Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de octubre de 2017


MARGARET ATWOOD. EL CUENTO DE LA CRIADA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde os traigo un libro que desde hace meses aparece por doquier en suplementos literarios y revistas especializadas, en internet y en los medios de comunicación tradicionales, con ocasión del estreno el pasado mes de abril en Estados Unidos -y en este planeta globalizado eso es sinónimo de en el resto del mundo- de una serie, una exitosa serie, basada en él. Temo por tanto que vuestro más que probable y exhaustivo conocimiento del fenómeno haga innecesaria esta reseña. Aunque, por otro lado, “temer” no sea quizá el verbo idóneo porque… ¡¡estoy tan acostumbrado al hecho de que el programa y, consecuentemente, mis comentarios sean superfluos y estériles y a nadie le interesen…!!

Yo leí El cuento de la criada -probablemente habéis adivinado que hablo de ella-, la novela de la canadiense Margaret Atwood, hace treinta años, cuando se publicó en nuestro país en la editorial Seix Barral. Más allá de una somera idea general acerca de su argumento y de su futurista ambientación, mis recuerdos sobre el libro eran hasta hace poco más bien difusos y evanescentes, sin que guardase memoria no ya solo de sus aspectos literarios o sus pormenores técnicos, sino incluso del efecto que su lectura pudo haber causado en mí entonces. Cuando, tras la enorme repercusión de la serie, la editorial Salamandra ha vuelto a presentarla en ese mismo mes de abril de su estreno televisivo, la he releído y, ahora sí, la emoción, las impresiones, las apreciaciones, las reflexiones que me ha provocado son muy nítidas e intensas, además de extraordinariamente positivas, por lo que, llevado por el entusiasmo suscitado por este reencuentro, me lanzo a proponeros con pasión la inmersión en el universo creado por Margaret Atwood, tanto en su vertiente literaria como cinematográfica, pues ambos, libro y serie, son excepcionales.

Quiero hacer, antes de adentrarme en el núcleo central de la reseña, un breve (a la postre no lo será tanto) pero importante apunte acerca de la traducción. Elsa Mateo Blanco firma la versión al castellano de ambas ediciones, la primitiva de 1987 y la renovada de este 2017. Aparentemente, y así se menciona en muchos foros y críticas que he podido leer en estos meses, la editorial Salamandra habría mantenido el resultado de la primera traslación, la que podríamos llamar original. Sin embargo no es así ni mucho menos. Partiendo de un esquema general idéntico, la traducción, que ya era muy defectuosa en esa versión inicial (¡¡¡no leáis el libro de Seix Barral de ninguna manera!!!), se ha pulido y ajustado, corrigiéndose y hasta cambiándose radicalmente en algunos casos (un ejemplo menor y sin trascendencia lo constituye la sustitución, de una a otra edición, del anticuado Intelect por el más actual Scrabble), lo que no impide que las objeciones surjan de continuo a lo largo de la lectura. Permitidme resaltar tres muestras destacadas de la sucesión de desatinos a la que puede conducir la lectura de una obra mal traducida (y os hablo desde la experiencia de quien ha leído “simultáneamente” -en la medida en que ello es posible- los dos textos).

Quiero llamar la atención sobre este fragmento del capítulo 39. Así aparece en la versión del 87:

Tu madre es muy limpia, me dijo Moira cuando íbamos a la universidad. Tiempo después: es una descarada. Más tarde aún: es astuta.
No es astuta, respondí. Es mi madre.
Ja, se rió Moira, tendrías que ver a la mía.
Pienso en mi madre recogiendo toxinas letales; así solían acabar sus días las ancianas en Rusia, barriendo mugre. Sólo que esta mugre la matará. No puedo creerlo. Seguramente su descaro, su optimismo y energía, su astucia, harán que se libre de ello. Se le ocurrirá algo.
Pero sé que esto no es verdad. Simplemente es echarle el muerto, como hacen los niños con las madres.
Ya he llorado su muerte. Pero volveré a hacerlo, una y otra vez.

Y así en la nueva:

Tu madre es estupenda, me dijo Moira cuando íbamos a la universidad. Tiempo después: Qué mona es. Más tarde aún: Tiene chispa.
No es mona, respondí. Es mi madre.
Ja, se rió Moira, tendrías que ver a la mía.
Pienso en mi madre recogiendo toxinas letales; así solían acabar sus días las ancianas en Rusia, barriendo mugre. Sólo que esta mugre la matará. No puedo creerlo. Seguro que con su chispa, su optimismo y su energía, su astucia, se librará de ello. Se le ocurrirá algo.
Pero sé que no es verdad. Lo estoy dejando todo en sus manos, como hacen los niños con las madres.
Ya he llorado su muerte, y aun así volveré a hacerlo, una y otra vez.

Las diferencias entre ambas versiones son notables aunque, siendo graves los fallos y alterando el sentido de lo que se dice (“estupenda” por “muy limpia”, “mona” por “descarada”, “con chispa” frente a “astuta”, “dejarlo en sus manos” por “echarle el muerto”), no afectan al contenido esencial de lo que la autora quiere transmitir. No es el caso de este otro fragmento del capítulo 7, en el que la disparatada opción de la traductora escamotea -tanto en su primera como en su segunda interpretación- un elemento fundamental, un concepto clave en la intención de la escritora.

El texto escrito por Margaret Atwood dice:

Now, said Moira. You don’t need to paint your face, it’s only me. What’s your paper on? I just did one on date rape.
Date rape, I said. You're so trendy. It sounds like some kind of dessert. Date Rapé.

Y esta es la aproximación de Elsa Mateo en 1987:

Ahora, dijo Moira. No necesitas maquillarte, estoy sólo yo. ¿De qué es el examen? Vengo de hacer uno y lo terminé en un tris.
Un tris, repetí. Qué original. Parece el nombre de un postre. Tris flambeé.

Y, por último, la opción de 2017 en la que si bien se subsana la absurda omisión de los acosos sexuales -muy relevantes dado el contexto de la novela-, haciendo desaparecer ese incalificable “un tris”, se quiere mantener el rasgo de humor del original con una invención, absolutamente descabellada, relativa al ocaso:

Ahora, dijo Moira. No necesitas maquillarte, sólo estoy yo. ¿De qué va tu trabajo? Yo acabo de entregar uno sobre casos de acosos en primeras citas.
Casos de acoso, repetí. Qué bien hablas. A lo mejor se dan en el ocaso.

El tercer ejemplo del desconcierto que puede llegar a provocar la traducción y de la engañosa visión del libro que puede darnos a quienes no tenemos más remedio, por nuestro incompleto conocimiento de otra lengua, que aceptarla como fidedigna, lo ofrece una frase sustancial en la novela, en cierto modo un emblema del muy peculiar universo que en ella se describe. Nolite te bastardes carborundorum es un lema -que en el mundo entero repiten ahora los “iniciados” y fanáticos de la serie- que introduce un elemento de intriga en la trama argumental y que explica alguna de las líneas de la historia. En la edición de hace treinta años la traductora optó por un literal y poco revelador No dejes que los bastardos te carbonicen. En la revisión de Salamandra nos encontramos con un más explícito No dejes que los cabrones te hagan polvo. No dejes que los hijos de puta te jodan, que he leído en algún artículo, es una traslación más contundente, y para mí más certera, pues capta el sentido figurado que exige el contexto y no el literal, en el fondo prescindible, del Don’t let the bastards grind you down del texto original (grind you down: te muelan, te pulvericen, te hundan).

Por todo ello -y sólo he puesto tres ejemplos de una innumerable serie de ellos que se prestaban al “juego”- la pregunta surge inmediata: ¿En qué medida será más “fiable” esta versión postrera de la novela? Da “miedo” pensar qué leemos “en realidad” cuando nos enfrentamos a un texto traducido, de ahí la importancia que tiene el que las editoriales “refinen” los criterios con los que seleccionan a sus traductores. En fin…

Y “consumido” ya mi escaso tiempo con estas disquisiciones algo maniáticas, entro de manera somera en el análisis del libro. La novela nos sitúa en un Estados Unidos de un futuro no demasiado lejano en el que, tras unos presuntos ataques terroristas y abolidos la Constitución y el Congreso (¿por qué durante la lectura no he podido dejar de pensar en Cataluña?), una suerte de secta religiosa fanatizada y puritana ha tomado el poder y constituido la República de Gilead (una primera referencia bíblica de las muchas que contiene la obra). En ella se han suprimido los derechos fundamentales y, sobre todo, se ha cercenado de raíz la libertad de las mujeres. La excusa de un alarmante descenso de natalidad hace que jóvenes mujeres sean captadas al servicio de un dueño, al que servirán a efectos puramente reproductivos. Así, las “Doncellas” (“Criadas” en la traducción española) serán violadas de manera sistemática y ritual por el “Comandante” al que pertenecen y la gestación de un hijo se convertirá de este modo en el fin primordial de una existencia por lo demás esclavizada. Las que se rebelen serán destinadas a duras tareas de limpieza de residuos tóxicos y radiactivos, en un escenario de vagos contornos posnucleares.

Defred (las doncellas son denominadas en función de su amo: “Of Fred”, “De Fred”), la protagonista, quien narra el “cuento” al que alude el título, relatará, desconcertada y perpleja, su experiencia en el opresivo y extraño mundo de Gilead, describiendo los muchos elementos sobrecogedores de la totalitaria organización social: los edificios deshumanizados y agobiantes, la reclusión carcelaria, el ambiente irrespirable, el aislamiento, las prohibiciones, el adoctrinamiento, el secretismo y la sospecha, la desconfianza generalizada, el clima de delación y paranoia, la vigilancia constante, la imposibilidad de auténticas relaciones personales, la vetada exteriorización de los sentimientos, la rígida jerarquización social (junto a las “Doncellas” y los “Comandantes” están las “Tías”, una especie de tutoras de las criadas; las “Marthas”, que hacen labores domésticas; las “Esposas” que, infecundas y casadas con los Comandantes, esperan el embarazo de las Criadas -a las que sujetan mientras su marido las viola- como única forma de dar sentido a sus vidas; las “Econoesposas”, mujeres no segregadas por sus funciones, compañeras de los hombres sin recursos; las “No Mujeres”, incapacitadas para la procreación y condenadas a su expulsión en las temibles “Colonias”; los “Ojos”, anónimos y omnipresentes espías del Régimen; los “Guardianes”, de funciones inequívocas), los rituales y ceremonias de oscuros simbolismos, la represión, los interrogatorios, las torturas, las ejecuciones sumarias, los borrosos y confusos atisbos de una suerte de resistencia, la extrema dificultad -la casi inviabilidad- de la huida del asfixiante microcosmos (la república de Gilead no tiene fronteras […] Gilead está dentro de ti), y tantos otros rasgos de esa tenebrosa sociedad.

En su relato, Defred intercala numerosos recuerdos del pasado, de una etapa, no muy lejana, en la que la vida aún era “normal”. Y así, afloran de continuo retazos de una existencia perdida (cuando evocamos el pasado, escogemos las cosas bonitas. Nos gusta creer que todo era así): los programas de la televisión, las zapatillas deportivas, los vaqueros (en Gilead todo el mundo va uniformado: de rojo las Criadas, de verde las Marthas, las Esposas de azul, de marrón las Tías, a rayas las Econoesposas…), el jabón, el dinero, las tarjetas de crédito, el béisbol, las bicicletas, las bolsas de plástico del supermercado, las habitaciones de hotel, los libros (prohibidos en la desasosegante república), las frívolas revistas de moda, los periódicos, las fotos… Cualquiera de estos detalles menores supone la irrupción (Suelo padecer estos ataques del pasado; son como desmayos, como una ola que invade mi mente) de episodios pretéritos que se “actualizan” en la rememoración -la despreocupada infancia, la madre enferma, el matrimonio con Luke, la pequeña hijita, la sencilla felicidad de esos días, las primeras sospechas de cambio en el estado de cosas, el intento de huida. Y a través de ellos vamos poco a poco conociendo -de manera incompleta, fragmentaria, elíptica, en uno de los muchos aciertos de la novela- los detalles de la terrible historia, el modo -casi inopinado, de un día para otro- en el que todo cambió y un siniestro “golpe de estado” la condujo -y al lector con ella- a esta irracional y tiránica pesadilla.

Porque Defred es, sobre todo, alguien que cuenta, alguien que, narrando -no se sabe a quién, no se sabe cómo (aunque un último capítulo, titulado Notas históricas, quizá arrojará algo de luz sobre el asunto; pero de nuevo está presente la intención de la autora de dejar cabos sueltos, de meramente apuntar, de sugerir)-, pretende dejar rastro de su vida, quizá salvarla, como en este párrafo dirigido a un Luke desaparecido, probablemente muerto: Me hace daño contarlo una y otra vez. Con una fue suficiente: ¿acaso no lo fue para mí en su momento? Por eso sigo con esta triste, ávida, sórdida, coja y mutilada historia, porque después de todo quiero que la oigáis, como me gustaría oír la tuya si alguna vez se presenta la oportunidad, si te encuentro o si te escapas, en el futuro, o en el Cielo, en la cárcel o en la clandestinidad, en cualquier otro sitio. Lo que tienen en común es que no están aquí. Al contarte algo, lo que sea, al menos estoy creyendo en ti, creyendo que estás allí, creyendo en tu existencia. Porque al contarte esta historia logro que existas. Yo cuento, luego tú existes.

Las palabras de Defred -la novela juega, en un recurso final que no quiero adelantar, con una variante del “manuscrito encontrado”- serán, pues, un testimonio de la comunidad tiránica en la que el mundo puede llegar a convertirse, pero también un intento quizá inútil de aferrarse a la esperanza de la libertad, como se aprecia en este largo pero significativo fragmento:

Me gustaría que este relato fuera diferente. Me gustaría que fuera más civilizado. Me gustaría que diera una mejor impresión de mí, si no de persona feliz, al menos más activa, menos vacilante, menos distraída por las banalidades. Me gustaría que tuviera una forma más definida. Me gustaría que fuera acerca del amor, o de realizaciones importantes de la vida, o acerca del ocaso, o de pájaros, temporales o nieve. Tal vez, en cierto sentido, es una historia acerca de todo esto; pero mientras tanto, hay muchas cosas que se cruzan en el camino, muchos susurros, muchas especulaciones sobre otras personas, muchos cotilleos que no pueden verificarse, muchas palabras no pronunciadas, mucho sigilo y secretos. Y hay mucho tiempo que soportar, un tiempo tan pesado como la comida frita o la niebla espesa; y, repentinamente, estos acontecimientos sangrientos, como explosiones, en unas calles que de otro modo serían decorosas, serenas y sonámbulas. Lamento que en esta historia haya tanto dolor. Y lamento que sea en fragmentos, como alguien sorprendido entre dos fuegos o destrozado por fuerza. Pero no puedo hacer nada para cambiarlo. También he intentado mostrar algo de las cosas buenas. Por ejemplo las flores, porque ¿a dónde habríamos llegado sin ellas?

Totalmente sobrepasadas la duración y la extensión de mi reseña, quiero hacer, no obstante, tres breves apreciaciones finales, sobre otros tantos aspectos del libro que me parecen importantes. En primer lugar, es interesante la afirmación de la autora (en un prólogo escrito este mismo 2017 que incorpora la edición de Salamandra) acerca de las referencias que tuvo presentes en el largo proceso (que le llevó varios años) de escritura de la novela. Y así, en la génesis y la realización de su obra aparecen desde su propia experiencia viajera en los países del Telón de Acero al robo de niños por parte de la dictadura argentina de los generales, desde la historia de la esclavitud y la poligamia en Estados Unidos hasta el programa Lebensborn de las SS, pasando por la larga serie de ejemplos de ejecuciones grupales, violaciones de mujeres, leyes suntuarias, quema de libros y tantos otros desmanes del totalitarismo que ha registrado la historia de la humanidad. También, y ya en el terreno específicamente literario, Atwood cita Los cuentos de Canterbury, de Chaucer o numerosas muestras de literatura testimonial, por no mencionar la obvia presencia de 1984 de Orwell o La naranja mecánica de Anthony Burgess.

Por otro lado, en muchos ámbitos se presenta El cuento de la criada como una novela “anticipatoria”, capaz de haber descrito, con precursora antelación, algunos de los horrores a los que se encaminan -al decir de esos comentaristas- nuestras sociedades autoritarias, regresivas, hipercontroladas, fuertemente tecnologizadas, de fanatismo ideológico, férrea y sutilmente dominadas por el poder anónimo, apenas perceptible pero eficaz, de grupos reaccionarios. Hay quien ha querido ver en el libro un lúcido presagio de las figuras -y de los movimientos que encarnan- de Trump, Le Pen o el siniestro Viktor Orbán. La autora descarta esa opción al afirmar que su libro es una “antipredicción”, en realidad; un aviso, sugiere, una advertencia.

Por último, se subraya el carácter abiertamente feminista de la novela, que, desde esta óptica, estaría retratando de manera fidedigna -aunque algo exagerada- la “actual” opresión que sufre la mujer en nuestro mundo civilizado. Desde mi punto de vista este enfoque resulta disparatado. Más allá de la cruel explotación de la mujer que sigue produciéndose en tantas guerras genocidas, en la “trata de blancas”, en las mafias de la prostitución, en las agresiones machistas, nada hay en nuestro entorno actual que recuerde el espeluznante marco en el que, dramáticamente, se desenvuelve Defred. Habiendo aún, claro está, mucho trabajo por hacer en este terreno, el nivel de igualdad, de libertad, de reconocimiento de derechos, de opciones vitales, de posibilidades de realización personal que tienen hoy las mujeres en nuestras sociedades desarrolladas está en las antípodas de la perturbadora alucinación que refleja la novela.

Os dejo ya con una doble invitación final, la de que veáis la serie televisiva, cuyos diez primeros capítulos -los que integran la primera temporada-, que siguen las pautas del relato novelesco y que no puedo ya glosar aquí (aunque merecerían una entrada específica), son una maravilla, con un tratamiento cinematográfico que altera en parte la estructura del libro (admitiendo por tanto “libertades” varias en situaciones y personajes, en escenas y puntos de vista) y con una estética bellísima, aunque más oscura y claustrofóbica, si cabe, que el relato original. Y os propongo también que escuchéis, como cierre a esta reseña, Heartbreak hotel, el clásico de Elvis Presley, una de las dos canciones -la otra es Amazing Grace- cuya letra -me siento tan solo, cariño, que podría morir- Defred recuerda en uno de sus muy frecuentes flashbacks desde su inquietante reclusión. 


Está sonando la campana que marca el tiempo. Aquí el tiempo se marca con campanas, como ocurría antes en los conventos de monjas. Y, también como en un convento, hay pocos espejos. 

Me levanto de la silla, doy un paso hacia la luz del sol con los zapatos rojos de tacón bajo, pensados para proteger la columna vertebral pero no para bailar. Los guantes rojos están sobre la cama. Los cojo y me los pongo, dedo por dedo. Salvo la toca que rodea mi cara, todo es rojo, del color de la sangre, que es lo que nos define. La falda es larga hasta los tobillos y amplia, recogida en un canesú liso que cubre el pecho, y las mangas son anchas. La toca blanca es de uso obligado; su misión es impedir que veamos, y también que nos vean. El rojo nunca me sentó bien, no es mi color. Cojo la cesta de la compra y me la cuelgo del brazo.

La puerta de la habitación –no mi habitación, me niego a reconocerla como mía- no está cerrada con llave. De hecho, ni siquiera se puede ajustar. Salgo al pasillo, encerado y cubierto con una alfombra central de color rosa ceniciento. Como un sendero en el bosque, como una alfombra para la realeza, me indica el camino. 

La alfombra traza una curva y baja por la escalera; yo la sigo, apoyando una mano en la barandilla que alguna vez fue árbol, fabricada en otro siglo, lustrada hasta hacerla resplandecer. La casa es de estilo victoriano tardío y fue construida para una familia rica y numerosa. En el pasillo hay un reloj de péndulo que marca el tiempo lánguidamente y luego una puerta que da a la sala de estar materna, poblada de sombras. Una sala en la que nunca me siento, sólo me quedo de pie o me arrodillo. Al final del pasillo, encima de la puerta frontal, hay un montante de abanico de vidrios de colores que forman flores rojas y azules. 

En la pared de la sala aún queda un espejo. Si giro la cabeza -de manera tal que la toca blanca que enmarca mi cara dirija mi visión hacia él- puedo verlo mientras bajo la escalera: un espejo redondo, convexo, de cuerpo entero, como el ojo de un pescado, y mi imagen reflejada en él como una sombra distorsionada, una parodia de algo, como la figura de un cuento de hadas cubierta con una capa roja, descendiendo hacia un momento de indiferencia que es igual al peligro. Una hermana, bañada en sangre. 

Al pie de la escalera hay un perchero para los sombreros y los paraguas; tiene barrotes de madera, largos y redondeados, que se curvan suavemente formando ganchos, que imitan las hojas de un helecho. De él cuelgan varios paraguas: uno negro para el Comandante, uno azul para la Esposa del Comandante, y el que me tienen asignado a mí, de color rojo. Dejo el paraguas rojo en su sitio: por la ventana veo que brilla el sol. Me pregunto si la Esposa del Comandante estará en la sala. No siempre está allí sentada. A veces la oigo pasearse de un lado a otro, una pisada fuerte y luego una suave, y el sordo golpecito de su bastón sobre la alfombra de color rosa ceniciento.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Estoy haciendo un trabajo de traducción y no encuentro por ningún lado la versión renovada de la que hablas. ¿Me podrías facilitar alguna información?
Muchas gracias!!

Alberto San Segundo dijo...

Hola, buenas noches. No puedo decirte mucho más de lo que ya he escrito en la reseña. Está la versión de Seix Barral de hace treinta años y la más reciente de Salamandra. Imagino que es a esta última a la que llamas la "renovada" (o quizá lo he hecho yo en mi comentario), y resulta muy fácil de encontrar... se ha reeditado muchas veces a partir del éxito de la serie. La de Seix Barral, de 1987, la para mí "originaria", quizá te cueste algo más... pero tú preguntas por la renovada...

En fin...

Un saludo