si hasta la del Toronto se ha vestido de tul rosa. Y por las mañanas en el puesto. Así que claro, es un tufo a pescadilla...); están sus prejuicios, su represión, sus absurdos convencionalismos, sus ideas, sus creencias anticuadas; está -en la mayor parte de los casos- la elusión y por tanto la casi total ausencia de impulsos, deseos o efusiones eróticas y, por supuesto, de cualquier mínimo atisbo de manifestación sexual; está su sujeción a la abrumadora coacción familiar; está su sumisión, su aceptación de los códigos sociales (la vigilancia de las costumbres, el control de las amistades, las “carabinas” en los encuentros con el otro sexo, los anacrónicos rituales del cortejo), su conformismo ante los roles que las condenan al sometimiento a sus novios (Si te vas a casar con Miguel, haz lo que él te pida. A él es a quien tienes que dar gusto) y futuros maridos (hay cosas que una señorita no debe hacerlas. Te llevo más de diez años, me voy a casar contigo. Te tienes que acostumbrar a que te riña alguna vez. ¿No lo comprendes? (…) Para casarte conmigo, no necesitas saber latín ni geometría; conque sepas ser una mujer de tu casa, basta y sobra (…). Te he dicho que lo que más me molesta de una mujer es que sea testaruda, te lo he dicho. No lo resisto, le dice Ángel a Gertru); está su frustración, su decepción, su amargura (como las de Mercedes, “condenada” a la soltería a sus ya “viejos” treinta años). 

De este panorama mojigato, reprimido, absolutamente anacrónico desde nuestra lógica actual, forman parte también los hombres que rodean a las muchachas (con la casi única excepción de Pablo Klein), a las que diferencian en tanto ven en ellas bien potenciales esposas bien frívolos pasatiempos (—Y sobre todo mira, lo más importante, que es una cría. Ya ves, dieciséis años no cumplidos. Más ingenua que un grillo. Qué novio va a haber tenido antes ni qué nada. ¿No te parece?, es una garantía. Ya de meterte en estos líos tiene que ser con una chica así. Para pasar el rato vale cualquiera, pero casarse es otro cantar). Unos hombres superficiales, controladores, impositivos, autoritarios, infieles (una condición tolerada para ellos, un emblema incluso de masculinidad para la doble moral de aquel tiempo), machistas (en término actual del que en la época no había siquiera conciencia), con su apariencia, sin embargo, de orden, de seriedad, de responsabilidad, de una seguridad que garantiza un futuro estable; hombres que estudian oposiciones, que flirtean con las chicas en los bailes del Casino, que se postulan como maridos ideales mientras se divierten en sus ámbitos cerrados, masculinos, con sus rituales rotundos, terminantes, de una aspereza grosera, que, libre de la mirada de las muchachas, puede intuirse, larvada, apenas esbozada, capaz de aflorar con violencia si algo -el alcohol, el deseo, el rechazo- debilita las convenciones sociales. Esta magistral definición novelesca de los represivos y castrantes hábitos sociales, es objeto de una suerte de continuación, también en el territorio de la ficción, en otra obra de Martín Gaite, El cuarto de atrás (un lúcido testimonio de los efectos narcóticos del franquismo sobre la vida cotidiana, en palabras, una vez más, de José Teruel), de 1978; y, sobre todo, encuentra su correlato ensayístico en una obra que también recomiendo con entusiasmo, aunque no pueda ahora ni siquiera glosar: Usos amorosos de la posguerra española, un libro publicado en 1987 y de lectura imprescindible para conocer el contexto social de las relaciones sentimentales de aquellos oscuros años. Lo peor, diría la escritora en una entrevista, resumiendo el espíritu de ese libro y, por tanto, de aquellos años ominosos, no es que los condicionamientos sociales, religiosos o políticos hicieran imposible que un hombre y una mujer se acostasen, sino que impedían que se conociesen

Pero, por fortuna, en el relato de Martín Gaite, el centro lo ocupan otras jóvenes que no aceptan ni se limitan a reproducir los valores recibidos. Chicas valientes, sensibles, inteligentes, inconformistas, rebeldes -como lo fue propia autora en su juventud y su vida entera (en una línea, la del paralelismo entre vida y obra, explorada de modo muy lúcido, como luego veremos, por José Teruel)- que intuyen, vislumbran y son conscientes, en diferente grado, de otras posibilidades, de otros mundos que desbordan los estrechos límites de su limitada realidad. Y la novela nos habla de sus anhelos, sus inquietudes, sus ilusiones y sus sueños, también de sus temores, de sus dudas, de su miedo a desafiar las pautas establecidas y dejarse llevar por sus esperanzas y sus deseos: Natalia que quiere acabar el bachillerato y seguir estudiando; Elvira que fantasea con ser pintora; Julia que está decidida a huir a Madrid y casarse con Miguel pese a la oposición de sus padres. Las tres sufren, lloran (hay muchas lágrimas en el libro: más de medio centenar de referencias a lágrimas o lloros), se debaten entre la aceptación de lo que de ellas se espera (el encierro, la reclusión, la muerte en vida) y el ansia de libertad, el riesgo, el atrevimiento, la apuesta decidida por romper el enclaustramiento vital, afectivo, profesional, emocional. Así describe Elvira su situación, sus padecimientos: Solamente uno que vive aquí metido puede llegar a resignarse con las cosas que pasan aquí, y hasta puede llegar a creer que vive y que respira. ¡Pero yo no! Yo me ahogo, yo no me resigno, yo me desespero. Y también: Me gustaría irme lejos, hacer un viaje largo que durase mucho. Escapar. —¿Escapar de qué? —De todo —dijo; y suspiró. Y también Natalia, cuando da cuenta en su diario de la conversación con su padre en la que solicita su permiso para seguir estudiando: Le he dicho que si tengo que ser una mujer resignada y razonable, prefiero no vivir. Y Julia, angustiada ante la crisis que supondría su marcha a Madrid: ¿Verdad que no tiene nada de particular que vaya yo? Tengo veintisiete años, Tali. Me voy a casar con él. ¿Verdad que no es tan horrible como me lo quieren poner todos? 

Las tres son, en diferente grado, “chicas raras”, concepto que acuñó la propia Martín Gaite para referirse a la Andrea de “Nada”, la novela de Carmen Laforet que también ganó el Nadal, en 1944, que yo presenté aquí hace unos meses y con la que tantas concomitancias tiene “Entre visillos”. Hay un muy interesante artículo académico de la profesora Sonia Cajade Frías sobre los arquetipos femeninos y masculinos en Entre visillos en el que se profundiza en esta figura, la de la mujer que no acata pasivamente las normas convencionales al uso, sino que cuestiona su validez desde criterios personales y, en el caso de no estar de acuerdo con aquéllas, se rebela de algún modo contra esas normas así como contra los agentes sociales que las representan. Mujeres inconformistas -siempre de modo relativo, teniendo en cuenta los parámetros de la época- que rechazan el destino prefijado para ellas por las exigencias de la sociedad de su tiempo, que deciden luchar por sus sueños y superar su roma realidad, que no claudican, que protestan, que deciden crecer, abandonar su hábitat previsible, que defienden y practican otras formas de madurar, de sentir, de pensar, de amar, de vivir, liberadas de las constricciones de su entorno familiar y social. 

El personaje de Pablo Klein, con su visión del mundo más abierta, más reflexiva, más compleja, con su experiencia vital en Berlín, en París, en Italia, con sus lecturas, con su acercamiento intelectual a la realidad, supone un cierto desencadenante -al menos simbólico- de estas experiencias. Él será, por ejemplo, el que aliente a Natalia para que continúe sus estudios desafiando, incluso, la presión familiar: le advertí -dice en su relato en primera persona- que ella se preocupara de sí misma, que era la más joven de la casa y seguramente la que importaba más que no se dejara aniquilar por el ambiente de la familia, por sentirse demasiado atada y obligada por el afecto a unos y a otros. Que la sumisión a la familia perjudica muchas veces. Limita. Su mirada desvela la cerrazón, la mediocridad, la limitación intelectual, el aherrojamiento de las costumbres, el clima de vigilancia y control social que impregna las conductas. Y la decepción consiguiente provocará su huida de ese tenebroso escenario provincial. 

Otra dimensión muy sugestiva del libro es la que atañe a lo que podríamos llamar “lo sociológico”, el retrato de una época, no solo mediante lo que dejan traslucir las vidas de los personajes, sino también por la fidelidad en la descripción de los objetos (los muebles, las ropas, los regalos de boda); los espacios (las casas burguesas, las sórdidas dependencias del Instituto, el precario caos del hogar familiar de Alicia, la amiga de Natalia, los bailes del Casino, las fiestas en el ático del Gran Hotel, donde tiene su estudio Yoni, el hijo del dueño del emblemático edificio salmantino, los cafés); la ciudad de Salamanca (las ferias, los toros, los edificios, las calles, las barcas en el río, el puente romano, la Plaza como núcleo centrípeto de la vida social, el frío y desolado Instituto); el lenguaje de la época (“tan ful”; “Mira que eres faenista”; “una casa que es una cucada”; “bueno, mona, pues luego te llamo”; “le preguntó que quién era la chica nueva. —Una amiga mía, ¿por qué? —Porque está de fenómeno. Si me la presentas, te doy una noticia bomba”; el “picup”, que ya en ediciones más recientes se ha sustituido por “tocadiscos”), a menudo con sus connotaciones de clase (Cuando estamos solos [el chófer] siempre me dice de tú, pero hoy me llamó de usted y señorita. Le deben haber advertido algo las hermanas, lo mismo que a Candela [la sirvienta], que también me llama de usted desde el verano). 

Y por último, ya de modo apresurado porque aún quiero comentar la desbordante biografía de José Teruel, unas palabras finales sobre algunos aspectos estilísticos y literarios ya esbozados parcialmente. Llamo así la atención sobre el ya mencionado cambio en el punto de vista con la alternancia de las voces narrativas; la magistral utilización de los diálogos, a través de los cuales avanza la acción -bien que sin demasiadas incidencias- y nos adentramos en la personalidad y la psicología de los personajes; el carácter coral y polifónico del relato; la exactitud, que acabo de reseñar, en la transcripción del lenguaje coloquial; lo fidedigno de la descripción, ciertamente microscópica, de un detallismo cinematográfico, de los gestos cotidianos; entre otros elementos sobresalientes. 

Pese a su fidelidad al texto de la novela, su adaptación televisiva, vista hoy, medio siglo después de su presentación, resulta claramente fallida. Estoy hablando de la serie que en 1974 dirigió Miguel Picazo para Televisión española. En catorce capítulos de unos veinte minutos cada uno, y dentro de un espacio legendario de nuestra televisión pública, Novela, en el que se transponían a la pequeña pantalla grandes títulos de la literatura, la serie estaba protagonizada por nombres tan conocidos de nuestra historia teatral y cinematográfica como, entre otros, Charo López, Inma de Santis, Alicia Hermida, Amparo Pamplona, Pepe Sancho, María Luisa San José o Joaquín Hinojosa, todos jovencísimos y todos, en mi exigente juicio actual, deplorables, con actuaciones impostadas, de una artificialidad inverosímil que distancia al espectador (excluyo de esta valoración categórica a la genial Alicia Hermida, única que insufla naturalidad y vida a su personaje, el de Julia). Los demás, incluida una bellísima Charo López, se muestran como meros recitadores de parlamentos, incapaces de hacer creíbles las frases -que en muchos casos repiten literalmente los textos de la novela- que “sueltan” con actitud trascendente, gesto intenso y absoluta carencia de espontaneidad. Si a ello añadimos las limitaciones técnicas, el anacronismo (el de la realización, no el de la época que refleja) en decorados, mobiliario y, en general, dirección artística, la exagerada lentitud en la planificación, en los movimientos de cámara y, en general, el ritmo de la narración, el resultado final acaba por resultar desasosegante, por mucho que se tenga un interés sociológico -llamémosle así- por la serie, lo que ha ocurrido en mi caso (el interés y el desasosiego). 

Dejando aquí mi apasionada recomendación de lectura de Entre visillos, paso ya a resumir muy brevemente lo esencial de la biografía de su autora, la monumental y exhaustiva obra presentada en marzo de este mismo año por la editorial Tusquets, que ganó el XXXVII Premio Comillas de memorias, y en la que la erudición desbordante de José Teruel y su profundo conocimiento de la vida y la obra de Martín Gaite, perfila un minucioso retrato su biografiada. Un retrato que ya “asalta” al lector desde la misma portada, una fotografía de la autora en su pequeña habitación de trabajo en su casa madrileña de la calle Doctor Esquerdo, llamada “el submarino” por el que fuera su marido, Rafael Sánchez Ferlosio, en el tiempo que él la ocupó, y a la que, más tarde, su hija Marta denominaría “la celda del Carmelo” o “el conventico”, cuando su madre se encerraba en ella para escribir los guiones sobre la vida de Teresa de Jesús en la serie de Televisión Española. Las páginas iniciales de su libro las dedica Teruel a glosar la foto, cuya imagen es suficientemente explícita del mundo que rodeaba a la escritora y su apego a imágenes de personas, personajes y objetos portadores de tramas de su propia biografía. Repasa así, algunas fotos, láminas, dibujos, postales y otros elementos más o menos decorativos con los que se puede componer una primera estampa de la salmantina: un dibujo de Ferlosio; un esbozo de una mujer tendida; su hija Marta, de pequeña, con su padre; las dos hermanas Martín Gaite en el tiempo de la guerra; una postal del conocidísimo obelisco sobre el elefante de Bernini en la romana Piazza della Minerva, domicilio de Carmen en sus primeros viajes a Italia; una foto de Virginia Woolf, otra de Miguel de Unamuno, aún una más de Marta adolescente arropando a su madre; el retrato, también muy conocido, de las tres hermanas Brontë pintado por su hermano Branwell; fichas manuscritas con advertencias, recordatorios, sugerencias y reflexiones personales; una imagen de la propia Martín Gaite en los años setenta; un conejo de trapo regalado por José Luis Borau; un vaso de vino tinto; el clásico teléfono negro, con dial, tan común en los años cincuenta en los que la pareja inauguró la casa. Por su eficacia narrativa, anota Teruel, he escogido esta imagen de Carmen Martín Gaite rodeada de huellas como cubierta introductoria para esta biografía. Y es que en estos objetos, evocando el significado y las ramificaciones a los que ellos apuntan, está ya, en germen -muy incipiente, como es obvio-, la vida entera de la escritora. Una vida, y una biografía, que el autor cierra con otra instantánea, también de Doctor Esquerdo pero esta vez de la cocina, sinécdoque de la casa, el escenario de la conversación, de la palabra intercambiada, que tanto apreciaba Carmiña. 

Entre ambas imágenes, toda un vida narrada a partir de unos ejes o ideas fuerza principales, adelantadas por el autor en un esclarecedor prólogo. Está, en primer lugar, la evidente unidad de la obra narrativa íntegra de la escritora salmantina, llena de conexiones significativas. José Teruel es el responsable de la impresionante edición anotada de las Obras completas, que dirigió entre 2008 y 2019, un empeño descomunal que acabó por fraguar en siete extensos volúmenes, con cerca de diez mil páginas, cuya elaboración permitió a su director -en relación con el título que ahora comento- confirmar los vasos comunicantes y la permeabilidad entre todas las modalidades literarias que cultivó la autora salmantina. La heterogeneidad de sus intereses intelectuales, la diversidad de sus inquietudes, la curiosidad inagotable de Martín Gaite, se manifestaron en sus publicaciones de distintos géneros literarios: cuento, nouvelle, novela, ensayo, poesía y teatro, investigación histórica y crítica literaria, collages y artículos de opinión, adaptaciones teatrales de los clásicos, guiones para televisión, traducción literaria desde seis lenguas diferentes, inglés, francés, italiano, portugués, gallego y rumano (en las emisiones posteriores a las vacaciones navideñas volveré a "sumergirme", al menos de modo “lateral”, en el “universo martingaitesco”, con propuestas de lectura que atañen a algunos de los libros traducidos por ella, en otra dimensión, no tan conocida, pero deslumbrante y muy reveladora, de la obra de la escritora). Por otro lado, y a partir de esta consideración que podríamos llamar “holística” de la literatura de Martín Gaite, su obra está impregnada de referencias, concretas o difusas, conscientes o inconscientes, expresas o tangenciales, evidentes o más escondidas, a su propia vida. Mostrar esa conexión, esa huella, ese vínculo entre las palabras de la obra y la personalidad, los acontecimientos vitales y los elementos definitorios de la identidad íntima -o más recóndita- de la escritora, es uno de los propósitos, bien logrado, de la biografía que tenemos entre manos: Debajo de los personajes y situaciones ficticios de la narrativa de Martín Gaite se esconden y reelaboran identidades y tramos decisivos de su propia existencia. Tras la superficie de sus tramas, tras los ropajes de la ficción, circula el río subterráneo y guadianesco de la escritura del yo. Este es, pues, el elemento más significativo del libro, el análisis literario de base biográfica en régimen de ida y vuelta, entre vida y texto

Otro aspecto fundamental de la biografía, que quiero resaltar en esta breve introducción y que aparece como corolario de los ya mostrados, es el de la abundancia y la riqueza de las fuentes manejadas. Ya solo en el séptimo y último tomo de las referidas Obras completas, centrado en los cuadernos personales y las manifestaciones epistolares de Gaite, se ofrecen al lector 1.352 páginas que recogen cartas (muchas desaparecidas, expurgadas por su hermana Ana María, singularmente la correspondencia con Rafael Sánchez Ferlosio, Gonzalo Torrente Malvido, con el que Martín Gaite tuvo una tortuosa relación, o su hija Marta), entradas de agendas, entrevistas, borradores, cuadernos, artículos de opinión (e incluso efusiones y recuerdos diseminados en su ejercicio de la crítica literaria), que, estudiados y minuciosa e inteligentemente analizados por el experto, constituyen una base muy sólida para, convenientemente estructurados, presentar un completo y acertado retrato de su autora. A todo ello hay que añadir otros documentos conservados en archivos personales de la escritora y en otros registros públicos y privados; entrevistas de Teruel con su hermana y sus amigos, íntimos o meramente conocidos; los recuerdos del trato personal, no demasiado intenso (no puedo afirmar ni presumir de que yo fuera amigo íntimo de Carmen Martín Gaite, aunque mantuve con ella un trato muy cordial, pero esporádico) entre biógrafo y biografiada. El libro refleja esta ingente documentación manejada, no solo, como es obvio, en la precisión y la atención al detalle que se manifiesta en el texto, sino también en los copiosos apéndices finales de la obra, que incluyen una abundante nómina de archivos consultados, colecciones particulares, indispensables para el cotejo de la correspondencia examinada, repertorios bibliográficos, nombres de personas entrevistadas, una bibliografía exhaustiva con unas ciento sesenta entradas, la identificación y procedencia de las varias decenas de fotografías que se incluyen en el texto y medio centenar de páginas de notas. 

Desde esa profusión de referencias, la biografía recorre, con un claro hilo cronológico (lo suficientemente flexible como para admitir, no obstante, saltos atrás y adelante en el relato), con una prosa muy rica y, a la vez, transparente, con una fuerza narrativa indudable, la trayectoria vital y profesional de Martín Gaite, intentando el autor -y consiguiendo sin duda- revivir ante el lector los antecedentes familiares, los años de formación, los personajes, las relaciones, las lecturas, los viajes, los ambientes y las circunstancias que con mayor relevancia pudieron influir en su desarrollo como mujer y escritora. Por entre la semblanza de la biografiada aparece también la fotografía de una época, que, como indica Teruel es la de generación de mis padres, de quienes fueron «los niños de la guerra». Y ser «niño de la guerra» no es un simple apelativo ternurista, significó vivir la adolescencia y juventud como súbdito de una dictadura, construirse en la primera madurez una conciencia de las cosas en el antifranquismo y, finalmente, al llegar la libertad, rehusar las prebendas del nuevo poder político, resultante de aquella amalgama de pactos transicionales entre antiguos franquistas reconvertidos, socialdemócratas y una melancólica izquierda sesentayochista. Ese contexto sociopolítico es, también, el marco en el que se desenvuelve -y a veces explica- la existencia de la escritora. 

Y así, en un repaso a vuelapluma por algunos de los momentos, los acontecimientos, las vivencias y los hechos destacados de, insisto, los dos frentes en los que se desenvuelve el libro, vida y obra, a menudo tan fuertemente entrelazados, en el primer capítulo del libro asistimos, a las doce y treinta de la mañana de un frío y soleado 8 de diciembre de 1925, al nacimiento de la pequeña Carmen en el hogar familiar de la Plaza de los Bandos, en una casa que sería demolida en 1977; conocemos los antecedentes de las dos ramas familiares, los Martín y los Gaite; el padre, un notario culto, libresco; la madre, que inducirá en la hija la costumbre de acercar la camilla a la ventana, un gesto con tanta repercusión en su aprendizaje como escritora; se nos informa también de su niñez entre libros y de su temprana condición de lectora omnívora (Yo pasé de Peter Pan a los clásicos sin solución de continuidad). 

Y saltamos ya, en el segundo capítulo, Aquellos años de crisálida, a mayo de 1936, al examen de ingreso a bachillerato en el Instituto Nacional de Segunda Enseñanza de Ciudad Rodrigo, del que era director el tío materno Joaquín, que tres meses después sería fusilado por su pertenencia al Partido Socialista; y sabemos de la Guerra civil en Salamanca, con Franco estableciendo su cuartel general en el Palacio del Obispo; las sensaciones de miedo y de frío; la presencia de la muerte (con la bomba que cayó en la churrería de la calle Pérez Pujol, hoy Concejo); los siete cursos del bachillerato de la época en el Instituto femenino, ubicado entonces en el edificio del paseo de San Antonio propiedad, ya entonces, de los jesuitas, y en donde dará clase Pablo Klein; el recuerdo de algunos profesores de alta talla intelectual e influencia decisiva en el despertar de la vocación por la literatura, Salvador Fernández Ramírez y Rafael Lapesa; y la terrible posguerra; y las películas en el desaparecido Cine Moderno (qué frío hacía en Salamanca, qué frío siempre (…), qué frío teníamos las niñas de mi tiempo y apenas si sobraba una moneda de perra chica para unas pipas y palo regaliz, habían pasado los aliados italianos y habían traído malas costumbres a la ciudad, los novios iban a achucharse de noche al campo de San Francisco, y el único espejo, el único lenitivo para las niñas de doce años estaba en aquel cine); el ingreso en 1943 en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Salamanca en la que se licenciaría en la especialidad de Filología Románica en 1948; los nuevos profesores inspiradores; su brillante expediente universitario; su implicación en actividades académicas, culturales, teatrales y, muy pronto, literarias; sus cursos de verano, una vez licenciada, en Coímbra y Cannes; los primeros poemas y cuentos: Una estudiante de cuarto curso que firmaba con el nombre de Carmiña inauguraba con «La barca nevada», en enero de 1947, su historia literaria. El poema, inspirado en una instantánea del fotógrafo del diario salmantino El Adelanto, José Núñez Larraz (padre del poeta Aníbal Núñez), recreaba la imagen de una barca prisionera entre los hielos del Tormes y exhortaba a través de un escolar carpe diem a esperar el deshielo inminente del río). 

Y se suceden los capítulos y los episodios vitales: la marcha a Madrid, en noviembre de 1948 para realizar su tesis doctoral; la decepción inicial ante la capital; el encuentro con Ignacio Aldecoa y sus amigos (Alfonso Sastre, Jesús Fernández Santos y Rafael Sánchez Ferlosio); el entusiasmo por el “descubrimiento” de una libertad de costumbres de la que carecía en Salamanca; el noviazgo con Rafael Sánchez Ferlosio (en enero de 1950, Carmiña, la niña del notario, se convirtió en la novia «formal» de Rafael Sánchez Ferlosio, «dos años más joven que yo y mal estudiante, pero excelente escritor»); la aventura de Revista Española y la fascinación por el cine, en particular el italiano; el matrimonio con Ferlosio; las estancias en Roma, ciudad de procedencia de su suegra; su mudanza al ahora legendario ático de la calle Doctor Esquerdo de Madrid; la aparición de su primer libro publicado, El balneario; el nacimiento en 1954 de su hijo Miguel y su prematura muerte pocos meses después; el de Marta, en 1956; la escritura de Entre visillos; el premio Nadal; las excentricidades de Ferlosio (Rafael mandó quitar el parqué del suelo, porque le parecía demasiado burgués, y retirar los radiadores, ya que en invierno había que pasar frío. Estas manías le parecían a Carmen llamativas rarezas de un genio excéntrico y desde luego estaba dispuesta a soportarlas en aquellos primeros años), los primeros atisbos de la crisis matrimonial (sabía que se había casado con un hombre inteligente, magnífico escritor, auténtico, sincero, originalísimo y del que ella además estaba muy enamorada, pero con el que era dificultosa la convivencia matrimonial, porque sus rarezas y su corrosivo sentido de la crítica se iban transformando en inadaptación), la soledad en compañía (Carmen es como una viuda que tuviera el muerto en casa, escribió Delibes, amigo de la escritora) y la inevitable aunque tardía separación conyugal que no se produciría hasta 1970; sus lecturas; sus publicaciones, cuentos, narrativa, traducciones, ensayos, el punto de inflexión que supuso El proceso de Macanaz y su obligada inmersión en la investigación archivística; los premios y el reconocimiento; la convivencia, una vez separada, con su hija Marta; las fugaces aventuras sentimentales (Carmen Martín Gaite tuvo varios deslumbramientos y devaneos amorosos (todos breves, pero intensos, y algunos unilaterales). Nunca desistió de internarse en los perdederos del amor. Era una mujer sexual, sensual, coqueta y le gustaba gustar), singularmente la muy turbulenta con Gonzalo Torrente Malvido, hijo mayor, de entre los varones, de Gonzalo Torrente Ballester y de su primera esposa Josefina Malvido. Gonga, como se le llamaba, era diez años menor que ella, un hombre carismático y de vida caótica (siguió una vida bohemia de escritor disoluto y mujeriego, conoció varias prisiones y se comportó como un seductor nato), que “contagió” a Carmen. 

Y hay un capítulo entero, el séptimo, dedicado a su hija, Marta Sánchez Martín y a la intensa relación con ella, estrecha (Mi hija es muy amiga mía, nos reímos mucho juntas y nos lo contamos todo) pero también difícil, sobre todo por las singularidades de la educación que la joven recibió de sus progenitores (Conviene advertir que, desde su infancia, Marta no estuvo acostumbrada a ningún tipo de restricciones. Cuando niña podía dibujar a su antojo en las paredes del pasillo de su casa (algo que llamaba poderosamente la atención de otros niños de su edad) y de adolescente fumaba con sus padres, que la proveían de tabaco rubio, y abría la nevera de su casa acabando con todo lo que le apeteciese sin pensar en los demás). Y en los setenta se multiplican los libros, las colaboraciones periodísticas (entre 1976 y 1980 ejerció de crítica literaria en Diario 16, con una reseña de libros semanal), los guiones para series televisivas, singularmente Teresa de Jesús, el Premio Nacional de Literatura en 1977 por El cuarto de atrás, sus clases y conferencias en universidades norteamericanas, unas actividades -artículos, series y clases- que Carmen se ve obligada a asumir, sobre todo en los últimos setenta y primeros ochenta, acuciada por los gastos que suponía la adicción a la heroína de su hija. Marta se contagiaría de sida, una enfermedad entonces desconocida, probablemente al inyectarse heroína con una jeringuilla infectada (Téngase en cuenta que en los primeros meses de 1985 aún no existía en los hospitales españoles una prueba de anticuerpos del VIH. La infección era muy desconocida y la enfermedad solo podía identificarse por el procedimiento del diagnóstico clínico. Carmen Martín Gaite verdaderamente se enteró muy tarde, casi al final, de que Marta tenía sida, a través de los efectos irreversibles de la neumonía por Pneumocystis que contrajo), y moriría a las diez de la noche del 8 de abril de 1985, un fallecimiento -su segundo hijo muerto, y con solo veintiocho años- que dejaría una huella imborrable no solo, como puede suponerse, en la vida de su madre (Deseó profundamente haber podido ser abuela, la atormentó ser fin de raza y se sintió brutalmente huérfila tras la desaparición de sus dos hijos) sino también en toda su obra posterior. 

Los capítulos finales se centran en una nueva estancia estadounidense, en el Vassar College, de la que saldrán, entre otras obras, Caperucita en Manhattan y la traducción de Una pena en observación, un libro que C.S. Lewis había publicado en 1961 tras la muerte de su esposa y cuya lectura la reconfortó en aquellos años terribles que son, sin embargo, ya a su vuelta de Estados Unidos, los de mayores logros profesionales, reconocimiento público y relevancia popular, con una destacada presencia en los medios de comunicación, las Ferias del libro, y con sus ingentes ventas propiciadas también por los cambios editoriales, dejando atrás su “fidelidad” a Destino, tras su compra por Planeta (a cuyo propietario, José Manuel Lara, detestaba, haciéndolo objeto de críticas feroces en sus artículos) para abrirse a las colaboraciones con Anagrama y Siruela, en donde aparecerían su Caperucita, Usos amorosos de la posguerra, Nubosidad variable o Lo raro es vivir, entre otros grandes éxitos comerciales. Carmen Martín Gaite seguirá trabajando en nuevos libros, traducciones y conferencias hasta poco antes de morir en Madrid, de un cáncer de hígado con metástasis en el pulmón, el 23 de julio de 2000. 

Por entre esta sucesión de vivencias, el libro deja constancia de sus obras, sus preocupaciones, sus postulados literarios, las ideas fuerza que cruzan su creación como escritora. Apunto aquí, ya para terminar esta reseña de desmesurada en su extensión, como de costumbre en mis comentarios, algunos de estos elementos relevantes. José Teruel explora así, elementos nucleares de la vida y la obra de Martín Gaite como son las relaciones entre realidad y ficción (La única manera de aguantar la realidad es no mirarla a la cara, construirse inventos para vivir en una realidad ficticia); el sustancial papel de los objetos como resortes de la memoria personal y familiar; la importancia del diálogo y la mirada, y la necesidad, por tanto, de interlocutor en todos sus escritos (una influencia de Unamuno, amigo de su padre, que venía a veces por mi casa con un traje azul marino y jersey muy cerrado, sin corbata y que fue el primer escritor que puso su mano, como al descuido, sobre mi cabeza infantil); la relevancia de la memoria y los recuerdos; el acento en lo fantástico que cuestiona las ideas recibidas, y rechaza las convenciones; la concepción amplia del realismo, que no excluye lo psicológico, la incertidumbre y la incursión en lo onírico; el peso de lo sobrenatural (Tengo un ramalazo de bruja, todos mis amigos lo saben) y lo fantástico y lo onírico, a causa de su incapacidad, presente en su biografía desde muy temprano, para distinguir los límites entre la vigilia y el sueño; la sensación de vaciedad, recurrente en muchos momentos de su vida y desencadenante de su creación literaria (Esta sensación de estar siempre empezando, de quedarse vacía, como sin sombra, al acabar de contar una historia, es sumamente reveladora de su experiencia sobre los imprevisibles derroteros de la suerte del oficio de escritor); el conflicto entre la extravagancia y la inadaptación, el recorrido que va de la construcción a la destrucción; en el mismo sentido, su simultánea atracción por el orden y el caos, entre lo que ella llamaba el lado “payo”, racional y equilibrado, y el “gitano” de la existencia, raro, original, creativo, “pirado”, imaginativo, de humor cáustico y poco respetuoso con las convenciones (Ya sabes que tengo una mitad de meditativa-mística y la otra mitad de titiritera-gitana); su carácter teatrero (La fascinación por representar, por desdoblarse le acompañó durante toda su vida) que acompañó su imagen pública en sus dos últimas décadas de vida; la inseguridad provocada por la exigencia de aprobación masculina -sobre todo en relación con Ferlosio- y el gran logro que supuso desembarazarse de ese exigente, castrador y absorbente influjo; el rechazo a los escritores “intelectuales” (el propio Ferlosio, su gran amigo Benet, entre otros; manifestó su rechazo a los narradores olímpicos, rebuscados, de tupida prosa, y vislumbró sus carencias —que se podrían sintetizar en el cultivo del arte de la dificultad, la adoración de lo obtuso y un evidente menosprecio del lector) y su preferencia por los “cordiales”, en particular Natalia Ginzburg (sobre la que volveré tras las vacaciones navideñas), que llevaban a la práctica, los tres principios inspiradores de su práctica narrativa: no mostrar la dificultad ni caer en la presunción de originalidad; el regreso a las fuentes de la lengua viva; y el respeto por la figura del lector. No me resisto, a este respecto, a transcribir un largo fragmento del libro que, pese a su extensión es altamente revelador de la “poética” de Martín Gaite: 

[Escribe Teruel] Cuentan que cierta mañana de otoño iba don Miguel de Unamuno paseando con Amado Nervo y acertaron a pasar a orillas de un estanque. El poeta mexicano preguntó con los ojos asombrados de quien estuviera viéndolas por primera vez: «—¡Qué plantas tan bonitas, don Miguel, esas que flotan sobre el agua! ¿Cómo se llamarán? [...]. —¡Nenúfares! —le contestó inmediatamente Unamuno—. Eso que saca usted siempre en sus poemas». (…) 
[Habla ahora la escritora] La mayor parte de los «intelectuales» —palabreja a la que, dicho sea de paso, tengo una gran antipatía— plagan sus discursos de nenúfares. En nenúfares se convierten, pongo por ejemplo, la libertad, la condición de la mujer o la justicia social para quien al mismo tiempo que elabora peroratas más o menos brillantes sobre dichos asuntos, no se entera de que está tiranizando a los demás, es incapaz de hacer un esfuerzo para hacerle la vida agradable a la mujer concreta que tiene a su lado [...]. Nenúfares son todas las abstracciones en letra mayúscula que tanto impresionan lanzadas desde el parlamento, la cátedra, la televisión, o la letra impresa, pero que a nadie le cuentan nada que pueda traer al recuerdo para sentirse confortado en el callejón sin salida de sus noches de insomnio, nenúfares los pretextos en nombre de los cuales se emprende una guerra [...]; nenúfares la paz, la dignidad, la comunicación y el amor; nenúfares muertos, sapos disecados sobre el manto de tan solemnes predicadores. 

Y leemos también sobre otros asuntos destacados como la importancia de la idea, el sentimiento y la vivencia de la huida -a la que apuntan las ventanas-, de la escapatoria de la realidad opresiva en busca de una libertad o un deseo vislumbrado, y la correspondiente ambivalencia, tan presente en Entre visillos, entre el anhelo de ruptura y el temor a la libertad; el rechazo y la nostalgia de la provincia (algo que se aprecia también en la novela que centra esta reseña); el carácter en el fondo autobiográfico, ya comentado, de toda su obra; por tanto, el tratamiento casi indiferenciado, en sus libros, de la realidad y la invención (Para ella los personajes de ficción y los de carne y hueso no estaban separados por una raya demasiado neta, de todo lo que habla es como si lo hubiera visto, nos lo pone ante los ojos, nos lo cuenta); la rebeldía y el inconformismo ante los discursos dominantes, el cultivo de la duda sobre la certeza, la repugnancia ante el cliché, el desdén por los convencionalismos en un momento en que el posibilismo y el pragmatismo campaban en la sociedad española (incluida la literaria), la búsqueda de la lucidez, el desprecio por la prisa y por las falsas soluciones, y el gusto por ir a contrapelo; el afán de independencia y el rechazo a la cultura oficial; la aceptación de la soledad (Alguna tarde de calor vengo del parque empujando el coche de la niña y me siento absolutamente extraña en ese sitio, de pronto, en un lugar de la calle por donde he pasado muchas veces, y miro las luces verdes de las tiendas, o el escaparate de la mercería, o el puesto de horchatas, y siento una gran soledad); la comprometida preocupación por la “cuestión femenina” (¿Por qué las mujeres tienen tanto, tantísimo miedo, un miedo tan específicamente distinto a la soledad? ¿Por qué se echan en brazos de lo primero que las exima de buscarse en soledad? O, dicho con otras palabras, ¿por qué se aguantan tan mal, tan rematadamente mal —y cada día peor—, a sí mismas?) pese a su posición crítica frente al feminismo (las banderías del feminismo era otra de las bestias negras de Martín Gaite); su exploración del dolor y las contradicciones de la maternidad; la importancia -para bien y para mal- de la familia (todas sus novelas (…) son retazos de historias familiares [y por ellas] circula el fantasma biográfico de su propia filiación: la familia ordenada de la que procedía frente a la anómala que había creado); su inagotable curiosidad intelectual; la dicotomía -una más- entre las dos rutas en la producción literaria de Martín Gaite: la que circula por los raíles concertados y constituye la mayor parte de su obra publicada en vida, y la escritura desconcertada [cuadernos, apuntes, cartas] que ha salido a la luz póstumamente

Dos libros, en definitiva, indispensables y cuya lectura os llevará, muy probablemente, a adentraros en otras obras de la escritora salmantina cuyo centenario conmemoramos estos días. Muchas eran las opciones posibles para el acompañamiento musical a esta reseña. De entre todas ellas, me he decantado por una muy significativa, que enlaza con el universo de Entre visillos y que, además, tiene un engarce explícito en la biografía de la propia Martín Gaite. En El cuarto de atrás, su espléndido libro de 1978, podemos leer: 

A la hora de la merienda hacíamos un alto en el estudio de los ungulados, del mester de clerecía o de la conquista de América, para acercarnos a la radio y escuchar, mirando la puesta de sol, los dulces boleros de la Bonet de San Pedro, de Machín o de Raúl Abril. Y de repente, una ráfaga de sobresalto barría la dulzura y enturbiaba la esperanza: «E. A. J., Radio Salamanca; van a escuchar ustedes “Tatuaje”, en la voz de Conchita Piquer». Aquello era otra cosa, aquello era contar una historia de verdad; la rememoraba una mujer de la mala vida, vagando de mostrador en mostrador, condenada a buscar para siempre el rastro de aquel marinero rubio como la cerveza que llevaba el pecho tatuado con un nombre de mujer y que había dejado en sus labios, al partir, un beso olvidado. Estaba enamorado de otra, de aquella cuyo nombre se había grabado en la piel, y ella lo sabía, era una búsqueda sin esperanza, pero aquel beso olvidado del marinero que se fue, evocado ante una copa de aguardiente por los bares del puerto, contra la madrugada, se convertía, en la voz quebrada de Conchita Piquer, en lo más real y tangible, en eterno talismán de amor. Una pasión como aquélla nos estaba vedada a las chicas sensatas y decentes de la nueva España.

Videoconferencia
Carmen Martín Gaite. Entre visillos