Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 18 de septiembre de 2013

IAN McEWAN. CHESIL BEACH; JON McGREGOR. TANTAS MANERAS DE EMPEZAR; KIRMEN URIBE. LO QUE MUEVE EL MUNDO


Hola, buenos días, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, que una semana más -y ya van tres- os ofrece una propuesta atípica de lectura. Atípica porque, contra la “rutina” más habitual en nuestro espacio, que centra cada emisión en un único libro de un autor que no ha aparecido ni volverá a aparecer en el programa, hoy vuelvo a presentaros tres obras de escritores de los que ya os he hablado en estas páginas. Esperando, en cualquier caso, que mi selección pueda resultar de vuestro agrado, os anticipo que dentro de siete días volveremos a nuestra pauta acostumbrada: una reseña dedicada monográficamente a un solo libro. De Ian McEwan, Chesil Beach, publicada en Anagrama en traducción de Jaime Zulaika; Tantas maneras de empezar, escrito por Jon McGregor y editado por Salamandra con traducción a cargo de Eduardo Iriarte Goñi; y Lo que mueve el mundo la última novela de Kirmen Uribe, publicada hace unos meses en Seix Barral, con un texto vertido al castellano desde su euskera original por Gerardo Markuleta, son las tres propuestas de lectura que ahora quiero haceros.
 
La primera de ellas es una breve novelita (no llega a doscientas páginas) de un escritor que me gusta mucho y del cual ya os he presentado la excelente Sábado en una emisión de abril de 2011. Se trata de Ian McEwan, uno de los grandes nombres de la literatura inglesa contemporánea, del que, pese a que ya hay algunos libros suyos publicados más recientemente en nuestro país, como Solar -que me ha interesado menos que el resto de su obra- y Operación dulce -que aún no he leído-, recupero ahora este Chesil Beach con cinco o seis años ya a sus espaldas y editado, como el resto de la obra de McEwan, por Anagrama.
 
Chesil Beach es, como digo, una novela corta; corta pero intensa, y os la recomiendo muy vivamente porque se trata de un libro magnífico. Hace unos años, cuando vio la luz en su primera edición, se difundió la noticia -más bien un rumor, como el paso del tiempo ha demostrado- de que nuestro Almodóvar tenía pensado hacer una versión cinematográfica de la novela, con Kate Winslet, al parecer, en el papel de la protagonista femenina. No tengo constancia de que el proyecto -de haber, en realidad, existido- haya pasado de esa fase de mera idea germinal.
 
Una parte importante, sustancial, del texto de Chesil Beach se desarrolla en la noche de bodas, en julio de 1962, de dos chicos, Edward y Florence. Una noche de bodas, permitidme que os desvele parte del núcleo argumental de la novela, pero sin ello resulta imposible hacer esta reseña, una noche de bodas, os decía, frustrada, que no llega a consumarse.
 
Edward y Florence, son dos muchachos jóvenes, de poco más de veinte años, pertenecientes a familias, a clases sociales muy diversas. Los padres de Florence son educados, cultos, refinados. Pertenecen a una burguesía acomodada, podríamos decir. El padre, hombre de negocios, conservador, sólo preocupado por ganar dinero, obsesionado, como señala su hija, por su barco, por el nuevo modelo de vela, por el último barniz para yates. La madre, una singular profesora universitaria interesada activamente por las causas de la época, filósofa lúcida y crítica acérrima, para lo que se estilaba en la izquierda de época, de los crímenes de Stalin y la tiranía imperante en la Unión Soviética, lo que provoca el rechazo de su hija, que despierta vaga y confusamente a una conciencia social, centrada en las movilizaciones contra el desarme y en la admiración ciega y entusiasta ante el régimen comunista.
 
Por el contrario, la familia de Edward pertenece a la clase media baja. Su padre es maestro y entrega su vida al cuidado de su mujer, afectada desde años atrás por una difusa enfermedad -que la hace vivir en una realidad paralela- provocada por un brutal golpe con una puerta abierta de un tren en movimiento, su cerebro dañado para siempre. La casa de Edward es austera, algo sucia, desordenada y caótica, con la sombra perdida de su madre impregnándolo todo.
 
El conflicto de ambos mundos se refleja en los inicios de su relación, que se nos cuenta de modo retrospectivo, a partir de los recuerdos que brotan en esa trascendental y dramática noche de bodas. Florence y Edward se conocen y se enamoran perdidamente en la sede de un comité contra el desarme nuclear, y su amor crece, pese a sus mundos opuestos. Eres un aldeano, bromea Florence con su novio. Y Edward queda impresionado cuando toma por primera vez un yogurt en casa de Florence, algo que hasta entonces le parecía un lujo que sólo conocía a través de un libro de la serie de James Bond.
 
Pero lo esencial de la novela es el citado episodio de la noche nupcial, en donde afloran todos los conflictos de los personajes: su amor intenso, su inocencia, su desconcierto, sus prejuicios, su inexperiencia sexual (ambos son vírgenes), sus expectativas vitales, pero también las coordenadas que definen su época, el conflicto entre clases, la represión del mundo victoriano, que se desvanece pero que aún da sus últimos coletazos, la irrupción, anticipada, de un espíritu de rebeldía y tímida libertad, que fraguará pocos años después en el mayo del 68, los Beatles, las drogas, la liberación sexual.
 
Y además de todo ello está el estilo, el magnífico, envolvente e intenso estilo de Ian McEwan. Como señala Eduardo Mendoza en su reseña del libro, Chesil Beach es una novela espléndida, emotiva, inteligente, absorbente y equilibrada. La narración de la peripecia vital de los protagonistas es minuciosa pero no prolija. Lo cotidiano y lo prosaico son descritos de un modo ameno y vivaz, sin parsimonia. Ningún elemento es superfluo; no sobra una palabra.
 
El fragmento del libro que a continuación os ofrezco deja claro lo acertado del análisis y la valoración de Mendoza:
 
El recuerdo de aquel paseo desde el campo de críquet hasta la casita hostigaba a Edward ahora, un año más tarde, la noche de bodas, cuando se levantó de la cama en la semioscuridad. Sentía la pulsión de emociones contrarias, y necesitaba aferrarse a sus mejores y más afectuosos pensamientos de Florence, pues de lo contrario creía que se vendría abajo, que simplemente se daría por vencido. Sentía una pesadez líquida en las piernas y cruzó el dormitorio para recoger sus calzoncillos del suelo. Se los puso, recogió el pantalón y se quedó un buen rato con él colgando de la mano mientras miraba por la ventana los árboles encogidos por el viento, oscurecidos hasta formar una masa continua de color verde grisáceo. En lo alto había una medialuna humeante que prácticamente no arrojaba luz. El sonido de las olas rompiendo en la orilla a intervalos regulares irrumpió en sus pensamientos, como si de repente se hubieran encendido, y le embargó el cansancio; su situación no alteraba lo más mínimo las leyes y los procesos inexorables del mundo físico, de la luna y las mareas, a los que de ordinario dedicaba un escaso interés. Este hecho tan palmario resultaba crudísimo. ¿Cómo iba a arreglárselas, solo y sin ayuda? ¿Y cómo bajar y enfrentarse a Florence en la playa, donde supuso que ella debía de estar? Los pantalones le colgaban de la mano, ridículos y pesados, aquellos tubos paralelos de tela unidos en un extremo, una moda arbitraria de siglos recientes. Le pareció que al ponérselos retornaría al mundo social, a sus obligaciones, a la auténtica medida de su vergüenza. En cuanto se vistiera, iría a buscarla. Por eso se demoraba.
 
Tantas maneras de empezar es la segunda novela escrita por un autor británico, Jon McGregor, que no sólo interesa mucho aquí, en Todos los libros un libro, en donde ya os reseñé hace unos años, en enero de 2011, la primera suya, la para mí genial Si nadie habla de las cosas que importan, sino que, además, se trata de un autor muy reconocido con innumerables premios -al mejor autor joven, al mejor libro del año, a la mejor novela de debut- e incluso ha sido nominado por dos veces, una por cada una de estas dos obras, al prestigioso Premio Booker. Ni siquiera los perros, su último libro aparecido en España, espera en mi biblioteca el momento propicio para degustarlo.
 
Tantas maneras de empezar, que ha publicado en traducción de Eduardo Iriarte Goñi la editorial Salamandra, la habitual difusora en España de la obra de McGregor, nos habla de muchas cuestiones de interés: la construcción de la propia identidad, el peso del pasado en nuestras vidas, los misterios y la complejidad de la paternidad, las maravillas y también las dificultades del amor, las peripecias de la vida matrimonial, el carácter esencial de la memoria en la conformación de nuestra personalidad, las ilusiones de la juventud y la casi inexorable decepción que acarrea la madurez, y tantos otros temas básicos, fundamentales, en las preocupaciones normales de cualquier ser humano. Y lo hace, este planteamiento de algunas de las grandes cuestiones de la existencia, a través de una historia magníficamente narrada, con un estilo cautivador, que rezuma belleza, emoción, sinceridad, poesía, melancolía, verdad…; a través de la historia de un personaje principal, David Carter, y los acontecimientos, triviales y cotidianos algunos, menos frecuentes y muy singulares otros, que vive en varias décadas de existencia, desde los años 40 del pasado siglo a la primera década del presente. No cabe aquí desvelaros demasiado el argumento de la novela, dejadme deciros, tan sólo, que David fue abandonado por su madre al nacer, y dado en una especie de adopción de hecho, al margen de la ley, a una pareja conocida. La búsqueda de sus orígenes, de sus raíces familiares permea toda la novela y aflora en la descripción de los momentos más destacados de la vida del protagonista.
 
Esa vida, por otro lado, se cuenta de un modo muy sugestivo e interesante, a partir de las evocaciones que suscitan en David una serie de objetos y documentos significativos de su pasado y de su presente. Aparecen así, como desencadenantes de la narración, folletos informativos, partidas de nacimiento, listas de la compra, entradas de cine, cartillas de racionamiento, billetes de tren y de barco, boletines de notas, álbumes de recortes, postales, cartas, agendas de bolsillo, servilletas de papel, telegramas, fotografías, relojes, jarrones, cajitas, pinzas para ropa, llaves, fragmentos de hilo quirúrgico, cintas de vídeo, mensajes de correo electrónico, y muchos otros más en una mezcla algo heteróclita pero muy conveniente para despertar los recuerdos del protagonista y desencadenar de un modo poético la narración.
 
 
Sencillamente ocurrió.
 
Él podía haber pasado de largo. La puerta podría no haber estado entornada. Ella podría no haber estado afanándose en poner en funcionamiento la nueva máquina de café, con lo que el repentino chirrido que emitió podría no haber llamado su atención tal como pasó. Él podría no haber tenido dinero suelto, o carecer de aplomo para abrir la puerta un poco más y preguntarle si aún atendían al público. Podría no haberse equivocado con la distribución del museo y no haberse saltado toda una sala, con lo que quizá habría ido apurado por llegar al tren y no se habría vuelto para verla allí.
 
Cosas así, la manera que tienen de encajar. La gente que seríamos si esas cosas fueran distintas.
 
La máquina de café lanzó un chirrido, él volvió la cabeza, la puerta estaba entornada. La vio detrás del lustroso mostrador de caoba, parcialmente envuelta en un chorro de vapor, ceñuda, tirando de palancas, propinando golpes al costado de la máquina. No parecía haber ningún cliente más. El sol se derramaba en el local a través de unas altas ventanas de guillotina, todas las superficies brillantes, todas y cada una de las cucharas y cafeteras relucientes, y conforme se fue desvaneciendo el vapor alcanzó a ver su rostro por primera vez.
 
O estaba lloviendo, y el salón estaba gris y apagado, y no podía distinguirla bien desde el otro extremo: los detalles se escabullen, organizados y reorganizados con el paso de los años.
 
Ella podría haberse apartado en ese instante. Él podría haber oído pasos a su espalda en el pasillo, el tintineo de las llaves del conserje. La mujer que por lo general trabajaba con ella en el salón de té podría haber salido de repente de la cocina en vez de haberse marchado media hora antes para llegar a tiempo a correos. Pero no ocurrió nada de eso. Él se quedó mirándola y vio su expresión: los labios fruncidos, la sacudida de la cabeza, una sonrisa breve y secreta. Reparó en su manera de recogerse el pelo detrás de la oreja, el collarcito de cuentas de colores que llevaba, las pecas de su nariz, el elevado arco de sus cejas. Reparó en el cuello abierto y lo bien que le sentaba la blusa blanca ceñida. Contuvo la respiración un momento, y no dio media vuelta.
 
Podría haber sido distinto de muchísimas maneras más. Cosas así, la manera en que ocurren. Cosas así, la manera en que empiezan.
 
De Kirmen Uribe no he comentado aquí ninguna de sus obras, aunque sí en mi otro espacio en Radio Universidad, Buscando leones en las nubes. En la primavera de 2010 os ofrecí dos programas centrados, respectivamente, en su obra poética y en su novela Bilbao-New York-Bilbao. Podéis recuperar ambas emisiones en buscandoleonesenlasnubes.blogspot.com.
 
En esta ocasión quiero recomendaros Lo que mueve el mundo, que presentó recientemente Seix Barral. Y lo voy a hacer sin hacerlo directamente, sin añadir una sola palabra propia a esta ya larga reseña, incrementando así el enfoque excéntrico de mi entrada de esta semana. Hace unos meses, en marzo de este 2013, el propio Kirmen Uribe escribió un artículo en El País, con el título Un héroe como nosotros, en el que describía el proceso de creación de su novela. Os ofrezco ahora aquí, íntegro, el artículo, exponiéndome a que, con razón, me acuséis de escurrir el bulto y de dejarme llevar por mi desmesurada vagancia. Permitid que me excuse apelando a mis muchas obligaciones, también al hecho de que, a estas alturas, ya he escrito demasiado, y, sobre todo, a la indiscutida obviedad de que nada mejor que las palabras del propio Uribe para despertar el entusiasmo por un libro espléndido. Tras ellas, aprovecho la noche de bodas que centra la acción de Chesil Beach para ofreceros como cierre musical de esta reseña The honeymoon song, la no demasiado conocida versión de los Beatles de una pieza de Mikis Theodorakis. La pieza está hoy de relativa actualidad al aparecer en un doble CD con canciones inéditas del grupo de Liverpool que se publica el próximo noviembre: The Beatles Live at the BBC y On Air-Live at the BBC Volume 2.


Recuerdo una cena en casa del escritor Héctor Abad Faciolince en Medellín el verano de 2011. Había invitado a varios poetas que participábamos en el Festival Internacional de Poesía de Medellín, entre otros al escritor holandés Cees Nooteboom y a un joven poeta colombiano, Giovanny Gómez. Recuerdo que Héctor le quería mostrar a Giovanny un ejemplar del poemario Spoon river anthology firmado por el propio autor, Edgar Lee Masters, que había adquirido hace poco en un viaje a Nueva York. “Lo hallé en la librería de viejo Strand, en el tercer piso, donde están los ejemplares más raros”. Buscaba y rebuscaba en su casa repleta de estanterías, pero no encontraba el libro de Lee Masters. “Mira”, le dijo desesperado Héctor al joven poeta, “si das con él, te lo regalaré”. Giovanny aceptó el reto y se puso manos a la obra mientras los demás nos entreteníamos comiendo y charlando sobre literatura y sobre todos los males que aquejan al mundo. Al cabo de un rato le oímos decir: “¡Aquí está!”. El poeta había hallado el libro deseado. Como no podía ser de otra manera, Héctor cumplió su palabra y se lo regaló.

Hay veces en que las buenas historias te vienen sin más, hay ocasiones en que la suerte acompaña al novelista y no hay que hurgar demasiado para dar con una de ellas. Es lo que me pasó a mí en Colombia. De aquel mismo viaje en el que Giovanny Gómez halló aquel ejemplar tan maravilloso del Spoon river yo me volví a casa con una historia increíble, la historia que contaría en mi nueva novela.

Todo ocurrió, otra vez, por una sucesión de casualidades. Unos días después de aquella cena en Medellín llevé a cabo un recital acompañado del tiplista colombiano Oriol Caro (autor de la banda sonora de la película Los colores de la montaña) en un pequeño teatro de Bogotá. Al finalizar el acto, un señor de mediana edad vino a felicitarnos a los camerinos. Llevaba un teléfono móvil en su mano. “Es mi padre. Le quiere saludar”, me dijo. Se trataba de Paulino Gómez Basterra, niño de la guerra del 36, hijo de Paulino Gómez Saiz, ministro de Gobernación de la República. Salió de Bilbao siendo un chaval y nunca volvió. Estudió arquitectura e hizo carrera en Colombia. Al día siguiente lo visité en su despacho. Me enseñó toda la documentación que conservaba sobre los niños de la guerra y me contó su propia historia. “Tienes que escribir una novela sobre los niños, hay muy poca ficción sobre esto, tan solo testimonios directos de lo que pasó”. Cuando nos despedimos le pregunté: “¿Crees que tus padres hicieron lo correcto al dejaros ir solos al extranjero?”. Se quedó pensativo. Luego afirmó con vehemencia. “No había otro remedio”.

Al volver a Medellín le conté al periodista Julio Flor, el cual había viajado a Colombia a cubrir el festival, mi encuentro con Paulino. Le confesé que siempre me había interesado la historia de aquellos miles de niños que abandonaron el país durante la guerra, que era algo que hacía falta narrar y que nunca deberíamos olvidar, pero que me parecía muy difícil de contar sin caer en el paternalismo. “Ya, los niños y los animales son muy difíciles de llevar a la ficción”, afirmó pensativo. Tras lo que apuntó: “Deberías conocer a Carmen Mussche, de Gante. Ella te ayudará a dar con el punto de vista adecuado”.

No habían pasado ni cuatro meses y ya me encontraba en Bélgica en casa de Carmen Mussche. Carmen era hija de Robert Mussche, escritor y traductor flamenco. Había acogido en su casa a uno de los 19.000 niños que salieron entre mayo y junio de 1937 de Bilbao rumbo a varios países europeos. Se trataba de Carmen Cundín Gil, una niña de Portugalete. Conocer a la niña cambió la vida del escritor, que optó por posturas cada vez más comprometidas con la sociedad y los derechos humanos. Viajó como reportero al frente del Este en la Guerra Civil; presenció in situ el bombardeo de Granollers; conoció, entre otros, a Hemingway y Malraux, se alistó en la resistencia contra los nazis al estallar la Segunda Guerra Mundial y fue capturado y deportado al campo de concentración de Neuengamme, cerca de Hamburgo. Cuando lo detuvieron, estaba traduciendo 0, de Federico García Lorca, al neerlandés. Robert se casó y tuvo una sola hija biológica, a la que llamó Carmen, en recuerdo de aquella niña que vino de Bilbao.

Visité a Carmen Mussche varias veces en su casa de Lochristi, en las afueras de Gante. Me acuerdo que la primera vez que estuve allí me llamó la atención una frase que tenían escrita en latín en una pequeña pizarra para niños, justo a la entrada de la casa: “Non vobis, sed vos” (No lo que tienes, sino lo que eres). Así, en un gesto de gran generosidad, Carmen me mostró todo lo que conservaba de su padre: libros, cartas, escritos y objetos personales. Su madre, Vic, había guardado todo en cajas de cartón durante años. Ella sacó todo el material de las cajas y poco a poco reconstruyó la biblioteca original de su padre, compuesta por miles de ejemplares en diferentes lenguas. Reconstruyó no solo la biblioteca, sino también la propia memoria de su padre, un padre que desapareció cuando ella tan solo tenía tres años y nunca volvió a aparecer. Ella me enseñó todo aquel material y me confesó lo siguiente: “Ha habido mucha gente, periodistas, escritores, que han querido conocerme para que les contase la historia de mi padre, pero nunca me he decidido. No obstante, ahora es diferente. Él acogió en su casa a una niña vasca, y ahora un escritor vasco acoge a mi padre en un libro suyo. Es como si se cerrase el círculo”. La última vez que nos despedimos me dijo: “No quiero que escribas una biografía, prefiero que hagas ficción, una novela. Las biografías no tienen vida; las novelas, en cambio, sí”.

Tenía razón Julio Flor. Carmen me ofreció el punto de vista que necesitaba para contar la historia de los niños de la guerra. Narraría la visión del otro, el sentimiento del que acoge. ¿Quién estaba ayudando a aquellos niños?, ¿quiénes serían sus nuevos padres?, ¿cuál sería su verdadera casa, la de procedencia o la de acogida? Más que el trasfondo bélico, me interesaban los personajes. La relación que tenía Robert con la niña; con su mujer, Vic, y su mejor amigo, el escritor Johan Daisne, uno de los escritores más conocidos y traducidos de la literatura flamenca. Quería contar la historia de un héroe, pero de un héroe menor, frágil, anónimo, de esos que vemos por la calle todos días. La historia de una persona que, sencillamente, ayudaba a otras personas.

Aproveché la invitación del centro de arte Headlands de Sausalito (California), para una residencia de dos meses, para concentrarme y ponerme a escribir allí la novela. Recopilé toda la documentación relativa a la historia de Robert, libros sobre la Segunda Guerra Mundial y los campos de concentración, me rodeé de mis autores fetiche, como W. C. Sebald, Antonio Tabucchi o Primo Levi, rellené grandes mapas de ideas y comencé a escribir la novela. Como banda sonora me acompañaría la música de las Bagatelles de Glenn Gould. Compuse la novela escuchando las versiones que tan magistralmente hizo Gould de los clásicos. Cuando le preguntaron por qué los interpretaba de aquella manera tan personal, él contestó. “Hago diferentes lecturas de las partituras clásicas para mostrar que no hay una sola lectura de la realidad”. Aquella afirmación de Gould me ayudó en mi proceso creativo. Efectivamente, la realidad posibilita diferentes lecturas, y yo mismo estaba haciendo ficción basándome en la vida de unas personas reales. Unos personajes que cada vez se parecían más a lo que yo imaginaba que a lo que tal vez fueron en realidad. Escribiendo ficción pura mi imaginación no hubiera sido más libre.

Headlands Center for the Arts se encuentra en lo que antes era una base militar estadounidense. La base fue construida en 1904 y se desmanteló al finalizar la guerra fría. Como muestra de aquel pasado bélico, todavía se conservaba una planta lanzamisiles de aquella época. Los misiles habían sido desprovistos de la cabeza nuclear, y, cada fin de semana, voluntarios antimilitaristas hacían de guías para enseñarlos, era su modo de reivindicar que todo aquello no volviera a suceder. Ahora mismo, la base es un gran parque natural frente al océano Pacífico, y sus instalaciones han sido recicladas para acoger un centro de arte, un museo y diferentes locales para organizaciones sin ánimo de lucro. Los artistas vivíamos en pequeñas casas de madera para oficiales. Nuestras residencias estaban rodeadas de altos eucaliptos que cubrían sus tejados. Habían sido plantados allí después del ataque a Pearl Harbor. Hacían de parapetos ante una eventual ofensiva de la aviación japonesa. Hoy día, aquellos árboles eran el lugar preferido de juego de los mapaches.

Compartíamos el mismo techo varios escritores y un músico neoyorquino, Jeremy Novak. Jeremy, gran conversador, me dijo una vez mientras desayunábamos: “Se nota que eres europeo”. Le pregunté el porqué. “Siempre vas a la misma tienda a comprar, a la misma pequeña tienda”. Yo no me había dado cuenta, pero era verdad. Me gustaba comprar en una pequeña tienda de ultramarinos regentada por unos mexicanos. Eran muy amables y me hablaban en castellano. Sabían de todo, sobre todo de fútbol, y por eso aprovechaba para charlar con ellos de la gran temporada que estaba haciendo mi equipo, el Athletic de Bilbao, en Europa. Conocían a todos los jugadores casi mejor que yo. También compartía casa con Erica Lorraine Scheidt, miembro del grupo 628 Valencia, grupo de escritores liderados por Dave Eggers que organiza talleres de escritura en San Francisco para adolescentes en riesgo de exclusión. Hablábamos a menudo de literatura. Cuando le conté mi idea de novela, me aconsejó: “Escribe rápido, escribe breve”.

Así lo hice. Empecé a escribir la novela en marzo, y en mayo ya tenía el primer borrador. Una de las coordinadoras del centro, Holly Blake, se me reía. “Vamos a poner una placa en tu habitación. Tienes el récord de número de páginas escritas por un residente aquí”. Sabía que al volver a casa me tocaba reescribir lo allí escrito, ir frase a frase, palabra a palabra. Volver a escribir la novela dos, tres, cuatro, cinco veces, porque muchas veces la diferencia entre una buena novela y una mala es la reescritura. Tener la paciencia necesaria para esperar a que cuaje por completo, que no haya ninguna grieta, que todas las piezas estén en su lugar. Aun así, estaba satisfecho con haber escrito el primer borrador en tan poco tiempo.

Antes de volver a Bilbao desde Estados Unidos paré unos días en Nueva York. Almorcé con Antonio Muñoz Molina en un restaurante vietnamita de University Place. Le conté la historia de Robert Mussche y el proceso de escritura en Sausalito. Él sonrió y me dijo: “Es muy ilustrativo que hayas escrito la historia tan rápido. Ya verás, lo notará el lector. Dará unidad y emoción a la novela. De todas maneras, es curioso cómo surgen las historias. Cada historia sale a su debido tiempo. Uno puede estar rondando una novela por años, un germen de novela que uno puede pensar hasta que es fallida. Y al final, en una cafetería o en un viaje en automóvil, aparece la idea que le da sentido. Entonces comienzas a escribirla y notas que empieza a fluir todo con naturalidad”.

Me despedí de Muñoz Molina y me dirigí a la librería Strand. Subí al tercer piso a ver si encontraba algún maravilloso libro autografiado, como aquel Spoon river que compró Héctor Abad Faciolince. Desgraciadamente no hallé ninguno que mereciera la pena. Bueno, no importa. Tampoco hay que abusar de la suerte. Yo ya tenía mi historia, la historia de todos nosotros.

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