Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 23 de mayo de 2018

MANUEL VILAS. ORDESA

Hola, buenas tardes. Un miércoles más sale al aire Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca, que esta semana os trae una propuesta de lectura muy interesante, muy dura también, un libro descarnado, sincero, intenso, crudo, terrible incluso, pero lleno de ternura, de emoción, de belleza, de verdad, de, en definitiva, vida plena. Os hablo de Ordesa, la por ahora última y muy difundida obra -lleva ya varias ediciones- de Manuel Vilas, el escritor aragonés conocido sobre todo por su obra poética, que vio la luz a finales del pasado 2017 en la editorial Alfaguara. En esta dimensión poética del autor os lo presenté en mi otro espacio de la emisora universitaria salmantina, Buscando leones en las nubes. Hace ya seis años, en mayo de 2012, os ofrecí dos emisiones, que podéis rescatar ahora si el personaje os interesa, centradas en Amor. Poesía reunida. 1988-2010, el libro que por entonces recogía toda su producción como poeta. En las entradas correspondientes del blog podréis escuchar los dos programas y leer, además, algunas aproximaciones muy ilustrativas a la personalidad literaria y humana de Vilas, que pueden resultar esclarecedoras, también, para una mejor comprensión de este Ordesa del que hoy quiero hablaros.

El primer comentario que suscita Ordesa -en el “fondo” irrelevante, aunque sí necesario para anticipar al lector con qué tipo de obra se va a encontrar si se decide a abordar el libro- es el de su adscripción a uno u otro ámbito de la creación literaria. ¿Estamos ante un libro de memorias?, ¿una ficción autobiográfica?, ¿es una novela? De todas estas formas lo he visto definido en distintas críticas aparecidas en estos meses desde su presentación. Nos encontramos, de nuevo, ante el cada vez más cargante asunto de la llamada -de un modo algo pretencioso- “literatura del yo”: libros, de difícil calificación genérica aunque casi todos “acomodados” en el inabarcable pero acogedor cajón de sastre de la novela, en los que las fronteras entre la historia que se relata en ellos y la “real” peripecia vital de su autor se difuminan y confunden hasta el punto de que el lector no puede delimitar con nitidez si lo narrado es o no “verdad” (por cierto, ¿qué querrá decir “verdad” en literatura?); libros, pues, en los que, en definitiva, la biografía del autor forma parte del “material” novelesco. En Ordesa, Manuel Vilas habla de -entre otras cosas- su vida, la de sus padres, la de sus propios hijos. Cuánto de estas existencias se corresponde con las vivencias experimentadas por el autor en su cotidianidad o cuánto es recreado, construido o inventado por él (a mitad del libro, los personajes pasan a denominarse -¿recurso literario?, ¿pudor?, ¿metáfora consciente?- con nombres de músicos: Juan Sebastián Bach, Wagner, Brahams, Vivaldi) no solo carece de importancia, sino que jamás será posible, en ningún caso, conocerlo. ¿Se pueden “contar fielmente” los hechos o, por definición, la escritura deforma (en realidad le “da forma”) algo que ya es distinto, necesariamente, de lo en verdad ocurrido en cuanto se elige el punto de vista desde el que se escribe, se selecciona un enfoque de entre los varios posibles, se prefieren ciertas palabras a otras, se subraya o privilegia un determinado aspecto de lo narrado frente al resto de los muchos que cada vivencia encierra? ¿La misma situación “objetiva” -qué decir si hablamos de una vida- no será contada de modos distintos -y hasta opuestos- por personas diferentes? ¿Todas mienten, entonces? ¿No hay, pues, realidad “indiscutible”? Y qué importa en el fondo todo ello -en literatura, claro está; cosa distinta es si nos encontramos en un juicio penal-, si el relato -llámesele como se le llame- conmueve, induce a la reflexión, enseña, propicia el conocimiento de uno mismo y de los aspectos más profundos de nuestras almas, emociona, revuelve, inquieta, perturba, estremece y transmite -como lo hace esta magistral Ordesa, ya lo he anticipado- autenticidad y belleza, verdad y vida. Al parecer fue Borges -y con esta referencia cierro esta ya muy larga digresión- el que se pronunció de manera definitiva e indiscutible sobre el asunto al afirmar: Todo lo que uno escribe es autobiográfico. Sólo que eso puede ser dicho: “Nací en tal año, en tal lugar” o “Había un rey que tenía tres hijos”.

Escribo estas palabras el 9 de mayo del año 2015, señala el narrador al poco de empezar el libro. Hundido en el insoportable dolor de una crisis existencial, incapaz de percibir en su entorno más que señales de sufrimiento, asistiendo desolado al desvanecimiento general de todas las cosas, enfrentado con terror a la ingravidez de su paso por el mundo, la voz que nos habla -y que, de ahora en adelante voy a suponer que coincide con la de Manuel Vilas, al menos el Manuel Vilas personaje literario- confiesa: Me puse a escribir, solo escribiendo podía dar salida a tantos mensajes oscuros que venían de los cuerpos humanos, de las calles, de las ciudades, de la política, de los medios de comunicación, de lo que somos. Y así, en ciento cincuenta y siete breves capítulos, de dos o tres páginas cada uno de ellos, junto con once desgarradores y lúcidos poemas finales, asistimos a la descarnada y casi impúdica descripción -sin confortables arreglos cosméticos- de una suerte de descenso a los infiernos, al total desmoronamiento del novelista a partir de algunos acontecimientos sustanciales en su vida: su propia infidelidad y divorcio (mi divorcio me llevó a lugares del alma humana que jamás hubiera pensado que existían), el recuerdo, vivísimo, de las figuras del padre y de la madre tras sus muertes, uno y diez años atrás, respectivamente, la paulatina desafección -o al menos el desapego- de los dos hijos…

A lo largo de la obra nos encontramos, pues, fuertemente imbricados, dos planos temporales: el triste presente y el recuerdo nostálgico de un pasado, la infancia y la relación con los padres fallecidos, que si feliz, se nos muestra con melancolía por causa de la ya irreparable desaparición y del estado de abatimiento desde el que se rememora ese tiempo pretérito. El Manuel Vilas que nos habla en el libro se presenta a sí mismo como sumido en el miedo (Toda la vida me ha acompañado el temor a volverme loco), el caos, la desesperación, el desamparo, el sufrimiento (En mi vida no han sucedido grandes cosas, y sin embargo llevo dentro de mí un hondo sufrimiento), la pobreza y el fracaso, la soledad y la tristeza (Me hermano con mi tristeza como si procediera de una tercera persona, eso es otra cosa que me inquieta, y que me aplasta, porque pienso que me estoy volviendo loco. Es el hermanamiento con todo lo que salió mal; con eso me hermano, con toda desdicha, con todo sufrimiento; pero aún soy capaz de hermanarme con algo infinitamente superior a la desdicha: me hermano con el vacío de los hombres, de las mujeres, de los árboles, de las calles, de los perros, de los pájaros, de los coches, de las farolas). Con un largo historial de alcoholismo que incluye dos ingresos hospitalarios y una decisión de poner fin a la letal dependencia (Seguir bebiendo o seguir viviendo), tras abandonar la nómina narcótica como profesor de instituto durante más veinte años, viviendo en precario en un modesto apartamento de soltero, el piso desordenado y tomado por el polvo, la cama permanentemente sin hacer, la cocina sucia, recibiendo de vez en cuando las fugaces y algo distanciadas visitas de los hijos, Vilas se adentra en la cincuentena incapaz de comprender la pérdida, el deterioro, el paso del tiempo y la muerte (Me estoy lacerando el alma, porque no entiendo ese taimado movimiento que va de lo que se mueve y habla a lo inmóvil y mudo), que se manifiestan, sobre todo, en la muy vívida conciencia de la desaparición de sus padres, una ausencia que impregnará su vida -sumiéndole en el desvalimiento y la aflicción- y la condenará a la estrechez y la pesadumbre. Lo nuestro -dice para referirse a su familia- fue siempre el establo, la pobreza, el hedor, la alienación, la enfermedad y la catástrofe.

Este cúmulo de circunstancias infelices desencadena los recuerdos, la añoranza, la triste evocación de la vida pasada, esos días en los que la poderosa presencia de los progenitores daba sentido al vivir. El libro entero está así empapado de un tono elegíaco, en un lamento perpetuo por la muerte de aquellos a quienes el autor más quería. Son infinidad las ocasiones en las que ese llanto dolorido aflora entre las páginas de Ordesa, en frases rotundas y tristísimas, que adquieren la cualidad lírica de versos, no en vano Vilas es, sobre todo, un poeta: Sobre la muerte de mi padre va cayendo el tiempo, y ya muchas veces tengo dificultad para recordarlo; Todo mi pasado se hundió cuando mi madre hizo lo mismo que mi padre: morirse; Mis padres ya no existen, pero existo yo, y me marcho en cinco minutos; Solo soy eso: la esperanza de volver a veros; ¿Te has fijado, papá, en la inmensa ruina del universo, en esa soledad del tamaño de los muertos humanos y en esa luz en que te has convertido?

La tristeza y el sinsentido a los que le condena la doble ausencia le llevan a preguntarse quiénes fueron en realidad sus padres, en una indagación lacerante que surge a partir de algunas anécdotas, unos cuantos episodios esenciales, unas pocas, escasísimas, fotografías en las que se les ve muy jóvenes y vitales, en el esplendor de su juventud y madurez: bailando, muy guapos, en una fiesta; el padre solo –pero centro de atención, simpático y popular- en una barra de bar, cuando aún no conocía a la madre y la existencia de Manuel Vilas era, pues, una quimera inconcebible; en la nieve, ataviado el niño con un “humillante” chubasquero, infausto síntoma de la pobreza; cogiendo de la mano al hijo, y vemos tan sólo un fragmento de brazo y un llavero que sobresale del bolsillo, en una foto aparentemente anodina pero repleta de significado. Esa búsqueda justificará el sentido de su escritura (¿Quién fue? Al no decirme quién era, mi padre estaba forjando este libro), en una desconsolada remembranza en la que prevalecen el sentimiento de pérdida y el inmenso amor sentido (Estoy hablando de esos seres, de los fantasmas, de los muertos, de mis padres muertos, del amor que les tuve, de que no se marcha ese amor. Nadie sabe qué es el amor).

Y en el recuerdo afloran relevantes acontecimientos de las vidas de ellos y por lo tanto de la suya propia, en capítulos llenos de ternura, también de desesperación, de exaltación y melancolía, de alegría, de ilusión e inevitable congoja. Los dulces episodios del pasado se suceden: la memoria del pobre Coliflor, compañero de clase en la infancia; la vaga y desvaída reminiscencia de los abusos en el colegio de curas; los distintos coches familiares, el 600, el 1430, un Seat Málaga, instrumentos de trabajo de un padre comercial en el sector textil; la televisión y el Un, dos, tres; los viajes a la playa de Cambrils; la canción del verano; el Dúo Dinámico; las patatas fritas Matutano; las máquinas del millón; la madre aterrada, escondida en el ropero cuando estallaban las tormentas; el belén que progresivamente va deteriorándose, rompiéndose las piezas, pegadas de mala manera con pegamento Imedio; todos esos iconos de una época -los sesenta y setenta de la gris España franquista- que, idénticos o muy similares, recordamos todos los que la hemos vivido. Y por sobre todo ello… ¡tanto amor!: la bata que le lleva la madre a su piso de estudiante en Zaragoza (Nunca más volveré a sentir aquella ternura), el silbido con el que se reconocían los padres cuando jóvenes, si se separaban o perdían entre la multitud de las fiestas (Jamás la he vuelto a oír, esa forma de silbar), la insólita confidencia del padre que provoca la perplejidad y el desconcierto del hijo: Pasó una señora y vi que allí había algo. Cuando se marchó, mi padre me dijo: 'esta habría sido tu madre si no me hubiese casado con tu madre'. Luego supe que había tenido una novia que dejó por mi madre; la visita a Melilla, un Vilas ya adulto, y la súbita conciencia de que el padre no podía saber entonces, cuando paseaba esas mismas calles mientras hacía allí el servicio militar, que su hijo iba a volver al mismo lugar sesenta años después; la estremecedora y palpitante recreación -forzosamente inventada- de la noche en que el narrador fue concebido, en un fragmento magistral que os dejo como cierre a esta reseña.

Y es insoportable la tristeza que deriva de la constatación de la vida huida, esfumada, desaparecida para siempre. La vida, es claro, no tiene sentido, todo se desvanece, todo se desmorona, nada perdura, todo se pierde, se difumina, se destruye, se olvida, nada puede ayudarnos tras la inevitable derrota, tras el irremisible fracaso. Somos apenas el desolado recuerdo del amor perdido, sobre todo del amor más incondicional, el de los padres. Estuve con mi padre cuarenta y tres años de mi vida. No ha estado conmigo una década, y ese es el problema moral más grande de mi vida: la década que llevo vivo sin la contemplación de mi padre, escribe. Y otro tanto en relación a la madre: es con ella con quien quiero estar para siempre. Y surgen, como gritos emocionados, los desesperados plañidos, las atormentadas quejas, la desolación indecible: El hecho de que jamás pueda volver a hablar con ellos me parece el acontecimiento más espectacular del universo, un hecho incomprensible, del mismo tamaño que el misterio del origen de la vida inteligente. O también: Estoy haciendo cualquier cosa y de repente aparece mi padre a través de un olor, de una imagen, a través de cualquier objeto. Entonces me da un vuelco el corazón y me siento culpable. Viene a darme la mano, como si yo fuese un niño perdido. Y todavía más explícito: Mi madre bautizó el mundo, lo que no fue nombrado por mi madre me resulta amenazador. Mi padre creó el mundo, lo que no fue sancionado por mi padre me resulta inseguro y vacío. Como no oigo sus voces nunca más, a veces me niego a entender el español, como si con sus muertes la lengua española hubiera sucumbido y ahora solo fuese una lengua muerta, como el latín. Y esta descripción sobrecogedora: Te has hecho especialista en las cosas que se pierden, te pasas la vida pensando en tu madre muerta y en tu padre muerto, como si no quisieras pasar a otro espacio de la experiencia humana, no quieres pasar porque justamente entre los muertos vive la verdad y lo hace de una forma luminosa. Cómo no temblar, compungidos, con este inmenso dolor: Era el paraíso. Fue mi paraíso. Fueron ellos mi paraíso, mi padre y mi madre, cuánto los quise, qué felices fuimos y cómo nos derrumbamos. Qué hermosa fue nuestra vida juntos, y ahora todo se ha perdido. Y parece imposible.

Y eso es, precisamente, Ordesa, el paraíso, el lugar feliz de un pasado que se dibuja así, en el relato de Manuel Vilas, como el refugio sentimental, el espacio simbólico -aunque también real- en el que se concentran todos los momentos privilegiados de comunión con el padre: Pensé que el estado de mi alma era un vago recuerdo de algo que ocurrió en un lugar del norte de España llamado Ordesa, un lugar lleno de montañas, y era un recuerdo amarillo, el color amarillo invadía el nombre de Ordesa, y tras Ordesa se dibujaba la figura de mi padre en un verano de 1969. E igualmente: Todo se concentró en un nombre, que es un topónimo: Ordesa, porque mi padre le tenía auténtica devoción al valle pirenaico de Ordesa y porque en Ordesa hay una célebre y hermosa montaña que se llama Monte Perdido. Más que morirse, mi padre lo que hizo fue perderse, largarse. Se convirtió en un Monte Perdido.

Ordesa representa, pues, la naturaleza, la vida, la biología, la “verdad”, la inocencia de la infancia, la vida por hacer, el amor, en particular el amor de y a los padres (La verdad es tu padre y tu madre), que se contraponen, en un juego de espejos a mi juicio muy relevante en el libro, a la mentira, a la sociedad, al capitalismo, a las artificiosas convenciones sociales, a una España cainita, un país chapucero, la España del éxito fácil, del odio, de la envidia, del rencor, de la mala leche, la España de la corrupción, de la especulación, del dinero, del materialismo, la España que maltrata a la pobreza, la que olvida lo que fue hace nada, la España de la modernidad contra la que el autor, en su lúcida y extremada conciencia de clase, lanza un bramido desgarrador, impotente y furioso. Una España en la que crecen los hijos, a los que el narrador quiere proteger (dejarles todo resuelto a los hijos) pero que vuelan ante el desconsuelo del padre, en particular en una “escena” tristísima en la que el narrador prepara un desayuno que el hijo, que ya ha abandonado la casa, nunca tomará: Son las galletas más desamparadas del planeta. Me pongo a hacer su cama (del hijo). También está desamparada, la cama. Y hay también, en este sentido, numerosas reflexiones sobre la paternidad (El misterio de la voluntad de ser, de la voluntad de que haya otro distinto a mí: en ese misterio se basan la paternidad y la maternidad), sobre las relaciones entre padres e hijos (No sé si mis dos hijos me amarán tanto como yo he amado a mis padres), sobre la imposible continuidad, todo se acaba, todo se desvanece, nada queda (No reconocería ahora a mis abuelos si volvieran a la vida porque nunca los vi mientras estuvieron vivos y porque no tengo una triste foto de ellos ni me hablaron de ellos (…) No existe tal parentesco. No existe la familia).

En fin, un libro altamente recomendable, este Ordesa que hoy he querido presentaros. Os dejo ya con una canción que habla de los recuerdos del padre: Dance with my father, de Luther Vandross: Cuánto me gustaría volver a bailar con mi padre de nuevo.


Son jóvenes los dos y se disponen a llamarme de entre la oscuridad. No soy. Nunca he sido. Sin embargo, fui presentido por todas las cosas hace millones de años. Todos hemos sido presentidos. Puedo viajar en el tiempo y ver cómo Juan Sebastián acaricia y besa a Wagner y yo estoy allí, esperando a que se me convoque.

En su placer está mi origen, en su melancolía tras el amor está la creación de la insaciabilidad de mi espíritu.

Veo la habitación, es el otoño del año 1961, es mediados de noviembre, no ha llegado el frío, se está bien en la calle, han abierto el balcón de su dormitorio para que entre la luz de la luna, son tan jóvenes, tan inmensamente jóvenes, que se creen inmortales, están allí desnudos, con el balcón abierto.

Hace un poco de fresco ya, dice Juan Sebastián. Y se queda mirando la desnudez de Wagner y yo ya estoy en ese vientre. Wagner se enciende un L&M. La lámpara de la mesilla proyecta una luz tenue. Se respira en esa habitación una felicidad inmensa. Cantan las paredes, las cortinas, las sábanas; la noche canta. En el Año Nuevo de 1962 ya sabrán que Wagner está embarazada. Pero no intuyen la criatura que se acerca. Ni yo sé la clase de criatura que se acerca. Juan Sebastián, en la noche de noviembre, después de haberme invocado dentro de Wagner, sale al diminuto balcón de la casa que sería mi casa y mira la noche, es una noche con hechizos en el aire, mira las casas de enfrente, la calle sin asfaltar, acaban de mudarse a esa casa nueva, con ascensor, huele a barniz la madera del ascensor, la calle está sin hacer, todo es nuevo, las persianas de madera, las baldosas, las paredes, las puertas de las habitaciones, que cierran a la perfección, y que dentro de cincuenta años no cerrará ninguna, se quedarán rotas, desencajadas de sus marcos. Nunca vi ese piso nuevo. Solo vi su deterioro, pero en la noche de mi concepción la casa estaba flamante, recién acabada de construir, oliendo a nuevo.

No puedes despertar a los muertos, porque están descansando.

Pero esa noche de noviembre de 1961 existió y sigue existiendo. Esa noche de amor, ese piso moderno, las paredes recién pintadas, los muebles recién estrenados, las manos jóvenes de los esposos, los besos, el futuro que solo es una idea ilusionante, el poder de los cuerpos, todo eso sigue en mí.

Gran noche de 1961, mes de noviembre, tranquilo, benigno, dulce. Sigues viva. Noche que sigues viva. No te marchas. Bailas conmigo una danza de amor.


Manuel Vilas. Ordesa

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