Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 28 de enero de 2015

HUMPHREY COBB. SENDEROS DE GLORIA
 
Hola, buenas tardes. La semana pasada, en Todos los libros un libro, os anticipaba dos ediciones de nuestro programa dedicadas a sendas novelas sobre la Primera Guerra Mundial que habían sido objeto de su correspondiente traslación al cine. Hace siete días os hablaba de Adiós a las armas, la novela de Ernest Hemingway, y de las dos películas que con el mismo título habían dirigido Frank Borzage, en 1932, y Charles Vidor en 1957. Hoy le toca el turno a Senderos de gloria, un libro excelente escrito por Humphrey Cobb en 1935 y de la homónima obra maestra cinematográfica que realizó en 1957 Stanley Kubrick.
 
Senderos de gloria, siendo, quizá, más ignorada como novela, y su autor, Humphrey Cobb, menos conocido que el Nobel Ernest Hemingway y su muy popular Adiós a las armas, presenta, a mi juicio, valores literarios más destacados y encierra, sin ninguna duda, propuestas “morales” más lúcidas y honestas. El libro, escrito en 1935, no había visto la luz en España hasta, que yo sepa -y así me lo confirma una apresurada búsqueda en el ISBN-, un tardío 2004, pues cuando la obra alcanzó su mayor repercusión mundial -a partir de la película de Kubrick de 1957 de la que luego os hablaré- la dictadura de Franco no era demasiado proclive a la difusión del “peligroso” texto, llegando a prohibir el filme -como hicieron durante muchos años otros gobiernos, incluso algunos democráticos, entre ellos el francés-, el cual no se estrenó en nuestro país hasta... ¡¡1986!! (que fue cuando yo lo vi por vez primera). Ahora, en este 2014 del centenario de la Gran Guerra, la novela reaparece por partida doble, en las ediciones de Capitán Swing (la que yo he leído y que cuenta con un interesante prólogo de David Simon, creador de la serie de culto The Wire) y Funambulista, en traducciones respectivas de Ricardo García Pérez y Juan José Pulido.
 
Humphrey Cobb vivió la guerra y fue testigo de la mayor parte de los acontecimientos que narra en su novela, al alistarse con sólo diecisiete años en el contingente canadiense desplazado a Europa para luchar contra el enemigo alemán. Los hechos que narra en Senderos de gloria son, así -con los necesarios cambios en nombres, lugares y unidades militares-, absolutamente reales y tuvieron lugar entre el maremágnum de atrocidades ocurridas en aquella carnicería cruel. No vividos directamente por el autor, éste da cuenta en una nota final de sus fuentes, un puñado de libros de investigación sobre los consejos de guerra y las ejecuciones ejemplarizantes entre las tropas francesas del frente occidental, que sirven de inspiración a su historia, aliñada con los recuerdos de su propia experiencia, que afloran también en una última sección del libro que recoge fragmentos significativos de sus diarios de campaña, junto con una espeluznante noticia, aparecida en el New York Times el 2 de julio de 1934 y presentada bajo este indicativo titular: “Los franceses absuelven a 5 fusilados por amotinamiento en 1915; dos de sus viudas reciben una indemnización de 7 céntimos cada una”.
 
A partir de estos referentes, Cobb articula su novela en torno a tres partes nítidamente diferenciadas. En la primera, entramos en contacto con el 181 Regimiento y con algunos de sus integrantes, soldados y oficiales, personajes -Langlois, Didier, Férol, el coronel Dax, el general Assolant- que más adelante desempeñarán un papel destacado en la resolución de la historia. Tras la ilusión y el aliento romántico iniciales, mientras los jóvenes se incorporan a sus destinos, superados el hastío y la inquietud de la espera previa a la entrada en combate, aparecen ya las primeras muestras de escepticismo y resignación -mitigadas por la anestesia alcohólica- cuando el “bautismo de fuego” para la mayor parte de ellos revela la indecencia y el absurdo que rodean las abundantes y muy cruentas escaramuzas en las que se ven envueltos. Con los bombardeos y las bajas -escalofriante la descripción, que os ofrezco como cierre a la reseña, de la muerte del teniente Paolacci, suficiente por sí misma para denostar para siempre el horror de las guerras- afloran la fragilidad anímica, la tristeza y sobre todo el miedo que atenaza a los hombres en las infectas trincheras.
 
En la segunda parte, brevísima pero intensa, asistimos al delirante intento de ataque a la colina del Pimple, una misión imposible pues el montículo, atestado de emplazamientos subterráneos de ametralladoras alemanas, es, por sus características, una fortaleza inexpugnable. La acción, un asesinato planeado, no es más que una maniobra de distracción para desviar la atención de otra ofensiva que se llevará a cabo semanas después. Cuando a las doce de la noche, la puntual hora del ataque, los pobres soldados franceses abandonan sus trincheras lanzándose, heroicos y sin esperanza, indefensos, hacia el fuego enemigo, hacia el “matadero”, son literalmente expelidos de nuevo hacia ellas -mutilados, destrozados, muertos- por la potencia artillera de las baterías alemanas. A los ojos del innoble general Assolant, tal hecho -el hacinamiento de cuerpos en las zanjas- es interpretado como una cobarde resistencia de sus hombres al combate, por lo que ordena, en una primera instancia, el bombardeo de sus propias fuerzas para imponer su avance obligado y, después, ante la negativa de sus subordinados a ejecutar sus órdenes al no atreverse el general a hacerlas constar por escrito, exigir la retirada del Regimiento mientras alimenta el propósito de escarmentar a las cuatro Compañías responsables a su juicio de la insubordinación.
 
En la tercera parte, la más emotiva y sobrecogedora del libro, la más recordada también, presenciamos cómo el despiadado e inhumano Assolant decide -tras un asqueroso e indigno “trapicheo”, una negociación barata entre los implicados en la que se regatea (con criterios pragmáticamente humanitarios en alguno de los intervinientes) el número final de “afectados”- que cuatro soldados, uno por Compañía, sean fusilados para dar ejemplo al Regimiento, razón por la que se cursan las respectivas órdenes a cada uno de los capitanes responsables para que “escojan” entre sus hombres a aquel que será sometido a juicio sumarísimo y necesariamente ejecutado -las cartas están, desde el principio, marcadas- “en representación” de sus compañeros.
 
Obligados los oficiales a elegir, a seleccionar para la muerte a cuatro falsos culpables -pues ni un sólo hombre ha actuado con cobardía-, la cruda descripción de Cobb nos muestra los distintos procedimientos que se siguen por parte de los militares a los que se encomienda tal injusta decisión. Y así, en una de las Compañías se escoge -con criterios “racionales” y casi “científicos”- a un delincuente que ha cometido las mayores bajezas tanto en su vida civil como militar. En otra, el superior aprovecha la “designación” para librarse de un enojoso testigo de su irregular quehacer profesional. Un tercero decide -en aras de una supuesta imparcialidad- someter a los ciento once hombres que en su Compañía han sobrevivido a los combates a un delirante sorteo del que saldrá el inocente condenado. Por fin, en el cuarto caso, el capitán se inhibe y desaparece de la acción, sin que -bien relacionado con el poder político- haya consecuencias de su conducta, y dejando en tres, pues, definitivamente, el número de soldados que serán juzgados.
 
El austero y dramático relato del encierro en el calabozo de los tres pobres hombres, de la patética pantomima del ilegal juicio celebrado sin ninguna garantía jurídica y sin posibilidad real de defensa, de la urgente e irrecurrible condena, del fusilamiento de los soldados a las pocas horas -menos de veinticuatro- de haber protagonizado, valientes y disciplinados, el insensato ataque para conquistar el Pimple, constituye la parte más notable del libro, de una intensidad tal que su recuerdo, el recuerdo de la ignominia, permanecerá para siempre en el lector.
 
Esta condición -implícita, no torpemente expresa- de alegato antibelicista que rezuma el libro es aún más notable en el caso de la excepcional versión cinematográfica de Stanley Kubrick. Con algunos significativos cambios respecto al texto de origen y con un notable virtuosismo técnico (la impecable fotografía en blanco y negro, los abundantes planos secuencia, el atrevimiento en la posición y los movimientos de cámara, los numerosos travellings, la portentosa angulación que proporciona grandiosidad a los espacios en las dependencias militares, la magnífica ambientación, el deslumbrante montaje de la escena final de la que luego os hablaré, el significativo uso del zoom), la película, interpretada por un soberbio Kirk Douglas, denuncia, de un modo si cabe aun más explícito que la novela, la arbitrariedad y la injusticia del comportamiento de algunas autoridades militares durante la Gran Guerra; los insensatos protocolos que en ocasiones se anteponen en el Ejército a la compasión y la equidad, a la humanidad y los sentimientos, a la dignidad y la clemencia; la ignorancia culpable, el cinismo, la ceguera, la obstinación, la negligencia, la mezquindad y la vileza de algunos altos oficiales franceses capaces de llevar a la muerte a seres humanos inocentes sin otra justificación que el empecinamiento en sostener las propias decisiones equivocadas y el vergonzoso encubrimiento de los errores por ellos mismos cometidos. Sin concesiones ni paños calientes Kubrick, que escribe el guión con Jim Thompson -conocido autor de novela negra-, enfatiza los aspectos más radicales de la historia de Cobb, otorgando un mayor protagonismo al papel del coronel Dax, cuya postura -a la postre ineficaz y, por tanto, fallida- de honradez, valentía e integridad, plasmada en sus argumentaciones frente a la jerarquía militar, en sus palabras de defensa de los condenados ante el inicuo y fantasmal Consejo de guerra, da lugar a algunos de las más sobresalientes parlamentos de la historia del cine bélico y, más aun, del cine en general.
 
No quiero cerrar mi reseña sin referirme a una de las aportaciones más novedosas y también más relevantes de la versión cinematográfica con respecto al libro de Cobb y que se produce en el final del film, una secuencia inexistente en la novela y por lo tanto creación exclusiva de Kubrick. La escena se desarrolla en una cantina en la que una masa de enfervorizados soldados franceses que, borrachos y embrutecidos por la irracionalidad de la guerra y la crueldad de los episodios vividos, se desfogan, gritan, insultan y se burlan de una joven alemana que, prisionera en territorio enemigo, es obligada a cantar para entretener a la tropa. La chica, desconcertada y temerosa, entona una enternecedora canción, Der treue Husar (El fiel húsar), en la que se relata la historia de un soldado que marcha a la guerra debiendo separarse de su amada. Fiel a su recuerdo, el soldado ve cómo, tras un año de alejamiento, la muchacha muere dejando su corazón destrozado. La tristeza de la canción, las conmovedoras lágrimas de la joven cantante, la propia desgracia de las vidas de los soldados, trocan el tosco proceder inicial de estos en, primero, respetuoso silencio y luego emocionante solidaridad, de modo que todos, en una escena gloriosa, acaban, con los ojos empañados, compartiendo sus penas, olvidando la insensatez de las guerras y cantando juntos como seres humanos iguales, sin distinción de bandos, la bellísima melodía.
 
Precisamente con ella, con la emotiva Der treue Husar, interpretada por la actriz y artista alemana Christiane Harlan, que durante el rodaje de la película empezó una relación sentimental con Kubrick y se convirtió en su tercera mujer y compañera hasta la muerte del director, cierro nuestro espacio por esta semana.
 
Cuando la luna ascendió más alto en el cielo, la sombra que proyectaba descendió en el costado de la cantera de caliza por el que había caído el teniente Paolacci. La mayor parte del lecho de la cantera todavía seguía en sombra, un lugar de apariencia fúnebre. Si Paolacci hubiera podido volver la cabeza desde donde se encontraba, en lo alto y a lo largo de una entrada a una galería, habría visto el reflejo de la luna en la balsa de agua estancada que cubría el suelo de la fosa. Por mucho que hubiera podido disfrutar de la imagen de la luna, aun reflejada, no volvió la cabeza. No lo hizo por varias razones, ninguna de las cuales adoptaba forma de tal en su mente. En primer lugar, el esfuerzo le resultaba excesivo. En segundo lugar, el mero movimiento de la cabeza ya le había hecho vomitar cada vez que lo intentaba. En tercer lugar, no sabía que hubiera una balsa de agua en la que, mirando hacia abajo, podría ver reflejos; de hecho, pensaba que ya estaba en el mismo fondo de la cantera. En cuarto lugar, sentía la mejilla izquierda atascada en algo que olía a boñiga de caballo.
 
-Veamos, dijo en voz alta y con tono discursivo-, ¿puedes decirme, por favor, cómo es que hay boñiga de caballo en el fondo de esta fosa? ¿Cómo ha podido llegar aquí un caballo? Muy fácil, por donde yo. ¿Pero cómo he llegado yo aquí? ¿Cómo pudo volver a salir el caballo? No pudo, las paredes son demasiado empinadas. Entonces, debe de haber un caballo aquí abajo. Pura lógica.
 
La simplicidad de su razonamiento, la claridad de su mente, lo asombraron.
 
-Es un auténtico placer -prosiguió- descubrir que mi aparato razonador funciona a las mil maravillas. Debo aprovecharlo al máximo y librarme de esta confusión de forma definitiva.
 
Se lanzó a la caza de aspectos confusos, pero no logró encontrar ninguno. Estaban allí, lo sabía, pero esta vez quedaban simplemente fuera de su alcance, exasperadamente fuera de su alcance.
 
-Bien, volvamos a empezar. ¿Dónde estaba? Ah, sí, ya está. Boñiga de caballo, boñiga de caballo... ¿Pero cómo diablos he llegado aquí? Maldita sea. Ahora no funciona en absoluto. Todo revuelto. Espera un instante y volverá a estar claro...
 
Movió la cabeza tratando de sacudirse la turbación, después se ahogaba. La bilis le llenaba la boca y le corría por las comisuras. Intentó escupir, pero no pudo, de manera que se vio obligado a tragarse el resto. La oscuridad se cernió sobre él y volvió a quedar inconsciente.
 
La luna ascendió más en el cielo, la sombra descendió más en el costado de la cantera de caliza. Se desplazó imperceptiblemente a través de la figura del teniente y después volvió a caer enseguida desde el techado hasta el umbral de la entrada de la galería. Una piedra bajó rebotando por el costado de la cantera y cayó en la balsa haciendo “plop”. Se oía un susurro de ratas correteando.
 
Paolacci volvió en sí con el olor de la boñiga de caballo en las narices. -
 
Ah, sí. Un caballo aquí abajo, por aquí, pero no puede salir a menos que yo le ayude. Me ocuparé después, no ahora. Ja, ja, ja, ja, ja...
 
La idea de que hubiera un caballo allí abajo se había vuelto tremenda, repentina e inexplicablemente divertida. Paolacci rugía con su carcajada, una carcajada que solo procedía de la garganta. De forma imperceptible, como el desplazamiento de la sombra, la carcajada de Paolacci se transformó en lágrimas y, de lágrimas, en un sollozo profundo y ventral. Esos sollozos lo agitaron como no había conseguido hacerlo la carcajada. Un dolor atroz tomó forma en su hombro izquierdo y se llevó la mano allí. Volvió manchada y húmeda. El miedo se apoderó de él.
 
-¡Socorro! ¡Socorro! Me han herido. ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Camilleros! ¡Sáquenme de aquí! ¡Aquí abajo! ¡Por el amor de Dios! ¡Ayuda! ¡Socorro! Me estoy muriendo. Estoy solo. ¡Aquí abajo! ¡Aquí, en la cantera de caliza! ¡Por Dios! ¡Camilleros! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!... ¡Socorro!
 
Los gritos resonaban de un lado a otro de las paredes de la cantera formando ecos. Cada vez que se detenía el tiempo suficiente para oír un eco, lo confundía con las voces de sus salvadores y redoblaba los gritos.
 
La luna desapareció de su vista y él se quedó inmóvil un rato. Una rata trepó sin hacer ruido por la jamba de la puerta de la galería y miró a Paolacci un largo rato. Luego, dio la vuelta y bajó de nuevo. Dos obuses explotaron a lo largo del muro opuesto y una lluvia de gravilla cayó sobre el teniente inconsciente...
 
Paolacci empezó a sentir dolor en el hombro. También sentía un bulto entre los omoplatos. Descubrió que quería levantarse y escalar la fosa, pero entonces esperó a que el deseo se volviera más imperioso. Mientras esperaba, la mano derecha empezó a moverse para explorar. Entró en contacto con aquello que le atascaba la mejilla. Empujó, cedió y el olor a boñiga de caballo desapareció. Movió la cabeza con cuidado para mirar esa cosa. Aquello era su propia bota, no había duda. ¿Pero cómo había llegado hasta allí, al lado de su cara? Formuló la orden de estirar la pierna, pero no hubo ninguna respuesta. Su mano se desplazó hacia abajó palpándose el cuerpo. Podía sentir su cuerpo, pero su cuerpo, por debajo del tercer o cuarto botón de la guerrera, no parecía sentir la mano. Pellizcó y el pellizco atenazó el aire. Buscó a tientas el muslo y no pudo encontrarlo. En su lugar, su mano penetró en una enorme cavidad húmeda que parecía contener una hilera de puntas afiladas...
 
Poco a poco, con una paciencia exhausta y una persistencia que se veía frustrada continuamente por oleadas de delirios silenciosos, desentrañó el caos de su vida. Había sido alcanzado por ese obús. Una herida en el hombro izquierdo y otra, mucho peor, en la cadera derecha. Al caer en la cantera, la pierna se le había doblado hacia arriba, en diagonal, por detrás del cuerpo, y ahora estaba tumbado sobre ella, con la mejilla izquierda apoyada en su propio talón.
 
-Debo de haber pisado alguna boñiga -dijo.
 
La voz, que no reconoció como suya, lo sobresaltó por lo alto que sonaba, pero la sorpresa duró solo un momento, pues la muerte venía acompañada de su propia anestesia. La fiebre estaba subiéndole y dando consuelo a su cuerpo y una paz inefable a su mente. El terror de estar solo e indefenso había desaparecido. Cerró los ojos para percibir mejor los deleites de las alucinaciones...
 
Después se le abrieron los ojos y la mandíbula se relajó.
 
Más tarde aún, cuando la sombra proyectada por la luna volvía a ascender por el costado de la cantera de caliza una rata trepó silenciosamente por la jamba de la puerta de la galería y observó a Paolacci un momento. A continuación, descendió melindrosamente, saltó sobre el pecho del teniente y se sentó allí. Miró a izquierda y derecha, dos o tres veces, de manera apresurada, y enseguida bajó la cabeza y empezó a comerse el frenillo del labio inferior de Paolacci.

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