Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 6 de abril de 2016

FRANZ-OLIVIER GIESBERT. LA COCINERA DE HIMMLER
 
No soporto a la gente que se queja. El problema es que el mundo está lleno. Por eso tengo un problema con la gente.
En el pasado podría haberme quejado en muchas ocasiones, pero siempre me he resistido a practicar algo que ha convertido el mundo en un coro de plañideras.
Al final, la única cosa que nos separa de los animales no es la conciencia que estúpidamente les negamos, sino esa tendencia a la autocompasión que deja a la humanidad por los suelos. ¿Cómo podemos dejarnos llevar por ella mientras recibimos la llamada de la naturaleza, del sol y de la tierra?
Hasta mi último aliento, e incluso después, no creeré en nada salvo en las fuerzas del amor, de la risa y de la venganza. Son ellas las que han guiado mis pasos durante más de un siglo, a través de la desgracia, y francamente, nunca he tenido que arrepentirme, ni siquiera hoy, cuando mi viejo cuerpo me está fallando y me dispongo a entrar en la tumba.
Debo decirles en primer lugar que no tengo nada de víctima. Por supuesto estoy, como todo el mundo, en contra de la pena de muerte. Salvo si soy yo quien la aplica. Y la he aplicado alguna vez, en el pasado, tanto para hacer justicia como para sentirme mejor. Nunca me he arrepentido.
Mientras tanto, no acepto dejarme pisotear, ni siquiera donde vivo, en Marsella, donde la chusma pretende imponer sus leyes. El último que lo intentó, y lo terminó pagando, fue un raterillo que se suele mover en las colas que, en temporada alta, no lejos de mi restaurante, se forman delante de los barcos que realizan el trayecto a las islas de If y Frioul. Se dedica a vaciar bolsos y bolsillos de los turistas. A veces da algún tirón. Es un chico guapo, de andar elástico, con la capacidad de aceleración de un campeón olímpico. Lo llamo «el guepardo». La policía diría que es de «tipo magrebí», pero yo no pondría la mano en el fuego.
A mí me parece más bien un niño pijo que se ha desviado del buen camino. Un día que fui a comprar pescado al muelle, nuestras miradas se cruzaron. Es posible que me equivoque, pero no vi en la suya más que la desesperación de alguien que lo está pasando mal después de haber perdido, por pereza o fatalidad, su condición de niño mimado.
Una noche me siguió después de cerrar el restaurante. Ya es mala suerte, para una vez que vuelvo a casa a pie. Eran casi las doce, el viento era tan fuerte que parecía que los barcos iban a echarse a volar y no había un alma en la calle. Las condiciones perfectas para un asalto. A la altura de la place aux Huiles, cuando vi con el rabillo del ojo que se me iba a echar encima, me volví bruscamente y le planté delante de sus narices mi Glock 17. Diecisiete balas del calibre 9 mm, una pequeña maravilla. Empecé a gritarle:
-¿No tienes nada mejor que hacer que atracar a una centenaria, gilipollas?
-Pero si yo no he hecho nada, señora, no quería hacerle nada, se lo juro.
No paraba quieto. Parecía una niña saltando a la comba.
-Por regla general -le dije-, un tipo que jura es siempre culpable.
-Se equivoca, señora. Sólo estaba dando un paseo.
-Escucha, mentecato. Con este viento, si disparo nadie lo va a oír. Así que no tienes elección: si quieres seguir con vida, ahora mismo me das la bolsa con toda la mierda que has robado hoy. Se la daré a alguien que lo necesite.
Le apunté con mi Glock como si fuese un índice:
-Y que no te vuelva a pillar. En caso contrario, prefiero no pensar en lo que te pasará. ¡Vamos, lárgate!
Tiró su bolsa y se marchó corriendo y gritando, cuando ya estaba a una distancia respetable:
-¡Vieja loca! ¡No eres más que una vieja loca!
Luego me dediqué a repartir el contenido de la bolsa -relojes, pulseras, móviles y carteras- entre los mendigos que se acurrucaban en pequeños grupos a lo largo del cours d’Estienne-d’Orves, no lejos de allí. Me lo agradecieron con una mezcla de miedo y asombro. Uno de ellos sugirió que estaba chiflada. Le respondí que eso ya me lo habían dicho.
Al día siguiente, el dueño del bar de al lado me previno: esa misma noche había habido otro atraco en la place aux Huiles. Esta vez la culpable era una anciana. No entendió por qué me eché a reír.
 
 
Hola, buenas tardes, bienvenidos a Todos los libros un libro. La anciana que habla en el desternillante texto que acabo de leeros como introducción a mi reseña de esta tarde es Rouzane Robarts -o Rose Zhongling- la protagonista principal de La cocinera de Himmler, la estimable novela de Franz-Olivier Giesbert, un escritor y periodista francés aunque nacido en Estados Unidos, un importante personaje en el panorama cultural del país vecino con una destacada presencia en su vida política, social, literaria y, en general, mediática. El libro apareció en 2013 en la editorial Alfaguara en traducción de Juan Carlos Durán Romero.
 
“Nuestra” Rose es una muy singular mujer que cuenta ciento cinco años (A punto de cumplir ciento cinco años, no me queda más que un hilo de voz, cinco dientes hábiles, una cara de búho, y no huelo precisamente a rosas) en el presente desde el que se narra la acción y que, nacida en 1907, ha disfrutado (aunque el verbo es, en su caso, limitado e inexacto, pues deja fuera las muchas ocasiones de sufrimiento y dolor padecidos en su vida) de una existencia que corre en paralelo con el siglo XX, de cuyos principales acontecimientos ha sido afortunada (y de nuevo el término puede objetarse) testigo. Había vivido, hasta el tuétano de mis huesos, -nos dice- lo que puede considerarse sin temor a equivocarse uno de los períodos más terribles de la historia de la humanidad: el siglo de los asesinos.
 
Estamos ante una mujer muy singular -tal y como queda de manifiesto en el prólogo del libro, que encabeza este comentario-, muy decidida, con rasgos de un carácter muy fuerte, con una personalidad arrebatadora. Vitalista, sincera, extremadamente lúcida, deslenguada, atrevida, su larga y muy vivida trayectoria vital, surcada de acontecimientos notables, de episodios extremos, de experiencias apasionantes, de emociones profundas, de amores intensos, de odios furibundos, de encuentros deslumbrantes, de desgracias sin cuento, la han hecho escéptica y a la vez capaz de ilusionarse, descreída pero también entregada y activa, inevitablemente cansada pero también rebelde y sensible y enamorada. Lo que nos mantiene en pie son nuestras locuras, señala en un momento de la novela, y así, exaltada y excéntrica, se mantiene rebasados los cien años.
 
Rose atraviesa el siglo XX en contacto con todos los grandes momentos y los principales personajes históricos de una época convulsa, en un recorrido personal que acaba encadenándose con esos hechos decisivos del acontecer de la humanidad en un siglo repleto de ellos (El día de mi nacimiento, los tres personajes que iban a arrasar la humanidad ya estaban en este mundo: Hitler tenía dieciocho años, Stalin, veintiocho, y Mao, trece. Había caído en el siglo equivocado: el suyo). Una imbricación que se produce de una manera algo forzada, -a mi juicio la principal objeción que puede hacerse al libro-, en una opción un punto artificiosa del autor que se traduce en una estructura algo superficial, algo “maquinal” de la obra: los episodios biográficos de la protagonista se suceden, ligeros, casi con la única finalidad de llenar etapas, de cubrir fechas, de cerrar hitos históricos, de enlazar referencias. Rose nace en Kovata, cerca de Trebisonda, Armenia, al borde del Mar Negro, en 1907. Y nace -en una circunstancia premonitoria de lo excepcional de su desarrollo futuro- con su madre subida a un árbol: la hija del cerezo, como ella misma se define. Pocos años después, los fanáticos de Unión y Progreso, el partido revolucionario de los Jóvenes Turcos que aboga por la "turquificación" de los armenios, asesinan a sus padres. Ella logra escapar escondida en una carreta llena de estiércol, respirando entre el fétido magma gracias a unos tallos de junco. Con tan sólo ocho años nos la encontramos en el harén de Salim Bey, precisamente una de las eminencias del Comité de Unión y Progreso, que la inicia en degradantes experiencias sexuales y la “cede”, tras dos años de “uso” continuo aunque mitigado por una relativa “amabilidad”, a Nazim Enver, obeso y cincuentón, que la viola reiterada y despiadadamente. Con sólo diez años, e indeleblemente marcada, forzosamente curtida por esta sucesión de experiencias extremas, reaparece en Marsella, acogida al manto “protector” de Chapacán I, un “rey” mafioso, un capo de los burdeles, dueño de los sinuosos mundos de la prostitución, la mendicidad, el robo, el juego y el tráfico de drogas. Huye, perseguida por los mafiosos, y encuentra un cierto calor humano, primero en el hogar de Bernabé Bartavelle, dueño de un restaurante, que la inicia en los secretos de la cocina, y más adelante en una granja en Sainte-Tulle, en donde Escipion y Emma Lampereur, los granjeros, le transmiten la calidez de la familia, los valores y el amor. Allí conoce a Gabriel Beaucaire, el rey de las pinzas Burdizzo, con las que diestramente castra -ese es su oficio- a las ovejas, y del que se enamora. Marcha a París, donde, con Gabriel, desempeñan el papel de “negros” de Alfred Bournissard, escribiendo para él ensayos sobre Édouard Drumont, un furibundo antisemita que fascinó en el primer tercio del siglo pasado a no pocos intelectuales franceses. Y abre su primer restaurante en París, en 1926, La Petite Provence, frecuentado por todos los intelectuales de la época. Y participa en infinidad de episodios del mundo de los colaboracionistas y de la resistencia, y asiste impotente a la persecución de su marido, presuntamente judío, a su desaparición y a la muerte de sus hijos en un campo de concentración. Y aparecen Sartre y Simone de Beauvoir, a los que frecuenta. Y seduce a Himmler, que la convierte en su cocinera y amante sui generis, y llega a conocer, en un encuentro hilarante, al mismo Hitler. Los nazis la nombran, por sus conocimientos culinarios y dietéticos, coordinadora de la investigación en el centro de estudios de la nutrición, en Salzburgo, y en el laboratorio de cosméticos y cuidados del cuerpo, en Dachau. Y huye de la derrota nazi, llegando a Nueva York, en donde vuelve a contraer matrimonio, y arriba al Pekín de la revolución maoista en 1955, con una nueva boda. Y toda esta apasionante historia se narra desde la Marsella de 2012, en donde se ambienta la primera “escena” con la que he abierto mi comentario de esta tarde, una Marsella, multicultural y moderna, mediterránea y canalla, en la que la anciana Rose se acerca a la muerte entre recuerdos del implacable pasado, vivencias de un pese a todo satisfactorio presente, y anhelos de un improbable futuro.
 
Rose ha fundamentado esta excepcional existencia en unos escogidos placeres simultáneos, algunos de los cuales confiesa abiertamente: Cuando me preguntó cuáles eran mis aficiones, respondí: Dios, el amor, la cocina y la literatura, dice. Y así, nuestra protagonista se recrea en la demorada venganza (Aunque la venganza viole el código civil y los preceptos religiosos, es un placer del que me parece estúpido privarme. Cuando se consuma, procura, como el amor, un alivio interior. A decir verdad, es la mejor forma de encontrarse en paz con una misma y con el mundo) que la lleva a ir acabando, sin prisa pero implacablemente, con quienes la han dañado en su vida; permanece atrapada en el recuerdo de sus muertos, evocados de continuo (su primer marido Gabriel, sus hijitos, Édouard y Garance, sus padres… desaparecidos todos a causa de los diversos horrores y de la barbarie que inundaron el siglo); se entrega a los deleites del amor (desde el primero, romántico e inocente, con el niño Mustafá, pasando por el de sus diversos maridos, el mencionado Gabriel, Frankie Robarts, el gordo esposo americano, Liu, con el que se casará en China y que le dará su definitivo apellido, incluyendo el de diversos protectores que la acogen a lo largo de su vida, o el del fogoso amante Gilbert Jeanson-Brossard, o el del mismo Heinrich Himmler y otros jerarcas nazis e incluso el sensual goce que le proporciona Kady, la camarera maliense, con la que intima siendo Rose ya sexagenaria); disfruta del encantamiento de los libros (en la novela se citan como lecturas de la anciana a lo largo de su vida Los miserables y Huckleberry Finn, David Copperfield y La isla del tesoro, diversas obras de los mencionados Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, a los que llega a conocer, y otras de Albert Camus, Althusser y muchos más literatos franceses, singularmente Pascal, cuyos Pensamientos la acompañan siempre); y, claro, saborea los encantos de la cocina, estando el libro trufado -nunca mejor dicho- de recetas de diversos platos -que se recogen en un apetitoso apéndice final- que Rose, la cocinera de Himmler, tiene ocasión de ir preparando a lo largo de su vida, tanto en su ámbito familiar como al frente de los diversos restaurantes que dirige: el ya citado La Petite Provence, en París y Marsella, el Frenchy’s en Chicago.
 
Y además, su espíritu decidido la lleva también -en una vida, como he señalado, muy colmada y fecunda- a estudiar fitoterapia, a crear su propia marca de pastillas para estar en forma o para dormir, a dar clases particulares de alemán, inglés e italiano, e incluso, ya anciana, a adentrase en los misterios de Internet, en donde, como declara, continúo castigando la red bajo el seudónimo rozz-corazonsolitario. Y añade: multitud de internautas acceden cada día a mi cuenta, donde expreso mi opinión sobre la actualidad de los famosos o mi pena de vivir sola desgranando una sarta de estupideces propias de una gata en celo. Con algunos de esos desconocidos virtuales, septuagenarios muchos de ellos, acaba manteniendo encuentros en los que, atrevida y segura, humilla y ahuyenta a sus interlocutores.
 
Una mujer singular, he escrito, y más cuando conocemos, ya al final del libro, los principios, los siete mandamientos que la han inspirado en su agitado recorrido vital: Vivid cada día como si fuese el último. Olvidadlo todo pero no perdonéis nada. Vengaos los unos de los otros. Desconfiad del amor: se sabe cómo se entra pero no cómo se sale. No dejéis nunca nada en vuestro vaso, ni en vuestro plato, ni a vuestra espalda. No dudéis en caminar contra corriente, sólo los peces muertos la siguen. Moríos vivos. Y aún un octavo: Dejad a un lado vuestro amor propio. Si no, nunca conoceréis el amor.
 
Esta mujer única decide, en el ocaso de su vida, dar cuenta de su deslumbrante -magnífica y también terrible- peripecia vital. Consciente de que sin el recuerdo en los demás nuestra vida está -a su término- condenada al fracaso (Una de las cosas que se comprenden a una edad tan avanzada como la mía es que la gente está mucho más viva dentro de una después de muerta. Por eso morir no es desaparecer sino, al contrario, renacer en la mente de los demás), decide escribir un libro, el que nosotros leemos, narrado en primera e individualísima persona: cuando una piensa que se va a morir y no hay nadie que la acompañe, ni siquiera un gato o un perro, no hay más que una solución: volverse interesante. Decidí escribir mis “Memorias” (…) un libro para celebrar el amor y para prevenir a la humanidad de los peligros que corre, para que no viva jamás lo que yo he vivido. Porque, más allá del interés narrativo de la novelesca historia de Rose, uno de los propósitos del autor, de un Franz-Olivier Giesbert que habla por boca de su personaje, es denunciar los excesos -los horrores- de una humanidad desquiciada y atroz, abominable y cruel, bárbara y profundamente salvaje, capaz de provocar, en su locura ciega y culpable, 231 millones de muertos -en datos del instituto holandés Clingendael, especializado en relaciones internacionales y citado en el libro- provocados por conflictos, guerras y genocidios en ese siglo XX que no paró de rebasar todos los límites de lo abyecto. Hace mucho tiempo intenté avisar a la humanidad -escribe Rose- contra las tres lacras de nuestra era: el nihilismo, la codicia y la buena conciencia, que le han hecho perder la razón. Una era que ha vivido -y ello se recoge también en el libro- el exterminio de judíos, armenios -más de un millón de armenios "suprimidos" entre 1915 y 1916-, tutsis, innumerables matanzas de comunistas y anticomunistas, de fascistas y antifascistas, y hambrunas políticas en la Unión Soviética, en la China Popular, en Corea del Norte, y sesenta o setenta millones de víctimas de la Segunda Guerra Mundial, y más masacres en el Congo Belga, en Biafra, en Camboya...
 
Y de este modo, a través de la “adictiva” narración de Rose (el libro se “devora” con fruición), asistimos al relato de los grandes acontecimientos de ese siglo cruel. De lo particular, pues, a lo general, como se refleja en este fragmento del texto: Mi historia -escribe Rose- no es nada, bueno, no mucho: un minúsculo charco en la Historia, ese fango en el que chapoteamos todos y que nos lleva hasta el fondo a lo largo de los siglos. La Historia es una porquería. Me lo ha quitado todo. A mis hijos. A mis padres. A mi gran amor. A mis gatos. No comprendo esa veneración estúpida que inspira al género humano. Estoy muy contenta de que la Historia se haya marchado, ya causó suficientes estragos. Pero sé muy bien que pronto volverá, lo siento en la electricidad del aire y en la negra mirada de la gente. El destino de la especie humana es dejarse llevar por la estupidez y el odio a través de las fosas comunes que las generaciones precedentes han llenado sin descanso. La novela aparece así, plagada de reflexiones del autor acerca de la Historia, el devenir de la humanidad, la naturaleza del ser humano: A nosotros, los seres humanos, nos gusta presumir de especie superior, pero en realidad no somos más que hormigas, como las que observaba en la granja de mis padres y que, obsesionadas por la idea de extender su territorio, se pasaban el tiempo guerreando. Y también: Es imposible escapar de la Historia cuando su rodillo se ha puesto en marcha. Por mucho que hagamos, al final nuestra suerte es la de esas hormigas que huyen e la crecida de las aguas los días de tormenta: más tarde o más temprano son atrapadas por su destino. Y, pese a todo, pese a tanta brutalidad, pese a tanto delirio, pese a tanto dolor, prevalece una visión esperanzada: Incluso si la Historia nos dice lo contrario, hay que creer también en el futuro a pesar del pasado y en Dios a pesar de sus ausencias. Si no, la vida no valdría la pena de ser vivida.
 
En consonancia con esta aspiración de seriedad y hasta de trascendencia -a la que no afecta el enfoque ligero y el tono claramente humorístico de muchos pasajes de la novela-, el libro se cierra con una Pequeña biblioteca del siglo XX que incluye cerca de cincuenta referencias bibliográficas indispensables para un mejor conocimiento de esos acontecimientos destacados de la historia de estos decisivos últimos cien años; libros sobre el genocidio armenio, sobre el estalinismo, el nazismo y el maoísmo, sobre los campos de la muerte, sobre la ocupación alemana en Francia o sobre el siglo XX en general.
 
Una obra, pues, entretenida e interesante, de lectura apacible y fondo inquietante, esta La cocinera de Himmler, escrita por Franz-Olivier Giesbert y editada por Alfaguara, cuya reseña cierro aquí con una referencia musical de las muchas mencionadas en la novela. Que reste-t-il de nos amours?, un clásico de Charles Trenet, cuya letra describe con lírica precisión el acontecer vital de nuestra protagonista.
 

No hay comentarios: