Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 10 de abril de 2013

LUCIANO G. EGIDO. EL SEGUNDO CORAZÓN

Hola, buenos días, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, como todos los miércoles aquí, en el 89.0 de Radio Universidad de Salamanca. Hoy quiero presentaros un libro que probablemente conocéis, pues al tener como centro de inspiración a nuestra ciudad, ha sido divulgado y difundido en todos los medios de comunicación y reposa en las estanterías e incluso en los escaparates de nuestras librerías desde hace mucho tiempo. Se trata de El segundo corazón, su autor es el muy conocido y premiado escritor Luciano G. Egido y ha sido publicado por la Editorial El Pasaje de las Letras en su Colección La ciudad y la memoria, en el año 2007.

La ciudad y la memoria es una apuesta editorial muy singular y atractiva. Cada entrega de la colección constituye un acercamiento monográfico a una destacada ciudad española. Con esta escueta descripción podríais pensar que os estoy hablando de una serie de guías, más o menos turísticas, de algunas urbes, que nos darían cuenta de sus monumentos relevantes, sus enclaves pintorescos, sus lugares recomendables para comer, para pasear, para divertirse. Pero La ciudad y la memoria aunque puede servir, en efecto, como una guía al uso, convencional, es mucho más, es también algo muy distinto: cada entrega de la colección se plantea como una revisión del alma, del espíritu, del clima sentimental, podríamos decir, de una ciudad a partir de la memoria de alguno de sus pobladores más representativos, de un escritor reconocido, de alguien que, además del amor por su ciudad natal, posee la capacidad narrativa y el talento literario para describírnosla desde el íntimo territorio de sus recuerdos, sus emociones, sus sueños, sus sentimientos. Se trata pues de un enfoque subjetivo, interno, personalísimo, de una visión que evoca la ciudad brumosa, etérea, difusa, que el escritor lleva dentro, la cual puede o no coincidir con la ciudad real, externa, tangible, constatable, la que sí encontramos en las guías; aunque, como es obvio, ambas urbes, la real de los mapas y la soñada por la nostalgia, ofrecen casi siempre muchos elementos en común.

El primer número de la colección tuvo como centro a Valladolid, recreada por la bellísima prosa poética de Gustavo Martín Garzo, en un libro titulado La calle del paraíso, del que quizá pueda hablaros en otra ocasión, pues es también una obra fascinante. La Salamanca de Luciano G. Egido, que hoy os presento bajo la rúbrica El segundo corazón, es la segunda entrega de la serie. El Oviedo de Xuan Bello, recogido en Al dios del lugar, es ya el tercer libro de la colección, y hay otros ejemplares dedicados a Burgos, La ciudad de plata, Medina de Rioseco, El fulgor de la ceniza, y otras localidades.

En El segundo corazón se entretejen diversos planos, diversos enfoques sobre Salamanca: están, claro, los principales hitos de la biografía personal de su autor acaecidos en la ciudad (los juegos infantiles, las excursiones juveniles, la entrada y salida de la Universidad, entre otros); hay además -su ausencia parecería inexcusable- una descripción de sus monumentos más significativos o de sus lugares emblemáticos, esos que en cierto modo constituyen nuestra principal seña de identidad ante el mundo, aunque no sólo los previsibles, las Catedrales y la Plaza Mayor, la Clerecía o la Casa de las Conchas, sino que aparece también, por ejemplo, la cueva de Salamanca y, a propósito de ella, un especialmente interesante capítulo en el que se analiza la tradición nigromántica de nuestra población; hay igualmente un recorrido por la historia de la ciudad, en secciones de títulos evocadores: el pasado remoto, el pasado próximo, el eterno presente, ayer por la tarde, esta mañana; un recorrido que partiendo del río originario, el lugar de agua abundante que está en nuestro nombre, nos lleva al culto al sol y lo esotérico, al nacimiento de la Universidad, a la sangre, sangre de los crímenes y sangre de las guerras, al terremoto de Lisboa, a la triste herencia del siglo XIX, a la guerra civil; presenta también Luciano G. Egido algunos personajes que pertenecen por derecho a la leyenda de la ciudad y están ya unidos para siempre a ella: Unamuno, Carmen Martín Gaite, Torrente Ballester; en el mismo sentido, repasa la presencia de Salamanca en la literatura, el Lazarillo, singularmente el Quijote, Espronceda, los viajeros románticos y tantos otros; y hay también, por último, una breve excursión por los campos aledaños, en una sección, las escarramajeras, que nos lleva a Hinojosa y a la placidez y el gozo de la vida rural. Y cada una de estas cuestiones se nos muestran ilustradas por unas sugerentes fotografías de David Arranz que sirven de magnífico contrapunto al texto.

El libro es, sin embargo, mucho más que la mera sucesión de los temas que acabo de referiros, es la escritura magnética de Luciano G. Egido, es la belleza de su prosa, es la claridad, la nitidez y la riqueza de su vocabulario, es la amplitud y la profundidad de sus conocimientos, la sinceridad de sus recuerdos, es la magia del mundo que evoca. Cualidades todas que se pueden apreciar en el magnífico texto con el que me despido por hoy y que tiene por centro a nuestra Plaza Mayor, la noria de amor, tal y como la denomina su autor.

Una propuesta musical inusual, teniendo en cuenta los territorios sonoros en los que habitualmente nos desenvolvemos, cierra hoy nuestra sección: Rafael Farina y su muy oportuno pasodoble Mi Salamanca. Hasta la semana próxima.


La Plaza Mayor, la Plaza de las plazas, o la Plaza de Oro, como la llamé en una ocasión, forma parte de mi biografía personal, de mi biografía sentimental, de mi biografía social y de mi biografía profesional, además, por supuesto, de mi biografía erótica, como a la de muchos salmantinos de mi tiempo. Me la encontré ya hecha y no tuve más que entrar en ella, supongo que por el arco de la calle del Concejo, viniendo como probablemente vine la primera vez, desde la calle Zamora. Mis padres, con toda seguridad, me llevarían alguna vez de niño, porque ir a la Plaza era una costumbre institucionalizada para los habitantes de la ciudad, sobre todo para los que habían nacido en ella, como mi padre, que se podría calificar de salmantino lígrimo, una palabra del casticismo regional, de una solidez a prueba de diccionarios, como todas las palabras esdrújulas.

Quiero decir que, desde muy temprano, entré en la Plaza, que sería ya para siempre un paisaje habitual. Llegaría a ser como el cuarto de estar de mi casa, que a fuerza de verlo no lo veo. Con el paso del tiempo, las lecturas, conversaciones y experiencias fui sabiendo que era una obra de arte, una lección de historia, lugar de citas y cambalaches, geometría monumental, estación de paso de nubes volanderas, piedras civilizadas, ruedo taurino con cornadas reales y metafóricas, cenicero celestial y abrevadero de ángeles gozosos, cedazo de rumores y escupidera urbana, celemín sagrado, víctima del turismo, holocausto feliz de las tres de la tarde en el verano y plenitud otoñal en el crepúsculo, alivio de caminantes, luz para los ciegos, refugio de desdichados, ¿quién dijo que era un silogismo en piedra? Pero, sobre todo, noria de amor, moridero de amor y exaltación erótica, ámbito de abrazos y de miradas, pronombres dando vueltas hasta encontrarse, adjetivos en busca y en espera de reconocimiento, intimidad de palabras enamoradas en el aire, infinitos círculos dantescos de paraísos en la tierra.

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