Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 17 de mayo de 2017

PIERRE MÉNARD. 20 BUENÍSIMAS RAZONES PARA NO LEER NUNCA MÁS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el ya veterano espacio -recordad que hace solo unas pocas semanas hemos llegado a los trescientos programas- de Radio Universidad de Salamanca en el que os ofrecemos recomendaciones de lectura llevados, en la mayor parte de los casos, por el entusiasmo y la pasión. Siempre he pensado -y ese es el espíritu último que mueve la emisión- que para persuadir a alguien de la conveniencia de la lectura es preciso que nuestras palabras, nuestros consejos, transmitan emoción y fervor. Solo quien lee apasionadamente puede, y admito que quizá resulte exagerado mi dictamen, despertar el interés de otro lector potencial.

No obstante, el caso de mi propuesta de hoy constituye una excepción a esa regla, pues el libro del que quiero hablaros es, tan solo, interesante, un juicio, pues, racional y algo frío, muy alejado de esas otras categorías más intensas y deseables del enardecimiento y el arrebato. Se trata de un breve librito, un opúsculo de tono ligero escrito por un jovencísimo autor francés, Pierre Ménard -sin nada que ver, al parecer, con el personaje borgiano-, y titulado 20 buenísimas razones para no leer nunca más. Mi sugerencia se enmarca, una semana más, en la órbita de la Feria del Libro de Salamanca, cuyos ecos, cada vez más lejanos, aún resuenan en nuestras calles. La obra del imberbe -literal y metafóricamente- Ménard, que ha cosechado un notable éxito en Francia, se presenta en nuestro país por Los libros del lince, en una edición cuanto menos discutible, con una muy mejorable traducción de Palmira Feixas y unas infantiles -en el peor sentido de la palabra- e inanes ilustraciones de Ana Flecha Marco.

Con respecto a la versión castellana del texto original, la principal objeción -casi descalificatoria- que se le puede oponer tiene que ver con la opción elegida por la traductora de “españolizar” las referencias quizá demasiado locales de la obra original. El resultado produce de continuo la irritación del lector que se ve asaltado cada pocas páginas por menciones a la revista Cuore, la urbanización de La Moraleja, las ostras gallegas, la distancia entre Gibraltar y Bilbao… ¡¡y hasta Eduardo Zaplana y Belén Esteban!!, que difícilmente pueden estar -es evidente- en el texto primitivo. Sorprende que no teniendo empacho la traductora en recurrir a las notas a pie de página para aclarar algunos otros datos contenidos en la versión inicial francesa, considere, en cambio, indispensable buscar un referente en español para, por ejemplo, hacernos ver la gran distancia entre dos ciudades francesas opuestas en el mapa, viéndose “obligada” a mencionar Gibraltar y Bilbao y no sus equivalentes galos. Pero es que, además, como bastantes de las citas que el autor elige para ejemplificar sus por lo demás provocadoras afirmaciones pertenecen al ámbito literario y cultural francés, el lector acaba dudando de las indudablemente españolas que aparecen en él (Baroja, Azorín, Leopoldo María Panero, Josep María Pou, Alfonso XII, Ana Ozores, ¿Antonio Castillo Gómez?, ¿Luisa María de Padilla Manrique?, ¿Lorenzo Castillo?), no sabiendo, a la postre, si están en el escrito original o son también alegres añadidos de la muy intervencionista Palmira Feixas.

De las ilustraciones de Ana Flecha Marco, convencionales, previsibles, triviales y anodinas -¡¡¡patético el Kafka/cucaracha, delirante el Borges en el oculista, infame Lope de Vega en su ¿lecho de muerte?!!!-, poco puede decirse salvo que si el editor hubiera decidido suprimirlas nos habríamos ahorrado un incómodo obstáculo para la lectura y, sobre todo, una permanente fuente de enojo.

Llaman la atención estas a mi juicio notables deficiencias en una edición que ha sido auspiciada, al parecer, por el inteligente escritor y riguroso editor Enrique Murillo, a quien el autor agradece en el cierre del libro el que hubiera permitido “que este proyecto se concretara”.

20 buenísimas razones para no leer nunca más es, resulta obvio, un panfleto. Pierre Ménard, pese al aparente sentido del título de su obra, es un letraherido, alguien que a sus tiernos veinticuatro años ha leído mucho y bien, alguien que, en consecuencia, ama la lectura, los libros y la literatura. En la obra que ahora os comento adopta, impostando un tono irónico perceptible desde su inicio, la pose de un anti-intelectual, un furibundo enemigo de la pedantería, la erudición, el culturalismo, la afectación y el esnobismo de los que a menudo hacen gala los bibliófilos -los bibliópatas, como él los llama. El libro tiene de panfleto el afán provocador, la insolencia sin paños calientes, la cruda acidez, el humor desmitificador, la irreverencia, la arbitrariedad, lo disparatado y excesivo, aunque su propósito -indisimulado, pese a la beligerancia postiza del enfoque elegido- es justo el opuesto que el pretendido: no solo no se denuesta la lectura sino que las escasas ciento cincuenta páginas del libro acaban por constituir un alegato en su defensa a contrario sensu.

Las veinte razones -en realidad acaban por ser algunas más- que Ménard esgrime para justificar el destierro de la lectura de entre nuestros más recomendables hábitos son de lo más descabelladas y extravagantes. Trufados de citas y referencias literarias y culturales -traídas a cuenta y forzando su interpretación pro domo sua- los veintiséis capítulos del libro se agrupan bajo títulos inequívocos: Leer es peligroso. Los lectores se vuelven feos. Los lectores se vuelven holgazanes. Los lectores se vuelven pedantes. Los lectores se vuelven esnobs. Leer aísla del mundo. La lectura impide el éxito profesional. Los lectores se vuelven locos. Los lectores se entristecen. Leer mata. Los libreros mienten. Leer es una aberración económica. Leer es un placer elitista. Leer es cosa de mujeres. Leer es perjudicial para las mujeres. Los lectores se vuelven reaccionarios. La lectura es peligrosa para la sociedad. Leer destruye el medio ambiente. Los libros dicen mentiras. Las virtudes de la lectura son falsas. La literatura es un arte menor. Leer es aburrido. La lectura no sirve para nada. Los libros meten la pata.

Como puede deducirse de los títulos antedichos, el enfoque es claramente irónico. Partiendo de la premisa que rubrica y antecede a cada capítulo, Ménard busca en el dilatado acervo de su erudición ejemplos que, convenientemente “manipulados”, forzando la máquina interpretativa, acrediten lo que quiere -o pretende querer- demostrar. Así procede en cada una de sus provocadoras aseveraciones; por poner solo un par de ejemplos, La lectura es peligrosa para la sociedad, por cuanto, a partir de citas de Fahrenheit 451, Ronald Barthes, Voltaire o Santo Tomás de Aquino, el lector cuestiona las visiones cerradas del mundo y relativiza el poder, constituyendo la lectura el primer paso de la rebelión contra Dios; Leer es un placer elitista ya que el libro es caro, requiere un espacio privilegiado -un sillón, una chimenea, un avión camino de Nueva York- también oneroso, exige una cierta inteligencia -que no está al alcance de cualquiera- y un enorme caudal de tiempo ocioso en el lector, y tales exagerados dictámenes se arropan con menciones a Proust, Léon Bloy, James Joyce o Raymond Queneau. Y del mismo modo “justifica” el resto de belicosas afirmaciones, presuntamente avaladas por la autoridad de decenas de destacados nombres de la historia de la literatura (salvo en el caso de Leer es cosa de mujeres, cuyo escueto comentario, tan descalificatorio como políticamente incorrecto es: El título habla por sí solo).

En fin, un original y curioso divertimento este 20 buenísimas razones para no leer nunca más, que esta tarde os recomiendo y del que os dejo ahora su muy explícito prólogo. Os ofrezco también, como complemento musical a mi reseña, una canción con tema literario. Se trata de Tender, del grupo británico Blur, que comienza con un muy evidente Tender is the night, título de la conocida novela de Francis Scott Fitzgerald


El 18 de julio de 1925, Hitler publica Mein Kampf. Ochenta y cinco años después, al recibir el Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa pronuncia un escandaloso elogio de la lectura. No podemos seguir consintiendo semejantes afrentas a la dignidad humana. Sí, lo afirmo contra viento y marea: leer es peor que una falta, es un crimen. Por supuesto, sé que mi teoría cuestiona a numerosos lobbies y amenaza con destronar ídolos, pero estoy dispuesto a asumir el riesgo. Ése es el precio de la verdad. Este combate se inscribe en la línea del enfrentamiento de Galileo contra Belarmino, de Bartolomé de las Casas contra Juan Ginés de Sepúlveda, de la razón contra el oscurantismo. Aunque no salga indemne de él, al menos habré intentado abrir los ojos al mundo.

¡Librémonos de la influencia de los libros! Si los insurrectos de la Semana Trágica quemaban Barcelona, ¡incendiemos las librerías!

Reconozco que existen lecturas útiles, como los prospectos de medicamentos, las señales de seguridad viarias o la revista Cuore. Pero ¡nada más! Abucheemos las novelas, caguémonos en las memorias, vomitemos sobre la ciencia ficción, excomulguemos los poemas y aborrezcamos los ensayos (éste incluido). Trabajemos para construir un mundo mejor en el que los libros queden reducidos a su única función, aplastar mosquitos y calzar mesas.

Cuento con algunos ilustres predecesores en esta lucha titánica, como Pío IV o Luis XV. El primero, por haber instaurado el Índice que prohibía las obras de Galileo, pero también las de Hume, Balzac, Moravia y tantos otros chupatintas estúpidamente ensalzados. El segundo, tan injustamente vituperado, por haber establecido en 1757 una ordenanza que condenaba a muerte a cualquier escritor, vendedor ambulante o librero que cuestionara la religión. El buen rey debería haber extendido el decreto a todos los escritos, en lugar de sólo a los materialistas. La sociedad estaría mucho mejor.

Citemos asimismo a nuestro héroe, el procurador Ernest Pinard, que batalló para que se prohibieran Las flores del mal y Madame Bovary, dos obras que la República francesa se ha afanado por imponer a los inocentes colegiales. No me referiré a otros, tales como Torquemada, Goebbels o Nicolas Sarkozy, habida cuenta de sus ataques contra los libros, aunque vayan en buena dirección, están dictados por motivos erróneos y son demasiado comedidos. A pesar de los estallidos de indignación y las negaciones por parte de la pandilla de los bibliópatas, nuestra nobel causa triunfa cada vez más. Los sondeos son categóricos al respecto: la lectura no deja de menguar. Así, más de un tercio de los españoles declara no leer ni un solo libro al año.

Pero no nos durmamos en los laureles. Para demasiados ilusos, el libro sigue siendo un objeto sagrado, en lugar de recibir la conmiseración que merece.

El lector inteligente que es usted se preguntará por qué quiero destruir los libros precisamente con un libro. Pues porque es más noble tratar de reducir el hierro con el propio hierro que con el fuego. Perseo no salió victorioso apuñalando cobardemente a la Medusa, sino mostrándole su reflejo. En este singular combate, sólo uno puede vencer: o la lectura o yo.

Alea jacta est.

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