Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 26 de abril de 2017

ANGELIKA SCHROBSDORFF. TÚ NO ERES COMO OTRAS MADRES

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Hoy os traigo una novela espléndida, aunque el fortísimo carácter autobiográfico del texto puede hacernos dudar -como tantas otras veces en nuestro programa- de si la adscripción a un determinado género tiene sentido en literatura, pues qué importa, en el fondo, de cara al interés y la calidad de una obra, que la historia que en ella se nos narre haya sucedido en la vida “tangible” o sea una invención sólo presente en la imaginación -¿acaso menos “real”?- de su autor (y de cualquier forma: ¿cómo sabremos -salvo excepciones muy notorias- si estamos ante una u otra situación?).

En el caso de mi propuesta de esta tarde, la escritora Angelika Schrobsdorff cuenta abiertamente y sin disimulo ni intento alguno por camuflar el origen verídico de su relato, la intensa peripecia existencial de su madre y por extensión la suya propia y la del resto de su familia, en una obra en la que todo -el marco general y los detalles, los protagonistas principales y los personajes secundarios, los acontecimientos históricos y las pequeñas y triviales anécdotas cotidianas- existe o ha existido, ha sucedido efectivamente, aunque, igualmente, todo, sin excepción, aparece revestido de tal carga dramática, tal hondura sentimental, tal fascinante exaltación emocional, siendo a la vez tan fidedigna la recreación de los hechos -y especialmente del espíritu- de una época, que, paradójicamente, el resultado final hubiera podido ser presentado como una excepcional ficción novelesca. Y así -imbuidos de la arrebatada pasión que transmiten las mejores narraciones, aunque emocionados también por la vívida conciencia de la dimensión real, histórica, de aquello de lo que se nos da cuenta- leemos Tú no eres como otras madres, el libro escrito por la alemana Angelika Schrobsdorff en 1992 y presentado en España en 2016, gracias al esfuerzo conjunto de las ejemplares editoriales Periférica y Errata Naturae, en traducción de Richard Gross.

El libro nos pone en contacto con la vida de Else Kirschner, madre de la autora. La narración de la hija preserva ese tono “ficcional” al que acabo de referirme, pues casi siempre escribe en tercera persona, salvo -y no siempre- cuando se refiere a ella misma, en que redacta en primera, contribuyendo así, con la opción narrativa predominante, a mantener un cierto tono de distanciamiento que “objetiviza” el texto y permite su presentación “disimulada” bajo la forma novelística.

Angelika Schrobsdorff, nacida en 1927, y viva aún -una anciana de mirada entrañable y triste en las fotografías, esposa de Claude Lanzmann, el director de cine francés, autor de Shoah, la obra cumbre cinematográfica sobre el holocausto judío-, parte de los años finales del siglo XIX -Else había nacido en 1893- para mostrarnos la intensa experiencia vital de su madre, la gran protagonista del libro -ya desde su título-; una mujer de arrebatadora personalidad cuya existencia transcurre en paralelo a la del convulso siglo XX, de modo que ambos ejes (el íntimo que se recrea en la descripción del alma de la extraordinaria mujer, y el “externo” que fotografía el agitado panorama de Alemania, y por extensión de Europa entera, en una época -la madre morirá a finales de 1948- que albergará dos grandes guerras), constituyen el doble núcleo central del apasionante relato.

El personaje de la madre llena la obra. Nacida en una acomodada familia judía que no hace bandera de su judaísmo (y este hecho, el anteponer -ingenuamente- su condición de alemanes a la supuesta singularidad de su raza, les provocará a todos sus miembros desgracias sin cuento), Else recibe en su infancia una formación convencional, con clases de piano y violín, también de francés, frecuentando desde niña la ópera y el teatro, acostumbrada desde sus primeros años a la lectura de los clásicos alemanes. Niña casi modélica, apreciada y querida por profesores y compañeros, aprende con facilidad, siendo considerada un dechado de desenvoltura, franqueza e impulsividad. Pronto comprende que es distinta al resto de los niños del jardín de infancia, atraída -contra la voluntad de sus padres- por los ritos católicos en un ambiente fuertemente judío. Llevada por su energía y vitalidad, por su fuerza y su carisma, por su desprecio de las convenciones, los cálculos, las pretensiones, elige desde muy joven lo “completamente distinto”, persuadida de que tiene que vivir según sus propias leyes.

Y así, arrastrada por su vitalidad, por su inteligencia, por su autenticidad, por su pensamiento mucho más ágil, rápido e independiente que las mujeres de su época, por su autonomía (es una adelantada a su generación) y su tozuda decisión, bien provista de cualidades (cara bonita, inteligente, ingeniosa, desbordante en su amor, su vitalidad y su generosidad. Tenía un carisma que no se explica con dotes físicas, humanas o intelectuales […] su cercanía, su calor, su amor, su amistad), pertrechada además con el encanto de un cierto exotismo que emana de su condición de judía, se lanza a vivir la vida sin cortapisas, buscando la revelación de la vida verdadera, eligiendo siempre el amor y la alegría.

Esa valiente disposición de ánimo la lleva a experimentar las muchas vivencias que permitía la desenfrenada ausencia de límites que caracterizó a los locos años veinte berlineses (como queda de manifiesto en el significativo texto con el que cierro esta reseña). Su vida se convierte así en un carrusel de experiencias sentimentales, amorosas, sexuales, artísticas, culturales, intelectuales. En ese frenesí vital, bohemio y ajeno a las convenciones, se zambulle en el placer, encadena un amante tras otro, tiene tres hijos de distintos padres -la última, nuestra narradora, Angelika-, pues sostiene de modo categórico que hay que tener un hijo con cada hombre que se ama, se salta los preceptos morales de su tiempo (como mujer de mi generación yo era algo nuevo, insólito y sospechoso. Me salía del marco, por así decir, tenía que ser muy fuerte y hacer mis propias leyes) y, en definitiva, se entrega a una existencia libérrima en la que ni siquiera la maternidad actúa como freno.

Toda esta exaltación de la primera mitad de la existencia de esta Else impulsiva y alocada y algo inconsciente -muy poco, en realidad; en todo momento conoce los riesgos de sus atrevidas elecciones vitales- se produce de modo simultáneo a la génesis -tímida y larvada- del engendro nazi, de cuyas ominosas muestras muy pocos quieren enterarse -o al menos apreciar su gravedad y su potencial carga destructiva y asesina- y menos que cualquiera nuestra entusiasta y alegre y arrolladora y apasionada protagonista, de tal manera que cuando la barbarie hitleriana ya constituye un proceso imparable que ha provocado una guerra y el exterminio de millones de judíos (su propia madre, la abuela de la narradora, entre ellos) y el sufrimiento y el dolor a muchos otros millones (entre los que se cuentan, esta vez, muchos de los allegados de la atrevida Else), la degradación que el Reich instaura en la vida social acaba afectando también a la ahora frágil mujer.

Exaltación frente a deterioro, vida libre y descuido de la maternidad frente a fracaso y culpabilidad; quizá sean estos dos juegos de “dualismos” los que mejor explican la esencia del libro. Sus desbordadas experiencias en la intensa y embriagadora juventud acaban dejando su huella, su dolorosa huella, y la Else brillante y vital de la primera mitad del libro se convierte en sus últimos años en una mujer enferma, malhumorada, incapaz de digerir lo que a sus ojos se revela ahora como fracaso vital.

Obligada, en un muy último momento, con la amenaza nacionalsocialista a las puertas, a abandonar Alemania e instalarse en un precario pero protector refugio en Sofía, Bulgaria, la existencia de nuestra protagonista va degradándose paulatinamente; todo a su alrededor -amigos, amantes, maridos, hasta hijos- desaparece o va diluyéndose, condenándola a una inusitada soledad, mientras su carácter se agría y el libro se puebla de reflexiones apagadas, pesimistas, mortecinas: Había tenido tres hombres, y ahora no tenía ninguno. Había tomado la vida por un prado de recreo, que ahora se convertía en un campo de batalla. Sólo había conocido la lucha y la victoria en el terreno del amor, del placer y de la diversión, no en el de la vida cotidiana. No estaba preparada, no estaba armada para esa vida. O también: ¿Cómo maneja uno el miedo y el dolor sin reventar? ¿Cómo vive en un país extranjero, con personas extranjeras cuyo idioma, cultura y costumbres desconoce? ¿Cómo protege a sus hijos de daños psíquicos de por vida? ¿Cómo sobrelleva el adiós a sus padres sabiendo que los deja en el infierno y que, con gran probabilidad, no volverá a verlos? ¿Cómo comprenderá jamás los instintos bestiales que se manifestaron en el sumamente culto y sumamente civilizado pueblo alemán, cómo asimilará jamás esa realidad?, una conexión, esta que se establece entre el destino del pueblo alemán y el suyo propio, que constituye otra de las claves del libro.

En el capítulo postrero de la obra, cincuenta espléndidas páginas integradas en su totalidad por la transcripción -¿o la libertad novelística de la autora se ha consentido la invención?- de las cartas enviadas por Else a distintos allegados tras la guerra, en los últimos años de su vida (son documentos de un país destruido, un pueblo destruido y una persona destruida), afloran las vertientes más tristes y desesperanzadas de una mujer rendida y que cuestiona retrospectivamente -aunque no del todo, conservará hasta el final algún átomo de valentía- los excesos de su existencia pese a todo feliz: Por todas partes hay horror, toda la vida es un horror. Nuestra equivocación consiste en que cuando somos jóvenes pensamos que la vida es bella, escribe. Y también: ¿No ha sido mi vida más que una cadena de locura, superficialidad, egoísmo, ansia de placer, delirio erótico? (…) Yo sólo veo mis errores y nada, absolutamente nada, en lo que pueda sostenerme, de lo que pueda decir que estuvo bien y fue decente. No obstante, a veces ni siquiera me arrepiento. Fue, a pesar de todo, bello. E igualmente: La vida pasa tan deprisa, y cuando se acerca a su término, uno se pregunta: ¿por qué la he dilapidado así? El relato se impregna entonces de una alicaída nostalgia del pasado (las cosas nunca volverán a ser como antes) y un negativo escepticismo lo envuelve todo: Creo que el único sentido generado por este mundo es el sinsentido.

A lo largo del libro la voz de la narradora no muestra -quizá sorprendentemente- una voluntad de cuestionar ni mucho menos juzgar a una mujer que desatendió en numerosas ocasiones -y en perjuicio de sus hijos, singularmente la propia Angelika- las obligaciones como madre. El relato es, ya se ha dicho, objetivo y casi neutro, describiéndose con idéntico énfasis y la misma ausencia de reproches morales, tanto los momentos de feliz frenesí en los que Else pretería a sus hijos, como los destructivos en los que su visión oscura de la vida irritaba a esa hija con la que mantuvo siempre una tensa relación (El amor de madre siempre es un amor infeliz, afirma).

En fin, no hay ya tiempo para más. Os recomiendo esta espléndida Tú no eres como otras madres de Angelika Schrobsdorff, cuya lectura sin duda vais a disfrutar. La voz de Dean Martin cantando Goodnight sweetheart till we meet tomorrow, un tema que acompaña a Angelika en un momento determinante del libro (fui a su casa y conocí la plenitud del amor en forma de violación) cierra por hoy nuestro espacio.


Imagino los años veinte como un cometa que, en una noche breve y sin estrellas, deja un rastro ancho y luminoso entre dos guerras mundiales.

Nacida en las postrimerías de aquella década, es decir, en un momento en que el cometa ya se estaba extinguiendo, sólo oí hablar de su esplendor y grandeza. Quienes lo hicieron -fueron muchos, tanto en Alemania como en Israel- parecían hallarse todavía bajo su embrujo. Hablaban de aquellos años con voz de contador de cuentos, con sonrisa soñadora o maliciosa, con nostalgia o súbita excitación. Un señor anciano, al que ya le flaqueaban las piernas y que meditaba bien cada paso, hasta se puso, para preocupación mía, a bailarme el charlestón. En aquel entonces lo había ejecutado en el Jockey Club con una muchacha de vestido verde y pelo a lo garçon, y el recuerdo debió de poner alas en sus piernas. Una dama, no menos anciana, me cantó las canciones de éxito de la época, y su voz rejuvenecía con cada melodía. Fue aquí, en Jerusalén, y los dos ya no existen. Han dejado de existir casi todos aquellos felices que vieron el cometa, y los dorados años veinte, nacidos en los estertores de la Primera Guerra Mundial y muertos de mala manera en el bestial exordio de la Segunda, se han convertido en leyenda.

Yo todavía me crié con muchas de las cosas emanadas de aquellos años veinte, y no cabe duda de que influyeron en mi persona. Pero sólo décadas después, cuando levanté la barrera que me separaba del pasado, volvieron a mí para entreverarse con lo que había oído, visto o leído. El rompecabezas nunca ha cuajado en una imagen. Por mi memoria rondan cual fantasmas los nombres de literatos y críticos, pintores y arquitectos, compositores y directores de orquesta, actores y directores de cine; de teatros y palacios cinematográficos, clubes nocturnos y salas de baile, restaurantes y cafés, periódicos y editoriales; se me pegaron aires de La ópera de tres centavos, estribillos de canciones de éxito, jirones líricos, fragmentos de textos y poemas de Mehring, Tucholsky, Kästner, Ringelnatz, Klabund y Brecht; impresiones de cuadros, de dibujos, de caricaturas que vi aquí, allá y acullá.

Por mi madre nada supe acerca de aquel período. Nunca habló, en nuestro exilio búlgaro, del pasado. Seguramente temía inquietarme y despertar en mí de nuevo los lobos dormidos de la nostalgia de la patria. Sólo en una ocasión, cuando se presentó en Sofía Labios soñadores, con Elisabeth Bergner, rompió el tabú. La Bergner había sido para ella, como para muchas mujeres de su generación, un ídolo, y ya había visto la película en Berlín varias veces. Cuando salimos hacia el cine, estaba tan nerviosa como una chica que se dirige a su primera cita.

-No me perdía obra de teatro en la que saliera la Bergner -me confió-. ¡Era la más grande! Todavía la veo haciendo de Puck en Sueño de una noche de verano montado por Max Reinhardt. Qué suerte por haber podido conocer todavía todo aquello… ¡nadie podrá quitármelo, nadie!

-¿Y cuándo fue eso? -pregunté.

-En los años veinte, que llaman los “años locos”.

-¿Realmente los veinte fueron tan locos? -interrogué más tarde a Enie.

-Fueron fantásticos, desde luego -dijo-. El preludio de una época nueva, moderna, emancipada, que no tuvo oportunidad. ¡Una grandiosa danza de la muerte! La cantidad de gigantes del arte y del intelecto que el Berlín de entonces escupió de la noche a la mañana es simplemente increíble. La mitad eran judíos. Y bien, conseguimos matarlo todo: a los judíos, al arte y al intelecto.

Y se lo llevó todo: la cultura y el vicio. La corta y eruptiva época de esplendor, una mezcla de renovación y decadencia que a menudo precede al cataclismo, transformaba la ciudad tanto en una metrópoli del arte y del intelecto como en una Sodoma y Gomorra.

Berlín había dejado de ser la residencia imperial de rígida etiqueta, costumbres gazmoñas y disciplina prusiana; era el corazón, la preferida, el patrimonio de sus habitantes, quienes por fin, liberados de las presiones, configuraban la ciudad a su gusto y le imprimían su cara y carácter. Una cara audaz y un carácter cosmopolita. Se abrían camino formas nuevas y puras, líneas nuevas y compactas, costumbres nuevas y liberales, un tono nuevo y desenvuelto. El estilo Bauhaus era considerado chic, lo mismo que el fox-trot, el club nocturno, la novela por entregas de las revistas ilustradas, la carrera de seis días en el Palacio de Deportes, el sex-appeal importado de los Estados Unidos. Nació el berlinés ágil y de réplica pronta y la berlinesa sobria y salada, poseedora de cierto no sé qué. Era la gran época de las mujeres, quienes, liberadas de repente de las cadenas y convertidas en individuos autónomos, podían participar del mundo de los hombres y manifestar sus sentimientos, sus pensamientos, sus expectativas y necesidades, antes reprimidas o rechazadas. Se deshacían de sus delantales y sus corsés, de su feminidad azucarada, su docilidad asexual, para presentarse con vestidos sueltos y vaporosos, las rodillas al aire, boquitas maquilladas en forma de corazón, y corte de pelo varonil: seductoras chavalas, aligeradas de muchas cosas en el doble sentido de la palabra.

Fumaban y bebían en los bares, cantaban frívolas canciones en los escenarios de los cabarets, bailaban ligeras de ropa en los teatros de variedades, saltaban al agua en bañadores ceñidos, se dejaban ver en establecimientos de dudosa fama, pasaban la noche flirteando, se entusiasmaban con la bailarina Josephine Baker, negra y con los pechos al aire, y el boxeador de peso pesado Max Schmeling. Y si un hombre les gustaba, no decían que no.

Else, en aquel mundo sacado de quicio, se sentía como pez en el agua. Ya no nadaba contra corriente, sino que nadaba al frente de una bandada de correligionarios. Su encanto se había vuelto provocador; su inteligencia, agua; su vitalidad, agitada; su alegría, subida de tono. Ella marcaba el compás, arrebataba, imponía.

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