Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 11 de septiembre de 2013

IGNACIO MARTÍNEZ DE PISÓN. DIENTES DE LECHE; RICHARD YATES. UNA BUENA ESCUELA; JOHN LANCHESTER. CAPITAL

Hola, buenos días, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que cada miércoles os proponemos una obra literaria con la intención de despertar vuestra curiosidad por la lectura o, en muchos casos, y de modo más modesto, con la sencilla voluntad de avivar una afición lectora que probablemente ya existe en vosotros de modo genuino. Hoy continuamos con la pauta algo “excéntrica” que os presenté aquí hace siete días, excentricidad debida al doble anómalo motivo de que sean tres y no uno solo los libros recomendados y de que los tres se deban a autores ya reseñados en nuestra sección. Se trata de Dientes de leche, de Ignacio Martínez de Pisón, publicado por Seix Barral, Una buena escuela, de Richard Yates, en la editorial RBA, con traducción de Jordi Fibla en un texto plagado de erratas, y Capital de John Lanchester, que edita Anagrama en traducción de Antonio-Prometeo Moya.
 
Dientes de leche es la penúltima novela (de la última, El día de mañana, os di cuenta aquí en marzo de 2012) de Ignacio Martínez de Pisón, el magnífico escritor aragonés. Martínez de Pisón se dio a conocer con un libro, La ternura del dragón, saludada con entusiasmo en muy diversos ámbitos, el periodístico, el universitario, el editorial; una novela a la que siguieron algunas excelentes colecciones de relatos que fueron, también, muy aplaudidas por la crítica y muy celebradas por el público. Antofagasta y Alguien te observa en secreto son los títulos de dos de los más destacados de entre esos volúmenes de cuentos, publicados a finales de la década de los ochenta. Desde entonces ha colaborado en la prensa, ha escrito guiones cinematográficos (por ejemplo, el de Las trece rosas de Emilio Martínez Lázaro), ha hecho adaptaciones teatrales, reportajes, y por supuesto ha seguido publicando relatos y varias novelas, entre ellas, la muy ambiciosa El tiempo de las mujeres, y la singular Enterrar a los muertos, que supone un cambio de orientación en su obra, un nuevo enfoque del que, a mi juicio, participa esta Dientes de leche que hoy os presento. Quizá recordéis, pues Enterrar a los muertos fue objeto de una intensa atención en las publicaciones especializadas, que la novela narraba un hecho real, el asesinato del republicano José Robles Pazos en 1937, y su posterior investigación por el novelista norteamericano John Dos Passos, del que Robles Pazos era amigo y traductor al español, en un marco de oscuras conspiraciones en el seno de las fuerzas republicanas en el Madrid de aquel trágico enfrentamiento fratricida. El libro ofrecía una perspectiva distinta, ciertamente insólita, en el panorama, bastante trillado por otra parte, de las recreaciones literarias de la guerra civil española.
 
Pues bien, el referente de la guerra civil vuelve a estar presente en Dientes de leche. A partir de la historia de Raffaele Cameroni, un joven italiano que llega a España en 1937 para luchar como voluntario en el bando franquista en la contienda española, se nos cuentan, desde perspectivas múltiples, con saltos en el tiempo, mediante enfoques diversos y puntos de vista que se alternan y combinan de un modo muy eficaz y atractivo para el lector, las vidas de tres generaciones de una familia, la que constituye el propio Raffaele tras su matrimonio con una joven y guapa enfermera española, Isabelita. Ambos jóvenes se conocen, y ahí nace su noviazgo, durante una convalecencia del italiano en un hospital de Zaragoza al que había sido trasladado después de un difuso incidente bélico en el que acabó con varias piezas de metralla en un hombro.
 
Desde este hecho desencadenante situado en los días de la guerra, la novela avanza a través de la descripción de las peripecias vitales de Raffaele e Isabelita, ya madura y convertida en Isabel. Se nos narra la aventura empresarial de los protagonistas, una fábrica de pasta crecida gracias a las influencias, las especulaciones, los réditos económicos obtenidos por los vencedores; el nacimiento de los tres hijos, Rafael, Alberto y el benjamín, el discapacitado Paquito; la consolidación del hogar burgués de la familia Cameroni, el paso del tiempo, los conflictos en el matrimonio, el pasado secreto que lastrará la vida de Raffaele, el crecimiento de los hijos, la independencia y el compromiso político del mayor, Rafael, el noviazgo y la boda posterior de Alberto con la joven e impulsiva Elisa, la aparición de Juan, el primer nieto Cameroni, cuya figura protagoniza el comienzo de la novela.
 
Pero, más allá del relato de una historia familiar, común como cualquier otra y a la vez singular como cualquier otra, la novela interesa por lo que de modo pedante podríamos denominar el ‘intratexto’, lo que no se dice: la ternura, la emoción, los afectos, la tristeza, la grandeza y las pequeñas miserias de nuestras vidas, de todas las vidas, las lealtades y los enfrentamientos, el deterioro que el tiempo provoca y los recuerdos que anega con su opaca marea, los sueños y las tercas realidades, el inexcusable sometimiento al destino de unos seres, que más allá de su condición de personajes, se nos muestran como profundamente humanos, conmovedoramente humanos. Es precisamente este contexto de emociones sinceras, de sentimientos verdaderos, el que quiere evocar la metáfora que encierra el título del libro, Dientes de leche. Escribe Martínez de Pisón en un momento de la novela: ¡Qué extraño era el cuerpo humano, que prescindía de esos dientes cuando se encontraban en un estado de perfección y plenitud y aún no habían tenido tiempo de estropearse. Tenía Isabel la sensación de que con los dientes de leche la vida y la muerte se saltaban sus propias reglas, y esa excepción y esa rareza los hacían doblemente valiosos. ¿Y no representaban también todas las cosas bonitas que el tiempo y la vida obligaban a dejar atrás? Quien no fuera capaz de emocionarse al menos un poco ante uno de aquellos dientecitos carecía por completo de sensibilidad.
 
Una buena escuela, de Richard Yates, autor del que ya os había presentado Las hermanas Grimes en junio de 2012, es una novelita breve (no llega a las doscientas páginas) centrada en las experiencias que viven un grupo de alumnos y profesores que forman parte de la comunidad educativa de la Academia Dorset, un discreto -por no decir mediocre- centro de educación secundaria en Estados Unidos. La acción se desarrolla en los primeros años cuarenta del pasado siglo, coincidiendo con el inicio de la participación norteamericana en la segunda guerra mundial, circunstancia relevante pues la sombra de la incorporación a filas amenaza el futuro de los jóvenes estudiantes que terminan sus estudios preuniversitarios en el colegio.
 
Tres son los rasgos del libro que querría destacaros en este breve comentario. En primer lugar, la novela se mueve en el ámbito más usual y reconocible de las obras -no sólo literarias, también cinematográficas; durante su lectura me venía a la cabeza, pese a las muchas diferencias, El club de los poetas muertos- centradas en el mundo escolar, casi todas las cuales describen situaciones muy similares: las novatadas, el sexo furtivo, las asociaciones de estudiantes y sus reglas no escritas, la crueldad de las bromas juveniles, las fiestas de graduación, los bailes escolares, los profesores más o menos excéntricos. Los temas que se apuntan en la obra también son los habituales de este peculiar “universo” recreado en libros y películas: los problemas que nacen de la adolescencia y el paso a la edad adulta, la afirmación de la propia identidad, el despertar de la sexualidad, las relaciones de amistad, los primeros amores, la formación de la personalidad, el descubrimiento de la vocación.
 
Por otro lado, y en tanto la organización de la Academia Dorset responde a los esquemas de muchas universidades estadounidenses, en las que los profesores y sus familias habitan apartamentos o casas integradas en el campus, colindantes con los pabellones que albergan a los alumnos internos, la novela nos da cuenta también de las particularidades académicas de algunos de esos profesores, así como de sus conflictos familiares, sus crisis matrimoniales, las relaciones con los hijos, sus adulterios, sus decepciones, su frustración profesional, sus miserias personales, sus dudas existenciales que llegan, en algún caso, hasta el intento de suicidio...
 
Por último, y como ya he señalado, la inevitable aparición de la guerra -y con ella de la muerte- en el horizonte inmediato de los jóvenes estudiantes, proporciona a sus existencias una dimensión trágica que da trascendencia a la novela y la dota de una hondura que, sin ella, la reduciría al enésimo consabido retrato de ese tipo de instituciones escolares “cerradas” y algo claustrofóbicas.
 
Con un prólogo y un epílogo en los que se oye la voz en primera persona de uno de los chicos -cuya identidad no conoceremos hasta el final de la lectura, lo que aporta un rasgo de un cierto suspense-, y que indudablemente resulta ser un alter ego del autor, lo que confiere al libro una relevante carga autobiográfica, Una buena escuela es una novela muy estimable en la que, como en otras de Yates, aparecen reflejadas, con ternura y humor, con sensibilidad y cariño, las preocupaciones, los afanes, las ilusiones, las mezquindades, los sueños, las aspiraciones, los fracasos de un grupo de personas normales -Richard Yates pasa por ser el gran cronista de la clase media americana-, alumnos y profesores, que -cada uno desde su edad y posición- se enfrentan a la siempre difícil tarea de vivir.
 
De John Lanchester ya os había presentado, en junio de 2012, Novela familiar, en una reseña en la que también os aconsejaba la lectura de otra de sus estupendas novelas, El puerto de los aromas. Este Capital del que ahora quiero hablaros es también un libro excelente, que se lee con fruición (yo he devorado en tres días sus casi seiscientas páginas).
 
Al estilo de La vida instrucciones de uso, aquella genial novela -que yo leí arrobado en su primera edición de 1988- de Georges Perec (un autor que nunca ha aparecido en Todos los libros un libro, y que merece sin duda esa presencia, indiscutida, casi por cualquiera de sus obras), en la que se describía la vida entera (y hablo casi literalmente) de los cerca de doscientos habitantes de un inmueble parisino, en Capital John Lanchester nos muestra (con un enfoque por lo demás muy distinto al seguido por el escritor francés, que se presentaba como mucho más “intelectualizado” y experimental) las existencias de una decena de personajes, muy disímiles entre sí, aunque la acción de la novela los imbrique y los haga coincidir (como ocurre en tantas otras obras, de nuevo no sólo literarias sino también cinematográficas; pienso en Vidas cruzadas, la película de Robert Altman, o Manhattan transfer, el libro de John Dos Passos), que viven en distintas casas de una determinada calle de Londres, Pepys Road, la cual se constituirá -mediante la descripción de esas vidas- en un microcosmos que refleja -al modo de una poderosa, penetrante y convincente metáfora- la sociedad inglesa, y por extensión la de los restantes países desarrollados, en estos años de crisis.
 
Y así, Petunia Howe es una anciana viuda que vive sus últimos días en el que fue su hogar familiar, mirando la vida pasar a través de sus anticuados visillos de encaje. Roger Yount, cuya mansión se sitúa enfrente de la de Petunia, es un hombre al que, con cuarenta años, todo en la vida le había ido como una seda. Obsesionado por prosperar, por incrementar su ostentoso nivel de vida, “presionado” por las exigencias de Arabella, su esposa, una mujer acostumbrada a unos hábitos de consumo desmesurados, pasa sus días laborales -es un ejecutivo financiero- calculando las posibilidades de que su bono anual llegue por fin al millón de libras, y temiendo que de no ocurrir tal circunstancia el edificio de su felicidad conyugal, profesional y existencial se desmorone llevándolo a la ruina. Es, de todos los habitantes de la calle en los que se fija Lanchester, el que mejor refleja una de las principales propuestas “simbólicas” del libro, que a mi juicio no es otra, como ya he señalado anteriormente, que mostrarnos las contradicciones del Estado de bienestar, un mundo, éste en el que vivimos, de patrimonios opulentos y pobreza brutal, de injustas desigualdades, un inmenso artificio, una descomunal burbuja económica condenada -lo vemos en nuestros días- a explotar y alterar de manera radical el panorama de la vida que hemos conocido en los países desarrollados en los últimos cincuenta años. Estamos, pues, ante una de las dos acepciones del término "capital", recogido en el título de la obra: el capital, el dinero, la riqueza, la fortuna,  el becerro de oro que ha “colonizado” nuestras sociedades.
 
Ahmed Kamal, es un paquistaní, esforzado propietario de una tienda miscelánea -vende periódicos, chocolatinas, pan, legumbres, bolsas de basura, dentífricos, pilas, refrescos, cedés- que vive en Pepys Road con los miembros de su familia, de entre los que destacan su dos hermanos, el inmaduro y respondón Usman, que trabaja en la tienda y parece acoplado -con reticencias- al tipo de vida occidental, y Shahid, un soñador, un idealista, un trotamundos, un vago -como dice su hermano- que coquetea con grupos islamistas colindantes con el terrorismo fundamentalista.
 
El caso de Quentina Mkfesi es diferente al de los anteriores personajes, pues no habita en Pepys Road aunque sí pasa a menudo algunas de sus horas laborales en dicha calle. Quentina, licenciada y máster en Ciencias por la Universidad de Zimbabue, trabaja “sin papeles” -o más exactamente, con una documentación falsificada- como despiadada vigilante de aparcamiento, sometida a una exigencia del gobierno, el ayuntamiento y su empresa -no difundida de modo oficial pero a todas luces vigente y que ella cumple con denuedo- que la lleva a cubrir unas cuotas diarias de multas de estacionamiento, encontrando en el más que acomodado vecindario de nuestra calle “protagonista” una buena fuente de ingresos.
 
Bogdan es un albañil polaco, de nombre real Zbigniew Tomascewski, persuadido de que su estancia en Londres es sólo un interludio temporal en el que trabajar y ganar dinero para volver a su tierra. Ocupado en reparaciones varias, acaba prestando servicios en las casas de Roger, pues Arabella, la esposa de este, quiere acometer -por enésima vez- una reforma en su hogar, y de la anciana Petunia, en la que la realización de la obra provoca una consecuencia imprevista y esencial en el desarrollo del relato.
 
En este elenco de personajes variopintos relacionados con la calle Pepys, destaca también Smitty, joven artista especializado en performances e instalaciones y una leyenda del mundo del arte, en el que se desenvuelve con el misterio y la condición enigmática de tantas otras figuras artísticas actuales -pienso en el escurridizo, exitoso, sorprendente y genial Banksy-. De Smitty solo conoceremos su condición de nieto de Petunia Howe.
 
Freddy Kamo es un futbolista senegalés, recién fichado por un equipo londinense, que es “instalado” por el hombre para todo del club, Michael Lipton Miller, en una vivienda de alquiler en la Pepys Road. Y también conocemos a Matya Balatu, una chica húngara, licenciada en ingeniería mecánica, que acaba sirviendo en casa de los Yount, y a Mary, la hija de Petunia, con su marido Alan, y a Mark, el arribista subordinado de Roger, y a Patrick Kamo, el padre del futbolista, y a Piotr, el amigo de Bodjan, cuya amistad pone en peligro la presencia de Davina, amante del albañil y de la que el romántico Piotr está enamorado, y tantos otros...
 
Entre ellos hay que resaltar al inspector Mill, que entra en acción porque los habitantes de las casas de Pepys Road empiezan a recibir anónimos, en formatos diversos, que incluyen fotos, vídeos, grabaciones varias, con una frase reiterada: Queremos lo que usted tiene, en alusión explícita a las viviendas. El policía recibirá el encargo de averiguar el origen de los anónimos y el propósito que mueve a sus autores.
 
A partir de este amplio elenco de personajes, de los que se describen, con soltura y pulso narrativo, con humor e inteligencia, sus existencias, el autor nos habla del Capital, en una primera acepción ya comentada -desde mi punto de vista la más notable- del título de la novela, y de la Capital, en referencia a un Londres que, como si de un Dickens contemporáneo se tratara, Lanchester dibuja con maestría.
 
Os dejo ya con un fragmento de esta última obra, su prólogo, en el que se describe el origen y la evolución de Pepys Road y que ayuda a situarnos en la novela que se abre a continuación. Como ilustración musical he elegido Danny Boy, una canción tradicional irlandesa que en Una buena escuela canta el padre del narrador “último” de la historia. Aquí os la ofrezco en la versión, algo engolada pero igualmente emotiva, de Bing Crosby.
 
 
Al rayar el alba de un día de fines de verano, un hombre con sudadera de capucha avanzaba lenta y silenciosamente por una calle normal y corriente del sur de Londres. Se proponía algo, aunque para cualquier espectador habría resultado difícil adivinar qué. Unas veces se pegaba a las casas, otras se alejaba. Unas veces miraba hacia abajo, otras hacia arriba. De cerca, nuestro espectador habría estado en condiciones de decir que el joven llevaba una pequeña videocámara de alta definición; lo malo era que no había ningún espectador, de modo que no había nadie que lo advirtiera. Exceptuando al joven, la calle estaba vacía. Ni siquiera los madrugadores se habían levantado aún y no era día de reparto de leche ni de recogida de basuras. Puede que lo supiera, en cuyo caso filmar las casas no era una casualidad.
 
El lugar donde filmaba era Pepys Road. No era una calle que desentonara en aquella parte de la ciudad. Casi todas las casas eran de la misma época. Las había construido un promotor inmobiliario de finales del siglo XIX, durante la prosperidad económica que se había producido a raíz de la supresión del impuesto sobre el ladrillo. El promotor había contratado a un arquitecto de Cornualles y a una cuadrilla de albañiles de Irlanda y las casas se levantaron en cosa de dieciocho meses. Tenían tres plantas y todas eran distintas, ya que el arquitecto y los trabajadores introducían pequeñas variantes, en la forma de las ventanas, o en las chimeneas, o en los detalles de la albañilería. Según una guía de la arquitectura local: “Cuando se sabe, da gusto mirar los edificios y detectar las pequeñas diferencias.” Cuatro casas tenían fachada doble y abarcaban el doble de espacio que las otras; como el espacio escaseaba, estas casas valían tres veces más que las de fachada simple. El joven parecía fijarse especialmente en estas casas más grandes y más caras.
 
Las casas de Pepys Road se habían construido para un mercado concreto: la idea era atraer a familias de clase media baja que estuvieran dispuestas a vivir en una parte poco elegante de la ciudad a cambio de la oportunidad de poseer una casa adosada: una casa con espacio suficiente para el servicio. Durante los primeros años no estuvieron habitadas por procuradores, abogados o médicos, sino por sus pasantes o empleados: gente respetable, que ya no era pobre y tenía ambiciones. Durante los decenios siguientes, la demografía de la calle experimentó altibajos en lo referente a la edad y a la clase, se volvió más o menos popular entre las familias jóvenes con perspectivas de futuro y la zona prosperó por temporadas. La zona fue bombardeada en la Segunda Guerra Mundial, pero Pepys Road siguió intacta hasta que una bomba volante V-2 la alcanzó en 1944 y destruyó dos casas del sector central. El solar estuvo vacío durante años, como una dentadura a la que le faltan los incisivos, hasta que en los años cincuenta se construyó allí una nueva casa con balcones y puertas vidrieras, lo cual producía un efecto muy extraño en medio de aquella arquitectura victoriana. Aquel decenio cuatro casas fueron habitadas por sendas familias llegadas hacía poco del Caribe; los padres trabajaban para la London Transport. En 1960, un espacio de forma irregular y cubierto de hierba que había en un extremo de Pepys Road, y que estaba vacío desde que la última estructura fuera destruida por las bombas alemanas, se pavimentó con hormigón y encima se construyó una pequeña tienda.
 
Sería difícil señalar el momento exacto en que Pepys Road empezó a ascender en la escala económica. Una respuesta convencional sería decir que había ido a remolque de la prosperidad británica, que había pasado de ser la desgarbada crisálida de fines de los setenta a ser la vulgar y ruidosa mariposa de la era Thatcher y el largo período de crecimiento que la había seguido. Sin embargo, no era ésa la impresión que tenía la gente que vivía allí, y no sólo porque también los vecinos hubieran cambiado. Al subir los precios de las casas, los vecinos de clase trabajadora, tanto los autóctonos como los inmigrantes, habían aprovechado la coyuntura y se habían mudado, por lo general a casas más grandes en barrios más tranquilos, con vecinos como ellos. Los que llegaron tendían a ser más de clase media, maridos con un empleo bien pagado pero no de un modo espectacular y esposas que se quedaban en casa y cuidaban de los niños, porque las casas seguían siendo populares, como antes, entre las familias jóvenes. Luego, conforme seguían subiendo los precios y cambiando los tiempos, los que llegaban eran familias en las que trabajaban tanto el marido como la mujer, mientras los niños se quedaban en casa con canguros o en guarderías.
 
Los vecinos empezaron a adecentar las casas, no sobre la marcha como en decenios anteriores, sino acometiendo reformas sistemáticas, al estilo de demolición de paredes y planta abierta que se había puesto de moda en los años setenta y nunca había dejado de estar vigente. La gente reformó los desvanes; cuando el ayuntamiento viró hacia la izquierda en los ochenta y dejó de conceder permisos, un grupo de vecinos presentó una demanda, defendiendo su derecho a ampliar las viviendas hacia arriba, y ganó el caso. Parte de su argumento fue que las casas se habían construido para alojar familias y la reforma de los desvanes casaba con el espíritu con que se habían construido, lo cual era cierto. Siempre había alguien que estaba reformando su casa; y no había día en que la calle no estuviera llena de contenedores, furgonetas de albañiles, martillazos, estrépitos de toda procedencia, zumbidos de taladros, rugidos de motores y los alaridos de los transistores de los albañiles y del personal de los andamios que formaban parte del lote. Esta actividad decreció un poco a raíz de la crisis de la vivienda de 1987, pero cobró nuevos bríos diez años más tarde. A finales de 2007, después de un nuevo y largo período de crecimiento, lo normal era que dos o tres vecinos estuvieran haciendo reformas importantes al mismo tiempo. Se había puesto de moda abrir sótanos, a un precio global que no solía ser inferior a cien mil libras. Pero como a más de un excavador de cimientos le gustaba señalar, el sótano aumentaba el valor de la casa, así que vista desde determinada perspectiva -y era una perspectiva muy compartida, dado que muchos nuevos vecinos trabajaban en la City-, la construcción de sótanos salía gratis.
 
Todo esto era parte de una profunda transformación que se estaba operando en la naturaleza de Pepys Road. En el curso de su historia, en la calle había ocurrido casi todo lo que podía ocurrir. Muchísimas personas se habían enamorado y desenamorado; una joven había recibido su primer beso, un anciano había exhalado su último suspiro, un procurador que salía del metro al volver del trabajo había alzado los ojos al cielo azul peinado por el viento y había experimentado un súbito consuelo religioso, la convicción de que esta vida no podía serlo todo y de que era imposible que la conciencia terminara al finalizar la vida; habían muerto niños de difteria, ciertas personas se habían chutado heroína en el cuarto de baño y algunas jóvenes madres se habían echado a llorar con una abrumadora sensación de cansancio y aislamiento, y otras personas habían planeado huir, preparado una importante ruptura, permanecido ociosas delante del televisor y prendido fuego a la cocina por haberse olvidado de apagar la freidora, y se habían caído de una escalera de mano, y habían experimentado todo lo que puede suceder en la vida, nacimiento y muerte, amor y odio, alegría y tristeza, sentimientos complejos y sentimientos sencillos y toda la gama de emociones intermedias.
 
Por entonces, sin embargo, la vida de los habitantes de Pepys Road había sufrido un giro imprevisto. Por primera vez en su historia, la gente que vivía en aquella calle era rica, desde un punto de vista global e incluso local. Lo que hacía ricas a aquellas personas era el solo hecho de vivir en Pepys Road. Eran ricas simplemente por eso, porque todas las casas de Pepys Road, como por arte de magia, se valoraban ahora en millones de libras.
 
Esta circunstancia produjo un curioso cambio. Durante casi toda su historia, la calle había estado habitada, más o menos, por la clase de personas para la que se había construido: las que no podían permitirse dispendios y aspiraban a más. Estaban contentas de vivir allí y vivir allí era parte de un denodado y resuelto deseo de ir a más, de tener una buena vida para ellas y sus familias. Pero las casas eran el telón de fondo de su existencia: eran una parte importante de la vida, un escenario donde se producían acontecimientos, no los personajes principales. Ahora, sin embargo, las casas se habían vuelto tan valiosas para quienes ya vivían en ellas, y tan caras para quienes las habían ocupado en fecha reciente, que se habían convertido en protagonistas por derecho propio.
 
Estas cosas sucedieron al principio poco a poco, gradualmente, mientras el nivel medio de los precios ascendía por entre las primeras centenas de millar, y entonces, cuando el personal del sector financiero descubrió la zona y los precios de las casas en general empezaron a subir como la espuma, y la gente empezó a cobrar primas muy elevadas, primas que eran el triple o el cuádruple de su teórica paga anual, primas que eran múltiplos del salario medio nacional, y un clima de histeria generalizada se apoderó de todo lo que tenía que ver con los precios de las viviendas, entonces, de repente, los precios subieron tan aprisa que fue como si tuvieran voluntad propia. Hubo una frase que se oyó durante decenios, una frase muy inglesa: “¿Has oído lo que han sacado por la casa de más abajo?” La sorprendente cantidad de que se hablaba había estado en otros tiempos al nivel de la decena de millar. Luego pasó a los múltiplos de la decena de millar. Luego se introdujo en las primeras centenas de millar, luego en las últimas centenas, y ahora la cifra tenía ya siete dígitos. Fue lógico y comprensible que la gente pasara todo el tiempo hablando de los precios de la vivienda; el tema surgía a los pocos minutos de iniciar una conversación. Cuando las personas se encontraban, se resistían a tocar el tema con un consciente sentido de la contención, y cedían con alivio al deseo de hablar al respecto. Fue como en Texas durante la fiebre del petróleo, sólo que en vez de abrir un agujero en el suelo para que saliera combustible fósil, la gente sólo tenía que quedarse sentada e imaginar que el valor real de sus casas subía tan rápido que apenas se veía la progresión de las cifras. Cuando los padres se iban al trabajo y los hijos a la escuela, se veía poca gente en la calle por el día, sólo albañiles; pero durante toda la jornada llegaban cosas a las casas. Al encarecerse las viviendas, era como si hubieran cobrado vida, y tuvieran deseos y necesidades propios. Las furgonetas de Berry Brothers and Rudd servían vino; había furgonetas de dos o tres compañías para pasear perros; había floristas, paquetes de Amazon, entrenadores personales, empleados de limpieza, fontaneros, profesores de yoga, y a lo largo del día se acercaban a las casas como suplicantes y eran engullidos por ellas. Había servicios de lavandería, de limpieza en seco, mensajeros de FedEx y UPS, había cunas para perros, cintas de impresora, sillas de jardín, carteles de películas antiguas, pilas de deuvedés, hallazgos de eBay, compras impulsivas en subastas de eBay, bicicletas compradas por correo. La gente acudía a las casas a pedir y vender cosas (toallas para los sin techo, agentes de ventas de compañías de servicios). Los tenderos, los entrenadores y los obreros especializados desaparecían en el interior de los edificios y salían cuando terminaban. Las casas eran ya como las personas, personas ricas además, dominantes, con necesidades propias que no tenían empacho en ser satisfechas. Todo el tiempo había albañiles en la calle, revisando las casas, arreglando áticos y cocinas, derribando, añadiendo, y siempre había por lo menos un contenedor en la calle y por lo menos un andamio. La última manía era adecentar sótanos y convertirlos en espacios útiles -cocinas, habitación de juegos, lavaderos, y de las casas que soportaban la manía en cuestión salían cintas transportadoras que trasladaban los escombros a los contenedores. Como la tierra estaba comprimida por el peso de los edificios, al cavarse, su volumen se multiplicaba por cinco o por seis, de manera que había algo muy raro, incluso siniestro, en aquellas excavaciones, como si la tierra se dilatara, vomitase, se negase a ser cavada y brotara del suelo de un modo exagerado, como si fuera antinatural hundirse en su seno para conquistar más espacio y la excavación pudiera proseguir eternamente.
 
Tener una casa en Pepys Road era como estar en un casino con la garantía de ganar. Quien ya vivía allí, era rico. Quien quisiera mudarse allí, tenía que ser rico. Era la primera vez en la historia que se producía un fenómeno semejante. Gran Bretaña había pasado a ser un país de ganadores y perdedores, y quienes vivían en la calle, sólo por vivir allí, habían ganado. Y el joven de aquella mañana estival seguía avanzando, filmando aquella calle llena de ganadores.


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