Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 3 de mayo de 2017

RAPHÄEL JERUSALMY. SALVAR A MOZART

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una nueva semana a Todos los libros un libro que, como cada miércoles, sale al aire desde los estudios de Radio Universidad de Salamanca para ofreceros una nueva recomendación de lectura. Esta tarde os traigo un estupendo librito, una obra preciosa, concentrada e intensa, de un autor para mí desconocido.

Raphäel Jerusalmy es un escritor parisino, que vive en Israel desde hace años, dedicándose, al parecer, al negocio de los libros antiguos tras haberse desempeñado -siempre según la nota editorial que acompaña el libro del que hoy os hablo- como espía en los servicios de inteligencia israelíes. En 2012 publicó, en francés, este Salvar a Mozart que ahora os quiero comentar y que, en traducción de José Manuel Fajardo, vio la luz en nuestro país en mayo de 2015 por iniciativa de la editorial Navona, en su muy cuidada y magnífica colección Los ineludibles.

Salvar a Mozart nos muestra el diario que escribe entre el 7 de julio de 1939, fecha de la primera entrada, y el 2 de agosto de 1940, en la que se diluye la última, Otto J. Steiner, un crítico musical austriaco -aunque con antecedentes judíos en su sangre paterna- que languidece recluido en un sanatorio de Salzburgo, aquejado de tuberculosis, mientras en el exterior de su trágico encierro, el mundo cambia, sometido su país -y Europa entera- al brutal dominio del nazismo. Enmarcado entre esos dos veranos consecutivos, el relato da comienzo mientras se desarrollan los preparativos del Festspiele, el importante Festival de Música de Salzburgo, y finaliza al poco tiempo de que, un año después, dicho Festival haya puesto fin a una de sus ediciones más memorables -ofensivamente memorable- por la presencia de Hitler y otros altos jerarcas nazis en su concierto inaugural.

El libro se desenvuelve en torno a tres ejes, sólida y conscientemente integrados: la descripción de la deprimente vida en el sanatorio y del deterioro de la salud del narrador, las referencias -nunca directas y sí alusivas, tangenciales, meros apuntes que apenas se leen entre líneas- a la devastadora tragedia que el horror nazi provoca en la vida de Salzburgo, en los allegados y conocidos del propio crítico y, fuera entonces de su alcance, de su conocimiento y por tanto de su conciencia, en el resto de sus conciudadanos, en millones de desgraciados individuos en una Europa devastada (una devastación de la que la ruina física y la postración a las que conduce la tuberculosis y la degeneración de la siniestra vida hospitalaria operan como metáfora) y, en tercer lugar y sobre todo, la música, el valor de la música, su conexión con lo más noble de nuestra naturaleza, de nuestro espíritu, su capacidad para tocar las emociones, los sentimientos, la inteligencia, para despertar la aspiración hacia la belleza y la libertad del ser humano, así como, simultáneamente, su burda utilización por el poder del Reich como herramienta para manipular y hasta para edulcorar y justificar sus viles crímenes.

La estancia de Otto en la clínica es el relato una progresiva degradación física. La enfermedad, sólo incipiente al comienzo de la narración, avanza y va dejando su rastro de ruina y aflicción, de desamparo y tristeza, de grisura y derrota. No es sólo el ominoso avance de la tuberculosis, sino el clima del sanatorio lo que resulta opresivo. No son las bacterias las que causan esta decadencia -escribe en un momento del libro-, sino los colores deslucidos de la clínica, los muros grises del patio, esta especie de languidez que lo envuelve todo. Como un sudario. Y también: La atmósfera de la clínica me asquea. No soporto más esta incesante zarabanda de rostros demacrados, de máscaras de cartón que me rodean, que me acechan en el pasillo, se cruzan conmigo en las escaleras o me siguen a las letrinas. Como sombras.

Progresivamente aislado del mundo -su hijo, su hermana, su familia, han huido, pudiendo, quizá (solo quizá: en su encierro el protagonista desconoce el destino de los suyos), escapar de la barbarie nazi- Otto sobrevive mientras la progresión de su mal y el paso del tiempo le exigen ir renunciando a los pocos atisbos de normalidad que ha podido “recrear” en su estancia en el sanatorio. Así, mientras en los primeros días huye del infame bacalao con patatas del menú general pagando al hijo del portero para que le compre en el mercado negro salchichas de sesos, o se refugia en su modesta habitación individual leyendo su viejo ejemplar del Werther o escuchando los pocos discos que aún le pertenecen en el gramófono que ha podido salvar en su reclusión, o accede a un brevísimo y taciturno placer pagando a la chica de la limpieza para que se deje toquetear los senos, o recibe visitas de antiguos colegas, o incluso puede salir del hospital con una relativa libertad, visitando su abandonado domicilio, frecuentando un café o encontrándose con algún viejo amigo, con el paso del tiempo se ve obligado a vender sus libros y sus partituras y grabaciones, debe renunciar a su cuarto (¿Quién habría podido creer que se pudiera extrañar la propia soledad?) pasando a una sala comunal con otros enfermos mortecinos y quejumbrosos, desahuciados y agonizantes (Esta promiscuidad se está volviendo francamente intolerable. Ya no hay una línea de demarcación entre los moribundos y los demás, entre los viejos y los jóvenes, entre los incurables y los convalecientes. A decir verdad, yo no formo parte de ninguna de estas categorías. No soy ni viejo, ni joven, y de ningún modo soy un moribundo. Vivo en aguas revueltas. Como un guijarro en un torrente. Un guijarro que todavía rueda), ve agotados sus recursos económicos para pagar sus “lujos” eróticos y alimentarios, experimenta una gradual descomposición física y, en definitiva, va hundiéndose en un paulatino abandono, en un desolador aislamiento (Salgo demasiado poco como para abreviar una de las raras veladas en que puedo mezclarme con la gente y deambular por las largas galerías sin que nadie pretenda enviarme a la cama o ponerme una inyección. Muy pocos comprenden lo delicioso que es ser como todo el mundo. Para un paria como yo todo esto resulta embriagador) hecho de recuerdos y vanas esperanzas, de lamentos y desesperados intentos -uno de ellos vertebrará la acción de la novela- por preservar la dignidad de su vida: Pienso en María, en papá y mamá, en todos los que ya no están, en los que murieron antes de todo esto. ¿Y mi hijo? Ya no me escribe. Si me enviara una carta desde Palestina me interrogarían. No me queda nadie. Vivo rodeado de moribundos, enfermeras ariscas, gallardos soldados y ciudadanos ocupados, solo, tras las bambalinas. Ya no formo parte del decorado. Todo se aleja, poco a poco. Sin retorno.

La siniestra huella del terror nazi se manifiesta no solo en las constantes y veladas alusiones a repentinas redadas en el sanatorio, a registros de la Gestapo en las habitaciones, a misteriosas e inexplicadas desapariciones de pacientes o trabajadores del establecimiento, presumiblemente judíos o simpatizantes de la lucha antigermana -aunque nadie en estos casos quiere indagar y confirmar los hechos-, o en el enigmático comportamiento del doctor de la clínica, que parece sugerir connivencias con las autoridades ocupantes, o en el clima de sospecha permanente que viven los internos -aunque, como se ha dicho, esta presencia elusiva de la represión del régimen es una de las valiosas aportaciones de la obra-, sino también -y ello constituye el elemento esencial del libro- en la notoria voluntad del Reich en intervenir en el programa del Festspiele, pretendiendo, con esta descarada injerencia, transmitir a través de la música los valores del espíritu nacionalsocialista, a la vez que enmascarar, con una pátina de arte y cultura, de presuntos refinamiento estético y sensibilidad, de exacerbado romanticismo y exaltado lirismo, la ignorante y deshumanizada brutalidad de su atroz proyecto de exterminio.

Y es ahí en donde, levantándose de entre las ruinas de sus días, la declinante vida de Otto toma un nuevo impulso: ante su impotente declive vital, y llamado por Hans, un antiguo colega, a colaborar desde el sanatorio en la organización del Festspiele, seleccionando el programa, ennobleciendo la pretenciosa exaltación del gusto hitleriano con la presencia de su admirado y querido Mozart, y redactando el folleto de la ceremonia de inauguración, el 17 de julio de 1940, nuestro personaje opta por un acto de mínima, casi inapreciable, rebeldía -cuyo contenido exacto no puedo desvelar sin privaros del placer de descubrirlo por vosotros mismos en la lectura del libro- para, desde el territorio de su competencia -más aun, de su entusiasta pasión-, la música, oponerse a la irracional y despótica política nazi. He aceptado -escribe, con respecto a su colaboración- no por Hans, sino para salvar a Mozart, a pesar de todo. Mintiendo -mintiéndose-, siendo ampuloso en sus laudatorias palabras, ensalzando los valores del “régimen” en el prospecto de presentación, concibe sin embargo una más sutil forma de resistencia que constituirá una inesperada vuelta de tuerca en la novela y que sorprenderá, como digo, al lector, a esas alturas irremisiblemente emocionado y conmovido. ¿Salvar a Mozart? Eso sin duda no es más que un pretexto. ¿Matar a Hitler? Eso está jodido. ¿Entonces qué? ¿Una última reverencia antes de que caiga el telón, para un único espectador? (...) No se trata de un mensaje para la posteridad. Ni de confidencias. No, esto es una cosa completamente distinta.

El apagado descontento de un debilitado Otto ante el Ejército ocupante, el impotente -y por ello algo tibio- rechazo de sus crímenes por parte de quien se consume devastado por la enfermedad, su neutral independencia (Yo nunca he seguido ningún movimiento. Eso es lo que me ha legado mi padre, muy a pesar suyo: la no pertenencia. Yo no soy ni judío, ni no judío), su relativo conformismo y su ausencia de compromiso (En el fondo, soy el único de la familia que no pertenece a nada. Que no ha elegido. ¿A qué clan pertenecen los tuberculosos? ¿A qué ideología? Los enfermos graves también forman una casta. Muy igualitaria. Pero, ¿de qué lado están? ¿Tienen siquiera un programa?), el desvaído escepticismo del cada vez más postrado recluso del sanatorio ante la ridícula parafernalia que envuelve las manifestaciones más solemnes del poder hitleriano (especialmente notorio en un episodio insólito en el que el crítico asiste al histórico encuentro entre Hitler y Mussolini en el paso del Brenner: Ribbentrop, el conde [Ciano], los SS, los soldados armados hasta los dientes, los estandartes de colores chillones, demasiado largos, demasiado grandes, que colgaban ahora de los flancos de los trenes abrillantados con cera. Todo ello tenía un aire de carnaval. ¿Eso era entonces la gran Historia? ¿Un desfile de scouts?, escribe), se convierten, en cuanto la agresión afecta al “alma” de la música y de “su” particular Mozart, en un soberbio acicate que despierta de nuevo su impulso vital, que revigoriza unos días que se presumen postreros y que dota a esa su existencia casi terminal de un noble propósito que justificará sus últimos esfuerzos: Hacer del festival un vulgar instrumento de propaganda, un divertimento para la soldadesca, es el colmo. Es secuestrar a Mozart. Envilecerlo, señala, para concluir: ¡Esta vez se han pasado de la raya! No se les puede dejar de ninguna manera hacer semejante cosa. Sin sublevarse, sin reaccionar. Hay que poner término a esta mascarada. Al precio que sea. ¡Hay que salvar a Mozart! Y también: Hay que proteger a Mozart de estos imbéciles. O por último: Es en Salzburgo donde hay que redimir a Mozart. Puesto que lo ha traicionado. El próximo Festspiele es nuestra última oportunidad. No para salvar nuestra alma, es demasiado tarde, sino la suya. Y la de la música entera. Allí tiene que ser interpretada, no ejecutada.

Y así, sin ninguna otra expectativa vital, ¿A qué más puedo agarrarme?, aprovechando su “indefinición” (ni del todo judío, ni verdaderamente ateo, medio austriaco, medio silesio, alguien que aún no ha muerto y, sin embargo, está ya desterrado del mundo de los vivos) como el necesario estímulo de quien nada tiene que perder, Otto urdirá su plan: Cinco minutos para salvar a Mozart. Con música, como tiene que ser. Al violín.

Nada más puedo añadir sin revelar aspectos decisivos de la trama que deben permanecer ocultos. Leed este conmovedor relato que habla de la dignidad y la nobleza, del valor y el heroísmo, de la conciencia y los principios éticos, de la responsabilidad y la libertad del ser humano y, también, de la formidable potencia de la música para, con su emoción y su sensibilidad, con su fuerza y su capacidad para trascender el lenguaje, tocar nuestras almas y, en cierto modo, cambiar nuestras vidas.

Música de Mozart, claro, e “interpretada” en la novela (a propósito de las piezas musicales recogidas en el libro, confiesa Jerusalmy en alguna entrevista que le he leído que todos los hechos históricos narrados en el libro son verdaderos. Esto incluye cada concierto, los programas de música y quien asistió: Hitler, Goebbels... Lo descubrí en el sitio 'web' del Festival de Salzburgo que tenía anotado los programas de cada año desde antes de la guerra) para cerrar esta reseña: de La flauta mágica -una de las muchas obras que Otto menciona en su diario-, la conocida aria La reina de la noche en la impresionante voz de la soprano Luciana Serra.


Lunes 14 de agosto de 1939

Regreso del concierto, agotado. Me cuesta respirar, pero no habría faltado por nada de este mundo. Era “Die Entführung aus dem Serail”, bajo la dirección de Karl Böhm y puesta en escena de Völker. Kautsky y Ulrich han participado también en esta aventura que pasará a la historia. ¡Qué lustre! Mozart nunca ha sido interpretado de esa manera. Ha sido brillante. Potente. ¡Grandioso!

Adolf Hitler estaba allí. Con Bormann y Speer. En el gran palco. He tenido que estirar el cuello para verlos. No es muy alto. La balaustrada le ocultaba medio cuerpo. Había guardias por todas partes. Militares en traje de desfile alrededor de la sala y en las escaleras, y cientos de soldados en traje de combate afuera. Hombres de paisano que controlaban las invitaciones. Policías en el vestuario, en el bar del vestíbulo, delante de los retretes. Uno se acostumbra a su presencia, como telón de fondo. Son tan numerosos... Y la mayor parte, jóvenes. Se mantienen muy tiesos, en silencio. Sin molestar. Sumidos en la oscuridad, como todos los demás a partir del momento en que se alzó el telón.

La presencia del Führer se notó desde el mismo inicio del espectáculo. Planeaba sobre la sala. Pero enseguida, el fasto de los decorados, la intensidad sonora, el genio musical lo transportan a uno lejos. Rumbo a lo sublime. Yo tomaba notas discretamente, con mi agenda apoyada en las rodillas. Habitualmente, detecto hasta la menor nota falsa. El más ligero raspado de arco me rompe los tímpanos. Pero todo me ha parecido perfecto. ¿Será la enfermedad?

En el entreacto no he podido levantarme. He mirado mi agenda. Mi escritura es temblorosa. Los asientos vecinos estaban vacíos. No había nadie a quien pedirle un vaso de agua. Pensé que la representación nunca iba a recomenzar. La música me sostiene. Ella es lo único que me queda.

Sólo cuando las lámparas de araña estuvieron apagadas reapareció Hitler, precedido por sus guardaespaldas. Me he quedado mirando su palco, distraído. Un golpe de timbales me ha sobresaltado. Eso me ha hecho pensar en Stendhal: “un disparo de pistola en medio de un concierto”. Yo no tengo pistola.

Estoy muy cansado. Esta velada ha sido demasiado emocionante para un enfermo. Una ducha fría de ruido y de colores que hacen que a uno la dé vueltas la cabeza. Los envidio, envidio a esos que respiran a pleno pulmón y caminan sin esfuerzo. El mundo les pertenece. Sólo tienen que tender la mano. Los desfiles, los festejos nacionales, los bailes de veteranos, los paseos por el bosque. Todo eso lo tengo prohibido, en adelante. Y sin embargo, yo he sido como ellos. Cuando era una persona sana, normal. Y después, de golpe, fui proscrito, señalado. Por la enfermedad. De un día para otro. Contaminado. Un bueno para nada. Un inútil.

Hitler tiene razón. La gente como yo son pesos muertos, parásitos.

La gente como yo.

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