Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 11 de noviembre de 2015

ANGEL WAGENSTEIN. EL PENTATEUCO DE ISAAC

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a una nueva emisión de Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca desde el que cada miércoles os ofrecemos una propuesta de lectura entresacada de la infinidad de publicaciones que inundan el mercado editorial de nuestro país. Hoy quiero hablaros de una novela que se presentó por primera vez en 2008 y que ha alcanzado una decena de ediciones, pese a lo cual yo, asiduo frecuentador de librerías y suplementos culturales (¡¡horror!!), desconocía totalmente su existencia así como la de su autor. En el presente año, la editorial Asteroide, en la que vio la luz originariamente, y coincidiendo con la celebración del décimo aniversario del sello, ha vuelto a sacarla al mercado en una reedición algo distinta, con tapas duras y en un volumen muy cuidado y de mayor calidad formal que la ya habitualmente amable presentación de los libros de su estupendo y muy escogido catálogo. Os hablo de El Pentateuco de Isaac, una excelente novela de Angel Wagenstein, nacido en una familia sefardí de Bulgaria y autor de otros dos libros, con los que el que ahora os comento forma una trilogía, Lejos de Toledo y Adiós, Sanghai, que también pueden encontrarse en la misma editorial. Guionista y realizador de cine, Wagenstein escribió este El Pentateuco de Isaac muy tardíamente, con casi setenta años, obteniendo un general reconocimiento y un merecido éxito de ventas.
 
La novela, traducida del búlgaro por Liliana Tabákova, aparece con un significativo subtítulo, que nos anticipa de manera bastante elocuente la historia con la que nos encontraremos al adentrarnos en sus páginas: Sobre la vida de Isaac Jacob Blumenfeld durante dos guerras, en tres campos de concentración y en cinco patrias. Y es que, en efecto, este Isaac Jacob Blumenfeld que protagoniza la obra es un sastre judío originario de Kolódets, cerca de Drohobych, en expresión que una y otra vez se reitera en el texto cada vez que aparece el topónimo, un pueblito realmente existente en la región de Galitzia que en 1900, fecha de nacimiento del personaje, pertenece al Imperio Austrohúngaro para luego, fruto de las vicisitudes que afectaron al centro de Europa durante el, desde el punto de vista del belicismo nacionalista, infausto siglo XX, pasar a manos de Polonia tras la primera guerra mundial, pertenecer a Alemania en el curso de la segunda, caer bajo el dominio de la Unión Soviética después de la finalización de la contienda, para acabar -¿acabar?- formando parte de la actual Ucrania. Todos esos cambios afectan a un Isaac al que las convulsiones políticas le obligan a mudar de patria una y otra vez para terminar siendo austríaco de nuevo, en un proceso lleno de violencia y dolor, de sufrimiento y tragedia, del que se nos da cuenta en el libro.
 
El Pentateuco de Isaac se articula en cinco largos capítulos que coinciden, metafóricamente, con los cinco libros del texto sagrado judío: el Genésis, el Éxodo, el Levítico, los Números y el Deuteronomio. El primero de ellos -hablo, obviamente, de la novela- recoge la infancia y primera juventud del protagonista en el shtetl de Kolódets, perteneciente al distrito austrohúngaro de Lemberg, y se desarrolla hasta la incorporación a filas del muchacho con ocasión de la primera guerra mundial. En el segundo, tras un fugaz y pacífico paso por las trincheras (en realidad por la más cómoda retaguardia) y asentado el chico en su lugar de origen, que ahora ya es un voivodato polaco, Lwów, asistimos al noviazgo y matrimonio de Isaac con Sara, la bella hermana del joven rabino Samuel Bendavid, con el que el joven crea una fraternal amistad que se mantendrá a lo largo de toda su vida y que aflorará en los diversos avatares narrados en la novela. La placidez de la vida lugareña acaba con un nuevo llamamiento militar de nuestro protagonista, que se ve desplazado hacia los escenarios de la segunda guerra mundial movilizado por el ejército soviético, que ha ocupado su pueblo, ahora Kolodetz, en la provincia nuevamente bautizada como Drogobych. Antes de su efectiva participación en la guerra, que como en el caso anterior tampoco llegará a producirse, Isaac, que ha dejado a su mujer y sus tres hijos en su hogar, es capturado por los alemanes y con el nombre de Hendryk Brzegalski trasladado a Leópolis, que es cómo ahora se llama la capital regional. De todo ello se nos da cuenta en el tercer capítulo. En el cuarto, Itzik -apelativo cariñoso de Isaac- es recluido en una base secreta nazi, en los bosques de Brandeburgo, una detención más soportable que la que deberá aguantar en el campo de concentración de Flossburg, en donde las fiebres tifoideas lo dejan al borde de la muerte. Tras un paso por el gulag siberiano, condenado a un doloroso ostracismo, al que la irracional dictadura soviética lo ha enviado por un supuesto espionaje y una no menos ficticia -e imposible en un judío que pierde a toda su familia en el inhumano genocidio- colaboración criminal con los nazis, en el último capítulo, por fin, nos lo encontramos de nuevo en Viena, en el declive de su vida, cuando Isaac Blumenfeld, antaño un modesto sastre judío, es ahora un próspero comerciante que vive sin embargo rodeado de amargura y melancolía, perdidos su pueblo, su esposa y sus hijos en los absurdos y sangrientos vaivenes que conmocionaron al mundo en ese siglo XX delirante.
 
El relato -del que el autor dice haber sido un mero transcriptor, pues confiesa haberlo escuchado de manera íntegra y casi literal del propio Isaac en una larga conversación iniciada en Sofía y finalizada en ese ocaso del personaje en Viena, en un recurso literario muy habitual en tantas obras- nos es narrado con numerosos meandros, rodeos, elipsis, saltos en el tiempo y digresiones que enriquecen el texto, repleto así de historias laterales, anécdotas secundarias y reflexiones añadidas que aparecen de manera tangencial a la trama principal. Mi relato perderá sus cabriolas, viñetas y pizzicatos característicos para extenderse como los caminos polvorientos y uniformes de nuestros Precárpatos: un poco para arriba y un poco para abajo, otra vez para arriba y de nuevo para abajo; y así, hasta el horizonte, sin precipicios ni cumbres vertiginosas, expone el autor en un momento del libro. O también, he pasado por Odesa para llegar a Berdichev, repite, con el dicho judío (una especie de “irse por los cerros de Úbeda” de nuestro castellano), en más de una ocasión, para añadir una explicación del torrencial caudal de su discurso: Vale, pero dime, hermano, ¿acaso se puede cambiar lo que nos ha sido dado por el Señor, lo que llevamos en la sangre? ¿Acaso puedes obligar a un tigre a que paste hierba o a un pez a que anide en el álamo de enfrente? ¡Jamás le impedirás a un judío que se desvíe del recto camino de su relato: siempre irá a cortar una flor amarilla o simplemente a echar un vistazo a su alrededor, aspirará el aire fresco y compartirá contigo su entusiasmo por este ancho mundo de Dios, o te contará una anécdota o un chiste! El judío se desvía para mirar un rato un rebaño de vacas y aconsejarle algo al pastor, aunque en su vida haya ordeñado una sola vaca. Le gusta, se muere por dar consejos, esto lo lleva en la sangre. Existe al respecto una explicación dada por los antiguos talmudistas del sanedrín de Babilonia de por qué Yahvé creó al hombre y a la mujer sólo al final, apenas en el séptimo día. La explicación de los sabios salta a la vista: ya que Adán y Eva eran judíos, si hubieran sido creados desde el principio, habrían vuelto loco al Creador con sus consejos. Dicen incluso, aunque no sé si será verdad, que durante las hostilidades en el Sinaí, en las trincheras habían puesto rótulos que rezaban: «DURANTE EL ATAQUE QUEDA TERMINANTEMENTE PROHIBIDO A LOS SOLDADOS DAR CONSEJOS A LOS OFICIALES».
 
Esta presencia constante del mundo judío -que resulta notoria en el texto anterior- es una característica esencial del libro. La “ambientación” judía aparece en los innumerables detalles de la vida cotidiana, las costumbres, los rituales, las conversaciones, las ceremonias, descrito todo ello de una manera formidable, fidedigna pero llena de fantasía e imaginación, en una especie de realismo mágico “a la judía”, que emparienta esta vertiente del libro con el universo del pintor Chagall, al que se cita expresa y significativamente en los últimos párrafos de la novela (sus enamorados que vuelan por sobre la iglesia ortodoxa, las mujeres ucranianas, la yegua preñada, el poblado entero, hacia un futuro mejor para todos, en una imagen de extraordinario valor metafórico). Pese a su extensión, no me resisto a ofreceros esta desternillante descripción de las reuniones familiares de un sabbat festivo en la que queda de manifiesto esa espléndida recreación que se hace en la novela de la existencia de una típica familia hebrea: En las tardes del sabbat que, como ya te he aclarado, eran los viernes, después de la cena y todo lo que correspondía al ritual de rigor, comíamos pipas: de calabaza y no de girasol. En las pipas de girasol estaban especializadas las ucranianas: las pelaban con una rapidez supersónica, realizando todas las operaciones técnicas únicamente con la lengua, y eran capaces de darte con la cáscara, al escupirla, en medio de la frente a dos verstas de distancia. Nosotros, los judíos, comemos pipas de calabaza cuando nos sentamos a la mesa del sabbat: las comemos lentamente y con dignidad, concentrados en nuestras conversaciones sobre las cosas de la vida. Me es difícil calcular la cantidad de información que se intercambiaba en una sola tarde del sabbat en torno a las mesas festivas de todo Kolodetz, mientras se pelaban las pipas. Los pocos instantes de silencio se llenaban del chasquido ensimismado de las cáscaras entre los dientes, como si se escuchara el quedo crepitar de la leña en una chimenea. A las pipas de calabaza algunos las llaman «periódico de los judíos», pero a mi modo de ver se trata de un vil empobrecimiento, porque tal cantidad de noticias, chismes e informaciones de toda clase —empezando por los sucesos políticos en la Rusia de los soviets hasta llegar al cometa que según los videntes se acercaba a la tierra a tal velocidad que la catástrofe era inminente—, no se podía encontrar en ningún periódico del planeta. Si a todo esto añadimos las anécdotas que servían para levantar la moral de los judíos y que, por regla general, iban ornamentadas con fantásticos e inverosímiles detalles, fruto de la rica imaginación de los habitantes de Kolodetz —por ejemplo, sobre el banquero Rothschild, lord Disraeli o León Blum, de quien se suponía que era judío—; o al revés, para frenar un poco el orgullo desmedido —de aquel antisemita, comparable al rey Nabucodonosor y a todos nuestros enemigos juntos, que estaba a punto de llegar al poder en Alemania (a pesar de ser un simple sargento austriaco o algo así), Adolfo Schicklgruber— comprenderás que para nada estoy exagerando al comparar el intercambio de ideas y opiniones en la tarde del sabbat, mientras se pelaban pipas de calabaza, con la biblioteca de Alejandría, con todos sus códices, rollos de pergamino y tablillas de escritura cuneiforme. Una tragedia no menos trascendente que la pérdida de la biblioteca de Alejandría sobrevino un viernes, la tarde del sabbat, cuando cierto pan polaco, llegado de la ciudad de Tarnuv, dio un puntapié a la cesta de Golda Silber porque se le cruzó en el camino, y las pipas se dispersaron en el fango. Ante las miradas de consternación de los habitantes de Kolodetz, cerca de Drogobich, desaparecieron centenares de códices, miles de rollos de pergamino y toneladas de papel árabe hecho a mano, llenos de noticias, chismes y sabiduría; montañas de tablillas de escritura cuneiforme que contenían anécdotas y chistes; kilómetros de cinta telegráfica con noticias de la Rusia soviética, informaciones sobre el cometa que se precipitaba a toda mecha contra la Tierra, sobre el barón Rothschild o sobre aquel matón y filisteo, Adolfo Schicklgruber. Todo ello se encerraba en las a primera vista insignificantes pipas de calabaza, llamadas «periódico de los judíos», que se esparcieron por el fango ante la desesperación de Golda.
 
Pero la peculiar idiosincrasia del pueblo judío se revela, sobre todo, más allá de esta ambientación “externa”, en el constante recurso, que impregna el libro entero, a su proverbial humor, cáustico y autocrítico, ingenioso y mordaz, capaz de cuestionar -de un modo que roza el masoquismo- su propio lugar en el mundo, riéndose de sus desgracias e ironizando sobre ellas en medio de las mayores adversidades. Son decenas los chistes -muchas veces protagonizados por un mismo personaje, un ficticio Mendel que creo que “opera” como paradigma del judío medio- que encontramos en El Pentateuco de Isaac (de hecho Wagenstein agradece, en su introducción al libro, a todos los que han rescatado, redactado, sistematizado y editado anécdotas y chistes judíos, gracias a los cuales, en los momentos más trágicos de su existencia, su tribu convirtió la risa en una coraza protectora, en una fuente de ánimo y de confianza), convirtiendo su lectura en una experiencia gozosa y divertidísima, desopilante a veces, pese a lo terrible de los hechos narrados.
 
El humor contribuye así, con su paradójico distanciamiento crítico, a subrayar de modo más intenso el mensaje del libro, un alegato -no dramático, no severo, no árido, sino emotivo y hasta feliz, pese al tono melancólico y triste de tantas de sus páginas- en contra de los fanatismos y a favor de la convivencia pacífica entre culturas y razas y religiones y pueblos diversos. La novela resulta, así, a través de esta “vía amable”, una furibunda diatriba contra las supuestas “verdades eternas” que “justifican” guerras y exterminios y muertes y destrucción, y que se ven condenadas al olvido en una generación (me tengo por un pecador que por pura casualidad ha sobrevivido al desastre de Sodoma y Gomorra, me recuerda más bien a un anillo de Saturno. Porque, ¿qué será este anillo sino los restos de mundos antiguos, de asteroides y planetas, hechos añicos como antiguos objetos de barro?; ¿o mitos nacionales, clarividencias y verdades «eternas», que han resultado menos duraderos y más venenosos que una lata de sardinas podridas?; reichs que se suponía permanecerían mil años y no llegaron ni a doce; imperios desmenuzados, convertidos en raquíticos estados y enanos crueles y maniáticos que se autoproclamaron emperadores, padres de las patrias, dictadores, grandes caudillos y profetas, que se cagarían de miedo si pudieran leer después de su muerte qué es lo que dicen sobre ellos los manuales de Historia de primaria. Todos estos cascajos del pasado giran no sólo en torno a Saturno sino también alrededor de mi cabeza para hacerme comprender que desde los tiempos del opresor de los judíos Nabucodonosor hasta la fecha nada ha cambiado, o como decía aquel malnacido genial que firmaba con el seudónimo de Eclesiastés: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad [...] lo que fue eso será; lo que se hizo, eso se hará [...]. He observado cuanto sucede bajo el sol y he visto que todo es vanidad y atrapar vientos...»), un severo discurso contra la nefasta irracionalidad de las guerras (Tampoco busques lógica en los acontecimientos históricos que determinaron mi destino, pues no la tienen, pero quizá tengan algún sentido secreto. Sin embargo, ¿acaso le es dado al ser humano conocer el secreto de las mareas, de las protuberancias solares, del temprano florecer de la nevadilla, del amor o de los mugidos de las vacas? No me hagas, hermano, empezar la explicación de los acontecimientos políticos por aquel archiconocido disparo en Sarajevo, del que estoy hasta la coronilla, cuando un alumno de secundaria con el curioso apellido de Principio mató a nuestro inolvidable, querido, adorado archiduque Francisco Fernando, porque la primera guerra mundial ya había madurado como un absceso en el vientre de Europa, sin principios, es decir, sin el estúpido disparo del Principio este. Si algún diplomático alemán, pongamos por caso, hubiera resbalado con la cáscara de un plátano tirado en Estocolmo por el representante de la empresa francesa Michelin, hubiera sido lo mismo. No busques, por favor, lógica en mi querida patria austrohúngara, cuyo ejército invencible, dirigido sabiamente por el general Konrad von Hotzendorf se metió de cabeza en el conflicto justo cuando hasta el más tonto entre los tontos se daba cuenta de que ya habíamos perdido la guerra. ¿Acaso puede haber lógica alguna en que todos los fieles ciudadanos austrohúngaros desearan con fervor que el Imperio de los Habsburgo se disgregara en varios Estados diminutos, en uniones étnicas dudosas y en federaciones tectónicas y alzaran las banderas nacionales, limpiándose los mocos y las lágrimas al son de la cancioncilla «¡Eh, eslavos!» mientras que ahora gimotean viendo los platos rotos y recuerdan el Imperio Austrohúngaro como «los buenos tiempos de antaño»? Dime, hermano, si hay lógica en todo esto. Fíjate en la broma macabra de cuando Serbia y Grecia, cual un par de hermanitas, se cogieron de la mano al lado de la Triple Entente, mientras que Turquía, el eterno agente británico, sabe Dios por qué se alineó contra Inglaterra. Bulgaria se hermanó con sus opresores seculares, los turcos, y se arrojó a la guerra contra sus libertadores, los rusos, quienes por su parte..., etcétera), una amarga invectiva contra la insensata división del mundo entre “nosotros”, el pueblo elegido, los poseedores de la verdad, y “ellos”, el otro, el enemigo, el mal, la viva ejemplificación de todos los errores (la situación en los frentes... —Está bien para nosotros. —¿Para nosotros? —preguntó mi tío Jaimle. —¡He dicho para nosotros, no para vosotros! Sabíamos perfectamente que pan Woitek era polaco y que las nociones de «nosotros», «vosotros» y «ellos» en el Imperio Austrohúngaro eran terreno resbaladizo y era mejor no adentrarse en él, mucho menos si se era judío, por eso mi padre y mi tío se miraron, movieron la cabeza y asintieron a la vez. —Sí, claro que sí, es evidente. Bueno, yo me quedé con la impresión de que nada era evidente), una lúcida soflama contra la tantas veces arbitraria -y sangrienta- convención de las fronteras y su causa última, la manipulación de la historia (Ya no existe Austrohungría, a ver si entendéis lo que quiere decir esto. Este otoño los maestros de escuela no podrán contar con fluidez la historia de nuestro gran imperio, sino que van a tartamudear cada vez que tengan que enseñar a los alumnos por dónde exactamente pasan las fronteras entre Hungría y Checoslovaquia, o explicarles la razón secreta o si, de hecho, ha habido razón alguna para que Eslovenia, Bosnia y Herzegovina, Croacia y Montenegro hayan pasado del puñetero imperio de los Habsburgo al de los Karageorgevich. Los maestros rusos de geografía tendrán que perder la costumbre de hablar de Polonia como de «nuestros territorios occidentales». En los países del Báltico van a bajar las banderas de Rusia, porque hasta los propios rusos están embrollados en largas discusiones sobre si su bandera ha de ser roja o tricolor. Los viejos profesores se estrujarán la sesera cuando les pregunten a qué estado pertenecen el Tirol meridional, Dobrudzha, Siebenbürgen o Galitzia, o en qué país viven los moldavos y los finlandeses. La historia, cual hábil croupier, ha barajado los naipes y los ha repartido una vez más. Todo empieza de nuevo, se reinicia el juego, las apuestas se han hecho y está por ver quién tiene escondido el as en la manga, a quién le tocará un póquer de damas y a quién un triste siete. Es una ley natural: los fuertes se comen a los débiles, pero su apetito suele ser demasiado grande para su capacidad digestiva, por eso les dan diarreas y ardores que se curan con revoluciones. Estas uútimas crean el caos y del caos nacen mundos nuevos; ojalá el mundo de mañana nos salga menos cagado que el de ahora. Así, hasta el próximo reparto de los naipes, o sea, hasta la próxima guerra), una clarividente develación, en fin, del ciego y fanático espejismo en el que vienen envueltas tantas grandes causas (Yo veía con gran cariño a estas dos personas ya maduras, que habían dedicado sus mejores años y lo mejor de sí mismos a los demás, que desperdiciaron su juventud buscando con abnegación mesiánica las grandes verdades por los caminos laberínticos de los cielos y de la tierra, cuando estas verdades eran, en la mayoría de los casos, espejismos efímeros en el desierto o falsas monedas de oro que precisaban un solo invierno húmedo para oxidarse).
 
Y frente a todo ello, como propuesta optimista y esperanzada, Wagenstein propugna la defensa y exaltación de la mezcla, de la armónica convivencia entre quienes son distintos, la solidaridad entre pueblos, razas y religiones, reflejada en la coexistencia pacífica y fecunda entre multiplicidad de lenguas que hablan los pobladores de la región (Se pusieron a conversar en aquella lengua rara, acuñada en mi querido Imperio Austrohúngaro, de la que la gente se servía para sus contactos multiétnicos: una especie de esperanto federal. Su base, o mejor dicho, su esqueleto, era alemán, en el que descaradamente se introducían un montón de préstamos de origen eslavo, húngaro, judío y aun de turco o bosnio y se cometían bárbaros desmanes con los géneros y los casos, con los modos y los participios. Cada grupo étnico, sin embargo, hablaba en su propio idioma, pero en él, claro, aparecían de visita altos representantes de lenguas de todas partes. Incluso los propios austríacos hablaban entre sí en algo que con ligereza decían que era alemán, pero si el pobre Goethe pudiera escucharlos, se ahorcaría en la primera farola de gas que tuviera a mano. Mucho más tarde, cuando la vida me obligó a estrechar los contactos con la población local del país alpino, me era mucho más fácil pagar un impuesto por ejercer el oficio de odontólogo, que explicarle al respectivo inspector fiscal que yo no era ningún dentista. Era como cuando le preguntaron a Abrámovich si había tenido dificultades con el francés mientras estuvo en París. Él contestó: «Personalmente, ¡ninguna! ¡Pero si vieras lo difícil que les fue a los franceses que hablaron conmigo!». Mientras el húngaro trajinaba por el cuarto en busca de las botellas, los vasos, etcétera, mi tío me dio unas palmaditas en el hombro: —¿Qué me dices, joven? —Que me estoy meando... —confesé con desesperación. Eran las primeras palabras que pronunciaba desde que llegamos al mundo de mármol del Astoria. Lo dije en puro yídis, si la noción de pureza puede ser válida para esta amalgama de alemán, eslavo y hebreo y arameo), o en la sensata tolerancia entre credos (El 12 de mayo de ese mismo año nos encontrábamos formados, vestidos todavía de civil, con las maletitas a los pies, en el patio de tierra del cuartel. Ya no éramos los de antes —muchachos conocidos y desconocidos de los pueblos y aldeas de nuestra Galitzia querida: polacos, ucranianos, judíos y sabe Dios qué más—, éramos la nueva leva que Su Majestad reunía bajo su bandera. Al fondo y un poco aparte, también con las maletas a los pies, estaban los sacerdotes movilizados. Conociendo el revoltijo religioso del imperio, me creerás si te digo que allí el único que faltaba era un lama tibetano).
 
El sentido final de la obra -si es que cabe hablar en estos términos- es el de la noble aspiración de la paz (todos fuimos creados por Dios, bendito sea Su nombre, para que nos quisiéramos y no para que lucháramos los unos contra los otros. Éste era el verdadero final de mi guerra y el principio de la gran paz que firmé en mi corazón con todos los seres humanos, ojalá les alcance la bendición de Él, llenándolos de sabiduría y bondad), un ecuménico propósito de bondad universal que nos permita, pese a que a la postre seamos meras hormigas insignificantes, sobreponernos felizmente a los juegos omnipotentes e irreversibles del destino.
 
Novela altamente recomendable, pues, esta El Pentateuco de Isaac de Angel Wagenstein, que publica Libros del Asteroide, que quiero recrear también, para terminar estos comentarios, con música judía, que podría haber sido escuchada por nuestros personajes en su Kolódets natal. Daniel Ahaviel interpreta el conocido tema principal de El violinista en el tejado, la popular película de 1971 dirigida por Norman Jewison.
 
 
A modo de introducción
 
Aparte del título de esta, digamos, «obra» (porque no es más que una transcripción fiel y concienzuda de recuerdos y consideraciones ajenas), yo no he aportado nada, porque toda intervención de mi parte en la narración sería como un litro de vinagre que se vertiera en un tonel de buen vino y todo adorno, una pizca de levadura y sal que profanaran el pan sagrado de la Pascua. Lo que sigue, mi querido lector desconocido, incluso los más inverosímiles vericuetos y cabriolas del destino de Isaac Blumenfeld, me fue contado por él mismo: inició su relato en el Club Ruso —un famoso restaurante en la ciudad de Sofía— y lo terminó más tarde en Viena, en su casa de la Margarethenstraße, 15.
 
El señor Blumenfeld importaba máquinas de coser para una empresa búlgara y toda clase de enseres para la fabricación de prendas de vestir. Me buscó él mismo, porque dijo haber visto en la televisión de algún país occidental una película sobre el destino de los judíos basada en un guión mío. Agradezco al Azar este encuentro, que me ha enriquecido con una amistad más: ¿a qué riquezas puede aspirar uno, si no es a la amistad, el amor y la sabiduría?
 
También le estoy profundamente agradecido al propio Isaac Jacob Blumenfeld —a quien el interés que mostré por su vida jamás dejó de extrañarle— por proporcionarme los escasos restos de cartas, diarios, documentos y fotografías que sobrevivieron y que testimonian la bajeza y mezquindad de una época; pero también porque en este planeta nunca ha escaseado la buena gente de mirada inteligente y triste. Así, por ejemplo, se ve a Sara Blumenfeld, en la pequeña y vieja foto, en la que, junto con sus hijos, emprende el viaje a un balneario para acabar en las cámaras de gas de Auschwitz. Tal es la mirada del buen rabino Samuel Bendavid, que asoma desde una foto probablemente despegada de algún documento. Y así habrá sido la de muchos más vecinos del pueblito de Kolódets, cerca de Drohobych: judíos, polacos y ucranianos, que se esfumaron por las chimeneas de los crematorios y ahora sacan a pastar los rebaños de nubes blancas en las inmensas praderas azules del Señor. Tengo en mi poder un documento en inglés, expedido por el Octavo Cuerpo del Noveno Ejército de EE.UU., en que se certifica que Isaac Jacob Blumenfeld ha sido dado de baja del campo de concentración de Flossenbürg (Alto Palatinado, Alemania) y se le permite ir a Viena con los escuadrones norteamericanos. Y también un papelillo, algo así como el recibo de la facturación de un equipaje, escrito con tinta violácea y con el sello de la Fiscalía de Yakutsk, que certifica que el ciudadano Fulano de Tal ha sido puesto en libertad el día 7 de octubre de 1953 del campo de concentración de Nizhni Kolimsk, en el noreste de Siberia, y ha de considerarse completamente rehabilitado y eximido de sus cargos por falta de pruebas. En mis manos tengo también cinco documentos, según los cuales Isaac Jacob Blumenfeld ha sido sucesivamente ciudadano del Imperio Austrohúngaro, de Rzeczpospolita (o sea de la República de Polonia), ciudadano soviético, persona de origen judío residente en los territorios orientales del Reich, privada de ciudadanía y de derechos civiles y, finalmente, ciudadano de la República Federal de Austria.
 
Miro con cariño el retrato de este hombre rollizo, de cara llena de pecas, con una corona de pelos rojizos alrededor de la calva, quien me hizo prometer que no publicaría ni una sola línea de esta biografía hasta su muerte. Y he aquí el telegrama desde Viena. Enmarcado en negro; lo leo con los ojos anegados en lágrimas y juro que no voy a callar ni añadir nada al nuevo Tanach o, dicho en vuestras palabras, al Pentateuco de Isaac Jacob Blumenfeld.

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