Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 24 de noviembre de 2010


FERNANDO ARAMBURU. LOS PECES DE LA AMARGURA

Hola, buenas días oyentes de los miércoles, buenas tardes, seguidores de los viernes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, ese modesto intento que hacemos aquí, en Radio Universidad de Salamanca, por ofreceros semanalmente una sugerencia de lectura que pueda ser de vuestro agrado.

Hoy os traigo un colección de cuentos que seguro va a interesaros. Se trata de Los peces de la amargura, su autor es Fernando Aramburu y lo publicó la Editorial Tusquets en 2006.

Fernando Aramburu, nacido en San Sebastián, aunque residente en Alemania, es un escritor ya ciertamente consolidado en el panorama de la literatura española actual. Desde su debut en 1997 con el magnífico y muy premiado Fuegos con limón hasta hoy ha publicado cerca de una decena de obras entre colecciones de cuentos, novelas e incluso relatos infantiles, pero es quizá, este Los peces de la amargura el libro que más repercusión ha tenido fuera de los estrechos límites de los círculos literarios.

Pese a que el País Vasco ya había aparecido, con una presencia más o menos destacada, en la obra de Fernando Aramburu, es en esta recopilación de cuentos donde las calles, los paisajes y sobre todo la gente, los ciudadanos de su tierra de origen desempeñan un papel esencial. Y si hablo de ciudadanos es porque Los peces de la amargura, más allá de una excelente colección de relatos, es también una obra con un enorme valor cívico, es una propuesta literaria con una, a mi juicio, manifiesta voluntad de intervenir en la vida pública, en el debate social o, si no a intervenir, si al menos a mostrar las consecuencias humanas del mal llamado ‘problema vasco’; un problema que fundamentalmente es el que genera la persistencia enloquecida del terrorismo etarra.

Me gustaría que quedara claro a nuestros oyentes, no obstante, que Los peces de la amargura es una obra literaria; no es un documento, no es un alegato político, no es un ensayo que crítica la locura y el terror de ETA, no es, ni mucho menos, un panfleto a favor de las víctimas del terrorismo, aunque, claro está, hay denuncia de los crímenes, y de los silencios y de las complicidades que los permiten, y hay también homenaje a quien sufre la violencia etnicista de la banda. Pero que nadie espere una crónica periodística al uso. Estamos ante literatura con mayúsculas; el lector que se enfrente con estos cuentos va a encontrarse, ante todo, una sobresaliente calidad literaria. Y así quiero llamaros la atención sobre la aparente sencillez de la escritura de Fernando Aramburu, su sobriedad narrativa -no hay grandes dramatismos en los relatos-, la modestia de sus recursos estilísticos, el dominio de las técnicas de escritor para conseguir una naturalidad, una proximidad que nos conmueva. Y os puedo asegurar que en casi todos los relatos trasluce la emoción, y la mayor parte de ellos yo los he leído con un nudo en el estómago.

Todos los cuentos que se presentan en el libro tienen como protagonistas a ciudadanos anónimos, a personas de la calle, a gentes comunes, a seres normales, pero cuya vida cotidiana, su ordinaria rutina, que es la misma que la de cualquiera de nosotros, se ha visto perturbada de un modo trágico por la barbarie terrorista. Son historias que parten de perspectivas diversas, aunque unidas por el hilo conductor de la violencia. Y así, asistimos a las vivencias de un padre cuya existencia queda afectada para siempre por la invalidez de su hija tras un atentado, a la huída triste y resignada de la mujer de un policía que abandona su pueblo por el acoso del que es objeto, al fastidio cobarde y egoísta de un matrimonio ‘equidistante’ por los efectos que sobre ellos tiene el hostigamiento a un vecino, al suicidio de un hombre por la mera sospecha, inducida por el entorno terrorista, de colaboración con el ‘enemigo español’, a las amenazas cínicas de la madre de un etarra encarcelado, o a la vida destrozada de un joven, marcado desde niño por el asesinato de su padre, cuando ambos se encaminaban al cine.

Es precisamente un estremecedor fragmento de esta última historia el que quiero leeros para despedir la sección por hoy. Leed este libro de Fernando Aramburu y, además de disfrutar de unos placenteros momentos de lectura, sin duda aprenderéis más sobre la vida y sobre la, perdonad el tópico, heroica resistencia de muchos ciudadanos anónimos frente a la violencia del terror.

Música vasca también, como complemento a mi recomendación de esta tarde. El acordeonista Kepa Junquera con la pieza que da nombre a un álbum de hace unos años, Hiri.


Faltaría cosa de diez minutos para el comienzo de la película. Ya habíamos sacado las entradas. Y es que vivíamos en las afueras y siempre era un lío encontrar aparcamiento. Cuando íbamos al cine, salíamos de casa con bastante adelanto para no tener después que apresurarnos. A mí, como tantas otras veces, me entró capricho de beber horchata. Yo es que sin mi horchata no iba a ninguna parte. Por esa razón veníamos los dos andando de aquel puente, pues al otro lado del río había, ahora no lo sé, una tienda de helados donde servían horchata. Te la sacaban con un cazo de unos cántaros de metal. Me gustaba mucho. Blanca, fresca, dulce, una delicia que desde entonces no he vuelto a probar. Mi padre no me negaba nada, con que allá fuimos.

A la vuelta vi que de un jardín que hay detrás de este hotel salieron dos individuos. En esos momentos, un niño de nueve años, ¿qué va a pensar? Imagino que los asesinos tendrían el portal de nuestra vivienda vigilado. Ellos o sus cómplices. Apenas hora y media antes habíamos decidido ir al cine. Y el caso es que mi madre estuvo a punto de acompañarnos. Imagínate, me podía haber quedado huérfano del todo.

Mi padre no se percató de que nos seguían. Me estaba explicando algo sobre los peces del río y sobre una caña de pescar que le habían regalado de joven. Cruzamos la carretera, y al llegar a este lugar un ruido a la espalda golpeó mi atención. No te sabría decir si fue un carraspeo, una tos o una palabrota. Lo único que sé de cierto es que me volví. Uno de los dos individuos nos había dado alcance. Tenía una pistola en la mano. A mi padre le faltó tiempo para volverse. Ya con el primer disparo se desplomó.

-¿Y qué hiciste mientras tu padre recibía los disparos?, dije, y al preguntárselo me mordí el labio para no dejarme arrastrar por la emoción. Ver a mi padre caído fue un golpe duro para mí. Cuando, además, me di cuenta de que echaba sangre ya no lo pude aguantar y clavé la mirada enfrente, en la pared del Victoria Eugenia. Esperaba que el tipo de la pistola se marchase para que mi padre se pudiera levantar. Fíjate lo que son las cosas, me preocupaba que nos perdiéramos el comienzo de la película.




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