DELPHINE HORVILLEUR. VIVIR CON NUESTROS MUERTOS; MARCELINE LORIDAN-IVENS. Y TÚ NO REGRESASTE
Una práctica más o menos repetida en Todos los libros un libro, que, con alguna excepción, viene produciéndose desde el inicio de nuestras emisiones, consiste en consagrar un programa, en fechas coincidentes o cercanas a la festividad de los difuntos, a libros que, desde distintos géneros, con planteamientos diversos y con procedencias también diferentes, tengan como centro a la muerte. No me mueve un oscuro afán morboso (siempre recuerdo -vagamente en los detalles, no así en su núcleo- el chiste de Woody Allen -hoy habrá, anticipo, judíos y chistes y chistes de judíos en el espacio- en una de sus películas, creo que Annie Hall (mi recuerdo emocionado para Diane Keaton), cuando el protagonista, en trance de separarse de su pareja, resuelve con presteza el difícil problema de repartirse los libros que han adquirido y compartido en los años de convivencia: “todos los que lleven la palabra “muerte” en el título son míos”, afirmaba, categórico e impertérrito, el muy neurótico Allen), sino mi convicción (que albergo, de un modo algo sorprendente quizá, desde muy joven, no siendo por tanto una preocupación de mis actuales muchos años) de que la muerte es, sin duda, una de las cuestiones fundamentales en la vida humana, nuestro obvio destino, motivo por tanto, de estudio, análisis y reflexión. Así ocurrirá también con mi reseña de esta semana, al ser hoy, día de la emisión, 29 de octubre, y teniendo, pues, a la vuelta de la esquina, el 2 de noviembre, Día de Difuntos en el mundo entero; razón por la que quiero proponeros la lectura de un libro magnífico, centrado abiertamente en el tema y que constituirá el “plato principal” del “menú” de esta tarde; y de un segundo título, también con un vínculo tangencial aunque indudable con la muerte, pero que comparecerá aquí al hilo de su conexión -esta sí directa y expresa- con la primera obra. Sus autoras, mujeres las dos, francesas ambas y amigas, además, hasta la muerte de la mayor de ellas, son Delphine Horvilleur, la más joven, nacida en 1974, y Marceline Loridan-Ivens, que falleció en 2018 a los noventa años. La primera presentó en su país en 2021 Vivir con nuestros muertos, un inesperado, dado su temática y su enfoque, éxito de ventas, con cientos de miles de ejemplares vendidos, y galardonado también con el Premio Babelio de No Ficción de ese año, una distinción que otorgan los seguidores de esa plataforma lectora digital. En España el libro apareció en la Editorial Libros del Asteroide en 2022 con el subtítulo original, Pequeño tratado de consuelo, y con traducción de la muy reconocida Regina López Muñoz. La segunda es la autora de Y tú no regresaste, que, traducido por José Manuel Fajardo, ofreció a los lectores españoles la editorial Salamandra en 2015. Yo hice una muy breve reseña de él en junio de 2017, que ahora recuperaré parcialmente como cierre a mi presentación del muy interesante ensayo -no sé si es correcta la adscripción genérica- de Horvilleur.
Quiero aprovechar esta introducción para señalar también que siendo judías las dos escritoras y estando muy reciente aún el segundo aniversario, el pasado 7 de octubre, del brutal ataque terrorista de Hamás sobre Israel, que provocó la muerte de 1.200 personas y el secuestro de otras 250, tomadas como rehenes; y, con posterioridad y hasta casi hoy mismo, incluso después de la frágil tregua, la reacción no menos violenta del gobierno de Netanyahu contra la población de Gaza, con decenas de miles de víctimas, infinidad de niños y mujeres entre ellas, resulta inevitable relacionar el contenido y los planteamientos de los dos libros, escritos con anterioridad a estos hechos y que, por lo tanto, no los contemplan, con la situación que en la actualidad se vive en aquella región, tan acostumbrada, por desgracia, al sufrimiento y el horror. Intentaré volver, pues, sobre este asunto en el curso de mi análisis.
Delphine Horvilleur es filósofa, escritora (con numerosas obras publicadas; la última, de abril de este 2025 y que no ha visto aún la luz en España, Euh... Cómo hablar de la muerte a los niños) y, por encima de todo, en una condición especialmente relevante en relación con el libro que ahora presento, rabina. En el año 2008, con solo treinta y tres años, y siendo la tercera mujer en Francia en conseguirlo, recibió su ordenación en el Hebrew Union College, el Colegio de la Unión Hebrea, un instituto judío de religión, con una sede principal en Jerusalén y varias en Estados Unidos. Con una formación muy sólida, que se percibe en cada una de las páginas de su libro, fruto de su aprendizaje del árabe y el hebreo en Jerusalén, de sus estudios de periodismo en París, profesión que ejerció en Francia e Israel, y de su instrucción en la doctrina hebraica en Nueva York, es actualmente codirectora del MJLF (JEM), el Movimiento Judío Liberal de Francia (Judaísmo En Movimiento), una asociación religiosa, de corte progresista y abiertamente reformista (en el sentido en el que lo es el tradicional republicanismo ilustrado francés), que aboga por el diálogo interreligioso, la igualdad de hombres y mujeres, y una visión desprejuiciada y laica (si se puede decir así; analizaré luego la pertinencia del término aplicado a la escritora) del judaísmo, que combina el conocimiento profundo de la tradición con su respetuosa adaptación a los valores seculares. Horvilleur es también la actual jefa de redacción de la revista de pensamiento judío Tenoua, que alberga regularmente sus colaboraciones y desde la que se ha pronunciado en fechas recientes sobre la tragedia de Gaza, en un planteamiento sobre el que luego volveré al adentrarme en la presentación de su libro. Su visión moderna y abierta que, de nuevo, se trasluce de modo muy notorio en Vivir con nuestros muertos, encaja -y espero que la información no sea interpretada desde una reduccionista y absurda lógica “antiheteropatriarcal” (valga el “palabro”)- en el hecho de que esté casada con Ariel Weil (evidentemente judío, dados sus nombre y apellido), economista, político y destacada figura del Partido Socialista francés, en cuyas listas accedió a la alcaldía, que ahora ocupa, del importante distrito central de París.
Vivir con nuestros muertos muestra, ya desde su título, su mensaje más profundo -la vida y la muerte fuertemente entrelazadas-, que aflora también, y así lo recoge Horvilleur en el curso de su estudio, en el término hebreo con que se designa a los cementerios: En esta lengua [el hebreo], el cementerio tiene un nombre a priori absurdo y paradójico. Se denomina beit hajaim, la «casa de la vida» o la «casa de los vivientes». En un contexto, el que envolvía la redacción del libro, marcado aún por la pandemia, la autora constata, no solo como mera ciudadana afligida por las terribles consecuencias de la propagación del virus, sino en el mismo ejercicio de su misión como rabina (que la lleva a oficiar muchos más funerales que bodas: Hoy en día se muere más gente de la que se casa, confiesa en una entrevista), la irrupción súbita y masiva de la muerte en nuestra cotidianidad: Un día, durante el primer confinamiento, recibí una llamada de una familia. Sus miembros estaban en el cementerio, frente al ataúd de su padre, sin nadie que les prestara apoyo. No habían pedido a ningún amigo que los acompañara porque no querían poner en riesgo a nadie. Pero no sabían ninguna oración judía y me suplicaban que los asistiera a distancia. Así, me vi murmurando al teléfono unas palabras que ellos repitieron en voz alta. Por primera vez en mi vida oficié un entierro desde el salón de mi piso para una familia con la que ni siquiera había intercambiado una mirada. Al colgar me dije que todas las esclusas habían saltado por los aires. La muerte había entrado sin permiso en nuestros espacios de vida. Dio con nuestras direcciones y se coló en casa de todos, en nuestras familias o en nuestras conciencias. O, mejor dicho, nos recordó que nunca se había marchado, que campaba a sus anchas, y que nuestro poder se reducía a escoger las palabras y los gestos que pronunciaríamos en el momento en que ella se manifestara.
He ahí el desencadenante de su libro, confesado abiertamente en sus primeras páginas: Encontrar esas palabras y conocer esos gestos encarna el núcleo de mi trabajo. Palabras, gestos, narraciones, historias, rituales, oraciones, acompañamiento, cercanía, alivio, consuelo. En eso consiste mi función. Acompaño a mujeres y a hombres que en un momento crucial de sus vidas necesitan narraciones. Esas historias ancestrales no son exclusivamente judías, pero yo las enuncio con el lenguaje de mi tradición. Tienden puentes entre épocas y generaciones, entre las personas que han sido y las que serán. Nuestros relatos sagrados abren un pasadizo entre los vivos y los muertos. El papel del narrador es quedarse junto a la puerta para asegurarse de que permanece abierta. El papel del rabino, el de este libro, es el de servir, a través de las palabras, de puente entre la vida y la muerte, de tal manera que los muertos no mueran sino que permanezcan vivos entre los vivos: La biología me inculcó hasta qué punto la muerte forma parte de nuestras vidas. Mi profesión me muestra a diario que podemos hacer que lo contrario sea igualmente cierto: también en la muerte puede haber un lugar para los vivos. Para ello, es preciso que podamos contarlos, encontrar palabras que los preserven mejor que el formol. Cada vez que oficio en el cementerio trato de honrar y ampliar ese lugar mediante la fuerza de unas historias que dejan huellas indelebles dentro de nosotros, la prolongación de los muertos entre los vivos.
Los judíos, cuenta Horvilleur, en cada ocasión en que brindan, lo hacen con una expresión que ahuyenta la muerte y celebra la existencia: Lejaim, ¡por la vida! En hebreo, la palabra jaim, la vida, es un plural; en esa lengua la vida no existe en singular. El hebreo proclama que cada uno de nosotros tiene muchas vidas, no sucesivas sino trenzadas, como hilos que se cruzan a lo largo de la existencia y aguardan el desenlace para distinguirse. En hebreo, nuestras vidas conforman un tapiz hasta que podamos deshacer los nudos contando nuestras historias.
De nuevo las historias, las palabras, trenzadas, entretejidas. Y para mostrar ese intrincado tapiz la escritora divide su estudio en once capítulos, cada uno de ellos centrado en un protagonista distinto (personajes públicos y anónimos, célebres y desconocidos, amigos y familiares, niños y ancianos) y en los que entrelaza historias de sus biografías particulares (vidas y duelos que he tenido que vivir o que he podido asistir) con análisis e interpretaciones de sus muertes a la luz de la Biblia y los textos sagrados de la tradición judía, singularmente el Talmud, junto con aportaciones extraídas de sus propios recuerdos personales, íntimos en más de un caso, en episodios clave relacionados con los asuntos tratados. Algunos detalles, señala, debieron ser modificados para respetar la intimidad de los deudos, mientras que otros se mantienen fieles a la realidad, contando la autora con la autorización de las familias concernidas.
Tres muy destacados frentes, pues, relato, exégesis y confesión, en un libro que pretende alejar el tabú que sobre la muerte impera en nuestras sociedades, que la ocultan, la disimulan, la rodean de eufemismos, la condenan, en definitiva, a ese silencio que la autora pretende quebrar con sus palabras. Unas palabras que hablan del dolor, de la incredulidad, del miedo, de la desesperación, de la aceptación, del coraje, de la resignación, de la tristeza, del asombro, de la perplejidad, de la rebeldía, de la negación, de la ira, de la negociación, de la depresión y de la resignación que, en mayor o menor medida, acompañan a la muerte cuando comparece en nuestras vidas. Unas palabras, además, bellísimas, engarzadas en una escritura precisa, de léxico muy rico, rebosante de erudición pero a la vez sencilla y hasta pedagógica, luminosa y vital, llena de un muy acusado humor que rebaja la solemnidad de los temas tratados, rezumando sensibilidad, inteligencia, empatía, ternura, muy conscientemente pensada para lectores no especializados. La prosa, que hibrida géneros (relato autobiográfico, prédica pastoral y ensayo sobre el judaísmo) oscila entre el tono coloquial de anécdotas, chistes o escenas desopilantes en velatorios (Esto son dos supervivientes de los campos que están haciendo humor negro sobre el Holocausto. Dios, que pasaba por allí, los interrumpe: «Pero ¿cómo os atrevéis a bromear con tamaña catástrofe?», y los supervivientes le dicen: «¡Tú qué vas a saber, si no estabas allí!»), y las abundantes manifestaciones de una muy alta cultura, con constantes profundizaciones etimológicas, pormenorizados análisis de las tradiciones y rituales hebreos y referencias a películas, canciones y obras literarias que la escritora, con talento e inteligencia, engarza, a través de metáforas inspiradas y vínculos muy sugestivos, con los distintos asuntos analizados.
Podría pensarse que la posición de partida de Horvilleur, religiosa, rabina, judía, pudiera convertir su texto en un sermón dogmático, anclado de modo estricto a las premisas de sus creencias (que sea cual sea la fe que se profese muy a menudo suelen tener algo de doctrinario, de rígido y cerrado, de categórico o excluyente). Nada más lejos de la realidad en este caso. A lo largo de la obra, y singularmente en su segundo capítulo, centrado en Elsa Cayat, la “psicoanalista de Charlie” (Charlie Hebdo, la polémica revista satírica francesa, que a lo largo de su provocadora y accidentada trayectoria sufrió, entre otros múltiples incidentes -juicios, agresiones, ataques-, el brutal atentado del terrorismo islámico que el 7 de enero de 2015 acabó con la vida de doce personas, en su mayoría colaboradores del semanario, entre ellos el director de la revista y la propia Elsa Cayat, y también un visitante de paso, un guardaespaldas y dos policías), Hourviller deja clara su postura sobre la religión en general y sus creencias judías en particular.
Elsa había sido, en cariñosa descripción de su amiga, una mujer erudita, antirreligiosa, judía sefardí, psicoanalista francesa, militante feminista, madre cariñosa, amiga sin reservas, alma cultivada y bocazas. En su funeral, el 15 de enero, debiendo, en su condición de rabina, decir unas palabras de despedida a los fallecidos y de acompañamiento a sus amigos y familiares, Delphine es presentada al inmenso gentío que se agolpa en el parisino cementerio de Montparnasse, por Béatrice, la hermana de Elsa, que la introduce con unas palabras que la estremecen, la hacen pensar y suscitan en ella unas esclarecedoras reflexiones que incorpora a su libro. Esto dijo Béatrice: Os presento a Delphine, nuestra rabina. Pero ¡no os preocupéis, que es una rabina laica! Esa aparente contradicción -rabina laica- revela a nuestra invitada de esta semana, en una primera instancia, que sus palabras en aquel acto debían conciliar el ateísmo y el laicismo de su amiga, su cualidad de judía no creyente, la arreligiosidad transgresora de ella misma y de la redacción de Charlie, con su responsabilidad como rabina que le exige transmitir el mensaje de la tradición hebraica (El ateísmo de los Cayat, el apego de Elsa hacia la laicidad y hacia el espíritu de Charlie, donde publicaba una columna quincenal, debían poder dialogar con las palabras de la tradición judía que yo, rabina, tenía la responsabilidad de transmitir aquel día). En último término, el aparente oxímoron le pone de manifiesto no el descubrimiento repentino e inesperado de su doble condición -la de autoridad religiosa hebrea y, a la vez, intelectual laica- de la que Delphine era consciente desde siempre, sino del sentido último de esa expresión, que algunos juzgarán absurda o descabellada, pero que encierra una valiosa enseñanza, una verdad profunda, acerca del modo en el que el judaísmo entiende el pensamiento, las creencias, la vivencia de la religión.
La laicidad francesa, que Horvilleur defiende y de la que es, a mi juicio, un excepcional exponente, no opone la fe al descreimiento, no establece fronteras entre quien cree en un Dios o en otro, o entre quienes no creen en Él o lo consideran una invención. Su fe, su judaísmo no representa un conjunto -en el fondo vacío- de certezas excluyentes, de convicciones cerradas, de sentimientos de pertenencia identitarios y segregadores; por el contrario, su religiosidad laica acepta -y defiende con vehemencia- que siempre hay en ella un territorio más amplio que mi creencia, capaz de acoger la de otro que ha llegado a él para respirar. Según su muy informada visión del judaísmo -muy distinta, por desgracia, a la fanática e intolerante que propugnan las versiones más radicales de su ortodoxia- la identidad judía no es proselitista, no pretende convencer a nadie -al “otro”- de que la suya es la única verdad. Además, afirma de manera rotunda, al no haber un corpus unitario que determine y acote de modo unívoco su contenido, se mueve en una cierta indefinición que preserva, en su propio seno, espacios libres para concepciones distintas a las propias: “el” judaísmo siempre es más amplio que “mi” judaísmo. Es por ello, que en el trance de pronunciar las palabras de acompañamiento en el funeral de Elsa Cayat, Delphine lo hará persuadida de que en el judaísmo que ella representa, caben una judía no creyente y una rabina, sin que ninguna de las dos pueda reivindicarse como más legítima. Y a partir de esta constatación proclama, como declaración de principios: si yo no dejo un espacio en mi judaísmo para el de ella, lo traiciono. Reducirlo a mi definición o a la suya equivaldría a profanarlo (…) ser «rabina laica» significa eso mismo: recibir como una bendición el hecho de que mis creencias jamás podrán ser hegemónicas, ni en el seno de la nación francesa ni en el de la tradición judía. Y alegrarse de que bajo el sol haya suficiente espacio libre para que cada cual recobre el aliento.
En una primera manifestación de la sutil ilación que engarza los textos talmúdicos con la realidad analizada, con las circunstancias personales de aquellos a los que se refiere, con las cuestiones abstractas objeto de su estudio, Horvilleur cita una conversación ancestral -con dieciocho siglos de antigüedad a sus espaldas- entre sabios rabinos. Debatiendo sobre las implicaciones simbólicas, religiosas o relativas a la legislación judía de una cuestión secular menor, la construcción de un horno, las opiniones de los estudiosos divergen, por lo que, uno de ellos, Eliezer, pide a un árbol, a un arroyo, a los muros de la casa, que contraríen las leyes naturales para dar así una prueba inequívoca de la validez de su tesis. El árbol se desarraiga, el riachuelo altera su curso, las paredes de la vivienda se inclinan y, sin embargo, el resto de los rabinos no aceptan las sucesivas demostraciones. Desesperado, recurre a un último argumento: Si tengo razón y la ley está de mi parte, una voz celeste se pronunciará. Al momento, resuenan unas palabras celestiales: La opinión de Rabí Eliezer es conforme a la ley. Los rabinos, sin embargo, rechazan también ese testimonio y se encaran con Dios recordándole que Él les hizo entrega de la Ley en el monte Sinaí. Ahora está en nuestras manos y no en las tuyas. Nosotros somos los responsables de su interpretación, y ningún milagro ni manifestación sobrenatural invalidará la opinión de los sabios tal como se expresa por la mayoría, lo que provoca la simpática y comprensiva reacción de Dios: Dios se echó a reír y exclamó: “Mis hijos me han vencido, mis hijos me han vencido”.
El episodio, en la lúcida interpretación de nuestra muy inteligente rabina, supone un puñetazo en la mesa con respecto al pensamiento religioso tradicional. Los rabinos de la leyenda, en el siglo segundo de nuestra era, cuestionan la supuesta jerarquía de poderes; ponen en cuestión el sometimiento a una autoridad “trascendental”; descreen, por lo tanto, de una visión dogmática e inflexible de su religión; defienden, en consecuencia, la figura de un Dios bienhumorado, que acepta con “deportividad” un papel subsidiario al de los hombres; inventan, en definitiva, un pensamiento religioso que es una forma de a-teísmo, en el sentido más literal del término, un mundo donde Dios no se entromete y donde las decisiones humanas prevalecen cuando son objeto de controversia. Y, a continuación, en otro giro habitual en el libro, brota la conexión con las manifestaciones culturales contemporáneas, con la cita de Jacques Prévert: Padre nuestro que estás en los cielos, quédate ahí, que nosotros nos quedaremos en la tierra, tan hermosa a veces.
Esta es, pues -y sirva el largo excurso para dar cuenta de ella- la posición de partida de Delphine Horvilleur, el punto de vista desde el que concibe su libro: abierto, respetuoso, comprensivo, tolerante, “pacífico”, flexible, indulgente, ecuménico: Me cuesta creer que semejante Dios [el afable y divertido de la leyenda rabínica] pudiera ofuscarse por las portadas de Charlie Hebdo, por irreverentes que sean, o por las crónicas de una psicoanalista insolente que lo manda a paseo (…) Grande es el Dios del humor. Diminuto el que carece de él. Una perspectiva prudente, afable, razonable y juiciosa que, confiesa, hereda de sus ancestros: mi abuelo era rabino, o por lo menos había asistido a una escuela rabínica antes de ser profesor. Para todos nosotros poseía la envergadura de un patriarca, y mucha gente lo consideraba un hombre piadoso. Pero el silencio en torno a Dios era marca de fábrica de ese judaísmo que a la sazón se denominaba «israelita», centrado en un racionalismo republicano, revestido de un fuerte apego hacia todos los ritos religiosos domésticos, pero practicado con una discreción extrema que nada debía revelar —ni al mundo exterior ni a los miembros de la propia familia— de las creencias o prácticas de cada cual.
Este planteamiento tan heterodoxo y contrario a los extremismos y los fundamentalismos -y continúo con las cuestiones generales, antes de hacer un repaso breve al contenido intrínseco del libro y a algunos de los principales temas que aborda- aflora también en la posición de la autora sobre el conflicto palestino-israelí y, de un modo más reciente, sobre la tragedia de Gaza. En el penúltimo capítulo del libro, de título Israel, que cuenta con un protagonismo destacado de Isaac Rabin, deja claras, con su habitual libertad de pensamiento y espíritu, que la ha llevado a definirse simultáneamente como sionista y propalestina, sus ideas sobre el ancestral enfrentamiento. Una Delphine muy joven -estamos en noviembre de 1995- se encuentra en Jerusalén, desde donde se dirige, con su pareja -un soldado con permiso de fin de semana-, a Tel Aviv, para asistir a un mitin por la paz que contaba con la prevista presencia de Isaac Rabin, primer ministro del Estado de Israel. En el curso de su viaje asistimos a sus reflexiones, sustentadas, inicialmente, en un cierto cuestionamiento de la relación con su novio -un hombre criado en esa lengua [el hebreo], laico, antirreligioso y armado-, sobre las lenguas (entre ellos habían hablado en inglés, francés en ocasiones y, ahora, tres años después de su primer encuentro, íntegramente en hebreo: el hebreo había acabado con nuestra torre de Babel amorosa). En sus divagaciones, la autora medita sobre su lengua hecha de capas, préstamos y sedimentos. Ninguna lengua es pura, sostiene, pero en el hebreo, de manera singular, se mezclan voces plurales, nacidas de ámbitos y realidades diversas, fruto de culturas y valores distintos (Tengo la sensación de que pocas lenguas cuentan con tantos vocablos procedentes de raíces extranjeras, como injertos de orígenes lejanos que han olvidado su procedencia de lugares remotos).
El hebreo es, además, una lengua “resucitada”, recuperada a finales del siglo XIX como lengua del sionismo tras casi dos milenios sin usarse en la vida cotidiana, “congelada” en la liturgia y los textos sagrados. Y esa secularización lleva -llevó- consigo el peligro de revivir una latente energía religiosa, cerrada y dogmática, reactivando fuerzas apocalípticas y violentas de aquellos antiguos textos. Esa colisión entre la cerrazón autoritaria del dogma que muchos pretenden sostener y la apertura a una realidad heterogénea, plural y diversa, presente en una lengua hecha, en cierto modo, del aluvión de gentes llegadas a Israel de todas partes del mundo (Hablar hebreo consiste a menudo en hablar de las civilizaciones con las que se han cruzado los judíos, en reconocer los vestigios de lo que han tomado prestado o de lo que se les impuso. Dime adónde te exiliaste, por quién fuiste dominado, quién intentó exterminarte, y te diré qué lengua hablas. El hebreo «puro» es siempre políglota y, más que cualquier otra cosa, estratificado. Acumula las capas de influencia que le dieron forma. Naturalmente, todas las lenguas pueden decir lo mismo, pero la resurrección de esta hace aún más obvio el fenómeno); presente también en las lápidas de los cementerios que atraviesan en su itinerario (en los cementerios hay rastros de horizontes plurales, una reunión de difuntos llegados del mundo entero y que han expresado en todas las lenguas su voluntad de descansar aquí); presente asimismo en la languideciente relación sentimental con su pareja (yo era la exiliada y él el arraigado en la tierra. Hijo del kibutz, le costaba creer que yo supiera tan poco sobre la naturaleza, y a mí me parecía que era el hombre más ignorante de nuestra historia y sus dramas que hubiera conocido nunca; un auténtico judío enraizado), todos esos conflictos son puestos en relación por Horvilleur en su camino a Tel Aviv. El asesinato de Rabin, horas después, disparado a quemarropa por un extremista ultranacionalista judío, en la entonces llamada Plaza de los Reyes de la ciudad (hoy plaza Yitzjak Rabin), tras haber pronunciado su famoso discurso por la paz y cantado el Shir LaShalom, La canción de la paz, sirve, veinticinco años después -el libro se escribió en 2020-2021- a la hoy rabina (en francés, también en su traslación al español, “rabinne” suena como Rabin) para vincular metafóricamente todas estas circunstancias (Supe que la muerte de Rabin convertiría en uno solo mi desasosiego sionista y mi desasosiego amoroso) y propiciar su lúcido análisis final sobre la actual realidad del estado de Israel y el conflicto entre dos visiones opuestas de la presencia judía en Palestina. Este “juego” dual comparece así como oposición entre uniformidad y pluralismo; entre raíces y propiedad (la tierra prometida como derecho absoluto y excluyente) y exilio y desarraigo (que se legitima en la justicia, la igualdad y el cuidado del otro); entre las palabras que matan y las que -como demostrará en su libro- consuelan; entre la tradición impuesta como un relato clausurado hecho de maldiciones atávicas, héroes bíblicos y agravios antiguos para justificar el odio y su interpretación abierta y libre capaz de “reanimar” lo valioso: las ideas, los amores, los pactos, sin convertir a los muertos en un programa político. Frente al sionismo de la identidad, intransigente, mesiánico, nacionalista y, en ocasiones, asesino, Horvilleur contrapone el sionismo de la extranjería, de la equidad, de la democracia, de la paz:
Mi sionismo se nutrirá para siempre de exilio, de no pertenencia, de conciencia de todo lo que la historia de esa tierra, exactamente como la lengua, debe a su encuentro con los demás, con la singularidad en la que se basa y que sigue hablando en ella.
La absoluta legitimidad de un pueblo para construirse e instalarse allí procede del recuerdo de la condición judía, de la que la diáspora ha dado testimonio durante tantos siglos.
«Recuerda que fuiste esclavo en el país de Egipto», «Recuerda que tu padre fue un arameo errante», «Recuerda tu pasado idólatra»..., repite la Biblia a los hebreos que se asientan en la Tierra Prometida. Les dice: no olvides todo lo que le debes a tu origen, que no está aquí sino en otra parte. No te imagines que esta es tu tierra natal. No es una patria en el sentido etimológico, pues no es la tierra donde nacieron tus padres, sino el lugar que no te hará olvidar de dónde vienes, y que en el recuerdo del exilio te enseñará a amar a otro que aceptas no comprender nunca del todo, ni poseerlo.
Desde estas muy tolerantes premisas, Horvilleur sostiene sus reflexiones sobre la insoportable y dramática situación que vive la región tras el ataque terrorista de Hamás del 7 de octubre de 2023. Por exceder los límites del espacio os dejo el enlace a un interesante artículo publicado por ella en la revista Tenoua en mayo de este año con un título explícito: Amar (verdaderamente) al prójimo, no quedarse callado, del que extraigo un breve resumen de su inequívoca postura: Este amor a Israel hoy consiste en llamarlo a un salto de conciencia... Consiste en apoyar a aquellos que saben que la democracia es la única lealtad al proyecto sionista. Apoyar a quienes rechazan cualquier política supremacista y racista que traicione violentamente nuestra historia. Apoyar a quienes abren sus ojos y corazones al terrible sufrimiento de los niños de Gaza. Apoyar a aquellos que saben que solo el regreso de los rehenes y el fin de la lucha salvarán el alma de esta nación. Apoyar a quienes saben que, sin un futuro para el pueblo palestino, no hay futuro para el pueblo israelí. Apoyar a aquellos que saben que ningún dolor se alivia y que ninguna muerte se venga matando de hambre a personas inocentes o condenando a los niños.
Y esas dos mismas ideas-fuerza que he querido subrayar en esta ya muy larga introducción (rabina laica y sionismo integrador) inspiran el libro entero, sugerente, inspirador, inteligente y emotivo. Coherente con esa postura transigente y conciliadora, la narradora pone el foco de su relato en la voz de los otros, los familiares y amigos de los difuntos, y ella misma se permite el titubeo, la duda, la confesión de su incertidumbre, de su impotencia, incluso, en ocasiones, de sus errores, lo que, como parece evidente, fortalece la credibilidad de su discurso y lo acerca al lector. Así, en un repaso somero, comparecen -aparte de Elsa Cayat e Isaac Rabin, con sus muertes violentas, ya mencionadas- Marc, un hombre de cincuenta y nueve años que deja atrás unos padres, una compañera y un hijo de los que Delphine descubre que desconocen lo esencial de la vida del fallecido, que se le revela a la rabina por azar a través de una correspondencia oculta entre él y su psicoanalista… ¡Elsa Cayat!; Sarah y Sarah, la primera de ellas, una anciana que ha mantenido hasta su muerte un mutismo absoluto -incluso ante su hijo- sobre su vivencia de los campos de concentración, y la segunda la propia abuela de Delphine, partícipe también de lo que la escritora identifica como “el silencio de los supervivientes”; el niño al que la muerte de su hermano pequeño, Isaac, deja en él, en sus inocentes ocho años, y en sus padres, un rastro de tristeza e incomprensión; Ariane, amiga de la autora, de coincidentes embarazos primerizos, y fallecida, cuando las dos hijas son aún muy pequeñas, tras la larga travesía que conlleva el tratamiento de un cáncer; Myriam, la mujer a la que Horvilleur dio clase de hebreo en una sinagoga de Manhattan, cuando la rabina vivía en Nueva York, y cuya experiencia, el intento de controlar todos los extremos de su vida y de su muerte, hasta el punto de planificar con todo detalle sus exequias, resulta ser una de las historias más extraordinarias que yo jamás haya tenido ocasión de oír, en palabras de la autora; el Moisés bíblico, el hombre que no quería morir; el tío Edgar, enterrado, junto a los antepasados de Robert Debré, los de Karl Marx y Léon Blum, los del gran rabino Guggenheim, los del matemático Laurent Schwartz, los de la periodista Anne Sinclair, el Quién es quién funerario de los grandes linajes judíos franceses, en el cementerio israelita de Westhoffen, entre Alsacia y Lorena, profanado en 2019, poco antes de la redacción del libro, y al que viaja su sobrina para, a través de la historia de Caín y Abel, volver sobre el juego dual que subyace a las dos visiones contrapuestas del judaismo y brindar, una vez más, con la esperanzadora fórmula: Lejaim!, «¡por la vida!».
Todos estos relatos se presentan atravesados por valiosas reflexiones sobre la especificidad de lo femenino en la función rabínica; la necesidad de la escucha; la importancia de los ritos para encauzar la pérdida; el valor de las palabras para evitar que el dolor se desborde o se silencie; el antisemitismo contemporáneo; el rechazo a la consideración de vida y muerte como compartimentos estancos; la resistencia ante la idea de una muerte entendida como clausura; la muy frecuente inanidad, la falta de significación “real”, el mal uso del lenguaje o la pobreza narrativa de nuestro discurso sobre la muerte, de las condolencias con las que habitualmente pretendemos consolar a los familiares y allegados de los fallecidos; la singularidad de cada duelo; el “retorno” fantasmal de los que han muerto en las existencias de quienes los sobreviven; el difícil aprendizaje del morir; la importancia de una serena toma de conciencia de nuestra finitud; los modos de encarar la ausencia; la voluntad de reforzar los lazos que se tejen entre los vivos y los muertos; la mirada crítica y autoparódica sobre el judaísmo, plasmada, en más de una ocasión, en los chistes (Van dos rabinos en la parte de atrás de un taxi en Nueva York y uno le dice al otro: «Soy insignificante y mediocre. Soy inexistente». El otro replica: «Pues yo soy polvo de polvo, humo inconsistente, informe y ridículo». El taxista se vuelve hacia ellos y exclama: «Pero vamos a ver, señores, si con su sabiduría de grandes rabinos son ustedes polvo y humo, entonces ¿yo qué soy? Nada de nada, un infeliz desecho, un residuo...». Los dos sabios se miran sobresaltados y dicen: «Pero este ¿quién se ha creído que es?»); entre otros interesantes asuntos. Estamos, en definitiva, ante un texto que cuestiona nuestra relación con la muerte y nos invita a amar la vida, la de los vivos a los que debemos consolar y la de los muertos que acaban de dejarnos, a través de actos que hagan perdurar su memoria.
De entre todos los capítulos del libro destaca el titulado Marceline y Simone que evoca la amistad entre Marceline Loridan-Ivens, escritora y cineasta, y Simone Veil, abogada y figura política de la República, las chicas de Birkenau, en expresión ligera y desprejuiciada de la irreverente Marceline. En una historia emotiva, deliciosa pese a la dureza de su dramático pasado común, sugerente, aleccionadora, se nos muestra a dos mujeres muy distintas (El moño prieto de una [Simone] y las crines salvajes de la otra [Marceline] hablaban de ellas de una forma casi caricaturesca. Sus compromisos políticos y sus estilos de vida estaban en las antípodas. El sentido absoluto del deber, la constancia y la vida familiar de una [Simone]; la libertad total, política y amorosa, el rechazo a ser madre de la otra [Marceline]), unidas no solo por los recuerdos inenarrables del infierno “concentracionario” compartido, sino por su resiliencia, por su extraordinaria fuerza cívica, por su reivindicación activa de la memoria contra el negacionismo y la banalización:
Simone y Marceline encarnaban la posibilidad de retomar la palabra, de contar sin rebozo no solo lo que ellas habían vivido sino lo que cada cual había escogido hacer con ello. Los compromisos de Simone y Marceline, políticos, cinematográficos o amorosos, me enseñaron lo que significa «volver a levantarse» y, sobre todo, cómo permitir que otros hagan lo propio. Decían: esto es lo que nos ha pasado a nosotras, pero recordad que no somos «solo» lo que nos pasó. Y no únicamente eso, sino que somos capaces a pesar de todo de emprender una forma de reparación del mundo, lejos de competiciones victimistas que en nombre de los sufrimientos padecidos dan carta blanca para vocear la propia rabia.
Es esta mención postrera a Marceline Loridan-Ivens la que me permite completar mi reseña trayendo aquí mis palabras de hace unos años a propósito de Y tú no regresaste, su obra autobiográfica, presentada por la editorial Salamandra en 2015 en traducción de José Manuel Fajardo, un texto intenso y conmovedor, un interesante y emotivo libro escrito cuando su autora estaba a punto de cumplir noventa años. Loridan-Ivens fue una escritora y realizadora cinematográfica, superviviente de distintos campos de exterminio, de concentración y de trabajo, a los que había sido conducida por su condición de judía -Rozemberg es su apellido de soltera, antes de adoptar los de sus dos sucesivos maridos- en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial.
A los quince años, en marzo de 1944, Marceline es arrestada junto a su padre en Bollène, en el sur de Francia, al optar por la espera en la mansión familiar -una noche de más- en vez de escapar de la previsible detención, un error de funestas consecuencias. Tras diversas vicisitudes que la llevarán, junto a otros cientos de judíos, a Marsella y desde allí, en un vagón de tercera clase, a Drancy, un campo de internamiento francés, padre e hija forman parte del contingente de mil quinientas personas deportadas en el siniestro convoy 71 rumbo a Auschwitz-Birkenau.
Al llegar al campo, y por consejo de otro desterrado, miente sobre su edad, hecho que salvará su vida al superar así la división por edades y resistencia física que hacían los militares nazis en la perversa selección inicial. Separada muy pronto de su padre, inicia su trágico itinerario que la llevará de Birkenau (el campo colindante a Auschwitz en el que está internado su progenitor) a Belsen-Bergen, luego a Raguhn, en un terrible periplo por diversos centros de confinamiento y exterminio, hasta acabar cavando zanjas en Theresienstadt, otro campo en el que será liberada el 10 de mayo de 1945.
El libro se articula como una larga carta al padre, cuya presencia, evocada a partir de la oscura, y sin embargo acertada, profecía en la que, tras su detención, el adulto anticipa la salvación de la niña y su propia muerte: Tú sí volverás porque eres joven, pero yo no regresaré, impregna la obra entera. El padre, una figura con un poderosísimo influjo en la vida de su hija -un mago, el hombre que me hacía abrir los ojos como platos-, un personaje cercano al mito al que la chica ama sin límite -Te quería tanto que estaba feliz de ser deportada contigo-, aflora, pues, de continuo en el libro a través de infinidad de recuerdos de la infancia, los juegos, las inocentes peleas, la admiración, las innumerables pruebas de un amor intenso al que ni la dureza de las separación ni el paso del tiempo logran vencer: Todavía hoy, cuando escucho decir «papá» me sobresalto, aunque hayan pasado setenta y cinco años, aunque lo diga alguien a quien ni siquiera conozco. Esa palabra salió de mi vida tan pronto que me hace daño; sólo la puedo decir en mi fuero interno, pero de ningún modo articularla. Y sobre todo, no puedo escribirla.
Tras su separación en el campo, el padre lograría hacer llegar una breve nota a su chiquilla. La joven conseguirá leerla para perderla después sin saber cómo. Las escasas líneas recordadas serán también el desencadenante de su memoria, que saltará desde la descripción de algunas de las horribles condiciones de su cautiverio hasta la no menos trágica vivencia de su liberación y su posterior existencia marcada para siempre por los dramáticos episodios vividos y por la desaparición de la figura paterna.
Son numerosas -y aterradoras y escalofriantes- las “escenas” que Marceline logra rememorar de los trenes en que es trasladada de un encierro a otro y también de su malhadada vida en los campos: el hambre y la desnutrición; el desesperado robo de pan del bolsillo del abrigo de una muerta; las masas de desplazados enfermos de tifus; los inevitables contagios; las “descargas” de los convoyes; los hornos crematorios, las cámaras de gas; la tierna y a la vez espeluznante imagen de una niñita abrazada a su muñeca, desconcertada e indefensa; la de otra niña que es abatida a culatazos porque no resiste el trabajo de carga que deben hacen juntas (y la culpa consiguiente -Yo la maté- por no haber podido “sostenerla” en su debilidad); los recuentos obsesivos; la ejecución de Mala, nuestra heroína, que intentó fugarse y fue fatalmente capturada; las chicas que se arrojan a las alambradas eléctricas o que caen bajo ráfagas de metralleta mientras huyen inútilmente; las inclemencias del tiempo y las plagas de parásitos; la amistad (que glosa en su libro Delphine Horvilleur) con Simone Anne Jacob -que acabará siendo la destacada intelectual Simone Veil-, un sostén durante la reclusión; los ingenuos y bienintencionados intentos de disimular la tragedia: Vamos a Pitchipoï, dicen los adultos, usando la palabra yidish que alude a un destino desconocido, un eufemismo infantil para entretener a los niños y ocultarles su inexorable camino a la muerte; la jerga de los campos: México, la zona en que sitúan los estacionados al lado de los crematorios, sinónimo de muerte próxima; Canadá, el lugar en que se clasifica la ropa, un trabajo cómodo pese a que al afanarse con los vestidos de los muertos deberá exponerse al olor de carne quemada, que no me abandonaría jamás.
Y ante todas estas penalidades, la ataraxia; la pérdida de las referencias de amor y sensibilidad; el extremo endurecimiento; la insufrible -pero en esas circunstancias también liberadora- presencia de la muerte, enlazando con mi otra propuesta de esta tarde. Pero -escribe más adelante dirigiéndose al fantasma del padre- no fue la muerte quien te llevó. Fue un gran agujero negro, del que yo vi el fondo y el humo. Y de ese agujero negro da cuenta la autora en la última parte de su libro, centrada, tras el fin de la guerra, en su difícil intento de recuperar una cotidianidad normalizada en un París liberado que da la espalda a la tragedia, aparentemente ajeno al drama vivido por tantos de sus habitantes.
El 10 de mayo de 1945, Marceline es liberada en el campo de Theresiendstadt (Yo nací ese día, dice; desde entonces, su hermana Jacqueline le regala flores cada año). La joven recuerda, casi insensible, a los ciudadanos cantando la Marsellesa por las calles; la relativa indiferencia de la familia, desmantelada, afectada también por el drama, por el padre desaparecido; la estéril investigación sobre el destino del progenitor, todo conjeturas, salvo el Acta de Desaparición, el impreciso documento oficial que llegará en 1948; la inalcanzable normalidad; los varios intentos -obviamente fallidos- de suicidio; los tristemente logrados de sus hermanos Michel y Henriette (Murieron de tu desaparición); la irremisible desdicha; la imposibilidad de arrancar los recuerdos; la incapacidad para la vida; las muchas secuelas físicas (los pies helados y entumecidos para siempre, los círculos en brazos y piernas por las infecciones, las huellas de los bastonazos en la nuca) y psicológicas (temblando en los vestíbulos de las estaciones, no pudiendo soportar los cuartos de baño con ducha de los hoteles ni la visión de las chimeneas de las fábricas).
El campo permanece en todos nosotros. Lo llevamos todos en la cabeza y hasta la muerte, escribe, y así aflorará en los actos más triviales de su vida corriente: duerme en el suelo al no poder soportar el confort de un lecho, tras tantos meses de duros camastros; se mantiene flaca y menuda porque debo mantenerme delgada y esbelta para que no me envíen al gas la próxima vez; no soporta desnudarse, aborrece su cuerpo, la desnudez asociada a la mirada gélida de Josef Mengele, que en el campo señalaba a las víctimas con su bastón y decidía en el acto quién viviría y quién no; le tiene horror a la carne y a su elasticidad. En aquel lugar vi deformarse las pieles, los senos, los vientres, vi a las mujeres doblarse, arrugarse, vi el deterioro acelerado de los cuerpos, descarnados hasta el esqueleto, hasta la náusea, hasta el crematorio; su amiga Simone, ya abogada, continúa acumulando cucharillas de café sin valor para no tener que beberse a lengüetadas la horrible sopa de Birkenau.
Y poco a poco, las fuerzas resurgen -sentía palpitar en mí las ganas de vivir-, la vida sigue, accede a algo parecido a una existencia ordinaria, milita en la clandestinidad, aboga en favor de las causas de los argelinos, de los palestinos, de los vietnamitas y los chinos, de la izquierda revolucionaria de los años sesenta y setenta, comparte el canon progresista de la época, se casa por dos veces, abandona el Rozenberg familiar y conserva los apellidos de sus dos maridos, el último el cineasta Joris Ivens, treinta años mayor que ella, “Él”, la figura del padre perdido (A fin de cuentas, te casaste con tu padre, le dice Henri Cartier-Bresson) pero nadie podía ocupar su puesto, porque toda la vida, sus muchos años posteriores, continuará buscando su recuerdo en las líneas de la carta perdida: Yo sé todo el amor que ellas contienen, las he buscado durante toda mi vida.
Al fin, escribe en 2015 a modo de resumen forzosamente desesperanzado: Tengo ochenta y seis años, el doble de la edad que tenías tú al morir. Hoy soy una señora vieja. No tengo miedo a morir, no siento pánico. No creo en Dios ni en que haya algo después de la muerte. Soy una de los 160 que todavía viven de entre los 2.500 que regresaron. Fuimos 76.500 los judíos de Francia que partimos hacia Auschwitz-Birkenau. Seis millones y medio murieron en los campos. Ella lo hizo con noventa años, una mujer de fuerza extraordinaria, capaz de disertar con el cigarrillo entre los labios acerca de la ausencia de Dios en Auschwitz, el orgasmo femenino y las virtudes del vodka; una única y misma conversación sobre el componente sagrado de la vida, como escribió de ella Delphine Horvilleur en el indispensable Vivir con nuestros muertos que hoy he querido recomendaros. Dentro de unas semanas, en Buscando leones en las nubes, dedicaré hasta tres emisiones a ese libro memorable.
De este libro es, precisamente, el breve fragmento con el que hoy cierro mi reseña y que refleja, en cierto modo, una de las claves de la obra, la idea de la profunda imbricación de muerte y vida, y la consiguiente necesidad de adecuar nuestro lenguaje mortuorio a ese entrecruzamiento sustancial: Me he dicho muchas veces que tanto para mí como para mis seres queridos deseo que el día de nuestro entierro nuestras vidas puedan ser evocadas desde una perspectiva distinta de la tragedia, que se nos brinde la posibilidad de ser rememorados mediante otros léxicos y otros registros, que nuestras vidas puedan verse como un thriller, una serie romántica, una leyenda mitológica o incluso una comedia popular. Lo que sea con tal de que en nuestro entierro se nos permita no ser reducidos a nuestras muertes y transmitir cuán vivos estuvimos en vida.
Tras el bello texto, una pieza musical, que no puede ser otra que Shir La-Shalom, La canción para la paz que cantó Isaac Rabin antes de ser asesinado. Aquí aparece en la versión originaria de 1969 del grupo Najal.
Videoconferencia
Delphine Horvilleur. Vivir con nuestros muertos


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