Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 19 de diciembre de 2012

ROSE MACAULAY. LAS TORRES DE TREBISONDA

Hola, buenos días. Aquí me tenéis, como todos los miércoles, en Todos los libros un libro, dispuesto a ofreceros una nueva recomendación de lectura que pueda interesaros. Y estoy seguro de que la magnífica novela de la que hoy quiero hablaros va a resultar de vuestro agrado. Se trata de Las torres de Trebisonda. Su autora es la casi desconocida Rose Macaulay, una escritora y periodista y viajera inglesa que publicó su libro en 1956, aunque la edición que conocemos en España es de 2008 y se debe a la siempre estupenda y ejemplar editorial Minúscula, que nos la ofrece en traducción de Francisco Segovia, con un sugerente postfacio de Jan Morris, la, a su vez, muy reconocida viajera y también escritora de viajes. Y creo que os va a interesar porque además del valor intrínseco del libro, en estos días previos a las vacaciones navideñas, la posibilidad de una intensa peripecia viajera, aunque sólo sea a través de la literatura, resulta especialmente oportuna.
 
Las torres de Trebisonda es presentada por la crítica como una obra maestra y a mi juicio, aunque no tengo demasiado claros los parámetros por los que se califica así un libro, está muy cerca de serlo. Pero al margen de calificaciones, que siempre son relativas, dejadme deciros por qué a mí me ha entusiasmado la novela y por qué he disfrutado enormemente de su lectura.
 
En primer lugar, el argumento de la obra, por decirlo así, es muy original, interesante y sugestivo, y sus personajes son sencillamente inigualables. A mediados de los años cincuenta del pasado siglo, Laurie, la protagonista principal y narradora, su tía Dot, una excéntrica y entrañable dama inglesa, en la mejor tradición de mujeres independientes y algo estrambóticas que pueblan la literatura británica, y el reverendo Hugh Chantry-Pigg, un viejo cura fundamentalista, parten de Londres hacia Turquía, con Estambul, la mítica Trebisonda y el mar Negro, como destinos iniciales, y hacia Rusia, Siria y Palestina, después, en un viaje delirante en el que se hacen acompañar por un camello absolutamente desnortado y demente, tanto que parece necesitar un psicoanalista, al decir de alguno de los personajes. El objeto del viaje es múltiple. La joven Laurie quiere olvidar -relativamente, pues seguirá encontrándose con él en su aventura- un amor adúltero que la llena de culpabilidad y de dudas religiosas, debatiéndose entre la fe y el agnosticismo, por lo que se suma al extraño periplo con la intención de disfrutar del viaje y con la excusa de hacer dibujos para el libro que escribirá sobre la experiencia la singular tía Dot. Ésta, anglicana convencida y militante, pretende ejercer de misionera y convertir a la población turca, sobre todo a sus mujeres, al anglicanismo, al que considera la mejor rama de la Iglesia cristiana. Tía y sobrina comparten además la muy acendrada convicción según la cual viajar constituye la principal meta de la vida. El padre Chantry-Pigg, intolerante y anticuado, y tan heterodoxo y estrafalario como sus acompañantes, pero mucho menos simpático por su cerrazón ideológica, viaja por ganar también algunas almas del Profeta para la Iglesia y por poner a prueba el poder de las múltiples reliquias de santos que atesora, sin descartar la posibilidad de realizar algunos milagros en tierras de infieles que le granjearían sin duda un buen número de conversiones entre los casi siempre hostiles turcos.
 
Estoy seguro de que cualquiera de nuestros oyentes, tras tan sólo esta somera descripción de las personalidades de este trío desternillante, ya se habrá dado cuenta de la peculiaridad de la novela. Pero ello, la irresistible atracción de sus muy particulares personajes principales, es sólo una parte, importante pero mínima, del encanto del libro. Porque leyendo Las torres de Trebisonda, aparte de disfrutar de unas horas deliciosas que se os pasarán en un suspiro y con la sonrisa permanentemente en los labios, os encontraréis con muchos otros motivos de interés, tantos que no podré apenas hacer nada más en esta breve reseña que sugerir leve y brevemente algunos de ellos.
 
Están los personajes secundarios, muy numerosos y pintados de un modo brillante y muy convincente: los británicos Charles y David, que escriben sobre los lugares que visitan y viven enzarzados en rencillas profesionales a causa de la originalidad de sus respectivos libros; la turca Halide Tanpinar, convertida a la iglesia anglicana y reconvertida al islamismo por amor; el estudiante griego Jenofonte Paraclydes que le roba el jeep a su abuelo y permite a los viajeros descabalgar de los lomos de su camello en alguna de las etapas de su desopilante excursión; los centenares de espías rusos que la obsesión antisoviética de tía Dot, en plena guerra fría, hace aflorar por doquier; el hechicero local que proporciona a Laurie una droga embriagadora y muy placentera; los diplomáticos ingleses, los múltiples lugareños...
 
Las torres de Trebisonda es también, y sobre todo, una excelente narración de viajes, con descripciones espléndidas de las gentes, de los parajes, de las ciudades, de los paisajes, de los pequeños pueblos, de montes y lagos, de la vegetación austera pero impresionante, de las múltiples ruinas, de los innumerables restos históricos, retazos vivos de mil y una culturas, que jalonan el recorrido de los tres aventureros.
 
Y para terminar este muy breve repaso por una novela inabarcable, permitidme que me detenga en su dimensión espiritual, en las reflexiones sobre el papel de las religiones y las iglesias en nuestro mundo. Se trata de un libro en el que la autora traslada, por boca de su evidente alter ego, la narradora, Laurie, sus preocupaciones existenciales, religiosas, morales. Pero la densidad de esas cuestiones no quita frescura o ligereza al libro que, repito, es una auténtica delicia. No lo dejéis pasar. Os dejo en compañía de un relevante fragmento del libro que podréis disfrutar antes del vídeo que recoge una pieza musical obviamente turca. Uno de los grandes nombres de la música de aquel país, Aynur Dogan, interpreta una de sus piezas más destacadas, Ahmedo.
 
 
En todo caso, ahora debo construirme una vida que no deje lugar ni para Dios ni para el amor. Saldré, haré mi trabajo, procuraré divertirme, veré a mis amigos, la vida seguirá y sin duda, con el tiempo, volveré a encontrarla agradable. Todos, a fin de cuentas, nos adaptamos, tenemos que hacerlo. Hallamos la diversión, aparece sin duda a la vuelta de cada esquina, pues el mundo está lleno de bellezas naturales y artefactos encantadores, de aventuras y bromas y emociones, y de idilios y curas para la pena. Es solo que una dimensión ha sido arrancada de mi vida, allanándola, ya no es ni rica ni refinada ni vivida, sino hueca y magra e irreal, como un fantasma que vaga murmurando en el lugar que habita, buscando siempre algo que ya no está.
 
A su debido tiempo, los años apaciguarán a este fantasma. Y cuando haya pasado el tiempo, se abrirá el desagradable e impredecible vacío negro de la muerte, y caeré finalmente en él, cayendo y cayendo y cayendo, y la sola idea de esta caída, de este desarraigo, de este desgarro del alma y del cuerpo, de este partir hacia algo tan desconocido y vacío, me sume en un miedo y una pena mortales. Después de todo, la vida, con sus agónicas desesperaciones, sus pérdidas y sus culpas, es emocionante y hermosa, divertida e ingeniosa y entrañable, y está llena de placer y de amor; es a veces un poema y a veces una intensa aventura, a veces seria y a veces muy alegre, y sea lo que sea lo que venga después (si es que algo viene), nunca volveremos a tenerla. Las torres de Trebisonda, la ciudad de fábula, aún brillan en un horizonte lejano, con sus puertas y murallas bajo un embrujo luminoso. Así lo veo yo, y por muy lejos que esté de ellas, siempre será así.

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