Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 7 de junio de 2017

JAMES RHODES. INSTRUMENTAL

De pequeño me pasaron cosas, me hicieron cosas que me llevaron a gestionar mi vida desde una posición según la cual yo, y solo yo, soy culpable de todo lo que desprecio de mi interior. Era evidente que una persona solo podía hacerme cosas así si yo ya era intrínsecamente malo a nivel celular. Y todo el conocimiento, la comprensión y la amabilidad del mundo no bastarán para cambiar, jamás, el hecho de que esa es mi verdad. Que siempre lo ha sido. Que siempre lo será.

Preguntádselo a cualquiera a quien hayan violado. Si dicen otra cosa, mienten.

Las víctimas solo alcanzamos un final feliz en destartalados salones de masaje de Camden. No logramos pasar al otro lado. Sentimos vergüenza, rabia, asco. Y la culpa es nuestra.

Aquella noche de miércoles, en mi enano saloncito de los cojones, mientras me veía por la tele convertido en un tremendo y odioso gilipollas, me di cuenta de que nada había cambiado. En el fondo, como la mayoría de nosotros, incluso ahora con treinta y ocho años, tengo un agujero negro en mi interior que nada ni nadie parece poder llenar. Digo como la mayoría porque…, bueno, echad un vistazo a vuestro alrededor. Nuestra sociedad, nuestras empresas, nuestras estructuras sociales, costumbres, entretenimientos, adicciones y distracciones se apoyan en enormes y endémicos niveles de vacío e insatisfacción. Yo lo llamo sentir odio por uno mismo.

Odio quien fui, quien soy, en quien me he convertido y, tal como nos han enseñado, me castigo continuamente por las cosas que digo y hago. Son tales los niveles globales de intolerancia, codicia y disfuncionalidad, es tal la sensación de que uno lo merece todo porque sí, que esto no sucede únicamente en una pequeña y dañada parte de la sociedad. Todos vivimos en un mundo de dolor. Si en algún momento del pasado dicho mundo fue distinto, a estas alturas, desde luego, lo que describo ya se ha normalizado. Y esto me inspira tanta rabia como mi pasado.

Hay una rabia que fluye por debajo de todo, que nutre mi vida y que alimenta al animal de mi interior. Una rabia que siempre, siempre, me impide, por mucho que me esfuerce, convertirme en una versión mejor de mí mismo. Da la impresión de que mi maldita cabeza está dotada de vida propia, que no la puedo controlar en absoluto, que es incapaz de razonar, de negociar o de sentir compasión. Me lanza gritos desde las profundidades. Cuando era pequeño, no entendía sus palabras. De adulto, me espera al pie de la cama y se pone a hablar un par de horas antes de que me despierte, para que, cuando yo abra los ojos, ella ya haya entrado en modo rabia total, para que me diga entre aullidos de mierda lo contenta que está de que me haya despertado al fin, lo jodido que estoy hoy, que me va a faltar tiempo, que la voy a cagar en todo, que mis amigos han organizado un complot contra mí, que no confíe en nadie, que tengo que hacer todo lo posible por proteger lo que tengo en la vida, por mucho que sepa que es una causa perdida. Estoy siempre agotado. Esta voz es una especie de YO tóxico: corrosivo, invasivo, nocivo, negativo, todos los -ivos malos.

La noto ahora en mi interior. No me había dado cuenta de lo jodidamente cabreado que estaba hasta que he empezado a escribir este libro. Qué cortina de humo tan estupenda pueden crear algo de dinero, la atención y los medios de comunicación. Qué bien se le da a Beethoven distraerte. ¿Por qué tantos triunfadores siguen avanzando sin detenerse, intentan superar sus demonios mediante la acumulación de más cosas, más distracciones, más ruido, hasta que se caen de bruces y se autodestruyen? Porque nadie puede dejar atrás los motivos de una rabia tan potente como esa.

Con toda facilidad y tranquilidad puedo fijarme en el exterior para encontrar las razones de mi dolor interior. Puedo argumentar de forma convincente por qué todas las personas de mi vida, todos los acontecimientos, todas las situaciones, individuos, sitios y cosas son en parte responsables de que yo sea, casi siempre, un cabrón enfadado y amargado.

Y también puedo, de una forma igualmente convincente, mirar hacia dentro, iluminarme a mí con el foco, y pasármelo pipa con ese horror incesante que es culpabilizarse a uno mismo.

Y todo esto es irrelevante, intrascendente e inútil.

Me dedico con demasiada frecuencia a echarles la culpa a todos y a todo. A veces me invade tal rabia psicótica que apenas puedo respirar. Me resulta imposible escapar de eso y nada puede aliviarlo, al margen de algunos colocones caros y peligrosos. Esa rabia es la recompensa por ser una víctima: todas las adicciones requieren un premio, y la rabia y la culpabilización son las recompensas que me sostienen y me dan fuerzas cada día.

Creedme: esta mezcla tan excesivamente indulgente de odio por mí mismo y quejicosa autocompasión en la que parezco estar atrapado no es quien quiero ser.

Eso lo sé.

¿Quién querría ser así? Y menos aún reconocerlo.

Me gustaría ser superhumilde. Prestar un servicio a la música, al mundo, a aquellos que tienen menos suerte que yo. Erigirme en ejemplo de que los horrores pueden soportarse y superarse. Ayudar, dar, crecer, florecer. Sentirme liviano y libre y equilibrado y sonreír un montón.

Pero tengo más posibilidades de tirarme a Rihanna.

En última instancia, el motivo por el que siento tanta rabia es que sé que no hay nada ni nadie en este mundo que pueda ayudarme a superar esto del todo. Ni familiares, ni mujeres, ni novias, ni psicólogos, ni iPads, ni pastillas, ni amigos. Las violaciones infantiles son el Everest de los traumas. ¿Cómo no iban a serlo?

Me utilizaron, me follaron, me destrozaron, me manipularon y me violaron desde los seis años. Una y otra vez durante años y años.

Y así fue como pasó.


Hola, buenas tardes. Bienvenidos, con este espeluznante texto que acabo de leeros, a una nueva emisión de Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca que semanalmente os trae una propuesta de lectura confiando en despertar vuestro “apetito” y provocar en vosotros el deseo -yo aún diría más, el ansia- de leer un libro que escojo siempre con criterios de interés y de calidad. Con mi recomendación de hoy, a la que pertenece el fragmento inicial cuya procedencia quizá algunos de vosotros hayáis reconocido, quiero iniciar una breve serie en la que el elemento autobiográfico será el núcleo central de los títulos elegidos, obras todas de escritura digna pero desprovistas de un especial valor literario; aunque sobresalientes, sin embargo, porque dan cuenta, desde ángulos y enfoques distintos, con pretensiones y objetivos diversos, con planteamientos y propósitos muy diferentes, de las vidas -desgarradoras, intensas, apasionantes, terribles- de sus autores.

En el caso de esta tarde, y en una reseña que, a partir de aquí, será forzosamente breve, tanto por la larga extensión del texto preliminar, que ha ocupado gran parte de nuestro tiempo, como por lo muy significativo del mismo, que encierra -casi- la totalidad de sus claves, hasta el punto de hacer que mis comentarios sean en gran medida superfluos (como, por otra parte, suele ocurrir a menudo con mis palabras), quiero hablaros de Instrumental, el libro -de amplia repercusión mediática- que publicó en 2014 el pianista James Rhodes, y que vio la luz en España a finales de 2015 en la editorial Blackie Books en traducción de Ismael Attrache y con el explicativo subtítulo de Memorias de música, medicina y locura.

James Rhodes, que en el momento en que escribe Instrumental aún no ha cumplido los cuarenta, es, a sus cinco años, un niño talentoso de familia acomodada, un niño rebosante de vida, alegre, feliz, que se incorpora a un nuevo colegio con la ilusión del descubrimiento y la esperanza que lleva consigo a esas edades todo comienzo. Las constantes violaciones a las que alude el desasosegante texto que he leído como apertura de esta reseña, perpetradas persistente e impunemente por su profesor de Educación Física sin que nadie parezca darse cuenta del hecho (solo la directora de la escuela, retrospectivamente, parece atar cabos para, tras la difusión pública de los abusos, declarar ante la policía -en denuncia que el libro reproduce- las sospechas que entonces abrigaba sobre el docente, ahora fatal e impunemente confirmadas), condicionarán de un modo dramático su vida y lo llevarán, casi tres décadas después del indecible sufrimiento, a dar a conocer al mundo -con inusitada y elogiable valentía- su angustiosa experiencia y el suplicio y la amargura, la tortura y el dolor en que se vio envuelta -ya para siempre- su existencia. Las violaciones sistemáticas y continuadas en el tiempo durante cinco años provocarán en el pobre Jamie una interminable sucesión de daños y padecimientos que él mismo se encarga de enumerar: múltiples operaciones, cicatrices (internas y externas), tics, trastorno obsesivo-compulsivo, depresión, ideación suicida, enérgicos episodios de autolesiones, alcoholismo, drogadicción, los complejos sexuales más chungos, confusión de género («pareces una chica, ¿estás seguro de que no eres una niña?»), confusión sexual, paranoia, desconfianza, una tendencia compulsiva a mentir, desórdenes alimenticios, síndrome de estrés postraumático, trastorno disociativo de la personalidad (un nombre algo más bonito que le han puesto al síndrome de personalidad múltiple), etcétera, etcétera, etcétera. En el libro -una especie de necesario exorcismo de todos sus demonios interiores (Yo soy muchas cosas. Músico, hombre, padre, gilipollas, mentiroso y falso. Pero sí, lo que más me define es el sentimiento de vergüenza. Quizá sea todas esas cosas negativas como consecuencia de sentir esa vergüenza. Quizá si acepto, acojo y suavizo esa sensación de culpa, de falta, de maldad, de abyección que hay en mi interior, los defectos y las creencias que parecen lograr que el mundo funcione en mi contra empiecen a desaparecer)- Rhodes nos muestra, sin paliativos ni edulcorantes, con un lenguaje desabrido y transparente (aunque sin conceder ni un solo resquicio al morbo), las traumáticas tres largas décadas de su paso por el mundo.

En Instrumental confluyen, a mi entender, tres planos conectados entre sí (más allá de las obvias indignación, denuncia y llamada de atención acerca de la impunidad con la que se llevan a cabo prácticas tan brutales e inhumanas como los abusos sexuales a menores en muchas instituciones -la escolar y la eclesiástica, particularmente, pero también otras, como es el caso de Jimmy Saville, el famoso periodista musical británico, que también se cita en el libro). Está, por un lado, el relato -sobrecogedor- de la propia vida del autor, una pavorosa secuencia de internamientos en psiquiátricos, episodios de drogadicción, humillantes experiencias sexuales, momentos de abyecta prostitución juvenil, intentos de suicidio, desórdenes psicológicos (Todo es por culpa de mi cabeza. El enemigo. Lo que me acabará matando; una mina antipersona, una bomba con el cronómetro activado, Moriarty. Mi puta cabeza que me hace llorar y gritar y aullar y frotarme los ojos de pura frustración. Siempre presente, constante solo en su inconstancia, rabiosa, echada a perder, espantosa, retorcida, errada, aguda, afilada, depredadora) e infinidad de otras estremecedoras experiencias vividas siempre al límite de la más mínima dignidad humana. Una vida que logra sobreponerse a la ominosa corriente que inexorablemente llevaría a su protagonista a la extinción para conseguir al fin salir a flote (Han pasado casi seis años desde que me dieron el alta en una institución psiquiátrica. Salí de mi último hospital mental en 2007, hasta las trancas de medicamentos, sin carrera profesional, sin mánager, sin discos, sin conciertos, sin dinero y sin dignidad), siendo James Rhodes, hoy mismo, un sobresaliente intérprete de música clásica, con unos cuantos notables discos y numerosos conciertos en su haber, con una fecunda actividad en los medios de comunicación -artículos en periódicos, documentales televisivos, etc.- y, sobre todo, con una “normalizada” vida personal y familiar, casado en segundas nupcias y con un hijo que es el motor de su existencia. Estoy cualificado para escribir esto -dice, en este sentido, de su libro- porque he sobrevivido a ciertas experiencias que quizá otras personas no habrían superado. Y al haber salido vivo de ello (hasta ahora) y, según la editora que le vendió la idea de este proyecto a su jefe, haber logrado «llegar a ser alguien», se me ha brindado la oportunidad de escribir un libro. Lo cual hace que me parta de risa, porque, como veréis a lo largo de las próximas ochenta mil palabras, vivo inmerso en una locura inherente a mí mismo, tengo un concepto de la integridad bastante retorcido, pocas relaciones que valgan la pena, aún menos amigos y, lo digo sin la menor compasión por mí mismo, soy bastante gilipollas.

En segundo lugar, la obra es un alegato entusiasta y apasionado en favor de la música, de su “poder salvífico”. Gran parte de la recuperación de Rhodes para la “normalidad” se debe a su descubrimiento y dedicación a la música clásica. Así opina sobre el relato de su vida en el que se centra Instrumental: Porque es una historia que demuestra que la música es la respuesta a aquello que no la tiene. Estoy convencido de ello porque yo no existiría, menos aún de una forma productiva, sólida (y, de vez en cuando, feliz), sin música. O de un modo aún más explícito: Pero es un hecho irrefutable que la música me ha salvado la vida de una forma muy literal, y creo que también la de un montón de personas más. Ofrece compañía cuando no la hay, comprensión cuando reina el desconcierto, consuelo cuando se siente angustia, y una energía pura y sin contaminar cuando lo que queda es una cáscara vacía de destrucción y agotamiento.

Y en consonancia con esa idea, Instrumental es también un modesto y somero pero muy atractivo “curso” de música, no solo porque contiene furibundos alegatos en contra del modo -elitista, mercantilizado, narcisista- en que se orienta la difusión de la música clásica en nuestros días (Entre otras cosas, quiero que este libro proponga soluciones a esta degradación descafeinada e interesada de la industria de la música clásica que nos han forzado a aceptar en contra de nuestra voluntad. También espero mostrar en él que los problemas y las posibles soluciones dentro de ese mundo clásico pueden también aplicarse a muchísimos más ámbitos parecidos, que afectan a nuestra cultura en general y a las artes en particular), sino, sobre todo, porque el texto aparece surcado de mil y una referencias a piezas clásicas, de las que se nos habla con pasión, profundidad e inteligencia. En este sentido, cada uno de los veinte capítulos del libro viene encabezado por una cita musical, una obra de la que Rhodes nos proporciona un enjundioso comentario -sobre la misma pieza, pero también sobre sus compositores o intérpretes- antes de adentrarse en la narración propiamente dicha. El entusiasmo del concertista es contagioso y produce en el lector -incluso en uno tan poco familiarizado con la música clásica como soy yo mismo- el vehemente deseo de conocer más sobre el fascinante universo que nos dibuja el exaltado fervor del autor, el cual, por otro lado, recomienda de modo vehemente complementar la lectura de su obra con la escucha de estos temas, de modo que la turbadora atmósfera del libro se vea en cierto modo compensada por la belleza de la música de la que el propio James Rhodes, en bastantes ocasiones, es intérprete. Esta “banda sonora” del libro puede consultarse en una lista de Spotify (http://bit.do/instrumental) creada al efecto por el propio músico.

De entre todas las obras recogidas os dejo ahora, como cierre a mi reseña, con la interpretación que el propio Rhodes hace de la Chacona de Bach y Busoni, una pieza especialmente significativa en el libro: Y supe, del mismo modo que supe en cuanto lo tuve en brazos que dejaría que me atropellara un autobús para salvar a mi hijo, que era aquello en lo que iba a consistir mi vida. Música y más música. La mía iba a ser una existencia dedicada a la música y al piano. Lo supe sin cuestionármelo, feliz, sin el dudoso lujo de poder elegir. Y sé lo estereotipada que resulta esta afirmación, pero esa pieza se convirtió en mi refugio. Siempre que estaba angustiado (siempre que estaba despierto) se me repetía en la cabeza. Se iban marcando sus ritmos, sus voces se ejecutaban una y otra vez, se alteraban, se sometían a experimentos. Yo me sumergía en su interior como si fuera una especie de laberinto musical y deambulaba por él, perdido y feliz. La pieza determinó mi vida; sin ella habría muerto hace años, estoy convencido. Junto a las otras piezas musicales que me llevó a descubrir, se convirtió en una especie de campo de fuerza que solo el dolor más tóxico y más brutal podía traspasar

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