Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de noviembre de 2015

 
DENIS JOHNSON. SUEÑOS DE TRENES
 
Hola, buenas tardes. Una semana más os “asalta” desde Radio Universidad de Salamanca Todos los libros un libro, el breve espacio de recomendaciones literarias que cada miércoles os presenta una sugerencia de lectura que pretendemos siempre variada, interesante y, por encima de todo y aun siendo conscientes de lo relativo de estas calificaciones, de calidad. Con mi propuesta de esta tarde inauguramos, con la leve excusa del otoño ya avanzado, con sus días tan breves, con su vida declinante, una larga serie, que nos llevará hasta el próximo enero, de reseñas centradas en libros de extensión también reducida -sin superar, en la mayor parte de los casos, las ciento cincuenta páginas-, muy propicios pues para estas jornadas de luz languideciente. Pareciera, a propósito de este extraño -y en el fondo infundado e irracional y artificioso y un tanto absurdo- vínculo que acabo de inventarme entre el “tamaño” de una obra y la estación del año, que la primavera o el verano, con sus días interminables, invitaran a la lectura de libros voluminosos en los que se cuentan epopeyas que se extienden durante siglos, sagas que transitan entre generaciones, historias desbordantes por las que pululan centenares de personajes, complejos entramados narrativos poblados de conflictos psicológicos y repletos de amor y celos, odios y venganzas, amistad y heroísmo y secretos y misterio y aventuras y peripecias y crímenes que se desarrollan en cientos de páginas, como si la presencia del sol en el cielo durante tan largas horas nos “obligara” a “escapar” mediante la lectura del contacto con las altas -y por ello insoportables- dosis de “realidad” que acarrea el dominio absoluto y constante de su diurna e implacable claridad. El final del otoño y el inacabable invierno, mientras tanto, aconsejan el adentrarse, fugaz pero intensamente, en estas miniaturas literarias, por darles un nombre poético, en donde todo, el paso del tiempo y las vicisitudes de las existencias de los personajes pero también sus impulsos y sus reflexiones, la sensibilidad, las emociones, la inteligencia, la vida misma, se nos ofrece de un modo concentrado y pulido, ajustado y preciso, como un diamante de dureza extrema que condensa en su reducida dimensión una energía acumulada durante milenios.
 
Estas notas de brevedad y, por así decirlo, “orfebrería”, aparecen sin duda en Sueños de trenes, la novela, en realidad una nouvelle -su autor, el norteamericano Denis Johnson, hace acompañar su título de la expresión: A novella-, con la que quiero abrir esta serie de sucintas y preciosas maravillas literarias. El libro, en traducción de Javier Calvo, fue publicado en enero de este mismo año por el sello editorial Random House Mondadori.
 
Denis Johnson pasa por ser uno de los grandes escritores norteamericanos de las últimas décadas, elogiado por la crítica en cada una de sus obras, reconocido como maestro por bastantes de sus colegas, venerado como autor de culto en los círculos literarios, premiado reiteradamente con importantes galardones de su país y, en definitiva, “ubicado” por todos los “expertos” en lo más alto del escalafón del particular Olimpo de la literatura de Estados Unidos... Y, pese a todos estos antecedentes -o quizá, en parte, por ellos- confieso que siempre me he resistido a leerlo, aunque los principales de sus libros ya han sido traducidos y publicados en España, entre otros Árbol de humo, Hijo de Jesús, El nombre del mundo o Que nadie se mueva. Y no lo he hecho, no he querido leerlo -con una cierta obstinación que, por fin, ha cedido ante este interesante Sueños de trenes del que hoy, brevemente, voy a hablaros y cuyo benéfico influjo quizá pueda llevarme a adentrarme en alguno de sus otros títulos- porque el modo en que ha sido presentado -sobre todo en las reseñas de los suplementos literarios que habitualmente sigo- me muestra un personaje y una literatura que no encajan demasiado (y eso que mis “tragaderas” en este terreno son enormes, casi ilimitadas) en mis particulares, aunque -como digo- generosas preferencias lectoras. Al repasar, en la preparación de este comentario, algunas críticas publicadas años atrás en diferentes ámbitos periodísticos y culturales me he topado con determinadas “descripciones” de su obra que siendo supuestamente elogiosas operaron en su momento en mí con una potencia disuasoria casi insuperable, provocando un apriorístico y furibundo rechazo y dando razón del porqué de mis prevenciones y reticencias. Gótico californiano, distopía post-apocalíptica, farsa-noir, vodevil de espías, thriller metafísico, Vietnam alucinatorio, road-novel delictiva, yonqui-novela-en-cuentos, fantasmagoría de campus, historia serpenteante con efectos alucinógenos, nihilismo mágico, forman parte de la panoplia de comentarios que se han vertido sobre los libros de Johnson y que, al menos desde mi punto de vista, no invitan precisamente a su lectura, antes bien -y así ha sido mi caso- obligan a rehuirlos para siempre. Si además se nos habla -en una crítica a propósito de Urgencias, uno de los relatos recogidos en Hijo de Jesús, al parecer una de su obras mayores- de uno de los mejores relatos jamás escritos en la lengua inglesa, para añadirse a continuación que es una alucinada road movie que empieza con un hombre que llega a la sala de emergencias de un hospital con un cuchillo en el ojo y acaba con un autoestopista que huye del servicio militar, cerrando el círculo con una última línea demoledora. Dentro de ese círculo, una secuencia de pequeños accidentes atraviesa el universo. Y es un universo fragmentado, pero no en el sentido filosófico, sino porque sus dos protagonistas, dos sanitarios del hospital, han robado un puñado de fármacos y están drogados hasta las trancas, entonces no queda más remedio que concluir que habiendo tantas maravillas como las que permanecen sin abrir en bibliotecas y librerías (incluyendo las estanterías de mi propia casa), no resulta demasiado costoso evitar para siempre tales discutibles “joyas” johnsonianas y ocupar el tiempo en disfrutar de cualquier otra obra maestra presumiblemente menos bizarra y tarantiniana. Aunque también es cierto, dicho sea entre paréntesis, que los referentes con los que se relaciona a nuestro “visionario” autor -Cormac McCarthy, Raymond Carver, Flannery O’Connor, Nathaniel Hawthorne o Herman Melville- son casi todos estimables y muy apreciados por mí (aunque otros, como Bukowski, Richard Thompson o William Burroughs, escritores también citados al hablar de Johnson y que he leído -y mucho, en el caso del primero de ellos-, no me interesan especialmente).
 
Y sin embargo, pese a tan pocos propicios antecedentes, Sueños de trenes es una novelita (publicada inicialmente, en 2002, en las páginas de una revista, y más tarde en alguna antología, para aparecer como libro autónomo en 2011) muy interesante que, más allá de su sencilla trama, de la que ahora os hablaré, permite atisbar genuinos valores -literarios y humanos- en la sencilla historia, insisto, que nos narra. Y ello aunque en su transcurso nos encontremos con una significativa muestra de elementos más o menos “delirantes” que parecen ser marca de la casa de su autor: un jornalero chino que escapa de un apresurado e insensato intento de linchamiento -estamos en la Norteamérica de 1917- escabulléndose de quienes pretenden ultimarlo entre las vigas de un puente ferroviario en una escena -con la que cerraré esta reseña- digna del más reconocible slapstick, hombres que aúllan solitarios en los bosques, perros que disparan a sus dueños, un singular indio kootenai que acabará despedazado por un tren, difuntos que se aparecen, fantasmagóricos, a los vivos, una chica-lobo, el Hombre Más Gordo del Mundo o un joven y extraño artista rural llamado Elvis Presley, entre otros llamativos ejemplos de la singular imaginación de su autor.
 
Sueños de trenes cuenta la historia de Robert Grainier, nacido en 1886 y fallecido en 1968, cortador de árboles en los aserraderos de los bosques vírgenes del Oeste americano y esporádico trabajador en las líneas ferroviarias que abren camino al progreso -los trenes a los que se alude en el título, omnipresentes en el libro, tienen un importante valor simbólico en él, como emblemas del desarrollo y la modernización- en aquellas zonas remotas casi inexploradas y habitadas aún -estamos en los primeros años del pasado siglo- por pueblos indios inexorablemente condenados a la extinción. Un hombre común, pobre y modesto, uno de tantos pobladores de la América profunda y rural, llena de silenciosos granjeros, arriscados cazadores, recios vaqueros, valientes colonos y solitarios leñadores, que ve cómo transcurre su existencia sin que nada excepcional reluzca en su oscura y muy áspera vida. Con orígenes familiares imprecisos o más bien desconocidos, nacido quizá en Utah o tal vez en Canadá, con seis o siete años apareció en Idaho -ni que decir tiene que en un tren, uno de los muchos que puntearán su trayectoria vital- con el nombre de su localidad de destino escrito en el dorso de un recibo de banco sujeto con un imperdible a su pechera. Abandona la escuela muy joven, encadena un trabajo tras otro y, reservado, austero, muy serio y sin especiales ambiciones, permanece relativamente ajeno al mundo hasta que, pasados los treinta años, conoce a Gladys, de la que se enamorará y con la que acabará por casarse, siendo padre de la pequeña Kate al poco tiempo. Un incendio en su casa cuando él está ausente, como siempre ocupado en alguna construcción relacionada con el ferrocarril, acaba años después con la vida de sus dos mujeres, un hecho terrible que aniquilará su mundo y cambiará su existencia de modo radical. En una soledad por momentos casi de anacoreta, vivirá desde entonces su frugal existencia en la cabaña que construye en el lugar en que murieron su esposa y su hija, intentando inútilmente recuperar allí la fugaz felicidad de aquellos días, hasta su muerte -el final de una época, en la metáfora más expresiva del libro- con más de ochenta años, cuando ya consumido por la artritis y el reumatismo parecía haber renunciado a su propósito de una vida colmada de sentido.
 
Y esta vida ordinaria se nos narra con conmovedores momentos de belleza y emoción, aunque, como digo, en todo momento esta sencilla linealidad de una existencia más o menos anodina se ve interrumpida por la aparición de lo misterioso, lo sobrenatural, lo mágico... aunque también lo estrambótico, lo desmesurado o lo absurdamente humorístico, en infinidad de sorprendentes episodios que no quiero desvelar.
 
Emotiva evocación a pequeña escala de la epopeya de los pioneros norteamericanos, sugerente interpretación en tamaño reducido del gran relato fundacional de los Estados Unidos, vigorosa apología de la libertad y la naturaleza salvaje, iluminadora metáfora, como se ha dicho, del fin de una época (Y aquella época desapareció para siempre, son las últimas palabras del libro), Sueños de trenes es una novela estimable cuya lectura os recomiendo.
 
Os dejo, para complementar este comentario, con una canción “ferroviaria” de las varias que sobre el tema escribió Johnny Cash. I've Got A Thing About Trains es una estupenda ilustración musical al universo recogido en el libro.
 
 
En el verano de 1917 Robert Grainier participó en el intento de matar a un jornalero chino al que habían pillado robando, o al menos lo acusaban de haber robado, en los almacenes de la compañía ferroviaria Spokane International, en el corredor septentrional de Idaho.
 
Tres empleados del ferrocarril sujetaron bien fuerte al ladrón y lo arrastraron por el largo terraplén que llevaba al puente que se estaba construyendo dieciséis metros por encima del río Moyea. El chino emitía voluminosas ráfagas de una rápida cantinela. Se bamboleaba y se retorcía como una comadreja metida en un saco, golpeando hacia atrás con el puño que le quedaba libre al hombre que lo iba arrastrando por el cuello. Cuando el grupo pasó frente a él, Grainier, viéndolos en apuros, fue a prestarles su ayuda y se encontró a sí mismo agarrando al culpable por un pie descalzo. El hombre que caminaba por delante de él, el señor Sears de la dirección de la Spokane International, llevaba agarrado casi inútilmente al prisionero por el sobaco y era el único de todos, además del ininteligible chino, que iba hablando mientras todos se las veían y se las deseaban.
 
—¡Muchachos, no tengo ni puñetera idea de cómo vamos a hacer esto!
 
¿Acaso lo tenemos que llevar hasta allí?, tuvo ganas de preguntar Grainier, pero le pareció mejor guardarse el aliento para el forcejeo. A Sears se le escapó la risa, con la cara pálida de fatiga y horror. Todos se desplomaron en el polvo, se levantaron y volvieron a caer, con el chino hablando en jerigonza y aterrándolos a los cuatro hasta el punto de que ya daba igual lo que hubieran tenido en mente inicialmente, ahora sí que era hombre muerto. Ya no les quedaba más opción que tirarlo desde el puente de caballete.
 
Alcanzaron al resto, una cuadrilla de una docena de hombres que estaban descansando al sol, apoyados en sus herramientas, secándose el sudor y contemplando el espectáculo. Grainier aferraba convulsamente el pie calloso del chino, asombrándose de sí mismo, cuando el hombre que llevaba el otro pie lo soltó, se sentó jadeando en el suelo de tierra y recibió una patada en el ojo antes de que Grainier pudiera sujetar la pierna que ahora pataleaba libre.
 
—Ha sido una broma. Una broma —dijo el hombre sentado en la tierra, y al aliado que tenía allí le dijo—: Venga ya, Jel Toomis, dejémoslo correr.
 
—No lo puedo soltar —dijo aquel tal señor Toomis—. ¡Soy el que lo tiene agarrado del cuello!
 
Y se rió mientras una ráfaga de confusión le cruzaba el rostro.
 
—¡Yo lo tengo bien cogido! —dijo Grainier, agarrando con más fuerza en sus brazos los dos pies del pequeño demonio—. ¡Lo tengo yo, al cabrón, y yo me encargo!
 
El grupo de verdugos llegó a la mitad del último tramo de puente completado, veinte metros por encima de los rápidos, y se puso al límite de sus fuerzas para tirar al chino al vacío. Pero él pudo con ellos, se dedicó a aferrarse a sus brazos y piernas y a lloriquear en su jerigonza hasta que de pronto se soltó y se agarró con un brazo a la viga que tenía debajo. Se quitó de encima con facilidad a sus captores, que de todas maneras ya se estaban intentando deshacer de él, y saltó al otro costado, suspendido sobre el abismo y descolgándose con una mano detrás de la otra por la silueta esquelética del tramo siguiente, pasando por encima del río. El compañero del señor Toomis corrió hasta allí, haciendo equilibrios sobre una viga y pisoteándole los dedos al tipo. El chino se fue descolgando de una viga a la siguiente, como si fuera un artista de circo, descendiendo por la estructura de barras entrecruzadas. Un par de trabajadores de la cuadrilla vitorearon su fuga, mientras que otros, aunque no tenían ni idea de por qué lo estaban persiguiendo, gritaron que había que detener al villano. El señor Sears se sacó de la funda que llevaba al cinto un viejo y enorme revólver de pólvora negra de cuatro balas y disparó las cuatro, sin resultado. Para entonces el chino ya se había esfumado.

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