Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 21 de enero de 2015

 
ERNEST HEMINGWAY. ADIÓS A LAS ARMAS
 
Hola, buenas tardes. Una semana más sale a vuestro encuentro Todos los libros un libro, de nuevo en una tarde de miércoles, y de nuevo con sugerencias de lectura -pero en esta ocasión no sólo eso- centradas en la Primera Guerra mundial, a la que el pasado año dedicamos una larga serie de programas con ocasión del centenario de su comienzo en 1914. Esta emisión y la próxima, por variar una vez más el enfoque desde el que contemplamos la contienda y ofreceros una aproximación al acontecimiento algo diferente a las de semanas precedentes, os traigo un par de libros, dos clásicos -uno más que el otro, ciertamente-, que han sido llevados al cine dando lugar a tres películas que también forman parte sin dudar de la historia del género. Se trata de Adiós a las armas, la novela de Ernest Hemingway publicada en 1929 y que fue trasladada a la gran pantalla con el mismo título en dos ocasiones, una en 1932, por el director Frank Borzage, con Gary Cooper, Helen Hayes y Adolphe Menjou como actores principales, y otra en 1957, con dirección de Charles Vidor, con Rock Hudson, Jennifer Jones y Vittorio de Sica en sus papeles protagonistas, y de Senderos de gloria, escrita por Humphrey Cobb en 1935 y base de una homónima obra maestra cinematográfica que, con la interpretación de un soberbio Kirk Douglas, dirigió en 1957 Stanley Kubrick. Siendo quíntuple, por lo tanto, la propuesta global, con dos libros y tres películas altamente (aunque más adelante matizaré el entusiasta adverbio) recomendables, hoy centraré mis comentarios exclusivamente en Adiós a las armas.
 
De Adiós a las armas hay infinidad de ediciones en español, desde la primera aparecida a mediados de los años cincuenta del pasado siglo. Yo he releído estos días la para mí originaria, una añeja edición de Seix Barral de 1985 que recoge en tres volúmenes la narrativa completa de Hemingway. La anticuada, pacata y a veces irritante traducción de Carlos Pujol me hace sugeriros -a ciegas, sin apenas conocerla, sin más que un repaso por encima de su texto- que abordéis la obra a partir de la última versión publicada por Lumen en 2013, traducida por Miguel Temprano García.
 
Los dos aspectos más novedosos del libro de Hemingway en relación con otros libros sobre la Gran Guerra ya reseñados aquí son, por un lado, su “ambientación” en un espacio, el que se corresponde con el frente italiano, que hasta ahora no había aparecido en nuestros distintos acercamientos literarios al conflicto y, desde otro punto de vista, la “ramificación” de la trama de la novela en dos grandes ejes, el propiamente bélico -cuyo tratamiento presenta bastantes similitudes con el que ofrecen otras “crónicas” de la contienda- y el más romántico centrado en la historia de amor entre los dos protagonistas principales.
 
Con respecto a la primera de estas dos vertientes, Adiós a las armas narra la peripecia de Frederic Henry, un aventurero norteamericano -trasunto, en muchos aspectos, del propio Hemingway- que se alista como voluntario en el ejército italiano para desempeñarse como conductor de ambulancias en el noreste de dicho país -con el abrupto, nevado e imposible escenario de los Alpes a pocos kilómetros-, en las cercanías de Gorizia, la ciudad fronteriza con la actual Eslovenia y uno de los núcleos centrales -destaca sobre todos ellos la decisiva batalla del Piave- de los enfrentamientos entre las tropas italianas y las fuerzas del Imperio austro-húngaro. Joven e impulsivo, atrevido y apasionado, bebedor y mujeriego (rasgos que comparte con su creador), Frederick se suma a la guerra por su idealismo romántico -no tanto político como vital, si se puede decir así; son su ansia de experiencias, su voluntad de vivir intensamente, su fogoso temperamento, su condición (pero esto sirve sólo para el autor y no sé si también para su personaje) de “macho-alfa”, los que lo llevan, más allá de su postura moral, a viajar a Europa y arrojarse, despreocupado, al corazón de la batalla-, y participará -a menudo en un segundo plano, acorde con su papel al volante de una ambulancia- en algunos dramáticos episodios bélicos, uno de los cuales acabará con él en un hospital, con graves heridas en sus piernas. Os dejo una muestra de la vivencia guerrera del personaje en el breve texto que cierra esta reseña.
 
Su participación en la contienda es, no obstante, cómoda la mayor parte del tiempo y, como digo, alejada de la primera línea de fuego. Se aloja en los pueblos que quedan en la retaguardia (uno tenía la falsa impresión de que tomaba parte activa en la guerra, manifiesta, sincero, ante alguna ocasión en que el peligro se siente más cercano), visita sus alrededores, se recrea en la belleza de los paisajes, charla con unos y con otros, confraterniza con sus compañeros, siempre ufano, siempre jactancioso y un punto prepotente, siempre haciendo ostentación de su virilidad, entre el abundante alcohol y la asidua frecuentación de prostitutas en un universo -tan insufriblemente “hemingwayano”- de insoportable seguridad masculina plagado de menciones a blenorragias, gonorreas, sífilis, chancros y otros males -aunque a veces pareciera que se exhiben como medallas- derivados del asiduo ejercicio de una siempre fogosa condición de macho.
 
Los ecos de la guerra suenan a menudo muy próximos: la batería artillera en el jardín de una casa, las heridas de los camaradas, el fragor constante de los bombardeos; pero en realidad el Somme queda lejos, el sol enciende los campos y permite el cálido descanso bajo las frescas copas de los árboles -y si es invierno, las bajas temperaturas aplazan los ataques-, hay permisos que invitan a la evasión en Milán o en otras ciudades, en las que se pueden frecuentar restaurantes, pasear por acogedoras avenidas y, claro está, emborracharse y acabar yaciendo con ávidas mujeres en lujosos hoteles. Es cierto que el joven estadounidense manifiesta en ocasiones su rechazo a la guerra y trufa sus comentarios de solemnes declaraciones acerca de lo absurdo del conflicto o se muestra escéptico sobre la utilidad de los avances y repliegues constantes, pero la impresión que deja en el lector su personalidad primaria -al menos así ha ocurrido conmigo- es la de un algo frívolo muchacho deseoso de ponerse constantemente a prueba -ante las ametralladoras, ante las mujeres, ante las botellas- y que vive la guerra como una experiencia pintoresca, como un juego -es un frente estúpido (...) pero muy hermoso, llega a decir-, como un trivial -aunque arriesgado- rito de paso adolescente.
 
Las lesiones provocadas en sus piernas por la metralla tras un bombardeo permiten que, en el hospital, Frederick pueda frecuentar a la enfermera inglesa Catherine Barkley, a la que ya conocía de algún encuentro anterior y que le cuidará en su no tan doliente convalecencia. La joven, cuyo único amor hasta entonces se había frustrado al morir en el frente -antes casi de iniciar su relación- un anterior pretendiente, se enamora del valiente y apuesto americano (y sí, los adjetivos suenan a tópicos de literatura rosa, pero esa es la percepción que me ha asaltado al leer el libro -ahora, en su relectura; porque en su momento la novela me resultó muy apreciable). El anacrónicamente viril Henry -y de nuevo aquí aflora la personalidad del escritor- hace permanente ostentación (nunca he estado enamorado de una mujer) de su desapego, de su frivolidad, de su ligereza en el trato con el sexo opuesto, incluso con la propia Catherine (Yo sabía que no quería a Catherine Barkley y que no tenía ninguna intención de quererla. Aquello era un juego, como el bridge -dice de su relación-, en el que uno dice cosas en vez de jugar cartas. Como en el bridge, había que decir que se jugaba por dinero o por ganar algo. Nadie había hablado de los que se trataba de ganar. Yo no podía quejarme). Y sin embargo, y pese a la resistencia del chico (Dios sabe que yo no quería enamorarme de ella. No quería enamorarme de nadie), el amor aflora y arrasa con principios supuestamente inamovibles y poses fatuas, con su tópico rol de macho trasnochado, de tipo insensible y frío, con sus ridículos tics de obsesivo “depredador” de los encantos femeninos. El relato de este impetuoso amor resulta -quizá debido a la presumible incapacidad de Hemingway para estas sofisticadas emociones, más probablemente a causa de la enojosa traducción- empalagoso y relamido, cursi y ridículo, de una simpleza elemental y torpemente infantiloide por ambas partes. Pero de ello, del desarrollo de la narración a partir de ese idilio, con los simultáneos avances de la guerra y el amor, entre momentos felices y trágicos contratiempos, entre experiencias amargas y resquicios por los que se cuela la alegría, entre la exaltación de vida y la permanente presencia de la muerte que lleva aparejado el transcurrir del conflicto, prefiero no hacer comentarios y dejar para vuestra lectura la apreciación de los logros del libro (que -no parece difícil deducirlo de las palabras que anteceden- no me ha subyugado en esta relectura adulta, tan alejada del disfrute provocado por mi entregada inocencia juvenil) sin desvelaros aquí el desenlace de su trama novelística.
 
Una trama que las películas en ella basadas reformulan a su antojo. En la versión de 1932 de Frank Borzage (un clásico de las primeras décadas del cine, del que os recomiendo las excelentes El séptimo cielo y Deseo), la base literaria se mantiene en lo esencial, con ligeros aunque significativos cambios en la peripecia final de la pareja. Es en el tratamiento estrictamente cinematográfico -algo inocente; no se olvide que hablamos de una película de hace más de ochenta años- donde residen los aspectos más destacados del film. Algún experimento de cámara subjetiva, las numerosas elipsis (eficaces, pero que sustraen al espectador los aspectos más profundos de la personalidad de los personajes, hasta el punto de que hacen dudar -yo he visto la película inmediatamente después de leer la novela- de su cabal comprensión por un espectador que desconozca el libro), los austeros, esquemáticos e infantiles -aunque apreciables- recursos técnicos para dar cuenta de los bombardeos, del paso del tiempo, de la simbología de la guerra, la fotografía expresionista (el notable uso del blanco y negro, las sombras permanentes que envuelven las acciones militares, la angulación de los planos, las a mi juicio evidentes citas a Einsenstein) que enfatiza el discurso antibelicista, hacen de la visión de la cinta una experiencia interesante, más allá del insulso y deslavazado planteamiento amoroso. Una mención expresa merece el delirante doblaje de la copia que yo he manejado -por no hablar, siendo más estrictos, de la insultante tomadura de pelo perpetrada por el estudio que lo llevó a cabo-, un disparate que alcanza su manifestación más inconcebible cuando, en la boda informal que oficia el capellán castrense, éste bisbisea unos latinajos ad hoc, entre los que se repite -absurda e inexplicablemente- la locución latina excusatio non petita, accusatio manifiesta, que nada tiene que ver, que yo sepa (y mi “rigor profesional” me ha llevado a ratificar mi intuición con la opinión de un experto sacerdote), con las ceremonias nupciales.
 
En la recreación -a mi juicio menor- de Charles Vidor el tratamiento es abiertamente hollywoodiense (interpretado el término en su menos valiosa acepción), al centrarse en la historia amorosa entre el teniente y la enfermera, una relación que vuelve a presentarse de un modo relamido y superficial, carente de hondura y rezumando en cambio efluvios de un dulzón romanticismo de opereta. La película se alarga, interminable (sorprende la diferencia de metraje -cincuenta minutos más para esta última- entre las dos versiones de las que hoy os hablo), en una sucesión de inanes estampas de nevadas cumbres alpinas y apacibles lagos suizos muy alejadas de los campos de batalla (que, por otro lado, afloran, en las escenas bélicas, con un enfoque igualmente estereotipado y simplista), con un planteamiento que en nada diferiría si los personajes interpretados por un absolutamente plano Rock Hudson y una inenarrablemente remilgada Jennifer Jones vivieran su melodramático idilio en un perdido pueblo de Utah. La cinta, no obstante, resulta apreciable como mero complemento del libro, pudiendo propiciar desde este punto de vista interesantes reflexiones acerca de las relaciones entre cine y literatura (también en este caso el guionista -el legendario Ben Hetch, en uno de sus trabajos menos logrados- se ha tomado algunas libertades en relación a la obra original). Por desgracia, no puedo ofreceros aquí un estudio más exhaustivo acerca de la presencia de la Primera Guerra mundial en el cine. Os dejo un enlace a un sugerente artículo sobre el tema de ¡¡cómo no!! el magnífico Jacinto Antón.
 
Como cierre musical a mi reseña podéis escuchar un fragmento de la banda sonora de la película de Vidor, compuesta por Mario Nascimbene. Los aires marciales de Alpine march acompañan, en las secuencias más logradas del film, el penoso avanzar de los soldados italianos por las escarpadas laderas de los inexpugnables macizos alpinos, en una empresa sobrehumana que aparece, desde su inicio, condenada al fracaso.
 
 
La lluvia disminuía y avanzábamos. Aún no había llegado el alba y ya estábamos parados nuevamente y al hacerse de día, encontrándonos en lo alto de una cuesta, vi que en la carretera, en lontananza, todo seguía inmovilizado, exceptuando la infantería, que lograba infiltrarse a través del tumulto. De nuevo emprendimos la marcha, pero en vista de las distancias que habíamos recorrido en todo un día, comprendí que si queríamos llegar a Udine, deberíamos abandonar la carretera principal y seguir a campo traviesa.
 
Durante la noche muchos campesinos, procedentes de diferentes puntos del campo, se habían unido a la columna, y en ella se veían ahora carretas cargadas con utensilios hogareños. Por entre los colchones salían espejos. Pollos y patos iban atados a las carretas. En la que nos precedía había una máquina de coser bajo la lluvia. Habían salvado los objetos más preciados. Mujeres amontonadas sobre las carretas, procuraban resguardarse de la lluvia; otras andaban lo más cerca posible de las mismas. Ahora había perros en la columna. Andaban refugiados bajo los coches. La carretera estaba enfangada. Las zanjas de cada lado estaban llenas de agua, y detrás de los árboles que bordeaban la carretera, los campos aparecían demasiado mojados, demasiado empapados, para intentar pasar por allí. Bajé del coche y me abrí camino con la esperanza de encontrar un lugar desde el cual pudiera encontrar una carretera transversal que nos permitiera atajar por los campos. Sabía que había muchos caminos, pero no quería correr el riesgo de internarnos en un camino sin salida. No me acordaba de ellos, pues sólo los había visto desde la carretera, cuando la recorría en coche, a toda velocidad, y todos se parecían. Y no obstante, yo sabía que si queríamos salir del apuro, tenía que encontrar uno. Nadie sabía dónde estaban los austriacos, ni cómo iban las cosas, pero yo estaba seguro de que, de parar la lluvia, si los aeroplanos volaban sobre nosotros y empezaban a ametrallar la columna, estábamos perdidos. Algunos camiones abandonados o algunos caballos muertos serian suficientes para hacer imposible cualquier movimiento sobre la carretera.

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