Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 17 de julio de 2013

EDWARD BUNKER. NO HAY BESTIA TAN FEROZ

Hola, buenos días. Bienvenidos a una nueva edición veraniega de Todos los libros un libro; una edición en la que, conforme al propósito que nos marcamos al comienzo de este mes de julio, nuestro programa se centra de modo monográfico en el género negro. Como anticipé hace algunas semanas, a lo largo de este mes, en cada uno de sus miércoles, os ofrezco una recomendación de lectura que tiene como centro una novela policiaca, en la convicción de que este tiempo de vacaciones y descanso, de relajación y ausencia de obligaciones es siempre especialmente propicio para adentrarse en unos libros quizá más ligeros -y por ello más “digeribles”, en la playa o bajo un árbol, al borde del mar o con la uniforme banda sonora de las infatigables cigarras-, pero siempre, si son de calidad (y en todas mis propuestas procuro que calidad no falte; en la de esta semana la hay a raudales), intensos y apasionantes.
 
Mi sugerencia de hoy es una obra muy interesante, un libro formidable, contundente, muy duro, despiadado, que no se permite concesión alguna con el lector, al que casi desde el inicio coge por las solapas, zarandea, estremece, agarrota y golpea brutalmente (y disculpad lo excesivo de la metáfora; estoy seguro de que tras su lectura no la encontraréis tan desmesurada). Se trata de No hay bestia tan feroz, un título de reminiscencias shakesperianas -No hay bestia tan feroz que no conozca algo de piedad, se lee en la cita de Ricardo III que abre el texto- que ejemplifica, en su tajante simplicidad, algunos de los elementos más destacados de la historia que se nos relatará en sus páginas. El libro, escrito por Edward Bunker en 1973, se publicó el pasado 2009 por iniciativa de Sajalín editores en traducción (con algunos fallos significativos: entre otros el uso reiterado de “a parte” o “a posta”, así, en dos palabras separadas) de Laura Sales Gutiérrez.
 
No hay bestia tan feroz es, aparentemente, una novela, los personajes llevan nombres inventados, las tramas parecen haber nacido de la imaginación de su autor, el estilo es indudablemente literario y, por si fuera poco, se nos presenta por la editorial como una novela criminal -la mejor novela criminal sobre los bajos fondos de Los Ángeles jamás escrita, como señala James Ellroy en el breve prefacio al libro. Y sin embargo, debo confesaros que yo mismo, sin apenas información previa, con sólo un mínimo conocimiento del autor -el muy somero que proporciona la solapa del volumen y el poco más extenso extraído de alguna ligera consulta en internet- he percibido en todo momento, durante su lectura, algo que va más allá de la ficción novelesca, una poderosa huella personal en este relato, un fuerte tono autobiográfico, una especie de confesión a tumba abierta -nunca mejor dicho, dado el ámbito de asesinatos y crímenes del libro- de Max Dembo, el delincuente que, al margen de que creáis o no mis poco fundamentadas intuiciones, es, sin ninguna duda, la traslación literaria del propio escritor. La vida de Edward Bunker es prácticamente idéntica a la de su atractivo protagonista (y más adelante os hablaré de esta paradójica atracción), y no resulta difícil suponer que, además de los hechos, también los datos y las referencias biográficas, la crudeza de las ideas, lo desesperanzado de los pensamientos, la radical y a veces estremecedora sinceridad de las reflexiones del personaje, se corresponden punto por punto con el propio sentir del autor, delincuente habitual, alternativamente convicto y preso y fugitivo de la justicia, atracador y maleante. Precisamente este tono confesional, la íntima verdad que percibimos en la voz que narra, la genuina verosimilitud de lo que se nos cuenta, son algunos de los motivos de interés del libro, que explican, además, la fascinación y el atractivo de un personaje absolutamente alejado -al menos, en mi caso- de los parámetros existenciales y morales de nuestras muy comunes y previsibles y afortunadamente nada “delincuentosas” vidas. Pero sobre ello, sobre la propuesta moral de la novela -si es que contiene alguna propuesta, algo muy discutible-, insisto, volveré más adelante.
 
Max Dembo sale de la cárcel en libertad condicional. Tras ocho años encerrado por falsificación de documentos (la punta del iceberg demostrable de una larga serie de delitos que los tribunales no pudieron probar), el sistema judicial lo deja en la calle con lo que lleva puesto, sin familia, sin trabajo y con dinero para vivir con frugalidad durante dos semanas, como él mismo señala. La vida de Max ha sido ciertamente complicada: el mundo, la sociedad, el sistema, la vida, en fin, lo han dejado de lado -lo han condenado- desde niño. Cuando su madre muere como consecuencia del parto en que lo dio a luz, su padre tenía cincuenta y dos años. Cuatro después declaran inválido a su progenitor, tras el primero de una larga serie de ataques al corazón. La nuestra -dice el propio Dembo- era una familia sin parientes ni amigos próximos, así que a los cuatro años comparecí por primera vez ante un tribunal, que consideró que yo era un niño necesitado y me dejó bajo la tutela del condado. El condado me dejó en una casa de acogida y mi padre empezó a morir lentamente en asilos de ancianos y habitaciones alquiladas. Desde el principio Max es un alborotador, un fugitivo, un niño aficionado a los berrinches y un ladrón. Si aquella conducta respondía a algún propósito -relata- yo era demasiado pequeño para articularlo. Más tarde, mis sentimientos fueron confusos y contradictorios, odio a la autoridad, soledad, anhelo de amar. Por aquel entonces, el estado -o la sociedad- estaba decidido a acabar con la rebeldía. Cuando cumplí diez años el círculo ya se había cerrado. El círculo: escapa a los quince años del reformatorio con cinco dólares en el bolsillo. Vive una vida sin freno, sin límite, hecha de sensaciones, sin moderación ni sentido, en un ahora permanente. Se convierte en ladrón especializado en allanamientos, estafas, falsificación y robo de coches, en atracador a mano armada, chulo, conocedor y diestro usuario de armas de fuego, en experto en falsificación de documentos. Empieza a fumar marihuana -confiesa- a los doce años y a pincharse heroína a los dieciséis. Y si no tiene experiencia con el LSD y el speed es porque -declara- se hicieron populares durante los ocho años de su encarcelamiento. Sin demasiado énfasis, Max incorpora a su currículo algunos otros datos: He sodomizado a jovencitos guapos y homosexuales afeminados aunque, aclara, sólo en sus temporadas en la cárcel. En definitiva, a sus treinta y tantos, Max ha pasado toda la vida encerrado en una celda minúscula o corriendo despavorido hacia ninguna parte. No resulta extraño, pues, que su filosofía vital consista -como le dice un amigo- en “a la mierda todo”.
 
En estas circunstancias, con estos antecedentes, con esta conflictiva personalidad, Max debe rehacer -prácticamente desde la nada- su existencia en libertad condicional. Rosenthal, el estricto -y en su rigidez, inhumano- agente que tutela su nuevo estado, lo somete a unas rigurosas exigencias, de difícil cumplimiento para un recién salido de la cárcel. Sin dinero, sin trabajo, sin relaciones -fuera del lumpen que constituye su hábitat natural-, el expresidiario se ve conminado, con urgencia, a incorporarse a la vida “normal”, a un mundo regido por un orden que siempre lo ha despreciado. Y una parte notable del alma de Max desea esa existencia pacífica, sin sobresaltos, tranquila, honrada... pero la presión de la justicia -personificada en el insensible Rosenthal- y, sobre todo, su implacable sino, parecen hacer imposible su propósito. Pídame que no cometa ningún delito -casi suplica a su agente- no que viva según sus principios. Si eso era lo que la sociedad quería de mí, no me tendría que haber metido en orfanatos y reformatorios y haberme deformado el carácter. Sólo le pido que comprenda lo difícil que es mi situación. Sólo conozco a expresidiarios, estafadores y prostitutas. Ni siquiera me encuentro cómodo con quienes respetan la ley. Me gustan las prostitutas y no las buenas chicas. Pero que prefiera acostarme con una prostituta no quiere decir que vaya a perforar una caja fuerte con un soplete de acetileno. Condenado a desenvolverse en un universo habitado por personas que están en el linde de la pobreza, por alcohólicos irredentos, por tristes jubilados sin futuro, por putas que cobran diez dólares por servicio, por yonquis y chaperos y traficantes y timadores y mafiosos y proxenetas, por compañeros de delincuencia, Max deambula por bares infectos, restaurantes cochambrosos, tugurios nocturnos de mala muerte y locales de striptease, mientras intenta contener las tentaciones de dinero rápido y mujeres y droga y una cierta confortabilidad de vida que percibe -al alcance de la mano- en las cajas de los supermercados y las casas de empeño, en las opulentas entrañas de las joyerías y los bancos.
 
Enfrentado a su destino, Max no puede resistirse demasiado y pierde la batalla de la normalidad. Solo frente al mundo, solo contra la humanidad, su permanente lucha le hace saltar todos los límites, vuelve al delito, vuelve a la locura, ya ni siquiera la vida le parece un bien demasiado preciado. Me dominó un ansia de caos, de abrazar mi vida tal y como era. Recorrí aquella lúgubre calle con plena conciencia de mi libertad; era un leopardo entre gatos domésticos. Despreciaba a aquellos seres encorvados e informes, grises y anodinos, que corrían desesperados en busca del calor y la seguridad. Los Ángeles, California, Estados Unidos, por extensión el mundo entero, se le aparecen como una sucesión de casas separadas por hileras de árboles que delimitaban las avenidas. Casas pintadas de colores pastel, antenas de televisión que desfiguraban la silueta de los edificios. El relámpago azul celeste de una piscina. Aquella era la meca del sueño americano, lo que todo el mundo quería. Un mundo de mujeres jóvenes y esbeltas, con pantalones cortos y camisetas de tirantes con la espalda descubierta, que conducían vehículos familiares de 400 caballos, rumbo a supermercados con aire acondicionado y música ambiental. Un mundo de canguros y cultura condensada en clubes de lectura de los “mejores libros de la historia”. Una vida de barbacoas junto a la piscina y cines al aire libre abiertos todo el año. Aquello no era para mí. A la mierda los seguros de salud y vida. Querían vivir sin salir del útero. A mí me hacía sentir más vivo jugar sin reglas, contra la sociedad, y estaba dispuesto a jugar hasta el final. Odiando a la sociedad, más que por cómo me ha tratado, por aquello en lo que me ha convertido, rebelándose frente al injusto sinsentido del mundo, los capitostes de la sociedad proclamaban a los cuatro vientos que robar estaba mal; mientras tanto, ellos lo tenían todo y él nada, consciente del absurdo de su existencia, robar 185 dólares a cambio de una posible cadena perpetua. ¿Qué clase de vida era aquella?, Max -acorralado y jugándose su supervivencia- se entrega a una espiral de violencia y atracos y drogas y fugas y disparos y venganzas y traiciones, una absurda y trepidante y salvaje y vertiginosa espiral en la que el delito era mi única salida.
 
No hay bestia tan feroz que no conozca algo de piedad. Y sin embargo, pese a la brutalidad, el egoísmo, la vida al límite, el carácter antisocial, el frenesí violento de la complicada peripecia vital de Max Dembo, hay algo en él -¿piedad?- que nos los aproxima, que nos hace entenderlo, que nos provoca, incluso, una suerte de compasión que, inexplicablemente, lo vuelve muy atractivo a los ojos del lector. Incluso de un lector como yo, nada sospechoso -permitidme la confesión algo íntima- de congeniar, ni siquiera literariamente, con estos personajes al margen de la ley. Soy -quizá por desgracia- un “funcionario existencial”, un -como me veo obligado a aceptar de mí mismo- metafórico “noruego intelectual”: alguien que cree en el orden aun sabiéndolo injusto, alguien que defiende el respeto a la ley aun reconociendo que tantas veces las normas están hechas a la codiciosa medida de los poderosos, alguien que acepta y defiende el Estado de derecho aun siendo consciente de que sus rituales y protocolos permiten la corrupción y los abusos, la explotación y el fraude. Soy un optimista social -una fórmula benévola con la que edulcoro lo que quizá no sea sino conformismo- consciente de que siendo defectuoso, profundamente desigual, carente de equidad, radicalmente limitado y hasta inmoral, nuestro mundo “civilizado” es el único marco que permite denunciar los delitos, corregir los errores, enmendar los abusos, paliar las injusticias, suplir las carencias, perfeccionar los muchos elementos de insatisfacción, de discriminación, de explotación que nuestras sociedades padecen. No hay nada en mí, por lo tanto, de complacencia ante la figura -tantas veces mitificada, sobre todo en la literatura y el cine- del delincuente que con su actitud antisocial estaría cuestionando la legitimidad de las reglas imperantes, del anarquista que con su destrucción irracional y aparentemente genuina, inocente, pondría en entredicho la dudosa moralidad de un sistema corrupto, del terrorista que con su suicida brutalidad, inmolándose él mismo, revelaría las contradicciones profundas de una sociedad en crisis. No, insisto, soy un hombre de orden, no me permito sostener intelectualmente lo que no admitiría visceral y emocionalmente: no quiero en mi casa la criminalidad delincuente, la bomba anarquista, el atentado terrorista, aun teniendo todos estos fenómenos causas que puedo explicar racionalmente y por tanto entender. Y por ello es más relevante -y por ello también espero que hayáis podido disculpar el largo excurso anterior- la sensación de proximidad con su protagonista que ha provocado en mí la lectura del libro de Edward Bunker. Max Dembo es humano, no una alimaña sin escrúpulos, siente, sufre, se compadece, piensa en sus víctimas, reflexiona sobre su vida y sobre los males sociales que le han llevado a su situación. No es un criminal fanatizado e insensible, un depredador gélido e irracional, sino, más allá del tópico, estamos ante un ser sensible, un individuo sufriente, una víctima, y en que percibamos todo ello, en que lo sintamos así, en que nos identifiquemos con él tienen mucho que ver la maestría literaria del autor y el hecho de que Bunker escribe con la verdad de la experiencia vivida, con la verdad de su propio dolor, de su propio sufrimiento, de su propia difícil y tortuosa existencia.
 
Altamente recomendable, pues, esta gran novela, No hay bestia tan feroz, escrita por Edward Bunker y publicada por Sajalín editores. No deberíais perdérosla. Para complementar su reseña, una canción que resuena en la cabeza del protagonista cuando está a punto de abandonar la cárcel, Free man in the morning, interpretada por Andy Griffith, el actor principal de A face in the crowd, la película de Elia Kazan en cuya banda sonora puede encontrarse la breve pieza musical.
 
 
Entré en la celda. El acero chocó contra el acero. Estaba encerrado. El entorno de sobra conocido del jergón, el váter sin tapa, el lavabo con grifo de botón y los grafitis grabados en las paredes pintadas (“Si no aguantas la celda, no juegues con mierda”) formó una amalgama que rompió en añicos mi coraza de frialdad. Sólo hay que imaginar el huracán emocional de un hombre que, después de ocho años de condena, pasa en libertad menos de una semana y vuelve a encontrarse de nuevo entre rejas, sin haber cometido ningún delito. Me vi envuelto en una vorágine de soledad, rabia y desesperación, que desembocó en un llanto enloquecido y cegador. “Oh, por favor, ayúdame”, supliqué en silencio. Era una súplica dirigida a la Fortuna, al Destino, a Dios o a un poder anónimo, una súplica que todo hombre pronuncia alguna vez a lo largo de la vida.
 
Dominado por un tormento insoportable, estupefacto, me lancé al camastro y enterré mi rostro en la almohada -una almohada grasienta por el paso de otros cientos de cabezas-, para que nadie pudiera oír mi enfurecida rendición ante el abatimiento. Durante horas intenté encontrar una razón que justificara lo que estaba ocurriendo, pero no hallé ninguna; a menos que ocho años no hubieran sido castigo suficiente. Tenía que haber alguna razón, en alguna parte, que justificara aquel sufrimiento. Si no había ninguna, si no había justicia, mi salud mental peligraba.
 
El torbellino de rabia, dirigida a Rosenthal, me mareó. Poco después, estaba hecho un trapo, y sentí oleadas de desesperación tan inmensas que consideré la posibilidad del suicidio como huída de aquel tormento. No se trataba de aquel momento de sufrimiento, que era simplemente un ejemplo de toda mi vida. Así habían sido siempre las cosas y así seguirían. ¿Por qué tenía que sufrir en vano? La lógica dictaba el suicidio, pero es más fácil articular un pensamiento lógico que llevarlo a cabo hasta las últimas consecuencias, sobre todo en lo que respecta a la muerte. El cuerpo se rebela contra la inconsciencia. Al llegar al borde del suicidio, volví en mí.
 
Lo peor de mi dilema era la incapacidad para encontrar un bastión de fe que mitigara los golpes de la existencia, que hiciera soportable mi situación. No tenía ningún dios que soportara mis cargas. El dolor sin sentido era el más difícil de soportar. Mis pensamientos angustiados no tenían más sentido que el zumbido de un mosquito delante de una ventana.
 
Sumido en aquel abismo estéril, en aquel vacío, estallé de indignación. Era una ira que iba más allá del odio. Abarcaba a Dios y al hombre. Surgía de los estertores de mi fe en la condición de ser humano y en lo que la humanidad consideraba que era el bien. No sólo se habían truncado todas mis esperanzas, sino que el deseo también estaba muerto y enterrado. Los resultados de la prueba de orina no tardarían en llegar del laboratorio. Volvería a estar en la calle. Y aunque me devolvieran a la cárcel y pasara más años allí, mi elección vital salía reforzada, si es que algo absoluto puede amplificarse.
 
Me declaraba en guerra contra la sociedad, o quizá sólo renovaba mi contienda. Se había acabado la duda y la desazón. Me declaraba liberado de todas las normas, excepto de las que yo quería aceptar, y aquéllas las cambiaría según mis deseos. Cogería todo lo que quisiera. Sería lo que ya era, un delincuente, pero de verdad. Mi decisión de optar por la delincuencia y el abandono absoluto de las constricciones sociales -a menos que la sociedad fuera capaz de imponérmelas a la fuerza- era también mi verdad. Otros podían decidir acaparar tanto poder como pudieran. La delincuencia era mi vida, donde me sentía cómodo y no desgarrado en mi interior. Y aunque era una libre elección, también era mi destino. La sociedad me había convertido en lo que era -y me había aislado, por temor a aquello que la sociedad misma había creado- y yo me regodeaba con mi condición. Si se negaban a dejarme vivir en paz, yo no quería hacerlo. En aquella penosa semana yo había sido desgraciado, desgraciado en mis pensamientos. ¡A la mierda la sociedad! ¡A la mierda su juego! Ni aunque tuviera muchas posibilidades, ¡a la mierda también! Por lo menos me quedaba la integridad de mi alma, tenía control sobre mi pequeña parcela de infierno, por pequeña que fuera, aunque estuviera confinada al interior de mi cabeza.
 
Cuando llegó la mañana me sentía fuerte; había superado la indecisión.


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