Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 30 de mayo de 2018

EDURNE PORTELA. EL ECO DE LOS DISPAROS. MEJOR LA AUSENCIA

Este libro surge, en buena medida, a partir de memorias, experiencias y observaciones personales. No dilataré el momento en el que lo personal aparezca en mi aproximación al tema de la «violencia vasca», así que comienzo explicando brevemente dónde me sitúo dentro de esta historia. Pertenezco a una generación nacida durante los últimos coletazos de la dictadura franquista y que vive su niñez y adolescencia durante la época más dura tanto de ETA como de la represión por parte de las fuerzas de seguridad españolas, incluyendo el terrorismo de Estado de los Grupos Antiterroristas de Liberación o GAL. Es una generación que se educó en la cotidianeidad y la convivencia con la violencia, si no directa, sí por lo menos con el discurso de la violencia: los juegos de niños muchas veces reproducían la violencia de los mayores; la música con la que entramos en la adolescencia –el «rock radical vasco»– defendía la lucha armada y en sus conciertos coreábamos, aunque no nos lo creyéramos «gora ETA militarra»; nuestros pueblos estaban plagados de pintadas en las paredes con mensajes políticos y amenazadores porque la política, en Euskadi, era siempre amenaza: nombres de concejales no abertzales dentro de dianas, pintadas de «Independentzia ala hil», «PSOE-GAL berdin da», «ETA mátalos» o «Presoak kalera».

Estas formas de violencia no eran en absoluto excepcionales, sino que venían acompañadas de los hábitos más rutinarios. Por ejemplo, todos los miércoles había manifestación en mi pueblo con la consiguiente represión brutal por parte de la policía, así que salíamos del colegio literalmente corriendo para llegar a casa antes de que la «movida» empezara, ya que bien podías recibir una pedrada de un borroka o una pelota de goma de un txakurra. Era el día a día; no había nada de particular en todo esto. Como no lo había en ir una vez al mes con mi familia a Iparralde a visitar a un familiar vinculado a ETA. Era simplemente lo que la familia tenía que hacer para ayudar a un ser querido, a pesar del riesgo de atravesar tan periódicamente la frontera, a pesar de no estar de acuerdo con sus métodos de lucha, a pesar de saber que durante esos años visitar a la comunidad etarra en Francia suponía correr no pocos riesgos debido a los frecuentes ataques de los GAL. Pero nadie hablaba de estos «a pesares» en mi familia. La única anormalidad de todo aquello era la necesidad de guardar silencio; estas visitas no podían saberse fuera del núcleo familiar. En este libro iré desvelando otras formas en que la violencia ha estado presente en mi vida cotidiana, a veces de forma excepcional, pero para la mayoría de la ciudadanía vasca la violencia ha sido ordinaria, omnipresente y por lo tanto normalizada. Entonces, este proyecto nace de mi preocupación sobre qué significa vivir, entendiéndola, con una herencia de violencia adquirida desde la infancia, cuando esta infancia se ha desarrollado en un contexto como el de Euskadi en los años setenta, ochenta o noventa del siglo XX, en el que la mayoría de los jóvenes sentían más repugnancia hacia y tenían más miedo de la policía nacional o la guardia civil que de los terroristas de ETA, a pesar del rechazo de buena parte de esa juventud a la violencia de la organización e incluso al proyecto nacionalista. Es también un contexto en el que la sociedad en general no se inmutaba ante el asesinato, era –me atrevo a decir sigue siéndolo– una sociedad mayoritariamente indiferente. Intento entender de qué manera vivir en esta cercanía a la violencia afecta nuestra sensibilidad hacia la misma y nuestra presente preocupación –o falta de ella– por la propia responsabilidad en el consentimiento de esta violencia. Desde el punto de vista de la imaginación y de la representación, trato de desentrañar las claves de la participación en el «conflicto vasco» de la misma sociedad en el que tiene lugar: cómo nos hemos imaginado en relación al otro; cómo hemos dirimido, a partir del lenguaje creativo, el vivir en constante contacto con la violencia; cómo hemos justificado o desafiado nuestra complicidad y nuestro silencio, y cómo puede contarse ahora esta sociedad herida, fragmentada y todavía polarizada.


Hola, buenas tardes, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, que hoy comienza así, de un modo tan abrupto y a la vez tan significativo, una emisión especialmente dura, especialmente dolorosa, especialmente delicada. El 7 de junio de 1968, en unos días se cumplirán los cincuenta años, los etarras Txabi  Etxebarrieta e Iñaki Sarasketa -durante mucho tiempo con calle a su nombre en el municipio vizcaíno de Lejona (no he podido comprobar si la complicidad de los políticos nacionalistas la mantiene en la actualidad; aunque una búsqueda en el callejero de Leioa -en la grafía vasca del nombre del pueblo- parece confirmarlo)- acababan con la vida del guardia civil de tráfico José Ángel Pardines Arcay, en lo que se considera el primer asesinato de la trágica historia de ETA (años antes, en 1960, una niña, Beatriz Urroz, moría como consecuencia de una bomba colocada en las vías del tren en San Sebastián, pero en todo el tiempo pasado desde entonces no ha podido dilucidarse la autoría del más que probable atentado etarra). Desde aquella remota fecha, la fanática banda terrorista mató a otras 852 personas en un sangriento delirio asesino que, por fin, parece en estos meses llegar definitivamente a su término con la disolución del grupo de pistoleros tras el anuncio del cese de la violencia en octubre de 2011 y el más reciente, cínico y difuso, hace un par de semanas, de la extinción final de la banda.

Con esta triste efeméride como excusa he querido que nuestro espacio semanal de recomendaciones de lectura en Radio Universidad de Salamanca se ocupe en dos emisiones consecutivas de tres libros que tienen como objeto al universo de ETA, o más exactamente al terrible rastro de extorsiones, chantajes, intimidación, delaciones, violencia, agresiones, sufrimiento y muerte que dejan estas cinco décadas de horror cotidiano sobre todo en el País Vasco y, en menor medida en el resto de España.

El reciente éxito editorial de la excelente Patria, de Fernando Aramburu, de otra de cuyas obras de idéntica temática, Los peces de la amargura, ya os hablé con entusiasmo en estas páginas hace casi ocho años, ha puesto en las listas de libros más vendidos y en los siempre veleidosos intereses del público a la literatura centrada en el sangriento universo de la violencia etarra. Compartiendo unos referentes similares aunque enfocados desde un punto de vista muy distinto, esta tarde quiero hablaros de dos libros, un ensayo y una novela, escritos por Edurne Portela y presentados por la editorial Galaxia Gutemberg, el primero de ellos en 2016, El eco de los disparos, al que pertenece el fragmento que hoy ha abierto el espacio, y Mejor la ausencia, el texto de ficción, que vio la luz el pasado 2017.

Edurne Portela, que nació en el País Vasco y vivió allí su infancia y primera juventud, se formó académicamente como filóloga en la Universidad de Navarra, para instalarse luego en Estados Unidos donde obtuvo un doctorado en Literaturas Hispánicas en la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill. Durante trece años ejerció como profesora de Literatura Latinoamericana y Española en la Universidad de Lehigh (Pensilvania) a la vez que dirigía el Centro de Investigación para las Humanidades de dicha Universidad. Instalada actualmente en España, está especializada en el estudio de la violencia y en sus representaciones en la cultura contemporánea, particularmente en literatura y cine, habiendo publicado numerosos artículos y algunos ensayos sobre esos temas, que han acabado por desembocar en las dos obras que ahora os comento, centradas, desde distintas aunque complementarias perspectivas, en la violencia, objeto de su interés académico.

El eco de los disparos, que se presenta con el explícito subtítulo de Cultura y memoria de la violencia, parte de su propia implicación emocional en tanto testigo durante muchos años del “problema” de la violencia en el País Vasco. Su planteamiento, en consecuencia, no es estrictamente científico o profesoral, enfoque que requeriría una visión más o menos aséptica u objetiva. Por el contrario, su análisis está teñido de subjetividad, hasta el punto de que los datos, los estudios, las aportaciones teóricas se presentan salteados, imbricados con breves relatos de índole claramente autobiográfica en los que se recrean episodios vividos de niña o adolescente. De esta manera la exposición de sus argumentos y el desarrollo de sus tesis a propósito de los últimos cincuenta años de violencia en su tierra natal encuentran su demostración más convincente, su ejemplificación casi documental, su correlato más vívido en la narración de los sucesos experimentados por ella misma, en sus dolorosas vivencias, algunas de ellas de una brutalidad espeluznante y todas de una dureza, una tensión y una crueldad difíciles de digerir para una sensibilidad no acostumbrada a la ominosa cotidianidad con la que se vio obligada a convivir durante décadas esa sufriente comunidad autónoma.

Portela aborda su investigación a partir del comentario a distintas obras cinematográficas, literarias y fotográficas de este siglo cuya visión creativa se opone a las dinámicas de silencio, complicidad e indiferencia tan propias de la sociedad vasca, en palabras de la autora. Así, cintas como Asier eta biok (Asier y yo), de Aitor Merino, Tiro en la cabeza, de Jaime Rosales, Ocho apellidos vascos, dirigida por Emilio Martínez Lázaro, El negociador, de Borja Cobeaga, Fe de Etarras, del mismo director; novelas y colecciones de cuentos como la mencionada Los peces de la amargura (Patria se publicó después de la presentación de El eco de los disparos), Ojos que no ven, espléndida obra de José Ángel González Sáinz, Letargo, de Jokin Muñoz, Twist, de Harkaitz Cano, Mentiras, mentiras, mentiras, de Iban Zaldua; o la polémica obra fotográfica de Clemente Bernad, entre otros muchos ejemplos, son diseccionados con profundidad y rigor.

En su tratamiento, la autora intenta huir de los lugares comunes, de los apriorismos reduccionistas que no ayudan a avanzar en la comprensión del problema. No hay, pues, en su visión, blancos y negros, certezas y verdades absolutas, sino, por el contrario, puntualizaciones, dudas, interrogantes, matices, incertidumbres, intentos de comprender, que no justificar ni explicar, las distintas facetas de una violencia (y no sólo la de las armas, también la de sus “aliados”, el silencio, la indiferencia y la complicidad) que durante tanto tiempo se ha enseñoreado -y quizá aún lo esté haciendo, en cierta medida- de los pueblos y ciudades vascos. Dejando clara su oposición frontal a la “lucha armada”, su rechazo a cualquier forma de “equidistancia”, su negativa a establecer empatía o compasión hacia el terrorista, su repudio de la perversa y obscena y radicalmente falsa e interesada equiparación entre las víctimas (aunque no sólo se habla de ETA en el libro, también están presentes las torturas policiales y los asesinatos de los GAL), el valiente y también controvertido ensayo elude igualmente las tesis cómodas que ofrecen respuestas fáciles que sólo sirven para tranquilizar conciencias, arriesgándose por el contrario a presentar esquemas más abiertos, más plurales, menos previsibles, que alienten la discusión honesta y permitan un examen crítico. Hace suyas así -citándolas expresamente- las ideas de Kafka -traídas a colación aquí hace unas semanas, al hablar de Contra la lectura- según las cuales la literatura debe perturbar, debe ser el hacha que rompa el mar congelado que llevamos en nuestro interior, o las de Milan Kundera cuando defendía que el espíritu de la novela es el espíritu de la complejidad. Cada novela dice al lector: “Las cosas son más complicadas de lo que crees”, o, también mencionados en el libro, los argumentos de José Ovejero: La literatura debe ser entretenida, afirman con frecuencia los propios escritores […]. El mayor pecado de la literatura, dicen también, es aburrir. […] [L]o que entretiene no exige esfuerzo; es inocuo, anodino, puede ser gracioso e ingenioso, ocurrente e incluso inteligente, quizá, en el mejor de los casos, provocar una emoción estética, pero no debe costar trabajo. La literatura como laxante, que no haya que apretar. La literatura como soma, para que no se nos vaya a ocurrir ocupar la mente con algo desagradable o inquietante; no inquietante como un serial killer de mentirijillas, sino inquietante como algo que no nos deja seguir siendo como éramos antes de leer el libro, que nos saca de la cómoda horma en la que hemos ajustado nuestras vidas.

Y en ese cara a cara polémico y atrevido, nada complaciente, con la dureza de unos hechos terribles, Edurne Portela recorre las obras artísticas seleccionadas rastreando en ellas las miradas de los testigos, víctimas y perpetradores, e identificando en sus disímiles propuestas algunos temas clave para comprender las causas y los efectos, la génesis y la perduración de la violencia: los silencios, el miedo, la apropiación del lenguaje, la indiferencia, la representación del dolor, el fanatismo, la imposibilidad de imaginar al “otro”, el resentimiento y la venganza, la reparación y el perdón…

Pero siendo interesantes su indagación en las novelas, cuentos, películas y fotografías examinados, e igualmente valiosas las reflexiones derivadas de ella, el hecho de que para su total inteligibilidad se necesite el conocimiento profundo de las obras de referencia -y, al menos en mi caso, muchas de ellas no las conocía de antemano- puede provocar un cierto distanciamiento en la lectura -menor: el núcleo central del discurso de Edurne Portela es absolutamente accesible pese a esta dificultad “de origen”- que tiene como benéfico efecto colateral el “refugio” del lector en esos otros pasajes más estrictamente literarios, con la estructura y la potencialidad narrativa de un relato, que puntean el texto ensayístico y en los que la cruda realidad de la violencia se materializa de un modo más intenso y conmovedor, cargado de emoción y -aunque el término quizá chirríe en este contexto- lirismo. Debajo del felpudo (un relato escalofriante y muy revelador); Cipayo: los días que te quedan son una cuenta atrás; Los barbudos (1 y 2); El valor de las anchoas; Herriko Jaiak, julio 1997; Como te sigas chupando el dedo, te lo corto; Una noche por lo Viejo o El conflicto está en otro sitio, son, casi todos, magistrales y, sin excepción, estremecedores y muy elocuentes por sí mismos, más allá de disquisiciones teóricas, en relación a las auténticas vivencias de los ciudadanos vascos en aquellos largos años de plomo de, sobre todo, las décadas de los setenta, ochenta y noventa del pasado siglo.

Esos breves textos suponen, a mi juicio, el inmediato antecedente de Mejor la ausencia, la novela de 2017 en la que Edurne Portela opta abiertamente por “ficcionalizar” esa realidad que tan bien conoce -por experiencia y por dedicación profesional- y en cuyo planteamiento literario he creído percibir una cierta continuidad de estilo con aquéllos. Sin tiempo apenas para algún comentario que vaya más allá de la entusiasta recomendación del libro, dejadme, no obstante, señalar que hallándonos, obviamente, ante una obra novelística, los muchos y evidentes puntos en común de lo narrado con la propia peripecia biográfica de su autora, la similitud -más aún: la identidad- del entorno, de los escenarios, de los paisajes urbanos, de la atmósfera de degradación moral y de violencia, la omnipresencia de la heroína y otras drogas, el paro, el Bilbao oscuro y sucio, la kale borroka, el entorno abertzale, las herriko tabernas, la agresividad del rock radical vasco, el clima de hostigamiento y opresión, el “impuesto revolucionario” las algaradas en las calles, las pelotas de goma y los gases lacrimógenos, los atentados terroristas, los señalamientos de las víctimas, las amenazas, los secuestros, las muertes, la perspectiva ética compleja y poco condescendiente con las ideas dominantes, permiten entender la novela como una ilustración “viva” -al igual que lo son los relatos intercalados en la obra anterior a los que me he referido- de ese ambicioso estudio sobre la violencia en el País Vasco que es El eco de los disparos.

La narración, sigue a su protagonista, Amaia, en dos fases. La primera, que da comienzo en 1979, cuando es una niñita de cuatro años -como entonces la autora-, hasta 1992, en que, al llegar a la mayoría de edad, abandona el ambiente hostil de su conflictiva familia -la madre, abandonada por su marido y peligrosamente entregada al alcohol, el padre siempre ausente, un abogado probablemente implicado en la “guerra sucia” antiterrorista, los hermanos, Aníbal, muerto prematuramente por la heroína, Kepa, militante y, quizá, asesino de ETA, y Aitor, que logra evadirse de ese entorno contaminado “huyendo” a Madrid; y todos formando parte de una realidad hecha de gritos, de agresiones, de insultos, de amenazas, de envilecimiento, de destrucción- para continuar sus estudios fuera del País Vasco. El comienzo de la segunda parte, El regreso, se sitúa en 2009, y en él vemos a Amaia retornando a su pueblo tras completar su formación en el extranjero (en uno más de los muchos rasgos autobiográficos de la obra) para escribir allí el libro en que dé forma a todos sus fantasmas y ponga orden en el caos de su existencia personal y familiar. Su inteligencia natural, su sensibilidad, su ternura, su vulnerabilidad y también su dureza acabarán por salvarla de aquel infierno en el que tantos otros -sus familiares entre ellos- acabarán hundiéndose.

En fin, fuera ya de tiempo, os recomiendo vivamente la lectura de estos dos excepcionales libros, El eco de los disparos y Mejor la ausencia, escritos por Edurne Portela y presentados por la editorial Galaxia Gutenberg.

Para ilustrar musicalmente mi comentario he optado por escapar de las muchas referencias al combativo rock vasco que aparecen en ambas obras, para ofreceros una pieza, la excepcional No surprises, extraída de OK Computer, el gran disco de Radiohead que ocupa un lugar determinante en un cuento de Iban Zaldua -impactante, a partir de su mera sinopsis- que se glosa en El eco de los disparos.



Edurne Portela. El eco de los disparos. Mejor la ausencia

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