Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 26 de julio de 2017

DENNIS LEHANE. CUALQUIER OTRO DÍA; VIVIR DE NOCHE; ESE MUNDO DESAPARECIDO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a la última emisión de Todos los libros un libro por este curso 2016/2017. Con mi propuesta de esta tarde os decimos adiós hasta el próximo septiembre, dejándoos, como hemos hecho a lo largo de todo este mes de julio, con una recomendación de lectura que no puede formularse así, en singular, ya que se abre a múltiples libros e incluso a otras obras no literarias como películas o series televisivas. Quienes habéis seguido el espacio en estas últimas semanas sabréis que, como en otras temporadas, he querido aprovechar el tiempo de holganza y vacación que siempre acompaña a estos días veraniegos para sugeriros libros de gran extensión o que se encuadran en proyectos más plurales, que incluyen varios títulos o se presentan en distintos volúmenes y que, por ello, nos obligan a disponer de un tiempo amplio -como el que se nos ofrece ahora, en este inminente agosto- para afrontar su casi inacabable aunque muy gozosa lectura.

Así sucede también en el caso de hoy, con una trilogía -que puede ampliarse, como pronto veréis, a seis o hasta diez libros más- de un escritor que ha visto trasladadas al cine algunas de sus obras y que incluso ha firmado el guion de algunos episodios de muy conocidas series de tal manera que, de estar interesados en “agotar” la variopinta producción de su autor (algo que, sin duda, os aconsejo), deberíais “entregar” a la tarea (placentera pero rozando lo imposible) no ya un mes sino un año de intensa y apasionada dedicación en exclusiva.

Dennis Lehane es un autor estadounidense de novela negra, bostoniano -y el dato no es irrelevante, pues Boston es un elemento central en sus libros-, que ha presentado hace pocos meses en España su último libro, con el que cierra una serie de tres protagonizados por diversos miembros de una familia, los Coughlin, que se mueven en los aparentemente opuestos ambientes de la policía y el crimen organizado en la ciudad norteamericana en el primer tercio del siglo XX. Ese mundo desaparecido se edita en nuestro país este mismo año, en Salamandra, en un sorprendente cambio de firma editorial del autor, que siempre había publicado en RBA, sello -del que procede la actual responsable de la exitosa Salamandra- en el que pudimos leer en 2010 el primer libro de la serie, Cualquier otro día, y también el segundo, Vivir de noche, que vio la luz en 2013.

Mi reseña de hoy se centrará en estos tres libros, aunque no quiero dejar de recomendaros el resto del muy estimable fruto de la maestría literaria de Lehane. Desde 2009, la citada RBA ha albergado la hexalogía de Patrick Kenzie y Angela Gennaro, dos detectives que se desenvuelven en el sórdido mundo criminal de Boston y que protagonizan Un trago antes de la guerra, Abrázame, oscuridad, Lo que es sagrado, Desapareció una noche, Plegarias en la noche y La última causa perdida, seis apasionantes novelas. Lehane es autor también de otros títulos espléndidos presentados de forma independiente, ajenos al formato serial y, por lo tanto, con carácter autónomo, aunque coincidiendo en escenarios y atmósfera cada uno de ellos, como es el caso de La entrega, Mystic River o Shutter Island. Estos dos últimos han sido llevados al cine por, respectivamente, Clint Eastwood y Martin Scorsese en dos películas magníficas. Con menor calidad, cuestionadas por la crítica, pero, a mi juicio, también interesantes son las traslaciones cinematográficas, ambas a cargo de Ben Affleck, de Vivir de noche y Desapareció una noche; ésta exhibida en España bajo el título de Adiós, pequeña, adiós. Por último, nuestro invitado de hoy ha escrito el guion de algún capítulo de The Wire o de Boardwalk Empire, dos prestigiosas series de culto de la factoría HBO.

Cualquier otro día, premio del gremio de libreros español a la mejor novela del año 2010, presenta, en traducción de Carlos Milla e Isabel Ferrer, más de setecientas excitantes páginas en un híbrido de géneros que solo de modo residual y “condicionados” por la influencia de la trayectoria literaria de su autor incluye al negro y criminal pues, aun sin olvidar esa dimensión policiaca -como digo accesoria en este caso-, nos hallamos ante un libro que es sobre todo un texto de ficción histórica y social, y sobre todo -ya sin etiquetas reduccionistas- una gran obra literaria, de sobresaliente calidad.

La novela, ambientada en la ciudad natal del autor entre 1918 y 1920, se desarrolla en dos líneas principales que corren inicialmente en paralelo pero que acabarán por confluir. Por un lado, la narración sigue las tristes y esforzadas peripecias de Luther Laurence, un joven negro que se ve envuelto, por la fuerza de un inexorable destino y casi al margen de su voluntad, en el mundo del hampa, del que huye para acabar en un Boston en el que la segregación racial lo introduce de nuevo en un universo de violencia. El otro eje de la trama se desenvuelve en torno a Danny Coughlin, un joven policía irlandés, hijo de emigrantes católicos -su padre, Tommy, ha llegado a ser, desde la pobreza de sus orígenes, una alta y férrea autoridad en la policía bostoniana-, que busca su lugar en el mundo debatiéndose entre la fidelidad a los valores familiares y la continuidad de la carrera de su progenitor, movida por principios conservadores y hasta ferozmente reaccionarios, y su recién adquirida conciencia de las injusticias y los fraudes, de los abusos, los atropellos, la corrupción y la profunda inmoralidad de ese entorno que le rodea. Ambos personajes -con sus contradicciones: los dos serán capaces de ejercer la violencia y hasta de matar- son íntegros, valientes, de torturada existencia, sensibles, románticos y sentimentales, esperanzados y a la vez escépticos buscadores del amor y, en suma, perdedores. Como un sutil hilo conductor Lehane recurre a la figura -esta con base real, con presencia histórica- del jugador de béisbol Babe Ruth, uno de los grandes nombres del para mí inextricable deporte norteamericano, cuyos avatares profesionales y personales puntean la novela en un segundo plano, en apariencia tangencial, enmarcando la acción.

El libro, más allá de la profundización en la personalidad y el itinerario vital de sus dos grandes protagonistas, interesa por su valor documental. Cualquier otro día podría ser calificada de novela histórica, por cuanto “funciona” como fidedigna fotografía de una época. A partir del microcosmos bostoniano, el lector asiste al crecimiento de los Estados Unidos como sociedad de aluvión en el siglo XX, un país por hacer al que arriban, entre millones de inmigrantes, dos jóvenes, Thomas, el padre de los Coughlin, y su mejor amigo Eddie, que se enfrentan a la despiadada lucha por sobrevivir y prosperar en las calles de su ciudad de acogida. Los dos chicos, recién llegados desde su Irlanda natal a principios de siglo, reciben el mensaje que el inmenso país manda a todos los que acceden al nuevo mundo en procura de más amplias expectativas de vida: Este país es vuestro, chicos, pero tenéis que apoderaros de él. Años después, ya convertidos en el estricto capitán Coughlin y el despiadado teniente McKenna -devenido en relevante inspector de policía y padrino de Danny- constatarán el éxito de su tarea: Y tanto que nos apoderamos, muchacho, y tanto. Pero el protagonismo directo recae en Danny y Luther y, a través de sus vidas, en un Boston que puede “leerse” como trasunto de los Estados Unidos (La Atenas de América, cuna de la Revolución americana y de dos presidentes, sede de más universidades que ninguna otra ciudad de la nación, el centro del universo), conocemos la realidad de una ciudad abigarrada, poblada de emigrantes de todas las partes del mundo y de toda condición (italianos, irlandeses, negros, lituanos, anarquistas, comunistas, judíos), de niños dickensianos que trabajan en condiciones infrahumanas (como en las testimoniales fotografías de Lewis W. Hine), de obreros que se desempeñan en oficios varios, todos duros y todos míseros; una caótica locura de calles enfangadas por las que transitan camiones y coches de caballos, ríos de gente y fruta y verdura y cerdos nerviosos resoplando entre la paja en el adoquinado, en un ambiente general de miseria y enfermedad, de infecciones y contagiosas epidemias, en el que la adictiva prosa de Lehane se detiene para plasmar los pequeños detalles reveladores: el chirrido de las poleas de los tendederos entre edificios, el sonido de un organillo en la calle, las madres llamando a sus hijos, los colchones en las escaleras de incendios en las calurosas noches del verano.

Esta dimensión de crónica de la novela se enriquece, además, por una innegable voluntad de crítica social. En unos Estados Unidos que asisten a distancia a los últimos días de la Gran Guerra y el nacimiento de la revolución bolchevique, con una paranoia generalizada en la que el miedo al terrorismo, al anarquismo, al comunismo, a la sovietización del país, impregna las conciencias de sus ciudadanos, Cualquier otro día nos muestra -como telón de fondo de la ”acción”- la terrible situación de las masas de individuos que acceden a las costas orientales de Norteamérica en busca de una vida mejor: los trabajadores, los parias, los desheredados, los desprotegidos, los que nada tienen (para la mayoría de la gente, cuando tropieza, no hay red. Nada. Simplemente nos caemos), las pobres gentes que, explotadas en fábricas y astilleros, en industrias y manufacturas, en empresas y talleres, “asaltan” las ciudades reivindicando sus derechos. Es la época del nacimiento del Derecho del Trabajo, y las calles de Chicago, Detroit o Boston son un turbión de sucesos en los que afloran el sindicalismo, el movimiento obrero, las huelgas, los disturbios callejeros; una etapa en la que los cambios y los sufrimientos que llevan consigo son los protagonistas (los cambios duelen), en la que nace un mundo nuevo, una nueva sociedad, dejando a su paso miles de víctimas, arrolladas por la inusitada fuerza de la vida que se impone devorando a los más débiles: Era como si todos cruzaran este mundo de locos intentando seguir el ritmo pero sabiendo que eran incapaces de hacerlo, sencillamente incapaces. Así que parte de ellos aguardaba, en un segundo intento, a que el mundo los alcanzara de nuevo por detrás, y entonces simplemente los arrollaba, enviándolos, por fin, al otro mundo.

Y de ese universo convulso, el talento de Lehane -y su explícita voluntad, en la que yo creo ver una intención moralizante- nos deja ver dos “frentes”; no solo, como se ha dicho, el de los desgraciados de la fortuna, sino el de quienes se benefician y sacan partido de tanta miseria y tanta degradación, de tanta explotación y tanta iniquidad: los políticos venales, los banqueros corruptos y una policía connivente con el poder que contribuye, en beneficio de las privilegiadas élites, a la destrucción y el sometimiento de los desamparados.

Y el lugar de encuentro “natural” de ambos mundos -y un “topos” clásico de la literatura negra- es el que acaba por constituir el núcleo último de la obra de Lehane, que se adentra así en el cuarto de los ejes principales de su libro (tras la indagación en la personalidad de sus “criaturas”, el documento histórico y el retrato social): el ambiente, la atmósfera, el “clima” policiaco, el de los bajos fondos, las tabernas, los tahúres y la lotería clandestina, el de la prostitución, las drogas y el alcohol (la acción se desarrolla cuando está a punto de empezar la prohibición, con una Ley Seca que se aprobará a comienzos de 1920). El sinuoso y despiadado McKenna, mangoneando a su antojo el DPB (Departamento de Policía de Boston), y el más aparentemente discreto Thomas Coughlin, siempre al servicio del bien, dirigen una mafia policial, con distintas brigadas especiales repletas de informantes, timadores, infiltrados, espías callejeros y revienta huelgas que, en un mar de violencia y siendo capaces de llegar -en ocasiones y en nombre de unos pomposos honor, lealtad y dignidad- a la tortura y el asesinato, reprimen cuanto grito demandante de libertad resuena en las calles.

Cuando da comienzo Vivir de noche, segunda entrega de la serie, traducida a nuestro idioma por Ramón de España, han pasado algunos años -la historia se retoma en 1926- y el foco del relato se centra ahora en Joe, el menor de los Coughlin (solo un adolescente en Cualquier otro día). Sin perder de vista esa dimensión histórica y social (en las tres novelas del ciclo abundan los personajes y los sucesos reales; la sombra del nazismo y del ascenso hitleriano, por ejemplo, asoma en el horizonte al término de esta segunda), el libro se adscribe de un modo más “natural” al género negro. Ambientada en su primera parte en Boston (recreado de nuevo con precisión y brillantez; con unos capítulos “carcelarios” auténticamente magistrales) y, sobre todo, en Tampa, Florida, y en una coda final en Cuba, la novela se desarrolla en los años de plena vigencia de la Ley Seca (que se derogó en 1933, aunque la novela continúa hasta 1935) y da cuenta de las luchas sangrientas entre bandas mafiosas por el control del tráfico clandestino de alcohol y el dominio de los circuitos de las drogas, la prostitución y el juego. Con una narración trepidante, que nos hace avanzar con fruición en la lectura, se multiplican las encerronas y las traiciones, los tiroteos y los asesinatos, las torturas y las ejecuciones, como en las mejores manifestaciones literarias y cinematográficas del género negro. Y ello sin que la dimensión humana de los protagonistas, sobre todo Joe y Graciela, pero también Emma Gould o Maso Pescatore o Loretta Figgis, se descuide, antes al contrario: todos tienen hondura y se dibujan con sutileza y variedad de matices.

Ese mundo desaparecido cierra la trilogía, en traducción esta vez de Enrique de Hériz (es una lástima que cada libro se vierta al español con una voz distinta; cada una de ellas, aunque de modo leve y aparentemente inapreciable, introduce su particular estilo, diferente al de los demás y con efectos, por ello, ligeramente incómodos en la lectura). Siete años después de los episodios que ponían fin a la novela anterior, Joe Coughlin ha abandonado, aparentemente, la “primera línea de fuego” y es ahora (como puede apreciarse en el fragmento que cierra esta reseña) un influyente hombre de negocios de Tampa, aunque sigue manejando -en un segundo plano, de un modo no tan notorio- los hilos de todos los asuntos sucios de la ciudad (prostitución, drogas, usura, juego ilegal, tráfico de seres humanos, asesinatos). En el escenario ya conocido de Florida y Cuba, ahora avanzada ya la primera mitad de los años cuarenta y con la Segunda Guerra mundial destrozando Europa, se mantienen -al igual que en Vivir de noche- las pautas del más duro género negro: traiciones, ajustes de cuentas, delaciones, encarnizados enfrentamientos entre facciones rivales, dobles juegos, sospechas, clanes mafiosos, sangrientas luchas por el poder, innumerables tramas que se entremezclan, gánsteres, forajidos despiadados pero con preocupaciones humanísimas, y todo ello narrado con virtuosismo, en un relato rebosante de “escenas” vibrantes, de una tensión casi inaguantable. Pero hay también -y sobre todo- una sólida construcción de los personajes, en especial de un protagonista que la capacidad de penetración psicológica de Lehane nos muestra con emoción y lirismo, con poesía y profundidad. Aquel hombre emanaba más dolor, amor, poder, carisma y maldad potencial que cualquier otro con quien se hubiera cruzado, se dice de él en un momento del texto. Asistimos así a las reflexiones, las vacilaciones morales, la perplejidad existencial, la imposible aceptación de un fatal destino, previsible pero inexorable, en un Joe Coughlin que, cuidando de un hijo pequeño, con solo treinta y seis años y tras veinte de vida al límite, encara sus fantasmas. Y es que el temible gánster, siendo un sanguinario criminal que vive una vida de codicia y castigo, sufre por la imparable deriva de su existencia, analiza sus pecados, se enfrenta a sus remordimientos, reflexiona sobre su código ético y, en definitiva, sacrifica su paz mental torturado por las muchas dudas que le asaltan ante las brutales repercusiones de sus actos. En este sentido, Ese mundo desaparecido es, de nuevo, como la primera obra de la serie, una magistral novela que trasciende el marco del género negro y puede ser leída como gran literatura.

En fin, leed estos tres espléndidos libros de Dennis Lehane -y todos los demás que ha escrito, y ved las películas y las series en las que ha intervenido-, os aseguro horas de entretenimiento y disfrute, de intensidad y emoción. Os dejo ahora con Where Did You Sleep Last Night?, una tristísima canción, aquí interpretada por Leadbelly, que Tomas, el hijo de Coughlin, con solo cinco o seis años le canta, en la última novela de la serie, a su padre, embargados ambos por el recuerdo de su madre y esposa, respectivamente. Con esta recomendación me despido hasta dentro de poco más de un mes, hasta el miércoles 6 de septiembre, exactamente, en que volveremos con una nueva temporada, la octava ya, de Todos los libros un libro. Pasad unas muy buenas vacaciones. Adiós.


Diciembre de 1942

Antes de que su guerra pequeña los separase, se juntaron para recaudar fondos para la guerra grande. Había pasado ya un año desde lo de Pearl Harbor cuando se vieron en el salón de baile Versalles del hotel Palace de Bayshore Drive, en Tampa, Florida, con la intención de recaudar dinero para las tropas desplegadas en el escenario bélico europeo. Era una cena con catering, había que llevar corbata negra, hacía una noche seca y apacible.

Seis meses después, una tarde húmeda de principios de mayo, un periodista del Tampa Tribune especializado en sucesos se iba a encontrar con unas fotografías tomadas en esa reunión. Se llevó una sorpresa al ver la cantidad de asistentes a esa cena de recaudación de fondos que habían acabado saliendo en las noticias locales, ya fuera por asesinar a alguien o por morir asesinados.

Le pareció que ahí había una historia; su redactor jefe no estaba de acuerdo. «Pero mira — insistía el periodista— , fíjate. Ese que está en la barra con Rico DiGiacomo es Dion Bartolo. ¿Y este de aquí? Estoy casi seguro de que ese pequeñajo del sombrero es Meyer Lansky en persona. Y aquí... ¿Ves ese que habla con una embarazada? Terminó en la morgue el pasado marzo. Y ahí tienes al alcalde y a su mujer hablando con Joe Coughlin. Otra vez Joe Coughlin, en ésta, estrechándole la mano a Montooth Dix, el gángster negro. A Boston Joe casi no le han sacado fotos en toda su vida, pero esa noche salió en dos. ¿Ese tío que fuma junto a una mujer vestida de blanco? Está muerto. Y éste también. ¿El de la pista de baile, con esmoquin blanco? Mutilado.»

«Jefe — decía el periodista— , esa noche estaban todos juntos.»

El redactor jefe comentó que Tampa era un pueblo que se hacía pasar por una ciudad mediana. La gente no hacía más que cruzarse. La cena pretendía recaudar dinero para la guerra; una de las causes de rigueur para los ricos y ociosos; atraían a cualquiera que fuera alguien en la ciudad. Señaló a su joven y entusiasta reportero que a la cena había asistido muchísima gente — dos cantantes famosos, un jugador de béisbol, tres actores de los seriales radiofónicos más populares de la ciudad, el presidente del First Florida Bank, el director general de Gramercy Pewter y P. Edson Haffe, dueño precisamente del diario en que ambos trabajaban— que no tenía ninguna conexión con el derramamiento de sangre que, en el mes de marzo, había manchado el buen nombre de la ciudad.

El periodista siguió protestando un poco más, pero al ver que el redactor jefe se negaba a ceder en ese asunto retomó la investigación de los rumores que hablaban de unos espías alemanes infiltrados en el litoral de Port Tampa. Al cabo de un mes lo reclutó el ejército. Las fotos seguían en la morgue fotográfica del Tampa Tribune cuando ninguno de los que aparecían en ellas vivía ya en este mundo.

El periodista, que murió dos años después en la playa de Anzio, no tenía manera de saber que el redactor jefe — que vivió treinta años más que él, hasta que se lo llevó una enfermedad coronaria— había recibido órdenes de poner fin al seguimiento de cuanto tuviera que ver con la familia criminal de los Bartolo, con Joseph Coughlin o con el alcalde de Tampa, un valioso joven de una valiosa familia local. Bastante se había ensuciado ya, según le dijeron, el nombre de la ciudad.

Por lo que a ellos concernía, los asistentes a aquella reunión de diciembre habían participado en una reunión absolutamente inocua de gente que apoyaba a los soldados de ultramar.

Joseph Coughlin, el hombre de negocios, había organizado el acontecimiento al ver que muchos de sus antiguos empleados pasaban a engrosar las filas del ejército, ya fuera porque los reclutaban o porque se alistaban de manera voluntaria.

Vincent Imbruglia, que tenía a dos hermanos en la guerra — uno en el Pacífico y el otro en algún lugar de Europa que nadie le sabía precisar— dirigió la rifa. El premio principal eran dos entradas de primera fila para un concierto de Sinatra en el Paramount de Nueva York a finales de mes, con dos billetes de primera clase en el tren Tamiami Champion. Todo el mundo compró ristras enteras de boletos, pese a dar por hecho que el bombo estaba trucado para que ganara la esposa del alcalde, gran fan de Sinatra.

El gran jefe, Dion Bartolo, exhibió los bailoteos que le habían servido para ganar unos cuantos premios en la adolescencia. De paso, proporcionaba a las madres e hijas de algunas de las familias más respetables de Tampa historias que contar a sus nietas. («Un hombre capaz de bailar con esa elegancia no puede ser tan malo como dicen algunos.»)

Rico DiGiacomo, la estrella más brillante del submundo de Tampa, apareció con su hermano Freddy y su adorada madre, y su peligroso glamour sólo se vio superado al llegar Montooth Dix, un negro de altura excepcional que aún parecía más alto por el sombrero de copa que coronaba su esmoquin. La mayor parte de los miembros de la elite de Tampa nunca había visto a un negro en sus fiestas, salvo que llevara una bandeja en la mano, pero Montooth Dix se desenvolvía entre aquella muchedumbre de blancos como si diera por hecho que eran ellos quienes debían servirle.

La fiesta tenía el grado de respetabilidad suficiente para poder asistir a ella sin remordimientos, y la peligrosidad suficiente para merecer comentarios durante el resto de la temporada. Joe Coughlin tenía un talento especial para poner en contacto a los próceres de la ciudad con sus demonios y lograr que pareciese una pura juerga. A ello contribuía el hecho de que el propio Coughlin, de quien se rumoreaba que en otro tiempo había sido gángster, y bien poderoso, hubiera evolucionado luego para salir de la calle. Era uno de los mayores contribuyentes de las obras de beneficencia en toda la zona central del oeste de Florida, amigo de numerosos hospitales, sopas bobas, bibliotecas y refugios. Y si eran ciertos los otros rumores — según los cuales no había abandonado del todo su pasado criminal— , bueno, no se puede culpar a nadie por mantener cierta lealtad con quienes lo han acompañado a la cumbre. Desde luego, si algunos de los magnates, dueños de fábricas o constructores allí presentes necesitaban serenar la agitación entre sus trabajadores o desatascar las rutas de aprovisionamiento, sabían a quién llamar. En aquella ciudad, Joe Coughlin era el puente entre lo que se proclamaba en público y el modo de conseguirlo en privado. Si te invitaba a una fiesta, acudías aunque sólo fuera para ver quién se presentaba.

Ni siquiera el propio Joe daba a esas fiestas un significado mayor que ése. Cuando alguien celebraba una en la que lo más granado de la ciudad se mezclaba con los rufianes, y los jueces charlaban con los capos como si nunca se hubieran visto — ni en el juzgado, ni en algún reservado— , cuando el pastor del Sagrado Corazón aparecía y bendecía la sala antes de zambullirse en ella con tanto afán como los demás, cuando Vanessa Belgrave, la esposa del alcalde, bella pero gélida, alzaba el vaso hacia Joe en señal de gratitud y un negro tan imponente como Montooth Dix era capaz de entretener a un grupo de carcamales blancos con el relato de sus proezas en la Gran Depresión sin que nadie presenciara una mala palabra, ni un solo tambaleo de borracho, bueno, esa fiesta era algo más que un éxito, posiblemente era el mayor éxito de la temporada.

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