Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 17 de febrero de 2016

PETER HANDKE. ENSAYO SOBRE EL LUGAR SILENCIOSO. HENRY MILLER. LEER EN EL RETRETE
 
Hola, buenas tardes. Un miércoles más sale a vuestro encuentro Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Está semana, mi propuesta surge todavía del impulso que me llevó hace siete días, y a partir de la excusa de la entonces muy reciente celebración del carnaval, a plantear un tema relativamente escabroso, el nada formal del culo, como motivo central de mis sugerencias lectoras. Como quizá recordaréis nuestros más habituales oyentes, las componentes de transgresión, rebeldía, irreverencia y provocación que las carnestolendas llevan consigo afloraron el miércoles pasado -de un modo leve y mitigado, sin excesos para nadie preocupantes- en mi elección de entonces, una muy interesante Breve historia del culo, de Jean-Luc Hennig, peligrosamente colindante -solo a priori- con lo obsceno, lo indecente e incluso, quizá para muchos, no para mí, lo soez, dimensiones que tan comunes son en las celebraciones carnavalescas.
 
Esta vertiente tenuemente escatológica es, pues, del mismo modo, el desencadenante de mi comentario de esta tarde aunque, como comprobaréis en unos minutos, los dos libros cuya lectura quiero aconsejaros se acercan a ese “excrementicio” territorio nada más que de refilón y de un modo tangencial e indirecto. Se trata, en primer lugar, de Ensayo sobre el Lugar Silencioso -siendo el cuarto de baño el Lugar Silencioso, así, con mayúsculas iniciales, por razones que luego explicaré-, un enjundioso, nada convencional y filosófico texto de Peter Handke publicado por Alianza Editorial el pasado 2015 en traducción de Eustaquio Barjau. Por otro lado, y ubicado también en el espacio del gabinete evacuatorio, aunque con un enfoque muy diferente, quizá pueda interesaros también Leer en el retrete, un muy breve panfleto de Henry Miller que nos ofreció en 2014 la Editorial Navona, con la traducción y un iluminador epílogo de Enrique de Hériz.
 
El origen de Ensayo sobre el Lugar Silencioso se encuentra, como señala su autor en las primeras líneas del libro, en un doble recuerdo personal, literario y cinematográfico. De la ya remota lectura por parte de Handke de la novela Las estrellas miran hacia abajo, de A.J. Cronin, y de la posterior visión de la película de John Ford, Qué verde era mi valle, basada en dicho libro, le queda al escritor austríaco ya adulto un único detalle: uno de los héroes infantiles de la obra -en sus dos versiones- adquiere la costumbre de ir al servicio, sin ninguna necesidad, siempre que está harto de la compañía de los demás, de su familia, de los adultos, de la carga -de la tortura- que le supone la relación con los otros. Alejado del mundo en un retrete sin techo -las estrellas le miran desde arriba- se entrega al silencio y a la introspección.
 
A partir de esa historia rememorada, Handke construye la suya propia, evocando, en el librito del que ahora os hablo, los váteres de su vida, que se inician en los de su infancia, los de la casa de su abuelo, y se prolongan en decenas de escenarios similares de los que nos dará cuenta en las escasas cien páginas -y en un formato mínimo (12.50 x 20)- de su ensayo. El Lugar Silencioso es el término, se nos explica en las páginas iniciales, con que en alemán se alude -metafóricamente- al servicio. En el texto, la presencia de las mayúsculas subrayará esta acepción simbólica y eufemística, prescindiéndose de ellas -el mero lugar silencioso- cuando el sintagma se usa en sentido literal.
 
Con su habitual estilo digresivo y algo premioso, lleno de puntualizaciones y matices, rico en derivaciones y circunloquios, abundante en sutilezas y gradaciones, pródigo en preguntas y objeciones y reparos, como si su pensamiento -y por tanto su prosa- se hallara en un estado de duda permanente, de cuestionamiento, o al menos de titubeo o prudencia o indecisión o examen o cauteloso análisis, en una prosa filosófica fluida y sin embargo densa, Handke recorre en el libro numerosos de esos espacios de “la deposición”, enfatizando en todos ellos las variables que habitualmente conllevan de silencio, quietud, sosiego, reposo, tranquilidad, retiro, observación, conciencia y hasta meditación. Pero esos rasgos no son los únicos que lo guían en su espiritual periplo, los lugares que son silenciosos -escribe- no me han servido únicamente de refugio, de asilo, de escondite, de protección, de cueva de eremita. Es verdad que en parte lo fueron siempre. Pero también desde siempre, fueron al mismo tiempo algo completamente distinto. Precisamente esta diferencia radical, este mucho más es lo que me ha llevado a escribir este ensayo.
 
Peter Handke empieza a escribir su libro en algún lugar de Francia situado a medio camino de París y Normandía, entre la segunda semana de diciembre y el fin de año de 2011, el período del que se dice que es el más oscuro del año. Antes y después de la actividad de escritura de las notas que darían lugar a su texto, camina de un lado para otro, sin propósito definido, por bosques y campos, por senderos y carreteras, chapoteando en caminos enfangados, deslumbrado por las repentinas apariciones de un brillante sol cegador, vagando sin apenas contacto con seres humanos, reconociendo asombrado la inmensa variedad de animales que le “asaltan” por doquier, envuelto en una atmósfera solitaria e introspectiva, propiciadora del silencio y la contemplación.
 
Sus reflexiones giran sobre el acto de mirar y el de escuchar, sobre la huida y el refugio, sobre el aislamiento y el grupo, sobre el asilo, el silencio en el ruido o la luz. Todos estos temas surgen, impregnándolas de un intenso “aroma filosófico”, en las descripciones de los distintos lugares del silencio, metafóricos y reales: el confesonario, la enfermería, los servicios de las estaciones de tren, los cobertizos de herramientas, una cochera, las iglesias, los cementerios, los templos japoneses, los retretes de las cárceles, los de las celdas de los condenados a muerte, los peculiares retretes de los astronautas, los servicios miserables y los de lujo. Hay también breves comentarios en relación a los escasos libros sobre los cuartos de baño, o sobre las fotos que él mismo hace de los escusados a lo largo del mundo, en Central Park y Copacabana, en Alaska y los Balcanes. Un episodio acaecido en su juventud en el baño de la facultad, una hilarante -en la medida en que el término es aceptable en la contenida y siempre severa prosa del autor- peripecia allí vivida le permite hablar de sus temas favoritos, el del doble o la indagación sobre el yo y la identidad, tan presentes en su obra literaria y tan frecuentes también en su traslación cinematográfica (recuerdo -y hace ya cuarenta años de ello- las primeras películas de Wim Wenders, El miedo del portero ante el penalti, Falso movimiento o la posterior El cielo sobre Berlín, basadas en sendas novelas del austríaco; o La mujer zurda, del propio Handke, que, pese a su solipsismo y melancolía -o quizá por ello- me entusiasmaron en su momento). En general, muchos de estos lugares mencionados en el libro reaparecen una y otra vez en el resto de su obra, notablemente marcada por el silencio y la soledad.
 
En ocasiones, la penetrante mirada del autor se detiene, minuciosa, en diversos detalles de los baños, los recortes del semanario Vestnik, siempre en esloveno, utilizados como papel higiénico en el sórdido cobertizo de madera que albergaba el mísero pozo que oficiaba de retrete en los días de la infancia, en la casa del abuelo, los espejos, los lavabos, las quemaduras de los cigarrillos en las cisternas y sanitarios, la geometría de los baños, la de la tapa del asiento, la del zócalo, la de los asientos, la de la cisterna y la de los botones que hay que apretar, la de los tubos, la de los grifos.
 
Hay, igualmente, una ligera labor de indagación o pesquisa o trivial encuesta sin especiales pretensiones sociológicas, y así se nos informa de sus entrevistas con propios y extraños a los que pregunta por el recurrente tema, con una pauta común en todas las respuestas, y es que sea quien sea su interlocutor, estas narraciones fragmentarias sobre los Lugares Silenciosos ocurrían en el pasado remoto, y no tanto en la infancia como en la juventud o en la adolescencia, en una sugestiva vertiente del asunto estudiado.
 
Dos imágenes significativas -y con ellas cierro el comentario- le asaltan mientras escribe el libro y se constituyen, en cierto modo, en su emblema: La primera, sobrecogedora, la de Aquella niña que en la primavera de mil novecientos noventa y nueve, durante la guerra en la que Europa occidental bombardeó la República Federal de Yugoslavia, al atardecer, casi de noche, fue al servicio de la casa de alquiler en la que vivía, en la ciudad de Batajnica, al noreste de Belgrado, y allí -cuando, por lo menos en la noche en cuestión, todos los habitantes de la ciudad y de la casa salieron ilesos- murió por la esquirla de una bomba que atravesó la pared del váter. La segunda, con tintes oníricos, algo inquietante y sin embargo bellísima: un hombre, en alguna parte, en una enorme casa de congresos, entra por error en un servicio de señoras y se encuentra allí con una bella desconocida -¿o es al revés, que la mujer se equivoca y entra en un servicio de hombres?-. Como sea, allí no se llega a practicar sexo (¿o cómo se le llama a esto?), sino que del encuentro de los dos en el Lugar Silencioso va surgiendo, poco a poco y con grandes dificultades, el gran amor.
 
Sin tiempo apenas para comentar el segundo de los libros que hoy os recomiendo, adelanto ahora tan solo unas breves y muy genéricas palabras sobre su planteamiento y os remito al significativo texto -que abre el libro y cierra esta reseña- en el que se describe muy convenientemente el enfoque de partida de la obra y el singularísimo punto de vista de quien lo firma.
 
Leer en el retrete nos muestra parte de la apasionada biografía lectora de su autor, el novelista Henry Miller, presentada bajo la forma de un formidable alegato en favor de la lectura y, consiguientemente -desde la lógica del escritor-, en contra del a su juicio funesto hábito de la lectura en el baño. ¿Acaso para ahorrar tiempo se te ocurriría comer y beber sentado en el excusado?, se pregunta. Pues en el mismo sentido, ¿por qué banalizar la lectura, convertirla en un acto intrascendente, irrelevante, superficial, un mero “matar el rato”, una simple distracción, un inane expediente para huir de uno mismo, temerosos todos, quizá, de ese encuentro íntimo con las honduras de nuestra alma y nuestro pensamiento, incapaces de la soledad y el sosiego, de la introspección y la conciencia, ni siquiera en los cortos minutos que pasamos en el baño? Partiendo de ese enfoque, Miller defiende la intensidad del acto lector, enumerando las razones por las que la lectura resulta indispensable y merecedora de una apasionada y casi incondicional u concentrada y muy devota entrega.
 
She came in through de bathroom window, la magnífica canción de los Beatles, que encontramos en su espléndido álbum Abbey Road, ilustra musicalmente, de manera muy adecuada, este comentario.
 
 
Lo que ahora, mientras estaba escribiendo estas notas, me he estado preguntando en secreto me lo pregunto por escrito: mi búsqueda de los Lugares Silenciosos, a lo largo de mi vida, algo así como por todo el mundo, muchas veces, además, sin una especial necesidad, ¿era una expresión, si no de huir del grupo, sí, no obstante, de una aversión al grupo, de un hastío de esta sociabilidad? El hecho de que, estando en medio de los otros, me levantara de repente y me marchara de su compañía, a ser posible doblando varias esquinas y pasando por más de nueve veces treinta escalones: ¿un acto asocial, antisocial? Sí, este es el caso, y lo es a veces de un modo incontestable”. Pero por regla general esto era así, sólo en los primeros momentos, al levantarme de repente y marcharme. Ya durante el trayecto, a ser posible con rodeos, hacia allí, diciendo al mismo tiempo: “¡Nada como ir hacia allí!”, al Lugar Silencioso, la cosa podría llegar a ser de otra manera; la univocidad podía transformarse en plurivocidad. Y además era verdad también que el hecho de cerrar la puerta del servicio fuera una sola cosa con un gran suspiro: ¡Al fin solo!”.
 
Pero, por otra parte, ¿cómo podía ser que, siendo como era el silencio del lugar una bendición, el efecto del silencio fuera, no obstante, más intenso cuando iba acompañado por ruidos del mundo exterior, del viento, de un río que pasaba por delante la ventana, de trenes, de grandes camiones, de tranvías, incluso de sirenas de coches de policía o de ambulancias? ¿Y que tal vez cuando mayor era su efecto era cuando, desde lejos, a modo de fondo, se oía el ruido de la gente y sobre todo del espacio del cual yo acababa de salir corriendo? Casi siempre -no siempre-, allí, en el lejano Lugar Silencioso, el ruido, las carcajadas, la confusión de voces, al atravesar muros, tabiques, puertas, al llegar a mis oídos, se convertían en algo, si no exactamente sonoro, sí, no obstante, en algo que al oírlo me llevaba a pensar en mi casa, y -no siempre-, después de un tiempo, que a la vez yo prolongaba más de los debido y trataba de saborear desde cada Lugar Silencioso, gracias a él y debido a él, me entraban ganas de volver con los otros, con mi gente, incluso cuando no eran mi gente, al estrépito, a los ruidos, al infinito fragor -que Dios nos lo dé- de los espacios habitados.
 
Incluso aquel tiempo de los Lugares Silenciosos que yo “superaba” -en el fútbol se llama a esto “tiempo de descuento”-, en el curso de los años y de las décadas después de mi estancia en Japón, lo empleaba para “estudios sociológicos”. Con ello no estoy pensando en las inscripciones, los dibujos y demás que hay en los retretes. De vez en cuando los leías, ¿cómo no?, y tomaba nota de ellos. No obstante, observarlos y abismarse en ellos no era y no es lo mío. Sin embargo, en los Lugares Silenciosos -no los privados, con las tonterías y horteradas en definitivamente más o menos divertidas que había allí, sino en los públicos o semipúblicos-, llegaba una y otra vez a la contemplación, a la observación y, al final, a meditar, a fantasear y a imaginar.
 
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Hay un asunto relacionado con la lectura de libros sobre el que, en mi opinión, merece la pena reflexionar, puesto que afecta a un hábito de práctica común y acerca del cual, hasta donde yo sé, se ha escrito poco. Me refiero a leer en el retrete. En mi juventud, en busca de un lugar reservado donde devorar los clásicos prohibidos, a veces recurría al retrete. Desde ese período juvenil, nunca he vuelto a leer allí. Si necesito paz y tranquilidad, agarro mi libro y me lo llevo al bosque. No conozco mejor lugar para leer un buen libro que el corazón de un bosque. A poder ser, junto a un arroyo.
 
Oigo de inmediato las objeciones: "¡Es que no todos tenemos esa suerte! Hemos de ir a trabajar, viajamos de un lado a otro en tranvías, autobuses, metros atiborrados; no tenemos ni un minuto para nosotros!" Yo también fui un "currante" hasta los treinta y tres años. Y fue en esa etapa primeriza cuando más leí. Siempre leía en circunstancias difíciles. Recuerdo que una vez me despidieron porque me pillaron leyendo a Nietzsche cuando tenía que corregir un catálogo de venta por correo, porque a eso me dedicaba entonces. Ahora que lo pienso, fue una suerte que me despidieran. ¿Acaso no ha tenido mucha más importancia en mi vida Nietzsche que el conocimiento del negocio de la venta por correo.
 
Durante cuatro años enteros, en mis idas y venidas a las oficinas de la Everlasting Portland Cement Co., leí los libros más sesudos. Leía de pie, apretujado entre viajeros como yo. Y durante aquellos viajes en la E1 no me limitaba a leer, llegaba a aprenderme de memoria largos fragmentos de aquellos libros tan, tan sesudos. Como mínimo, fue una práctica valiosa del arte de la concentración. En aquel trabajo solía quedarme hasta bien entrada la noche, a menudo sin haber comido y no porque quisiera aprovechar la hora del almuerzo para leer, sino porque no tenía con qué pagarme la comida. Por la tarde, en cuanto lograba zamparme algo, me largaba con mis amigos. Durante aquellos años, y muchos que vendrían después, no solía dormir más de cuatro o cinco horas por noche. Y sin embargo devoré un montón de lecturas. Además, repito, leí los libros que -al menos, para mí- resultaban más difíciles. No los fáciles. Nunca leía para matar el rato. Casi nunca leía en la cama, salvo que me encontrara mal o me diera por fingir una enfermedad para disfrutar de un corto asueto. Cuando miro hacia atrás me parece que siempre estaba leyendo en posturas incómodas. (Así es, según he descubierto, como escriben la mayoría de escritores y como pintan los pintores.) Pero la lectura lo impregnaba todo. La conclusión, si hace falta subrayarla, es que cuando me daba por leer lo hacía con toda la atención y ponía en el empeño todas mis facultades. Igual que si me daba por jugar.
 
De vez en cuando me iba por la tarde a leer a alguna biblioteca. Era como ocupar un asiento en el cielo. A menudo, al salir de la biblioteca me preguntaba: "¿Por qué no lo haces con más frecuencia?" La respuesta, claro, era que se me interponía la vida. A menudo hablamos de "la vida" cuando nos queremos referir al placer, o a cualquier distracción ligera.
 
Según he podido atisbar en las charlas con los amigos íntimos, la mayor parte del tiempo que dedican a leer en el retrete se ocupa en lecturas intrascendentes. Almanaques, revistas ilustradas, series, historias de detectives, thrillers, meros flecos de la literatura, eso es lo que la gente se lleva al cuarto de baño para leer. Según me cuentan, algunos incluso tienen allí una estantería. El material de lectura les espera allí, por así decirlo, como en la sala de espera del dentista. Me parece asombrosa la avidez con que la gente repasa el "material de lectura", que así lo llaman, amontonado en altas pilas en las salas de espera de los distintos profesionales. ¿Será para mantener alejado de su mente el suplicio que se les avecina? ¿Para compensar el tiempo perdido? ¿Para ponerse al día, como suelen decir, con los asuntos públicos? O sea, con la guerra, los accidentes, la guerra de nuevo, los desastres, más guerra, asesinatos, guerra otra vez, suicidios, de nuevo guerra, atracos a bancos, guerra y más guerra, fría o caliente. Sin ninguna duda, se trata de los mismos individuos que dejan la radio encendida la mayor parte del día y de la noche, los que van con la mayor frecuencia posible al cine -donde se renuevan las noticias, los asuntos públicos-, los que compran televisores a sus hijos. ¡Todo por el bien de la información! Y sin embargo, ¿aprenden algo que de verdad merezca la pena saberse sobre esos asuntos de tan terrible importancia, esas noticias que sacuden al mundo?
 
La gente podrá insistir en que devora los periódicos, o pega las orejas a la radio (a veces, ambas actividades a la vez) para estar al corriente de las cosas del mundo, pero se trata de un mero engaño. Lo cierto es que en cuanto esos lamentables individuos dejan de estar activos, en cuanto no están ocupados, toman conciencia de un vacío interior abrumador y mareante. Da lo mismo, francamente, la clase de paparrucha que los alimente, siempre y cuando les sirva para ahorrarles un enfrentamiento con ellos mismos. Meditar de verdad acerca de los asuntos del día, o incluso acerca de los problemas personales, es lo último que desea hacer un individuo normal.
 
Incluso en el retrete, donde no parecería demasiado necesario hacer ni pensar nada, donde al menos una vez al día uno puede estar a solas consigo mismo y donde lo que ha de ocurrir responde a un mero automatismo, incluso ese momento de bendición, porque se trata de una bendición por menor que parezca, debe romperse por medio de la concentración en el texto impreso. Cada uno, supongo, tendrá su material de lectura favorito para la intimidad del retrete. Hay quien se adentra en novelas largas, otros leerán tan sólo la basura más blandengue y ligera. Y otros, sin duda, se limitarán a pasar las páginas y soñar. Me pregunto qué soñará esa gente. ¿Qué matices tiñen sus sueños? Algunas madres afirmarán que sólo pueden leer en el retrete. ¡Pobres madres! Qué dura es la vida para vosotras en estos tiempos. Y sin embargo, comparadas con la que vivían las madres de hace cincuenta años, vuestras oportunidades para alcanzar un desarrollo propio se han multiplicado por mil.
 
Con el arsenal completo de aparatos que permiten ahorrar tiempo disponéis de unas facilidades que ni siquiera tuvieron las antiguas emperatrices. Si de verdad lo que queríais ahorrar comprando todos esos cacharros era tiempo, fuisteis víctimas de un engaño cruel. ¡Están los niños, claro! Cuando fallan todas las demás excusas, siempre quedan... ¡los niños! Tenéis parvularios, parques, niñeras y sabe Dios qué más. Los críos hacen la siesta después de comer y por la noche los acostáis lo antes posible, siempre de acuerdo con los métodos "modernos" convenidos. En pocas palabras, tenéis con vuestros pequeños el menor trato posible. Los elimináis, igual que las odiosas tareas domésticas. Todo en nombre de la ciencia y la eficacia. ("Français, encore un tout petit effort...!") Sí, queridas madres, ya sabemos que por mucho que hagáis siempre queda algo más por hacer. Es cierto que vuestro trabajo no termina nunca. Me pregunto si a alguien le ocurre lo contrario. ¿Descansa alguien al llegar el séptimo día, aparte de Dios? ¿Quién contempla su trabajo cuando ya le ha puesto fin y lo encuentra satisfactorio? Al parecer, sólo el Creador. A veces me pregunto si esas madres tan concienzudas que siempre se están quejando de que su trabajo nunca termina (una manera paradójica de alabarse a sí mismas), me pregunto, digo, si se habrán parado a pensar en la posibilidad de no llevarse al retrete el material de lectura, sino esas faenillas pendientes. O, por decirlo de otro modo, si alguna vez se les ha ocurrido, me pregunto, quedarse sentadas y meditar acerca de su infortunio durante esos preciosos instantes de intimidad absoluta. ¿Aprovecharán alguno de esos momentos para pedir al Señor fuerza y coraje para avanzar por el sendero de los mártires?

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