Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 18 de julio de 2018

JOHN D. MACDONALD. ADIÓS EN AZUL. PESADILLA EN ROSA


Iba a ser una velada tranquila y hogareña. 
El hogar es el Busted Flush, una casa flotante tipo gabarra de dieciséis metros de eslora, amarre F-18, Bahía Mar, Lauderdale. 
En el hogar es donde encuentro intimidad. Corres todas las cortinas opacas, cierras las escotillas y con el susurrante zumbido del aire acondicionado amortiguando todos los ruidos del mundo exterior, consigues olvidarte de que tienes pegados a los de la embarcación vecina. Podrías estar en un cohete viajando más allá de Venus o bajo el casquete polar. 
A bordo dispongo de un espacio que llamo el salón y allí es donde paso la mayor parte del tiempo. 
Estaba tumbado en el ángulo en curva del sofá esquinero, estudiando las cartas náuticas de los cayos, intentando reunir el entusiasmo y la energía suficientes para planificar el traslado del Busted Flush a un nuevo amarre durante algún tiempo. El barco lleva un par de motores diésel Hércules de 58 caballos cada uno, que me permitirían mantener una velocidad media de seis nudos. Nunca se me había pasado por la cabeza trasladarlo. Me gusta Lauderdale. Pero desde hace algún tiempo le doy vueltas a la conveniencia de hacerlo. 
Chookie McCall estaba ensayando una alocada coreografía. Venía porque aquí disponía de intimidad y espacio suficientes. Había apartado los muebles y había colocado estratégicamente un par de espejos del camarote principal y su pequeño pero estruendoso metrónomo. Llevaba unas viejas y descoloridas mallas color teja, zurcidas en un par de sitios con hilo negro. Y el cabello recogido con un pañuelo. 
La chica estaba trabajando duro. Repetía los pasos una y otra vez, retocando algún pequeño detalle en cada nuevo ensayo, y cuando quedaba satisfecha, se acercaba a toda prisa a la mesa y escribía unas notas en las hojas de su sujetapapeles. 
Las bailarinas trabajan tan duro como lo hacían los mineros. Chookie saltaba, resoplaba y contorneaba su espléndido y perfectamente proporcionado cuerpo. Pese al aire acondicionado, el salón se había llenado de ese tenue olor penetrante y dulzón que emiten las chicas cuando sudan mucho. Para mí tenerla allí era una distracción bienvenida. Bajo la luz del salón, la película de sudor resplandecía sobre sus largas y torneadas extremidades. 
—¡Maldita sea! —dijo, mientras repasaba sus anotaciones con el ceño fruncido. 
—¿Qué pasa? 
—Nada que no pueda arreglar. Tengo que visualizar de manera muy clara dónde se va a colocar cada bailarina, o acabarán dándose patadas en la cara unas a otras. A veces me armo un lío. 
Garabateó algunas anotaciones más. Yo seguí consultando la profundidad de la marea baja en las zonas menos profundas al noroeste de los cayos exteriores. Ella continuó trabajando duro otros diez minutos, tomó sus notas y se apoyó contra el borde de la mesa, con la respiración acelerada. 
—Trav, cariño… 
—¿Sí? 
—¿Me tomabas el pelo aquella vez que hablamos sobre… sobre cómo te ganas la vida? 
—¿Qué te conté? 
—Sonaba muy raro, pero supongo que te creí. Me dijiste que si X tenía algo valioso y aparecía Y y se lo quitaba, y no había ni la más remota posibilidad de que X pudiera recuperarlo, entonces aparecías tú y acordabas con X que si lograbas recuperarlo te quedabas con la mitad. Y entonces… vivías de lo que habías ganado hasta que se te empezaban a agotar esos fondos. ¿Es esto lo que realmente haces? 
—Es una simplificación, Chook, pero razonablemente cercana a la realidad. 
—¿No te metes en demasiados líos? 
—A veces sí, a veces no. Normalmente Y no está en situación de armar mucho jaleo. Como soy una especie de último recurso, mi tarifa es del cincuenta por ciento. Para X resulta mucho más interesante que quedarse sin nada. 
—Y siempre con discreción. 
—Chook, no voy por ahí con tarjetas de visita. ¿Qué pondría en ellas? ¿Travis McGee, cobrador? 
—Pero por el amor de Dios, Trav, ¿cuántos trabajos de este tipo puedes encontrar por ahí cuando empiezas a estar tan apurado que necesitas pasta? 
—Tantos que puedo permitirme elegir. Este es un país complicado, cariño. Cuanto más compleja se hace la sociedad, más sistemas semilegales de robo aparecen. A veces algún antiguo cliente le sugiere mi nombre a alguien. Y si coges una pila de periódicos y los lees atentamente, entre líneas puedes localizar a un orondo y sonriente Y y a un pobre X retorciéndose las manos desesperado. Me gusta perseguir a peces gordos. Tengo muchos gastos. Y puedo acabar comiéndome parte de mis ahorros para la jubilación. En lugar de poder retirarme a los sesenta, voy perdiendo fondos por el camino. 
—¿Y si ahora mismo te saliese uno de esos trabajos? 
—Cambiemos de tema, señorita McCall. ¿Por qué no te tomas unos días libres y así sacas de quicio a Frank, reunimos a un grupito, montamos una pequeña fiesta en la barcaza y ponemos rumbo a Marathon? Digamos cuatro caballeros y seis damas. Nada de borrachos, nada de quejicas, nadie ya emparejado, nadie sexualmente ambiguo, nadie demasiado aficionado a las cámaras, nadie que se queme con el sol, nadie que no sepa nadar, nadie que… 
—Por favor, McGee. Estoy hablando en serio. 
—Yo también. 

Hola, buenas tardes. De este modo tan sugerente empieza hoy Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Así comienza nuestro espacio y así se abre también Adiós en azul, la novela de John D. (Dann) MacDonald que inaugura la serie que su autor dedicó a este irresistible personaje que es el magnético detective -por llamarle algo que describa aproximadamente su profesión- Travis McGee cuya voz acabáis de conocer, pues es él el que narra sus peripecias en los libros. 

MacDonald, nacido en 1916 y muerto setenta años después, fue un escritor prolífico, con más de setenta novelas en su haber, muchas del género negro. De éstas, veintiuna forman parte de la serie protagonizada por el inefable McGee, un tipo singular, una especie de investigador privado que se desenvuelve profesionalmente en Florida. La editorial Libros del Asteroide parece dispuesta a recuperar la colección completa, en una estimulante iniciativa que comenzó en 2015 con Adiós en azul, continuó en 2016 con Pesadilla en rosa y que quizá pueda proseguir en unos meses con A purple place for dying, los tres primeros libros escritos y publicados originariamente en Estados Unidos en un mismo año, 1964, en un espectacular y desbordante “lanzamiento” de un personaje que repetiría en nuevas compulsivas entregas, todas con algún color en su título. Los dos primeros libros que hasta ahora han visto la luz en nuestro país se presentan en la traducción de Mauricio Bach, una versión que permite apreciar y disfrutar de la prosa fácil, el ritmo ágil y el tono desprejuiciado de las novelas, aunque en el debe -un debe menor- hay que criticar que se le haya colado (a él y a los correctores de la editorial) un chirriante la onceava planta, que aparece, de modo agresivo y doloroso (exagerando), en Pesadilla en rosa

Las novelas de McGee, al menos las dos que yo he leído, no son novelas policiacas en sentido estricto. La atmósfera oscura de los clásicos del género, las incursiones en los sinuosos territorios de los bajos fondos, el habitual elenco de tipos turbios -hampones, traficantes, proxenetas, delincuentes-, y su correlato, la variopinta fauna de inspectores, policías, investigadores, detectives y periodistas que, por distintos medios, persiguen el crimen, tan representativos de las obras de Chandler y Hammett de los años 30 y 40 del pasado siglo, no afloran en ellas, que se desarrollan en los ambientes más cálidos, más soleados, más alegres y “brillantes” de la Florida tropical y abierta, resplandeciente y colorida, aunque, como es obvio -la capacidad humana para el mal aflora por doquier-, los crímenes, la corrupción y el chantaje, los robos y las estafas, siguen produciéndose. El mundo ha cambiado, no en vano estamos a mediados de los sesenta, y la dura realidad del período de entreguerras, el clima de depresión y crisis de esa etapa por la que se movían Sam Spade o Philip Marlowe, los héroes canónicos del género, han sido sustituidos ya por el optimismo y la fe en el futuro de una sociedad norteamericana que vive en esos días de la década prodigiosa una etapa de expansión, de progreso, de modernidad, de ilusiones colectivas, unos años luminosos en los que Estados Unidos se constituye en la gran potencia universal; los libros de MacDonald reflejan esa sociedad que, aún con el recuerdo cercano de la segunda gran contienda mundial -McGee es un excombatiente-, sufre las tensiones derivadas del crecimiento y el desarrollo: la especulación, la codicia, la violencia, también la aventura de las drogas. En este contexto, los libros protagonizados por nuestro sin par personaje nacen en el marco de la literatura popular de la época -el pulp-, en algunos de cuyos rasgos determinantes coinciden: tanto la inusitada fecundidad del autor y su elevado ritmo de publicación, como lo asequible y fácil de sus narraciones, caracterizadas por lo entretenido, ágil y divertido de las tramas, la intriga y el suspense bien graduados, las inevitables dosis de intensa acción, un más que patente uso de un erotismo algo primario (en la narración de las peripecias de McGee, en cuanto aparece una mujer, es inevitable leer algún turgentes), poco sofisticado y, para los tiempos que corren, light, y, especialmente en el caso que nos ocupa, un protagonista atractivo, con ribetes de héroe, con el que resulta fácil la identificación, aunque sólo sea simbólica, idealizada. En consecuencia, puede deducirse que, a mi juicio -que no coincide esta vez con la mayoría de la crítica, que ve en John MacDonald una figura esencial de la literatura negra-, los libros que esta tarde os recomiendo me parecen, tan sólo, un digno entretenimiento, capaz de arrastrarnos al placentero torbellino de la lectura durante unas horas -lo que no es poco, obviamente-, pero sin otros valores que dejen un poso más duradero en la memoria del lector. 

McGee no es siquiera un detective, sino un vividor. Cómodamente instalado en el Busted Flush, su desvencijado barco de dieciséis metros de eslora amarrado en las aguas de Florida, una antigualla que ganó jugando al póker, disfruta de una existencia tranquila viviendo de las rentas que le proporcionan los casos en los que interviene; unos casos que solo se procura cuando el dinero falta. Entonces, aporta su inteligencia, su convencimiento moral, su saber estar, sus buenos contactos y sus recursos de investigador para recuperar, a cuenta de algún cliente, joyas, bienes o dinero, corriendo con los gastos y quedándose con la mitad de lo obtenido en concepto de honorarios. Estamos ante un tipo íntegro y exageradamente honesto, escéptico y con una visión descreída del mundo. Demasiado errante e inquieto, como lo definen en una ocasión, se lanza a resolver los encargos que le solicitan a bordo de su Miss Agnes, un Rolls Royce de 1936, reconvertido en camioneta, de color azul eléctrico y que recibe su nombre por una profesora que tuvo en cuarto y que usaba la misma tonalidad de azul en su pelo, y se implica en ellos hasta el final, jugándose la vida en numerosas ocasiones (Mi espejo refleja sistemáticamente la campechana imagen de un joven ingeniero que logra construir el puente sobre el río superando enormes dificultades, incluida la flecha envenenada que acaba haciendo diana en su heroico hombro), sin dejar, entretanto, de divertirse, pues en sus aventuras conoce y seduce a numerosas mujeres; aunque como aborrece el compromiso (Yo no estaba hecho para poseer, ni para poner empeño en nada duradero) acaba por volver a su oscilante refugio tras dejar a su subyugante paso a más de una enamorada llorosa, favorablemente dispuesto a encarar una nueva temporada ociosa gracias a los réditos de sus “operaciones”. Esta apariencia frívola del personaje no confunde al lector, pues su conciencia siempre le hace tomar partido, de modo inequívoco y con empeño, en las causas que defiende y así enfrentarse a un “mal” que a su rotundo juicio existe en el mundo, existe porque sí, la pustulosa herencia de la bestia, tan inexplicable como Bergen-Belsen, el campo de concentración nazi. 

Lo mejor de ambas novelas, más allá de unas tramas como he dicho bien urdidas y contadas con el grado de tensión y misterio necesario para hacerlas atractivas, es, a mi juicio y sin ninguna duda, la creación de este personaje inefable al que el autor gusta describir de continuo, tanto en su irreprochable apariencia física (Soy alto y delgado. Parezco un tipo desgarbado y larguirucho de ochenta kilos. Pero quien se tome la molestia de mirar con atención el tamaño de mis muñecas se hará una idea mucho más clara de mi constitución física; Es usted espectacularmente fornido, luce un bronceado tan intenso que casi resulta vulgar y emana una especie de correoso y mortecino encanto adolescente; Portento de ojos grises y gran sonrisa de anuncio) como, sobre todo, en su peculiar, independiente, a menudo desapegada y siempre algo misántropa actitud ante la vida (No funciono demasiado bien cuando me dejo arrastrar por motivaciones emocionales. Recelo de ellas. Igual que recelo de otras muchas cosas, como las tarjetas de crédito, las deducciones de la nómina, los seguros, las rentas para la jubilación, las cuentas corrientes, los cupones de ahorro, los relojes, los periódicos, las hipotecas, los sermones, los tejidos milagrosos, los desodorantes, las listas de cosas pendientes, los créditos, los partidos políticos, las bibliotecas, la televisión, las actrices, las cámaras de comercio para jóvenes empresarios, los desfiles, el progreso y la predestinación). Disculpad la extensión de las citas, pero las creo indispensables para mostraros un retrato fidedigno de la personalidad y el fascinante atractivo de esta formidable, aunque algo estilizada y sin mácula, creación literaria: Ese tipo de ojos claros y cabello encrespado al que le gusta ligar; ese tipo corpulento y bronceado, bohemio, que vive en un barco y da paseos por la playa, se enfrenta como pescador a feroces peces de pequeño tamaño, se carga algunos mitos menores, discute, sonríe y es descreído; ese indiferente desecho de la sociedad biempensante lleno de cicatrices, que espera a que disminuyan sus reservas de dinero y entonces sale a buscar más y se lo coge al que se lo ha robado, se queda la mitad y le devuelve el resto a la víctima. Un tipo de asuntos que, sin embargo, se manejan mejor si no hay implicación afectiva. Y también: Ese holgazán cuyo hogar era un enorme barco destartalado, ese seductor de ojos claros y cabello rizado, ese asesino de pececillos, ese tipo al que le gusta caminar por la playa, beber ginebra, bromear, vivir tranquilo, ser iconoclasta y descreído, llevar la contraria, ser empecinado, de nudillos protuberantes, lleno de cicatrices, que vive al margen de la sociedad establecida

Pero en donde el encanto de Travis McGee resplandece especialmente y se hace arrollador es en la relación con las mujeres. Dice de sí mismo: Soy bastante bueno en camelarlas. Tengo uno de esos rostros que se prestan a ese juego. Un apuesto americano bien bronceado. Ojos resplandecientes y dientes blanquísimos que lanzan destellos desde el centro de una cara ancha, de facciones marcadas y tostada por el sol. Unas apropiadas arrugas de caballero juicioso en la comisura de los párpados, y esa sonrisa tímida y seductora que dibujo cuando es necesario. Sin embargo, de nuevo esta apariencia de ligereza y superficialidad engaña, pues nuestro héroe, en una primera instancia un seductor de manual, es por el contrario un romántico incurable que considera que las relaciones entre un hombre y una mujer no deberían convertirse en un concurso para ver si nos ponemos a la altura de los conejos. Honesto hasta forzar y reprimir su natural atracción por las mujeres si cree que la situación es desequilibrada y puede propiciar el aprovechamiento o la manipulación, hace ostentación de su respeto a las féminas (Resulta que las considero personas. No objetos bonitos. Considero que el hecho de que la gente haga daño a otra gente es el pecado original. Seducir como deporte degrada al hombre. No puedo respetar a una mujer que no se respeta a sí misma. Este el credo de McGee), de su genuino interés por sus personalidades y de su capacidad de escucharlas (Un buen oyente es menos habitual que un amante que sepa estar a la altura), lo cual es compatible con sus innumerables ligues (Un placer sin compromiso. Para gente liberal, a prueba de magulladuras sentimentales, capaz de jugar con la ficción de un romance), siempre planteados con honradez y transparencia, con sinceridad y respeto, aunque no sé si su desinhibido comportamiento sexual y su concepción última de las mujeres, no sería hoy, en estos días de corrección política exacerbada, objeto de crítica y censura. El universo femenino de McGee se reparte entre tres tipos de mujeres: las despampanantes y de buenas intenciones, siempre algo indefensas y necesitadas de protección y aleccionamiento (el discurso del detective está plagado de incisos “morales”, en los que nos espeta -a sus novias y a los lectores- unos a modo de sermones o reprimendas sobre el modo de comportamiento debido en cada situación particular y en la vida en general); las muy atractivas y ligeras de cascos, las conejillas que engatusan a los hombres para conseguir regalitos y acabar, con el paso del tiempo y el avance de la edad, tristes y solas; y el resto, en las que -sin senos turgentes, labios húmedos, curvas sinuosas ni camisas parcialmente desabotonadas (no se olvide que estamos en la calurosa Florida)- no repara con excesivo detenimiento: secretarias, camareras, dependientas o recepcionistas más o menos anodinas. 

En este marco general se inscriben las historias que centran ambos libros. En Adiós en azul, Cathy, una chica que ha sido maltratada y robada por su expareja, se dirige a McGee para recuperar su dinero. En su búsqueda, nuestro protagonista acabará encontrando a otras víctimas destrozadas física y psicológicamente por el siniestro Junior Allen, que así se llama el desalmado agresor, lo cual acrecentará su voluntad y su obligación moral de perseguirlo y capturarlo. La segunda novela transcurre en Nueva York, ciudad que odia McGee, con la fealdad de sus rascacielos impersonales, con la gente corriendo sin sentido por la calle, con sus trabajadores embrutecidos y las reivindicaciones laborales de sus mezquinos sindicatos, la antítesis de su despreocupado dolce far niente de Florida. Un antiguo compañero de armas y amigo del investigador, gravemente enfermo e inmovilizado a consecuencia de las heridas de guerra, le solicita ayuda para averiguar si el marido de su joven hermana, fallecido en un aparentemente azaroso atraco en la calle, ha muerto en realidad por ese motivo o si su desaparición obedece a causas más oscuras. McGee, siempre impecable en su proceder ante cuestiones con “filo” ético, dejará su hábitat natural para desplazarse a la gran urbe y desentrañar el asunto tras diversas arriesgadas peripecias, un desasosegante episodio “lisérgico” muy deudor de la época y, en justa compensación a tanto fatigoso afán, el encuentro, en el curso de sus pesquisas, con media docena de mujeres deslumbrantes, joven hermanita incluida, todas entregadas, de una u otra manera, a los varoniles encantos del apuesto galán, que ni se inmuta por las “víctimas” que va dejando a su paso, pues está persuadido de que las mujeres se recuperan de un desengaño amoroso comprando un visón… 

En fin, entretenidas e interesantes novelas estas dos primeras entregas de la serie escrita por John MacDonald en los años sesenta. Su lectura os hará disfrutar de unas horas ligeras y agradables. 

En uno de los episodios vividos por McGee, éste canta Love is a many splendored thing, la estupenda canción, con música de Sammy Fain y letra Paul Francis Webster, que aparece en la banda sonora de La colina del adiós, dirigida por Henry King en 1955 y protagonizada por William Holden y Jennifer Jones. Aquí os la dejo en la interpretación de Andy Williams.

 

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