Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 11 de febrero de 2015

RICHARD DAVID PRECHT. AMOR. UN SENTIMIENTO DESORDENADO
 
Hola, buenas tardes, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad de Salamanca. Esta semana quiero hablaros de un interesante libro que, a diferencia de nuestra pauta habitual, no pertenece al terreno de la narrativa propiamente dicha, ni al de la poesía que a veces también comparece en esta sección, sino que se trata de un ensayo, un texto divulgativo, profundo y también ameno, complejo pero asimismo asequible, erudito y sin embargo fácilmente asimilable para cualquier lector con una cultura mínima. Me refiero a Amor. Un sentimiento desordenado, que con un explícito y significativo subtítulo: Un recorrido a través de la biología, la sociología y la filosofía presentó en 2011 en nuestro país el filósofo, periodista y escritor alemán Richard David Precht, en una edición ofrecida por Siruela en su colección El Ojo del Tiempo en traducción de Isidoro Reguera. Una obra especialmente apropiada para sobrellevar con inteligencia y espíritu reflexivo estos días en los que nos asalta por doquier el empalagoso reclamo del estomagante y mercantilista San Valentín.
 
El amor es el tema preferido de los seres humanos. Novelas sin amor existen pocas; películas sin amor, menos. Aun cuando no siempre hablamos sobre el amor, siempre es importante para nosotros. Posiblemente no siempre fue así en la historia de la humanidad. Pero parece que así están ahora las cosas. Ningún desodorante deambula sobre el mostrador de una tienda sin una promesa de amor, y a ninguna canción pop se le ocurre otro tema importante.
El tema del amor es inmenso. Abarca casi todo. Desde “¿por qué existen siquiera hombre y mujer?” hasta “¿qué he de hacer para salvar mi matrimonio”. Y no tiene fronteras. Se puede amar a mujeres de ojos crepusculares o noches de luna llena en la taiga. Se pueden amar las propias costumbres y a hombres que presionan ordenadamente los tubos de pasta de dientes. Se pueden amar gatos siameses y filetes sangrantes, el carnaval de Colonia y la quietud de los monasterios budistas, la modestia, un coche deportivo y cada uno a su propio Dios. Todo esto puede amarse por separado. O paralelamente. E incluso varias cosas a la vez.
 
Así, de este modo tan sugerente, comienza el libro que hoy os comento. Y es que, en efecto, el amor es, quizá, el tema esencial de nuestra época. Y esta omnipresencia del sentimiento amoroso en tantos ámbitos de nuestra vida -tanto privada como pública- es el desencadenante que hace nacer la fascinante aventura que propone Precht en su obra. Su voluntad de desentrañar las principales claves que explicarían un fenómeno tan complejo y sutil, tan confuso y versátil, tan poliédrico y profundo, tan intenso y a la vez tan trivial, tan excepcional y sin embargo tan común, tan precioso y tan vulgar, tan real y simultáneamente tan quimérico, impulsan un ensayo en el que el autor se topa, de entrada, con la dificultad de escribir sobre un tema lleno de lugares comunes inexplicados, de sobreentendidos, de ideas recibidas no siempre plausibles, de tópicos populares -y también científicos- muchas veces infundados y, consecuentemente, rodeado de aristas, de perplejidades, de dudas, incluso de abismos insondables y enorme desconocimiento, pese a estar en boca de cualquiera de nosotros en miles de ocasiones en nuestras vidas.
 
Precht constata -como digo- en el prólogo a su libro esa dificultad de escribir sobre el amor, y ello opera como un acicate que estimula su investigación: A mí mismo me resultaba curioso explorar una galaxia y sondear un universo que nos resulta tan familiar y tan extraño a la vez. Pues, en primer lugar, el amor tiene que ver ante todo con nosotros mismos, en todo caso siempre más que con cualquier otro. Y, en segundo lugar, parece que pertenece al amor que se oculte en cierto modo al amante mismo. El amor no juega con las cartas al descubierto, y eso es bueno, naturalmente. Nuestro entusiasmo y obsesión, nuestra pasión y nuestra disposición sin compromiso al compromiso no florecen a la luz del día. Siempre necesitan la oscuridad que rodea al amor.
¿Cómo escribir un libro sobre ello? ¿Sobre algo tan privado, velado, maravillosamente ilusorio como el amor? Quede claro que de este libro no van a aprender nada que mejore sus habilidades en el dormitorio. Tampoco les ayudará en caso de dificultades de orgasmo y ataques de celos, penas de amor y pérdida de confianza en el compañero. No elevará su atractivo. Y no contiene sugerencia alguna y apenas buenos consejos para la convivencia diaria en pareja. Aunque quizá pueda contribuir a que usted se vuelva más consciente de unas cuantas cosas que antes le resultaban poco claras; a que tenga ganas de sondear con mayor exactitud este reino loco en el que (casi) todos queremos vivir. Y posiblemente piense usted conmigo un poco en las reacciones que ha consolidado como normales y supuestas. Quizá tenga ganas de proceder en el futuro de forma un poco más inteligente; aunque, naturalmente, sólo si quiere y cuando usted quiera.
 
Dentro de esta complejidad que supone el acercamiento al controvertido asunto del amor, la diversidad de enfoques -y, consiguientemente, la confusión que de ello se deriva- desde los que se ha analizado “académicamente” la cuestión constituye otro de los presupuestos desde el que se cimientan las tesis del libro. Biólogos genetistas y filósofos, sociólogos y químicos, científicos de la naturaleza y científicos del espíritu -en definitiva: “todo el mundo ilustrado”- han escrito sobre el amor, encarando de manera radicalmente opuesta las principales manifestaciones del fenómeno amoroso: fidelidad y compromiso, fluctuaciones sentimentales, fascinación mutua de los géneros, diferencias entre sexos, emociones y sexualidad, vinculación y dependencia, apego y procreación, promiscuidad y deseo, afectividad y pertenencia y compromiso y libertad. En Amor. Un sentimiento desordenado, el filósofo alemán se abre paso entre esta maraña de visiones diferentes ofreciéndonos algo de luz sobre las respectivas cuotas de razón y mixtificación que presenta cada una de ellas.
 
Y ese análisis de Precht, elaborado a partir de su formación filosófica, se hace desde una perspectiva ecléctica confesada de principio: Se puede decir: me intereso por el espíritu desde la perspectiva científico-natural y por la naturaleza desde la científico-espiritual. Me agradan igualmente el sobrio afán de claridad de las ciencias de la naturaleza y el inteligente “no obstante...” de las ciencias del espíritu. No pertenezco a ningún grupo y no tengo a nadie que defender. No creo que haya sólo un acceso privilegiado a la verdad. No soy un naturalista que considere que el ser humano es explicable desde una perspectiva científico-natural, ni un idealista que piense que se puede prescindir del saber de las ciencias de la naturaleza. Creo que se necesitan ambas cosas: la filosofía sin la ciencia natural está vacía. La ciencia natural sin la filosofía está ciega.
 
Partiendo de esta muy estimable libertad de criterio, Pretch construye su obra estructurándola en tres grandes bloques. En el primero (Mujer y hombre) se investigan los fundamentos de las teorías biológicas que con una enorme popularidad en nuestros días se ofrecen como explicación de los comportamientos amorosos. Así, en los cinco capítulos que integran esta parte se analizan, respectivamente, el origen (¿cifrado en nuestra “animalidad” primigenia, en nuestra evolución en el Pleistoceno, en nuestra cultura actual?) de las diferencias de género, el peso de la herencia genética en los papeles que desempeñan los distintos sexos en el fenómeno amoroso, las características que definen los modos de actuación sexual de hombres y mujeres, las diferencias cerebrales entre sexos y su pretendida repercusión en el modo de encarar el amor, y, por último, el peso de la cultura y de las construcciones sociales de la modernidad en la configuración de los roles vinculados al género.
 
La segunda sección de la obra (El amor) se centra directamente en el tema que da título al libro. Partiendo de la base incuestionable de que no siempre el amor es simplemente una emoción, el autor se interroga: Pero ¿qué es entonces? ¿Qué sucede en realidad en nuestro cerebro cuando amamos? Y ¿qué cambia cuando el enamoramiento se transforma en amor? En el primer capítulo de esta parte, se analizan ciertos aspectos biológicos de la “inefable” emoción estudiando, entre otros ejemplares animales, las prácticas amorosas de los campañoles de la pradera y los de sus parientes de los montes, de los caballitos de mar y de las ratas, de los grillos mormones y las ranas flecha venenosa panameñas para concluir afirmando que no es la preferencia sexual simplemente biológica (…) la que decide sobre la reproducción sexual del ser humano, sino un manojo de sentimientos fuertes. Ellos nos diferencian de los animales inferiores “por el influjo del amor y los celos, por el reconocimiento de lo bello en el sonido, en el color o en la forma y por el ejercicio de una elección”. Con el amor aparece una cualidad completamente nueva en el mundo. Ella sería el motivo seguramente más importante de que el ser humano no se reproduzca según la lógica de los criadores de ganado vacuno. Y así, “redimensionando” la componente biológica del amor, en el resto de los apartados de esta sección se constata, en capítulos sucesivos, que las diferencias más importantes entre hombres y mujeres tienen que ver menos, en definitiva, con la química que con las ideas de sí (…) y con las antiguas huellas de la niñez, aprendiendo con ello que el deseo de amor no sólo manifiesta proximidad y ligazón, sino también agitación e incluso a veces distancia; que el amor, por tanto, no es completamente desinteresado y es algo totalmente diferente al mero compañerismo, que el amor concita muy diferentes anhelos y representaciones, que en el trato diario adquieren el formato de un «código» bastante fijo, siendo así el amor un juego con expectativas o, más exactamente, con expectativas esperables y por eso también esperadas.
 
Por último, en la tercera parte del libro (El amor hoy) se analiza la multitud de implicaciones, tanto personales como sociales que afectan al amor en nuestros días. En capítulos encabezados por rúbricas muy sugerentes: “¿Enamorado del amor? Por qué siempre buscamos más amor y encontramos menos”, “Comprar amor. Romanticismo como consumo”, “La querida familia. Qué queda de ella y qué cambia”, “Sentido de la realidad y sentido de la posibilidad. Por qué el amor sigue siendo tan importante para nosotros”, Precht estudia diversos aspectos que conforman la vivencia amorosa en nuestros días, como, por ejemplo, la infinidad de expectativas -la principal de ellas la de la autorrealización- que hoy depositamos en el amor; la desmesurada exigencia por la que nos imponemos la compulsiva búsqueda de la pasión y el sentimiento amorosos; la dimensión mítica, religiosa, que adjudicamos al no siempre desinteresado sentimiento en nuestras sociedades actuales; la conversión del amor en una “emoción” de consumo que, consecuentemente, opera como un elemento de distinción y reconocimiento social; la omnipresencia de la sexualidad en los distintos escenarios de nuestra sociabilidad con sus inevitables corolarios de banalización e indiferencia; la proliferación de nuevos modelos familiares (las familias patchwork) y su coexistencia con la nostálgica añoranza de una familia clásica que, en realidad y al decir del autor, “nunca existió”; la necesaria aceptación del carácter intrínsecamente desordenado del amor y, por ello, de su complejidad y contradicciones: Cualquier estado de ánimo intenso provoca su contrario. En nuestra vida todo recibe su valor de esa contraposición: no hay sentimiento de fusión sin sentimiento de soledad; no hay romanticismo sin saber de la rutina y lo profano; no hay alegría de vida sin saber de la pena y el dolor; no hay bienaventuranza sin mortalidad.
 
Ante tal sentimiento desordenado y confuso, naturalmente paradójico, las preguntas seguirán acosándonos por muchas aproximaciones teóricas que hagamos al asunto: ¿Sabemos siquiera nosotros mismos lo que queremos, lo que realmente es bueno para nosotros? Y, cuando nos perfumamos y estilizamos y caracoleamos en los modernos arrecifes de coral de la vida nocturna, con sus peces payaso y percas del paraíso, morenas reticuladas y tiburones martillo, ¿realmente nos buscamos a nosotros mismos, o más bien, como afirma Umberto Galimberti, “a otro, que fuera capaz de romper nuestra autonomía, cambiar nuestra identidad y convulsionar sus mecanismos de defensa”.
La respuesta es de doble filo y contradictoria. El animal con la vida sexual y emocional más extraña, del que se ha hablado en este libro, la mayoría de las veces busca todo y lo contrario de todo. Cariño y lejanía, cercanía y distancia, emoción y tranquilidad, fuerza y debilidad, conmoción y afirmación.
 
Y por ello, en definitiva, tras casi cuatrocientas páginas (que incluyen una exhaustiva bibliografía, infinidad de notas y un extenso índice onomástico) de razones y argumentos, de erudición y teoría, de inteligencia y ciencia, Amor. Un sentimiento desordenado sólo puede cerrarse con la constatación del carácter inefable del amor. Por un lado, en la bellísima anotación -transcrita por Pretch en las últimas páginas del libro- que hace Franz Kafka en su diario, el 22 de octubre de 1913, reflejando el encuentro azaroso con una joven suiza en un viaje al sur: La dulzura de la tristeza y del amor. Recibir de ella una sonrisa en el barco. Esto fue lo más hermoso de todo. Siempre sólo el deseo de morir y el mantener-se-aún; únicamente eso es amor. Por otro, en uno de sus párrafos postreros, casi un haiku que no respetara las condiciones métricas: La mano de mi esposa está ya en el cerco de la puerta. Tras la ventana es tarde-noche de domingo. Un atardecer sobrehilado en oro. Nubes en el cielo invernal; un trozo de Antártida en el camino a casa. Mi mujer sonríe, vamos a salir a cenar. Acabo. ¿Qué más decir?
 
Como complemento musical a mi reseña, una canción espléndida que, cómo no, habla del amor: Wicked game, de Chris Isaak. Un clásico que permite, además, celebrar de manera especialmente emotiva esta significativa edición, la número doscientos, de Todos los libros un libro.
 
 
 
La basílica de San Marcos de Venecia es un edificio famoso. Construido en los siglos XIII y XIV en estilo bizantino, cinco poderosas cúpulas campean sobre la capilla del palacio de los Dogos de Venecia, más tardía. Más de quinientas columnas antiguas de mármol, pórfido, jaspe serpentino y alabastro guarnecen la fachada y el interior. Pero lo más espectacular realmente son los numerosos mosaicos sobre fondo dorado. A ellos se debe el nombre de «basílica dorada», que se adjudica a San Marcos. Año tras año la visitan cientos de miles de turistas.
 
En 1978 se personaron en ella dos visitantes muy especiales: los biólogos evolucionistas estadounidenses Richard Lewontin y Stephen Jay Gould. Al contemplar las numerosas arcadas de columnas de la cúpula, se encendió su interés. Pero no se interesaron por las arcadas mismas, sino por el espacio entre ellas. Se encuentren donde se encuentren dos arcadas, siempre aparece un triángulo apoyado sobre un vértice. Los historiadores del arte llaman a ese triángulo «tímpano», en inglés spandrel. Desde el punto de vista arquitectónico los tímpanos son un producto colateral, no intencionado pero necesario, del modo de construcción de arcos. En San Marcos están ricamente decorados con mosaicos, pues, ya que necesariamente habían de estar ahí, se utilizaron ornamentalmente con profusión.
 
Cuando Gould y Lewontin estaban ante los tímpanos se les abrió una luz: en arquitectura hay cosas que no son intencionadas pero a pesar de ello son imprescindibles. ¿No podría suceder exactamente lo mismo en biología? ¿No era ésa la clave que explicaba por qué en la naturaleza hay una profusión de formas tan increíble? ¿No puede un gen transportar una información provechosa, o sea, el arco de medio punto, y de paso uno o varios tímpanos a la vez? Ambos biólogos acuñaron un nuevo concepto científico. Tras Gould y Lewontin se llama spandrels a las propiedades, aptitudes y características no necesarias biológicamente para la supervivencia.
 
Lewontin y Gould utilizaron ese concepto no sólo para órganos innecesarios u ornatos sin función en la naturaleza; lo aplicaron también a los seres humanos. Su ejemplo más importante es la religiosidad. Es muy difícil ver una ventaja evolutiva en que alguien crea en Dios. Pero desde un determinado grado de inteligencia y sensibilidad los seres humanos fueron capaces evidentemente de producir rendimientos que supuestamente no necesitaban para nada. Produjeron spandrels a raudales, como adehala de otras adaptaciones, por decirlo así. De este modo, es de suponer que el conocimiento de la propia mortalidad y el miedo ante la muerte surgieran como consecuencias de la capacidad de autorreflexión. La capacidad de autorreflexión pudo haber sido ella misma un spandrel, surgido de la capacidad, necesaria para la supervivencia, de inteligencia social en el grupo étnico. Eso significa: dado que entendían tanto, nuestros antecesores comprendieron un día también que eran mortales. Y esta desazón había que combatirla, y lo hicieron por medio de la religión. En otras palabras: la propia fe que produjo la basílica de San Marcos con sus tímpanos es, pues, un spandrel.
 
Lewontin y Gould no aplicaron su teoría (por lo que yo sé) al amor. Pero si es correcto que la capacidad de amor surge de la relación madre-hijo, entonces es posible que cualquier otro uso sea asimismo un spandrel. La sensibilidad y la inteligencia pudieron llevar a los seres humanos a extender su círculo de acción emocional más allá de la familia más cercana. Puntos de partida para ello ya existen, según Jane Goodall, en los chimpancés y otros antropoides: los animales cultivan relaciones individuales entre ellos. La capacidad de amor se extendió a otros miembros del grupo, a «amigos» y también, efectivamente, al otro género.
 
Si esto es correcto, el amor entre hombre y mujer no sería nada más que un «residuo lógico» de la relación madre-hijo en grupos familiares y étnicos sensibles e inteligentes. La relación madre-hijo es el arco, el amor entre hombre y mujer el triángulo. En ese sentido nuestra capacidad de amor entre los géneros sería, es cierto, el resultado de una adaptación, pero de una adaptación que no era estrictamente necesaria. En sentido genético-evolutivo, el amor genérico sigue siendo una «gratuidad inocua». ¡Pues sin amor también las cosas funcionan entre hombre y mujer!
 
Que el amor sea un spandrel, como la religión, explicaría también por qué ambas cosas van tan a menudo y de modo tan grato estrechamente unidas. El amor a Dios, a Jesús, a María, a la fe, a una única verdad: apenas hay una disciplina que demande tanto acopio de amor como la religión cristiana. En el islam no es completamente diferente. Psicológicamente, tanto la religión como el amor satisfacen la misma necesidad de felicidad, afirmación, orientación, confianza, desahogo anímico y cobijo; necesidades que sobrevinieron al ser humano en el momento en que aprendió a reflexionar con éxito sobre sí y sobre su lugar vacilante en el mundo.
 
Una vez que existió, el amor de género se reveló como una importante superficie de proyección de la necesidad de seguridad y estabilidad interior. Los amantes, da exactamente igual que se trate de amigos, hermanos o de una mujer u hombre queridos, buscan cosas que compartir. Sensaciones compartidas proporcionan seguridad. Es muy posible que esa seguridad buscada y proyectada en el acto de compartir se convirtiera en algún momento en un motor de la evolución. Cuanto más crecía la sensibilidad y más se implicaba en su radio de alcance y esfera de acción, más impresionante y diferenciado se hizo el comportamiento social. Ningún ser vivo dispone de tantas fuentes de empatía y amor como el ser humano.
 
Después de todo esto resulta absurdo discutir sobre si el amor de género es biológico o cultural, pues ¿dónde estaría exactamente el paso? La cultura es la continuación de la biología con medios propios, pero los medios mismos fueron en algún momento biológicos. Así pues, el problema es sólo una cuestión de perspectiva: ¿los sonidos de un tambor son causados por el tamborilero o por el tambor?
 
Es falso desde un punto de vista biológico ver en el amor sólo una treta de la naturaleza para engendrar, mediante la sexualidad, la mejor descendencia posible. Pues también sin amor se pueden tener hijos hermosos, que no necesariamente se tienen con amor. Muchos que se quieren no mantienen una sexualidad especialmente satisfactoria. Y a veces experimentamos algún momento de sexo grandioso con seres humanos a los que no queremos. Quizá el ser humano busque en ocasiones, efectivamente, lo mejor para sus genes. Pero, esencialmente, lo que hace más a menudo es buscar con su compañero un hobby o deporte en común, un gusto semejante para la televisión, el cine o la música, los mismos lugares de vacaciones y los mismos restaurantes preferidos; y todo eso no tiene valor alguno desde el punto de vista biológico-evolutivo. El amor entre hombre y mujer es más que la suma de sus componentes. Es una magnitud propia sin función biológica clara, un spandrel ornamental de complejidad y belleza impresionante.
 
Desde una perspectiva biológico-evolutiva, el amor no es, pues, un sentimiento ordenado, sino «desordenado». Y ese desorden, como veremos, no es sólo biológico-evolutivo. Además, el hecho de que en el uso cotidiano del lenguaje incluyamos el enamoramiento y el amor a largo plazo (a veces incluso el deseo sexual) en una misma y única palabra, «amor», convierte a éste en un asunto tan confuso como desordenado. ¡Puesto que cada uno de ellos se da también sin el otro! Deseo, enamoramiento y amor no crecen juntos. Es verdad que podrían coincidir en nosotros en una relación con una persona amada, ¡pero no siempre lo hacen y la mayoría de las veces tampoco por mucho tiempo!
 
Ya a nivel hormonal, deseo, enamoramiento y ligazón son tres asuntos completamente diferentes. Por lo que se refiere a la química corporal son tan extraños entre sí como gentes que se conocen muy fugazmente. Pero precisamente eso plantea algunas cuestiones fundamentales sobre cómo se relaciona propiamente todo ello: emociones y química, sentimientos e ideas. En otras palabras: ¿Cómo la química del cerebro se convierte en algo tan inconcebiblemente complejo como una idea de amor?

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