Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 13 de noviembre de 2013

RAFIK SCHAMI. EL LADO OSCURO DEL AMOR 

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a una nueva edición de Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca que, como todos los miércoles, os trae una apasionada propuesta de lectura con el fin de despertar en vosotros el interés por una obra literaria de calidad. Esta semana os recomiendo una novela muy atractiva -y muy voluminosa también: más de ochocientas páginas- surgida en un ámbito literario bastante poco usual, pues su autor es de nacionalidad siria, aunque haya desarrollado toda su carrera como escritor en Alemania. Os hablo de Rafik Schami y de su libro El lado oscuro del amor que publicó la Editorial Salamandra en 2008 en traducción del alemán de Carlos Fortea. En estos días en que Siria vive jornadas dramáticas, inmerso el país en una muy cruenta guerra civil -con una aun más preocupante dimensión internacional-, traer a este espacio un texto que -más allá de su mero interés en el ámbito de la literatura; que lo tiene, obviamente, y grande- nos pone en contacto, en el transcurso de su trama argumental, con la historia, la política, las costumbres, las vivencias de sus ciudadanos, se me antoja una opción especialmente oportuna, por lo que creo -con más razones que otras veces- que el libro podrá interesaros. Mientras tanto, mientras decidís si lo leéis o no, no olvidéis la triste situación de los refugiados sirios, cientos de miles de desplazados, sobre todo niños, víctimas inocentes de una guerra cruel.
 
El lado oscuro del amor es, en una primera instancia y tal y como indica su nombre, una novela de amor, un amor prohibido, un amor aparentemente imposible, un amor condenado al sufrimiento y al dolor. Un amor, desarrollado en un país del Oriente Medio, pero con muchas afinidades con el ideal romántico que la literatura ha consagrado en Occidente, con la tragedia de Romeo y Julieta como ejemplo paradigmático.
 
Farid y Rana son dos jóvenes que se aman desde niños y que deben arrostrar los inconvenientes de ese sentimiento, pues pertenecen a dos familias, los Mushtak y los Shahin, que se odian, enfrentadas desde tiempo inmemorial. A lo largo de los años, durante décadas, los protagonistas viven su pasión de manera limitada, entre grandes temporadas de distanciamiento y clandestinidad provocados por la oposición, la hostilidad incluso, de sus respectivos clanes. Los escasos momentos de felicidad se alternan con separaciones frecuentes, con sufrimiento indecible, con violencia e incomprensión. El sometimiento a anquilosadas costumbres ancestrales, que han prevalecido hasta hace poco tiempo en Siria -y que sin duda siguen existiendo actualmente en el mundo árabe-, impedía las relaciones entre sexos basadas en el amor. Bárbaras exigencias tribales, irracionales motivos religiosos, absurdos intereses familiares, anacrónicas tradiciones ancladas en un pasado brutal obligaban a los matrimonios concertados y frustraban las manifestaciones espontáneas del amor romántico. En Europa una pareja es feliz o no, vive junta o se separa según los dictados del amor. Aquí te casas o te separas por cien motivos, y ninguno de ellos se llama amor, se lee en un momento del libro.
 
Farid es un Mushtak, una familia fiel a la Iglesia católica y romana, mientras que Rana pertenece a los ricos Shahin, que siguen la ortodoxia grecorromana, de tal manera que el conflicto que rodea a los amantes no tiene que ver sólo con ciegas rivalidades de siglos entre estirpes que presentan rasgos cercanos a la leyenda, sino también con intereses religiosos, culturales, étnicos. El autor, en el último e ilustrativo capítulo del libro, da cuenta de un suceso, vivido por él en 1962, que acabará conformando -transformado literariamente- un importante episodio de la novela, y que pone de manifiesto este sometimiento de los sentimientos al fanatismo religioso: una joven musulmana fue asesinada ante mis ojos y los de todos los vecinos -escribe- porque había transgredido los límites religiosos y se había enamorado de un varón cristiano. Y más adelante: cuando yo era un chico de dieciséis años que veía el mundo como una infinita cadena de historias, pensé que había que escribir una novela sobre todas las formas de amor prohibido en Arabia, y lo deseé con toda la ingenuidad de un amante. De manera que por el libro, en paralelo e intercaladas entre la historia principal de Farid y Rana, aparecen infinidad de historias menores -en una construcción que apunta a las teselas que conforman un mosaico- que recogen estas variantes del amor que lucha -y muchas veces pierde- contra las exigencias de “la tribu”.
 
Pero más allá de la(s) historia(s) de amor, la novela de Schami interesa también desde ese punto de vista de la multiplicidad de relatos que se entrecruzan en el libro, en un esquema narrativo -las historias dentro de historias- que entronca con la tradición literaria árabe. En este sentido, El lado oscuro del amor remite a Las mil y una noches, pues está surcado de cuentos, leyendas, mitologías, en una suerte de realismo mágico a la oriental: de nuevo el mundo como una infinita cadena de historias. La del gigantesco pene de Elías Mushtak, la de la fantástica colección de ojos de cristal, las que nacen de la desbordante fantasía con la que un hijo cuenta a su padre las películas que ve en el cine, recreándose en la atmósfera como de cuento de un fenómeno que el relato tiñe de tintes mágicos, las aventuras, siempre sorprendentes, del loco Gibrán, el encantamiento de los imaginativos juegos de los niños que se describen en un momento del libro, las fascinantes clases de caligrafía árabe, la descripción de la multitud de peripecias sexuales de los personajes, siempre risueñas y procaces, el cuento de las gallinas y su memoria, las experiencias vividas en el hammam, la historia del cadáver que aparece en una cesta, la del hombre sabio que lee impertérrito mientras los gatos suben por su cuerpo, la del chico que al saber que su abuelo ha muerto y ha sido enterrado sin sus gafas espera la muerte de su abuela para que ésta se las lleve y así pueda leer en el cielo... y decenas de ellas más en una sucesión que fluye incansable en los trescientos cuatro capítulos de una novela repleta de cuentos, de fábulas, de invenciones, de anécdotas. Capítulos que se organizan en libros: el de la risa, el del amor, el de la muerte, el del infierno, el del devenir, el de la soledad, el de la estirpe, el de los colores,... ¡¡el de las mariposas!! Libros que van surgiendo aparentemente deslavazados a lo largo de la narración, pero que ayudan a articularla, a ordenarla, a darle estructura, a dibujar en ella ocultas líneas de fuerza, secretas relaciones, hilos sutiles que enlazan las historias.
 
Pero este mundo de “fantasía”, imaginativo y colorista, se complementa con innumerables calas que la narración hace en la historia de Siria: las convulsiones, los escándalos y los excesos de la política, el poder siempre corrupto, los muchos golpes de estado, las sucesión de militares siniestros, a cual más depravado y venal, que ocupan el palacio presidencial desalojando -muchas veces de manera cruenta- al protagonista de la anterior sublevación armada mientras cuentan los días que faltan para ser depuestos a su vez por el enésimo líder iluminado que por las armas asalta las instituciones del Estado con ficticias -e insensatas- promesas de cambiar para siempre la vida de sus conciudadanos, en realidad sus súbditos. Censura, arbitrariedad política, regímenes despóticos, tortura despiadada, burocracia estatal, opositores desaparecidos, raptados o asesinados, represión sistemática, intrigas de los servicios secretos, luchas entre minoritarios grupúsculos políticos, disturbios varios, permanente enfrentamiento civil, dirigentes que amasan sus fortunas esquilmando a sus pueblos... todos los componentes paradigmáticos que definen las dictaduras y sus innobles crímenes aparecen en el libro, y no desde una perspectiva inventada sino desgraciadamente real, con personajes de existencia histórica, documentada, con nombres y apellidos que forman parte de la vida siria de los últimos setenta años, con escenarios y lugares, con calles y edificios reconocibles de un Damasco que se dibuja con colores de leyenda hasta constituirse así, igualmente, en protagonista principal del libro. Novela política, pues, también, este El lado oscuro del amor, un libro cuya lectura nos permite conocer algunas de las claves que explican el actual conflicto que vive el país árabe. Especialmente significativas, en este sentido, las páginas dedicadas a los Hermanos Musulmanes, con tanta -y tan controvertida- presencia en la crisis actual, y de cuyos orígenes, evolución y fanáticas posiciones fundamentalistas se nos da cuenta en la novela.
 
Ambas dimensiones, la íntima, sentimental, amorosa, y la objetiva, política y hasta sociológica, aparecen marcadas por un fuerte tono autobiográfico. Durante la lectura del libro todo apunta a este carácter “vivido” de las experiencias que se narran, lo cual se confirma en el -insisto- muy esclarecedor último capítulo donde Rafik Schami desvela la “cocina” de su escritura y nos da las claves del proceso creador que condujo -tras más de cuarenta años de “cocción”- a la publicación de su magna obra. Comunista perseguido por sus ideas, huido de su país ante la amenaza de tres años de servicio militar al servicio de un régimen despótico, exiliado en Alemania, la vida pública del autor -y probablemente también su personal vivencia amorosa- corre en paralelo a la de Farid, su principal personaje masculino, y los dos polos -el íntimo y el político- se anudan en un relato complejo y lleno de encanto que participa -como he señalado- de esa desbordante imaginación de la literatura árabe -sobre todo oral- que constituye el tercer pilar sobre el que se construye el libro.
 
Y todo ello con un mensaje de fondo ilustrado y progresista, democrático y liberador, un mensaje de tolerancia, convivencia y modernidad. Como se recoge en un momento del libro: En Damasco hay frases que se dicen sólo para saber si un interlocutor desconocido pertenece a la misma religión que uno. Cuando un musulmán exclama de pronto: “Que Dios bendiga a nuestro profeta Mahoma”, el otro, si es musulmán, repite: “Que Dios bendiga a nuestro profeta Mahoma”. En cambio, si es judío o cristiano, responde: “Que Dios bendiga a todos los profetas”. O, más adelante, en lo que quizá pueda entenderse como la clave central de la novela: Musulmanes y cristianos pueden luchar juntos, comerciar, guardar luto, celebrar fiestas, trabajar, vivir y morir, pero no pueden amarse. Y si una pareja se atreve, la respuesta es la muerte. Una propuesta, pues, que enfatiza las virtudes del amor, de la belleza, de la alegría, de la sensibilidad, de la comprensión, de la solidaridad, de, en definitiva, la vida, por encima de credos y etnias, de ideologías y religiones, de identidades y clanes, de culturas y estirpes.
 
Interesantes momentos de lectura, pues, los que nos depara El lado oscuro del amor, de Rafik Schami, que publica Salamandra. La ilustración musical de mi reseña de hoy la aporta Um Kulthum (en la grafía empleada en la novela; yo siempre había utilizado Om Kalsoum, aunque son muchas las versiones “admisibles” del nombre de la diva de la música egipcia), cuyas canciones escuchan los protagonistas de la novela, como podréis apreciar en el fragmento con el que cierro este entrada. Ahmad Rhami, el autor de la letra de Hagartak, la pieza que os ofrezco, escribió, enamorado, los versos de más de trescientos temas interpretados por la excepcional cantante, una figura casi mítica en el mundo árabe, sin que su amor, plasmado en tantos poemas cantados por su amada, nunca fuera correspondido. Aquí os dejo su triste y apasionada  letra, traducida del árabe a un inglés que por falta de tiempo no puedo verter al español:
 
I left you maybe I forgot your love
and say goodbye to your cruel heart
And said I can for a day pass
and get empty from the cruel love
I found my soul in the beginning of your pain
thinking of you and have been forgetting
 
My soul got angry on the loss
and your love is running in my blood
And I kept thinking of forgetting you
when forgetting have been my own rule
If your love ever came to my mind
or your shadow visited my imagination
I tried running away from the thoughts t
hat turns on the fire of my love
And I preferred and my mind is lost
in the love between my mind and heart
And leaving was to forget you
and say goodbye to your cruel heart
I found my soul in the beginning of your pain
thinking of you and have been forgetting
 
I feel sorry for your pain
after what I saw in your love
I could not forget your acceptance
the days of your longing and convenience
But what can I do
and my heart is still bothering me
I am bothered to wish
for the blessings of your love
And you watered it back from
the rejection the cup of desertion
And the days pass after you
witnessing and deprivation
And it was a wish for me to forget you
and say goodbye to your cruel heart
I found my soul in the beginning of your pain
thinking of you and have been forgetting
 
So many times I tried forgetting you
and forget the nights of your desires
And forget the beauty that I have
seen in the existence with you
I denied my soul from every community
that walked between me and you
I denied my soul from every grace
that was sweet with you in my eyes
And said that I would live without the
memories to make my heart ripe for you
I have no single idea
except that I forget to think of you
And you became between my mind
and heart lost and puzzled
I say to my soul from outsmarting t
hat I should forget the forgotten
As long as I am deserting only to forget you
and say goodbye to your cruel heart
And see my soul in the beginning of your pain
thinking of you and have been forgetting
 
 
 
-¿Y tú crees en serio que nuestro amor tiene alguna posibilidad?
 Farid no lo preguntaba para recordar a Rana la sangrienta enemistad que enfrentaba a sus familias, sino porque se sentía desdichado y no veía esperanza alguna.
Tres días atrás, la policía secreta había asaltado y secuestrado a su amigo Amín cuando éste salía de su casa. Desde la unión de Siria y Egipto en la primavera de 1958 se había iniciado una cacería de comunistas. El año 1959 había sido especialmente malo. El presidente Satlán había pronunciado furiosos discursos contra el régimen del dictador Damián en Irak y contra los comunistas. Tampoco al terminar el año había habido un respiro; incluso en plena noche los jeeps del Servicio Secreto circulaban por las calles de la capital con sus víctimas. Las familias quedaban atrás, entre lágrimas de miedo. Se habló de "Nochevieja sangrienta". Un susurro corría de boca en boca y suscitaba aún más miedo del Servicio Secreto, que parecía tener espías en todos los hogares.
 
Ese día, para Farid el amor era algo parecido a un lujo. Había pasado unas horas tranquilas con Rana en casa de su fallecida abuela. Allí, en Damasco, cualquier encuentro con ella era un oasis en medio del desierto de su soledad. Muy al contrario que las semanas pasadas en Beirut, donde se habían escondido ocho años atrás. Allá, cada día había empezado y terminado en los brazos de Rana. Allá, el amor había sido un dulce y extenso paisaje fluvial.
La casa de su abuela aún no había sido vendida. Claire, su madre, le había dado la llave la mañana anterior.
-Pero déjate puestos los calzoncillos -había bromeado.
Brillaba el sol, pero hacía un día gélido. Una humedad mohosa le había salido al paso al entrar en la casa. Abrió las ventanas, dejó pasar el fresco y por último encendió las estufas de la cocina y el dormitorio. No había nada que Farid odiara más que el olor del frío húmedo y asentado.
Cuando Rana llegó, poco antes de las doce, las estufas ya estaban al rojo.
Ella bromeó:
-¿Estamos en el hammam o en casa de tu abuela?
Farid la vio tan arrebatadoramente hermosa como siempre, pero no consiguió librarse de la sensación de un peligro amenazador. Mientras la besaba, pensó en el indio que en una inundación había buscado la salvación encaramándose a un tejado y se había ido sumergiendo poco a poco en la húmeda muerte. Se abrazó a Rana como si estuviera ahogándose y notó el corazón de ella contra su pecho. Tenía frío, a pesar del calor, y su sonrisa sólo lo alivió del miedo durante unos segundos.
-Hoy eres un modelo de decencia -lo provocó ella cuando salieron de la casa al cabo de unas horas.-. Como si mi madre te hubiera encargado que cuidaras de mí. Ni siquiera te has quitado los pantalones...
Y rió alegremente.
-Esto no tiene nada que ver con tu madre -dijo él, y quiso explicárselo, pero las palabras se le quedaron atravesadas.
En silencio, caminó junto a ella por los callejones hasta el parque de Sufaniya, cerca de BabTuma. Cada jeep que pasaba suponía un sobresalto. De las radios de los cafés salían las palabras del presidente, que prometía una lucha encarnizada contra los enemigos de la República. Satlán poseía una voz hermosa y masculina que cautivaba a los árabes. La radio era su caja mágica. Con más de un ochenta por ciento de analfabetos, la oposición carecía de la menor oportunidad. Quien domina la radio tiene al pueblo de su parte.
Y el pueblo amaba a Satlán; tan sólo una ínfima y desesperada oposición lo temía y, tras la despiadada ola de detenciones, un extraño miedo envolvía la ciudad. “Pero pronto los damascenos lo habrán olvidado todo y volverán a ocuparse riendo de sus negocios”, pensó Farid cuando llegaron al parque.
Su miedo era una rapaz que devoraba su tranquilidad. Pensaba sin cesar en Amín, el solador, que ahora tendría que soportar los tormentos de la tortura. Amín no sólo era su amigo. También había sido el contacto entre las juventudes comunistas, que Farid presidía desde hacía unos meses, y la dirección del partido en Damasco. Apenas unos días atrás le había asegurado que se había encerrado y cortado todos los hilos que conducían hasta él. Amín era un experimentado luchador clandestino.
Hacía unas semanas, mientras tomaban café una mañana, la madre de Farid le había dicho de pronto que la muerte de sus padres, tías y tíos la dejaba a un tiempo triste y desnuda; el muro protector de los mayores desaparecía y uno quedaba más expuesto al abismo. Ahora, él mismo contemplaba desnudo ese abismo. Todo parecía tambalearse. Su amigo Josef defendía ciegamente a Satlán y despotricaba contra los “agentes de Moscú”, como el presidente llamaba a los comunistas. Farid estaba en el partido equivocado, era el único ser humano entre seres sin corazón, y ya era hora de que lo dejara. ¿Cómo podía Josef hablar así?
Rana era la mayor felicidad para Farid. La amaba tanto que casi deseaba separarse de ella para protegerla del riesgo de una persecución. Miró su oreja. Sólo por eso, por aquella pequeña e inocente oreja, tenía que amarla. Rana llevaba un buen rato en silencio. Parecía observar a los niños que jugaban en el parque, pero una chiquilla al margen del grupo le llamó la atención. La niña bailaba y giraba en círculo, se quedaba rígida de repente y luego se arrojaba al suelo, como alcanzada por una bala. Al cabo de unos instantes volvía a incorporarse y bailaba de nuevo, para volver a dejarse caer al poco.
Hacía tiempo que Damasco no disfrutaba de semejante clima: la bendición de las lluvias invernales había sido anulada por el frío primaveral; las flores y los capullos se habían helado.
Era el primer día soleado después de una eternidad húmeda. Los habitantes de la ciudad vieja salían, pálidos y tosiendo, de sus casas de adobe, que no conseguían mantener el frío a raya, y buscaban los parques y jardines fuera de las murallas de la ciudad. Los adultos hacían barbacoas, tomaban té, jugaban a las cartas, contaban historias o fumaban sus narguiles con la mirada perdida. Los hijos se entretenían con juegos bulliciosos: los chicos con pelotas, las chicas con aros de hula-hop, recién llegados de América, que habían conquistado Damasco en un abrir y cerrar de ojos. Meneando las caderas, las chicas trataban de mantener en movimiento circular los aros de plástico. La mayoría aún eran torpes, pero algunas ya lograban mover los aros durante unos minutos.
El frío parecía no importar a la muchacha que bailaba apartada de los demás. Sus movimientos tenían una extraña calma veraniega. Rana observó el cuello de la muchacha y se preguntó qué signo trazaría la sangre en el aire si realmente una bala alcanzase a la pequeña. En el caso de su tía Yasmín, el chorro de sangre había pintado en la pared el símbolo del infinito, un ocho horizontal. De eso hacía ya diez años. Yasmín, la hermana menor del padre de Rana, había regresado de Beirut, donde se había escondido durante largo tiempo de la ira de su familia junto a su esposo musulmán. Echaba de menos Damasco, su ciudad, y a su madre. Una sonrisa afloró a los labios de Rana, pero sólo para volver a perderse enseguida. Pensó: “Debe de ser el destino de la familia que todos los enamorados huyan a Beirut.”
Un día de verano, la tía Yasmín la había invitado a la famosa heladería Bakdash, en el zoco Al Hamidiya. Allí dijo, en tono alegre e intrascendente: -Desde tiempo inmemorial, la vida en Arabia se mueve entre dos enemigos irreconciliables: el amor y la muerte, y yo he optado por el amor.
Pero la muerte no aceptó su decisión.
Samuel, el sobrino de Yasmín, la mató a la entrada de un cine; su acompañante huyó sin sufrir daño alguno. Samuel no disparó sobre él, sino que se quedó de pie junto a su tía ensangrentada y gritó a los transeúntes:
-¡He salvado el honor de mi familia cristiana, porque mi tía lo había arrastrado por el barro al casarse con un musulmán!
Muchos de los presentes habían aplaudido.
Samuel, el malcriado hijo de la tía Amira, tenía por entonces dieciséis años, y no se lo consideraba mayor de edad. Pasó un año en la cárcel y luego quedó en libertad. Sus parientes lo llevaron a hombros por las calles, cantando a voz en cuello, hasta casa de sus padres. Allí, más de cien personas festejaron su acto de heroísmo hasta el amanecer. Sólo Basil, el padre de Rana, se mantuvo al margen de la celebración. Le resultaba demasiado primitiva, pero también él comprendía el asesinato de su propia hermana, quien había acarreado la vergüenza a la familia.
Tan sólo Samia, la abuela, hizo saber a Samuel y a la madre de éste que lo maldeciría todos los días al levantarse y todas las noches antes de acostarse. Yasmín había sido su hija predilecta. Probablemente por eso se murmuraba que Samuel -por encargo de quien fuere- había matado a su tía cargando con el odio de su propia madre, que siempre se había sentido relegada.
Desde entonces, Rana no había vuelto a dirigirle la palabra a su primo. Siempre que éste visitaba a su hermano Jack, ella se encerraba en su habitación. Tampoco volvió a pisar jamás la casa de su tía Amira. En cambio, la foto de la tía Yasmín colgaba en su cuartito junto a la imagen de la Virgen María.
Esa fría mañana de marzo, Rana siguió guardando silencio y apretó con fuerza las cálidas manos de Farid.
La niña volvió a caer, esta vez con enorme elegancia, y se quedó tumbada un rato, antes de que sus manos empezaran a aletear como una mariposa, como signo de que la vida había regresado al cuerpo tendido.
A lo lejos, alguien cantaba complacido unos versos colmados de melancolía y desesperación: “Me obligué a separarnos/para olvidarte.” Eran un fragmento de la última canción de la cantante egipcia Um Kulthum. Ahmad Rami, el tímido y sensible autor de los versos, en los años cincuenta había plasmado su devoción por ella en más de trescientas canciones, sin que su amor llegara nunca a colmarse.
-Necesito tiempo para encontrar una respuesta -dijo Rana.

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