Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 18 de junio de 2014

JONATHAN LITTELL. LAS BENÉVOLAS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, como de costumbre los miércoles por la tarde en Radio Universidad de Salamanca. Como recordaréis, a lo largo de este mes de junio estamos ofreciendo aquí una serie de lecturas que giran sobre la segunda guerra mundial, a partir de la fecha emblemática del 6 de junio de 1944, hace ahora setenta años, en que se produce el desembarco de Normandía, ese momento decisivo en el desenlace de la contienda. Esta tarde os traigo una obra monumental, magnífica y polémica, arrebatadora y muy discutible, apasionante y genial. Se trata de Las benévolas, una novela de Jonathan Littell con la que obtuvo el Premio Goncourt en 2006 y que vio la luz en España en 2007, en la editorial RBA, traducida por María Teresa Gallego Urrutia.

Las benévolas narra la historia de Maximilian Aue, un alto oficial nazi, perteneciente a las SS que, décadas después de la finalización de la segunda guerra mundial, ya mayor, casi anciano -había nacido en 1913-, director en Francia de una fábrica, casado y con familia, relata amarga y descarnadamente su experiencia durante los años de la contienda, en los que ocupó cargos de responsabilidad en el ejército alemán, y durante los cuales estuvo presente en todos los lugares y los momentos decisivos del brutal conflicto bélico. Así, Max vive en Berlín en distintas fases de la guerra, lo que nos permitirá conocer los entresijos de la despiadada y cruel maquinaria burocrática germana para la eliminación de los enemigos del Reich. Igualmente, nuestro personaje forma parte de los Einsatzgruppen, los comandos de exterminio en Ucrania, protagonistas de algunas de las más inhumanas masacres de la guerra, el asesinato indiscriminado de judíos y colaboradores comunistas en el Cáucaso; lucha en el frente de Stalingrado, y lo escuchamos narrar el hambre y el terror, el sinsentido y el frío, el miedo y la brutalidad de la insensata campaña alemana en tierras rusas; participa de la organización y gestión de la “Solución final”, el transporte, “aprovechamiento” y eliminación de los prisioneros -no sólo judíos- en diversos campos de concentración, sobre todo en Auschwitz. Su experiencia vital, incluida la huida a Francia -provisto de una nueva personalidad- cuando el Tercer Reich está envuelto en sus últimos estertores, sirve al autor para, en definitiva, “fotografiar” las principales etapas de la guerra, los hitos destacados de un acontecimiento esencial en la historia de la humanidad.

Sin embargo no es esta -la descripción casi documental, “externa”, de la barbarie nazi- la razón principal que mueve a Jonathan Littell en su desbordante novela, en sus mil páginas de prosa arrebatadora y adictiva, sino que el autor, mientras hace que su personaje recorra los escenarios principales de la guerra, busca, a mi juicio, encontrar el marco adecuado para introducirnos en el pensamiento, en la intimidad intelectual y emocional, en las reflexiones filosóficas y morales de un hombre -este Maximilian Auer- que, más allá de ser un indudable asesino y criminal, es también un intelectual, culto y formado, inteligente y refinado, educado y sensible, para, a través de sus ideas, de sus argumentos, de sus explicaciones, mostrarnos la sustentación ideológica del nazismo, una visión del mundo -si se puede llamar así; y sí se puede- que se presenta en el libro no como un disparate delirante impulsado por un puñado de influyentes y enfermizos personajes, de políticos acomplejados y enloquecidos, de militares depravados y con problemas psicológicos, sino como una “teoría”, sistematizada y completa, razonada y “objetiva”, sostenida en bases culturales muy fuertes, en la filosofía, en la antropología, en la psicología, en la lingüística, en la música clásica, en, si se me permite la aberración, la ciencia. De todo ello se da cuenta, desde este punto de vista, en la novela, que incluye disquisiciones -sostenidas por el protagonista y por otros diversos personajes- acerca de la raza, la cuestión de los judíos y los factores culturales y sociales que explicarían su “parasitismo” innato, su “maldad” congénita. También se presentan las bases teóricas que justifican -para sus perpetradores- las políticas y las acciones de deportaciones y asesinatos masivos, de eliminación de todos aquellos que no encajaban en el ideal ario: homosexuales, gitanos, dementes, discapacitados y, claro está, los mencionados judíos.

Estos dos planos, el objetivo -la descripción, con precisión propia de un texto de historia, del panorama en el frente y en la retaguardia, en los pueblos asediados y en los cuarteles generales del nazismo, la cotidianidad de la guerra, los rutinarios y pese a ello despiadados hábitos de las campañas de exterminio- y el subjetivo y más “literario” -la peripecia intelectual y vital de Auer, sus luchas internas, su conflictiva biografía (pues en su rememoración, Maximilian no edulcora su realidad ni nos ahorra las facetas más oscuras de su personalidad), constituyen, en mi lectura del libro, dos de sus aspectos esenciales, en una obra imposible de abarcar en una reseña como esta, meramente divulgativa y forzosamente reducida.

Desde la perspectiva que he llamado objetiva, quiero destacar la minuciosidad extrema del autor, la exactitud en fechas y datos, en operaciones y lugares, en batallas y acciones bélicas, su pormenorizado rigor en los detalles (que puede llevar, en ocasiones, a un cierto hartazgo, pues el libro está repleto de referencias a cuerpos militares y policiales, cargos, jerarquías, en una muy fidedigna y sin embargo algo paralizante profusión de siglas que recomiendo obviar en la lectura y que se explican en un largo glosario final), un rigor fruto de cinco años de investigación, incluyendo las tareas de escritura y corrección, como ha confesado el propio Littell en alguna entrevista. Parece evidente, y ello contribuye a la atmósfera de verosimilitud que rezuma la novela, que su autor ha manejado todas las fuentes, ficción y ensayo, historia y cine, documentos oficiales y biografías, que estudian la época y los hechos que narra en su libro.

Desde ese mismo enfoque casi “historicista” interesa también la reflexión acerca de las causas del inusitado “éxito” del proyecto nacionalsindicalista y del encantamiento colectivo que suscitó en la sociedad alemana. Escrito, como declara el autor, para responder a una pregunta: ¿cuál es la naturaleza del crimen de Estado?, Las benévolas incide en la cuestión, tan actual, de la responsabilidad compartida del alemán medio en el auge de la locura nazi, su complacencia y aun su fascinación ante aquel delirio colectivo, su silencio culpable o su colaboración voluntaria en unos acontecimientos que no podían ser ignorados por quienes asistían a las deportaciones, al expolio, al encierro en guetos, a la humillación, la violencia y la muerte de tantos de sus conciudadanos. Os aconsejo, en relación a este mismo asunto, la magnífica serie Hijos del Tercer Reich -de título original Nuestros padres, nuestras madres- que hace unos meses ha ofrecido Canal Plus; cuatro horas largas de excelente televisión, en las que el director Philipp Kadelbach cuenta la vida de cinco amigos a quienes la locura de la guerra lleva por caminos dispares, en medio del dolor y la barbarie, el sufrimiento y la culpa, la cobardía y la traición, en un retrato magnífico, como lo es Las benévolas, de la compleja sociedad alemana de los años treinta y cuarenta.

En el largo fragmento del libro que os transcribo a continuación se refleja de modo ejemplar esta cuestión de la culpa individual y colectiva; en él se habla del programa de exterminación de los inválidos y los enfermos mentales, llamado “Eutanasis” o “T-4”, creado por la “inteligencia” nazi dos años antes que el programa “Solución final”:

En ese programa, a los enfermos, seleccionados mediante disposiciones legales, los recibían en un edificio unas enfermeras profesionales que registraban la entrada y los desnudaban; unos médicos los examinaban y los llevaban a un cuarto cerrado; un operario abría el gas; otros, limpiaban; un policía extendía el certificado de defunción. Cuando, después de la guerra, interrogaron a esas personas, todas dijeron: “¿Culpable yo?”. La enfermera no mató a nadie, se limitó a desnudar y a tranquilizar a unos enfermos, gestos habituales en su profesión. El médico tampoco mató a nadie; sencillamente confirmó un diagnóstico, ateniéndose a criterios fijados por otras instancias. El peón que abre la llave del gas, esa persona que es, pues, la que se halla más próxima en el tiempo y en el espacio al asesinato, realiza una operación técnica bajo el control de sus superiores y de los médicos. Los obreros que vacían el cuarto realizan una indispensable tarea de saneamiento, y muy repugnante además. El policía sigue el procedimiento reglamentario, que es dejar constancia de un fallecimiento y de que ha sucedido sin vulnerar las leyes vigentes. ¿Quién es culpable, pues? ¿Todos o nadie? ¿Por qué iba a ser más culpable el operario encargado del gas que el operario encargado de las calderas, el jardín o los vehículos? Igual sucede con todas las facetas de esa gigantesca empresa. ¿Es culpable, por ejemplo, el guardagujas del ferrocarril de la muerte de los judíos a quienes encarriló hacia un campo? Ese obrero es un funcionario, lleva veinte años haciendo el mismo trabajo. Desvía los trenes ateniéndose a una disposición, no tiene por qué saber qué hay dentro de esos trenes. No tiene culpa de que transporten a los judíos, mediante el cambio de agujas que él hace, de un punto A a un punto B, en donde los matan. Y, sin embargo, ese guardagujas desempeña un papel crucial en el trabajo de exterminio: sin él, el tren de judíos no puede llegar al punto B. Otro tanto sucede con el funcionario a cuyo cargo está requisar pisos para los damnificados por los bombardeos, con el impresor que prepara los avisos de deportación, con el proveedor que vende hormigón o alambre de espino a las SS, con el suboficial de intendencia que provee de gasolina a un Teilkommando de la SP y con Dios, allá en los cielos, que permite todo lo dicho. Por supuesto que pueden establecerse grados de responsabilidad penal relativamente exactos que permiten condenar a unos y dejar a todos los demás que se las arreglen con sus conciencias, en el supuesto de que las tengan; es tanto más fácil cuanto que se redactan las leyes después de ocurridos los hechos, como en Nuremberg. Pero incluso ahí se hicieron las cosas un tanto manga por hombro. ¿Por qué ahorcaron a Streicher, ese paleto impotente, y no al macabro Von dem Bach-Zelewski? ¿Por qué ahorcaron a mi superior, Rudolf Brandt, y no al de él, Wolff? ¿Por qué ahorcaron al ministro Frick y no a su subordinado Stuckart, que le hacía todo el trabajo? Un hombre feliz, ese Stuckart, que nunca se manchó las manos más que de tinta, nunca de sangre. Que quede claro, una vez más: no intento decir que yo no sea culpable de tal o cual hecho. Soy culpable, y vosotros no, estupendo. Pero, pese a todo, deberíais ser capaces de deciros que lo que yo hice vosotros lo habríais hecho también. A lo mejor con menos celo, aunque quizá también con menos desesperación, pero, en cualquier caso, de una forma o de otra. Creo que puedo afirmar como hecho que ha dejado establecido la historia moderna que todo el mundo, o casi, en un conjunto de circunstancias determinado, hace lo que le dicen; y habréis de perdonarme, pero hay pocas probabilidades de que vosotros fuerais la excepción, como tampoco lo fui yo. Si habéis nacido en un país y en una época en que no sólo nadie viene a mataros a la mujer y a los hijos sino que, además, nadie viene a pediros que matéis a la mujer y a los hijos de otros, dadle gracias a Dios e id en paz. Pero no descartéis nunca el pensamiento de que a lo mejor tuvisteis más suerte que yo, pero que no sois mejores. Pues si tenéis la arrogancia de creer que lo sois, ahí empieza el peligro.

Por otro lado, y desde la perspectiva subjetiva, la más literaria -pues Maximilian Aue es una invención de su autor, sin correlato real, a diferencia de otros personajes que pueblan el libro-, en Las benévolas tiene un papel destacado el retrato psicológico de su protagonista, y ello en tanto su compleja personalidad, torturada y extrema, excesiva y neurótica, distorsionada y sufriente, ejemplifica, en sus contradicciones, en sus excesos, la locura del sistema y de la concepción de vida nazi, en un paralelismo que a mi juicio parece intencionado por parte de su autor entre, por llamarlo así, lo interno (el alma del dirigente nacionalsocialista) y lo externo (el delirante y genocida proyecto de Hitler). La historia personal de Max es muy problemática, con una difícil relación de amor/odio hacia una madre que, en la infancia del chico y tras la desaparición de su marido, vuelve a contraer matrimonio, lo que perturba notablemente al menor; con una pasión incestuosa vivida con su hermana gemela Una; con rabiosas y salvajes pulsiones homosexuales; con sueños extremos repletos de violentas fantasías sexuales y patológica crueldad; con episodios “reales” de crimen y destrucción. Por la mente de Auer transitan desbocados el sufrimiento y la culpa, la mala conciencia y el dolor, la hipersensensibilidad enfermiza, las dudas y la responsabilidad, la indiferencia y la autojustificación, el atroz peso de la memoria, el espanto y el miedo, el inmenso miedo, el terror a la venganza por las atrocidades cometidas. Una venganza que constituye el sentido último de la obra, que ya aparece desde su título, el mito de las Erinias, las Euménides, las Benévolas en traducción del griego, las furias que persiguen a Orestes siguiendo el rastro de la sangre de su madre, Clitemnestra, asesinada por su hijo. El dictamen final de Atenea, que absuelve a Orestes, convierte a las diosas vengativas en benevolentes símbolos de la misericordia y la piedad. Maximilian, al final de la obra, se queda a solas con el tiempo y la tristeza y la pena del recuerdo, la crueldad de mi existencia y de mi muerte aún por venir. Las Benévolas habían dado con mi rastro, afirma.

Y entre ambos planos, y sobresaliendo como leitmotiv recurrente a lo largo de todo el libro, surge uno de sus logros más notables: la descarnada descripción del horror, el horror genérico y podríamos llamar convencional de la guerra, común a cualquier guerra, y el específico y singular, la inusitada malignidad del proyecto nazi. En este sentido, y como ha resaltado Mario Vargas Llosa, la novela no deja resquicio a la esperanza, pues al mostrar de manera exhaustiva, sin ambages ni paliativos, sin edulcorantes ni benévolos filtros, la crudeza de las escenas de violencia, nos pone cara a cara con el desgraciadamente muy humano fenómeno de la maldad y nos traslada una desasosegante sensación de duda ante las posibilidades que como especie tenemos de escapar a esa dimensión oscura y destructiva, ominosa y animal de nuestra naturaleza.

Os dejo aquí, como ejemplos de la en este sentido eficaz aunque trágica propuesta de Littell, dos muy largos fragmentos de Las benévolas. En el primero asistimos a una matanza de judíos en Ucrania, el bautismo de sangre de Maximiliam Aue, la brutal trivialidad del mal. Obviad su extensión y adentraos en él porque su lectura, sobrecogedora, es muy descriptiva del tono general del libro, además de resultar una excelente, aunque atroz, muestra de la realidad de aquella monstruosa contienda:

Una mañana Janssen me propuso que asistiera a una acción. Era algo que tenía que pasar antes o después, y yo lo sabía y ya había pensado en ello. Que sentía dudas en lo referido a nuestros métodos es algo que puedo decir con total sinceridad; no acababa de entender la lógica que pudieran tener. Había charlado acerca de eso con presos judíos, quienes afirmaban que para ellos, de toda la vida, las cosas malas llegaban del este y las buenas del oeste; en 1918, recibieron a nuestras tropas como liberadoras, salvadoras, y éstas se habían portado de forma muy humana; cuando se fueron, los ucranianos de Petliura volvieron a las matanzas. En cuanto al poder bolchevique, mataba al pueblo de hambre. Ahora nosotros los matábamos. Y era innegable que matábamos a mucha gente. Lo que me parecía una desgracia, por más inevitable y necesario que fuera. Pero con la desgracia hay que encararse; hay que estar siempre listo para mirar cara a cara lo inevitable y lo necesario, y percatarse de las consecuencias que de ellos se derivan; cerrar los ojos no es nunca una respuesta. Acepté el ofrecimiento de Janssen. Estaba al mando de la acción el Untersturmführer Nagel, su ayudante; salí, pues, con él de Tsviahel. Había llovido la víspera, pero la carretera seguía en buenas condiciones; viajábamos despacio entre dos elevadas murallas de vegetación que chorreaban luz y nos tapaban los campos. El pueblo, cuyo nombre no recuerdo ya, estaba a la orilla de un río ancho, pocos kilómetros más allá de la ex frontera soviética; era una población mixta; los campesinos de Galitzia vivían de un lado y los judíos del otro. Cuando llegamos, los acordonamientos ya estaban en su lugar. Nagel me había señalado un bosque detrás de la población: “Lo hacemos ahí”. Parecía nervioso y titubeante; seguramente tampoco él había matado aún nunca a nadie. En la plaza central, nuestros askaris estaban reuniendo a los judíos, hombres maduros y adolescentes; los iban sacando por grupitos de las callejuelas judías; a veces los golpeaban, luego los obligaban a sentarse en el suelo y los vigilaban unos Orpo. Algunos alemanes los acompañaban también; uno de ellos, Gnauk, azotaba a los judíos con una fusta para que anduviesen. Pero, dejando aparte los gritos, todo parecía relativamente tranquilo y ordenado. No había mirones; de vez en cuando aparecía algún niño en una esquina de la plaza, miraba a los judíos sentados en el suelo y se iba corriendo. “Todavía tenemos para una media hora, me parece”, dijo Nagel.-“¿Puedo ir a dar una vuelta?”, pregunté.-“Sí, claro. Pero llévese de todas formas a su ordenanza.” Así era como llamaba a Popp, que no se separaba ya de mí desde Lemberg y me preparaba el acantonamiento y el café, me lustraba las botas y mandaba que me lavasen los uniformes, y eso que yo no le había pedido nada. Me encaminé hacia las modestas casas de labor de la zona, por el lado del río. Popp me seguía a pocos pasos, con el fusil al hombro. Eran alargadas y bajas; las puertas permanecían obstinadamente cerradas, no se veía a nadie en las ventanas. Delante de una portalada de madera pintada de un azul pálido muy ordinario, alrededor de treinta ocas graznaban escandalosamente esperando a que les abrieran. Dejé atrás las últimas casas y bajé hacia el río, pero las orillas se volvían pantanosas y volví a subir algo más arriba; un poco más lejos, divisaba el bosque. El aire retumbaba con el croar agobiante y obsesivo de las ranas en celo. Más allá, entre los campos inundados en donde la luz del sol se reflejaba en las placas de agua, una docena de ocas blancas caminaban en fila, orondas y altaneras; las seguía un ternero medroso. Había tenido oportunidad de ver unos cuantos pueblos en Ucrania: me parecían mucho más pobres y míseros que éste; me temía que Oberlánder viera venirse abajo sus teorías. Volví por donde había venido. Delante de la portalada azul, las ocas seguían esperando, mientras miraban de reojo a una vaca que lloraba, con un hervidero de moscas aglutinadas en los ojos. En la plaza, los askaris estaban subiendo a los judíos a los camiones a voces y a golpes, y eso que aquellos judíos no se resistían. Delante de mí, dos ucranianos llevaban a rastras a un viejo con una pierna de palo; la prótesis se desprendió y a él lo echaron sin miramientos dentro del camión. Nagel se había alejado; alcancé a uno de los askaris y le señalé la pierna de palo: “Métela con él en el camión”. El ucraniano se encogió de hombros, recogió la pierna y la arrojó hacia el viejo. En cada camión se amontonaban unos treinta judíos; debía de haber alrededor de ciento cincuenta en total, pero sólo contábamos con tres camiones; habría que hacer otro viaje. Cuando estuvieron cargados los camiones, Nagel me indicó con una seña que subiera al Opel y se dirigió hacia el bosque, con los camiones tras de sí. En las lindes, ya estaba listo el acordonamiento. Descargaron los camiones y, luego, Nagel ordenó que escogieran a los judíos que tenían que cavar; los otros esperarían allí mismo. Un Hauptscharführer hizo la selección y repartieron las palas; Ángel organizó una escolta y el grupo se internó en el bosque. Los camiones se habían vuelto a marchar. Miré a los judíos; aquellos a quienes tenía más cerca, parecían pálidos, pero tranquilos. Nagel se acercó y me interpeló con vehemencia, señalando a los judíos: “Es necesario, ¿entiende? En todo esto, el sufrimiento humano no debe contar nada de nada”.-“Sí, pero, pese a todo, algo cuenta.” Eso era lo que no conseguía yo captar: la oquedad, la absoluta falta de adecuación entre la facilidad, con la que es posible matar y la tremenda dificultad que debe de haber en morir. Para nosotros, era otro asqueroso día de trabajo; para ellos, el fin de todo. Salían gritos del bosque. “¿Qué sucede?”, preguntó Nagel.-«No lo sé, Herr Untersturmführer -respondió su suboficial-. Voy a ver.” Entró a su vez en el bosque. Algunos judíos iban y venían, arrastrando los pies, con los ojos clavados en el suelo, en un silencio adusto de hombres obtusos que esperan la muerte. Un adolescente, sentado en los talones, tarareaba una canción infantil mientras me miraba con curiosidad; se acercó dos dedos a los labios; le di un cigarrillo y cerillas: me lo agradeció con una sonrisa. El suboficial volvió a aparecer en la linde del bosque y llamó: “Han encontrado una fosa común, Herr Untersmrmführer”.- “¿Cómo que una fosa común?” Nagel se encaminó hacia el bosque y lo seguí. Bajo los árboles, el Hauptscharführer daba de bofetadas a un judío mientras gritaba: “¿Lo sabías, verdad que sí, maricón? ¿Por qué no lo dijiste?”.-“¿Qué sucede?”, preguntó Nagel. El Hauptscharführer dejó de abofetear al judío y contestó: “Mire, Herr Untersturmführer. Nos hemos encontrado con una fosa de los bolcheviques”. Me acerqué a la zanja que habían abierto los judíos; en lo hondo se vislumbraban unos cuerpos enmohecidos, encanijados, casi momificados. “Debieron de fusilarlos en invierno -comenté-. Por eso no se han descompuesto.” Un soldado se enderezó en el fondo de la zanja. “Parece como si los hubieran matado de un tiro en la nuca, Herr Untersturmführer. Debe de ser cosa del NKVD.” Nagel llamó al Dolmetscber: “Pregúntale qué pasó”. El intérprete tradujo y entonces habló el judío. “Dice que los bolcheviques detuvieron a muchos hombres en el pueblo. Pero dice que no sabían que los habían enterrado aquí.” -“¡Estas bazofias no lo sabían! -estalló el Hauptscharführer-. ¡Pero si seguro que los mataron ellos!” -“Cálmese, Hauptscharführer. Mande cerrar esta tumba y que caven en otro sitio. Pero marque el emplazamiento por si hay que volver para una investigación.” Volvimos donde estaba el acordonamiento: regresaban los camiones con los demás judíos. Veinte minutos después, se reunió con nosotros el Hauptscharführer, acalorado: “Hemos encontrado más cuerpos, Herr Untersturmführer. Si es que no puede ser, tienen el bosque lleno”. Nagel convocó un reducido conciliábulo. “No hay muchos claros en este bosque -sugirió un suboficial-. Por eso cavamos en los mismos sitios que ellos.” Mientras lo discutían, me di cuenta de que tenía clavadas en los dedos unas astillitas largas y muy finas, justo debajo las uñas; al tacto, descubrí que bajaban hasta la segunda falange, entre la carne y la piel. Era sorprendente. ¿Cómo se me habían metido allí? Porque no había notado nada. Empecé a sacármelas con cuidado, una a una, intentando no hacerme sangre. Menos mal que resbalaban con bastante facilidad. Nagel parecía haber tomado una decisión: “Hay otra parte del bosque, por allí, que está a un nivel más bajo. Vamos a intentarlo por ese lado”. -“Lo espero aquí.” -“Muy bien, Herr Obersturmführer. Ya enviaré a alguien a buscarlo.” Absorto, doblé los dedos varias veces. Todo parecía en orden. Me alejé del acordonamiento, bajando por una cuesta suave, entre las hierbas silvestres y las flores ya casi secas. Más abajo, comenzaba un campo de trigo que custodiaba un cuervo crucificado bocabajo y con las alas abiertas. Me tendí en la hierba y miré el cielo. Cerré los ojos. Popp vino a buscarme: “Ya están casi listos, Herr Obersturmführer”. El acordonamiento y los judíos se habían desplazado hacia la parte de abajo del bosque. Los condenados hacían tiempo bajo los árboles, en grupitos; algunos tenían la espalda apoyada en los troncos. Más allá, en el bosque, Nagel esperaba con sus ucranianos. Unos cuantos judíos, en lo hondo de una zanja de varios metros de largo, estaban echando aún paletadas de barro por encima del talud. Me incliné, la fosa estaba llena de agua; los judíos cavaban con agua fangosa hasta la rodilla. “Esto no es una fosa, es una piscina”, le comenté a Nagel en un tono bastante seco. Este no se tomó demasiado bien el comentario: “¿Y qué quiere que yo le haga, Herr Obersturmführer? Hemos dado con una vena de agua y el nivel va subiendo según van cavando. Estamos demasiado cerca del río. Pero no voy a pasarme el día mandando hacer agujeros en este bosque”. Se volvió hacia el Hauptscharführer. “Bueno, ya basta. Que salgan de ahí.” Estaba lívido. “¿Están listos sus tiradores?”, preguntó. Comprendí que eran los ucranianos quienes iban a disparar. “Sí, Herr Untersturmführer”, contestó el Hauptscharführer. Se volvió hacia el Dolmetscber y explicó el procedimiento. El Dolmetscher se lo tradujo a los ucranianos. Veinte acudieron a colocarse en fila delante de la fosa, otros cinco cogieron a los judíos que habían cavado y que estaban cubiertos de barro y los hicieron arrodillarse a lo largo del borde, de espaldas a los tiradores. Al dar la orden el Hauptscharführer, los askaris se echaron la carabina al hombro y apuntaron a la nuca de los judíos. Pero no salían las cuentas; tenía que haber dos tiradores por judío, y habían cogido a quince para cavar. El Hauptscharführer volvió a contar, ordenó a los ucranianos que bajasen los fusiles y mandó a cinco judíos que se levantasen; se fueron a esperar a un lado. Varios recitaban algo en voz baja, oraciones seguramente, pero, salvo eso, no decían nada. “Sería mejor poner más askaris -sugirió otro suboficial-. Acabaríamos antes.” Vino luego un breve debate: no había en total más que veinticinco ucranianos; el suboficial proponía añadir cinco Orpo; el Hauptscharführer aseguraba que no se podía quitar gente del acordonamiento. Nagel, exasperado, zanjó: “Sigan así”. El Hauptscharführer ladró una orden y los askaris alzaron los fusiles. Nagel dio un paso al frente. “Preparados...” Hablaba con voz sorda y hacía un esfuerzo para controlarla. “¡Fuego!” La ráfaga crepitó y vi algo así como una salpicadura roja que ocultaba el humo de los fusiles. La mayoría de los muertos salieron volando hacia delante y cayeron con la cara en el agua; dos de ellos se quedaron tendidos, ovillados, al borde de la fosa. “Que me despejen esto y que traigan a los siguientes”, ordenó Nagel. Unos ucranianos cogieron a los dos judíos muertos por los brazos y por los pies y los tiraron dentro de la fosa; aterrizaron con mucho ruido de agua, la sangre les corría a chorros de las cabezas destrozadas y había salpicado las botas y los uniformes verdes de los ucranianos. Se acercaron dos hombres con palas y se pusieron a despejar el borde de la fosa, enviando los terrones ensangrentados y algunos restos blancos de sesos a reunirse con los muertos. Fui a mirar: los cadáveres flotaban en el agua fangosa, unos bocabajo, otros de espaldas, con las narices y las barbas asomando del agua; la sangre que les manaba de la cabeza se extendía por la superficie, como una fina capa de aceite, pero de color rojo vivo; las camisas blancas también estaban rojas y unos hilillos rojos les corrían por la piel y por la barba. Ya traían al segundo grupo, los que habían cavado y otros cinco de la linde del bosque, y los colocaron de rodillas, de cara a la fosa y a los cuerpos flotantes de sus convecinos; uno se volvió, de cara a los tiradores, con la cabeza alta, y los miró en silencio. Pensé en esos ucranianos: ¿cómo habían llegado a esto? La mayoría habían luchado contra los polacos y, luego, contra los soviéticos; debían de haber soñado con un porvenir mejor para sí y para sus hijos; y resultaba que ahora estaban en un bosque, con un uniforme extranjero, y matando a personas que no les habían hecho nada, sin razón alguna que pudieran comprender. ¿Qué podían estar pensando de todo aquello? No obstante, cuando se lo mandaban, disparaban, empujaban los cuerpos a la fosa, y traían más; no protestaban. ¿Qué pensarían de todo aquello más adelante? Habían vuelto a disparar. Ahora se oían quejas que venían de la fosa. “¡Mierda! No están todos muertos”, refunfuñó el Hauptscharführer. -“Pues que los rematen”, gritó Nagel. A una orden del Hauptscharführer, dos askaris se adelantaron y dispararon otra vez a la fosa. Los gritos seguían. Dispararon por tercera vez. Junto a ellos, estaban despejando el borde. Otra vez, desde más lejos, traían a otros diez. Me llamó la atención Popp: le rebosaba de la mano un puñado de tierra del elevado montón que había cerca de la fosa y la miraba y la amasaba con los dedazos, la olfateaba; incluso se metió un poco en la boca. “¿Qué pasa, Popp?” Se me acercó: “Mire esta tierra, Herr Obersturmführer. Es buena tierra. A un hombre podrían pasarle cosas peores que vivir aquí”. Los judíos se estaban arrodillando. “Tira eso, Popp”, le dije. -“Nos han dicho que luego igual podemos venir a instalarnos aquí y levantar casas de labor. Es una buena zona, es todo lo que digo.” -“Cállate, Popp.” Los askaris habían disparado otra salva. Otra vez subían de la fosa gritos estridentes y gemidos. “¡Por favor, señores alemanes! ¡Por favor!” El Hauptscharführer mandó disparar el tiro de gracia: pero los gritos no cesaban, se oía a hombres luchar en el agua. También Nagel gritaba: “¡Sus hombres son un desastre disparando! Ordéneles que bajen al agujero”. -“Pero Herr Untersturmführer...”-“¡Ordéneles que bajen!» El Hauptscharführer mandó traducir la orden. Los ucranianos empezaron a hablar, muy nerviosos. “¿Qué dicen?”, preguntó Nagel. -“No quieren bajar, Herr Untersturmführer -aclaró el Dolmetscher-. Dicen que no merece la pena. Que pueden disparar desde el borde.” Nagel se había puesto encarnado. “¡Que bajen!” El Hauptscharführer agarró a uno del brazo y tiró de él hacia la fosa. El ucraniano se resistió. Ahora todo el mundo gritaba, en ucraniano y en alemán. Algo más allá aguardaba el grupo siguiente. El askari elegido arrojó el fusil al suelo y saltó dentro de la fosa, resbaló, cayó cuan largo era entre los cadáveres y los agonizantes. Su compañero bajó tras él, agarrándose al borde, y lo ayudó a levantarse. El ucraniano maldecía y escupía, cubierto de barro y de sangre. El Hauptscharführer le alargó el fusil. Por la izquierda, se oyeron varios tiros y gritos; los hombres del cordón disparaban en el bosque: uno de los judíos había aprovechado el barullo para salir corriendo. “¿Le han dado?», gritó Nagel. -“No lo sé, Herr Untersturmführer”, respondió desde lejos uno de los policías. -“¡Pues vayan a ver!” Otros dos judíos se escabulleron de repente por el lado opuesto y los Orpo volvieron a disparar: uno se desplomó enseguida, el otro se perdió de vista en lo hondo del bosque. Nagel había sacado la pistola y gesticulaba con ella en la mano, gritando órdenes contradictorias. En la fosa, el askari intentaba apoyar el fusil en la frente de un judío herido, pero éste daba vueltas en el agua y la cabeza se hundía bajo la superficie. El ucraniano acabó por disparar a ojo; el tiro se llevó por delante la mandíbula del judío, pero no lo mató aún; luchaba y agarraba al ucraniano por las piernas. “Nagel”, dije.-“¿Qué?” Tenía el rostro desencajado y la pistola colgando del brazo estirado. “Me voy a esperar al coche.” En el bosque se oían tiros; los Orpo disparaban a los fugitivos; me miré de reojo y fugazmente los dedos para tener la seguridad de que me había quitado bien todas las astillas. Cerca de la fosa, un judío se echó a llorar.

Con casi idéntica brutalidad, en otro momento de la novela se nos cuenta la salida de los aviones que repatriaban a los enfermos y las terribles escenas de violencia que llevaban consigo:

En la pista reinaba un caos aún peor que la semana anterior; cada vez que llegaba un avión, era una rebatiña; algunos heridos se caían y los demás los pisoteaban; los Feldgendarmes tenían que disparar ráfagas al aire para que la horda de desesperados retrocediera. Crucé unas palabras con un piloto de un Heinkel III que se había alejado del aparato para fumar; estaba lívido, miraba la escena con expresión aturullada y murmuraba: “No puede ser, no puede ser... ¿Sabe? -me dijo por fin antes de alejarse-, todas las noches, cuando llego vivo a Salsk, lloro como un niño”. Aquella frase sencilla me dio vértigo; le di la espalda al piloto y a la jauría encarnizada y rompí en sollozos: me corrían las lágrimas por la cara, lloraba por mi infancia, por aquel tiempo en que la nieve era un placer sin fin, en que una ciudad era un espacio maravilloso para vivir y un bosque no era aún un sitio cómodo para matar a la gente. Detrás de mí, los heridos vociferaban como posesos, como perros presos de insania y casi tapaban con los gritos el rugido de los motores. El Heinkel, al menos, despegó sin tropiezos; no le sucedió otro tanto al Junker siguiente. Otra vez caían proyectiles de obús, tuvo que repostar keroseno deprisa y corriendo, o quizá el frío había averiado uno de los motores: pocos segundos después de que las ruedas hubieran dejado el suelo, se caló el motor de la izquierda; el aparato, que no había tomado aún velocidad suficiente, dio un tumbo lateral; el piloto intentó enderezarlo, pero el avión tenía un desequilibrio excesivo y, de repente, el ala basculó y fue a estrellarse a unos cientos de metros, pasada la pista, formando una gigantesca bola de fuego que iluminó la estepa por un momento. Yo me había refugiado en un bunker por el bombardeo, pero lo vi todo desde la entrada y otra vez se me llenaron los ojos de lágrimas, aunque conseguí controlarme. Al fin vinieron a buscarme para el enlace, pero no antes de que un proyectil de obús cayera en una de las tiendas de heridos que estaban cerca de la pista, lanzando miembros y jirones de carne por todo el área de descarga. Como estaba cerca, tuve que echar una mano para apartar los escombros sanguinolentos y buscar a los supervivientes, y, al darme cuenta de que estaba examinando las entrañas de un soldado joven con el vientre destrozado, que andaban desparramadas por la nieve, para hallar en ellas rastros de mi pasado o indicios de mi porvenir, me dije que estaba visto que todo aquello iba tomando la apariencia de una farsa difícilmente soportable.

Con estos largos fragmentos de feroz dureza, termino mi extenso comentario -en consonancia con las propias dimensiones del texto- de este Las benévolas, una gran novela, pese a la abominable brutalidad que aflora en muchas de sus páginas, de Jonathan Littell. En un libro construido en torno a una estructura musical, con la presencia de Bach impregnando la obra, con los títulos de sus siete capítulos alusivos a diversos tipos de danzas barrocas, Tocata, Minueto, Zarabanda, etc., he escogido para cerrar esta reseña una pieza, interpretada al piano por Pavel Kolesnikov, que suena en un pasaje de la novela. Se trata de Gavota, seis variaciones de Rameau, una música clara, jubilosa, cristalina, como el galope de un caballo de raza lanzado por la llanura rusa, en invierno, tan veloz que los cascos sólo rozan la nieve y no dejan ni el menor rastro, como se la describe en el libro.


No obstante, eso del sufrimiento debería serme familiar. Todos los europeos de mi generación pasaron por algo así, pero puedo decir sin falsa modestia que yo estoy más al tanto que la mayoría. Y, además, la gente olvida enseguida. Lo compruebo a diario. Incluso quienes lo presenciaron no usan casi nunca, para referirse a ello, más que pensamientos y frases que son tópicos. No hay más que ver la lamentable prosa de los autores alemanes que hablan de los combates del Este: un sentimentalismo putrefacto, una lengua muerta repugnante. La prosa de Herr Paul Carrell, por ejemplo, un autor que ha tenido éxito en los últimos años. Resulta que conocí a ese Herr Carrell en Hungría, por la época en que se llamaba todavía Paul Cari Schmidt y escribía, bajo la égida de su ministro Von Ribbentrop, sus opiniones auténticas en una prosa llena de vigor que causaba un efecto espléndido: La cuestión judía no es cuestión de humanidad, no es cuestión de religión; es sólo cuestión de higiene política. Ahora, el honorable Herr Carrell-Schmidt ha logrado la considerable hazaña de publicar cuatro tomos insípidos acerca de la guerra en la Unión Soviética sin poner ni una sola vez la palabra judío. Lo sé porque los he leído; me costó, pero soy tozudo. Nuestros autores franceses, los Mabire y otras hierbas, no valen más. Con los comunistas pasa lo mismo, sólo que en la otra punta. ¿Dónde han ido a parar aquellos que cantaban: Niños, afilad los cuchillos en los filos de las aceras? Están callados o están muertos. Charlamos, hacemos dengues, nos enfangamos en una turba desabrida amasada con las palabras gloria, honor, heroísmo; qué cansancio, nadie habla. Es posible que esté siendo injusto, pero me atrevo a esperar que me entendáis. La televisión nos agobia con cifras, cifras impresionantes, con un cero detrás de otro; pero ¿quién de vosotros se detiene a pensar realmente en esas cantidades? ¿Quién de vosotros ha intentado alguna vez ni tan siquiera contar a cuántas personas conoce o ha conocido en la vida y comparar esa cantidad ridícula con las cantidades que oye por la televisión, esos famosos seis millones o veinte millones! Recurramos a las matemáticas. Las matemáticas son muy útiles, dan perspectivas y refrescan la mente. Son, a veces, un ejercicio muy instructivo. Tened un poco de paciencia y prestadme atención. Sólo tomaré en consideración los dos escenarios en que he podido desempeñar un papel, por mínimo que fuera: la guerra contra la Unión Soviética y el programa de exterminación que, de forma oficial, se llamaba en nuestros documentos: “Solución final de la cuestión judía”, Endlósung der Judenfrage, por citar tan hermoso eufemismo. En los frentes del Oeste, de todas formas, las bajas fueron relativamente pequeñas. Las cantidades de las que parto son un poco arbitrarias: no me queda más remedio, nadie se pone de acuerdo. En lo referido al conjunto de las bajas soviéticas, me quedo con la cantidad tradicional, que citó Jruschov en 1956: veinte millones, aunque dejando constancia de que Reitlinger, un famoso autor inglés, sólo computa doce y que Erickson, un autor escocés no menos famoso, por no decir más, llega a una cuenta de veintiséis millones por lo bajo; la cifra soviética oficial está pues, de forma bastante clara, en el término medio, millón más o millón menos. En lo tocante a las bajas alemanas -únicamente en la URSS, se entiende- podemos basarnos en la cantidad, aún más oficial y de germánica exactitud, de 6.172.373 soldados en el Este, entre el 22 de junio de 1941 y el 31 de marzo de 1945, cantidad que se contabiliza en un informe interno del OKH (estado mayor del ejército) hallado después de la guerra, pero que incluye los muertos (más de un millón), los heridos (cuatro millones) y los desaparecidos (es decir, muertos, más prisioneros, más prisioneros muertos, alrededor de 1.288.000). Digamos, pues, para no eternizarnos, dos millones de muertos, pues los heridos no nos interesan aquí, contando de forma muy aproximada los cincuenta mil y pico muertos más que hubo entre el 1 de abril y el 9 de mayo de 1945, sobre todo en Berlín, a lo que hay que sumar además el millón de muertos civiles que se calcula que hubo durante la invasión del este de Alemania y los consiguientes desplazamientos de población; o sea, en total, digamos que tres millones. En cuanto a los judíos, hay donde elegir: la cantidad sancionada, incluso aunque poca gente sepa de dónde sale, es de seis millones (fue Hóttl quien dijo en Núremberg que se lo había dicho Eichmann; pero Wisliceny, por su parte, afirmó que Eichmann les dijo cinco millones a sus colegas; y el propio Eichmann, cuando los judíos pudieron al fin preguntárselo en persona, dijo que entre cinco y seis millones, pero que seguramente cinco). El doctor Korherr, que reunía estadísticas para el Reichsführer-SS Heinrich Himmler, llegó a la cifra de algo menos de dos millones a 31 de diciembre de 1942, pero admitía, cuando pude hablarlo con él en 1943, que sus cantidades de partida no eran demasiado fiables. Y, por fin, el muy respetado profesor Hilberg, especialista en el tema y poco sospechoso de puntos de vista parciales, o al menos pro alemanes, llega, al cabo de una minuciosa demostración de diecinueve páginas, a la cantidad de 5.100.000, lo cual corresponde grosso modo a lo que opinaba el difunto Obersturmbannführer Eichmann. Quedémonos, pues, con la cifra del profesor Hilberg, con lo que, recapitulando, tenemos:
Muertos soviéticos.........................20 millones
Muertos alemanes...........................3 millones
Subtotal (guerra del Este)..............23 millones
Endlösung.....................................5,1 millones
Total............................................26,6 millones. No hay que olvidar que 1,5 millones de judíos se contaron también como muertos soviéticos (“Ciudadanos soviéticos muertos por el invasor fascista”, como indica de forma tan discreta el extraordinario monumento de Kiev).

Ahora, las matemáticas. El conflicto con la URSS duró desde el 22 de junio de 1941 a las tres de la mañana hasta, de forma oficial, el 8 de mayo de 1945 a las 23:01, lo que nos da tres años, diez meses, dieciséis días, veinte horas y un minuto; es decir, redondeando, 46,5 meses, 202,42 semanas, 1.417 días, 34.004 horas o 2...040.241 minutos (contando el minuto de propina). En cuanto al programa llamado de «Solución final», nos quedaremos con las mismas fechas; anteriormente no había aún nada decidido ni sistematizado y las bajas judías fueron fortuitas. Relacionemos ahora estas dos series de cifras: los alemanes tuvieron 64.516 muertos mensuales, es decir, 14.821 muertos semanales, es decir, 2.117 muertos diarios, es decir, 88 muertos cada hora, es decir, 1,47 muertos cada minuto; se trata de la media para todos los minutos de todas las horas de todos los días de todas las semanas de todos los meses de todos los años, durante tres años, diez meses, dieciséis días, veinte horas y un minuto. A los judíos les salen, incluyendo los judíos soviéticos, alrededor de 109.677 muertos mensuales, es decir, 2,5.195 muertos semanales, es decir, 3.599 muertos diarios, es decir, 150 muertos cada hora, es decir, 2,5 muertos cada minuto en un período idéntico. Por parte soviética, en fin, tenemos unos 430.108 muertos mensuales, 98.804 muertos semanales, 14.114 muertos diarios, 588 muertos cada hora, o bien, 9,8 muertos cada minuto, en un período idéntico. Es decir, en cuanto al total global en mi campo de actividad, unas medias de 572.000 muertos mensuales, 121.410 muertos semanales, 18.772 muertos diarios, 782 muertos cada hora y 13,04 muertos cada minuto, todos los minutos de todas las horas de todos los días de todas las semanas de todos los meses de todos y cada uno de los años del período contemplado; es decir, recordémoslo, tres años, diez meses, dieciséis días, veinte horas y un minuto. Que quienes se hayan burlado de ese minuto de propina, un tanto pedante cierto es, piensen que no deja de ser una media de 13,04 muertos más, y que se imaginen, si pueden, a 13 personas de su entorno muertas en un minuto. Puede también calcularse el intervalo de tiempo entre cada muerto, lo que nos da una media de un muerto alemán cada 40,8 segundos, un muerto judío cada 124 segundos y un muerto bolchevique (contando a los judíos soviéticos) cada 6,12 segundos, y eso para el período ya citado en conjunto. Estáis ahora en condiciones de realizar, basándoos en esas cantidades, ejercicios de imaginación concretos. Coged un reloj, por ejemplo, y empezad a contar: un muerto, dos muertos, tres muertos, etcétera, cada 4,6 segundos (o cada 6,12 segundos, o cada 24 segundos, o cada 40,8 segundos, si tenéis una preferencia determinada), intentando ver, como si los tuvierais ahí delante, en fila, a esos uno, dos, tres muertos. Ya veréis qué ejercicio tan bueno de meditación es. O tomad otra catástrofe más reciente, que os haya afectado mucho, y comparad. Por ejemplo, si sois franceses, pensad en vuestra aventurilla argelina, que tanto traumatizó a vuestros conciudadanos. Perdisteis en ella a 25.000 hombres en siete años, incluidos los accidentes: el equivalente de algo menos de un día y trece horas de muertos en el frente del Este; o de alrededor de siete días de muertos judíos. Por supuesto que no contabilizo los muertos argelinos: como nunca, como quien dice, los mencionáis ni en vuestros libros ni en vuestros programas, no deben de contar gran cosa para vosotros. Y eso que matasteis a diez por cada uno de vuestros muertos, que es un esfuerzo muy honroso incluso comparado con el nuestro. Aquí me quedo; podríamos seguir mucho rato; os animo a que sigáis solos, hasta que se os abra el suelo bajo los pies. Yo no lo necesito: hace ya mucho que tengo el pensamiento de la muerte más cerca de mí que mi vena yugular, como dice esa hermosa frase del Corán. Si en alguna ocasión consiguierais hacerme llorar, mis lágrimas os quemarían el rostro como el vitriolo.

La conclusión de todo esto, si me permitís otra cita, la última, lo prometo, es, como tan bien decía Sófocles: Lo que debes preferir a todo lo demás es no haber nacido. Por lo demás, Schopenhauer escribía más o menos lo mismo: Más valdría que no hubiera nada. Como hay más dolor que placer en la tierra, cualquier satisfacción no es sino transitoria, y crea nuevos deseos y nuevas desesperaciones, y la agonía del animal devorado es mayor que el placer del que lo devora. Sí, ya sé, son dos citas, pero se trata de la misma idea: en verdad que vivimos en el peor de los mundos posibles. Por supuesto, ya se ha acabado la guerra. Y, además, hemos aprendido la lección; no volverá a suceder. Pero ¿estáis completamente seguros de que hayamos aprendido la lección? ¿Estáis seguros de que no volverá a suceder? ¿Estáis ni tan siquiera seguros de que se haya acabado la guerra? En cierto modo, la guerra nunca se acaba, o, si no, no se habrá acabado hasta que entierren sano y salvo al último niño nacido el último día de lucha, e incluso entonces proseguirá en sus hijos, y en los hijos de sus hijos, hasta que por fin la herencia se diluya un tanto, los recuerdos se deshilachen y el dolor mengüe, incluso si en ese momento ya nadie se acuerda de nadie desde hace muchísimo, y todo se considera ya historias pasadas, que no valen ni para meterles miedo a los niños, y menos aún a los hijos de los muertos y a quienes habrían deseado estarlo, estar muertos, quiero decir.
 

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