Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 23 de marzo de 2016

WILLA CATHER. MI ÁNTONIA
 
El verano pasado, durante un período de intenso calor, Jim Burden y yo atravesamos Iowa casualmente en el mismo tren. Somos viejos amigos, crecimos juntos en la misma población de Nebraska, y teníamos mucho de que hablar. Mientras el tren recorría interminables kilómetros de campos de trigo maduro, dejando atrás pueblos, pastos cubiertos de flores vistosas y robledales mustios por el sol, nos sentamos en el vagón panorámico, donde la madera estaba caliente al tacto y una gruesa capa de polvo rojo lo cubría todo. El calor y el polvo, el ardiente viento, nos recordaron muchas cosas. Charlábamos sobre lo que significa pasar la infancia en poblaciones como ésas, enterradas entre trigo y maíz, padeciendo los estimulantes extremos del clima: veranos abrasadores en los que la tierra verde y fecunda yace bajo el cielo fulgente, y uno se ahoga casi en vegetación, en el color y el olor de la densa maleza y las cosechas ubérrimas; inviernos borrascosos con poca nieve, cuando la tierra toda queda pelada y gris como una plancha de hierro. Convinimos en que era preciso haber crecido en una pequeña población de la pradera para saber lo que era aquello. Era una especie de francmasonería, dijimos.
 
Aunque tanto Jim Burden como yo vivimos en Nueva York, allí no solemos coincidir. Él es abogado de una de las grandes compañías de ferrocarriles del Este y a menudo pasa semanas enteras lejos de su despacho. Esta es una de las razones por las que apenas nos vemos. Otra razón es que a mí no me gusta su mujer. Es atractiva, vital, enérgica, pero a mí me parece fría e incapaz, por temperamento, de entusiasmarse. Los gustos apacibles de su marido la irritan, creo, y considera que vale la pena desempeñar el papel de mecenas de un grupo de jóvenes pintores y poetas de ideas avanzadas y talento mediocre. Tiene una fortuna propia y vive su propia vida. Por alguna razón, desea seguir siendo la señora de James Burden.
 
En cuanto a Jim, las decepciones no le han hecho cambiar. El carácter romántico, que a menudo le hacía parecer muy divertido cuando era adolescente, ha sido uno de los elementos fundamentales de su éxito. Ama con pasión el gran país que su ferrocarril atraviesa con múltiples ramales. Su fe en él y sus conocimientos sobre él han desempeñado un importante papel en su desarrollo.
 
Durante aquel caluroso día en que atravesábamos Iowa, nuestra conversación volvía una y otra vez a centrarse en una figura crucial, una chica de Bohemia a la que ambos habían conocido hacía mucho tiempo. Ella, más que ninguna persona a la que recordamos, parecía encarnar el país, las condiciones de vida, la aventura de nuestra infancia. Yo le había perdido la pista por completo, pero Jim había vuelto a verla después de muchos años, y había renovado una amistad que significaba mucho para él. Aquel día, sus pensamientos estaban llenos de ella. Hizo que yo también volviera a verla, a notar su presencia, a revivir el antiguo afecto que le tenía.
 
“De vez en cuando me dedico a escribir todo lo que recuerdo sobre Ántonia —me dijo—. En el curso de mis viajes a lo largo y ancho del país, me distraigo con ello en mi compartimento.”
 
Cuando le dije que me gustaría leer su relato, me aseguró que lo leería... si llegaba a terminarlo.
 
Meses mas tarde, en una tempestuosa tarde de invierno, Jim vino a verme a mi apartamento con una carpeta en la mano. Entró en la sala de estar con ella y dijo, mientras se frotaba las manos para calentarlas:
 
“Aquí tienes lo de Ántonia. ¿Todavía quieres leerlo? Lo acabé anoche. No lo he corregido; simplemente me he limitado a escribir todo lo que su nombre me recuerda. Supongo que no tiene forma alguna. Ni tampoco titulo.” Entró en la habitación contigua, se sentó a mi escritorio y escribió en la cara superior de la carpeta la palabra “Ántonia”. La miré un momento con el entrecejo fruncido, luego añadió otra palabra, convirtiéndolo en “Mi Ántonia”. Esto pareció dejarlo satisfecho.
 
 
Hola, buenas tardes. De este significativo modo, con el texto que acabo de leeros, prólogo de mi recomendación de esta tarde, empieza hoy Todos los libros un libro, el espacio que semanalmente os ofrece una sugerencia de lectura que pueda ser de vuestro agrado. Con mi propuesta de este miércoles cerramos la serie que a lo largo del mes de marzo, y con la leve excusa de la celebración, el pasado día 8, del Día Internacional de la Mujer, hemos dedicado a la literatura escrita -y protagonizada- por mujeres. Aunque en el caso del libro del que hoy quiero hablaros caben algunos matices, como luego veremos, a la hora de delimitar sobre quién recae el papel principal de su trama.
 
Mi consejo de hoy se centra en una obra escrita en 1918, un clásico nacido de la pluma de la prolífica y siempre excelente Willa Cather. Se trata de Mi Ántonia (escrito así, con tilde en la primera a, ya que, como se recoge en el libro en nota a pie de página, la Ántonia del título proviene de Bohemia, en la actual República Checa) una espléndida y deliciosa novela publicada hace años en España por la ejemplar Alba Editorial, en traducción de Gema Moral Bartolomé.
 
Jim Burden, la voz narradora del libro, es un niño de diez años cuando, tras la muerte de sus padres, se traslada a Nebraska, a casa de sus abuelos. En un viaje interminable en tren desde Virginia, a través de la gran llanura central de Norteamérica, el pequeño Jimmy coincide en su largo trayecto con una familia de inmigrantes que tienen el mismo destino que el suyo, el remoto pueblo de Black Arrow. Una de las hijas del matrimonio extranjero es Ántonia, que con sólo doce o trece años y unos bonitos ojos castaños, llamará la atención del niño, que iniciará su contacto con ella a los pocos días de su llegada, pues los Shimerda -este es el apellido de la familia bohemia- acabarán por ser sus vecinos, habitando en condiciones de absoluta pero muy digna precariedad una granja cercana a la de los abuelos de Jim.
 
El relato que el Jim Burden adulto entrega a su amigo -tal y como se avanza en el texto con el que he abierto esta reseña- describe con detalle su larga relación con Ántonia, desde este temprano momento inaugural hasta la plena madurez de ambos, cuando casada aquella y con más de diez hijos en su feliz familia rural, recibe la visita de su amigo de la infancia tras muchos años de separación. Se trata, pues, de una narración que casi abarca el tiempo de una vida entera y que transcurre por todas las etapas -infancia, juventud, madurez y los primeros inicios de la vejez- de la de sus dos protagonistas principales, en una “crónica” que partiendo de la segunda mitad del siglo XIX se adentra en los primeros años del XX. Aunque, en realidad, la presencia “objetiva” -digámoslo así- de Ántonia es siempre secundaria y tangencial, pues apenas aparece en la narración más que indirectamente y siempre a través de los ojos de Jim, que en su texto da cuenta en primera persona de su propia existencia, de sus sensaciones, sus experiencias, sus reflexiones, su crecimiento y su acontecer vital, en una biografía en la que, sin embargo, la figura de Ántonia sí tiene un destacado peso espiritual o emocional, más allá de la mayor o menor coincidencia de sus trayectorias, que se desarrollan independientes e incluso ajenas durante muchos lustros. El indudable magnetismo de su amiga de la infancia hará nacer en Jim un vínculo imperecedero con ella, aunque no siempre sea notorio, y la chica -la mujer- será para él una fuente permanente de inspiración (¿Sabes, Ántonia? Desde que me fui, pienso en ti más que en ninguna otra persona de esta parte del mundo. Me habría gustado que fueras mi novia, o mi mujer, o mi madre, o mi hermana… cualquier cosa que una mujer pueda ser para un hombre. La idea que tengo de ti forma parte de mi cerebro; influyes en mis simpatías y antipatías, y en mis gustos, cientos de veces, aunque no me dé cuenta. En verdad, eres parte de mí). Es por ello por lo que, pese a las diferencias -solo en la superficie- con los libros reseñados en las semanas precedentes de marzo en los que la narración se centraba de modo inequívoco en un personaje femenino, pienso que Mi Ántonia participa del mismo espíritu que me ha guiado en estas mis últimas elecciones: creaciones en las que la figura de la mujer, de una mujer singular y excepcional, ocupa el centro de la obra, aunque sea, como en este caso, de manera velada y en la sombra, en un aparente -insisto, solo aparente- segundo plano y al margen de los “focos” que iluminan y destacan la trama principal.
 
Y es que la Ántonia evocada en su nostálgico relato por Jim Burden es, en sus comparecencias episódicas pero sustanciales, una construcción literaria formidable, una mujer enérgica, activa, poderosa, rebosando vigor, seguridad y desenvoltura, fuertemente atractiva, independiente y llena de sensibilidad (todo cuanto explicaba parecía salirle directamente del corazón), muy humana, con algo en su personalidad muy físico y primordial (el cuello se asentaba con solidez sobre los hombros como se erguía el tronco de un árbol sobre la hierba), rezumando una desbordante jovialidad y un estimulante placer por la existencia, una emblemática representación de la fuerza vital que la vuelve inolvidable, como queda de manifiesto en esta descripción que el narrador hace de ella ya en sus días otoñales: Ántonia había sido siempre una de esas personas que graban imágenes en el cerebro que no se desvanecen, que se hacen más vívidas con el tiempo. En mi memoria guardaba una sucesión de tales imágenes, indelebles como las viejas ilustraciones del primer libro de texto: Ántonia golpeando los flancos de mi poni con las piernas desnudas cuando volvimos a casa triunfantes con nuestra serpiente; Ántonia con su chal negro y su gorro de pieles, cuando estaba de pie junto a la tumba de su padre bajo la tormenta de nieve; Ántonia apareciendo en el horizonte con su tiro de caballos de labor a la luz del crepúsculo. Ántonia se prestaba a actitudes humanas inmemoriales, que por instinto reconocemos como universales y verdaderas. No me había equivocado. Ya no era una preciosa muchacha, sino una mujer ajada, pero aún poseía ese algo que inflama la imaginación, aún podía hacer que a uno se le cortara la respiración con una mirada o un gesto que, sin saber cómo, desvelaba el significado de las cosas vulgares. Sólo tenía que encontrarse en el huerto, poner la mano sobre un manzano silvestre y alzar la vista hacia las manzanas, para hacerle sentir a uno la bondad de plantar, cuidar los árboles y, finalmente, recoger los frutos. Todo lo que de fuerte había en su corazón se expresaba mediante su cuerpo, que siempre había sido tan infatigable y generoso en derramar emociones. No era de extrañar que sus hijos caminaran erguidos. Ántonia era una cálida fuente de vida, como los fundadores de las razas primigenias.
 
Esta referencia a esa fuerza originaria y ancestral de Ántonia nos pone en contacto con otro de los ejes del libro, la apasionada y fidedigna crónica de la aventura de los pioneros y de su energía fundadora de los Estados Unidos, del ánimo, la firmeza, el nervio y la fortaleza de unos hombres y mujeres que, desde todos los extremos del mundo -centroeuropa y los países escandinavos en el caso de la novela- arribaron a esa tierra prometida, a ese paraíso de oportunidades, a ese espacio virginal y lleno de esperanzas y también de peligros, que era, aun en el siglo XIX, el vasto y en numerosas ocasiones inexplorado territorio de Norteamérica, sus inacabables praderas, sus fértiles campos, sus llanuras sin límites. Los Shimerda, dejando atrás su apacible cotidianeidad en Bohemia, abriéndose paso desde la nada, sin apenas recursos ni el menor conocimiento del mundo al que se incorporaban, reconstruyendo su vida desde la pobreza y la ignorancia del idioma y las costumbres de su nuevo mundo, y llegando a conquistar la prosperidad en un entorno ajeno y hostil, adverso y hasta salvaje, son una muestra paradigmática de lo mejor de esa tradición estadounidense -en el fondo un país de aluvión- representada en el esfuerzo y la superación, en la abnegación y la valentía que tantas veces apreciamos en sus ciudadanos más valiosos. En particular, esa reciedumbre, ese coraje, esa resistencia, ese carácter destacan en las mujeres de la novela, no solo en la propia Ántonia sino también en su madre o en la abuela de Jim o en las chicas danesas de la lavandería, en las tres Marys de Bohemia o en la noruega Lena Lingard, de las que el narrador habla con una entregada admiración que merece y justifica la extensión de la cita:
 
Todos los hombres jóvenes se sentían atraídos por las chicas del campo, atractivas y vigorosas, que habían venido a la ciudad para ganarse la vida y, en casi todos los casos, para ayudar a un padre endeudado o para hacer posible que los hermanos pequeños de la familia fueran a la escuela.
 
Aquellas chicas se habían hecho adultas durante los primeros años de la emigración, los más duros, y carecían de educación. Pero sus hermanos más pequeños, por los que tantos sacrificios hicieron y que han tenido «ventajas», no me han parecido nunca, cuando me los he encontrado después, ni la mitad de interesantes que ellas, ni tan bien educados. Las hermanas mayores, que ayudaron a roturar las tierras salvajes, aprendieron mucho de la vida, de la pobreza, de sus madres y sus abuelas; todas se habían espabilado prematuramente, igual que Ántonia, al tener que cambiar su viejo país por otro nuevo a una edad temprana.
 
Recuerdo a una veintena de aquellas chicas que sirvieron en Black Hawk durante los pocos años que viví allí, y recuerdo algo insólito y cautivador de cada una de ellas. Físicamente eran casi una raza aparte, y el trabajo al aire libre les había dado un vigor que, cuando superaron su timidez de recién llegadas, se transformó en una seguridad y una desenvoltura que las hicieron destacar entre las mujeres de Black Hawk.
 
Esto ocurría antes de que se implantara el deporte en los institutos. Se compadecía a las chicas que tenían que caminar más de medio kilómetro para ir a la escuela. No había pistas de tenis en la ciudad; el ejercicio físico se consideraba muy poco elegante para las hijas de las familias acomodadas.
 
Algunas de las chicas que estudiaban en el instituto eran alegres y bonitas, pero en invierno no salían de casa por culpa del frío, y en verano, a causa del calor. Cuando uno bailaba con ellas notaba que su cuerpo no se movía bajo las ropas; sus músculos parecían pedir una sola cosa: no ser molestados.
 
Recuerdo a aquellas chicas como simples rostros en el aula de la escuela, sonrosados y alegres, o apáticos y aburridos, cortados por debajo de los hombros, como querubines, por la superficie manchada de tinta de los altos pupitres, sin duda colocados a esa altura para hacer que tuviéramos los hombros redondeados y el pecho plano.
 
Las hijas de los comerciantes de Black Hawk tenían la convicción firme e inquebrantable de que eran «refinadas» y de que las chicas del campo, que «trabajaban al aire libre», no lo eran. Los campesinos americanos de nuestra región sufrían las mismas penurias que sus vecinos de otros países. Todos habían llegado a Nebraska con un capital escaso y una ignorancia absoluta sobre la tierra que debían cultivar. Todos habían pedido dinero prestado poniendo la tierra como garantía. Pero, por grandes que fueran las estrecheces en las que se encontrara un granjero de Pennsylvania o de Virginia, jamás permitía que sus hijas entraran a servir. A menos que sus hijas pudieran convertirse en maestras rurales, permanecían en casa sumidas en la pobreza.
 
Las chicas de Bohemia o de Escandinavia no podían trabajar como maestras porque no habían tenido la oportunidad de estudiar el idioma. Resueltas a poner su grano de arena en la dura lucha por librar de deudas a la familia, no les había quedado otra alternativa que ponerse a servir. Una vez en la ciudad, algunas de ellas habían seguido siendo tan serias y discretas en su comportamiento como antes, cuando araban y apacentaban el ganado en la granja de sus padres. Otras, como las tres Marys de Bohemia, intentaban recuperar los años de juventud perdidos. Pero todas ellas consiguieron lo que se habían propuesto, y enviaron a casa sus dólares duramente ganados. Las chicas que yo conocí andaban siempre ayudando a pagar arados y cosechadoras, cerdos de cría o novillos de engorde.
 
Uno de los resultados de esta solidaridad familiar fue que los campesinos extranjeros de nuestra región fueron los primeros en alcanzar la prosperidad. Cuando los padres salían de deudas, las hijas se casaban con los hijos de sus vecinos —por lo general, de la misma nacionalidad—, así que las chicas que antes trabajaron en las cocinas de Black Hawk tienen ahora granjas prósperas y hermosas familias; sus hijos están en mejor situación que los de las mujeres de la ciudad a las que antes servían.
 
A mí, la actitud de la gente de la ciudad hacia aquellas chicas me parecía muy estúpida. Si les decía a mis compañeros de clase que el padre de Lena Lingard era clérigo y había sido un hombre muy respetado en Noruega, me miraban sin comprender. ¿Qué importaba eso? Todos los extranjeros eran unos ignorantes que no sabían hablar inglés. No había un solo hombre en Black Hawk que tuviera la inteligencia ni la cultura, ni mucho menos la distinción personal, del padre de Ántonia. Sin embargo, la gente no veía diferencia alguna entre las tres Marys y ella; todas eran de Bohemia, todas eran «criadas».
 
Siempre supe que viviría para ver a mis chicas campesinas en la posición que merecían, y así ha sido. En la actualidad, lo mejor que un agobiado comerciante de Black Hawk puede esperar del porvenir es vender provisiones y maquinaria agrícola y automóviles a las granjas ricas, donde la primera cosecha de inquebrantables chicas de Bohemia y Escandinavia son ahora las señoras.
 
La tierna y apasionada rememoración de las chicas campesinas y la romántica evocación de la figura de Ántonia son, también, una ocasión para recrear con melancolía los días de la infancia, los afanes y las decepciones que conlleva el paso del tiempo, en una última clave del libro con la que quiero acabar mi comentario. La novela está precedida de una cita de Virgilio: Optima dies… prima fugit (los mejores días son los que más rápido pasan y se desvanecen; en una libre traducción que pretende apresar la sensación de fugacidad con que transcurren los episodios felices de nuestras vidas) que concentra lo esencial de esta vertiente de la obra: la añoranza, el emotivo recuerdo, la nostalgia de una infancia no contaminada aún por las exigencias y las limitaciones de la realidad y, por tanto, desbordantemente feliz, aunque definitivamente huída y, por tanto, ya inaprensible. Así se desprende de este fragmento en que al joven Jim, tras el encuentro con Lena, una de las chicas de su adolescencia, se le revela ese dulce misterio de la existencia: Cuando cerraba los ojos las oía reír a todas: a las chicas danesas de la lavandería y a las tres Marys de Bohemia. Lena había despertado su recuerdo. Se me ocurrió entonces que existía una relación entre muchachas como aquéllas y la poesía de Virgilio. Si no hubiera muchachas como ellas en el mundo, no habría poesía. Lo vi claramente por primera vez. Esta revelación me pareció un tesoro inestimable. Me aferré a ella como si fuera a desvanecerse de un momento a otro. Cuando por fin volví a sentarme frente a mi libro, aquel viejo sueño en el que Lena venía hacia mí atravesando un campo segado me pareció el recuerdo de una experiencia real. Flotó ante mis ojos sobre la página como una lámina, y al pie se leía la triste frase: «Optima dies… prima fugit».
 
Desde este punto de vista, el libro, sobre todo su última parte, aparece impregnado de continuo de esta remembranza, simultáneamente placentera y amarga, del pasado, de la inocencia idílica -sobre todo cuando, como los protagonistas del libro, se ha vivido en contacto con una naturaleza exuberante y casi virginal (la intensa descripción del paisaje, del entorno físico, inmenso y libre, fecundo y abundante, de las granjas de los pioneros es otro de los grandes logros de la obra)- de una infancia dichosa. ¿No es maravilloso, Jim, -afirma Ántonia- que dos personas puedan significar tanto la una para la otra? No sabes cuánto me alegro de que estuviéramos unidos cuando éramos pequeños. Estoy impaciente porque mi hija se haga mayor para contarle todas las cosas que solíamos hacer tú y yo. Me recordarás siempre cuando pienses en los viejos tiempos, ¿verdad? Y supongo que todo el mundo piensa en los viejos tiempos, incluso los más felices. Y, del mismo modo, Jim, ya al final de la novela, recuerda, con tristeza pero también con dulzura, el momento originario, la noche en que descendimos del tren en Black Hawk y nos acostamos sobre la paja de un carro, como niños asombrados que no sabían adónde los llevaban. Sólo tenía que cerrar los ojos para oír el traqueteo de los carros en la oscuridad y para sentirme invadido de nuevo por aquella devastadora sensación de lo desconocido. Sentía tan próximas las emociones de aquella noche que podía tocarlas con sólo alargar la mano. Tenía la impresión de que volvía a ser yo mismo y de que había descubierto hasta qué punto es pequeño el círculo de la experiencia de un hombre. Para Ántonia y para mí, aquélla había sido la carretera del Destino, que nos había conducido a aquellos primeros accidentes de la fortuna que habían determinado nuestra vida para siempre. Ahora comprendía que el mismo camino volvería a unirnos. Pese a cuanto pudiéramos habernos perdido, teníamos un pasado en común, precioso e inefable.
 
En fin, sin tiempo ya para más comentarios os recomiendo con entusiasmo esta maravilla que es Mi Ántonia, la obra maestra de Willa Cather. De entre los varios temas musicales citados en el libro, todos con un aire tradicional que los conecta con los orígenes del blues y el country, he elegido como complemento a esta reseña la nostálgica My old Kentucky home, interpretada aquí por Alma Gluck.
 

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