Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 27 de julio de 2016

DANIEL JAMES BROWN. REMANDO COMO UN SOLO HOMBRE

El remo es, en varios aspectos, un deporte de paradojas esenciales. En primer lugar, un bote de competición de ocho asientos –impulsado por hombres y mujeres corpulentos y con potencia física- está controlado y dirigido por la persona más baja y menos potente del bote. El timonel –hoy en día, a menudo, una mujer incluso cuando el resto del equipo es masculino- debe tener el carácter para mirar a hombres y mujeres el doble de altos que él a la cara, gritarles órdenes y confiar en que esos gigantes reaccionen inmediata y ciegamente a esas órdenes. Quizá es la relación más extraña que se da en el mundo del deporte.

La física del deporte presenta otra paradoja. Desde luego, el objetivo es que el bote se mueva por el agua tan rápido como sea posible. Sin embargo, cuanto más rápido va el bote, más difícil es remar bien. La complicadísima secuencia de movimientos, cada uno de los cuales tiene que ejecutarse con una precisión exquisita, se convierte en mucho más difícil de realizar a medida que aumenta el ritmo de palada. Remar a un ritmo de treinta y seis es un reto mucho mayor que remar a uno de veintiséis. A medida que se acelera el tempo, la penalización de un error –que el remo toque el agua una décima de segundo demasiado pronto o demasiado tarde, por ejemplo- se vuelve cada vez más severa y las posibilidades de un desastre son cada vez mayores. Al mismo tiempo, el esfuerzo que supone mantener un ritmo rápido hace que el dolor físico sea todavía más devastador y, por lo tanto que la probabilidad de cometer un error sea mayor. En este sentido, la velocidad es el objetivo último del remero, pero también su mayor enemigo. Dicho de otra manera, remar bella y eficazmente a menudo significa remar de forma dolorosa. Un entrenador anónimo lo expresó de forma muy clara: “Remar es como un pato hermoso. En la superficie todo es elegancia, ¡pero debajo el bicho patalea como un condenado!”

Sin embargo, la mayor paradoja del deporte tiene que ver con el carácter de las personas que tiran de los remos. Los grandes remeros y remeras están hechos de materias contradictorias: de agua y aceite, de fuego y tierra. Por un lado, deben tener una gran confianza en sí mismos, egos fuertes y una fuerza de voluntad titánica. Tienen que ser casi inmunes a la frustración. Nadie que no crea firmemente en sí mismo -en su capacidad de aguantar reveses y prevalecer frente a la adversidad- tiene probabilidades de meterse en algo tan audaz como el remo de alta competición. El deporte ofrece tantas posibilidades de sufrir, y tan pocas alegrías, que sólo los más tenazmente independientes y emprendedores tienen las de ganar. Y, sin embargo, al mismo tiempo –y en un aspecto crucial- ningún otro deporte exige y premia el abandono completo del propio yo como lo hace el remo. Los grandes equipos pueden tener hombres o mujeres con un talento o una fuerza excepcionales; pueden contar con timoneles y remeros de proa y de popa extraordinarios; pero no hay estrellas- Lo que importa es el trabajo en equipo: el fluir perfectamente sincronizado de músculos, remos, bote y agua; la sinfonía única, completa, unificada y bella en la que se convierte un equipo en movimiento. No importa la persona ni el individuo.

Se trata de una psicología compleja. Si bien los remeros tienen que controlar su fuerte sentimiento de independencia, al mismo tiempo tienen que mantenerse fieles a su individualidad, a sus capacidades únicas como remeros y remeras y, en general, como seres humanos. Incluso si pudieran, pocos entrenadores se limitarían a clonar a sus remeros más corpulentos, fuertes, listos y capaces. Las regatas de remo no las ganan los clones. Las ganan los equipos, y los grandes equipos son mezclas cuidadosamente equilibradas de capacidades físicas y tipos de personalidad. En términos físicos, por ejemplo, puede que los brazos de un remero sean más largos que los de otro, pero puede que este último tenga la espalda más fuerte que el primero. Ninguno de los dos es necesariamente un remero mejor o más valioso que el otro; tanto los brazos largos como la espalda fuerte son bazas para el bote. Sin embargo, si tienen que remar bien juntos, cada uno de estos remeros tiene que ajustarse a las necesidades y capacidades del otro. Cada uno tiene que estar dispuesto a ceder algo que quizá mejoraría su palada para el beneficio conjunto del bote -que el de los brazos cortos se estire un poco más y que el de los brazos largos se estire un poco menos-, de modo que los remos de ambos vayan paralelos y ambas palas entren y salgan del agua justo en el mismo momento. Esta coordinación y cooperación tan delicada tiene que multiplicarse por ocho individuos de altura y físico variados para sacar el máximo partido de las fortalezas de cada uno. Solo de esta forma las capacidades que trae consigo la diversidad -remeros más ligeros y técnicos en la proa y tiradores más fuertes y pesados en medio del bote, por ejemplo- pueden convertirse en ventajas en lugar de ser desventajas.

Y sacar provecho de la diversidad quizá es incluso más importante en lo que se refiere al carácter de los remeros. Un equipo que solo esté compuesto de ocho remeros muy enérgicos y agresivos degenera, a menudo, en una pelea disfuncional en el bote o se agota en la primera parte de una regata larga. De forma similar, puede que una tripulación de introvertidos silenciosos pero fuertes nunca encuentre la resolución visceral que hace que el bote deje atrás de golpe a sus competidores cuando todo parece perdido. Los buenos equipos son buenas mezclas de personalidades: alguien que encabece el ataque y alguien que se guarde un as en la manga; alguien que presente batalla y alguien que haga las paces; alguien que piense bien las cosas y alguien que tire adelante sin pensar. De alguna manera, todo esto tiene que cuadrar. Ese es el reto más difícil. Incluso después de encontrar la mezcla justa, cada hombre o mujer del bote tiene que entender cuál es su sitio en el entramado del equipo, aceptarlo y aceptar a los demás tal cual son. Si todo coincide con precisión, se trata de una experiencia única. La intensa vinculación afectiva y la sensación de euforia que resulta de ella son la razón por la que reman muchos remeros, mucho más que por trofeos u honores. Sin embargo, se necesitan chicos y chicas con un carácter extraordinario y con una capacidad física extraordinaria para conseguirlo.


Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro que con la emisión de hoy cierra la temporada 2015/2016 y se despide hasta el próximo curso, a principios de septiembre. Esta semana ponemos fin también al breve ciclo que en el mes de julio hemos dedicado a obras centradas en el mundo del deporte, con ocasión de la cercana -hoy ya inminente- inauguración de los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro. En el caso de mi propuesta de esta tarde se trata de un texto muy interesante con las competiciones de remo -de arraigada tradición olímpica- como núcleo principal, tal y como habréis podido comprobar en la extensa introducción a esta reseña. Se trata de Remando como un solo hombre, la crónica o reportaje o documento de ligera investigación histórica escrito por el norteamericano Daniel James Brown y publicado en España en 2015 gracias al esfuerzo conjunto de Nørdica Libros y Capitán Swing. Con un significativo subtítulo, La historia del equipo de remo que humilló a Hitler, el libro narra la extraordinaria hazaña de los componentes del conjunto estadounidense de remo a ocho que en las Olimpiadas de Berlín en 1936 (se cumplen ahora -el 14 de agosto- los ochenta años de su victoria) batieron al equipo alemán, entre otros duros competidores, en la misma casa y ante la consiguientemente malhumorada presencia del dictador nazi. La traducción de Guillem Usandizaga, que permite y alienta una lectura muy fluida, presenta no obstante algunos enojosos fallos (las “piernas” de las vacas; el equipo de “gimnástica” -un uso del término como poco insólito, si no abiertamente incorrecto-; un chirriante error de concordancia en la página 277; y sobre todo la reiterada presencia de construcciones gramaticales “catalanas”, como el “ya le iba bien”, “ya le parecía bien” y otros similares), acrecentados por la imagino que necesaria preservación del espíritu del texto original, lo que ha supuesto mantener numerosas manifestaciones de la molesta corrección política que atenaza al autor, singularmente la muy frecuente repetición de hombres/mujeres, ellos/ellas, remeros/remeras y otras fórmulas similares (hay varios ejemplos de ello en el fragmento que abre este comentario) que entorpecen la lectura y, al menos en mi caso, acaban provocando irritación.

Cuatro son los frentes que quiero destacar en este Remando como un solo hombre de lectura apasionante (pese a la, en cierto modo, aridez del tema elegido, al menos para quien, como es mi caso, no es especialmente aficionado al duro deporte náutico). En primer lugar la minuciosa indagación en la vida de sus personajes, singularmente en la de Joe Rantz, uno de los remeros, cuya trayectoria biográfica hila la narración. Por otro lado, e imbricada en la peripecia personal de su protagonista, sobresale la fidedigna descripción de la historia de los Estados Unidos en el primer tercio del siglo pasado, con el dramático hito de la Gran Depresión como elemento determinante. En tercer lugar, y en paralelo al relato “norteamericano”, se ofrece -cierto que con una más limitada extensión y un menor peso en el conjunto de la obra- la “fotografía” de la Alemania de los años treinta, con la ominosa presencia -aunque en esos años previos a las Olimpiadas todavía no demasiado sangrienta- del movimiento nacionalsocialista. Por último, permeando el texto entero y constituyéndose en su inexcusable leitmotiv, el libro contiene una muy valiosa profundización en el muy singular universo del remo, con multitud de detalles técnicos, profusión de precisiones sobre la práctica del esforzado deporte e innumerables reflexiones de corte filosófico, casi todas muy interesantes, acerca de los valores que entraña su ejercicio. En todas estas vertientes se aprecia la ingente labor de documentación del autor, que ha conversado con los familiares de los protagonistas, entrevistado a destacados personajes del mundo del remo y consultado una desbordante cantidad de fuentes, diarios, reportajes periodísticos, noticias de prensa, libros, películas y fotografías, citados en casi treinta páginas de interminables -en el buen sentido- notas finales.

El libro parte de una visita de su autor al domicilio de un Joe Rantz nonagenario y al borde de la muerte (que ocurrirá, en efecto, al poco tiempo, cuando el personaje ya había relatado lo sustancial de su historia al periodista). Los emotivos recuerdos del remero, de los que da cuenta entre lágrimas a su interlocutor, son el desencadenante de la historia que Daniel James Brown se ve compelido a narrar, impresionado por aquella apasionante vida cuyos detalles últimos habían permanecido ocultos hasta entonces para la mayor parte del mundo. Y así, con un eje central que se sitúa en 1933 -exactamente en un gris 19 de octubre en que se lleva a cabo la inscripción de los estudiantes universitarios de Seattle interesados en participar en los equipos de remo-, Brown retrocede hasta 1899 para, desde allí, presentarnos la esforzada vida de Joe Rantz, un chico sensible, con una infancia muy complicada, que se sobrepone a su muy difícil situación familiar hasta poder incorporarse -con mucho esfuerzo y considerable sacrificio- a las aulas de la universidad y llegar a participar en la exigente actividad del remo.

La conmovedora trayectoria vital del joven camina en paralelo al avance de unas fechas decisivas para los Estados Unidos en particular y para la humanidad en general, con el país víctima de la sequía y la pobreza, del caos financiero y la depresión económica, surcado por miles de desposeídos que atraviesan la legendaria Ruta 66 en busca de un paraíso imposible en el oeste, en una California de contornos fabulosos, casi mitológicos, “la tierra que mana leche y miel”, y en la que los desfavorecidos de la fortuna creen entrever la solución a todos sus males; y con un mundo en el que germinan los fascismos y que, tras la engañosa calma de los precarios años posteriores a la Gran Guerra, se encamina a una nueva y terrible contienda. Los nueve héroes de Berlín -los ocho remeros y su indispensable timonel- pertenecían, precisamente, a esa clase social golpeada por las inclementes condiciones de la época, los perdedores, los que nada tienen; eran chicos sencillos, toscos, asilvestrados, un poco bastos, de vidas nada refinadas, hijos todos ellos de agricultores, pescadores, madereros y trabajadores de los astilleros del Estado de Washington, jóvenes humildes, de vidas modestas, acostumbrados al duro trabajo, a ganarse la vida, a luchar por salir adelante sin ayudas, esforzadamente.

Las secciones del libro centradas en la vida de Joe Rantz y en la evolución de la Norteamérica de comienzos de siglo, que ocupan la mayor parte de sus páginas, se alternan con otros fragmentos, menores en extensión pero muy descriptivos y reveladores, que recogen el simultáneo crecimiento del fascismo en la Alemania de un Hitler recién llegado al poder que empieza a urdir sus siniestros planes y que prepara la gigantesca operación cosmética de disimulo y ocultación para demostrar al mundo, en las Olimpiadas de 1936, la bondad de su proyecto criminal entonces insospechado aún incluso para la mayor parte de sus conciudadanos. En este contexto berlinés destaca la llamativa presencia en el libro de Leni Riefenstahl, la cineasta alemana, autora de las ampulosas -y geniales, dicho sea de paso- películas propagandistas del régimen hitleriano, importante fuente documental, por otro lado, para que Brown recree las escenas que transcurren en las ceremonias y competiciones olímpicas.

Con ese doble marco de referencia, Estados Unidos y Alemania, la trama se desarrolla, no obstante, en torno al remo. Desde ese otoñal día de 1933 en que Joe se apunta a la para él casi desconocida actividad deportiva, el libro nos acompaña a lo largo de su fatigosa carrera que lo llevará, tres años más tarde, a ganar el oro olímpico junto a sus compañeros y sus lúcidos e inteligentes entrenadores y mentores. Asistimos así a un palpitante relato de los entrenamientos, pruebas, competiciones, récords, certámenes, ensayos y eliminatorias que concluirán en la jornada decisiva -narrada en unos vibrantes capítulos postreros que se leen con tensión y emoción inigualables- de la carrera final ganada ante la frustración de Hitler, sus principales autoridades y setenta y cinco mil estruendosos y a la postre decepcionados alemanes.

Y en el transcurso de esta crónica de la preparación del inigualable equipo de Joe Rantz y sus jóvenes colegas, el autor intercala constantemente pensamientos, sentencias (especialmente interesantes las de George Yeoman Pocock, genial constructor de botes, fantástico educador e inspirado experto en la materia, cuyas clarividentes máximas encabezan cada capítulo), consideraciones y lúcidos análisis sobre el remo, su técnica, las tácticas de competición, las características de los botes, las exigencias físicas que conlleva su práctica y, sobre todo, los valores y las virtudes morales que pone en juego. El libro alcanza así otra dimensión, más humana y universal, que trasciende la mera experiencia deportiva para constituirse en una metáfora general de la vida humana. El remo, su agotadora exigencia, sus retos permanentes, el sufrimiento que lleva consigo, la necesidad de constante superación que implica, la relevancia que en su ejercicio tienen el establecimiento de metas, el trabajo en equipo, la solidaridad y la confianza mutuas, la disciplina y la motivación, el respeto y la humildad, el juego limpio y la entrega a una causa común que supera a la propia individualidad, proporciona enseñanzas sin fin y acaba operando en la obra de Brown como un símbolo, como una forma de vida, como una serie de valores, como, en definitiva, un emblema de la libertad, que se opone -venciéndola- a la mezquina y cruel y despiadada e inhumana brutalidad nazi.

En fin, no caben ya más comentarios para glosar un libro que no necesita mayor labor de desentrañamiento. Es su lectura, que os recomiendo con entusiasmo, la que os hará disfrutar, aprender, emocionaros y conocer la excepcional experiencia de estos nobles e inocentes jóvenes norteamericanos capaces de enseñarnos, con su insuperable logro, tantas lecciones de vida.

Os dejo con Duke Kellington y su interpretación de In a sentimental mood, que suena en el trasatlántico en el que los remeros se dirigen ilusionados a Europa para participar en sus Juegos de ensueño. Con sus notas me despido hasta el curso próximo. Disfrutad de vuestro verano. Adiós.


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