Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 7 de septiembre de 2016

KEN ROBINSON. ESCUELAS CREATIVAS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más, un curso más, a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias que lleva desde 2010 ofreciéndoos nuestros modestos y bienintencionados consejos de lectura en la emisora universitaria salamantina (antes lo hizo desde Onda Cero). Y es que, en efecto, con la emisión de esta tarde damos comienzo a nuestra séptima temporada consecutiva en la frecuencia -tanto convencional como digital- de Radio Universidad, con el programa número doscientos setenta de una ya larga lista de sugerencias lectoras.
 
Con mi propuesta de hoy, y aprovechando el marcado carácter escolar y académico que siempre impregna el mes de septiembre, que alberga el comienzo del curso en los distintos niveles educativos, quiero abrir una breve serie, que se prolongará a lo largo de todo el mes, centrada en libros en los que la enseñanza y la educación protagonizarán mis comentarios. Y así, en este primer programa de la nueva temporada, voy a hablaros -y a recomendaros la lectura, incluso a los no directamente afectados por estos temas, por no ser ya alumnos ni todavía profesores- de Escuelas creativas, el último libro de Sir Ken Robinson, uno de los grandes referentes mundiales en asuntos educativos, un influyente experto sobradamente conocido no solo por su ubicua carrera profesional, que incluye numerosas colaboraciones con diversas entidades, asociaciones y organismos internacionales relacionados con la cultura y la formación, sino también por su sobresaliente repercusión en los medios sociales; en particular, el memorable vídeo de su charla TED, ¿Matan las escuelas la creatividad?, del año 2006, ha sido visto más de trescientos millones de veces en Youtube, y aunque -como señala el autor en una de sus muy frecuentes muestras de humor- esa cifra no es comparable al número de visitas que recibe en dicha plataforma cualquier clip de Miley Cyrus, ello solo se debe a que -escribe Robison- yo no me contoneo como ella. Escuelas creativas, escrito en colaboración con Lou Aronica, vio la luz en nuestro país en diciembre de 2015 con el significativo subtítulo de La revolución que está transformando la educación y con traducción de Rosa Pérez Pérez, en la Editorial Grijalbo, responsable también de la publicación de las dos anteriores obras de Robinson en España, escritas asimismo con Lou Aronica e igualmente interesantes, El elemento y Encuentra tu elemento.
 
A grandes rasgos, tras una oportuna e imprescindible aclaración y delimitación de fronteras conceptuales entre nociones básicas (educación, enseñanza, formación, aprendizaje… y hasta escuela) el libro parte de la descripción y el análisis del funcionamiento de los actuales sistemas de enseñanza surgidos en la Revolución Industrial y caracterizados por la normalización, mostrando su profunda inadecuación a los fines que debe tener la educación dos siglos después de los inicios de aquel trascendental acontecimiento. Sobre la base de esa constatación -de esa crítica- el autor sostiene la necesidad de un cambio y nos lo muestra, nos ofrece una nueva visión acerca de cómo deberían ser los sistemas educativos del futuro. Y consciente de que de nada sirve postular un planteamiento más, meramente teórico, del asunto, propone una teoría transformadora, para pasar práctica y efectivamente de la situación presente a su “revolucionaria” propuesta (la revolución por la que abogo, escribe), basada en principios radicalmente opuestos a aquellos en los que se fundamentan los sistemas educativos mayoritariamente vigentes: la fe en la valía del individuo, el derecho a la autodeterminación, el potencial de evolución y realización personal del ser humano, la importancia de la responsabilidad cívica y el respeto a los demás. A partir de ellos, Robinson “dibuja” los objetivos esenciales de su innovadora propuesta -personal, cultural, social y económico- y determina su meta, su horizonte, la finalidad última de la educación que, a su juicio, no debe ser otra que capacitar a los alumnos para que comprendan el mundo que les rodea y conozcan sus talentos naturales con objeto de que puedan realizarse como individuos y convertirse en ciudadanos activos y compasivos.
 
La mayor parte de las escuelas e institutos de los países desarrollados funcionan conforme a una lógica heredada de una situación, una organización, unos fines, unas necesidades y una realidad que nada tienen que ver con los que vivimos en nuestros días (y mucho menos con el mundo que se aproxima a pasos agigantados y que definirá las próximas décadas). Esa lógica, derivada del desmesurado incremento de la demanda de mano de obra que reclamaba el creciente número de fábricas, industrias textiles y astilleros en los albores del siglo XIX, exigía una formación básica uniforme, estandarizada, que nutriese al sistema productivo de cohortes de trabajadores capaces de afrontar las actividades repetitivas que caracterizaban la producción en serie industrial. En consecuencia, la estructura y los principios, la distribución de los espacios y los tiempos, la selección de materias y los programas educativos, los métodos pedagógicos y los sistemas de evaluación de esas escuelas “normalizadas” se acomodaban a los parámetros de la fabricación de bienes y productos: itinerarios académicos lineales, planes de estudios fijos, fronteras nítidas entre asignaturas, organización estandarizada de la enseñanza, separación estricta por edades, metodologías uniformes, actividades y ritmos idénticos para todos los estudiantes, procesos de aprendizaje basados en la memoria y la repetición, pruebas calificadoras cuantificables, indiscriminadas y rígidas, en definitiva, unos parámetros que, siendo quizá válidos para aquellas concretas circunstancias, producen en la actualidad nocivos efectos en términos de unos generalizados aburrimiento y desinterés, ansiedad y presión, frustración y en algunos casos incluso suicidios, también, con mucha más frecuencia de la deseada -sobre todo en España-, abandono escolar y, lo que resulta aún más grave, descenso en los niveles de conocimiento e inadecuación de la formación a las exigencias de las muy tecnologizadas sociedades de nuestros días; en definitiva, todas las consecuencias de lo que ha venido en llamarse “fracaso escolar” (por citar únicamente un dato, el 20% de los jóvenes españoles entre 18 y 24 años ha abandonado la educación formal y ni estudia ni trabaja, según datos de la Encuesta de Población Activa de 2015).
 
Ante este panorama, y tras glosar muy sucintamente los rasgos de este nuevo escenario en el que nos movemos (baste un significativo ejemplo de ese mundo radicalmente “distinto” al de hace solo unos lustros: En 2014, había unos siete mil millones de ordenadores conectados a internet en la Tierra, el equivalente a la población mundial. En 2015, la cifra se ha duplicado. En 2014, se estimaba que, en un solo minuto en internet, se mandaban doscientos cuatro millones de correos electrónicos, se descargaban cuarenta y siete mil aplicaciones, se realizaban seis millones de visitas a Facebook y dos millones de nuevas búsquedas en Google, se subían tres mil fotografías, se publicaban cien mil tuits, había 1,3 millones de visualizaciones de vídeos de YouTube y se subían treinta nuevas horas de vídeo. Cada minuto… Tardaríamos cinco años en ver todos los vídeos que navegan por la red en un solo segundo), Robinson propone, ambiciosa y, a mi juicio, algo ingenuamente, un controvertido “cambio de metáfora”: frente a una educación tradicional basada, como se ha visto, en los fundamentos de los procesos mecánicos, un modelo de enseñanza renovadora y “ecológica” regida por la vigorización “biológica”, “orgánica” de los centros, que busque la “salud” y el bienestar intelectual, físico, espiritual y social de los estudiantes, la interdependencia de los diferentes agentes educativos, padres y alumnos, profesores y centros, instituciones y autoridades, el “cultivo” equitativo de los talentos de todos los escolares, sin discriminación ni diferencia entre ellos, sean cuales sean sus circunstancias, y la personalización de la enseñanza, lo que supone el desarrollo óptimo de cada alumno, para hacerlos capaces de relacionarse con su mundo interior y con la realidad que les rodea.
 
La parte sustancial del libro se centra en explicar cómo se lleva a la práctica este poderoso cambio de la cultura escolar, el paso de la normalización a la individualización, de la “escuela en serie” al más moderno sistema educativo adaptativo complejo, de la uniformización a la enseñanza personalizada. Ilustrando sus tesis -o incluso fundamentándolas- con numerosas estadísticas, datos, anécdotas y casos reales (en una “técnica” marca de la casa, como pudo comprobarse en El elemento y Encuentra tu elemento, plagados de ejemplos, vivencias y situaciones protagonizados por personas o colectivos concretos), Robinson defiende, en ese revolucionario proceso por el que aboga, el cambio en las escuelas, ofreciendo abundantes muestras de experiencias y proyectos de renovación que, en ese sentido, ya se están llevando a cabo en Estados Unidos, Finlandia (con su paradigmático modelo de excelencia educativa), México, Corea y otras muchas partes del mundo: aprovechamiento de la tecnología en las clases, iniciativas de “escuela en casa” o de “no escolarización”, introducción del teatro o el arte en las aulas o escuelas libres, entre otros.
 
Ese cambio en las escuelas exige, a juicio del autor, investigar y modificar los planteamientos preexistentes sobre alumnos, profesores, directores, familias y autoridades educativas -principales implicados en el proceso-, y también sobre planes de estudio, metodologías y sistemas de evaluación, dedicando diversos capítulos de su libro al análisis pormenorizado de cada uno de estos asuntos. En primer lugar, Robinson se centra en el modo en que los estudiantes aprenden, para conocer así las condiciones necesarias para que lleguen a querer y poder hacerlo. Partiendo de lo que califica como asombrosa capacidad de los niños para aprender por sí mismos, propone personalizar la enseñanza. Del mismo modo, y sobre la base de la controvertida cuestión del carácter diverso y polifacético de la inteligencia, sugiere desarrollar las cualidades y los intereses específicos de los alumnos (cada uno con distintos talentos, personalidades, esperanzas, motivaciones, preocupaciones e inclinaciones), adaptar los horarios a los diferentes ritmos (al modo de los postulados del movimiento de la “educación lenta”), evaluar de manera que se estimule el progreso y el crecimiento personal e introducir el juego en el espacio educativo.
 
En lo que respecta a los cambios necesarios en los profesores, la propuesta de Ken Robinson gira en torno a lo que define como el arte de facilitar el aprendizaje, más allá de otras funciones -poner exámenes, realizar labores administrativas, asistir a reuniones, redactar informes o impartir disciplina- que en la actualidad les ocupan la mayor parte de su tiempo y los atosigan, distrayéndolos -y mermando por tanto su eficacia- de su tarea principal. Esa creación de condiciones óptimas para que los estudiantes aprendan exigiría, en el planteamiento del experto británico, que los profesores motiven a los alumnos, faciliten su aprendizaje, tengan expectativas positivas con respecto a ellos y los capaciten para creer en sí mismos, ofreciendo el autor para cada uno de esos cuatro frentes un amplio abanico de reflexiones y soluciones concretas, entre las que quiero destacar -sin que quepa la glosa en una reseña que avanza ya hacia la desmesura- la “clase invertida”, el “pensamiento de diseño”, la enseñanza como diversión, el “derribo de muros” (aportación docente de profesores no “profesionales” procedentes de la comunidad “civil”, ajena a la universidad y a los centros de enseñanza), el aprendizaje basado en proyectos, la “escuela democrática” (que presupone la incorporación de los alumnos en la gestión) o las propuestas para introducir la creatividad en las aulas (un terreno este, el de la creatividad, en la que el autor es un sobresaliente especialista).
 
En el capítulo relativo a los planes de estudio, y tras un análisis de las áreas de conocimiento en que se ha basado la educación a lo largo de la historia, Robinson explicita las ocho competencias fundamentales que los centros de enseñanza deben proporcionar a los alumnos para su exitoso desarrollo en la vida, las ocho "ces": curiosidad, creatividad, crítica, comunicación, colaboración, compasión, calma y civismo. Sobre esta base formula su propuesta de estructura de un plan de estudios novedoso que, basado en los principios de diversidad, profundidad y dinamismo, debiera recoger, agrupados en unas dinámicas “disciplinas” frente a las clásicas y rígidas “asignaturas”, y en igualdad de condiciones, recursos e importancia, artes, humanidades, artes del lenguaje, matemáticas, educación física y ciencia.
 
El libro incluye también secciones -y no puedo detenerme ya en el comentario pormenorizado de cada una de ellas- sobre los cambios que deben llevarse a cabo en la evaluación (a partir de la premisa según la cual los exámenes no evalúan gran parte de lo que es importante, y además lo hacen de forma muy limitada, se destacan los indudables inconvenientes de esta forma tradicional de evaluación -negativa homogeneización, presión y estrés, escasa fiabilidad, imposibilidad de “medir” lo verdaderamente relevante- y se anticipan mecanismos alternativos de análisis, descripción y valoración del aprendizaje alcanzado por los alumnos, entre los que destacan, como ejemplo revelador, los registros de aprendizaje); en el liderazgo de los directores y las condiciones de los centros (con atinadas reflexiones acerca de la organización de las escuelas de alto rendimiento y sorprendentes ejemplos de centros innovadores); en el papel de las familias (valorando la participación activa de los padres en la enseñanza -y no solo en el seguimiento y la orientación de sus hijos-, la colaboración del entorno familiar en novedosas iniciativas educativas en las escuelas, como lecturas familiares, presencia virtual, uso de redes sociales, acciones de difusión mediática, reuniones, asociaciones e iniciativas varias para padres, e incluso la educación en casa, facilitada en la actualidad por la profusión de cursos en línea); y, por último, en la política educativa y las autoridades, a las que Robinson recomienda que posterguen el ejercicio de los tradicionales mandar y controlar y lo sustituyan por un estimular de forma creativa el ambiente, el clima general de la enseñanza, tal y como se hace, de hecho, en experiencias -que se recogen al final del capítulo- en Argentina, China, Escocia, Otawa, Texas o Dubái.
 
Ante las objeciones que tildan de aventuradas y “progresistas” las tesis que defiende -pretendiendo con ello desautorizarlas, al oponerlas a las “tradicionales” ya consolidadas-, Robinson cierra su libro señalando que los principios y las ideas que lo inspiran han estado presentes en los distintos momentos de la historia de la humanidad y han sido sostenidos por autores de culturas, perspectivas y planteamientos ideológicos muy diversos, llegando a ponerse en práctica, aunque de manera limitada, en centros públicos y privados, en escuelas de áreas marginales y en privilegiadas instituciones de élite, con carácter experimental o en proyectos más o menos institucionalizados. La apuesta que en la actualidad exigen los tiempos es la de la generalización de unas prácticas que, a juicio del experto, resultan indispensables para adecuar la enseñanza a las necesidades de nuestra época. Se trata, pues, de un “cambio de escala” (y aquí es donde, a mi juicio, el planteamiento del entusiasta y brillante experto británico peca de “idealismo”): ampliar las muchas experiencias aisladas que ya se llevan a cabo en todo el mundo hasta llegar a la universalización de otro sistema de enseñanza más justo, inteligente y eficaz.
 
Os recomiendo vivamente la lectura de este Escuelas creativas de Sir Ken Robinson, no solo a quienes estéis directamente implicados -como alumnos o profesores- en el tema de la educación, sino a cualquiera con un mínimo de curiosidad e inquietud sobre el futuro de nuestras sociedades. De entre los muchos temas musicales que aluden al fenómeno educativo, os dejo hoy un clásico, The Old School Teacher, en la voz de Frank Sinatra.
 

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