Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 7 de octubre de 2015

HARPER LEE. VE Y PON UN CENTINELA

Hola, buenas tardes. El Todos los libros un libro de este miércoles se plantea como una especie de prolongación del de hace siete días. Entonces dedicamos la emisión a Matar a un ruiseñor, la obra maestra de Harper Lee que, publicada en 1960, había vuelto a ocupar la primera plana de los periódicos y medios de comunicación del mundo entero debido a la aparición, este pasado julio, de Ve y pon un centinela, la segunda obra -¿o fue la primera?- de una autora que en toda su existencia (y tiene ahora ochenta y nueve años) sólo había publicado una, el mencionado y magistral clásico. Mi sugerencia de esta tarde -algo descafeinada y poco convencida, como se verá- es, obviamente, este nuevo título que ha sido editado por Harper Collins Ibérica, en traducción a cargo de una firma, Belmonte Traductores, cuya ambigüedad genérica diluye en cierto modo la responsabilidad de la tarea, aunque en este caso -a diferencia de Matar a un ruiseñor- sí se proporciona el nombre de una editora, Victoria Horrillo Ledesma, que es quien firma las notas aclaratorias que salpican el libro.

Dos son los frentes principales desde los que quiero encarar mi presentación de la novela. El primero, sustancioso aunque poco literario, tiene que ver con la sorprendente “aparición”, cincuenta y cinco años después, de una nueva obra de Harper Lee, una historia polémica en la que caben el reciente y misterioso descubrimiento de un manuscrito inédito, unos intereses editoriales no del todo nítidos, una provechosa operación de mercadotecnia, la intervención -siempre bajo sospecha- de un ambicioso bufete de abogados, varios conflictos judiciales por derechos de autor, la deteriorada salud mental de una anciana, la parece que deseada muerte con más de cien años de otra, y, en definitiva, bastantes elementos “oscuros” que abonan las tesis paranoicas y las teorías conspiratorias en relación a la inesperada publicación de Ve y pon un centinela. El segundo eje de mi reseña, el comentario acerca de la novela en sí, será más breve y, por desgracia, impregnado de decepción, pues esa es la impresión que ha quedado en mí tras la lectura de una obra algo insulsa, por momentos farragosa, aparentemente menor, sin duda muy inferior -en todos los sentidos: el interés, la fluidez y la complejidad de la trama, la profundidad de los personajes, la hondura de la propuesta que plantea- a Matar a un ruiseñor con la que es forzosa la comparación no sólo porque se trata de las dos únicas obras de su autora, sino, sobre todo, porque la segunda es una suerte de continuación de la primera, que se desarrolla en el mismo espacio -ese Maycomb traslación literaria del Monroeville en el que vivió, y vive actualmente recluida en una residencia de ancianos, Harper Lee-, cuenta casi con los mismos protagonistas principales: Atticus Finch, su hija Scout (que vuelve al pueblo veinte años después y narra la historia), Calpurnia, la tía Alexandra, y plantea, desde otra lógica y con menos emoción, sensibilidad y belleza, algunos de los temas -el conflicto racial por encima de todos- que ya estaban en aquella originaria y excepcional novela.

La peripecia editorial de Ve y pon un centinela es ciertamente curiosa y llena de dudas. Presentada como secuela de Matar a un ruiseñor es, en realidad, su “precuela” pues, al parecer, fue escrita con anterioridad. O ni siquiera eso, ni siquiera “es”, ni siquiera tiene existencia propia, ya que en algunas de las informaciones que sobre el libro se han difundido se habla de un mero borrador de la primera, sin entidad, pues, de obra autónoma. Harper Lee habría escrito en 1957 -y todo en este terreno son suposiciones debido a, entre otras cosas, el silencio de la autora, quizá inevitable, dado el también presunto deterioro de su estado mental- una novela, esta “actual” Ve y pon un centinela, que envió a decenas de sellos editoriales sin obtener respuesta alguna de ninguno de ellos. Por fin, una pequeña editora, Lippincott, vislumbró en el texto todo su potencial y aceptó su publicación sugiriendo a su autora algunas importantes correcciones. Maduradas estas a lo largo de tres años, el resultado del proceso ve la luz en 1960, convertido en una novela totalmente distinta, bajo el título hoy ya legendario de Matar a un ruiseñor.

De manera inesperada, en septiembre de 2014 -aunque en algunos comentarios se habla de hasta tres años antes, en 2011, en uno más de los aspectos confusos y contradictorios del asunto-, aparece el manuscrito/borrador original en manos de la abogada de Lee, Tonja Carter, que desempeñará un papel esencial en esta algo enigmática trama. La escritora, requerida por Carter, se niega reiteradamente a que se divulgue por considerarlo un texto incompleto y al entender -en coherencia con su silencio de décadas- que su propósito -su intención literaria- habría quedado sobradamente satisfecho con Matar a un ruiseñor. Algunas fuentes aseguran, no obstante, que fue la hermana de Harper, Alice Lee, la que, ante la pérdida de lucidez de aquella, frenaba cuanto ofrecimiento de publicación llegaba a sus manos. Convenientemente fallecida Alice, en noviembre de 2014 y a la edad de ciento tres años, la abogada Carter, libre ya de frenos y con el supuesto consentimiento de la autora, publica el libro, en medio de excepcionales -y hasta férreas- medidas de control para evitar filtraciones no deseadas. La agencia literaria Andrew Nurberg Asociados negoció con dureza las condiciones de venta de los derechos a todo el mundo (el libro salió con una tirada inicial de tres millones de ejemplares sólo en Estados Unidos, Gran Bretaña, España e Hispanoamérica) obligando a los editores a una especie de “reclusión” en Londres durante tres semanas para la mera consulta del original previa a la decisión de compra de esos derechos de publicación (en los últimos años Harper Lee, si de verdad es ella la que toma las decisiones en esta etapa final de su vida, mantuvo -y ganó- pleitos relativos a la propiedad intelectual contra el Museo de su ciudad y contra una Compañía de teatro que difundían su obra sin las correspondientes autorizaciones y sin rendir cuentas de los logros económicos de su explotación), y exigiendo a los traductores, para la traslación a los muchos idiomas de los países interesados, unas muy rigurosas cláusulas de confidencialidad. Por fin, el libro vio la luz de manera más o menos simultánea en todos los países mencionados los días 14 y 15 del julio pasado.

A la extrañeza que suscita esta insólita aventura editorial se suman algunos otros hechos llamativos. En primer lugar, el que Ve y pon un centinela se presente como una obra completa, acabada, que no habría necesitado, pues -de nuevo presuntamente-, de retoque o corrección algunos antes de su global “reaparición”. Si así fuera, resultaría difícil de entender la negativa a publicarla sostenida durante más de cincuenta años de modo tozudo por su autora, pues por qué no dar a los lectores que tan fervientemente habían acogido Matar a un ruiseñor una obra, ya definitiva y “cerrada”, que volvía sobre el universo de aquella y que, por tanto, sólo podría ser recibida con entusiasmo por sus numerosos admiradores. ¿O es que las prevenciones de su autora afectaban a la calidad literaria del texto y por ello negó una y otra vez el permiso para que se difundiera? Y en caso contrario, si forzosamente la novela hubiera debido ser modificada o al menos ligeramente “pulida” para ofrecerla al público casi seis décadas después de su escritura, parece difícil mantener la total autoría de una Harper Lee impedida intelectualmente, como se ha dicho, para una tarea de este calibre. Más sospechas, pues, que ensombrecen la nitidez del fenómeno ¿literario?

En otro orden de cosas resultan también sorprendentes, y ello siembra igualmente dudas sobre la auténtica naturaleza y la verosimilitud de la historia oficial relativa a la publicación de Ve y pon un centinela, las sustanciales diferencias entre los dos libros, algunas incluso de fondo, que afectan a la esencia del “mensaje” de Harper Lee. Y ya no es sólo el que la narración inocente, entrañable, desprejuiciada y encantadora de la niña Scout en Matar a un ruiseñor, se convierta ahora en la voz escéptica, resabiada, dubitativa y un punto insustancial de una chica algo “ortodoxamente rebelde” de veintiséis años, ya no es que haya alusiones constantes a los hechos del primer libro, menciones que presuponen, que exigen incluso, haberlo leído antes -lo cual, a mi juicio, invalidaría la tesis del borrador-, ya no es que haya errores ostensibles en la percepción que la joven Scout tiene en el presente de los hechos ocurridos casi veinte años atrás (el más destacado, en la página 112, cuando la narradora afirma que Atticus “logró la absolución” de Tom Robinson, el joven negro injustamente acusado de violación de una blanca en Matar a un ruiseñor, cuando cualquiera que haya leído el libro o visto la película objeto de mi reseña de hace siete días sabe que el resultado del proceso judicial no fue, por desgracia -desgracia en la ficción-, el que ahora se da por cierto), no son estos muchos detalles los que pueden “chirriar” en el contraste entre ambos textos, sino que lo más insólito, lo que realmente llama la atención y resulta difícil de entender es que ese gran Atticus Finch de la primera novela, un personaje ejemplar, paradigma de la integridad, de la justicia, de la dignidad, de la valiente defensa de la no discriminación (aunque nunca un activista o un militante contra la segregación, pues incluso el primer libro, pese a su noble discurso, aparece teñido de un discreto racismo, quizá deuda inevitable a pagar en la época y en la población sureña en la que está ambientado), ese Atticus emblema del coraje cívico es aquí una presencia menor, un oscuro individuo, sin encanto ni carisma alguno, de dudosas convicciones morales, tibiamente “equidistante” entre abolicionistas y segregacionistas... ¡¡¡y hasta miembro -bien que escéptico y coyuntural- del Ku Klux Klan!!! ¿Era este, de principio, el planteamiento de la autora y fueron las “recomendaciones” de la editorial Lippincott las que la “convencieron” de adoptar otro punto de vista diferente, cambiando radicalmente no sólo el enfoque sino el núcleo central de su manuscrito original? En fin... más ambigüedades que disparan las suposiciones y conjeturas y que forzosamente han de ser tenidas en cuenta a la hora de analizar el libro.

Aunque si no lo hiciéramos, si fuéramos capaces de leer Ve y pon un centinela sin tener presentes todos estos hechos y, sobre todo, si pudiéramos obviar la poderosísima presencia de su anterior obra en la biografía de su autora, esta nueva novela seguiría resultando decepcionante. Es más, desde mi punto de vista -que no niego pueda estar influido por el extraordinario impacto que provocó en mí la “experiencia” Matar a un ruiseñor y de la que di cuenta aquí hace siete días- el nuevo libro de Harper Lee sólo interesa porque quien ha conocido y ha disfrutado y se ha apasionado con el gran clásico de la autora de Alabama “necesita” en cierto modo continuar en contacto con aquel territorio literario y aquellos personajes de dimensiones casi míticas, estando dispuesto por tanto a aceptar siquiera una migaja más de ese mundo con tal de poder seguir participando de aquel formidable encantamiento. Y pese a ello, más allá del indudable agrado que suscita el reencontrarse con un universo familiar y querido, la lectura de Ve y pon un centinela es francamente frustrante y descorazonadora.

Sin tiempo ya para más profundizaciones y en un repaso a vuela pluma de la novela os diré tan sólo que en ella Jean Louise -Scout- Finch, la narradora, regresa con veintiséis años a Maycomb. La chica -como su creadora, en una muestra más de los innumerables rasgos autobiográficos de ambos libros- vive ahora en Nueva York y vuelve por un par de semanas al hogar familiar en donde se reencuentra con algunos de los personajes de sus días infantiles, una etapa que aparece en constantes evocaciones y flashbacks, y que la joven recuerda con una añoranza aún más melancólica en tanto la realidad que se presenta a sus ojos es muy distinta de la idílica estampa que guarda en su memoria. Su hermano Jem ha muerto, Dill, el singular compañero de juegos infantiles, viaja de continuo por el mundo y no comparece en el libro, Atticus ha derribado la vieja casa y construido una nueva, la tía Alexandra se ha instalado de manera estable en ella, el tío Jack, de presencia episódica en la primera obra, cobra aquí un mayor protagonismo, Calpurnia, anciana ya, no ocupa la cocina familiar, un amigo de infancia, Hank, no conocido hasta ahora por el lector, aparece como pretendiente y probable futuro marido de la chica y, en general, las novedades son tantas que no quedan apenas rastros del apacible y casi mágico escenario en el que la niña de Matar a un ruiseñor vivió sus primeros años.

El cambio en el entorno se suma al ya mencionado y radical viraje en la personalidad de su padre. Sea porque el influjo cosmopolita y la atmósfera liberal del Nueva York en que reside han conformado en ella otra concepción del mundo, sea porque la visión infantil del pasado que permanece en su recuerdo ha deformado -embelleciéndola- la realidad, sea por la propia evolución del pensamiento de Atticus, sospechosamente cercano en su discurso ideológico a los delirios supremacistas del más rancio sur norteamericano, sea -no es descartable- porque la tortuosa trayectoria editorial de la que he hablado no nos permite saber cuál es, en realidad, el sustrato originario de las obras, su lógica última, el hecho es que Jean Louise -casi arrumbada para siempre la niña Scout- se ve sumida, primero, en una desconcertante perplejidad ante las desagradables novedades (¿Por qué he perdido en dos días todo lo que amaba en este mundo?), se siente extraña en el entorno que la vio nacer (Soy sangre de su sangre, he escarbado en esta tierra, este es mi hogar. Pero no soy de su sangre y a la tierra no le importa quién la escarbe, soy una extraña en una fiesta), experimenta luego rabia, decepción e ira ante su provinciano pueblo (si viviera en Maycomb, me volvería totalmente loca), su cobarde e hipócrita novio (los calificativos son de ella) y su irreconocible padre (El único ser humano en el que había confiado absolutamente, con toda su alma, le había fallado), hundiéndose por fin en un mar de dudas (¿Por qué he vuelto aquí? (...) Para mirar la gravilla del patio de atrás, donde antes estaban los árboles, donde estaba el garaje, y preguntarme si todo ha sido un sueño) al persuadirse de que la irreprochable figura de su progenitor se ha venido abajo (eres la única persona en la que he confiado por completo en toda mi vida, y ahora estoy acabada) y al reconocerse anclada, en cierto modo, en un pasado ideal que ya no existe (Quieres detener el reloj pero no puedes, le dice su prometido Hank; y ella misma se reprocha el que siempre esté haciendo viajes secretos al pasado y ninguno al presente). Percibe entonces que las bases sobre las que había situado su lugar en el universo se tambalean (ese significativo y ahora estoy acabada) y pide, en su estupor, alguna figura tutelar que sustituya al ídolo caído (necesito un centinela para que me guíe y me diga lo que ve cada hora a la hora en punto. Necesito un centinela que diga “esto es lo que dice fulano y esto es lo que quiere decir de verdad”, que trace una raya en medio y diga “aquí hay una justicia y aquí hay otra” y me haga entender la diferencia. Necesito un centinela que dé un paso adelante y proclame ante todos ellos que veintiséis años es mucho tiempo para gastarle una broma a una, por muy graciosa que sea).

En cualquier caso, siendo interesante, como he dicho, para el devoto de Matar a un ruiseñor, y recomendable por ello su lectura, esta nueva e inesperada novela de Harper Lee, Ve y pon un centinela, no dejará demasiada huella en un lector común, ni tampoco -pienso, a partir de mi propia experiencia- en ese otro que disfrutó, entusiasmado, del entrañable universo de Maycomb, de la limpia mirada de la Scout niña, del, por encima todo, valioso ejemplo de integridad de Atticus Finch, tal y como todo ello se mostraba en aquella obra maestra de 1960, escrita, sin duda, en un estado de gracia no siempre fácilmente repetible.

Os dejo con un tema musical que complementa mi comentario. Mencionada en el libro, Old Dan Tucker es una pieza clásica de la música popular norteamericana (que aparece citada, por cierto, en Las uvas de la ira de John Steinbeck, una obra tan querida por mí; también, todo hay que decirlo, en aquella legendaria y empalagosa serie de los setenta, La casa de la pradera). Aquí la interpreta Bruce Springsteen en un concierto grabado hace diez años en Granada.


Atticus, te lo digo muy claro y te lo repito: más vale que adviertas a tus amigos más jóvenes de que, si quieren preservar nuestro modo de vida, deben empezar en casa. No en las escuelas, ni en las iglesias, ni en ningún otro sitio, sino en sus propias casas. Díselo, y pon como ejemplo a tu hija, esa amante de los negros inmoral, ciega y degenerada. ¡Ve delante de mí con una campana gritando “Impura”! Señálame como tu error. Denúnciame: Jean Louise Finch, la que estuve expuesta a toda clase de sandeces por parte de la gentuza blanca con la que fue a la escuela, pero que bien podría no haber ido nunca al colegio, para lo que le sirvió. Todo lo que para ella era verdad revelada lo aprendió en casa, de su padre. Tú sembraste las semillas, Atticus, y ahora están dando fruto...
-¿Has terminado?
Jean Louise sonrió desdeñosamente.
-No he dicho ni la mitad. Nunca te perdonaré lo que me has hecho. Me has engañado, me has echado de casa y ahora estoy en tierra de nadie, pero en fin... ya no hay sitio para mí en Maycomb y nunca me sentiré totalmente en casa en ninguna otra parte. -Se le quebró la voz-. ¿Por qué, en nombre de Dios, no te volviste a casar? ¿Por qué no te casaste con alguna señora sureña medio boba que me educara como es debido? Me habría convertido en una de esas mujercitas tan melosas y coquetas que baten las pestañas y cruzan las manos y solo viven para su maridito. Al menos habría sido feliz. Habría sido de Maycomb al cien por cien, habría vivido mi vida mezquina y te habría dado nietos a los que consentir, habría ensanchado como la tía, me habría abanicado en el porche y habría muerto feliz. ¿Por qué no me explicaste la diferencia entre una justicia y otra, entre un derecho y otro? ¿Por qué no lo hiciste?
-No creí que fuera necesario, y tampoco lo creo ahora.
-Pues lo era y lo sabes. ¡Dios! Y hablando de Dios, ¿por qué no me dejaste bien claro que Dios creó las razas y puso a los negros en África con intención de que se quedaran allí para que los misioneros pudieran ir a decirles que Jesús les amaba, pero que prefería que se quedaran en África? ¿Que traerlos aquí fue un grave error y que la culpa es de ellos? ¿Y que Jesús amaba a toda la humanidad, pero que hay distintos tipos de personas, rodeadas por distintas vallas, y que Jesús quería que todas pudieran avanzar hasta donde quisieran, siempre y cuando no se salieran de su valla?
-Jean Louise, pon los pies en la tierra.
Lo dijo con tanta tranquilidad que su hija se paró en seco. Su andanada había chocado contra él como una ola, y allí seguía, sentado tranquilamente. Se negaba a enfadarse. Jean Louise sintió en lo hondo de su ser que ella podía no ser una dama, pero que ningún poder sobre la faz de la tierra impediría que Atticus dejara de portarse como un caballero. Sin embargo, el pistón que tenía dentro la impulsó a continuar:
-Muy bien, pondré los pies en la tierra. Aterrizaré justo en el salón de nuestra casa. Frente a ti. Yo creía en ti. Te admiraba, Atticus, como nunca he admirado a nadie en toda mi vida y como nunca volveré a admirar a nadie. Si me hubieras dado alguna pista, si hubieras incumplido tu palabra un par de veces, si hubieras sido brusco o impaciente conmigo... Si hubieras sido más ruin, quizás ahora podría asimilar lo que te vi hacer ayer. Si una o dos veces hubieras dejado que te pillara haciendo una vileza, entonces entendería lo de ayer. Me diría: “Así es él, ese es mi viejo”, porque habría estado preparada desde el principio...

No hay comentarios: