Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 4 de abril de 2012

ALBERTO DENTI DI PIRAJNO. MEDICINA PARA SERPIENTES

Hola, buenos días. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Hoy abro este espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad de Salamanca con una pregunta retórica, aunque en la radio casi todas lo son, no esperan respuesta, vosotros estáis en vuestras casas o en vuestros trabajos o en una cafetería o en un taxi y yo aquí en los estudios, por lo que, ¿cómo iban a llegarme vuestras contestaciones? En fin... Mi pregunta, la falsa pregunta con la que quiero despertar vuestra curiosidad acerca de la sugerencia de lectura que esta gris mañana cuasi vacacional quiero haceros es la siguiente: ¿qué interés puede tener para vosotros un libro que vio la luz hace casi sesenta años, de un autor desconocido y sin obra literaria alguna a sus espaldas, publicado por una editorial minúscula y minoritaria, y que, para más inri, no pertenece a ningún género literario definido? Pues bien, eso es lo que os ofrezco esta mañana, una rareza, podríamos decir, un libro del que no me extrañaría nada que no hubiérais oído hablar en vuestra vida y que, sin embargo es una maravilla, una pequeña joya que ha llegado a mis manos por azar, un libro formidable que he leído y que he disfrutado de tal manera que no quiero que podáis pasaros sin él. Se trata de Medicina para serpientes, su autor es el aristócrata italiano Alberto Denti di Pirajno, y lo publicó, en versión castellana de Paloma Alonso Alberti, la muy estimable editorial coruñesa Ediciones del Viento.

Alberto Denti, duque de Pirajno, fue un médico italiano que en 1924, acompañado de su amigo el duque de Aosta, partió a las regiones del África Occidental dominadas por Italia, para ejercer la medicina entre la población indígena de la Tripolitania, la colonia italiana en el noreste africano. Su conocimiento de la realidad local, junto a circunstancias de índole política, lo llevaron a aceptar tareas administrativas en Libia, Eritrea, Etiopía y Somalia, en donde, sin abandonar su labor como médico, va asumiendo progresivamente mayores responsabilidades políticas, bajo el mandato de un gobierno, el fascista de Mussolini, embarcado en la segunda guerra mundial. Su presencia en los territorios africanos se prolongará durante más de veinte años y finalizará con la detención del para entonces ya notable y significado gobernador de Trípoli, que rinde sus armas a las fuerzas británicas en 1943, para ser confinado por los aliados en un campo de concentración keniano hasta el fin de la guerra.

Al margen de las discutibles opiniones políticas y de las sesgadas interpretaciones ideológicas, que en muy escasa medida aparecen sutilmente y sin interferir en el relato en algún episodio aislado de las últimas páginas del libro, éste es magnífico, repleto de anécdotas descritas con un agudísimo sentido del humor, de historias narradas con una admirable capacidad para entender la realidad de las gentes y los lugares que el autor conoce, para captar y transmitir la atmósfera y el color locales. Porque eso es, sobre todo, este Medicina para serpientes, una colección de estampas africanas, un agradabilísimo y muy atractivo anecdotario, plagado de cómicos sucedidos, de peripecias jocosas, de historietas divertidas y pintorescas, de pequeños lances de la sorprendente vida cotidiana de un hombre blanco que, a principios del siglo pasado, ejerce su profesión con generosa entrega y considerable sabiduría científica en distintos pero siempre modestos dispensarios médicos en unas tierras africanas aún impregnadas de comportamientos ancestrales, ignorancia mágica, irracionales prácticas tribales y manifestaciones legendarias de una absurda e incomprensible concepción de lo sagrado. Alberto Denti describe, con una inteligente perspicacia y una muy notable capacidad de observación, ritos religiosos y costumbres atávicas, mitos y leyendas tradicionales, relatos fantásticos y comportamientos y hábitos de vida llamativos, ceremonias de iniciación y bodas interminables y magníficas, encantamientos y sortilegios varios, un animalario riquísimo, unos paisajes deslumbrantes y, sobre todo, un extraordinario y curiosísimo paisanaje. Por el libro pasan decenas de individuos singulares muy exóticos y llamativos, que se nos hacen casi siempre entrañables gracias a la cercanía y la comprensión que emanan de la pluma del autor: temibles guerreros del desierto, vistosos aborígenes representantes de mil y una etnia a cual más insólita, curanderos delirantes, prostitutas bellísimas, barberos, cazadores, caravaneros, reyezuelos locales, ajadas alcahuetas de burdel, inocentes niñas convertidas repentinamente en jóvenes esposas por el dictado de absurdas y crueles tradiciones, ancianas dotadas de una sabiduría de siglos, imanes musulmanes, rabinos, religiosos de múltiples creencias... y cientos de extravagantes especímenes más. La profusión de historias es desbordante: la de Fusuda, encantadora de escorpiones; la del pequeño huérfano y el arcángel Gabriel; la de Hagg Belgassem, el brujo que cura imponiendo las manos; la del joven guerrero que pide la mano de su amada al médico italiano, pues éste, al salvarla de la segura muerte, le ha dado otra vez la vida, es, pues, su nuevo padre; la de Yemberié, el fiel ordenanza del doctor, siempre preocupado por la supuesta indefensión de su amo ante las amenazas de la peligrosa vida africana; la del Hagg Ahmed y la serpiente en el estómago; la de Burghesa, el escurridizo mercader de sombras; la de Neguestí, la leona emperadora... y todas ellas, o su mayor parte al menos, reales, vividas auténticamente por Alberto Denti en su inolvidable experiencia africana.

En fin, resulta imposible abarcar siquiera mínimamente la cantidad de elementos de interés en este libro encantador y, si el adejtivo no resultara excesivo -aunque me atrevo-, magistral. Os recomiendo vivamente su lectura, un lectura gozosa, fluida, vivísima, alegre y feliz. Os dejo con un significativo fragmento del libro y, como cierre musical al espacio de hoy, con música etíope de una cantante espléndida, la excepcional Aster Aweke interpretando Kabu, una joya preciosa y delicadísima.


Cuando venía al ambulatorio, Selima vestía con llamativa elegancia, luciendo una armonía de colorido que tenía el encanto de la policromía de algunos pájaros tropicales. Llevaba un par de pantalones color celeste con dibujos en un azul más intenso, sirwal abombados recogidos en los tobillos con unos aros dorados, y sobre la camisa inmaculada, una casaca de terciopelo verde con bordados de plata que le llegaba hasta las rodillas. Pero todos los adornos quedaban escondidos por un holy, un manto de rayas rosas y amarillas que la cubría de la cabeza a los pies. Una sombra de colorete en los pómulos matizaba la piel ámbar de sus mejillas.
Su abuela me contó que recurría a todo tipo de estratagemas para que su madre le prestase el collar de monedas de oro y le permitiese rociarse con su perfume. Tenía miedo del médico cristiano y no quería quedar mal.
Cuando entraba en el ambulatorio, Selima se detenía compungida en el umbral, y hacía una reverencia acompasada, a la que yo respondía con gran seriedad invitándola a subirse a la camilla, mientras sacaba del esterilizador las piezas de la jeringa y les quitaba la tira de gasa en la que estaban envueltas.
Mientras tanto, la pequeña turca se quitaba el manto y se subía a la camilla. Después de haberse desabrochado dignamente los pantalones, se libraba de las babuchas sacudiendo los pies, como si fuera un pájaro agitando las alas. La negra que la acompañaba intentaba ayudarla, pero Selima con el aire altivo e intolerante de una sultana aburrida murmuraba: Jallini ya tamba; déjame en paz, tonta.
Cuando me acercaba a la camilla, la sultana, tumbada sobre el vientre, exhibía, entre los bordes de la casaca y el ribete plateado de la cintura de los pantalones bajados, un minúsculo triángulo de piel que enrojecía cuando lo desinfectaba con el éter. Cuando la aguja penetraba en su carne y la jeringa se vaciaba, ni un solo músculo de su cuerpo temblaba. Sólo los piececillos desnudos se arrugaban con una convulsión que engañaba al dolor.
En cuanto terminaba de lavar la jeringa, Selima, completamente vestida, me aparecía delante toda envuelta en las rayas amarillas y rosas del holy. Que Dios te dé paz, oh padre mío. Que Dios te bendiga, princesa.
Después de mi último saludo ceremonioso, la niña en el umbral de la habitación volvía la cabeza sobre el hombro y, cubriéndose la cara con un borde del manto, murmuraba entre dientes una de esas frases con las cuales las mujeres aduladas frenan el entusiasmo de un admirador demasiado audaz. La sierva se tapaba la boca con la mano, y después de lanzarme una sonrisa radiante de orgullo, alcanzaba deprisa a su extraordinaria ama, que con paso altanero, caminaba tiesa por la vereda, entre tienda y tienda, evitando las piedras con paso de danza.



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