Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 31 de julio de 2013

ROBERT COOVER. NOIR

Hola, buenos días, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro. Como nuestros seguidores habituales recordaréis, a lo largo de este mes de julio, en una estación veraniega siempre propicia para las lecturas “relajadas”, nuestro programa os está ofreciendo una serie de propuestas literarias pertenecientes al género “negro”, novelas policiacas, con una trama de intriga o detectivesca, que parecen especialmente adecuadas para la lectura sosegada ante el frescor del mar o a la sombra apacible de un árbol frondoso y acogedor. En cada uno de los cinco miércoles de este mes os traigo, pues, un nuevo título escogido de entre los muy numerosos que se publican año tras año en este género que goza en nuestros días de una popularidad y una difusión extraordinarias. Debo deciros que me he impuesto, además, la doble condición de que cada novela presentada haya sido publicada en una editorial diferente y que, igualmente, cada una de ellas presente rasgos estilísticos distintos, planteamientos literarios diversos y acercamientos incluso radicalmente opuestos a los grandes tópicos de un género, que, pese a lo muy trillado de sus pautas convencionales, siempre se renueva y acepta miradas y concreciones y enfoques novedosos. La serie de Charlotte Carter protagonizada por la singular Nanette Hayes, la melancólica inteligencia del Quirke de Benjamín Black, la visceral brutalidad del Max Dembo de Edward Bunker, la sutileza y la refinada elegancia de las historias de Anthony Berkeley, de las que os he hablado las semanas precedentes, y el experimento posmoderno del libro que ahora quiero recomendaros no tienen nada que ver entre sí, y sin embargo todas esas obras pueden encontrar fácil acomodo bajo esa rúbrica general de “novela policiaca”. Y en ese sentido, la propuesta que hoy os ofrezco constituye, en efecto, una especialmente llamativa muestra de cómo el género negro es muy dúctil y flexible y, conservando ciertos parámetros básicos, admite en su seno “criaturas” bastante disímiles.
 
Pero vayamos ya con la referencia, que con tanto prolegómeno corro el riesgo de olvidarla. Esta semana quiero hablaros de Noir, el significativo título con el que la editorial Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores presenta la por ahora última novela de Robert Coover, en traducción de Benito Gómez Ibáñez. Noir es, ya desde su nombre, un libro que no disimula su inequívoca adscripción a la novelística de índole policial. Y sin embargo, siendo una novela en la que reconocemos las pautas más habituales del género, se nos muestra también con los caracteres definitorios del experimento literario. Son esos dos ejes, la deuda con las convenciones estilísticas de los grandes clásicos de la literatura negra y, a la vez, la ruptura muy ostensible y hasta provocadora con esos tópicos tan reconocibles en la obra de Dashiell Hammet o Raymond Chandler y sus decenas de epígonos, o en las películas que protagonizaron Humphrey Bogart o Robert Mitchum, los aspectos más relevantes de un libro que, siendo interesante (y ésta es una categoría intelectual, perteneciente al dominio de la razón, algo pobre, pues, cuando de pasión lectora estamos hablando), resulta algo frío, dificultando, a la postre, al exigir una lectura analítica, casi científica y por tanto distanciada, que el lector que se adentra algo arduamente en sus páginas pueda encontrar vida (y ahora hablo desde un terreno visceral, emocional) entre su muy bien construida pero finalmente gélida estructura.
 
Y he escrito bien “construida”, pero en realidad el término adecuado -tan de moda- hubiera debido ser “deconstruida”, al modo de lo que debe ser -hablo de oídas, no he tenido el placer de saborear tales gollerías- la conocida tortilla de patatas de Ferrán Adriá. Hay huevo, hay patatas, hay sal, hay aceite, hay, eventualmente, cebolla, parece una tortilla, sabe a tortilla, reconocemos vagamente reminiscencias de lo que nuestra memoria identifica como una vulgar tortilla... pero no acaba de serlo del todo, es otra cosa, es y no es una tortilla de patatas. En Noir hay inspectores y detectives y crímenes, hay complejas investigaciones, locales sórdidos y cadáveres, hay sobornos, policías corruptos, sospechosos, confidentes, prostitutas y mujeres fatal, hay alcohol y humo de tabaco, hay bares infectos y ambiente nocturno, hay engaños y traiciones y palizas y disparos, pero todo ello aparece de un modo difuminado, oscuro, algo volátil, tornadizo, de manera que, simultáneamente, estamos y no estamos ante un escenario conocido, ante unos personajes, unas intrigas, unas tramas, que resultándonos familiares, nos provocan, a la vez, extrañeza y hasta desasosiego.
 
Posmodernidad, deconstrucción de tópicos, vuelta de tuerca al género, he ahí algunos de los comentarios recurrentes cuando la crítica se ha enfrentado a Noir, y ello porque esta doble vertiente -el referente “clásico” conocido y su sutil (o no tanto) destrucción- es, en efecto, el aspecto más destacado de una novela cuanto menos extraña por su ambivalencia, por su constante crear y desmontar, por su contradictoria labor -con tintes oníricos- de mostrar y difuminar, de elevar y derruir, de narrar y de mentir, de enseñar y confundir.
 
Por un lado, en el libro están, como digo, todos los tópicos del género: la prosaica -pese a la “mitología”- labor del investigador (cuando abriste la agencia -dice Phil M. Noir, nuestro protagonista-, te imaginabas ocupándote de crímenes raros y complicados que resolverías con tino, haciendo de héroe cuando las cosas se pusieran feas, rehuyendo luego los elogios mientras encendías un pitillo, pero en realidad te contrataron sobre todo para seguir a esposas adúlteras y conseguir pruebas contra ellas); su muy vulgar destino (eres un detective de la calle, no un metafísico); el universo mediocre en el que se desenvuelve: albergues para vagabundos, cines, cervecerías, servicios públicos, salas de juegos, salones de masaje, garitos, casas de empeño, gimnasios y pabellones de boxeo; lo poco excelso de sus compañías: camellos de la ciudad, artistas de striptís [que el traductor escribe así, como, al parecer, reclama la Academia] y vendedores callejeros, corredores de lotería clandestina, matones y putas, macarras, cirujanos plásticos, carteristas, drogotas, enfermeros y conductores de ambulancia, falsificadores, polis y timadores. Está, también, una cierta visión romántica del oficio de sabueso, ejercido en solitario por calles húmedas y oscuras acompañado por la creciente y menguante melodía de cláxones, sirenas, voces y ruido de cristales rotos, por la percutiente pulsación de disparos y gritos obscenos, envuelto el solitario protagonista -sin hogar en el que caerse muerto, sin brazos en los que cobijarse- en amarga desgracia y constante depresión. Y están, como mandan los cánones, las mujeres bellísimas que esconden mil secretos y que ejercen una atracción irresistible y fatal sobre el detective (solías pasar muchas horas, incluso cuando no trabajabas en algún caso, persiguiendo la costura negra de las medias en las pantorrillas de las mujeres. De tal potencia ese poder magnético y animal, que algunos días estabas tan concentrado que todo lo que no eran piernas desaparecía, hasta que ellas se esfumaban también y solo quedaban las costuras negras con su movimiento de tijera). Y no podían faltar los conflictos entre la policía sometida a los rígidos protocolos de su Departamento de Homicidios y el investigador privado que actúa por libre, ni tampoco las nocturnas conversaciones existenciales con camareros de sórdidos bares, ni, sobre todo, la cruda descripción de calles lúgubres, locales malolientes, deprimentes cuartuchos de hotel, apartamentos angostos, despachos destartalados y polvorientos, callejones oscuros en los que te han atracado, perseguido, pedido lumbre, sacudido, untado la mano, estafado, aprovisionado, te han dado de menos en el cambio, te la han mamado, te han pasado buenos soplos, te han metido miedo, te han disparado. Y todo ello en un casi apocalíptico ambiente de desolación, de amargura, en las calles de una ciudad de la que solo vemos la miseria y la desesperanza, la pena, la pobreza y la soledad. La ciudad como dolor de tripas. La pesadilla urbana como expresión de la vida ominosa y vil de los órganos internos. Los siniestros borborigmos del vientre. Por qué construimos las ciudades así. Por qué las queremos como son incluso cuando están sucias. Porque son sucias. Llenas de orines, de escupitajos. Sin sentido y funestas. Con eso podemos sintonizar. Ahí va un principio: el cuerpo siempre está enfermo. Incluso cuando se encuentra bien, o eso cree. Células que devoran células. Todo se reduce a digestión. O indigestión. Lo que en la ciudad llamamos corrupción. Devoradores que devoran lo devorado. Sobre todo en la tumultuosa oscuridad. Es una horrible lucha a muerte en la que todo el mundo pierde. ¿Ciudades trazadas a cuadrícula? La cuadrícula sólo es un revestimiento. Como el papel milimetrado. La ciudad misma, por dentro, es toda bucles y curvas exasperantes. Desbordantes de violenta vacuidad.
 
Pero una vez situados en este panorama reconocible, al que la literatura y el cine nos han acostumbrado, una vez fijadas las pautas en las que la novela aparentemente se desarrolla, algo, muy leve, casi imperceptible al principio pero cada vez más ostensible a medida que avanzamos en sus páginas, nos descoloca, nos hace dudar, nos provoca una opresiva sensación de incomodidad y desconcierto. Porque aparecen historias secundarias y sin demasiado sentido que se abren dentro de la trama principal, porque surgen ramificaciones, sueños, episodios insólitos, porque hay apariciones y desapariciones inexplicables de personajes, porque hay dobles versiones, sin apenas coincidencias entre sí, del mismo episodio ya narrado, porque hay vínculos muy extraños entre los acontecimientos descritos, porque hay muertos que están vivos en capítulos posteriores; nada es fiable, todo tiene un aire de ensoñación e irrealidad, hay una permanente disolución del tiempo y el espacio, la narración parece desvanecerse y adquiere una apariencia de rompecabezas, como si se tratara, en su fragmentación, en sus alusiones nunca completadas, de una novela cubista.
 
Son muy numerosas las muestras -desperdigadas con intención a lo largo del texto- de este afán de Robert Coover por descolocar al lector, por enmascarar su propia voluntaria e iconoclasta recreación del género “negro” -y a la vez, paradójicamente, su entregado homenaje- bajo unas coordenadas exteriores que el mismo autor difumina obligando al lector a cuestionarse la realidad -la doble realidad: la de la historia narrada y la del propio artificio literario- a la que asiste, perplejo, en su lectura.
 
Y así, Noir tiene en todo momento la sensación de verse envuelto en historias que ya te han contado, de modo que el mundo en que se mueve se le aparece difuso, enigmático, falso, peligroso, impenetrable. Deambula de manera recurrente por un fantasmal callejón que no viene en los mapas de la ciudad, que está debajo, en alguna parte, o detrás. Esta opresiva sensación de extrañeza es persistente: ¿Y si en el mejor de los casos la vida ni fuera sino un juego de sombras? Una vida en la que los acontecimientos cotidianos cambian y se desvanecen dejando sólo la verdad de una música que suena, un ritmo, una melodía, la melancolía. Nada es aprehensible en esta realidad difusa, los vínculos son probablemente ilusorios en un mundo tan jodido como éste. Las máscaras sonámbulas de rasgos paralizados y miradas sin ojos de los maniquíes se confunden con los rostros de las mujeres conocidas, una chimenea se ve ahora en el lugar opuesto a aquel en que parecía estar, la marca de tiza que circunda la silueta del reciente cadáver cambia de forma constantemente, produciendo la constante sensación de estar en una película, el tipo de film que se proyecta por la noche en toda la ciudad.
 
Y en esta evanescente realidad, nada parece tener sentido, aunque, dice el protagonista, ¿por qué quieres que lo tenga?, la percepción del tiempo se altera (el tiempo pasa indiferente entre tinieblas sin forma; parece que el trayecto dura una eternidad. Todo se estira), el espacio se distorsiona (nada estaba nunca en el mismo lugar), los recuerdos se confunden (por lo que podías recordar nunca habías pronunciado esas palabras, pero tenías la impresión de que sí), lo ocurrido se difumina (todo es como si nunca hubiera sido), la identidad se desvanece (tus movimientos ni siquiera tuyos), y, en definitiva, las fronteras de lo constatable y lo incierto, de lo verificable y lo hipotético, se resquebrajan (tu obstinada creencia de que al final dos y dos serán cuatro puede ser enteramente ingenua).
 
De este modo, a medida que avanzamos en la lectura constatamos que la narración acaba siendo un mero inventar historias con lagunas, sobre cuya lógica última no conviene preguntar, pues a veces es mejor no saber, más interesante. De modo que no se trata de la historia en que estás atrapado, como todo el mundo, sino, una vez que sabes eso, de cómo vas a interpretar la obra. Y por ello, al final, sigues sin saber quién hizo qué, pero eso no es lo que de verdad importa. Sino la integridad. El estilo.
 
El estilo. Desentendidos de la trama, por incomprensible -al menos eso es lo que a mí me ha llegado a ocurrir-, una avanza por la novela irremisiblemente atraído por el estilo, por la poderosa recreación de los lugares comunes del género, por la mirada que se posa desde fuera en sus clichés, por la ironía algo paródica, por el humor, por la atmósfera tan bien conseguida, aunque también -en ocasiones y siendo sincero- un tanto harto por las pistas falsas, la ininteligibilidad de la historia, el permanente aire de juego, la sensación de caminar por arenas movedizas sin asidero firme al que agarrarse a lo largo de la lectura.
 
En fin, en cualquier caso, con sus pros y sus contras, este Noir de Robert Coover que publica la Editorial Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores, es un libro estimable que merece la pena ser leído. Rory Gallagher y su Continental op, una canción dedicada a Dashiell Hammet y su mundo, pone el contrapunto musical a mi reseña de hoy. Con él cierro estas emisiones policiacas del mes de julio y me despido ya hasta el curso que viene, deseando que paséis unos espléndidos días de agosto. Felices vacaciones para todos.
 
 
Era última hora de la tarde cuando apareció por primera vez en tu despacho. Blanche había concluido la jornada. Que declinaba, ya había poca luz. Puede que lo planeara así, apareciendo como si trajera la noche consigo. O arrastrándola a su paso. Vestía de luto, como toda viuda, el rostro cubierto con un velo. Conocías bien su tipo. Pero había algo en ella. Una preciosidad, desde luego, aunque no sólo eso. Una especie de presencia, además. Tenía aplomo, serenidad, pero también cierto aire vulnerable. Dura pero sensible. Podría tratarse de una visita social, pensaste, quitando los pies del escritorio para hundirlos en las densas sombras del suelo. O tal vez estuviera ocultando un crimen, temiéndolo, planeándolo. Temiéndolo, fue lo que dijo. El suyo. Quería que siguieras a cierta persona. Te entregó un papel con un nombre escrito. Intentaste no dar un respingo. El Baranda. ¿Cómo es que tiene usted algo que ver con este individuo?, preguntaste.
 
-Era socio de mi difunto marido.
 
-¿Por qué difunto? ¿Qué le pasó?
 
-No lo sé. Pensé que usted podría averiguarlo. Oficialmente fue un suicidio.
 
-Pero usted cree que podría tratarse de asesinato, dijiste. Se sentó, bajó los ojos. Asintió una vez con la cabeza. O así fue como interpretaste su gesto. No va a ser fácil, pensaste. Ese individuo está protegido por un ejército de matones y dice que tiene media docena de sosias que van por la ciudad sirviendo de señuelo. Aunque resultaba difícil saber quiénes eran porque en primer lugar nadie conocía el aspecto del auténtico.
 
La viuda parecía estudiar sus pálidas manos, los dedos entrelazados en su negro regazo. Tú hacías lo mismo, le observabas las zarpas: dátiles sensuales y expresivos de una tía en la treintena, poco habituados al trabajo duro, únicamente adornados por una alianza. Con un buen pedrusco. Por eso no llevaba guantes. Ni rastro de nerviosismo ni incertidumbre. Sabía lo que hacía, fuera lo que fuese.
 
Aquella mujer significaba problemas y sin duda lo más sensato habría sido mandarla a paseo. Pero hay que pagar el alquiler, no te sobra el trabajo para rechazar a nadie. Y además, te gustaban sus piernas. Así que, en cambio, aun sabiéndote su historia antes de escucharla, la inevitable crónica de cama, dinero, traición (¿qué coño le pasa al mundo, de todos modos?), le pediste que te la contara. Desde el principio, dijiste.


No hay comentarios: