Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 19 de febrero de 2014

WILL GOMPERTZ. QUÉ ESTÁS MIRANDO

Hola, buenas tardes, bienvenidos a un nuevo programa de Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os ofrecemos una recomendación de lectura escogida con criterios de calidad y con la pretensión de proporcionaros una muestra de libros de géneros, estilos, enfoques y planteamientos variados que puedan llegar a interesaros. El libro cuya lectura os aconsejo esta tarde, y hablar de lectura en este caso es limitar considerablemente, como veréis, la infinidad de posibilidades a las que el texto induce, es ¿Qué estás mirando?, un formidable y muy asequible ensayo divulgativo escrito por Will Gompertz que, con el subtítulo de Cien años de arte moderno en un abrir y cerrar de ojos, presentó hace unos meses la editorial Taurus en traducción de Federico Corriente Basús.
 
¿Qué estás mirando? es un libro sobre el mundo del arte, y es por ello que su “degustación” va más allá de su mera lectura y exige la consulta, la visión, el análisis y el examen detallado de las muchas obras, más de cuatrocientas, mencionadas a lo largo de su introducción y sus veinte apretados capítulos. Puedo anticiparos -y sugeriros, además, que sigáis la misma pauta de conducta que yo mismo he observado, pues enriquece extraordinariamente la experiencia lectora- que he avanzado por la obra con lentitud y sosiego, con un ritmo tranquilo, demorado y hasta premioso, descargándome de internet todas las piezas, cuadros, esculturas, instalaciones, fotografías, citadas en el texto, estudiándolas, observándolas minuciosamente, apreciando los detalles que el autor sabiamente va sugiriendo, disfrutándolas en suma.
 
Gompertz es un gran experto en arte contemporáneo que dirigió durante siete años la Tate Gallery de Londres, siendo actualmente director de arte de la BBC. Es, sobre todo, un extraordinario conocedor de los entresijos, no sólo profesionales sino también económicos y hasta políticos, en los que se desenvuelve el muy sorprendente mundo de la creación artística en nuestros días, fruto, este dominio de la materia objeto de su estudio, aparte de su formación y su interés originario, del hecho de que en función de su cargo visitó los mejores museos del mundo y las colecciones menos conocidas que no aparecen en los recorridos turísticos más célebres. He estado -afirma- en las casas de muchos artistas y he examinado las colecciones privadas de los ricos, he visitado talleres de conservación y he sido espectador de subastas millonarias de arte contemporáneo.
 
Armado de este arsenal de conocimientos sobre el arte actual se decide a escribir su libro a partir de una experiencia que lo tuvo como protagonista en el Fringe Festival de Edimburgo en 2009. Gompertz había escrito un artículo en el periódico inglés The Guardian en el que defendía el uso de las técnicas de la stand-up comedy, los monólogos de humor que tanto éxito tienen en nuestro país -y fuera de él-, para explicar el arte moderno de un modo que resultara atractivo y claro. Para poner en práctica su teoría, y tras matricularse en un curso de monólogos, presentó en el Fringe, el afamado y rompedor festival de teatro de la capital escocesa, un espectáculo que se llamaba Double Art History en el que explicaba de modo desenfadado su peculiar visión de la historia del arte de los últimos ciento cincuenta años. Como señala el propio autor en el prólogo del libro, la experiencia pareció funcionar: el público a veces se reía, participaba y, a juzgar por los resultados del “examen” al que lo sometía al final, aprendía bastante sobre arte moderno.
 
Animado por los brillantes resultados de su propuesta se atrevió a trasladar el experimento al papel, ofreciendo su personal historia del arte en un libro a la vez plagado de anécdotas y divulgativo, que narra cronológicamente la historia del arte moderno desde el impresionismo hasta nuestra época. Mi cometido -apunta el autor al comienzo de su obra- ha sido escribir un libro repleto de información y vivaz, no una obra académica. No hay notas a pie de página ni largas listas de bibliografía o fuentes e incluso, de cuando en cuando, me dejo llevar por la fantasía: por ejemplo, imaginando una escena en la que los impresionistas se encuentran en un café o en la que Picasso es el anfitrión de un banquete. Estas escenas se basan en lo que otros han contado (los impresionistas se reunían en un café concreto y Picasso celebró algún banquete), pero ciertos detalles de las conversaciones son imaginarios. El enfoque es -y este es uno de los grandes aciertos del libro-, muy fresco y accesible, en un planteamiento altamente pedagógico, rezumando sencillez, didactismo y humor. Escuchamos de nuevo al autor: Abordo el arte moderno en tanto periodista y presentador televisivo. El gran escritor David Foster Wallace comparaba sus escritos de no ficción con una empresa de servicios en la que a una persona que tiene una inteligencia razonable se le daba la posibilidad de investigar sobre asuntos en los que la mayoría de la gente no tiene tiempo de detenerse. Espero, aunque sea a pequeña escala, poder proporcionar esa clase de ayuda al lector.
 
La tesis del libro, el núcleo esencial a partir del cual se construye toda la obra, tiene que ver, a mi juicio, con dos de las grandes cuestiones que el arte contemporáneo nos lanza a la cara -y uso el verbo consciente de su agresividad pues no en vano la provocación, la agitación de las conciencias, sigue siendo uno de los elementos determinantes (la razón de ser, muchas veces) de toda obra artística-, con las que nos interpela a quienes frecuentamos, con cada vez más crecientes perplejidad y asombro, los museos, las galerías y las salas de exposiciones: su inteligibilidad y su valoración. Cuando, escépticos aunque a la vez fascinados, visitamos Arco, la ya algo añeja feria madrileña que abre sus puertas estos días en una nueva edición, para toparnos con una infinidad de incalificables y extravagantes propuestas que se reclaman artísticas: una fregona en un cubo dejados ambos a un aparente azar en una esquina de los pabellones de exposición o un vestido de un verde metálico, hiriente a la vista, resultado de la minuciosa conjunción de los élitros de miles de insectos o una lata de conservas que contiene, supuestamente “merda d’artista”; cuando el Pabellón español en la última Bienal de Venecia se llena de toneladas de piedras formando montículos como si se tratara de escombros o de las consecuencias de un reciente derrumbe (en eso consistía, simplificando, la obra de Lara Almarcegui, nuestra muy afamada representante en la muestra veneciana); cuando los telediarios nos dan cuenta de que la penúltima propuesta de Damien Hirst (un tiburón de tamaño natural conservado en formol en un gigantesco tanque o una cabeza de vaca, recién cortada, que se va pudriendo durante los días de su exhibición y desaparece al fin comida por las moscas, por citar sólo dos de los “grandes éxitos” del británico) ha sido subastada por varios millones de euros, al profano le asaltan esas dos dudas en las que se resumen decenas de otras cuestiones relativas a la experiencia artística. La primera: “¿y todas estas obras -el común de los mortales no es tan benévolo y exclama: “todas estas mamarrachadas”- qué significan, qué expresan, qué quieren decir?”. Y también: “si muchos de estos ingeniosos ‘artefactos’, los chafarrinones y las performances, las instalaciones y los collages, los puede perpetrar un niño de tres años, ¿cuál es su valor?, ¿por qué son “arte”?, ¿por qué se pagan millonadas por ellos?
 
El libro de Gompertz es un bienintencionado, muy instructivo y a la postre exitoso intento de explicarnos, de ilustrarnos y, por ello, de persuadirnos y convencernos de que todas estas manifestaciones aparentemente disparatadas del universo artístico actual no son banalidades inanes urdidas por sagaces mercaderes que pretenden lucrarse de la ingenuidad y el papanatismo ajenos, sino que tienen un propósito, “significan”, obedecen a criterios justificados, razonados, estimables, valiosos, y que, en consecuencia, si conocemos esos criterios, si nos adentramos en los planteamientos teóricos que subyacen tras las diferentes obras, lejos de criticarlas en tanto supercherías seudointelectuales, las entenderemos, comprenderemos el lugar que ocupan en las tradición de la historia del arte, y, por lo tanto, seremos capaces de disfrutarlas. Contribuyendo a aumentar, como una vez más indica el autor en el prólogo del libro, la sensibilidad y los conocimientos de los lectores sobre el arte moderno, ¿Qué estás mirando? permite que podamos no ya reverenciar -a tanto no ha llegado en mí la influencia de la notable capacidad persuasiva de Gompertz- pero sí respetar, comprender, valorar y, sobre todo, deleitarnos con la visión de estas ahora -tras la lectura del apasionante libro- ya no tan excéntricas propuestas.
 
Para lograr su propósito, el autor recorre, como os avanzaba, en una sustanciosa introducción -que os ofrezco íntegra en el texto final que cierra esta entrada- y en una veintena de muy interesantes capítulos, la historia entera del arte contemporáneo, desde el preimpresionismo hasta nuestros días. Por el libro desfilan todos los movimientos significativos de las quince últimas décadas del arte occidental. A partir de un capítulo inicial, titulado La fuente (una fuente metáforica, en el sentido de origen, pero también real, para referirse al muy famoso urinario que Marcel Duchamp presentó provocadoramente en 1917 y que el autor del libro reconoce como el momento clave, inspirador y decisivo, revolucionario y genesíaco, en la evolución del arte contemporáneo), Gompertz examina, desmenuza, disecciona, a partir de decenas de nombres y obras muy relevantes, cuya mera mención resumida resulta imposible en este espacio, los diferentes “ismos” que hemos conocido en estos ciento cincuenta años del último arte contemporáneo: el preimpresionismo (1820-1870), el impresionismo (1870-1890), el posimpresionismo (1880-1906), Cézanne, como figura tutelar del arte moderno, y por ello merecedor de un capítulo monográfico (1839-1906), el primitivismo (1880-1930), el fauvismo (1905-1910), el cubismo (1907-1914), el futurismo (1909-1919), el orfismo, el jinete azul y Kandinsky (1910-1914), el suprematismo y el constructivismo rusos (1915-1925), el neoplasticismo (1917-1931), la Bauhaus (1919-1933), el dadaísmo (1916-1923), el surrealismo (1924-1945), el expresionismo abstracto (1943-1970), el pop art (1956-1970), el arte conceptual, el grupo Fluxus, el arte povera y las performances (de 1952 hasta nuestros días), el minimalismo (1960-1975), el posmodernismo (1970-1989) y, por fin, en un capítulo postrero, abierto y lleno de expectativas, el arte de hoy (de 1988 hasta hoy mismo).
 
 No dejéis de leer, más aun, de estudiar, con pasión y entusiasmo este ¿Qué estás mirando?, el magnífico ensayo escrito por Will Gompertz editado por Taurus. Estoy seguro de que disfrutaréis con él. Os dejo, a propósito de arte contemporáneo, una canción de Peter Gabriel, Fourteen black paintings, inspirada en los catorce cuadros que Mark Rothko pintó para una capilla fundada por el matrimonio de Menil, en Texas, en 1967, una obra emblemática también analizada en el libro.
 
 
En 1972 la Tate Gallery de Londres compró una escultura llamada Equivalent VIII, de Carl Andre, un artista minimalista estadounidense. Obra de 1966, estaba compuesta por ciento veinte ladrillos refractarios que, unidos según las instrucciones del artista, formaban un rectángulo de dos ladrillos de altura. Cuando la Tate la exhibió a mediados de los década de 1970, suscitó cierta polémica.
 
Aquellos ladrillos de color claro no tenían nada del otro jueves: cualquiera podría haber comprado cada una de las piezas por unos pocos peniques. La Tate Gallery pagó dos mil libras por ellos. Los periódicos pusieron el grito en el cielo: “¡Malgastan el dinero del Estado en un montón de ladrillos!”. Hasta el Burlington Magazine, una respetable publicación periódica dedicada al arte, se preguntó: “¿Se han vuelto locos en la Tate?”. ¿Por qué -se preguntaba una publicación- había dilapidado la Tate el precioso dinero público en algo que “se le podría haber ocurrido a cualquier albañil”?
 
Aproximadamente treinta años después la Tate volvió a comprar una obra de arte poco común. Esta vez decidieron adquirir una fila de personas. Realmente, esto no es así. No compraron a la gente per se (hoy en día eso es ilegal), sino que compraron la fila. Para decirlo con más precisión, un trozo de papel en el que el artista eslovaco Roman Ondák había escrito las instrucciones para una performance que consistía en contratar a un grupo de actores para que formaran una fila. Se especificaba en dicho papel que los actores creaban una fila artificial ante una puerta o dentro de una exposición de arte. Una vez en formación, o “instalados” en lenguaje artístico, tenían que adoptar un aire de paciente expectación, como si estuvieran esperando que algo fuera a suceder. La idea era que su presencia provocaría intriga y atracción en los que pasearan por allí y que, a su vez, podían sumarse a la fila (cosa que, por lo que pude ver, hacían a menudo) o caminar junto a ellos, con el ceño fruncido por la perplejidad y la concentración, preguntándose qué era aquello de lo que no se estaban enterando.
 
Es una idea magnífica, pero ¿es arte? Si un albañil podía ser capaz de producir el Equivalent VIII de Carl Andre, también podríamos considerar la parodia de fila de Ondák como una broma de las que se ven en Jackass. Lo lógico era que los medios de comunicación se volvieran locos.
 
Sin embargo, no se levantó ni un murmullo: ni crítica, ni indignación, ni siquiera unos cuantos titulares mordaces por parte de los más agudos miembros de la prensa amarilla: nada. La única cobertura que se le dio a la adquisición fueron un par de frases laudatorias en los medios artísticos más consagrados al mercado del arte. ¿Qué había pasado en el transcurso de estos treinta años? ¿Qué había cambiado? ¿Por qué el arte moderno había pasado de ser visto por lo general como un chiste de mal gusto a convertirse en algo respetado y reverenciado en el mundo entero?
 
Algo tiene que ver el dinero en esto. En las últimas décadas, en el mundo del arte había entrado una buena cantidad de efectivo. Se habían gastado con generosidad grandes sumas de fondos públicos para poner al día museos anticuados y construir otros nuevos. La caída del comunismo y la liberalización de los mercados condujeron a la globalización y al surgimiento de una clase de megarricos internacional, y al arte en su inversión favorita. Mientras los mercados bursátiles caían en picado y los bancos quebraban, el valor del top-ten del arte moderno no hacía sino crecer, al igual que el número de gente que acudía a este mercado. Hace unos años, la casa de subastas internacional Sotheby’s afirmó que para una de sus mayores subastas de arte moderno tenía clientes interesados de tres países distintos representados en la sala. Hoy en día son cuarenta los clientes, entre los que se cuentan coleccionistas nuevos y ricos procedentes de países de Sudamérica, de China o la India. Esto significa que la economía de mercado ha entrado en el juego: es un caso de oferta y demanda y la segunda sobrepasa a la primera. La cotización de obras de célebres artistas muertos (y por tanto ya improductivos), como Picasso, Warhol, Pollock y Giacometti, continúa subiendo sin parar.
 
El precio lo ponen los banqueros solventes y los oligarcas que operan en la sombra, así como ciudades de provincias ambiciosas y países orientados al turismo que quieren “convertirse en un Bilbao”; esto es, mejorar su fama y aumentar su caché a través de un centro de arte contemporáneo comisionado que resulte atractivo. Todos han llegado a la conclusión de que comprar un edificio o construir un museo dedicado al arte de ahora es lo fácil, pero llenarlo de obras medianamente decentes que hagan que los visitantes acudan no lo es: por eso no hay tantos.
 
Si ya no queda en el mercado mucho arte moderno “clásico” y de calidad, entonces hay que acudir al arte moderno “contemporáneo”: la obra de artistas vivos. También en este caso, los precios de los artistas del top-ten han ascendido inexorablemente: por ejemplo, el artista pop norteamericano Jeff Koons.
 
Koons es célebre por haber producido un gigantesco Puppy (1992) hecho de flores y varias figuras de cómic realizadas en aluminio que parecen compuestas por globos. A mediados de la década de 1990, se podía adquirir una obra de Koons por unos pocos cientos de miles de dólares. En 2010 sus esculturas de color caramelo se estaban vendiendo por millones. Se ha convertido en una marca y los que lo conocen identifican su trabajo al instante, como si fuera el logo de Nike. Es uno de los muchos artistas que se han hecho muy ricos en un corto espacio de tiempo a causa del boom del arte.
 
Artistas que antes eran pobres son ahora tan multimillonarios como las estrellas de cine: amistades famosas, aviones privados y una atención continua de los medios de comunicación para dar cuenta de todos y cada uno de sus glamurosos movimientos. El sector en alza del papel couché de finales del siglo XX se dedicó en cuerpo y alma a ayudar a construir la imagen pública de esta nueva generación de artistas que sabían manejar los medios. Esas imágenes de individuos creativos y pintorescos que posaban junto a sus obras de vivos colores, expuestas en espacios deslumbrantes creados por diseñadores, en los que se juntaban ricos y famosos, se convirtieron en una especie de celebraciones visuales y voyeurísticas que los lectores aspirantes a sumergirse en ese mundo devoraban ansiosamente en las páginas de las revistas: incluso la Tate Gallery contrató al publicista de Vogue para su revista de socios.
 
Estas publicaciones, al igual que los suplementos a color de los periódicos, crearon un público nuevo, atento a la moda y cosmopolita, para un arte y unos artistas nuevos, también atentos a la moda y cosmopolitas. Se trataba de una generación a la que aburrían las viejas y marrones pinturas que veneraba la generación anterior. No, los que acudían ahora a las galerías y centros de arte querían un arte que hablara de su tiempo. Un arte fresco, dinámico y excitante: el arte que trataba sobre el aquí y el ahora. Un arte que fuera como ellos: modernos y deseables. Un arte que tuviera un poco de rock ’n’ roll: ruido, rebeldía, entretenimiento y actitud enrollada.
 
El problema al que se enfrenta este público -el problema al que se enfrenta todo público- tiene que ver con la comprensión. No importa que se sea un marchante de arte bien establecido, un académico de renombre o un comisario de museo: todos ellos se pueden sentir algo desorientados si se enfrentan a una pintura o una escultura recién salida del estudio de un artista. Incluso sir Nicholas Serota, el internacionalmente respetado jefe del imperio de la Tate Gallery de Gran Bretaña, se encuentra de vez en cuando en ese estado de confusión. Una vez me dijo que se sentía un tanto “amedrentado” cada vez que entraba en el estudio de un artista y veía por primera vez una obra nueva. “A veces no sé qué decir. Intimida”, me decía. Se trata de una declaración bastante sincera realizada por un hombre que es una autoridad mundial en arte moderno y contemporáneo. ¿Qué margen nos deja eso a los demás?
 
Pues al menos un poco, creo yo. Porque no pienso que la cuestión de fondo resida en juzgar si una obra nueva de arte contemporáneo es buena o mala: el tiempo se encargará de eso. Es más importante comprender de qué modo y por qué encaja en la historia del arte moderno. Nuestro amor por el arte moderno contiene una paradoja: por una parte, visitamos por millones museos como el Pompidou de París, el MoMA de Nueva York o la Tate Modern; por otra, la respuesta más frecuente que recibo cuando doy comienzo a una conversación sobre el tema es: “Lo siento, no sé nada sobre arte”.
 
Esta confesión de ignorancia no obedece a una falta de inteligencia o de inquietud por la cultura. Se la he escuchado a escritores célebres, a exitosos directores de cine, a políticos importantes y a académicos prestigiosos. Todos ellos, por supuesto, están equivocados. Sí tienen conocimientos sobre arte. Saben que Miguel Ángel pintó la Capilla Sixtina y saben que Leonardo es el autor de la Mona Lisa. Con casi toda seguridad saben que Rodin fue un escultor y, en la mayoría de los casos, pueden nombrar una o dos de sus obras. A lo que se refieren es a que no saben nada sobre arte moderno. De hecho, lo que realmente quieren decir es que pueden saber algo sobre arte moderno (por ejemplo, que Andy Warhol creó una obra de arte que estaba compuesta por latas de sopas Campbell), pero no lo entienden. No pueden hacerse a la idea de que algo que podría haber hecho un niño sea una obra maestra. Sospechan, en el fondo de sus corazones, que es una farsa, pero que, como las modas han cambiado, no es de buen tono decirlo en público. Yo no creo que sea una farsa. El arte moderno, que se extiende desde 1860 hasta 1970, y el arte contemporáneo (que suele considerarse el que producen los artistas vivos) no es una prolongada broma gastada por unos pocos a un público crédulo. Es cierto que muchas de las obras que se producen actualmente (a decir verdad, la mayoría) no superarán la prueba del tiempo, pero, del mismo modo, habrá muchas que han pasado desapercibidas que algún día serán consideradas obras maestras. Lo cierto es que las obras de arte excepcionales que se crean en nuestra época, así como las que se han creado en los últimos cien años, se cuentan entre algunos de los mayores logros del hombre moderno. Solo un estúpido rechazaría el genio de Pablo Picasso, Paul Cézanne, Barbara Hepworth, Vincent van Gogh o Frida Kahlo. No hace falta ser músico para saber que Bach era capaz de escribir música o Sinatra de interpretarla.
 
En mi opinión el mejor modo de empezar a apreciar y a disfrutar el arte moderno y contemporáneo no es decidir si es bueno o no, sino entender que ha evolucionado desde el clasicismo de Leonardo a los tiburones en escabeche o las camas deshechas de hoy en día. Como sucede con la mayoría de las cuestiones aparentemente impenetrables, el arte es como un juego. Todo lo que se necesita saber son las reglas básicas para que el que antes estaba desconcertado comience a entender algo. A pesar de que el arte conceptual tienda a ser visto como la regla del fuera de juego del arte moderno (esa que nadie puede llegar a comprender o explicar con una taza de café delante), es sorprendentemente sencillo.
 
Todo lo que se necesita saber para manejar lo básico se puede encontrar en esta historia del arte moderno que cubre los ciento cincuenta años en los que el arte ha ayudado a cambiar el mundo y el mundo ha colaborado en la gestación del cambio que se ha producido en el arte. Cada movimiento, cada “ismo”, está intrincadamente ligado a los demás: uno conduce al otro como los eslabones de una cadena. Todos, eso sí, tienen sus propios modos de abordarlos, distintos estilos y métodos para hacer arte, que son la culminación de una amplia variedad de influencias: artísticas, políticas, sociales y tecnológicas.
 
Es una historia apasionante que espero que sirva para que la próxima vez que acuda a una galería de arte moderno se encuentre un poco menos intimidado y un poco más interesado. Empieza poco más o menos así…

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