Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 27 de noviembre de 2013

JAUME CABRÉ. YO CONFIESO

Hola, buenas tardes, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os ofrecemos una propuesta de lectura que pueda interesaros. Mi recomendación de hoy no creo que tan sólo despierte vuestro interés, sino que tocará vuestras emociones, os hará pensar, os entretendrá, os conmoverá, os entusiasmará, pues se trata de una excepcional novela, con muy altas virtudes literarias pero con un aún mayor -si cabe- calado humano. El libro del que os hablo, cuyo título quizá ya conozcáis, pues gozó de una más que notable repercusión pública hace unos meses, con Premio de la Crítica incluido, es Yo confieso, escrito por Jaume Cabré, publicado por la editorial Destino, y traducido al castellano desde su catalán original por Concha Cardeñoso Sáenz de Miera.
 
Vaya por delante, como tantas otras veces en casos similares, que todo intento de resumir un libro de tanta extensión, ochocientas cincuenta páginas; tanta densidad, pues el relato, aunque centrado sobre todo en las últimas seis décadas de la vida de su protagonista, se ramifica y alarga y hunde sus raíces en sucesos con varios siglos de antigüedad; tantos personajes, con más de ciento cincuenta repertoriados (vocablo no admitido por la Academia pero que me he apropiado con gozo desde que lo leí en Andrés Trapiello, que lo usa habitualmente) en el dramatis personae final; y tan complicada elaboración, ya que ha ocupado ocho años de la vida de su autor, es una pretensión condenada al fracaso. Intentaré, para evitar la frustración -leve- que me acomete en estas situaciones, esbozar sólo algunos de los rasgos relevantes de la obra, teniendo que dejar en el tintero, necesariamente, muchos otros.
 
Empiezo, pues, con un sucinto apunte de su trama argumental. Adrià Ardèvol, un humanista con conocimientos de muy variadas disciplinas, doctorado en Tübingen, profesor universitario, frecuentador de los clásicos, autor de varios libros sobre el pensamiento occidental y la historia de la cultura, capaz de desenvolverse en una decena de lenguas, algunas de ellas muertas, un sabio, en definitiva -quiero saberlo todo, lo que se sabe ahora y lo que se sabía antes. Y por qué se sabía o por qué todavía no se sabía-, nacido en Barcelona, en un gran piso del Eixample, en 1946 (casi coetáneo, pues, del propio Cabré, que es del 47; uno más de los rasgos autobiográficos del libro), se encuentra afectado, en los últimos años de su vida, por la enfermedad de Alzheimer. Consciente de su deterioro, decide escribir una larga confesión en la que repasa su vida entera. Confiteor, declara, yo confieso. Un análisis introspectivo de los sesenta años de su existencia que acaba entreverándose, en una dimensión más universal, con un repaso a cinco siglos de la historia de la humanidad. Me encuentro viejo y la dama de la guadaña me invita a seguirla. Veo que ha movido el alfil negro y, con un gesto cortés, me anima a seguir la partida. Sabe que estoy muy escaso de peones. De todas maneras, todavía no es mañana y miro a ver qué pieza puedo mover. Estoy solo ante el papel, la última oportunidad que tengo. Y más adelante: Escribo con mucha dificultad, cansado, desorientado, porque empiezo a tener lapsus preocupantes. Por lo que me da a entender el médico, cuando estas hojas estén impresas, querida mía, seré un vegetal incapaz de pedir a alguien que, ya no por amor, al menos por compasión, me ayude a dejar de vivir.
 
Estas dos vertientes principales de la narración de Adrià, la introspectiva y la “externa”, coinciden materialmente en el texto del que el libro nos da cuenta. Durante meses el protagonista escribe de modo simultáneo en las dos caras de su manuscrito. En una de ellas -la dimensión subjetiva, podríamos decir, de su inagotable torrente verbal, la confesión propiamente dicha- recoge el relato de su vida, de los hechos, de su infancia y sus estudios, de su carrera académica y profesional, de su familia y sus amigos, pero también de los propios temores, de los odios, de los juicios, de los menosprecios, de las angustias, de las añoranzas, de las cobardías... y, claro está, del amor, personificado en Sara, su gran pasión y a la que está dirigida su larga declaración. En la otra cara del papel garabateado, la vertiente objetiva -pero ambas acaban, como digo, imbricándose y coincidiendo: Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa, me lo enseñaron en el colegio, a mí, que no estoy ni bautizado, me parece. (...) Soy culpable de todos los terremotos, incendios e inundaciones de la Historia. No sé dónde está Dios-, Adrià ensaya una reflexión sobre el acontecer de la sociedad humana a partir de la perspectiva del mal, de la barbarie, de la degradación moral a la que se ha entregado el hombre a lo largo de los siglos: la brutalidad medieval, la cruel Inquisición, el inconcebible y atroz y devastador y sanguinario “experimento” de la “limpieza étnica” nazi.
 
En el primero de los planos la infancia del protagonista ocupa un lugar destacado. El padre de Adrià, Félix Ardèvol, es un hombre autoritario, exigente y rígido. Ex-seminarista, hombre intelectualmente brillante, sólo se interesa por la dimensión académica de la vida de su hijo, por su rendimiento escolar, por una futura carrera profesional que ha de ser, inexorablemente, la que él mismo ha marcado para su vástago. También la madre del niño, silenciosa, sometida a la fuerte personalidad de su marido, aunque, tras la muerte de éste, igual de insensible ante su hijo que lo fuera en vida el padre, tiene un papel relevante en este ámbito del libro. La novela está trufada de reflexiones tanto del Adrià adulto, que mira con melancolía retrospectiva su infancia en cierto modo perdida (Comprendió que no había sido niño ni de pequeño; o también: Yo era un niño solitario e infeliz con unos padres insensibles a todo lo que no fuese mi inteligencia, y que no sabían preguntarse si yo quería ir al Tibidabo a ver los autómatas, que se movían como personas si se les echaba una moneda. Pero ser niño quiere decir tener capacidad para oler la flor que brilla entre el barro tóxico. Y quiere decir saber ser feliz con un camión de cinco ejes que era una caja de cartón de sombrero de señora; o igualmente: En esa época, el ablativo absoluto no tenía secretos para mí, pero la vida sí; o aún esta otra: Fue un error nacer en aquella familia por muchos motivos. Lo que me dolía era que mi padre sólo supiera que yo era su hijo. Todavía no se había dado cuenta de que era un niño; y sobre todo: Tengo toda la infancia en casa grabada en la cabeza como diapositivas de pinturas de Hopper, con la misma soledad pegajosa y misteriosa. Y me veo en ellas como un personaje sentado en una cama deshecha, con un libro abandonado en una silla desnuda, o que mira por la ventana o sentado junto a una mesa limpia, mirando la pared vacía. (...) Y si Hopper decía que pintaba porque no lo podía decir con palabras, yo lo escribo con palabras porque, aunque lo estoy viendo, soy incapaz de pintarlo. Y siempre lo veo como él, a través de ventanas o de puertas entornadas. Y al final sé lo que no sabía. Y lo que no sé me lo invento y también es verdad), como del Adrià niño que, en presente, se lamenta de su solitaria vida familiar (No me quieren, me calculan. Me miden el coeficiente intelectual, hablan de mandarme a Suiza, a una escuela especial, y de matricularme en tres cursos a la vez; o esta otra, esclarecedora y tristísima: es tan difícil ser niño y fingir que eres hombre y que te importa un bledo lo que, por lo visto, importa un bledo a los hombres, y darse cuenta de que importa mucho, pero es preciso disimular, porque si los demás se enteran de que no te importa un bledo, sino dos o tres, se reirán y dirán, eres un criajo).
 
En esta parte del libro (aunque, como aclararé más adelante, no existen en propiedad “partes” del libro, claramente diferenciadas, más allá de la natural división en capítulos, sino que ambas dimensiones de la narración se entremezclan en una estructura compleja muy bien ensamblada, atrevida literariamente y sin embargo de una gran belleza y una enorme eficacia), aparecen las grandes preocupaciones de la vida del protagonista, la amistad (entrañable la que mantiene con Bernat desde la adolescencia hasta el fin de sus días; problemática, pues en ocasiones linda con una relación sentimental conflictiva, la que le une a Laura), el amor (hace treinta o cuarenta años que nos conocimos Sara y yo. Es la persona que ha iluminado mi vida y por la que lloro más amargamente. Una niña de diecisiete años, con el pelo oscuro, recogido en dos trenzas, que hablaba catalán con deje francés como si fuera del Rosellón, y que no ha perdido nunca. Sara Voltes-Epstein, que ha ido entrando en mi vida intermitentemente y a quien siempre he echado de menos), la belleza, el conocimiento, la música, la escritura, el arte, y, claro, la culpa, lo que nos lleva a la otra gran vertiente de la propuesta literaria de Yo confieso, el ya mencionado asunto del mal.
 
Hay una imagen esencial que concentra lo fundamental del libro, un excepcional violín que recorre la novela de principio a fin, que engarza los dos planos de la obra y que “funciona” -asociado, en su viaje a lo largo de los siglos, a la peculiar historia universal de la infamia que el autor quiere presentar- como emblema de lo que Jaume Cabré nos cuenta. Se trata de un ejemplar casi único, un “storioni” -Laurentius Storioni Cremonensis me fecit. 1764-, que surca, en multitud de historias, la narración. Hay un pequeño monasterio medieval, Sant Pere de Burgal, y un pergamino que es el acta de la fundación de ese convento y que llega a poseer Adrià, que escribe sobre el documento: Cuando lo toco, me emociona la larga historia que simboliza. Entonces pienso en los monjes que lo recorrerían a lo largo de los siglos, en los siglos de los rezos a Dios, que no existe, en las salinas de Gerri, en los encumbrados misterios del Burgal. Y en los campesinos que morían de hambre y enfermedades, en los días que van pasando lentos, pero implacables, y en los meses y los años... y me emociono. Y está Jachiam de Pardàc, que en un bosque de abetos encuentra un arce del grosor adecuado, y percibe el canto de la madera, y que tras la tragedia de su familia, los Mureda de Pardàc, y el incendio de sus tierras en Paneveggio, llega a Cremona en 1705 con un cargamento de esa madera excepcional. Y conocemos a Lorenzo Storioni, que transforma esa maravilla de la naturaleza y la convierte en una pieza extraordinaria en el taller de los afamados Guarneri: Admiró al tacto el ritmo de lo curvatura. Lo posó encima de la mesa del taller y se alejó hasta que dejó de oler la intensa fragancia del abeto y el arce milagrosos. Un buen violín, además de sonar bien, debe ser placentero a la vista y fiel a las proporciones que le dan valor. Y sabemos también de Guillaume-François Vial que llega a asesinar en su obsesión por el violín. Y Matthias Alpaerts, con su familia borrada del mundo por el absurdo delirio nazi en Auschwitz-Birkenau, y el doctor Voigt y Konrad Budden que, con la excusa del interés científico, aplican su ciencia médica a la despiadada tortura sistemática en el campo de exterminio, y Rudolf Höss el abyecto comandante de ese lugar del espanto... Todos tienen contacto con el instrumento, sufren, luchan, compran, sobornan, traicionan, matan o mueren por él... hasta que llega a las manos del propio Adrià, que lo recibe de su padre, uno más -el nada inocente Félix Ardèvol- en la larga lista de quienes han envilecido la posesión del maravilloso violín: A lo largo de la vida he aprendido que este violín no es mío, sino que yo soy suyo. Soy uno más de los muchos que lo han poseído. A lo largo de la vida este storioni ha tenido diversos instrumentistas a su servicio. Y hoy es mío, pero yo sólo puedo admirarlo. Por eso me hace ilusión que aprendas a tocar el violín y continúes la larga cadena de la vida de este instrumento. Nuestro protagonista es consciente del valor simbólico de la pieza, de su condición de desencadenante de historias: No sé por qué no quería vender el Vial, ese violín que estaba tan cerca de las desgracias pero que me había acostumbrado a tocar cada día más horas. Puede que fuera por las cosas que me había contado mi padre, o por las vidas que me imaginaba tocando su madera. (...) A veces, sólo con pasar un dedo por la piel del violín, me voy a la época en que el árbol crecía sin sospechar que un día tomaría la forma de violín, de storioni, de Vial. No es una excusa, pero el Vial era una especie de mirador de la imaginación. El violín es en sí mismo el arte, la belleza, la limpieza del alma, la perfección, las más altas cimas del espíritu a las que puede llegar el ser humano, pero en su azarosa existencia refleja también la vileza, el horror, la abyección, lo más innoble e impuro y despiadado de lo que somos capaces los hombres. Parece mentira que las cosas más inocentes puedan dar lugar a las tragedias más impensables, se dice en el libro, repleto de reflexiones sobre la maldad inherente a la naturaleza humana -¿o mero fruto de la depravación de algunos individuos singulares?-, como algunas de las que ahora resalto aquí por su carácter significativo: El hombre destruye al hombre, pero también compone El paraíso perdido. O igualmente: Schubert es la verdad artística y para salvarnos tenemos que agarrarnos a ella. También: Si yo puedo hacer daño porque sí y no pasa nada, la humanidad no tiene futuro. O esta final, muy reveladora: Llegué a la conclusión de que si Dios Todopoderoso permite el mal, Dios es un invento de mal gusto.
 
En este sentido, Yo confieso resulta una reflexión, hoy más necesaria que nunca, imprescindible, sobre la capacidad del hombre para hacer el mal. La dramática confesión de Adrià y, en último término, la del propio Jaume Cabré, constituyen un recordatorio, trágico pero también magnífico, del horror y la iniquidad, de la depravación y la ignominia, de la bajeza, la animalidad, el envilecimiento y la ruindad del ser humano. El protagonista, y a través de él el autor, se obliga -y en cierto modo nos la exige también a nosotros, los lectores- a una misión inexcusable que no podemos -que no deberíamos- soslayar: Se impuso la tarea de recordar el mayor número posible de caras, de gemidos, de lágrimas y gritos de espanto, y se pasaba las horas inmóvil, sentado ante la mesa desnuda. Y ello pese a que escribir es revivir y pasarse años reviviendo el infierno es insoportable: murieron por haber escrito el horror que ya habían vivido. Y al final tanto dolor y tanto pánico... reducidos a mil páginas o a dos mil versos; casi parece un sarcasmo condensar tanta pesadumbre en medio palmo de papel impreso.
 
Y todo ello -la multiplicidad de narraciones, el relato biográfico de Adrià, el repaso a la histórica maldad del hombre, la infinidad de personajes- contado a través de un texto literariamente impecable, arriesgado formalmente y de resolución sin embargo perfecta, construido a partir de una estructura difícil pero precisa, muy elaborada pero magnífica en su resultado final; una obra espléndida en la que su artificio, su sutil engranaje interno, la trabajada ingeniería de su construcción no dejan apenas rastro del andamiaje que la sustenta, pues como lectores nos embebemos en sus páginas llevados de la mano de un narrador dotado de una capacidad poderosísima de subyugar con su escritura.
 
Quiero señalar, como el rasgo quizá más destacado de este refinamiento en la composición, de esta “fábrica” oculta del libro, un sólo aspecto muy significativo. Se trata de la mezcla, el aparente desorden, la supuesta confusión -supuesta, porque sólo se muestra en una apreciación superficial- de planos, de tiempos, de personajes, de voces, de perspectivas. Toda la vida -dice el protagonista- he mezclado las cosas. No lo digo con orgullo, más bien con resignación contenida. Por mucho que me lo haya propuesto, no he sabido encerrar cada cosa en un compartimiento estanco, todo se me mezcla, como ahora mismo esto que te escribo, y las lágrimas son la tinta. Y así, en el seno de una misma página, de un mismo párrafo, a veces de una misma línea -lo que exige una lectura atenta, intensa pero extraordinariamente gozosa- se mezclan las historias, saltamos del siglo quince al veinte, de la infancia del protagonista a su decadencia senil; el inquisidor Nicolau Eimeric se convierte en el director del campo de exterminio, Adrià muta en su progenitor, la joven Sara comienza una frase que termina un padre de familia judío encerrado en un tren de la muerte, un monje benedictino medieval habla y la réplica llega de un luthier lombardo del dieciocho; el amigo Bernat escucha la repetitiva perorata de un guía turístico y quién contesta es la protagonista de su nueva y fallida novela; en el curso de una conversación entre personajes humanos, de carne y hueso, aparece la voz “ficticia” del jefe indio Águila Negra o del Sheriff Carson, los muñecos de goma del niño Ardèvol; la primera persona del relato subjetivo se convierte, tras tan sólo una coma, en la tercera persona del narrador objetivo, omnisciente; los caracteres imaginados por el autor, los principales protagonistas y, obviamente, muchísimos secundarios, conviven en el relato con el historiador Isaiah Berlin, o el gobernador civil de Barcelona Wenceslao González, o el propio Rudolf Höss, entre otros individuos “verdaderos”, históricos, que han existido en la vida real.
 
Es cierto que todos estos recursos no son nuevos, que ya han adquirido plena carta de naturaleza en la literatura desde hace décadas, y que son “digeridos” con naturalidad por cualquier lector medianamente formado; es cierto que antes de Cabré existieron Faulkner y James y Vargas Llosa, cuya Conversación en la Catedral, el paradigma -a mi juicio- de la utilización de estos recursos literarios, me ha venido a la cabeza en numerosas ocasiones mientras leía Yo confieso; todo ello es cierto, pero también lo es que el dominio de Jaume Cabré en estas técnicas, sin resultar, por lo tanto, novedoso, es excepcional y dota a su libro, como he señalado antes, de una dimensión literaria -además de la inequívoca humana- extraordinaria.
 
No deberíais perderos este Yo confieso monumental. Su lectura constituirá para vosotros, sin duda alguna, como lo ha sido para mí, una experiencia inolvidable, la que siempre provocan los libros que despiertan la capacidad de fascinar al lector; de admirarlo por la inteligencia que contiene o por la belleza que genera, como leemos en un momento de la obra.
 
Para complementar con una referencia musical esta reseña que aquí termina, os ofrezco, claro está, una pieza de violín (y piano y violonchelo). Reconociendo mi ignorancia supina en los dominios de la música clásica, de modo que no sé si cito correctamente, os ofrezco el Trío n° 2, en mi bemol mayor, opus 100, de Schubert que suena en un momento destacado del libro.
 
 
A pesar de su carácter huraño, mi padre me fascinó mucho tiempo y yo deseaba complacerlo. Y, sobre todo, ansiaba que me admirase. Brusco, sí; con mal genio, también; y no me quería nada. Pero yo lo admiraba. Seguramente me está costando tanto hablar de él precisamente por eso, por no justificarlo. Por no condenarlo.
 
Una de las pocas veces, si no la única, que me dio la razón me dijo muy bien, me parece que tienes razón. Guardo el recuerdo como un tesoro en una cajita. Porque, en general, siempre éramos los demás quienes nos equivocábamos. Entiendo que mi madre viese pasar la vida desde el balcón. Pero yo era pequeño y quería ser el perejil de todas las salsas. Cuando mi padre me ponía objetivos imposibles, en principio me parecía bien. Aunque los principales no se cumplieron. No estudié Derecho; sólo hice una carrera, pero, en cambio, me he pasado la vida estudiando. No he llegado a coleccionar diez o doce lenguas con la intención de batir la marca del padre Levinski de la Gregoriana, pero las he aprendido con grandes obstáculos y porque me apetecía. Y aunque tengo deudas pendientes con mi padre, no he pretendido que se enorgulleciera dondequiera que se encuentre, es decir, en ninguna parte, porque he heredado su descreimiento en la vida eterna. Tampoco se cumplieron los designios de mi madre, siempre relegados al segundo lugar. Bueno, no es exactamente así. Hasta más tarde no llegué a saber que mi madre tenía planes para mí, pero a espaldas de mi padre.
 
Es decir, era hijo único y mis padres, ansiosos por presumir de niño inteligente, no me quitaban la vista de encima. He aquí lo que podríamos llamar el resumen de mi infancia: listón alto. Listón alto en todo, hasta en comer con la boca cerrada. Sin apoyar los codos en la mesa y sin interrumpir las conversaciones de los mayores, menos cuando explotaba, porque había día que no podía más y ni Carson ni Águila Negra lograban calmarme.


No hay comentarios: