Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de junio de 2014


NIR BARAM. LAS BUENAS PERSONAS

Hola, buenas tardes, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os damos cuenta de un libro cuya lectura os recomiendo con altas dosis de pasión. Y es que en estas reseñas nunca aparece una obra que no me haya interesado, que no haya provocado en mí alguna suerte de entusiasmo, que no me haya deslumbrado, conmovido, ilusionado o, como mínimo, entretenido.

Esta semana continuamos con las propuestas que se relacionan, de modo directo o indirecto, con la segunda guerra mundial pues, pese a que en este 2014 se cumplen cien años del comienzo de la primera gran contienda bélica -la Gran Guerra-, es el universo del terror nazi y su paralelo estalinista, con sus causas y repercusiones el que centra mis intereses en estos temas (será en noviembre, coincidiendo con el aniversario de la firma del armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial, cuando aparezcan aquí libros relativos a ese también terrible conflicto). De modo que con la excusa del septuagésimo aniversario del desembarco de los aliados en Normandía llevamos ya cuatro miércoles con libros vinculados a esta segunda -y esperemos que última- gran conflagración mundial.

Hoy mi sugerencia se vincula con el tema elegido de una manera algo más accesoria y lateral porque, aunque la trama de la novela se desarrolla en los escenarios y en los años de la guerra: Alemania, Polonia, Rusia, Lituania, entre 1938 y 1941, el planteamiento narrativo no se centra tanto en los episodios bélicos -sin embargo presentes en el libro- como en las interioridades psicológicas de sus dos personajes principales, el alemán Thomas Heiselberg y la rusa Alexandra Weissberg, dos construcciones literarias muy poderosas en sí mismas y repletas además de resonancias e implicaciones metafóricas. Os hablo, desvelemos ya el título y el autor de la obra, de Las buenas personas, una novela de Nir Baram, un joven escritor nacido en Jerusalén, destacado exponente de la nueva literatura israelí. El libro, en traducción del hebreo de Ana María Bejarano, lo publica en España la Editorial Alfaguara.

Las buenas personas cuenta en paralelo, en capítulos alternos que acabarán confluyendo, las historias respectivas de los dos personajes citados, un alemán y una rusa, desde los días previos a la ocupación de Polonia por Hitler hasta los momentos en que el ataque alemán empieza a abrirse paso en el frente ruso. Los dos protagonistas no llegan a ocupar -como sí lo hace el personaje principal de Las benévolas, también aquí reseñada hace siete días, y con la que se compara la novela que ahora os comento en casi todas las críticas y entrevistas con su autor que he leído-, no llegan a desempeñar nunca un papel predominante en la primera línea de batalla y sí permanecen en un discreto -y  cobarde- segundo plano con respecto a la lucha que se libra en las trincheras.

Cobarde, he escrito, y es que, en efecto, Thomas y Sandra ejemplifican, con su egoísmo, con su tibieza, con su permanente afán manipulador, con su voluntad de sobrevivir a cualquier precio, incluso el de la vileza, en el mundo convulso en que les ha tocado vivir, con su traición, en definitiva con su cobardía, ejemplifican, digo, amplificándola de un modo -pienso que buscado por el autor- extraordinariamente didáctico, cierta condición mostrada por algunos de sus compatriotas -y quién sabe si, por extensión, por cualquier ser humano normal, por “las buenas personas” del común- ante los respectivos horrores nazi y soviético: la pasividad, el conformismo, la tolerancia… y aun más la connivencia, la colaboración con el doble régimen de terror, el hitleriano y el estalinista, bajo el que desenvuelven sus existencias.

Thomas Heiselberg es un joven alemán de clase media nacido en los albores del siglo XX. Extraordinariamente ambicioso, lleno de voluntad e imaginación, atrevido y valiente, a los veinte años cambia su destino, su “natural“ trayectoria como estudiante universitario, y se lanza a una aventura personal y profesional que lo lleva, de entrada, a subir peldaños en el escalafón de la importante compañía norteamericana Milton, y en una fase posterior -a partir de su experiencia como flamante director del muy pomposo Departamento de Psicología del Consumidor Alemán en la empresa estadounidense- a adentrarse en los entresijos, burocratizados y algo siniestros del poder hitleriano. Los orígenes de esta acelerada ascensión se pueden percibir en un largo, aunque muy significativo fragmento del libro: Mientras su padre y sus amigos despedidos del trabajo andaban por las calles de Berlín disfrazados de neumáticos, de bocadillos o de pastillas de chocolate, a el le había dado tiempo a idear un plan original y de lo mas inspirado. Un buen día, unos dos años después de terminar los estudios en la universidad, leyó en el periódico que la compañía Milton, dedicada a la investigación de posibles mercados, se estaba asesorando con el fin de fundar una filial en Alemania. Esa compañía norteamericana, con sucursales por todo el mundo excepto en Europa, donde solo tenia una, en Inglaterra, había prendido la chispa de su imaginación cuando todavía estudiaba en la universidad. Por aquel entonces se había hecho amigo de un estudiante americano que estudiaba Económicas, y este le había hablado de Milton y de sus estudios de mercado que les llevaban a los europeos una delantera de por lo menos diez anos. Ese fue uno de los pocos puntos de luz que Thomas vio mientras permaneció en la Universidad de Berlín: a principios de los años veinte le habían interesado los estudios de Sociologia, luego la Filología, que además era muy fácil, aunque finalmente, por influencia de su madre -que creía que su hijo sufriría un cambio de carácter si acudía a una universidad en la que se concentraba un grupo de intelectuales de primer rango, estudió Filosofía. Pero por lo general los estudios le parecieron una pérdida de tiempo, así que en el momento en el que obtuvo el titulo de licenciado dejo la universidad para ya no volver más. En el invierno de 1926, a los veintitrés años, Thomas marcho a Londres, donde conoció a un americano llamado Jack Fisk y que era el director de la delegación europea de Milton Investigación Mercantil. A partir de este encuentro, su ascenso, en la empresa y en la burocracia del poder nazi, resulta vertiginoso. Desde su posición en el Ministerio de Asuntos Exteriores, y sobre la base de las estrategias comerciales aprendidas y puestas en práctica en Milton, Thomas redacta informes que constituirán la base teórica que permitirá allanar el camino del ejército alemán en su invasión de Polonia y, como corolario ulterior, proceder al exterminio del “enemigo” judío.

Idéntica condición de “colaboracionista“ -quizá no del todo consciente, quizá inevitable, quizá disculpable-, aunque en este caso con el régimen soviético, ostenta Alexandra -Sacha- Weissberg. Hija de un matrimonio que se desenvuelve en un ambiente de intelectuales y poetas, no siempre conformes con el poder -el físico Andrei Weissberg, director del Instituto de Física y Tecnología, y Valeria, su doliente esposa que sufre la ostensible infidelidad de su marido-, Sacha se ve obligada, para salvarse a sí misma y a sus hermanos -aunque el asunto de la obligación y la libertad, de la valentía y la integridad, de la resistencia y la voluntad y la fuerza y la energía para oponerse al mal permea toda la novela sin que se nos ofrezca una propuesta “cerrada“ que culpabilice abiertamente a los protagonistas por sus debilidades-, a denunciar a sus padres y amigos ante la poderosa maquinaria de la formidable e inhumana burocracia rusa (en este aspecto tan similar a su paralela, la alemana).

Así, Thomas y Alexandra son individuos comunes que, sin demasiada conciencia de las consecuencias de sus actos, hacen el mal sin quererlo expresamente. Un personaje de la novela se sorprende, a este respecto y en relación a Sacha, de la flexibilidad gracias a la cual las personas pueden yacer en su lecho por la noche imaginando o soñando con los crímenes más espantosos y despertarse por la mañana con la sensación de que nada pasa. E igualmente, a propósito de Thomas, uno de sus responsables -nada sospechoso de una especial “integridad”- le espeta (e incluye en su alegato a la joven rusa): Ustedes nunca han tenido sangre en las manos. Han provocado la muerte de manera indirecta, con órdenes, escribiendo papeles que pasaban de mano en mano sin que sus ojos ya los vieran hasta enviar a otros a la muerte. En eso son ustedes de sobresaliente, pero, ¿dar una orden directa de matar a alguien? Matar a alguien de cerca, asestarle una puñalada en el corazón, romperle el gaznate, pegarle un tiro a bocajarro y ver cómo le estalla el cerebro, y luego descubrir en casa, ante el espejo, que llevan ustedes restos de ese cerebro pegado en las orejas, eso no lo han hecho ustedes dos nunca, ¿verdad que no? En este momento les gustaría enterrarme bien hondo bajo tierra. Pero esta vez no hay nadie que vaya a hacer por ustedes el trabajo sucio. Resulta grotesco: ustedes que han llevado a tantos a la muerte, puede que a miles, se sienten de pronto impotentes ante una pequeña muerte.

Nir Baram dibuja así -y el retrato es espléndido; magistral, a mi juicio, en el caso de Heiselberg- dos caracteres muy complejos que, en sus contradicciones, en su mediocridad, resultan paradigmáticos, ejemplifican un modo, por desgracia muy común, de estar en el mundo y que es, en muchos casos, si no la causa sí el cooperador necesario para la propagación del mal: la inconsciencia culpable, la tolerancia cobarde, la “equidistancia” irresponsable. Son egoístas: El problema es que en toda tu vida no has creído en nada que no fuera en ti mismo. No tienes ni sentimiento patriótico ni eres fiel al pueblo a través del ningún grupo y, para ser sinceros, ni siquiera te has sentido nunca en deuda con tus padres. Pero lo peor de todo es que nunca te hayas parado a pensar ni un solo minuto por qué eres así o si no podrías mejorar como ser humano; nunca has comprendido que cualquier comportamiento individual puede llegar a servir al comportamiento de toda la raza, y en lugar de eso has empleado todo tu talento y tus energías en tu propio beneficio; manipuladores: Tenía suficiente capacidad organizativa como para satisfacer hasta los deseos más contradictorios de los demás y para manejar las más variadas debilidades humanas, juntándolo todo en un solo paquete que él manipulaba luego a la perfección; cobardes al extremo de arrasar con todo con tal de sobrevivir en un mundo que se desmorona: No hay nada que hayas aprendido, no hay nada en lo que creas. No hay ninguna cualidad que hayas heredado o con la que te hayas hecho, no existe absolutamente nada en ti de lo que no vayas a ser capaz de deshacerte en un abrir y cerrar de ojos con tal de sobrevivir. Y después, en casa, te parecerá que lo has soñado. Son camaleónicos, capaces de adaptarse sin escrúpulo al “estilo” -a los dictados- de quien ostenta el poder en cada momento, condición que en el caso de Thomas se revela como una auténtica falta de identidad: el rey del disimulo, chaquetero, un auténtico farsante dicen de él otros personajes de la novela. Esta insustancialidad radical aflora en numerosas situaciones a lo largo de su existencia, relatadas en el libro: Thomas Heiselberg es, en realidad, un cúmulo de características, de gestos, de ideas y de apreciaciones que ha tomado de acá y de allá. Es un artista para tomar lo que sea de los demás y apropiárselo. Incluso la expresión de una escultura que le guste la adopta como propia. En el cuarto oscuro de su vacía alma revela los negativos robados a otros y los convierte en unas espectaculares fotografías. Su grado de identificación con el robo es tan alto y su capacidad para reelaborarlo tan perfecta, que al poco tiempo cree que ha nacido con él. O en otro fragmento: El pegamento que lo tenía cohesionado como un ser fuerte había empezado a secarse y descomponerse, y los rasgos de su carácter con los que antes se había definido a sí mismo -orgullo, encanto personal, la capacidad para separar lo superfluo de una cosa y quedarse con el meollo, y sobre todo el impulso y la creencia de que sus actos, es decir, la materialización de sus planes, eran los correctos y lo llevarían a los resultados deseados- todos esos rasgos de su carácter se revelaban ahora como dependientes de circunstancias externas y no eran más que un recuerdo del pasado. Y más adelante: Has sido muy hábil para disfrazarte de esto o de lo otro, y hasta para hacerte pasar por un nacionalsocialista. O aún: Aquel hombre era una de las personas más espantosas y extrañas que jamás había conocido, un verdadero misterio (…) compuesto de cientos de pedacitos de papel pegados con cola vieja (…) De lejos la imagen parecía entera, pero de cerca asomaba la desnudez que había tras los pedazos rotos, y puede que ni siquiera fuera desnudez lo que ahí se entreveía, sino los pedazos rotos de otra imagen.

Thomas y Sacha llevan en sí la muerte, la destrucción, son fracasados en el sentido más esencial de la palabra, exhalan el hálito glacial de la muerte (¿Llamas a la colección de mentiras y vilezas que somos “vida”?), contagian su ruina moral, arrasan difundiendo devastación en cuanto tocan (Hay una cosa que por fin has comprendido: hace ya mucho que ninguno de nosotros vive). De nuevo hay fragmentos en el texto que muestran con una “potencia” inequívoca esta desoladora condición de nuestros personajes, revelaciones -que a menudo, los propios protagonistas, viles pero lúcidos, encaran- que revelan la esencia de su ruina existencial: ¿Habría allí algo que su imaginación fuera incapaz de destruir?, se dice a sí mismo Heiselberg en un fragmento del libro. O, en reflexión del propio Thomas: Aquella no era una sensación nueva: ya en su infancia la mente lo empujaba a ver como terminada cualquier cosa que representara periodicidad o el fin de un ciclo. Las vacaciones de verano, los días de fiesta, los cumpleaños. Siempre, hacia el final de la celebración, veía a los que lo rodeaban del color amarillento de la cera, como si se hubieran quedado sin el último aliento vital. Las personas como él, que veían la muerte en todas partes, no podían llegar a entender por qué los demás celebraban el paso del tiempo. Y aun más nítidamente: La facultad más terrible que él tenía y que siempre lo dominaba en el momento más crítico (…) consistía en conducir a la muerte lo que estaba vivo. O por fin: Resultaba que el disfraz destinado a causar la impresión de que Thomas Heiselberg era un hombre expeditivo al que el futuro deparaba todavía grandes acontecimientos se revelaba ahora falso, y hasta lo miraban irónicamente de reojo porque debajo asomaba un ser tan ingenuo como para no haber llegado todavía a comprender que la empresa de su vida había fracasado. E igualmente ocurre con Alexandra: Ya fue más fuerte en ella el deseo de morir que el deseo de sobrevivir. Ambos, en cualquier caso, están persuadidos de que todo vencedor sabe que la derrota acabará por llegar.

¿Es, el análisis moral de Las buenas personas, extrapolable a nuestros días o se queda en un mero retrato de una época; fidedigno y veraz, profundo y valiente… pero limitado, circunscrito a un momento y unas circunstancias muy concretas? ¿Pretende Nir Baram, por el contrario, decirnos que el nazismo y el estalinismo, no fueron fenómenos episódicos fruto del delirio de algunos iluminados con extraordinarias dotes persuasivas, sino que es la condición humana, somos los ciudadanos normales y corrientes, las buenas personas, los que en circunstancias excepcionales hacemos el mal, propagamos la miseria y la destrucción, la iniquidad y el terror, la traición y la desolación, el sufrimiento y el dolor?

Las buenas personas: A sus ojos, todo lo que ella desconocía formaba una sola y gran mentira, porque las buenas personas, que eran las menos, dicen la verdad y jamás la traicionan a una, mientras que todas las demás son unas mentirosas. ¿Mentimos, también, nosotros?

Os dejo para cerrar esta reseña con una canción que habla de la cobardía, The coward of the county, en la voz de Kenny Rogers.
 

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