Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 8 de junio de 2016

EDWARD ST. AUBYN. EL PADRE. LA MADRE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Hoy os traigo no una sino hasta cinco novelas que habiendo sido publicadas por separado a lo largo de los últimos años y admitiendo cada una de ellas una lectura independiente fueron presentadas en el pasado 2012 en Inglaterra, de donde es su autor, Edward St. Aubyn, en una edición conjunta que las agrupó en una pentalogía que en nuestro país se ha dividido en dos tomos. El primero, que agrupa las tres novelas iniciales, Da igual y Malas noticias (ambas de 1992) y Alguna esperanza (de 1994), apareció en 2013 bajo el título común de El padre, mientras que las dos últimas entregas de la serie, Leche materna (de 2005) y Por fin (publicada en inglés en 2011), se recogieron también en un volumen unitario llamado La madre y que vio la luz el pasado 2014. En ambos casos la responsabilidad de la edición en España recae en el grupo editorial Ramdom House que las ofrece en traducción de Cruz Rodríguez Juiz.

Debo señalar, antes de iniciar mi comentario, y a modo de aviso para navegantes, que, excepcionalmente, mi reseña de hoy es un spoiler de principio a fin, pues resulta imposible dar cuenta mínimamente del contenido de los libros, la saga biográfica de Patrick Melrose, su complejo personaje principal, sin descubrir algunos aspectos fundamentales de sus tramas. De modo que quien no quiera ver desvelado ni el menor detalle relevante de las obras que hoy os presento puede abandonar aquí la lectura, llevándose tan solo un somero consejo por mi parte: ¡¡¡no os perdáis ninguno de los cinco títulos!!!

Patrick Melrose es el alter ego de Edward St. Aubyn, hecho que ha sido profusamente recogido en las reseñas y reportajes periodísticos y en las muchas entrevistas al autor que se publicaron y que yo pude leer en las semanas de presentación de los libros en nuestro país. No eran, sin embargo, necesarias ni las aclaraciones de los críticos ni las confesiones de parte de su autor pues de la mera lectura de las novelas se deduce inequívocamente su carácter autobiográfico, hasta tal punto resultan personales las experiencias que se narran en las obras, de modo que quien las lee sabe sin ninguna duda mientras avanza entre las páginas más dramáticas de todas ellas -singularmente, de Da igual o Malas noticias-, que la voz narrativa no puede inventar los hechos, que hubiera resultado imposible describir con tanta minuciosidad, precisión, agudeza, penetración y verosimilitud unos sucesos cuyo carácter extremo exige, necesariamente, la vivencia íntima por parte de quien los relata.

El personaje principal, el aristócrata Patrick Melrose, que tiene sólo cinco años en la primera de las novelas, Da igual, es, desde esa edad y durante varios años, violado sistemática, abrupta y despiadadamente por su padre. Estamos en 1965, el matrimonio Melrose, David y Eleanor, recibe en su mansión del sur de Francia a otras dos parejas amigas. El niño Patrick juega en los jardines y dependencias familiares mientras los adultos disimulan su decadencia entre cínicos ejercicios de inteligencia, ingeniosas malevolencias, esnobismo impertinente y agudezas sin cuento alentadas por el ingente consumo de alcohol. La indiferente brutalidad del padre, sus intolerables abusos, su ineludible y sádica y ominosa presencia permea toda esta primera entrega de la serie (como impregnará la existencia entera del muchacho), en la que no podemos dejar de compartir la vivencia de ese niño martirizado y maltratado que sufre la estoica crueldad paterna, el horror de la inexplicada violencia, la sensación de injusticia e impotencia, el daño y el dolor de ese acto primordial para siempre inscritos en su alma y de imposible superación en el resto de la vida.

Una vida que nos lleva, a partir de ese incidente inicial y tras una larga elipsis, a Malas noticias, la segunda novela de la pentalogía, en la que un Patrick de veintidós años viaja, un día de 1982, a Nueva York, en donde su terrible padre acaba de morir. El joven vive inmerso en un caótico frenesí de drogas, en un permanente delirio inducido por el alcohol y las pastillas, la cocaína y la heroína, con frecuentes crisis que lo acercan al suicidio. En su particular y cotidiano descenso a los infiernos -y perdón por el sin embargo inevitable tópico- Patrick repasa la influencia de su atroz progenitor en el destructivo impulso que guía su agitado y turbulento paso por el mundo. Ante el féretro que contiene el cadáver del hombre que ha convertido su vida en un sufrimiento indecible, cae en la cuenta de que era la primera vez que estaba a solas con su padre más de diez minutos sin que le sodomizara, le pegara o le insultara. El pobre hombre había tenido que conformarse con golpes e insultos los últimos catorce años y sólo con insultos los últimos seis.

En Alguna esperanza, ya con treinta años, y relativamente “liberado” de la pesadilla de sus adicciones, frecuentador asiduo de Narcóticos Anónimos, Patrick acude a una fiesta en una mansión en la campiña inglesa, en la que comparecen numerosos miembros de esa clase desalmada y amoral a la que pertenece, algunos de los cuales ya se habían mostrado en las novelas anteriores. En un relato más coral que los precedentes -en los que predominaba la voz del protagonista- y en el que se muestran las mentiras y la maldad, la falsedad y la hipocresía, la inanidad y la codicia, los prejuicios y el desprecio hacia el resto de los seres humanos que caracteriza a ese ambiente frívolo y feroz, Patrick sigue arrastrando las consecuencias de su lacerante herida original, y en una atmósfera en la que imperan el alcohol abundante, el sexo vacío e insustancial y, sobre todo, la iniquidad y la maledicencia, la vana ligereza y la fatua superficialidad, lucha por incorporarse a una normalidad que por siempre le estará vedada, olvidando los sórdidos acontecimientos de una torturada biografía personal que ha destrozado su identidad. Su pasado yacía ante él como un cadáver a la espera de ser embalsamado. Todas las noches lo despertaban pesadillas atroces y, demasiado asustado para dormir, salía de entre las sábanas empapadas de sudor y fumaba hasta que el amanecer trepaba por el cielo, pálido y sucio como las laminillas de una seta venenosa. Un pasado insoportable y salvaje que, como digo, ha devastado su alma, dejándola en un estado tan repulsivo y abominable que, en uno de los muchos rasgos de humor que caracteriza a la voz que narra, y al que me referiré con más detalle con posterioridad, le lleva a decir: Si rodaran una película de mi vida interior, el público no lo soportaría. Las madres gritarían: “Qué vuelva La matanza de Texas, queremos entretenimiento familiar como es debido”.

El segundo tomo de esta deslumbrante propuesta literaria mantiene a Patrick Melrose como personaje central aunque tiene a Eleanor, la madre del protagonista, como referente último. En Leche materna, que se desarrolla entre agosto de 2000 y agosto de 2002, Patrick tiene ya cuarenta años, ha reconducido su existencia -al menos en sus dimensiones “externas”- y ejerce de abogado (forzado a trabajar por haber dilapidado, en sus excesos juveniles, la fortuna familiar) mientras, casado con Mary y con dos hijos, intenta dominar sus fantasmas interiores que se traducen en insomnio y pesadillas, depresión, constante deseo de soledad (que, si se cumplía, le hacía desesperarse por tener compañía), sensación de desperdicio del propio potencial, asco hacia sí mismo, exceso de bebida, rachas de gula, ausencia de sexo marital y algún que otro en el fondo desasosegante episodio adúltero. Mi vida, dice, se parece a una pelea de gatos de dibujos animados: un torbellino negro con admiraciones revoloteando alrededor. Obsesionado por detener el flujo de veneno que corría de generación en generación, su paternidad y la relación con sus hijos se convierten en fuente de tensión pues, decidido a no infligir a sus hijos las causas de su propio sufrimiento, no lograba protegerlos de sus consecuencias. Y como fondo de su vida familiar, generando también dolor y frustración en su alma, la figura de la madre, culpable antaño por omisión, por su silencio cómplice, por su connivencia cobarde en los abusos paternos y ajena ahora, de nuevo, en su delirante entrega a causas filantrópicas, al cuidado y al amor al hijo dañado, el cual perderá el último resto de la herencia paterna, el château francés escenario de su atormentada infancia y de sus actuales veraneos en familia, al legarlo Eleanor -enferma y mortecina, el juicio trastornado, que conmina a Patrick a que le ayude a acabar con su vida en una clínica suiza- a una algo siniestra Fundación Transpersonal. Una madre hacia la que el joven siente alternativamente compasión y desprecio, incapaz de diferenciar las justas dosis de incompetencia y mala intención que guiaron los actos de quien lo trajo a la vida.

Por fin, la última entrega -parece que definitiva- de la saga, nos lleva al funeral de la madre, desde el que, ya con cuarenta y cinco años, Patrick recupera la memoria de su vida con Eleanor. Conocemos así la tragedia en que consistió la existencia de la mujer, obligada a consentir y hasta alentar el comportamiento pedófilo y sádico de su marido, mientras, “sostenida” a duras penas por su entrega a la ginebra, cría a un hijo -el propio Patrick- fruto de una violación conyugal: Eleanor había invitado a niños y niñas de otras familias a pasar las vacaciones en el sur de Francia y, como Patrick, habían sido violados y reclutados para un mundo de vergüenza y secretismo, reforzado por convincentes amenazas de castigo y muerte. La diabólica personalidad del padre, su amoralidad, su crueldad se nos muestran aquí en toda su crudeza, en episodios de la infancia que no se nos habían ofrecido en los libros anteriores. El odio, la rabia, el desdén, la pena, el terror, la indiferencia que siente Patrick hacia su padre, el dolor provocado por la tolerancia y el consentimiento tácito de su madre ante su tortura infantil y por su desapego hacia él cuando adulto (un hombre -se define a sí mismo- que experimentaba cómo el caos de su infancia inundaba su inconsciente) parecen redimirse tras ambas muertes, y una suerte de liberación invade a nuestro protagonista: Ahora que era huérfano todo era perfecto. Tenía la impresión de llevar toda la vida esperando esa sensación de plenitud. O de modo aún más nítido y terrible: Creo que la muerte de mi madre es lo mejor que me ha pasado desde... bueno, desde que murió mi padre.

La serie entera se articula, pues, girando sobre estos momentos concretos; la “acción”, si algo similar a ella existe, se desenvuelve en general en torno a un determinado acontecimiento (la visita campestre de los amigos, la fiesta en la campiña, los respectivos actos funerarios) que no se prolonga en el tiempo más que unas escasas horas, algunos breves días en los que, por otro lado, no ocurren demasiadas cosas (más allá de la terrible violación en el primer libro, de múltiples episodios de consumo de drogas en el segundo, de numerosas conversaciones superficiales en el tercero, de anodinas escenas de familia en el cuarto, de fúnebres semblanzas de la madre muerta en el último). Pero a partir de ahí, de ese anclaje mínimo en la realidad externa, son la capacidad introspectiva del personaje principal, sus reflexiones, su angustiada búsqueda de una identidad asolada y deshecha (Cómo pisar tierra firme cuando su identidad parecía empezar con la desintegración y continuar con más desintegración), su doliente y despiadado autoanálisis (Patrick se define como un hombre que había tratado de superar mediante palabras todo lo que pensaba y sentía), los que llenan las novelas, en un irresistible, brillante, inteligentísimo y apasionante caudal de pensamiento atormentado y sin embargo clarividente y lúcido que aflora en páginas y páginas de una escritura profunda, torrencial, culta, arrebatadora, magnífica.

Y, entre el drama y los muchos motivos para el sufrimiento, aparecen el desbordante humor, la ironía escéptica, el cuestionamiento radical, agudo y por ello amargo, de la propia vivencia. La crítica reitera la mención a Wodehouse y Evelyn Waugh para resaltar esos rasgos del ingenio británico que inundan la narración de la trágica peripecia de Patrick Melrose y que son tan notorios en las obras de los autores referidos, ese mundo refinado y culto, privilegiado y snob de las clases altas inglesas. Pero es Oscar Wilde -al que también nombran los críticos- el referente más directo, a mi juicio, de la despiadada agudeza que muestra el joven aristócrata, de su sarcasmo inteligente, de su siempre cáustico enfoque de las cosas, ácido y atinado, de su implacable mordacidad. En este sentido, los cinco libros están trufados de infinidad de penetrantes sentencias, de juicios rotundos y desprejuiciados, de perspicaces e irrespetuosos dictámenes, de jocosas y categóricas réplicas llenas de viveza y espíritu políticamente incorrecto, en el mejor estilo del atrevido y lenguaraz dublinés que le sirve de inspiración. He aquí algunas muestras: Cría caballos para el polo en Calcuta, pero no le gusta el polo y nunca va a Calcuta. A eso le llamo yo ser rico, dice en una ocasión. Los muertos, muertos están -afirma un personaje-, y la verdad es que uno se olvida de la gente en cuanto deja de venir a cenar. Hay excepciones, claro, a saber: la gente de la que te olvidas durante la cena. O también: la gente se pasa la vida imaginando que está muriéndose. Su único consuelo es que un día acertarán. Y: Cuesta horrores conocer a gente sin drogarse. O esta alusión indirecta a la realeza británica (espléndida -y delirante- la presencia de la infanta Margarita en la fiesta que centra la tercera novela): (le ofendía) la invasión de su compartimento por un personaje sin la menor sofisticación vestido con un abrigo que solo podría haberle quedado bien a la reina. O este otro pensamiento, un prodigio de cinismo: La belleza no duraba toda la vida y todavía no se sentía preparada para la religión. El dinero venía a ser un buen apaño, un punto intermedio entre la cosmética y la eternidad. Y este ejemplo de la más descarada afectación: De verdad que no entiendo por qué la gente se obsesiona tanto con la felicidad, que siempre se les escapa, cuando tienen a su alcance tantas experiencias estimulantes, como la rabia, los celos, el asco y demás. O esta otra brillante manifestación de causticidad: Esta fiesta me está sacando de quicio. Antes los hombres te contaban que usaban mantequilla en sus juegos sexuales, ahora te cuentan que la han eliminado de su dieta. Y para poner punto final a un elenco interminable: Adoro a los franceses. Son traicioneros, astutos, falsos... No tengo que esforzarme con ellos, encajo a la perfección. Y más al sur, en Italia, además son cobardes, o sea que todavía encajo mejor.

En fin, por todas estas convincentes razones no deberíais dejar pasar estos dos tomos, El padre y La madre, que recogen la soberbia pentalogía de Edward St. Aubyn que presenta Ramdom House. Os dejo con el acompañamiento musical de una de las muchas piezas que suenan en los libros: Frank Sinatra canta Fly me to the moon.


En los ocho años transcurridos desde la muerte de su padre, la juventud de Patrick se había escabullido sin dar paso a ningún síntoma de madurez, a menos que la tendencia a que la tristeza y el agotamiento eclipsaran el odio y la locura pudiera considerarse «madura». La sensación de que existían múltiples alternativas y caminos que se bifurcaban había sido reemplazada por la desolación portuaria de quien contempla la larga lista de naves qua ya han zarpado. Lo habían curado de la adicción a las drogas en varias clínicas, dejando que la promiscuidad y las ganas de fiesta siguieran adelante con aire vacilante, como tropas sin comandante. El dinero, esquilmado por la extravagancia y las facturas médicas, le mantenía lejos de la pobreza sin permitirle salir del aburrimiento. Hacía poco había descubierto con consternación que tendría que buscar trabajo. Por lo tanto, estaba estudiando derecho con la esperanza de que librar de la cárcel a cuantos más criminales mejor le reportara algún placer.

Su decisión de estudiar leyes le había llevado a alquilar Doce hombres sin piedad en el videoclub. Se había pasado varios días andando de aquí para allá, destruyendo a testigos imaginarios con comentarios mordaces o apoyándose de pronto en algún mueble para decir con desprecio creciente «Tengan presente que la noche de autos...», hasta que retrocedía y, convertido en víctima de su propio contrainterrogatorio, caía presa de un llanto histriónico. También había comprado algunos libros, como El concepto del derecho, Derecho de responsabilidad civil y Charlesworth sobre la negligencia, y ahora esa pila de libros de leyes competía por su atención con los favoritos de siempre, como El ocaso de los ídolos y El mito de Sísifo.

A medida que las drogas habían ido disipándose, hacía un par de años, había empezado a comprender lo que implicaría estar lúcido todo el tiempo, una extensión de conciencia sin mácula, un túnel blanco, hueco y oscuro, como un hueso sin tuétano. Se había descubierto mascullando «Quiero morir, quiero morir, quiero morir» en mitad de la tarea más ordinaria, arrastrado por un alud de arrepentimiento mientras ponía la tetera al fuego o saltaban las tostadas.

Al mismo tiempo, su pasado yacía ante él como un cadáver a la espera de ser embalsamado. Todas las noches lo despertaban pesadillas atroces y, demasiado asustado para dormir, salía de entre las sábanas empapadas de sudor y fumaba hasta que el amanecer trepaba por el cielo, pálido y sucio como las laminillas de una seta venenosa. Tenía el piso de Ennismore Gardens repleto de vídeos violentos que eran una vaga representación de la película infinita de violencia que tenía lugar en su cabeza. Al borde siempre de la alucinación, Patrick caminaba por un suelo ondulante, como una garganta al tragar.

Lo peor de todo fue que, conforme fue ganando la lucha contra las drogas, descubrió que esta había enmascarado la lucha por no convertirse en su padre. La afirmación de que el hombre mata aquello que más quiere se le antojaba una mera suposición comparada con la certeza de que el hombre se convertía en aquello que aborrecía. Por supuesto, había quien no aborrecía nada, pero esa gente le era demasiado remota como para que pudiera imaginar su destino. El recuerdo de su padre todavía lo hipnotizaba y le atraía como a un sonámbulo hacia un precipicio de emulación involuntaria. El sarcasmo, el esnobismo, la crueldad y la traición le resultaban menos nauseabundos que los terrores que los habían provocado. ¿Qué otra cosa podría haber hecho salvo convertirse en una máquina de transformar el terror en desprecio? ¿Cómo podía bajar la guardia cuando rayos de energía neurótica, como focos peinando un recinto carcelario, impedían la fuga del menor pensamiento, pasar por alto algún comentario?

La persecución sexual, la fascinación por uno u otro cuerpo, la breve excitación del orgasmo, mucho más débil y laboriosa que la de las drogas pero repetida constantemente como las inyecciones por su función en esencia paliativa, todo ello era bastante compulsivo de por sí, pero además conllevaba ingentes complicaciones sociales primordiales: la traición, el riesgo del embarazo, de la infección, de ser descubierto, los placeres robados, las tensiones que surgían en situaciones por lo demás tediosas; y el modo en que el sexo se fundía con la penetración en círculos sociales todavía más seguros de sí mismos donde quizá Patrick encontrase un lugar de reposo, un equivalente vivo a la intimidad y la seguridad que le ofrecía el abrazo tentacular de los narcóticos.
 

No hay comentarios: