Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 28 de junio de 2017

MARCELINE LORIDAN-IVENS. Y TÚ NO REGRESASTE

Así que, en Drancy, tú sabías bien que no se me escapaba en absoluto el aire grave que teníais los hombres, reunidos en el patio, ligados por un murmullo, por el mismo presentimiento respecto de los trenes que partían hacia las lejanas regiones del Este de las que habíais huido. Yo te dije: «Trabajaremos en ese lugar y volveremos a encontrarnos el domingo.» Tú me respondiste: «Tú sí volverás porque eres joven, pero yo no regresaré.» Esa profecía la llevo grabada dentro de mí tan violenta y definitivamente como el número de serie 78750 que grabaron sobre mi brazo izquierdo, algunas semanas más tarde.

Muy a mi pesar, tu profecía se convirtió en una temible compañera. En ocasiones me aferraba a ella, adoraba sus primeras palabras cuando, una tras otra, desaparecían mis amigas y también aquellas que no lo eran. Otras veces la rechazaba, detestaba aquel «pero yo no regresaré» que te condenaba, que nos separaba y parecía ofrecer tu vida a cambio de la mía. Yo todavía estaba viva, ¿y tú?

Hubo aquel día en el que nos cruzamos. Mi comando había sido enviado a picar piedra, a remolcar vagonetas y a cavar zanjas a lo largo de la nueva carretera que llevaba al crematorio número 5; marchábamos como siempre en fila de a cinco, de regreso al campo, eran más o menos las seis de la tarde. ¿Sabes que ese momento, que sólo nos pertenece a nosotros, figura en los recuerdos y en los libros de todos los que sobrevivieron? Porque en los campos de la muerte a escala industrial se disparaba toda clase de fantasías sobre reencuentros, y los cuerpos de todos aquellos que todavía se mantenían en pie se estremecieron cuando nos vimos y salimos de nuestras filas y corrimos el uno hacia el otro. Yo me arrojé a tus brazos, me arrojé con todo mi ser, tu profecía era falsa, estabas vivo. Podían haberte declarado inútil al llegar, tenías poco más de cuarenta años, una mala hernia en la ingle que te obligaba a llevar cinturón y una larga cicatriz en el pulgar, herencia de una herida que te hiciste en la fábrica, pero todavía estabas lo bastante fuerte para ser su esclavo, como yo. Tu papel era el de vivir, no el de morir, ¡me sentía tan feliz de verte! Habíamos recuperado nuestros sentidos, el tacto, el cuerpo querido; aquel instante nos costaría caro, pero interrumpió durante algunos preciosos segundos el implacable guión escrito para todos nosotros. Un SS me golpeó, me trató de puta, porque las mujeres no debían comunicarse con los hombres. «¡Es mi hija!», gritabas tú, sosteniéndome todavía. Shloïme y su querida niña. Los dos estábamos vivos. Tu razonamiento no se sostenía, allí la edad no significaba nada, no existía ninguna lógica en el campo, sólo contaba la obsesión de ellos por los números, se moría de inmediato o un poco después, no había escapatoria. Yo tuve el tiempo justo de decirte el número de mi barracón: «Estoy en el 27B.»

Me desmayé debido a los golpes, y cuando recobré el sentido ya no estabas allí, pero tenía en mi mano un tomate y una cebolla que me habías pasado con disimulo, seguramente tu almuerzo; los escondí enseguida. ¿Cómo era posible? Un tomate y una cebolla. Aquellas dos hortalizas, escondidas junto a mi cuerpo, restablecían todo, yo era de nuevo la niña y tú el padre, el protector, quien traía la comida, la sombra de aquel empresario que hacía prendas de punto en su fábrica de Nancy, la sombra de aquel hombre un poco loco que compró para nosotros un pequeño palacio en el sur, en Bollène, y un día me llevó allí con aire misterioso, en una carreta tirada por un caballo, tan contento con su sorpresa, y me preguntó: «¿Qué es lo que más deseas en el mundo, Marceline?»


Hola, buenas tardes. Con este explícito texto empezamos hoy Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Se trata de un significativo fragmento de un libro que hoy traigo al programa a partir de su vínculo con dos de los ejes temáticos en los que hemos centrado nuestras emisiones de las últimas semanas. Por un lado, con Y tú no regresaste, pues este es el título de la obra que ahora os presento, cerramos la serie que a lo largo del mes de junio hemos dedicado a libros con un fuerte contenido autobiográfico, más cercanos así a la mera descripción casi documental de las vivencias de sus autores que a la creación novelesca; muy lejos por tanto de la reelaboración literaria de esas experiencias vitales, recreadas en un texto de ficción en el que esa base real aparece transformada y hasta disuelta en una invención imaginaria (una pauta muy frecuente, por otro lado, en tantas obras literarias recientes). Además, y como parece obvio a partir de los párrafos leídos, el libro entronca con mis reseñas de hace dos meses, que giraban en torno a Auschwitz, a partir del septuagésimo aniversario de la ejecución, el 17 de abril de 1947, después de los juicios posteriores al fin de la guerra, de Rudolf Höss, el cruel comandante del campo de concentración.

Y tú no regresaste, que presentó la editorial Salamandra en 2015 en traducción de José Manuel Fajardo, es un intenso y conmovedor, un interesante y emotivo libro de la francesa Marceline Loridan-Ivens, una casi nonagenaria escritora y realizadora cinematográfica, superviviente de distintos campos de exterminio, de concentración y de trabajo, a los que había sido conducida por su condición de judía -Rozemberg es su apellido de soltera, antes de adoptar los de sus dos sucesivos maridos- en el transcurso de la segunda guerra mundial.

A los quince años, en marzo de 1944, Marceline es arrestada junto a su padre en Bollène, en el sur de Francia, al optar por la espera en la mansión familiar -una noche de más- en vez de escapar de la previsible detención, un error de funestas consecuencias. Tras diversas vicisitudes que la llevarán, junto a otros cientos de judíos, a Marsella y desde allí, en un vagón de tercera clase, a Drancy, un campo de internamiento francés, padre e hija forman parte del contingente de mil quinientas personas deportadas en el siniestro convoy 71 rumbo a Auschwitz-Birkenau.

Al llegar al campo, y por consejo de otro desterrado, miente sobre su edad (Diga que tiene 18 años), hecho que salvará su vida al superar así la separación por edades y resistencia física que hacían los militares nazis en la perversa selección inicial (un SS me hizo abrir la boca tres veces seguidas para ver mi dentadura). Separada muy pronto de su padre, inicia su trágico itinerario que la llevará de Birkenau (el campo colindante a Auschwitz en el que está internado su progenitor) a Belsen-Bergen, luego a Raguhn, en un terrible periplo por diversos centros de confinamiento y exterminio, hasta acabar cavando zanjas en Theresienstadt, otro campo en el que será liberada el 10 de mayo de 1945.

El libro se articula como una larga carta al padre, cuya presencia, evocada a partir de esa imagen inicial que se muestra en el texto que os he ofrecido en la introducción -la oscura, y sin embargo acertada, profecía en la que el adulto anticipa la salvación de la niña y su propia muerte: Tú sí volverás porque eres joven, pero yo no regresaré-, impregna la obra entera. El padre, una figura con un poderosísimo influjo en la vida de su hija -un mago, el hombre que me hacía abrir los ojos como platos-, un personaje cercano al mito al que la chica ama sin límite -Te quería tanto que estaba feliz de ser deportada contigo-, aflora, pues, de continuo en el libro a través de infinidad de recuerdos de la infancia, de los juegos, las inocentes peleas, la admiración, las innumerables pruebas de un amor intenso al que ni la dureza de las separación ni el paso del tiempo logran vencer: Todavía hoy, cuando escucho decir «papá» me sobresalto, aunque hayan pasado setenta y cinco años, aunque lo diga alguien a quien ni siquiera conozco. Esa palabra salió de mi vida tan pronto que me hace daño; sólo la puedo decir en mi fuero interno, pero de ningún modo articularla. Y sobre todo, no puedo escribirla.

Tras el fugaz encuentro recogido en el fragmento que antecede a esta reseña, el padre lograría hacer llegar una breve nota a su chiquilla. La joven conseguirá leerla para perderla después sin saber cómo. Las escasas líneas recordadas serán también el desencadenante de su memoria, que saltará desde la descripción de algunas de las horribles condiciones de su cautiverio hasta la no menos trágica vivencia de su liberación y su posterior existencia marcada para siempre por los dramáticos episodios vividos y por la desaparición de la figura paterna.

Son numerosas -y aterradoras y escalofriantes- las “escenas” que Marceline logra rememorar de los trenes en que es trasladada de un encierro a otro y también de su malhadada vida en los campos: el hambre y la desnutrición; el desesperado robo de pan del bolsillo del abrigo de una muerta; las masas de desplazados enfermos de tifus; los inevitables contagios; las “descargas” de los convoyes; los hornos crematorios, las cámaras de gas; la tierna y a la vez espeluznante imagen de una niñita abrazada a su muñeca, desconcertada e indefensa; la de otra niña que es abatida a culatazos porque no resiste el trabajo de carga que deben hacen juntas (y la culpa consiguiente -Yo la maté- por no haber podido “sostenerla” en su debilidad); los recuentos obsesivos; la ejecución de Mala, nuestra heroína, que intentó fugarse y fue fatalmente capturada; las chicas que se arrojan a las alambradas eléctricas o que caen bajo ráfagas de metralleta mientras huyen inútilmente; las inclemencias del tiempo y las plagas de parásitos (para matar las pulgas y calentarme rodaba desnuda sobre la nieve); la amistad con Simone Anne Jacob -que acabará siendo Simone Veil, la destacada intelectual francesa-, un sostén durante la reclusión; los ingenuos y bienintencionados intentos de disimular la tragedia: Vamos a Pitchipoï, dicen los adultos, usando la palabra yidish que alude a un destino desconocido, un eufemismo infantil para entretener a los niños y ocultarles su inexorable camino a la muerte; la jerga de los campos: México, la zona en que sitúan los estacionados al lado de los crematorios, sinónimo de muerte próxima, Canadá, el lugar en que se clasifica la ropa, un trabajo cómodo pese a que al afanarse con los vestidos de los muertos, el olor de carne quemada no me abandonaría jamás.

Y ante todas estas penalidades, la ataraxia (Uno se congelaba por dentro para no morir), la pérdida de las referencias de amor y sensibilidad (Yo estaba al servicio de la muerte; ya no había humanidad en mí), el extremo endurecimiento (Me había hecho tan dura… Sobrevivir hace que las lágrimas de los otros se vuelvan insoportables), la insufrible -pero en esas circunstancias también liberadora- presencia de la muerte (Desde niños conocíamos la muerte y sus ritos, la bandera negra, el coche fúnebre que pasa lentamente por la calle, nos lo cruzábamos y respetábamos, éramos mucho más fuertes que la gente de hoy, si tú supieras cuanto miedo le tienen a la muerte…)

Pero -escribe más adelante dirigiéndose al fantasma del padre- no fue la muerte quien te llevó. Fue un gran agujero negro, del que yo vi el fondo y el humo. Y de ese agujero negro da cuenta la autora en la última parte de su libro, centrada, tras el fin de la guerra, en su difícil intento de recuperar una cotidianidad normalizada en un París liberado que da la espalda a la tragedia, aparentemente ajeno al drama vivido por tantos de sus habitantes.

El 10 de mayo de 1945, Marceline es liberada en el campo de Theresiendstadt (Yo nací ese día, dice; desde entonces, su hermana Jacqueline le regala flores cada año). La joven recuerda, casi insensible, a los ciudadanos cantando la Marsellesa por las calles; la relativa indiferencia de la familia, desmantelada, afectada también por el drama, por el padre desaparecido (No había familia sin ti); la estéril investigación sobre el destino del progenitor, todo conjeturas, salvo el Acta de Desaparición, el impreciso documento oficial que llegará en 1948; la inalcanzable normalidad; los varios intentos -fallidos- de suicidio; los tristemente logrados de sus hermanos Michel y Henriette (Murieron de tu desaparición); la irremisible desdicha (Una se siente casi feliz al saber hasta qué punto puede ser desdichada); la imposibilidad de arrancar los recuerdos; la incapacidad para la vida (Una vez regresada al mundo era incapaz de vivir); las muchas secuelas físicas (los pies helados y entumecidos para siempre, los círculos en brazos y piernas por las infecciones, las huellas de los bastonazos en la nuca) y psicológicas (temblando en los vestíbulos de las estaciones, no pudiendo soportar los cuartos de baño con ducha de los hoteles ni la visión de las chimeneas de las fábricas).

El campo permanece en todos nosotros. Lo llevamos todos en la cabeza y hasta la muerte, escribe, y así aflorará en los actos más triviales de su vida corriente: duerme en el suelo al no poder soportar el confort de un lecho, tras tantos meses de duros camastros; se mantiene flaca y menuda porque debo mantenerme delgada y esbelta para que no me envíen al gas la próxima vez; no soporta desnudarse, aborrece su cuerpo, la desnudez asociada a la mirada gélida de Josef Mengele, que en el campo señalaba a las víctimas con su bastón y decidía en el acto quién viviría y quién no; le tiene horror a la carne y a su elasticidad. En aquel lugar vi deformarse las pieles, los senos, los vientres, vi a las mujeres doblarse, arrugarse, vi el deterioro acelerado de los cuerpos, descarnados hasta el esqueleto, hasta la náusea, hasta el crematorio; su amiga Simone, ya abogada, continúa acumulando cucharillas de café sin valor para no tener que beberse a lengüetadas la horrible sopa de Birkenau.

Y poco a poco -me dejé llevar por mi generación-, las fuerzas resurgen -sentía palpitar en mí las ganas de vivir-, la vida sigue, accede a algo parecido a una existencia ordinaria, milita en la clandestinidad, aboga en favor de las causas de los argelinos, de los palestinos, de los vietnamitas y los chinos, la izquierda revolucionaria de los años sesenta y setenta, comparte el canon progresista de la época, se casa por dos veces, abandona el Rozenberg familiar y conserva los apellidos de sus dos maridos, el último el cineasta Joris Ivens, treinta años mayor que ella, “Él”, la figura del padre perdido (A fin de cuentas, te casaste con tu padre, le dice Henri Cartier-Bresson) pero nadie podía ocupar su puesto, porque toda la vida, sus muchos años posteriores, continuará buscando su recuerdo en las líneas de la carta perdida: Yo sé todo el amor que ellas contienen, las he buscado durante toda mi vida.

Al fin, escribe en 2015 a modo de resumen forzosamente desesperanzado: Tengo ochenta y seis años, el doble de la edad que tenías tú al morir. Hoy soy una señora vieja. No tengo miedo a morir, no siento pánico. No creo en Dios ni en que haya algo después de la muerte. Soy una de los 160 que todavía viven de entre los 2.500 que regresaron. Fuimos 76.500 los judíos de Francia que partimos hacia Auschwitz-Birkenau. Seis millones y medio murieron en los campos.

En fin, son muchos y muy convincentes los motivos para leer este escalofriante y lúcido y valiente testimonio de Marceline Loridan-Ivens: Y tú no regresaste, publicado por la Editorial Salamandra. Espero que os decidáis a hacerlo. Otro escritor francés, Pascal Quignard, escribió a propósito de los campos de concentración: Hay que oír esto temblando: los cuerpos desnudos ingresaban en las cámaras de gas inmersos en música. Una pieza de la obra Rosamunde de Schubert está en el recuerdo de Primo Levi, que la oyó, con aterrado desconcierto, en la entrada de Auschwitz; os ofrezco ahora un fragmento en la interpretación de la Concertgebouw-Orchester Amsterdam dirigida por George Szell.

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