Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 19 de junio de 2019

CHARLES SIMMONS. AGUA SALADA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una nueva semana a Todos los libros un libro que como cada miércoles sale a vuestro encuentro en Radio Universidad de Salamanca con una propuesta de lectura escogida siempre por su interés y calidad. Hoy quiero hablaros de una muy breve novelita de un autor para mí desconocido que hasta hace solo unos meses no había visto traducida al castellano ninguna de sus por otro lado escasas publicaciones. Se trata del norteamericano Charles Simmons y su libro -una joya, una novela excepcional, una maravilla emotiva y conmovedora-, de título Agua salada, apareció a mediados de 2017 en la editorial Errata Naturae en traducción de Regina López Muñoz. 

Estamos en 1963 en Bone Point, un pueblo de la costa este de Estados Unidos. Michael, el protagonista y narrador de la historia, que tiene quince años y se encuentra en el apogeo de su adolescencia, disfruta de sus vacaciones estivales con sus padres en una casa frente al mar en la que ha vivido todos los veranos de su infancia; una casa construida por su abuelo y en la que su madre también pasó su niñez. La atmósfera en la que se desenvuelve esa estancia es la que casi todos -al menos los nacidos en ciudades costeras- asociamos a los primeros años de nuestra vida: la indiscutible presencia del mar, el sol poderoso y salutífero, la acogedora arena, el salitre en la piel, la ropa escasa y cómoda, el tiempo sin fronteras, los días libres, las aventuras sin límites, el placentero cansancio tras el juego, el hambre feroz -también metafóricamente-, la presencia todavía no molesta de los padres, la tutelar protección de la madre, la amigable camaradería con un padre más joven de lo que ahora somos nosotros… En definitiva, la vida plena, con la inocencia sin fisuras, con la emoción a flor de piel, con las ilusiones intactas, con la irresistible fuerza de un deseo que apenas sabe decir su nombre; sin que siquiera el mínimo roce de la realidad, del dolor, de la aflicción, de las frustraciones, de la “necesidad” manche una existencia de una pureza tan nítida como la transparencia de las aguas marinas. 

Y sin embargo esa felicidad primordial, excepcional en su inconsciencia, es por desgracia -todos lo sabemos- perecedera, tiene los días contados acechada por la inminencia del mundo adulto, por las obligaciones, por la convención, por los horarios, por las conveniencias, por los formalismos, por las renuncias, por el sufrimiento, por la cruda y aburrida normalidad. Y así, anticipando ese choque abrupto, esa brutal colisión entre la ingenua, edénica y casi divina dicha infantil y las exigencias de nuestra naturaleza humana, forzosamente mortal, comienza Agua salada, cuya primera frase, muy explícita y en cierto sentido concluyente, dice: En el verano de 1963 yo me enamoré y mi padre se ahogó

Y es que, en efecto, Michael se enamorará al empezar el verano de 1963 y perderá a su padre a su término, y en los tres meses que median entre una fecha y otra crecerá, irremisible y desafortunadamente dejará atrás su infancia y ya nada en su vida volverá a ser lo mismo tras la doble experiencia del amor y la muerte, las casi siempre tristes coordenadas que marcan nuestras pobres existencias. El amor -la pasión- nos zarandea y desarbola, la muerte nos aniquila, he aquí la enseñanza principal que recibimos del mundo cuando nos hacemos mayores: la vida es -también- dolor, desengaño, congoja, frustración, impotencia, fracaso, confusión, pena, decepción, infelicidad… 

El libro se abre, antes de la frase reseñada, con una cita de Iván Turguénev, extraída de Primer amor, un libro escrito en 1860, que adelanta el tema principal de la obra: —Entonces, está decidido —dijo, acomodándose en su sillón y encendiendo un cigarro—. Cada uno de nosotros tiene que contar la historia de su primer amor. Tú primero, Sergei Nikoláievich. Michael contará, en apenas ciento sesenta páginas, deslumbrantes e intensas, su enamoramiento de Zina, la hija veinteañera de la atractiva señora Mertz, ambas inquilinas de la casa de invitados, aledaña a la vivienda principal de la familia del protagonista y narrador. Su hija, Zina, hasta vista del revés era guapa, dice Michael dando fe de ese arrebatado acto de entrega y enajenación inicial -un acto también iniciático- tras ver a la chica de espaldas mientras habla su madre. 

La novela se moverá en torno a los dos ejes que configuran la realidad del muchacho: la familia, sobre todo a partir de la magnética figura del padre, y el amor, encarnado en la enérgica, libre, eficiente, atrevida y resplandeciente Zina, demasiado adulta para el aún casi niño Michael. El padre es, como para casi todos los chicos a esa edad, omnipotente, la conjunción de todos los rasgos que un menor requiere de esa figura paternal: protector, seguro de sí, divertido, cercano, confidente, compañero de aventuras (la pesca, la navegación, la natación). Es, también, muy atractivo “objetivamente”, muy guapo (la gente despertaba en su presencia, su figura bastaba para transmitir bienestar a la gente, la gente era incapaz de quitarle ojo, se dice de él en distintas ocasiones en el libro), capaz de llamar la atención de cuanta mujer se relaciona con él, provocando de modo inconsciente los celos de su joven hijo (que atisba en él un posible y desigual competidor en el interés de Zina) y los de su, por otro lado, también muy guapa mujer. Ésta, la madre, es también una construcción literaria muy afortunada, con sus silencios, su desazón, sus recelos, su descontento reprimido. La casa de verano es un lugar de encuentro de gentes variopintas e interesantes, que coinciden en cenas, en fiestas, en excursiones en barco; y uno de los “encantos” del libro lo constituye la descripción -muy velada e indirecta, como todo en la novela- de los juegos de relaciones -algunas posibles y, casi todas, meramente potenciales- entre los invitados, parejas de la misma edad que los padres de Michael y la señora Mertz, sus hijos e hijas, de años cercanos a los del propio narrador, y amigos de unos y otros. 

La presencia del amor no aflora tan solo en la entregada e inocente disposición de ánimo de Michael hacia su muy desinhibida y experimentada vecina, sino que inunda el libro en múltiples otras líneas menores pero igualmente sugestivas, que anudan, siquiera fugaz y levemente, a algunos personajes: la romántica Melissa, atraída por Michael; Hillyier y Ari, amigos del chico y más preocupados por el sexo que por el amor; la fascinante señora Mertz, objeto de todas las miradas y de todos los deseos; el cosmopolita Henry y su “amigo” Wilder; y, en medio de todas estas fuerzas, el padre y la madre de Michael, que se aman y simultáneamente se distancian por el encantamiento pasajero que suscitan otros seres, otros cuerpos… En casi todos los casos, el amor es el tema recurrente de las conversaciones, un amor del que Michael, inocente e ingenuo como todos los jóvenes (Tú eres un romántico para las mujeres, le dice la madre), conocerá su versión inflamada y quimérica y también la desesperanzada y más realista, en un verano que representará para él el aprendizaje de la decepción. Porque Agua salada está cruzada por infinidad de reflexiones, de metáforas, de pensamientos que ponen de manifiesto ese contraste -clásico en la literatura- entre realidad y deseo. 

Michael es un soñador y la existencia -como sabe cualquiera con más de veinte años- conspira en contra de los sueños. Hay un momento en el libro -tan “marino” todo él, literal y metafóricamente- en que se enfatiza el valor de los barcos de vela frente a los yates. El Angela -el modesto velero familiar- era un soñador. En los yates se tienen ambiciones, no sueños. Sueños frente ambiciones, ilusión y fantasía frente a cruda y roma cotidianidad, deseo frente a realidad. En la vida uno no obtiene lo que quiere por desearlo; uno obtiene lo que la vida le da, escucha una y otra vez el chico, que aprenderá que el amor -si es de verdad- es siempre un espejismo (valga el oxímoron). Las lágrimas saben igual que el agua salada, constatará, dando explicación al título del libro. 

Del lado del deseo y la ensoñación -también del desencanto- están Michael, su madre, la sensible Melissa. Del otro, del de los que toman lo que la vida te da, aparecen el padre, la señora Mertz… ¿Y Zina? Ésa será la gran incógnita de la novela, un personaje inolvidable, a caballo de ambos mundos, a la vez sujeto activo y pasivo del amor, ese amor tan bien descrito por Henry en una de sus cariñosas “lecciones” al emocionalmente torpe Michael: En los cuentos existe una poción mágica que te duerme. Cuando te despiertas, te enamoras de la primera persona que ves. Es la mejor metáfora del amor que existe. El amor es arbitrario, inexplicable y cruel. También es transitorio. Nada tan descabellado puede durar

Y todo este entrañable mundo al que el libro nos traslada, se recrea con una escritura muy sencilla, transparente, en la que no hay nada alambicado, ni excesos verbales. El estilo literario de Simmons está hecho de sugerencias, describiendo con meras alusiones, apuntando más que mostrando, dejando que una frase o un gesto definan una personalidad, un estado de ánimo, una emoción. La gran capacidad de penetración psicológica del autor y su profunda indagación en el alma de sus personajes llama más la atención en cuanto se logra de un modo muy leve, muy aparentemente simple, en una narración que rezuma delicadeza, elegancia, sutileza. 

Hay, además, dulzura, ternura, una muy plácida comprensión de los personajes, de sus limitaciones, de su humanidad imperfecta; hay una mirada amable para cada uno de ellos, con sus miserias y sus contradicciones, con sus trampas, con sus engaños, con sus errores, con sus escondidas miserias. 

Una novela muy dulce, melancólica también, que transmite poesía, bellísima, esta Agua salada de Charles Simmons que no deberíais dejar de leer. Os dejo, de entre las diversas músicas que “suenan” en el libro con Just one of those things, que tan bien representa la “atmósfera” y hasta el sentido de la obra, en la voz de Frank Sinatra. 



En el verano de 1963 yo me enamoré y mi padre se ahogó. 

Durante una semana entera, a finales de junio, se formó un banco de arena a un kilómetro océano adentro. No era visible, pero sabíamos que estaba donde las olas rompían. Cada día esperábamos que asomara con la bajamar. Nunca se había formado un banco tan adentro, y nos preguntábamos si aguantaría. De ser así, el agua más próxima a la orilla quedaría protegida y más en calma, y podríamos trasladar nuestro barco, el Angela, enfrente de casa, en lugar de dejarlo en Johns Bay, al otro lado del cabo Bone Point. La actividad de nadar cambiaría, naturalmente, sería como hacerlo en la bahía, y ya no podríamos pescar con caña en la orilla. 

Padre y yo salíamos a pescar caballas, corvinas, pejerreyes y lubinas. Las lubinas eran los peces más peleones y el manjar más sabroso. Cogíamos también muchas lijas, bichos pequeños e inútiles que devolvíamos al agua. A veces intentábamos pescar tiburones de verdad, con un anzuelo grande que pesaba tanto que no podíamos lanzarlo. Le clavábamos un filete de caballa y yo me tiraba al agua con él, me alejaba y lo dejaba caer en el fondo. Lo hacía incluso de pequeño, sólo que en aquella época el banco de arena me zambullía con el flotador, soltaba el anzuelo y padre me izaba con una cuerda. A madre no le gustaba un pelo, aunque sólo lo hacíamos cuando el agua estaba como un plato. Una vez cogimos un pez martillo que pesaba casi cincuenta kilos, el pez más raro que yo había visto en mi vida. Tenía la cabeza en forma de maza, con un ojo a cada lado. La gente decía que comía carne humana, pero padre me aseguró que no. 

También pescábamos rayas. Si picaba alguna y yo estaba en la casa, padre me llamaba a voces y yo acudía corriendo con el arpón. Las rayas son peces planos y muy anchos. Cuando las pescas cerca de la orilla, en aguas poco profundas, se agarran al fondo y no hay manera de sacarlas. Hay que meterse en el agua con unas botas de goma y atravesarlas con el arpón para que entre agua y dejen de hacer ventosa. Cogíamos rayas de metro y medio. Tienen una cola puntiaguda que latiguea y puede darte un buen trastazo. Antes de arponearla hay que pisarle la cola y cortársela. En algunos sitios se las comen, pero nosotros no. 

Yo nunca me metía en el agua con el arpón. Padre no me dejaba. Se sumergía él mientras yo sujetaba la caña. Una vez, padre había cortado ya la cola y estaba levantando la raya por el cuerpo cuando el animal se revolvió, con el arpón y todo, y yo caí al agua. El carrete estaba bloqueado. Como yo no soltaba la caña, el pez me arrastró hasta donde estaba padre. Él me quitó la caña de las manos. Cuando recuperamos la raya, estaba prácticamente muerta. La soltamos y se quedó flotando. 

—Si no llego a estar yo aquí, ¿cuánto tiempo habrías aguantado? —me preguntó padre—. ¿Para siempre? 

—Sí —repliqué, y me dio un apretón en un hombro. 

Aquel verano tenía yo siete años. 

Bone Point era un lugar especial. Durante la Primera Guerra Mundial el gobierno se lo apropió con fines militares, y lo mismo en la Segunda Guerra Mundial. Luego pasó a ser reserva federal permanente. En 1946 sólo había unas pocas casas. El acuerdo con el gobierno consistía en que quien ya tuviera una casa podía conservarla cuarenta y cinco años más, hasta 1991, pero no podían construirse viviendas nuevas. Madre y padre heredaron nuestra casa en 1948, el año de mi nacimiento y el año de la muerte del padre de madre. Él la había construido a principios de los años treinta, y madre también había pasado allí los veranos de su niñez. 

Era hija única, como yo. Sostenía que la casa había sido demasiado grande para ellos, como ahora opinaba que era demasiado grande para nosotros tres. Madre era una quejica. La casa no era demasiado grande. A mí me fascinaba la abundancia de espacio y de luz. La planta baja estaba plagada de ventanas y puertas acristaladas, y el porche rodeaba los cuatro lados. A su padre también le gustaba la luz, recalcaba madre. Con frecuencia me decía que yo le recordaba a él, cosa que me agradaba porque ella lo había querido mucho, pero yo me veía más parecido a mi padre. Pocas cosas decía o pensaba padre con las que yo no estuviera de acuerdo. 



Charles Simmons. Agua salada

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